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Categoria: Arte con T, In-fusión ~la música de DaCha~ | Fecha: octubre 24th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

SOÑAR A LA HORA DEL TÉ

John_Lennon_Afternoon_Tea

La primavera… como empezar de nuevo. Me vine todas las cuadras tarareando Just like starting over, de John Lennon, feliz, con el viento y los últimos rayitos de sol del día, en los ojos. Les dejo dos cosas: 1) la letra de la canción y 2) Afternoon Tea, de John Lennon; un dibujo realizado durante unas vacaciones de verano en Japón, en 1977; representa a John y a Yoko disfrutando del té de la tarde. Lleva la inscripción «Tengamos un sueño» …

(JUST LIKE) STARTING OVER
Our life, together, is so precious, together.
We have grown, we have grown.
Although our love is still special,
Let’s take a chance and fly away, somewhere, alone.

It’s been too long since we took the time,
no-one’s to blame, I know time flies so quickly,
but when I see you, darling,
it’s like we both are falling in love again.
It’ll be just like starting over, starting over.

Everyday we used to make it, love,
why can’t we be making love nice and easy?
It’s time to spread our wings and fly,
don’t let another day go by, my love.
It’ll be just like starting over, starting over!

Why don’t we take off alone?!
Take a trip somewhere far, far away.
We’ll be together, all alone again,
like we used to in the early days.
Well, well, well darling.

It’s been too long since we took the time,
no-one’s to blame, I know time flies so quickly,
but when I see you, darling,
it’s like we both are falling in love again.
It’ll be just like starting over, starting over.

Our life, together, is so precious, together.
We have grown, we have grown.
Although our love is still special,
let’s take a chance and fly away, somewhere…

Starting over

Para escuchar la música del enlace que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 23rd, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 26

te + cantuccini
Buenas noches, dachas lectoras y compañeras. Les dejo el Capítulo 26 de nuestras Aguas de primavera, para el postre. Hoy está lindo para un blend bien chocolatoso. ¿Probaron Capricho florentino? Con unos biscotti-cantuccini-kemish broit marida tan bien!

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 26

Al día siguiente, con Tartaglia sujeto de una cuerda, se dirigió Emilio a casa de Sanin. Si hubiese sido alemán de pura cepa no se hubiera presentado con más puntualidad. En casa había mentido, diciendo que iba de paseo con Sanin hasta la hora del almuerzo, y que después se presentaría en el almacén.

Mientras Sanin se vestía, Emilio, no sin vacilar mucho, intentó sacar conversación acerca de Gemma y de su ruptura con Herr Klüber. Pero Sanin, por única respuesta, se limitó a guardar un adusto silencio. Emilio, queriendo demostrar que comprendía por qué no debía mentarse siquiera ese grave asunto, no hizo la menor alusión a él, adoptando, de cuando en cuando, un aire circunspecto y hasta serio.

Después de tomar el café, ambos amigos —naturalmente, a pie— se dirigieron hacia Hausen, pueblecito poco lejano de Francfort y rodeado de bosques. Toda la cordillera del Taunus se veía desde allí como en la palma de la mano. El tiempo era magnífico: brillaba el sol y expandía su calor, pero sin quemar; un viento fresco rumoreaba alegre entre el verde follaje; las sombras de algunas nubecitas que se cernían en lo alto del cielo corrían sobre la tierra como manchitas redondas, con un movimiento uniforme y rápido. Bien pronto se hallaron los jóvenes fuera de la ciudad, y anduvieron con paso firme y alegre por la carretera esmeradamente barrida. Ya en el bosque, dieron mil vueltas por él; después almorzaron fuerte en una posada de aldea. Enseguida subieron por la montaña, admirando el paisaje; echaron a rodar pedruscos por la pendiente, batiendo palmas al verlos rebotar como conejos, con saltos extravagantes y cómicos, hasta que un transeúnte, invisible para ellos, los increpó desde el camino de abajo, con voz recia y sonora. Se tumbaron encima de un musgo ralo y seco, de un color amarillo violáceo; tomaron cerveza en otro figón, después corrieron y saltaron a cuál más. Descubrieron un eco y le dieron conversación; cantaron, gritaron, lucharon, rompieron ramas de árboles, se adornaron los sombreros con guirnaldas de helecho, y hasta acabaron por bailar.

Tartaglia tomaba parte en todas esas diversiones en cuanto se lo permitían sus facultades y su inteligencia. Verdad es que no tiró piedras, pero se precipitaba dando volteretas en pos de las que lanzaban los jóvenes; aulló mientras estos cantaban, y hasta bebió cerveza, aunque con una repugnancia visible. Esta última ciencia se la había enseñado un estudiante que con anterioridad tuvo por dueño. Por lo demás, no obedecía a Emilio —éste no era su amo sino Pantaleone—; y cuando el mocito le decía que «hablase» o que «estornudase», se limitaba a menear el rabo y hacer un cucurucho con su lengua.

También hablaron entre sí los jóvenes. Al comienzo del paseo, Sanin, en calidad de mayor y, por consiguiente, más capacitado para discurrir, había comenzado un discurso acerca del fatum, el destino del hombre y de lo que éste representa; pero bien pronto la conversación tomó un giro menos sesudo. Emilio se puso a interrogar a su amigo y protector sobre los destinos de Rusia; le preguntó cómo se batían en duelo en ese país, si eran lindas las mujeres, cuánto tiempo sería preciso para aprender el idioma ruso y qué impresiones había sentido cuando el oficial le apuntó con la pistola. A su vez, Sanin preguntó a Emilio por su padre, por su madre, por los asuntos de su familia, guardándose muy bien de pronunciar el nombre de Gemma, aunque no pensaba más que en ella. En realidad, no era en ella en lo que pensaba, sino en el día siguiente, en aquel mañana misterioso que debía traerle una ventura indecible, inaudita. Le parecía ver flotar ante su vista un cortinaje fino y ligero, y detrás de esa cortina sentía… sentía la presencia de un rostro juvenil, inmóvil, divino rostro de labios tiernamente risueños y párpados severamente caídos —severidad fingida—. ¡Ese rostro no era el de Gemma, sino el de la misma felicidad! Pero al fin ha llegado su hora; se corre la cortina, se entreabren los labios, los párpados se levantan; la divinidad lo ha visto, ¡y llega un deslumbramiento y una claridad semejante a la del sol, una embriaguez y una dicha sin límites y sin fin! Pensaba en ese mañana y su alma se moría de gozo, en medio de la creciente angustia de la espera.

Esa espera, esa impaciencia, no eran penosas para él: acompañaban todos sus movimientos, pero sin estorbarlos; no le impidieron comer perfectamente con Emilio en un tercer mesón. Sólo de vez en cuando, como fugaz relámpago, cruzaba esta idea por su mente: ¡si alguien lo supiese! Esto no le impidió jugar al salto en rango con Emilio, después de comer, en una verde pradera… ¡Y cuál no fue el asombro, la confusión de Sanin, cuando, advertido por los ladridos furiosos de Tartaglia, en el momento en que con las piernas, graciosamente separadas, saltaba como un ave por encima de la espalda de Emilio, doblado por la cintura, vio, de pronto, delante de él, en el extremo de la pradera, a dos oficiales, en quienes reconoció a su enemigo de la víspera, el caballero von Dönhof, y su testigo el caballero von Richter. Llevaba cada uno el monóculo encajado en un ojo, y lo miraban burlones… Al caer de pie Sanin, se apresuró a ponerse el paletot que se había quitado, dijo con presteza dos palabras a Emilio, quien se puso a toda prisa la chaqueta, y se alejaron con paso rápido.

Regresaron a Francfort al atardecer.

—Me regañarán; —dijo Emilio al despedirse de Sanin —pero lo mismo me da… ¡He pasado un día tan bueno, tan bueno!

De regreso a la fonda, Sanin encontró en ella una carta de Gemma, citándolo para el día siguiente, a las siete de la mañana, en uno de los jardines públicos que por todas partes rodean a Francfort.

¡Qué brinco le dio el corazón! ¡Cómo se felicitaba por haberla obedecido sin vacilar! ¡Ah, santo Dios!

¿Qué le prometía ese día de mañana, inaudito, único, inconcebible? O más bien, ¿qué no le prometía?

Devoraba con los ojos la carta de Gemma. El elegante perfil curvo de la G, letra inicial de su nombre, que aparecía como firma, le recordaba los lindos dedos, la mano de la joven… Se dijo a sí mismo que aún no había acercado nunca esa mano a sus labios…

«Digan lo que quieran», pensó, «las italianas son castas y severas… ¡pero Gemma es algo más! Es una emperatriz… una diosa… un mármol puro y virginal… Pero un día llegará… Y ese día está próximo…»

Aquella noche no hubo en todo Francfort un hombre más feliz que él. Durmió, pero hubiera podido decir, como el poeta:

«Es cierto que estoy dormido, mas vela mi corazón…»

Le palpitaba el corazón tan ligero como bate las alas una mariposa puesta sobre una flor y bañada por el sol.

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Categoria: Arte con T, Chaepítie - чаепитие - "Tetear" ;-), In-fusión ~la música de DaCha~ | Fecha: octubre 23rd, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

TOMAREMOS TÉ

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Tarde lluviosita para compartir canciones íntimas, apoltronarse y tomar té. La imagen divina de hoy es de Curiousmoth y se llama Canciones para las criaturas del pantano. El videíto es del grupo ruso Aquarium: Tomaremos té.

Bailamos toda la noche,
bailar todo el día en el aire, de nuevo, un disparate,
y no es de extrañar,
aunque tal vez, como sin querer.
La armonía del mundo no sabe de límites:
justo ahora,
tomaremos té.

Eres hermosa, suficiente para mí;
tal vez nosotros… -pobre familia-,
y no es de extrañar,
aunque quizás, por descuido.
La armonía del mundo no sabe de límites:
justo ahora,
tomaremos té.

Creo que nosotros -como en viejos films-
deberíamos convertir el agua en vino (casarnos);
y no es en vano,
aunque tal vez, sin darnos cuenta.
La armonía del mundo conoce límites:
justo ahora,
tomaremos té.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 22nd, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 25

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¡Cómo adoro este libro! Capítulo 25 de Aguas de primavera y el batir del corazón. Prepárense un DaCha y leamos juntos. A los ansiosos: no se adelanten mucho, caramba! No los puedo dejar solos!

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 25

Sanin regresó a la fonda casi a la carrera. Comprendía muy bien que únicamente a solas podría desentrañar el caos que dentro de sí se agitaba. En efecto, apenas hubo entrado en su cuarto, se sentó detrás del escritorio, se puso de codos en él, escondiendo la cara entre las manos, y exclamó con voz sorda y dolorosa:

—¡La amo! ¡La amo locamente!

Y todo su ser interior se abrasó como un carbón hecho ascua, cuya envoltura de muertas cenizas dispersa un rápido soplo.

Transcurrido un instante, no comprendía ya cómo pudo permanecer sentado junto a ella, ¡junto a ella!, y hablarle, y no sentir que adoraba hasta la cenefa de su vestido, que estaba dispuesto «a morir a sus pies», como dicen los jóvenes. Aquella última entrevista en el jardín lo decidió todo. Desde entonces, al pensar en ella, no se la representaba ya con los rizos sueltos, a la serena claridad de las estrellas, sino que la veía, sentada en el banco, echarse atrás el sombrero con un rápido ademán y mirarlo con sus hermosos ojos confiados… Aquella imagen hacía correr por sus venas el hervor, la sed de la pasión. Se acordó de la rosa que había conservado en el bolsillo desde la antevíspera, la tomó y se la llevó a los labios con tal frenesí, que involuntariamente hizo un gesto de dolor. ¡Para pensar y reflexionar, para calcular y prever estaba entonces! Desprendiéndose de todo el pasado, se lanzaba de lleno al porvenir. Desde la ribera triste y solitaria de su vida de soltero se zambullía en ese torrente espumoso, alegre y rápido, sin preocuparse por saber a dónde lo llevaría y si no lo estrellaría contra algún peñasco. No eran ya las apacibles ondas de la poesía de Uhland, sobre las cuales se mecía en otro tiempo… ¡Eran olas no domadas, irresistibles, que se precipitaban saltando hacia delante y lo arrastraban con ellas!

Tomó un pliego de papel y, sin una tachadura, casi de una plumada, escribió:

«Querida Gemma:

Ya sabe usted cuál era el consejo que me había comprometido a darle, y también sabe lo que desea su madre y lo que me había pedido; pero lo que usted no sabe, lo que ahora le digo, es que la amo a usted, que la amo con toda la pasión de un alma que ama por vez primera. ¡Este fuego me ha abrasado de pronto, pero con tal fuerza, que no hallo palabras con qué decirlo! Cuando su madre vino a pedirme que hablase con usted, aún estaba envuelto en cenizas, sin lo cual, como hombre honrado, no hubiera admitido esa comisión. La declaración que ahora le hago, también es la de un hombre honrado. Es preciso que sepa con quién trata; entre nosotros no deben existir malentendidos. Ya ve usted que no puedo darle ningún consejo. ¡La amo! ¡La amo!, y no tengo más que esto en la cabeza y en el corazón.

Dm. Sanin»

Después de doblar y cerrar la esquela, Sanin se disponía a llamar al mozo para que la llevara… ¡No, eso no podía ser…! ¿Por conducto de Emilio…? Pero tampoco era posible ir a buscarlo a la tienda, entre los otros dependientes. Además, había llegado la noche y tal vez hubiera salido ya del comercio. Mientras hacía estas reflexiones, Sanin se puso el sombrero y salió. Dio vuelta a una esquina, después a otra, y, ¡gozo indecible!, vio a Emilio delante de sí. Con la cartera debajo del brazo y un rollo de papeles en la mano, el joven entusiasta regresaba con paso rápido a su domicilio.

«¡Razón hay para decir que cada enamorado tiene su estrella!», dijo Sanin para sus adentros, y llamó a Emilio, quien se volvió e inmediatamente le echó los brazos al cuello.

Sin darle tiempo de alegrarse, Sanin le entregó la carta y le explicó a quién y cómo tenía que entregársela… Emilio lo escuchaba con atención.

—¿Es preciso que nadie la vea? —preguntó, dando a su rostro una expresión misteriosa y significativa, como si dijese: «¡Comprendo la cosa!»

—Sí, mi querido amigo —respondió Sanin un poco confuso, dándole un golpecito cariñoso en la mejilla —Y si hay respuesta… me la traerá usted, ¿no es así? Estaré en casa.

—No se preocupe usted por eso —murmuró Emilio con aire jovial, saliendo a la carrera y haciéndole señas con la cabeza, mientras corría.

Sanin regresó a la fonda, y, sin encender la luz, se echó en el diván, cruzó las manos bajo la nuca y se abandonó a esas impresiones del amor recién revelado, impresiones que es inútil describir: quien las ha sentido, conoce sus ansias y dulzuras; quien no las ha experimentado, no las comprendería.

Se abrió la puerta y apareció el rostro de Emilio…

—¡La traigo! —dijo en voz baja —Aquí está la respuesta —enseñaba y movía por encima de la cabeza un papelito doblado.

Sanin saltó del diván y se lo arrancó de la mano. La pasión lo dominaba; no pensaba en la discreción, ni en las conveniencias, ni siquiera ante aquel niño, hermano de ella. Hubiera querido contenerse, tener vergüenza de conducirse así delante de Emilio, pero no podía.

Se aproximó a la ventana, y, a la luz de un farol que había en la calle delante de la casa, leyó las siguientes líneas:

«Le ruego, le suplico que no venga a casa, que no se presente en todo el día de mañana. Es preciso, absolutamente preciso, y entonces todo se resolverá. Sé que no me negará esto, porque…

Gemma»

Sanin leyó dos veces aquella carta. ¡Qué bonita y atractiva le pareció su letra! Meditó un momento, se dirigió a Emilio (quien, para demostrar que era un joven reservado, estaba de cara a la pared, raspándola con las uñas) y lo llamó en voz alta.

Emilio acudió al instante, diciendo:

—¿Qué quiere usted?

—Escuche, mi querido amigo…

—Señor Dmitri —interrumpió Emilio con voz plañidera —¿por qué no me tutea usted?

Sanin se echó a reír.

—Bueno, conforme. Oye, mi querido amigo… —Emilio dio un brinquito de alegría— oye, «allá abajo», ¿comprendes?, dirás «allá abajo» que todo se cumplirá escrupulosamente. —Emilio frunció los labios y movió la cabeza con aire grave — Y tú, ¿qué haces mañana?

—¿Qué hago yo? ¿Qué desea usted que haga?

—Si puedes, ven por la mañana temprano, y nos iremos de paseo por los alrededores de Francfort, hasta la noche. ¿Quieres?

Emilio dio otro brinco.

—¡Que si quiero! ¿Hay algo más agradable en el mundo? Pasear con usted… ¡eso es encantador! Vendré, sin falta.

—¿Y si no te lo permiten?

—Me lo permitirán.

—Oye… no digas «allá abajo» que te he rogado que vengas por todo el día.

—¿Por qué decirlo? Me iré sin permiso. ¡Valiente cosa!

Emilio abrazó a Sanin con todas sus fuerzas y se marchó corriendo.

Sanin estuvo largo tiempo paseándose por el cuarto y se acostó tarde. Se sumergía en esas impresiones penosas y dulces, en esa ansiedad jubilosa que precede a una etapa nueva. Además, Sanin estaba contentísimo de su idea de haber invitado a Emilio a pasar con él el día siguiente; se parecía mucho a su hermana.

«Emilio me recordará a Gemma», se dijo.

Pero lo que más lo asombraba era pensar que la víspera él no era el mismo de hoy. Le parecía haber amado «eternamente» a Gemma, y haberla amado precisamente como la amaba hoy.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 21st, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 24

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Qué Capítulo hermoso para leer tomando Invierno en Kiev! Vamos, que ya es tarde.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 24

Sanin se aproximó con irresoluto paso a la casa de la señora Roselli. Le palpitaba con fuerza el corazón, lo sentía claramente golpear contra sus costillas. ¿Qué le iba a decir a Gemma? ¿De qué modo iba a hablarle? Entró en la casa, no por la tienda, sino por la puerta trasera. Encontró a Frau Lenore en la primera piecita; ella se puso muy contenta al verlo y a la vez algo intranquila.

—Lo esperaba ya. —dijo en voz baja, apretándole la mano entre las suyas —Está en el jardín, vaya usted. Cuidadito, que con usted cuento.

El joven se encaminó al jardín.

Gemma, sentada en un banco, al borde de un paseo de árboles, estaba eligiendo de un pequeño cesto las cerezas más maduras y apartándolas en un plato. El sol estaba bajo, sobre el horizonte; eran cerca de las siete de la tarde, y en los anchos rayos oblicuos con que inundaba la luz el jardincito de la señora Roselli había más púrpura que oro. De vez en cuando, se oía el cuchicheo, apenas perceptible y como perezoso, de las hojas entre sí, el breve zumbido de las abejas retrasadas volando de flor en flor, y el arrullo monótono e infatigable de alguna tórtola lejana.

Gemma llevaba puesto en la cabeza el mismo sombrero que el día del paseo a Soden. Miró a Sanin por debajo del ala inclinada del sombrero y se dobló de nuevo sobre el cesto.

Sanin se aproximó a ella, acortando involuntariamente el paso… y no se le ocurrió decir nada mejor que esto:

—¿Por qué elige usted esas cerezas?

Gemma no se dio prisa en contestarle.

—Éstas, las más maduras, —explicó por fin —se pondrán confitadas; y con esas otras se rellenan pastelitos, ¿sabe usted?, de esos pastelitos redondos que vendemos.

Mientras decía estas palabras, Gemma inclinó aún más la cabeza y su mano derecha, que tenía dos cerezas entre los dedos, se detuvo en el aire, entre el canasto y el plato.

—¿Puedo sentarme junto a usted? —preguntó Sanin.

—Sí.

Gemma se hizo un poco a un lado, para dejarle sitio en el banco. Sanin se sentó junto a ella. «¿Por dónde comenzaré?», pensaba. Pero Gemma lo sacó de apuros.

—¿Conque se ha batido usted en duelo? —dijo la joven con vivacidad, volviendo hacia él su hermoso rostro encendido de rubor. ¡Y qué profunda gratitud brillaba en sus ojos! —¿Y se halla usted tan tranquilo? ¿De modo que para usted no existe el peligro?

—Dispense usted… No he corrido ningún peligro. Todo ha pasado de la manera más feliz e inofensiva por completo.

Gemma movió el dedo índice a derecha e izquierda delante de la cara. Éste es otro ademán italiano.

—No, no diga usted eso. ¡No me engaña usted! Pantaleone me lo ha contado todo.

—¡Vaya un testigo digno de confianza! ¿Me ha comparado a la estatua del Comendador?

—Las expresiones que emplea pueden ser cómicas, pero no sus sentimientos. No puede pasar por alto lo que usted ha hecho hoy. Y todo eso por mí… por mí. No lo olvidaré jamás.

—Le aseguro a usted, Fräulein Gemma…

—No lo olvidaré —repitió después de una pequeña pausa, mirándolo fijamente; luego se volvió de lado.

Sanin podía ver en aquel momento su perfil fino y puro, y se dijo que nunca había contemplado nada semejante, ni sentido impresión comparable a la que sentía entonces. Iba a hablar… Un relámpago cruzó por su mente: «¿y mi promesa?»

—Fräulein Gemma… —dijo, después de breve vacilación.

—¿Qué?

En lugar de volverse hacia él, continuó escogiendo las cerezas, quitando las hojas y tomándolas delicadamente por los rabitos… Pero qué afectuosa confianza respiraba esa sola palabra… «¿Qué?»

—¿No le ha dicho a usted nada su madre… a propósito de…?

—¿A propósito de quién?

—De mí.

Gemma echó otra vez bruscamente en el canasto las cerezas que tenía en la mano.

—¿Ha hablado con usted? —preguntó ella.

—Sí.

—¿Y qué le ha dicho?

—Me ha dicho que usted… que usted ha resuelto de pronto cambiar sus primeras intenciones.

La cabeza de Gemma se inclinó de nuevo y desapareció del todo bajo su sombrero: sólo se veía su cuello flexible y grácil como el tallo de una gran flor.

—¿Mis intenciones? ¿Cuáles?

—Sus intenciones… respecto al futuro arreglo de su vida.

—Es decir… ¿habla usted… de Herr Klüber?

—Sí.

—¿Le ha dicho a usted mamá que no quiero casarme con Herr Klüber?

—Sí.

Gemma hizo un movimiento en el banco. Se deslizó el pequeño canasto, calló al suelo y algunas cerezas rodaron por el sendero. Pasó un minuto, después otro…

—¿Por qué le ha hablado a usted de eso? —dijo al fin.

Como un momento antes, ya no veía Sanin más que el cuello de ella. El pecho de Gemma subía y bajaba más de prisa.

—¿Por qué…? Como en tan poco tiempo hemos llegado a ser, puede decirse, amigos; como ha demostrado usted alguna confianza en mí, su madre ha pensado que tal vez pudiera yo darle a usted algún consejo útil y que pudiera usted seguirlo.

Las manos de Gemma resbalaron lentamente sobre sus rodillas. Se puso a arreglarse los pliegues de la falda.

—¿Qué consejo me da usted, monsieur Dmitri? —preguntó tras un corto silencio.

Sanin veía temblar los dedos de Gemma sobre sus rodillas… Si arreglaba los pliegues de la falda, era sólo para disimular aquella agitación. Puso él, con dulzura, la mano sobre esos dedos pálidos y temblorosos, y dijo:

—Gemma, ¿por qué no me mira usted?

Se echó vivamente atrás el sombrero y fijó en él sus ojos, llenos de gratitud y de confianza como antes. Esperaba la respuesta de Sanin, pero este se quedó trastornado, o más bien, literalmente deslumbrado por el aspecto de sus facciones: la cálida luz del sol poniente iluminaba aquel rostro juvenil, cuya expresión era aún más luminosa y más resplandeciente que aquella claridad.

—Lo escucho a usted, señor Dmitri. —dijo con una sonrisa insegura y enarcando un poco las cejas —¿Qué consejo va usted a darme?

—¿Qué consejo? —repitió Sanin —Mire usted, su madre piensa que rechazar a Herr Klüber, únicamente porque anteayer no dio muestras de un gran valor…

—¿Únicamente por eso? —interrumpió Gemma. Se inclinó, levantó el canasto y lo puso en el banco junto a ella.

—No, desde todos los puntos de vista… en general, rechazarlo sería por parte de usted una cosa poco razonable. Su madre añade que ese es un paso cuyas consecuencias deben pesarse cuidadosamente; en fin, que el mismo estado de los negocios de ustedes impone ciertas obligaciones a cada uno de los miembros de la familia.

—Todas esas son las ideas de mamá; —interrumpió de nuevo Gemma —son sus propias palabras. Todo eso ya lo sé. Pero ¿cuál es su parecer?

—¿El mío?

Sanin se calló un momento. Sentía en la garganta algo que le cortaba la respiración.

—Yo también pienso… —dijo con esfuerzo.

Gemma se levantó.

—¡Usted…! ¿También usted?

—Sí… es decir…

Positivamente Sanin no podía pronunciar una palabra más.

—Bien. —decidió Gemma —Si usted, como amigo, me aconseja que renuncie a lo que tenía resuelto, es decir, que no modifique mi primera decisión, lo pensaré.

Sin advertirlo, la muchacha empezó a poner de nuevo en el canastito las cerezas del plato.

—Mamá —continuó— espera que siga los consejos de usted… ¿Por qué no? Es posible que los siga.

—Permítame usted, Fräulein Gemma, quisiera saber en primer término las razones que la han inducido…

—Seguiré sus consejos, lo obedeceré —repitió Gemma, con las cejas fruncidas, pálidas las mejillas y mordiéndose el labio inferior —Ha hecho usted tanto por mí, que me veo obligada a hacer lo que usted quiera, obligada a doblegarme a sus deseos. Diré a mamá… lo pensaré. Pero, precisamente, aquí viene.

En efecto, apareció Frau Lenore en el quicio de la puerta que daba al jardín. Acuciada por la impaciencia, no pudo permanecer en su sitio. Según sus cálculos, Sanin debía de haber concluido largo tiempo antes su conversación con Gemma, aun cuando sólo duraba menos de un cuarto de hora.

—¡No, no, no! —exclamó Sanin precipitado y casi con temor —¡Por el amor de Dios, no le diga nada todavía! Espere usted; yo le diré a usted… yo le escribiré… Hasta entonces, no tome ninguna resolución… ¡Espere usted!

Apretó la mano de Gemma, se levantó del banco y con suma sorpresa de Frau Lenore se cruzó con ella sin detenerse; limitándose a saludarla con el sombrero, tartamudeó algunas palabras ininteligibles y se fue.

Frau Lenore se aproximó a su hija, diciendo:

—Gemma, dime, te lo suplico…

La muchacha se levantó bruscamente, y, abrazando a la madre, exclamó:

—Mi querida mamá, ¿puede usted esperar un poco… un poquito… hasta mañana? ¿Sí? ¿Y no decirme hasta mañana ni una palabra de esto…? ¡Ah…!

De pronto, sin que ella misma lo esperase, brotaron de sus ojos cristalinas lágrimas, tan ligeras como gotas de rocío. Frau Lenore se extrañó tanto más cuanto que el rostro de la joven, muy lejos de parecer triste, irradiaba júbilo.

—¿Qué te sucede? —le dijo —Tú, que nunca lloras, nunca, ahora de pronto…

—Esto no es nada, mamá, no es nada. Sólo que espere usted. Las dos tenemos que esperar. No me pregunte usted nada hasta mañana, y mientras no se oculte el sol, escojamos las cerezas.

—Pero ¿serás razonable?

—¡Oh, sí, muy razonable! —prometió Gemma, moviendo la cabeza con gesto significativo.

Se puso de nuevo a hacer ramitos de cereza, levantándolos a la altura de su cara encendida. No enjugó sus lágrimas… se secaron ellas solas.

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Categoria: Chaepítie - чаепитие - "Tetear" ;-), Cocinar-té | Fecha: octubre 19th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

TÉ HELADO PARA MARIDAR CON EL AMOR DE MAMÁ

Té helado DaCha octubre COMPRIMIDA
Para el brunch o almuerzo de mañana, atrévanse a maridar con té helado, para variar. Algunos consejos para que les salga perfecto: Se prepara en una proporción de 2 a 3 gramos por cada 150 cm3 de agua a la temperatura adecuada para cada puro o blend; se deja en infusión el tiempo necesario (idem anterior) y se retiran las hebras. Puede consumirse sin ningún tipo de endulzante pero a mí me gusta agregarle, en caliente, 3 cucharadas soperas de buena miel o azúcar rubio por cada litro de té preparado, mezclarlo bien y llevarlo a frío muy frío durante 20 horas. Si tienen poco tiempo pueden verterlo directamente en jarras con mucho hielo y llevarlo unas pocas horas a una heladera súper fría; en este caso, la proporción hebras/agua debe ser sí o sí de 3 gramos por cada 150 cm3.
Si me preguntan por los blends de DaCha ~Russkiĭ Sekret~ (Blends), los más adecuados para consumir de esta forma son: Sweet Heather, Alma de noruega, Jazmines en el pelo, Kaifeng Imperial, Dunas del Magreb, Bajo un sereno damasco, Tierra de colonos, Maia y Kolya, Old lavender 1932. Todos estos más Historias de humo, sin endulzar, también pueden ser utilizados para preparar cocktails, proporcionando 2 partes de alcohol (vodka, gin, algún licor, etc), 3 partes de té y 5 partes de bebida sin alcohol, en vasos de trago largo llenísimos de hielo.
Disfruten el Domingo en familia.

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Categoria: Arte con T, Chaepítie - чаепитие - "Tetear" ;-) | Fecha: octubre 19th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

EL TÉ DE LA MAÑANA Y UN RATO MÁS EN LA CAMA

MARIANA KALACHEVA 7
Buenos días, las dachas!!! Ya prepararon el té? Se quedaron un rato más en la cama? Aquí, en DaCha Russkiĭ Sekret, le estamos dando amor a COUP DE FOUDRE, el blend excluusivo que presentaremos el 30 de Noviembre en el Té Literario «Aguas de primavera». Que tengan un fin de semana lleno de sol y felicidad!
La imagen de hoy es de la preciosa artista Mariana Kalacheva.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 18th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 23

Capricho Florentino_D
Dios mío! Qué capítulo maravilloso, el 23, para dejarlos con ganas de más todo el fin de semana, hasta reencontrarnos el lunes por la noche! Aguas de primavera y terceros, con intereses, interfiriendo en el nacimiento del amor… ring a bell? Con un Capricho florentino en mi taza, como único postre, aquí va:
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 23

Durmió varias horas seguidas sin despertarse. Luego se puso a soñar que se batía otra vez a duelo, pero con Herr Klüber por adversario, y que Pantaleone, encaramado sobre un abeto y como un papagayo, repetía haciendo chasquear el pico: Una… due e tre! Una… due e tre!

«¡Uno, dos, tres!» oyó aún, pero tan claramente, que abrió los ojos y levantó la cabeza… Llamaban a la puerta.

—¡Adelante! —gritó Sanin.

Era el camarero, quien le anunció que una dama insistía en verlo al momento.

«¡Gemma!», pensó en el acto…, pero la dama no era Gemma, sino su madre, Frau Lenore. Apenas hubo entrado, se dejó caer en una silla y se puso a llorar.

—¿Qué tiene usted, mi buena y querida señora Roselli? —se interesó Sanin, sentándose a su lado y acariciándole con dulzura las manos —¿Qué le ocurre? Sosiéguese usted, se lo suplico.

—¡Ah, Herr Dmitri, soy muy desgraciada, desgraciadísima!

—¿Desgraciada usted?

—¡Ah, sí! ¿Cómo había de figurármelo? De repente, como el trueno en un cielo sereno…

Apenas podía respirar.

—Pero ¿qué pasa? ¡Explíquese usted! ¿Quiere un vaso de agua?

—No, gracias.

Frau Lenore se enjugó los ojos con el pañuelo y se puso a llorar más fuerte que nunca.

—Lo sé todo… ¡Todo!

—Es decir…, ¿cómo todo?

—¡Todo lo que ha sucedido! Y la causa… ¡la conozco también! Se ha conducido usted como un hombre de honor…; pero ¡qué desdichado concurso de circunstancias! ¡Razón tenía yo para no ver con buenos ojos ese paseo a Soden…, sobrada razón! —Frau Lenore no había manifestado nada semejante el día del paseo, pero entonces le parecía en realidad que «todo» lo había presentido —He venido en su busca porque es usted un hombre de honor, un amigo, aun cuando sólo hace cinco días que lo vi por primera vez… Pero, ¡soy viuda, estoy sola en el mundo! Mi hija…

Las lágrimas ahogaron la voz de Frau Lenore. Sanin no sabía qué pensar.

—¿Su hija? —repitió.

—Mi hija Gemma… —estas palabras salieron como un gemido por debajo del pañuelo empapado en lágrimas —Gemma me ha declarado hoy que no quiere casarse con Herr Klüber, y que es preciso que yo se lo participe a él.

Sanin tuvo un ligero sobresalto; no se esperaba aquello.

—No hablo de la vergüenza, —continuó Frau Lenore —porque eso de que una prometida se niegue a casarse con su prometido es una cosa que no se ha visto jamás; pero para nosotros ¡es la ruina, Herr Dmitri! —Frau Lenore convirtió cuidadosamente su pañuelo en un pequeño, en un diminuto tapón muy duro, como si quisiera encerrar en él todo su dolor —¡No podemos vivir de lo que nos produce la tienda, Herr Dmitri! Klüber es muy rico y se enriquecerá aún más. ¿Y por qué romper con él? ¿Porque no ha defendido a su novia? Admitamos que eso no esté bien por su parte; pero, después de todo, es un particular, no ha hecho estudios en la Universidad, y en su calidad de comerciante serio debía menospreciar esa calaverada tonta de un oficialito desconocido. ¿Y qué ofensa ve usted en eso, Herr Dmitri?

—Dispénseme usted, Frau Lenore, pero a quien condena usted es a mí…

—A usted no lo condeno, no lo condeno de ninguna manera. ¡En usted eso es otro asunto! Usted es ruso, usted es un militar…

—Dispénseme usted, pero no lo soy, ni por asomo…

—Es usted un extranjero, un viajero, y le estoy muy agradecida —continuó Frau Lenore sin escuchar a Sanin. Estaba jadeante, abría y cerraba las manos; luego desdobló el pañuelo y se sonó la nariz; nada más por la manera de expresar su dolor podía verse que no había nacido bajo el cielo del norte —¿Cómo realizaría Herr Klüber sus negocios en la tienda, si se batiese con los compradores? ¡Eso no puede ni imaginarse! ¿Y ahora es preciso que yo lo despida? Pero ¿de qué viviremos? En otro tiempo sólo nosotros hacíamos pasta de malvavisco y almendrado de alfónsigos, y venían a comprarnos mucho a casa; pero ahora, ¡todo el mundo hace pasta de malvavisco en la suya! Piénselo usted; se hablará bastante de su duelo en la ciudad… ¿Pueden ocultarse esas cosas? ¡Y ahí tiene usted roto el matrimonio! ¡Eso es un chasco, una verdadera campanada, un escándalo! Gemma es una excelente hija, me quiere mucho; pero es una terca republicana, desafía la opinión de los demás. ¡Sólo usted puede persuadirla!

El asombro de Sanin aumentó.

—¿Yo, Frau Lenore?

—Sí, sólo usted…, usted sólo. Por eso he venido a verlo; no se me ha podido ocurrir nada mejor. ¡Es usted tan sabio, es usted un joven tan bueno! Ha tomado usted su defensa; creerá lo que usted le diga. «Debe» creerlo, porque usted ha arriesgado su vida por ella. ¡Persuádala usted; yo no puedo más! ¡Demuéstrele que sería la causa de la perdición de todos nosotros y de ella misma! ¡Ya ha salvado a mi hijo; sálveme también a mi hija! Dios lo ha enviado a usted aquí. Estoy dispuesta a pedírselo de rodillas…

Frau Lenore estaba ya medio levantada del asiento para caer de rodillas a los pies de Sanin; pero este la contuvo.

—¡Frau Lenore! En nombre del cielo, ¿qué hace usted?

Ella le tomó convulsivamente las manos, diciendo:

—¿Me lo promete usted?

—Frau Lenore, fíjese usted: ¿en calidad de qué iría yo…?

—¿Me lo promete? ¿No quiere que me caiga muerta ante sus ojos, aquí mismo?

Sanin ya no sabía lo que le pasaba. Era la primera vez en su vida que tenía que habérselas con el acalorado temperamento italiano.

—¡Haré todo lo que usted quiera! —exclamó —Hablaré a Gemma…

Frau Lenore dio un grito de alegría.

—Pero, verdaderamente, —prosiguió Sanin —no sé de ningún modo qué resultado…

—¡Ah, no se niegue usted, no se niegue usted! —dijo Frau Lenore con voz suplicante —¡Ya me lo ha prometido usted! De seguro dará un resultado excelente. En todo caso, ¡yo no puedo hacer nada más! ¡No me obedece!

—¿Le ha declarado a usted, de una manera terminante, que se niega a casarse con Herr Klüber? —preguntó Sanin después de un breve silencio.

—¡Oh, ha cortado la cuestión como con un cuchillo! ¡Es el vivo retrato de su padre! ¡No se anda con paños calientes!

—¿Ella? —se extrañó Sanin.

—Sí…, sí… Pero, aparte de eso, es un ángel. Lo atenderá a usted, hará lo que usted le diga. ¿Va usted a venir? ¿Ahora mismo? ¡Oh, mi querido amigo ruso! —Frau Lenore se levantó bruscamente de la silla y tomó, no menos bruscamente, la cabeza de Sanin, sentado delante de ella —Reciba usted la bendición de una madre… y deme un poco de agua.

Sanin presentó un vaso de agua a la señora Roselli, y le prometió, por su honor, ir enseguida. La acompañó hasta la calle, y de regreso en su cuarto juntó las manos y abrió cuanto pudo los ojos.

«¡Bueno!», pensó, «¡ahora sí que ha dado otra vuelta la rueda de mi vida! Gira tan veloz, que me da vértigo».

No intentó leer dentro de sí mismo para comprender lo que pasaba. Era insensato, laberíntico.

«¡Qué día!», murmuraban involuntariamente sus labios. «No se anda con paños calientes, según la madre. ¿Y es preciso que yo le dé consejos? Aconsejarle ¿qué?»

Le daba vueltas la cabeza, en efecto. Pero, por encima de aquella vorágine de impresiones diversas, de sentimientos y de ideas fragmentarias, flotaba la imagen de Gemma, esa imagen que se había grabado indeleble en su memoria durante esa cálida noche, cargada de electricidad, en aquella ventana oscura, bajo el fulgor de innumerables estrellas.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: octubre 17th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 22

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Buenas noches, a todas las dachas! les dejo el Capítulo 22 de Aguas de primavera y me voy, yo también, a dormirme en un sueño profundo. Que hoy ha sido un día demasiado largo y mañana, creo que también lo será. Tomen té rico y léanse en voz alta, que no hay nada más lindo que las voces de nuestros queridos leyéndonos antes de dormir.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 22

El bosquecito elegido para teatro de duelo se encontraba a un cuarto de milla de Hanau. Sanin y Pantaleone llegaron primero, como éste había previsto; dejaron el carruaje en el lindero del bosque y se dirigieron más allá, bajo la sombra de una espesura bastante frondosa. Aguardaron como una hora…

Aquella espera no tuvo nada de penosa para Sanin; se paseaba de arriba abajo por el sendero, escuchando el canto de las aves, siguiendo con la vista el vuelo de las libélulas. Y como la mayor parte de los rusos en semejantes circunstancias, se esforzaba por no pensar absolutamente en nada. Sólo una vez hizo una triste reflexión al ver en su camino un tilo joven, tronchado acaso por la borrasca de la víspera. El árbol estaba muriéndose: todas sus hojas colgaban, marchitas ya… «¿Qué significa eso? ¿Un presagio?» Esta idea cruzó por su mente como un relámpago fugaz; pero se puso a silbar una melodía, y, saltando por encima del tilo tronchado, siguió adelante. Pantaleone rezongaba, gruñía, maldecía a los alemanes, y se frotaba ora los hombros, ora las rodillas. Hasta bostezaba de agitación nerviosa, lo cual daba a su carita avellanada la expresión más cómica del mundo. Al mirarlo, le costaba trabajo a Sanin no soltar la carcajada.

Se oyó al fin un traqueteo de ruedas por el arenoso camino.

—¡Ya están aquí! —dijo Pantaleone, enderezándose, no sin un rápido temblor nervioso que se apresuró a disimular diciendo:

—¡Brr!, ¡vaya mañanita fresca que hace!

Un abundante rocío bañaba aún la hierba y las hojas, pero el calor penetraba ya en el bosque.

Bien pronto aparecieron los dos oficiales, acompañados por un hombrecito regordete, de rostro flemático, casi dormido; era un cirujano del ejército. Llevaba en la mano una jarra de barro llena de agua, para cualquier evento; de su hombro izquierdo colgaba una cartera llena de instrumentos quirúrgicos y de vendajes. Se veía fácilmente que estaba acostumbrado a estas excursiones, que formaban una de sus fuentes de ingresos; cada duelo le producía ochenta rublos, que los combatientes pagaban a medias. El caballero von Richter portaba la caja de las pistolas, el caballero von Dönhof hacía molinetes con un junquillo entre los dedos, sin dudas, para parecer más chic.

—Pantaleone, —susurró Sanin al viejo —si… si resulto muerto, que todo es posible, tome usted un papel que hay en el bolsillo interior. Ese papel contiene una flor. Désela usted a la signorina Gemma. ¿Oye usted? ¿Me lo promete?

El viejo lo miró con tristeza e hizo con la cabeza una señal afirmativa. Pero sabe Dios si había comprendido las palabras de Sanin. Los adversarios y sus testigos cruzaron el saludo de rigor. El doctor no pestañeó y se sentó en el césped bostezando, como si se dijese: «¿Qué necesidad tengo de alardear de una cortesía caballeresca?» El caballero von Richter propuso al caballero Tschibadola que eligiera sitio. El señor Tschibadola, a quien le costaba trabajo mover la lengua, respondió: «Caballero, hágalo usted, que yo lo examinaré…» Se hubiera dicho que «el muro» volvía a empezar a derrumbarse en su interior.

Von Richter puso manos a la obra. Encontró en el bosque una linda praderita salpicada de flores; contó los pasos, indicó los dos puntos extremos con dos varitas cortadas en un segundo, sacó del estuche las armas, se agachó para meter las balas; en una palabra, trabajó con todas sus fuerzas, enjugándose sin cesar el rostro bañado en sudor, con un pañuelito blanco. Pantaleone, que no se separaba de él, parecía, por el contrario, tiritar. Durante el curso de esos preparativos, los dos adversarios se mantenían apartados como dos colegiales castigados, que están bravos con el profesor de estudios…

Llegó el momento decisivo… Como dice el poeta ruso:

«Cada cual empuñó su pistola…»

Pero, al llegar aquí, el caballero von Richter advirtió a Pantaleone que, según las reglas del duelo, antes de pronunciar el fatal «Uno, dos, tres», le correspondía a él, como testigo de más edad, dirigir a los combatientes la postrera exhortación para que se reconciliaran, aunque esta proposición nunca surte efecto alguno, ni tiene más importancia que la de una simple formalidad; sin embargo, al cumplir con ella, el caballero Cippatola se liberaría de cierta responsabilidad. Por lo demás -añadió-, pronunciar esa perorata era deber de un «testigo desinteresado» (un parteiischer Zeuge); pero, como no habían tenido tiempo de proporcionarse uno, él, el caballero von Richter, cedía con sumo gusto ese privilegio a su honorable colega. Pantaleone, que había conseguido ya ocultarse detrás de unas matas para no ver al oficial causante de todo el daño, comenzó por no entender una palabra del discurso del caballero von Richter, tanto más cuanto que este hablaba con un terrible acento nasal; luego, se estremeció de pronto, dio con rapidez dos pasos adelante, y, dándose convulsivamente un puñetazo en el pecho, gruñó con voz ahogada en la mezcolanza de su jerga:

—A la la la… Che bestialitá! Deux zeun’hommes comme ça que si battono, perchè? Che diàvolo? Andate a casa!(1)

—No acepto ninguna reconciliación —se apresuró a decir Sanin.

—Ni yo tampoco —añadió su adversario.

—Entonces, grite usted… ¡Uno, dos, tres! —dijo von Richter al trastornado Pantaleone.

Pantaleone volvió a ocultarse en la maleza y, desde el fondo de ese refugio, todo encorvado, los ojos cerrados y vuelta a un lado la cabeza, gritó a voz en cuello:

—Una… due… e tre!

Sanin tiró primero y erró el tiro; se oyó el impacto de su bala en un árbol. El barón von Dönhof disparó inmediatamente después, pero al aire y con deliberado propósito.

Hubo un penoso momento de silencio. Nadie se movía. Pantaleone exhaló un débil gemido.

—¿Quiere usted continuar? —dijo por fin Dönhof.

—¿Por qué ha disparado usted al aire? —preguntó Sanin.

—Eso es asunto mío.

—¿Tirará usted al aire la segunda vez?

—Acaso; pero no sé.

—Permitan, permitan ustedes, caballeros. —dijo von Richter —Los combatientes no tienen derecho a hablar entre sí; eso es, desde todo punto, contrario a las reglas.

—Renuncio a mi segundo disparo —dijo Sanin, tirando la pistola a tierra.

—Yo tampoco quiero continuar el duelo. —exclamó Dönhof, arrojando también su arma —Y ahora, concluido el lance, estoy pronto a reconocer que anteayer procedí mal.

Hizo un movimiento y alargó vacilante la mano a Sanin, quien se acercó con presteza y se la estrechó. Ambos jóvenes se miraron sonriéndose y se pusieron encarnados.

—¡Bravi, bravi! —exclamó de repente Pantaleone y, palmoteando enloquecido, salió de entre las malezas como un huracán.

El doctor, que estaba sentado sobre un tronco de árbol caído, se levantó enseguida, derramó el jarro de agua sobre el césped, y se dirigió, con perezoso andar, al lindero del bosque.

—El honor queda satisfecho; el duelo ha terminado —anunció pomposamente von Richter.

—¡Fuori! —vociferó Pantaleone, animado por un viejo recuerdo.

Al sentarse en su coche, Sanin, después de cruzar un saludo de despedida con los caballeros oficiales, preciso es confesar que sintió en todo su ser, ya que no satisfacción, al menos esa vaga impresión de alivio que sucede a una operación bien soportada. Pero otro sentimiento se mezclaba con este: un sentimiento parecido a la vergüenza… El duelo en el cual acababa de representar un papel, le produjo el efecto de una farsa estudiantil, de una broma de guarnición, amañada de antemano. Sanin se acordó del flemático doctor y del modo que tuvo de sonreírse, o mejor dicho, de fruncir la nariz, al ver a los adversarios salir del bosque casi del brazo. ¡Y más tarde, cuando Pantaleone pagó los cuarenta rublos a aquel doctor…! Decididamente, más valía no pensar en ello.

Sí, Sanin estaba algo confuso, algo abochornado. Por otra parte, ¿qué hubiera podido hacer? No podía dejar impune la impertinencia de aquel oficialete; hubiera sido rebajarse al nivel de Herr Klüber. Había protegido a Gemma, la había defendido… Sea; pero, a pesar de todo, no estaba satisfecho, se sentía confuso y hasta avergonzado.

Pantaleone, en cambio, iba como en triunfo. Un inmenso orgullo lo había invadido de repente. ¡Jamás general victorioso, al regreso de una batalla ganada, paseó en torno suyo miradas más altivas y más satisfechas! La conducta de Sanin durante el duelo lo había llenado de entusiasmo. Hacía de él un héroe, sin querer oír sus amonestaciones ni sus ruegos. ¡Lo comparaba, como un monumento de mármol o de bronce, con la estatua del comendador en Don Juan!(2) En cuanto a sí mismo, confesaba haber sentido alguna turbación.

—Pero yo soy un artista, una naturaleza nerviosa; —decía —en cambio usted… ¡Usted es hijo de las nieves y de las rocas!

Sanin no sabía cómo calmar la exaltación del artista.

Casi en el mismo sitio del camino donde dos horas antes habían encontrado a Emilio, nuestros viajeros lo vieron salir, de un salto, de detrás de un árbol, gritando y brincando de gozo, agitando la gorra por encima de la cabeza. Corrió hacia el coche, y, a riesgo de caer bajo las ruedas, sin esperar a que pararan los caballos, saltó por la portezuela, cayó sobre Sanin y se agarró a él exclamando:

—¿Está usted vivo? ¿No está usted herido? Perdóneme que no lo obedeciera y que no haya vuelto a Francfort… ¡No podía! Lo he esperado aquí. ¡Cuénteme usted lo sucedido! ¿Lo ha matado usted?

A Sanin le costó mucho trabajo tranquilizar a Emilio y hacerlo sentarse. Pantaleone, radiante de satisfacción, le refirió con caudalosas palabras todos los detalles del duelo, y no perdió, claro está, la ocasión de citar el monumento de bronce y la estatua del comendador. Hasta se levantó, y, separando las piernas para conservar el equilibrio, se cruzó de brazos, sacando el pecho y mirando desdeñosamente por encima del hombro, para representar con exactitud al «comendador Sanin».

Emilio escuchaba arrobado, ya interrumpiendo el relato con una exclamación, ya levantándose de un modo brusco y arrojándose al cuello de su heroico amigo para abrazarlo.

Las ruedas del carruaje resonaron en el empedrado de Francfort y concluyeron por detenerse delante de la fonda donde vivía Sanin. Seguido de sus dos compañeros de camino, al llegar al primer tramo de la escalera, vio a una mujer, cubierta con un velo, salir rápidamente de un pequeño corredor oscuro. Se detuvo ante él, pareció vacilar un instante, exhaló un largo suspiro, bajó corriendo la escalera y desapareció en la calle, con gran asombro del camarero, quien aseguró que «aquella dama esperaba desde hacía más de una hora la vuelta del señor extranjero».

Aunque fue muy breve la aparición, Sanin tuvo tiempo de reconocer a Gemma: había entrevisto sus ojos bajo el tupido velo de gasa negra.

—¡Con que lo sabía Fräulein Gemma! —dijo en alemán y con voz enojosa a Emilio y a Pantaleone, que lo seguían paso a paso.

Emilio se puso todo rojo y se turbó.

—Me vi en el caso de decírselo por fuerza —tartamudeó —ella lo había adivinado, y yo no pude… Pero ahora ya no importa; —añadió con viveza —todo ha concluido lo mejor posible, y ella lo ha visto a usted sano y salvo.

Sanin se volvió a un lado.

—¡Qué parlanchines son ustedes! —dijo con mal humor, y entró en su cuarto y se sentó.

—No se enfade usted, se lo ruego —imploró Emilio.

—Pues bien, ¡pase! no me enfadaré —Sanin no tenía verdaderas ganas de incomodarse, y en último término, ¿podía desear con sinceridad que Gemma no supiese absolutamente nada? —Bueno, concluyan ustedes de abrazarme. Ahora retírense. Quiero quedarme solo. Voy a dormir: estoy fatigado.

—¡Excelente idea! —exclamó Pantaleone —Necesita usted descanso. ¡Bien se lo merece, nobile signore! Salgamos de puntillas, Emilio, silencio. ¡Chiss…!

Sanin había dicho que tenía ganas de dormir, por la sencilla razón de que deseaba desembarazarse de sus compañeros. Pero cuando se quedó solo, sintió realmente un gran cansancio en todos los miembros; apenas había cerrado los ojos la noche anterior. Por eso, nada más echarse en la cama, se quedó dormido con un sueño profundo.

(1) En italiano y francés deformado: ¡Qué barbaridad! Dos hombres jóvenes que se baten, ¿por qué? ¡Qué demonio! ¡Márchense a casa!
(2) Don Juan Tenorio, drama en verso compuesto en 1844 por el poeta y dramaturgo español José Zorrilla y Moral (1817-1893).

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Categoria: Chaepítie - чаепитие - "Tetear" ;-) | Fecha: octubre 17th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

Y UN AROMA A JAZMÍN…

jazmines en el pelo octubre 2013
Flamante y perfumadísimo lote de Jazmines en el pelo. Sólo le faltan los jazmines y unas semanas de guarda. Amo reeditar éste, uno de los hijos más queridos de nuestra dacha (si eso es posible, hablando de hijos). <3

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