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Chaepítie – чаепитие – «Tetear» ;-)

DOS ARTISTAS. ¿LA MISMA MUJER? II

viernes, diciembre 13th, 2013

modigliani ajmatova

CARTA PENDIENTE PARA ANNA AJMATOVA

Vieja amiga,
cuánto samovar ha sonado entre tú y yo,
cuánta dinastía ha estallado en la larga estepa
por donde nos hemos arrastrado
para, ahora, descubrir
que no sólo erramos el mismo camino
sino que el fin de todos los caminos
tendía a ser el mismo,
con la misma bebida
y los mismos rebaños.
Los que asaltaron la ciudad,
creyendo decidir en buena hora
la herencia de la tierra,
luego volvieron a su sombra
buscando las migajas,
descifrando en una historia
—ya muy antigua—
que aquéllas no eran las señales, al menos todavía,
de esa estación que les dijeron,
sino una primavera inventada por un dios,
inventado a su vez por otros dioses;
que ellos también destruyeron lo soñado
porque no todo era odio de clases
sino también amor,
el inmenso amor de unos
por el sitio de otros.
Que en la mañana del juicio
fueron de nuevo sus espaldas
—aderezadas entonces para el júbilo—
las que soportaron el orgasmo,
porque ellos se quedaron por la puerta del fondo
esperando el hedor de las migajas
(ese acto donde el hombre siempre muere
y es el espectro de su hambre).
Pero tal vez no sea tan tarde, vieja amiga,
porque estamos tú y yo,
tratando de encontrarnos
cuando los colosos
se han aburrido de apedrearse
y necesitan de los labios,
como única manera
de cruzar el precipicio.
Estamos tú y yo, amiga,
tratando de que, por primera vez
en esta historia,
el asesino no regrese
al lugar del crimen,
borrando las huellas
para que, si vuelve,
al menos no recuerde el olor de la víctima

Alexis Castañeda Pérez de Alejo – 1999

BLOMSTENE I NYVEIEN

domingo, noviembre 24th, 2013

Flower Perfume
Hermosa tarde de primavera. Hay quienes salen a andar en bicicleta, se van de compras, se trasladan en caravana a los clubes de campo. A mí, nada me saca más las penas que la música y un poco de alquimia. Canto, me curo las heridas, pienso, vuelo con la imaginación, escribo, mezclo hebras, enlato, etiqueto, revivo en las tripas el perfume de las peonías sobre la almohada de Nyveien… El amor que recibí es el amor que entrego cada vez que juego a hacer magia en la dacha. Disfruten de este hermoso fin de semana, preparen y compartan muchas chashki chayu, muchas tazas de té.

~Hagan click sobre la imagen. No se van a arrepentir.~ Perfume de flores, de Piotr Frolov

DEJAME QUE TE CUEN TE

sábado, noviembre 23rd, 2013

chaepitie 3
Noche de té y cuentos en nuestra dacha. ¡Anímense! Lean en voz alta para sus familias, mientras se extingue la última tetera del día. Les dejo un cuento mágico, lleno de secretos, de Marguerite Yourcenar, que nos empuja a descubrir el valor y el poder del arte, y nos hace comprender el escaso valor real de las cosas materiales. Buenas noches a todos y todas.

CÓMO SE SALVÓ WANG-FÔ

El anciano pintor Wang-Fô y su dis­cípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.

Avanzaban lentamente pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su dis­cípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosa­mente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apo­deraba de la aurora y apresaba el crepúscu­lo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las in­seguridades. Aquella existencia, cuidadosa­mente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cum­plió quince años, su padre le escogió una es­posa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo con­solaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos pro­tege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailari­nas y acróbatas.

Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borra­cho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel arte­sano taciturno, y aquella noche, Wang habla­ba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadur­narla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas ca­lientes, el esplendor tostado de las carnes la­midas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por el manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero pe­netró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni mora­da, le ofreció humildemente un refugio. Hi­cieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma deli­cada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar va­cilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sen­tía por aquellos bichitos se desvaneció. Enton­ces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.

Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, pues­to que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe ten­sando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes del poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Des­de que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchi­taba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la en­contraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.

Ling vendió sucesivamente sus escla­vos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púr­pura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maes­tro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.

Su reputación los precedía por los pue­blos, en el umbral de los castillos fortifica­dos y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores que­rían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.

Wang se alegraba de estas diferencias de opi­niones que le permitían estudiar a su alre­dedor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.

Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avan­zada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.

Un día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasi­llos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en du­da que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.

Entraron los soldados provistos de fa­roles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.

Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupa­dos, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desespe­rado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.

Llegaron a la puerta del palacio impe­rial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pro­nunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Final­mente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cor­tina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.

Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Ce­leste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido ad­mitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.

El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque ape­nas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero im­pasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su iz­quierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no ten­go más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.

—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Em­perador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transforma­ban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Em­perador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arra­bales de las cortesanas y las tabernas del mue­lle en las que disputan los estibadores.

—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, in­clinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para poner­te en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colec­ción de tus pinturas en la estancia más es­condida del palacio, pues sustentaba la opi­nión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los pro­fanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contempla­ba, cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una al­fombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fa­tales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una pie­dra al caer no puede por menos de con­vertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puer­tas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a lu­ciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me im­piden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis solda­dos me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Cur­vas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio he dispues­to que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mella­do y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.

Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se lleva­ron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.

El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.

—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben per­manecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto, ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admi­rable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pa­saba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pin­tura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan pró­ximas a caer, temblarán sobre la seda y el in­finito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos hu­manos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus espe­ranzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una conse­cuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hom­bre que va a morir.

A una seña del dedo meñique del Em­perador, dos eunucos trajeron respetuosamen­te la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura del alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había con­templado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos des­nudos, ni tampoco se había empapado lo su­ficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su dis­cípulo Ling.

Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singu­larmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó sua­vemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el bra­sero del verdugo. Con el agua hasta los hom­bros, los cortesanos, inmovilizados por la eti­queta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón im­perial. El silencio era tan profundo que hu­biera podido oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella ma­ñana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo dulcemente, mientr­as continuaba pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosa­mente Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el in­terior de una gruta. Las trenzas de los cor­tesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Em­perador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancó­licamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?

—No temas, Maestro— murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Empera­dor conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están he­chas para perderse por el interior de una pintura. Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el timón y Ling se in­clinó sobre los remos. La cadencia de los mis­mos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresio­nes del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un del­gado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debili­tándose y luego cesó, borrada por la distan­cia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha im­perceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borrose el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desapare­cieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

(de Cuentos orientales)

SOMOS BICHOS DE PRIMAVERA

lunes, noviembre 18th, 2013

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Somos bichos de primavera, no hay nada que hacer. Recién llegadas, mis pequeñas rosas robadas, para mezclar con los más ricos tés. Y una poesía del magnífico Ruben Darío que, creo, ya les ofrecí… pero qué importa! Acaso la primavera no regresa cada año? Otra vez, toda la casa huele a rosas y té.

DIVAGACIÓN (Tigre Hotel, diciembre de 1894)

¿Vienes? Me llega aquí, pues que suspiras,
un soplo de las mágicas fragancias
que hicieron los delirios de las liras
en las Grecias, las Romas y las Francias.

¡Suspira así! Revuelen las abejas
al olor de la olímpica ambrosía
en los perfumes que en el aire dejas;
y el dios de piedra que despierte y ría.

Y el dios de piedra que despierte y cante
la gloria de los tirsos florecientes
en el gesto ritual de la bacante
de rojos labios y nevados dientes;

en el gesto ritual que en las hermosas
ninfalias guía a la divina hoguera,
hoguera que hace llamear las rosas
en las manchadas pieles de pantera.

Y pues amas reir, ríe y la brisa
lleve el son de los líricos cristales
de tu reir, y haga temblar la risa
la barba de los Términos joviales.

Mira hacia el lado del boscaje, mira
blanquear el muslo de marfil de Diana,
y después de la Virgen, la Hetaíra
diosa, su blanca, rosa y rubia hermana,

pasa en busca de Adonis; sus aromas
deleitan a las rosas y los nardos:
síguela una pareja de palomas,
y hay tras ella una fuga de leopardos.

¿Te gusta amar en griego? Yo las fiestas
galantes busco, en donde se recuerde,
al suave son de rítmicas orquestas
la tierra de la luz y el mirto verde.

(Los abates refieren aventuras
a las rubias marquesas. Soñolientos
filósofos defienden las ternuras
del amor, con sutiles argumentos,

mientras que surge de la verde grama,
en la mano el acanto de Corinto,
una ninfa a quien puso un epigrama
Beuamarchais, sobre el mármol de su plinto.

Amo más que la Grecia de los griegos
la Grecia de la Francias, porque en Francia,
al eco de las Risas y los Juegos
su más dulce licor Venus escancia.

Demuestran más encantos y perfidias,
coronadas de flores y desnudas,
las diosas de Clodión que las de Fidias;
unas cantan francés, otras son mudas.

Verlaine es más que Sócrates; y Arsenio
Houssaye supera al viejo Anacreonte.
En París reinan el Amor y el Genio:
ha perdido su imperio el dios bifronte.

Monsieur Prudhomme y Homais no saben nada.
Hay Chipres, Pafos, Tempes y Amatuntes,
donde al amor de mi madrina, un hada,
tus frescos labios a los míos juntes).

Sones de bandolín. El rojo vino
conduce un paje rojo. ¿Amas los sones
del bandolín y un amor florentino?
Serás la reina en los decamerones.

(Un coro de poetas y pintores
cuenta historias picantes. Con maligna
sonrisa alegre aprueban los señores
Clelia enrojece. Una dueña se signa).

¿O un amor alemán -que no han sentido
jamás los alemanes-? La celeste
Gretchen; claro de luna; el aria; el nido
del ruiseñor; y en una roca agreste,

la luz de nieve que del cielo llega
y baña a una hermosura que suspira
la queja vaga que a la noche entrega
Loreley en la lengua de la lira.
Y sobre el agua azul el caballero
Lohengrín; y su cisne, cual si fuese
un cincelado témpano viajero,
con su cuello enarcado en forma de S.

Y del divino Enrique Heine un canto,
a la orilla del Rhin; y del divino
Wolfang la larga cabellera, el manto;
y de la uva teutona, el blanco vino

O amor lleno de sol, amor de España
amor lleno de púrpuras y oros:
amor que da el clavel, la flor extraña
regada con la sangre de los toros;

flor de gitanas, flor que amor recela.
amor de sangre y luz, pasiones locas;
flor que trasciende a clavo y a canela,
roja cual las heridas y las bocas.

¿Los amores exóticos acaso?…
Como rosa de Oriente me fascinas:
me deleitan la seda, el oro, el raso.
Gautier adoraba a las princesas chinas.

¡Oh bello amor de mil genuflexiones:
torres de kaolín, pies imposibles,
tazas de té, tortugas y dragones,
y verdes arrozales apacibles!

Ámame en chino, en el sonoro chino
de Li-Tai-Pe. Yo igualaré a los sabios
poetas que interpretan el destino;
madrigalizaré junto a tus labios.

Diré que eres más bella que la luna:
que el tesoro del cielo es menos rico
que el tesoro que vela la importuna
caricia de marfil de tu abanico.

Ámame, japonesa, japonesa
antigua, que no sepa de naciones
occidentales; tal una princesa
con las pupilas llenas de visiones,

que aun ignorase en la sagrada Kioto,
en su labrado camarín de plata
ornado al par de crisantemo y loto
la civilización de Yamagata.

O con amor hindú que alza sus llamas
en la visión suprema de los mitos,
y hace temblar en misteriosas bramas
la iniciación de los sagrados ritos,

en tanto mueren tigres y panteras
sus hierros, y en los fuertes elefantes
sueñan con ideales bayaderas
los rajahs, constelados de brillantes.

O negra, negra como la que canta
en su Jerusalén el rey hermoso,
negra que haga brotar bajo su planta
la rosa y la cicuta del reposo…

Amor, en fin, que todo diga y cante,
amor que encante y deje sorprendida
a la serpiente de ojos de diamante
que está enroscada al árbol de la vida.

Ámame así, fatal cosmopolita,
universal, inmensa, única, sola
y todas; misteriosa y erudita:
ámame mar y nube, espuma y ola.
Sé mi reina de Saba, mi tesoro;
descansa en mis palacios solitarios.
Duerme. Yo encenderé los incensarios.
Y junto a mi unicornio cuerno de oro,
tendrán rosas y miel tus dromedarios.

UNA PAUSA EN LA JORNADA

sábado, noviembre 9th, 2013

Andrei Petrovich Lyakh Almuerzo en la recolección de heno.

Hermoso sábado para blendear con los frutos de la tierra. Manos a la obra, que aún queda medio día!!!

Almuerzo en la producción de heno a principios de siglo XX de Andrei Petrovich Lyakh. El artista retrató vívidamente lo que sucedía, tomó la esencia de la vida y la naturaleza de su país. Aquí pueden ver diferentes escenas: el abuelo les dice a los niños algo interesante, sin duda ilustrativo; un poco más a la derecha, un hombre adulto escuchando al abuelo, pensando en la naturaleza de las cosas y una mujer con el amor y la alegría de criar a una pequeña nena. Adelante, un hombre joven elogiando a una mujer y, a la distancia se encuentra otra mujer (probablemente su esposa) que está, claramente, prestando atención a su conversación; junto a ella, un hombre mayor de gorra (podría ser su suegro), a quien tampoco le gusta la conversación de su hijo con una belleza rústica. En el fondo, dos mujeres jóvenes secreteando; junto a ellas hay un hombre: una de las mujeres vierte agua sobre sus manos y la otra lo espera con una toalla. A la izquierda una nena, con un ramo de flores silvestres al lado de sus padres y, posiblemente, su hermano, que acaricia un perro, acercándose a la improvisada mesa sobre el pasto. Una mesa llena de comida deliciosa: vareniki, pepinillos, frutas… No veo el té. El té debe esperarlos en las dachas. ♥

Obra de hoy: Обед на сенокосе в начале XX века. Андрея Петровича Лях.

IVAN IVANYCH SAMOVAR

domingo, noviembre 3rd, 2013

IVAN IVANYCH VIDEO
“El samovar Ivan Ivanovich” es un poema escrito en 1928 por Daniil Kharms, escritor satírico ruso de la época soviética que se incluye dentro de la corriente del surrealismo y el absurdo. Fue publicado por la revista infantil “Yezh”(Puercoespín), en la que escribía literatura infantil, para sobrevivir, desde 1928 hasta 1932.
Kharms, nacido en Petersburgo en 1905, no fue demasiado valorado durante su vida, ya que fue declarado enemigo del Soviet (a pesar de ser de izquierda) y enviado por ello a la prisión de Kursk en 1931. En 1937, las autoridades confiscaron sus libros infantiles, privándolo de su principal fuente de subsistencia. Él continuó escribiendo historias breves muy grotescas, acerca de la pobreza y la opresión de su gente, que no pudieron ser publicadas hasta el fin del régimen socialista.
En una carta a un amigo, escribió: «Cuando escribo poesía, lo más importante para mí no es la idea, no es el contenido, no es la forma y no es la oscura noción de «calidad», sino algo aún más oscuro e ininteligible para la mente racional, pero comprensible para mí… Esto es la pureza del orden. Esta pureza es la misma en el sol, en la hierba, en el hombre y en la poesía. El verdadero arte se encuentra justo al lado de la idea primigenia, de la primera realidad. Crea el mundo y es su primer reflejo.»
En agosto de 1941, poco antes del sitio de Leningrado, Kharms fue arrestado de nuevo, acusado de distribuir propaganda contra el régimen. Fue enviado a la prisión de Leningrado Nº1, donde murió de inanición en 1942.

Para escuchar el audio del enlace que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla. Debajo del video, les dejo la traducción que hice del poema -si alguien la quiere mejorar, será bienvenido-. Que empiecen una semana hermosa.

El samovar Iván Ivanych
era un samovar barrigón,
un samovar de tres baldes*.

Sacudía el agua hirviendo,
arrancaba vapor de agua hirviendo,
de furiosa agua hirviendo;
vertida en la taza a través del grifo,
por un agujero justo en el grifo,
directo a la taza a través del grifo.

A la mañana temprano llegó,
hasta el samovar llegó,
el tío Petya llegó.
Tío Petya dijo:
«Dame de beber, dijo,
Beberé el té», dijo.

Al samovar llegó,
Tía Katya llegó,
con un vaso de vidrio llegó.
Tía Katya dijo:
«Yo, por supuesto, dijo,
beberé también», dijo.

El abuelo vino,
muy viejito vino,
en zapatos de abuelo vino.
Bostezó y dijo:
«Tal vez una bebida, dijo,
en realidad té», dijo.

Así que la abuela vino,
muy viejita vino,
con un bastón vino.
Y, pensando, dijo,
«Qué tal una bebida, dijo,
qué tal un té», dijo.

De pronto una nena entró corriendo,
hasta el samovar llegó corriendo-
era la nieta que entró corriendo.
«¡Sírveme!», dijo,
«Una taza de té», dijo,
«Para mí, más dulce», dijo.

Entonces Zhuchka, el perro, entró corriendo,
con Murkoy, el gato, entró corriendo,
hasta el samovar, entró corriendo,
para llenarse con leche,
agua hervida con leche,
con hirviente leche.

De pronto Seriozha llegó,
último de todos llegó,
sin lavarse llegó.
«¡Dame!- dijo,
Una taza de té, dijo,
Para mí, una grande», dijo.

Inclinaron e inclinaron
e inclinaron el samovar,
pero salió del grifo
sólo vapor, vapor, vapor.

Inclinaban el samovar
como un armario, armario, armario,
pero de él no salían
más que gotas, gotas, gotas.

¡El samovar Iván Ivanych!
¡Sobre la mesa Ivan Ivanych!
¡Dorado Ivan Ivanych!
Agua hirviendo no les da,
a los impuntuales no les da,
a los haraganes no les da.

*la capacidad de los samovares se medía en baldes de agua y no en litros.
Traducción al castellano de Gabriela Carina Chromoy

SEGUNDOS AFUERA… SIGUE LLOVIENDO

viernes, noviembre 1st, 2013

9bf2fe5a1548t James Tissot

¿Viste como cuando esperaste el remise más de quince minutos, bajo la lluvia? ¿Viste como cuando seguías buscando un taxi y ya era la hora a la que tenías que estar en la puerta del cumpleañitos, bajo la lluvia? ¿Viste como cuando conseguiste el taxi y el tráfico era un caos y llegaste veinte minutos tarde y te abrieron la puerta, te miraron con cara de «qué desastre que sos, tu hijo es el último que nos falta entregar», bajo la lluvia? ¿Viste como cuando, bajo la mismísima lluvia, te odiás por no saber conducir tu auto para no tener que depender ni de marido, ni remise, taxi o padres de amigos de hijos que te hagan la gauchada de alcanzarte a las criaturas porque justo se te ocurrió trabajar para vivir y a las cuatro menos cuarto de la tarde estás haciendo justamente eso? Bueno. Así. Me tomo cinco minutos…
Afuera, llueve a cántaros. Adentro, chaepítie. DaCha con tostadas junto a la cachorrada.

La obra de hoy es de James Tissot.

DOS ARTISTAS. ¿LA MISMA MUJER?

lunes, octubre 28th, 2013

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Obra: Majestic reflection (2009) de Zayasaikhan Sambuu

¡Adiós mujer oriental amada!

¡Adiós mujer oriental amada!
Poco faltó y contra mi extravagancia,
el hábito que me dicta todo o nada
casi me arrastra a las estepas, a la errancia
detrás de las huellas de tu carpa.
Tienes rasgados los ojos,
la naricita chata, la frente amplia,
no balbuceas en francés tus antojos,
las piernas no vistes de seda,
y junto al samovar, a la inglesa
no sirves el té, ni las galletas,
no admiras a San Marón,
Shakespeare no te inquieta,
no te abrumas de melancolía
cuando la cabeza se queda vacía,
no tarareas ma dov’ é,
el baile último no conoces…
¿Qué fue necesario? – Apenas media hora.
Mientras alistaban los caballos,
entregué corazón y mente
a tus ojos, tu belleza salvaje.
¿No es igual amigos míos:
extraviar al alma ociosa
entre espejos brillantes, en un cuadro de moda,
que en una carpa nómada?

Alexandr Pushkin, 1829

TOMAREMOS TÉ

miércoles, octubre 23rd, 2013

songs_for_swamp_creatures_by_curiousmoth

Tarde lluviosita para compartir canciones íntimas, apoltronarse y tomar té. La imagen divina de hoy es de Curiousmoth y se llama Canciones para las criaturas del pantano. El videíto es del grupo ruso Aquarium: Tomaremos té.

Bailamos toda la noche,
bailar todo el día en el aire, de nuevo, un disparate,
y no es de extrañar,
aunque tal vez, como sin querer.
La armonía del mundo no sabe de límites:
justo ahora,
tomaremos té.

Eres hermosa, suficiente para mí;
tal vez nosotros… -pobre familia-,
y no es de extrañar,
aunque quizás, por descuido.
La armonía del mundo no sabe de límites:
justo ahora,
tomaremos té.

Creo que nosotros -como en viejos films-
deberíamos convertir el agua en vino (casarnos);
y no es en vano,
aunque tal vez, sin darnos cuenta.
La armonía del mundo conoce límites:
justo ahora,
tomaremos té.

Para escuchar la música del enlace que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

TÉ HELADO PARA MARIDAR CON EL AMOR DE MAMÁ

sábado, octubre 19th, 2013

Té helado DaCha octubre COMPRIMIDA
Para el brunch o almuerzo de mañana, atrévanse a maridar con té helado, para variar. Algunos consejos para que les salga perfecto: Se prepara en una proporción de 2 a 3 gramos por cada 150 cm3 de agua a la temperatura adecuada para cada puro o blend; se deja en infusión el tiempo necesario (idem anterior) y se retiran las hebras. Puede consumirse sin ningún tipo de endulzante pero a mí me gusta agregarle, en caliente, 3 cucharadas soperas de buena miel o azúcar rubio por cada litro de té preparado, mezclarlo bien y llevarlo a frío muy frío durante 20 horas. Si tienen poco tiempo pueden verterlo directamente en jarras con mucho hielo y llevarlo unas pocas horas a una heladera súper fría; en este caso, la proporción hebras/agua debe ser sí o sí de 3 gramos por cada 150 cm3.
Si me preguntan por los blends de DaCha ~Russkiĭ Sekret~ (Blends), los más adecuados para consumir de esta forma son: Sweet Heather, Alma de noruega, Jazmines en el pelo, Kaifeng Imperial, Dunas del Magreb, Bajo un sereno damasco, Tierra de colonos, Maia y Kolya, Old lavender 1932. Todos estos más Historias de humo, sin endulzar, también pueden ser utilizados para preparar cocktails, proporcionando 2 partes de alcohol (vodka, gin, algún licor, etc), 3 partes de té y 5 partes de bebida sin alcohol, en vasos de trago largo llenísimos de hielo.
Disfruten el Domingo en familia.

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