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Té Literario ~ Aguas de primavera

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 36

miércoles, noviembre 6th, 2013

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Ahora, sí! Jazmines en el pelo con muchos jazmines (se hicieron rogar dos meses). ¿No es muy bello? Vamos con el Capítulo 36 de Aguas de primavera y un pedido IMPORTANTE: No olviden ir comprando sus entradas para el Té Literario, así puedo confirmar el catering que se preparará especialmente para la gente que asista. Tienen tiempo hasta el día 20 de noviembre. Pueden depositar o transferir o pasar personalmente. Me encantará tenerlos a todos allí; no se lo pierdan.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 36

Largo tiempo después de la medianoche, aún ardía la lámpara en el cuarto de Sanin. Sentado detrás de la mesa, estaba escribiendo a su Gemma. Se lo contaba todo: describía a los Pólozov, marido y mujer; por supuesto, pintó sus propios sentimientos, y concluyó recordándole que se verían ¡¡¡dentro de tres días!!! (con tres signos de admiración). A la mañana siguiente llevó muy temprano la carta al correo y se fue a pasear al jardín del Kurhaus, donde estaba ya la orquesta tocando. Aún había poca gente. Se detuvo delante del kiosko de la música, oyó una fantasía de Roberto il Diàvolo(1), tomó café, y luego buscó una alameda solitaria y se puso a meditar sentado en un banco.

El mango de una sombrilla le pegó con viveza y hasta bastante fuerte en un hombro. Se estremeció…

Vestida con un traje ligero, de un color gris tirando a verde, con un sombrero de tul blanco, calzadas las manos con guantes de piel de Suecia, fresca y sonrosada como una aurora de estío, y presentando aún en sus movimientos y miradas los vestigios de un sueño tranquilo y reparador, estaba delante de él la señora Pólozov.

—Buenos días. —le dijo —Mandé hoy en su busca, pero ya había salido usted. Acabo de beber mi segundo vaso… Figúrese: me ordenan tomar las aguas… ¡Sabe Dios por qué! ¿Tengo cara de enferma? Y tengo que pasear durante una hora entera. ¿Quiere usted ser mi acompañante? Tomaremos juntos el café.

—Ya lo he tomado, —dijo Sanin, levantándose —pero sería para mí un encanto dar un paseo con usted.

—Entonces, deme el brazo… No se asuste, aquí no está su novia… No lo verá.

Sanin respondió con una sonrisa forzada. Cada vez que la señora Pólozov hablaba de su futura, sentía una impresión desagradable. Sin embargo, se inclinó rápido y con aire sumiso… El brazo de María Nikoláevna se posó cómoda y lentamente en el suyo, resbalando y adhiriéndose a él.

—Vamos por aquí. —dijo, apoyando en el hombro la sombrilla abierta —Estoy como en mi casa en este parque; voy a enseñarle los sitios bonitos. ¿Y sabe usted una cosa? — empleaba a menudo esta muletilla —Ahora no hablaremos de su asunto; nos ocuparemos de él después del desayuno. Ahora hábleme de usted… a fin de que sepa yo con quién trato. Y luego, si usted quiere, le hablaré de mí. ¿Le parece?

—Pero, María Nikoláevna, ¿qué puede haber en mí de interesante para usted?

—Espere, espere, no ha comprendido bien. No crea que quiero hacerme la coqueta con usted. —dijo la señora Pólozov, encogiéndose de hombros —He aquí un hombre que tiene por novia una verdadera estatua antigua, ¿e iba yo a coquetear con él? No hay más, sino que usted vende y yo compro. Y quiero conocer su mercancía. Pues bien, ¡hágamela usted ver! No sólo quiero saber lo que compro, sino también a quién se la compro. Esa era la regla de conducta de mi padre. Veamos, comience… No nos remontemos a su nacimiento; pero, por ejemplo, ¿hace mucho tiempo que se encuentra usted en el extranjero? ¿Dónde ha estado usted hasta ahora? Pero no ande muy de prisa, que nadie nos corre.

—He venido de Italia, donde he pasado algunos meses.

—Por lo que veo, se desvive usted por todo lo italiano. Es muy raro que no encontrase usted por allá el objeto de sus ansias. ¿Le gustan a usted las artes? ¿Qué prefiere, la pintura o la música?

—Me gusta el arte en general. Amo todo lo bello.

—¿Y la música?

—También la música.

—A mí no me gusta ni pizca. Sólo me gustan las canciones rusas, y para eso, en el campo, y sólo en primavera, cuando se baila, ¿sabe usted…? Los adornos de abalorios, las camisetas rojas, la hierba tiernecita en la pradera, el grato olorcito a heno que sale de las isbas(2)… ¡Eso es delicioso! Pero no se trata de mí. ¡Hable, pues! ¡Cuénteme usted!

Al andar, la señora Pólozov clavaba sus ojos en Sanin. Era bastante alta y su rostro casi llegaba al ras de la cara de él.

Se puso él a narrar, desde luego, bien o mal y casi a pesar suyo; se abandonó después, y acabó por hablar largo y tendido. Lo oía la señora Pólozov con aire muy comprensivo… y luego, tenía tal aspecto de franqueza, que forzaba a ser francos a los demás. Poseía ese “terrible don de la familiaridad” del que habla el cardenal de Retz(3). Habló Sanin de sus viajes, de su vida en Petersburgo, de su juventud… Si María Nikoláevna hubiera sido una mujer de sociedad, de maneras refinadas, nunca él se hubiera explayado así; pero ella misma se había presentado ante él como una niña buena, enemiga de ceremonias. Sin embargo, esa “niña buena” iba junto a él con andar felino, pesando leve sobre su brazo, y estudiando a hurtadillas la expresión de su rostro; marchaba junto a él bajo la figura de una mujer joven que irradiaba esa atracción ardiente y dulce, lánguida y embriagadora, que ciertas naturalezas eslavas poseen, para perdición de nosotros, pobres pecadores; pero sólo ciertas naturalezas, y aun así después de un cruce de razas conveniente.

Se prolongaron aquel paseo y aquella conversación durante más de una hora. No se detuvieron un momento: andaban y andaban sin parar por las interminables alamedas del parque, ya subiendo por la montaña y admirando el paisaje, ya volviendo a descender y ocultándose en la sombra impenetrable del valle, y siempre del brazo. Sanin hasta sentía por eso impulsos de despecho: nunca había paseado tan largo tiempo con Gemma, con su adorada Gemma… ¡Y aquella mujer se había adueñado de él! Bastaba ya.

—¿No está usted fatigada? —le preguntó más de una vez.

—Nunca me fatigo —respondía ella.

Se cruzaron con escasos paseantes; casi todos la saludaban, unos con respeto, otros con obsequiosidad. A uno de ellos, un joven moreno, guapo y elegantemente vestido, le gritó ella desde lejos con el más puro acento parisiense: “Conte, vous savez, il ne faut pas venir me voir —ni aujourd’hui, ni demain”(4) El conde se quitó en silencio el sombrero e hizo una profunda reverencia.

—¿Quién es? —interrogó Sanin, dejándose llevar de esa mala costumbre de curiosidad preguntona, propia de todos los rusos.

—¿Ese? ¡Un franchute…! Hay muchos mariposeando por aquí… También él me corteja. Pero llegó la hora de tomar el café. Volvamos a casa; me parece que ya ha habido tiempo para que le entre a usted apetito. A la hora que es, mi hombre debe haberse quitado ya las lagañas.

“¡Mi hombre! ¡Las lagañas!”, repitió Sanin para sus adentros… “¡Y decir que habla con tanta elegancia el francés…! ¡Qué pícara mujer!”

Tenía razón la señora Pólozov. Cuando ella y Sanin llegaron al hotel, “su hombre”, o dicho de otro modo, “su boliche”, estaba ya sentado ante una mesa servida, con su inmutable fez de color grosella en la cabeza.

—¡Ya no te esperaba! —exclamó gesticulando con cara de pocos amigos —Había resuelto tomar el café sin ti.

—Eso no le hace, no tiene importancia. —dijo ella alegremente —¿Te has enfurruñado? Eso es magnífico para tu salud. Sin eso correrías el peligro de que se te juntasen las mantecas por completo. Ya ves, te traigo un huésped. ¡Llama a toda prisa! ¡Vamos, tomemos café del mejor, en tazas de porcelana de Sajonia, y sobre un mantel blanco como la nieve!

Se quitó el sombrero y los guantes, y golpeó una mano contra la otra. Pólozov la miraba ceñudo.

—¿Qué te pasa, María Nikoláevna, que tanto rebulles hoy? —preguntó a media voz.

—Eso no te importa, Hipólito Sídorovich. ¡Llama! Siéntese, Dmitri Pávlovich, y tome la segunda taza de café. ¡Ah, qué divertido es mandar! ¡No conozco mayor placer en el mundo!

—Cuando te obedecen —rezongó el marido.

—¡Exacto: cuando me obedecen! Eso es, precisamente, lo que me hace gracia. Sobre todo, contigo; ¿no es así, boliche? ¡Ah, aquí está el café!

En la enorme bandeja que traía el criado había un anuncio de teatro. Al momento se apoderó de él la señora Pólozov.

—¡Un drama! —dijo con enfado —¡Un drama alemán! En último término, siempre es menos malo que una comedia alemana. Haz que me saquen un palco, una platea, no… el palco de los extranjeros, la Fremden-Loge —ordenó al criado.

—Pero ¿y si la Fremden-Loge está ya reservada por Su Excelencia, el señor gobernador de la ciudad (Seine Exzellenz der Herr Stadt-Direktor)? —se atrevió a decir el criado.

—Dale diez táleros(5) a Su Excelencia; pero necesito el palco, ¿lo oyes?

El criado bajó la cabeza con aire sumiso.

—Dmitri Pávlovich, vendrá usted conmigo al teatro. Los actores alemanes son detestables, pero vendrá usted… ¿Sí? ¡Sí! ¡Qué amable! Y tú, boliche, ¿no vendrás?

—Como gustes —respondió Pólozov con las narices dentro de la taza que se había aproximado a la boca.

—¿Sabes una cosa? No vengas. No haces más que dormir en el teatro, y luego no entiendes gran cosa el alemán. He aquí, más bien, lo que deberás hacer: escribe a nuestro administrador, ¿sabes?, a propósito de nuestro molino, a propósito de la molienda de los aldeanos. Dile que ¡no quiero, no quiero y no quiero! Ya tienes ocupación para toda la velada…

—Bueno, bueno —respondió Pólozov.

—Vamos, perfectamente; eres un buen chico. Y ahora, señores, puesto que ya hemos hablado del administrador, ocupémonos de nuestro importante negocio. Dmitri Pávlovich, en cuanto el mozo haya retirado el servicio, nos dirá usted lo que concierne a su hacienda, en qué consiste, qué precio pide usted por ella, cuánto quiere usted como garantía; en una palabra, todo, todo. (“Al fin”, pensó Sanin, “¡gracias a Dios!”) Ya me ha dicho usted cuatro palabras, lo recuerdo; me describió admirablemente el jardín, pero “boliche” no estaba con nosotros… Que escuche: siempre dirá alguna cosa. Me es muy grato pensar que puedo facilitar su boda… Le había prometido tratar con usted después del desayuno, y cumplo siempre mis promesas. ¿No es así, Hipólito Sídorovich?

Pólozov se restregó la cara con la palma de la mano y dijo:

—La verdad es que nunca engaña a nadie.

—¡Nunca! Y jamás engañaré a nadie. Vamos, Dmitri Pávlovich, exponga su asunto, como decimos nosotros en el Senado.

Sanin se puso a “exponer su asunto”, es decir, a describir de nuevo su finca; pero entonces ya no habló de la belleza del paisaje, y se limitó a citar “hechos y cifras”, invocando, de tiempo en tiempo, el testimonio de Pólozov para confirmar sus ofertas. Pero Pólozov no respondía sino con gruñidos y cabezadas. ¿Aprobaba o desaprobaba? El mismo demonio no hubiera podido saberlo. Por lo demás, la señora Pólozov se pasaba muy bien sin la ayuda de su marido. ¡Dio pruebas de tales aptitudes comerciales y administrativas, que era un asombro! Conocía al dedillo todos los secretos del gobierno de un predio, se informaba cuidadosamente de todo, entraba en todos sus detalles, cada una de sus palabras iba derecha al grano y ponía los puntos sobre las íes. Sanin no esperaba semejante examen, y no se había preparado para él. Y ese examen duró hora y media. Sanin experimentó todas las emociones de un reo en el banquillo de los acusados, ante un juez severo y perspicaz. “¡Pero esto es un interrogatorio!”, se decía con angustia. Al preguntarle, se reía la señora Pólozov, como para indicar que aquello era una broma; mas no por eso se sentía a gusto Sanin, y le goteaba el sudor de la frente cuando en el curso de aquel “interrogatorio” se veía obligado a dejar ver que comprendía con harta vaguedad los términos técnicos rusos como “hijuela” o “tierra de labor”.

—¡Muy bien! —dijo por fin la señora Pólozov —Ahora conozco su posesión… lo mismo que usted. ¿Cuánto pide usted por alma? (Por aquella época, como se sabe, el valor de una propiedad rústica se fundaba en el número de campesinos siervos que contenía.)

—Pues… me parece… que no se puede pedir menos de… quinientos rublos —dijo Sanin con esfuerzo. (¡Oh, Pantaleone, Pantaleone! ¿Dónde estás? Ahora hubiera sido el verdadero momento oportuno de que exclamases: Barbari!)

María Nikoláevna alzó los ojos como reflexionando, y resolvió por fin:

—A fe mía, no me parece exagerado el precio. Pero me he tomado dos días de plazo, y tendrá que esperar usted hasta mañana. Creo que nos entenderemos, y entonces me dirá cuánto quiere en prenda. Y ahora ¡basta cosi!(6) —dijo con viveza, al ver que Sanin iba a hablar —Basta de ocuparnos del vil metal… à demain les affaire!(7) ¿Sabe usted? Ahora le permito irse hasta… —miró la hora en un relojito esmaltado que llevaba en la cintura —hasta las tres. Hay que darle a usted tiempo de respirar. Váyase a la ruleta.

—No juego a ningún juego de azar —dijo Sanin.

—¡Imposible! Pero indudablemente es usted la perfección en persona. Por supuesto, yo tampoco juego. Encuentro absurdo eso de ir a perder el dinero a ciencia cierta. Pero vaya usted a la sala de juego y mire las caras. Las hay de rechupete. Verá una vieja bigotuda, magnífica. Va también un príncipe, paisano nuestro, que tampoco está mal: tiene un porte majestuoso, la nariz aguileña, y cuando pone en el tapete un tálero, se hace a escondidas la señal de la cruz debajo del chaleco. Lea usted las revistas, paséese, haga lo que quiera, en una palabra… Y a las tres, lo espero… de pied ferme(8). Tendremos que comer más temprano. Entre estos pícaros de alemanes, los teatros se abren a las seis y media —y le tendió la mano, diciéndole: —“Sans rancune, n’est ce pas?”(9)

—¡Oh, María Nikoláevna! ¿Por qué la he de querer mal?

—Porque lo he martirizado. Aguarde, que aún no sabe usted lo que le espera. ¡Hasta la vista! —añadió entornando los ojos; y todos sus hoyuelos aparecieron a la vez en sus mejillas, que se pusieron como la grana.

Se inclinó Sanin y salió. Una alegre carcajada resonó detrás de él, y he aquí la escena que vio reflejarse en un espejo por delante del cual pasaba en ese momento: la señora Pólozov le había metido el fez de color grosella hasta las narices a su marido, quien se resistía dando manotazos al aire, débilmente, con ambas manos.

(1) Roberto il Diàvolo: Ópera compuesta en 1831 por el compositor alemán de
gran dramatismo: Giacomo Meyerbeer (1791-1864).
(2) Isba: Vivienda rural de madera, característica de algunos países del norte de Europa, y especialmente de Rusia.
(3) Paul de Gondi (1613-1679), político y escritor francés.
(4) En francés: Conde, no es necesario que venga a verme —ni hoy, ni mañana.
(5) Tálero: Antigua moneda alemana de plata.
(6) En italiano: Se acabó.
(7) En francés: Para mañana los negocios.
(8) En francés: A pie firme.
(9) En francés: Sin rencor, ¿no es así?

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 35

martes, noviembre 5th, 2013

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Buenas noches! Qué maravilla de narrador, este Turguéniev! Vamos con un té con crema, nosotros también, y el Capítulo 35 de las Aguas de primavera? Davai! Con un Invierno en Kiev y un samovar de Tula!
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 35

La desenvoltura de modales de la señora Pólozov hubiera trastornado probablemente a Sanin desde el primer momento (aun cuando no era enteramente un novicio y había corrido ya un poco de mundo), si no hubiese creído ver en ese desenfado y en esa familiaridad un feliz augurio para el buen éxito de sus proyectos.

«Halaguemos los caprichos de esta millonaria», dijo para sí resueltamente; y con el mismo desenfado con que ella había hecho la pregunta, respondió él:

—Sí, me caso.

—¿Con quién? ¿Con una extranjera?

—Sí, señora.

—¿Hace poco que la conoce usted? ¿Vive en Francfort?

—Exacto.

—¿Y quién es ella? ¿Puede saberse?

—Sin duda. Es la hija de un confitero.

La señora Pólozov enarcó las cejas, abriendo tamaños ojos, y pronunció con lentitud:

—¡Eso es encantador! ¡Es admirable! ¡Yo creía que no se encontraban en la tierra jóvenes como usted! ¡La hija de un confitero!

—Veo que eso la asombra a usted —dijo Sanin con aire digno —Pero, en primer lugar, yo no tengo esos prejuicios…

—Ante todo, —interrumpió la señora Pólozov —eso no me asombra de ninguna manera, y yo no tengo tampoco esos prejuicios… Yo soy hija de un campesino. ¡Ah! ¿Qué dice usted a esto? Lo que me pasma y me fascina es ver a un hombre que no teme amar. Porque usted la ama, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Es muy bonita, sin duda?

Esta última pregunta apuró un poco a Sanin, pero ya no era tiempo de retroceder.

—Señora, ya sabe usted que cada cual prefiere el rostro de la mujer amada a todos los demás; pero mi prometida es verdaderamente muy bella.

—¿De veras? ¿Qué tipo tiene? ¿Italiano? ¿Clásico?

—Sí, sus facciones son de una perfecta regularidad.

—¿No tiene usted su retrato?

—No. (Por aquella época aún no existía la fotografía; apenas comenzaba a difundirse el daguerrotipo.)

—¿Cuál es su nombre de pila?

—Gemma.

—¿Y el de usted?

—Dmitri.

—¿Patronímico?

—Pávlovich.

—¿Sabe usted una cosa? —dijo la señora Pólozov, siempre con la misma lentitud —Me gusta usted mucho, Dmitri Pávlovich. Debe ser usted un hombre galante. Deme la mano. Seamos amigos.

Sus lindos dedos, blancos y robustos, apretaron con vigor los dedos de Sanin. Su mano no era mucho más pequeña que la del joven, pero era más tibia, más suave, y por decirlo así, más viva.

—¿Sabe usted —preguntó ella— qué idea se me ocurre?

—¿Qué?

—¿No se enfadará usted? ¿No? Dice usted que es su futura esposa… Pero…, pero… ¿le es a usted eso absolutamente necesario?

Sanin frunció las cejas.

—Señora, no la comprendo a usted.

María Nikoláevna se puso a reír bajito, y con un movimiento de cabeza echó atrás los cabellos que le caían sobre las mejillas.

—Sin duda es usted un hombre encantador. —dijo con aire meditabundo y distraído a la vez —¡Un verdadero caballero! ¡Después de esto, vaya usted a creer a la gente que sostiene que ya no hay idealistas!

La señora Pólozov hablaba en ruso con una pureza perfecta, el verdadero ruso de Moscú, la lengua del pueblo y no la de los salones.

—Estoy segura de que se ha educado usted en casita, en el seno de una familia piadosa y patriarcal. ¿De qué provincia es usted?

—De Tula.

—¡Ah! En ese caso, somos paisanos. Mi padre… ¿Sabe usted, no es cierto, lo que era mi padre?

—Sí, lo sé.

—Era natural de Tula… Era tuliak. Bueno… —pronunció enteramente al estilo del pueblo, y con intención manifiesta, la palabra rusa que significa «bueno» —¡Y ahora pongamos manos a la obra!

—¡A la obra…! ¿Qué debo entender por esa frase?

La señora Pólozov medio cerró los ojos, exclamando:

—Pero ¿qué ha venido a hacer usted aquí?

Cuando entornaba así los ojos se hacía muy zalamera su expresión, con un si es no es de burlona; al abrirlos, ¡cuán grandes eran!, su brillo luminoso, casi frío, dejaba traslucir un no sé qué perverso y amenazador. Lo que daba a sus ojos particular hermosura eran las cejas, espesas, un poco prominentes y suaves como piel de marta cebellina.

—¿Quiere usted que le compre su hacienda? —prosiguió —Necesita usted dinero para casarse, ¿no es verdad?

—En efecto.

—¿Necesita usted mucho?

—Unos cuantos miles de francos para los gastos primeros. Su marido conoce mi hacienda. Podría usted consultarle… Pediré un precio muy módico.

La señora Pólozov hizo con la cabeza un movimiento negativo.

—En primer lugar, —comenzó a decir, tras una pequeña pausa, dando golpecitos con las yemas de los dedos en la manga de Sanin —no tengo costumbre de consultar a mi marido, como no sea para asuntos de tocador, en lo cual es maestro consumado; en segundo lugar, ¿por qué me dice que me pedirá un precio muy módico? No quiero aprovecharme de que esté usted ahora enamorado y dispuesto a todos los sacrificios… Y yo no quiero aceptar nada de eso. ¡Qué! ¿En vez de alentarlo en… (¿cómo diría yo bien eso?) en sus nobles sentimientos, iba yo a despojarlo como se le quita la corteza a un tilo para hacer lapti(1)? No tengo costumbre de eso. En ocasiones puedo ser cruel con la gente, pero nunca hasta ese extremo.

Sanin no podía adivinar si se burlaba o hablaba en serio, pero decía para sí: “¡Oh, contigo hay que tener cuidado!” Entró un criado, trayendo en una gran bandeja un samovar ruso, un servicio de té, crema, bizcochos, etc.; puso todo aquello encima de la mesa, entre Sanin y la señora Pólozov, y se retiró.

La señora Pólozov sirvió a su huésped una taza de té.

—¿No le importa? —dijo poniéndole el azúcar con los dedos… Y, sin embargo, las tenacitas de la azucarera estaban encima de la mesa.

—¡Cómo! De una mano tan hermosa…

No pudo acabar la frase, y por poco se ahoga con un sorbo de té. Ella lo tenía subyugado con su claro y fijo mirar.

—Si le hablé a usted de baratura, —continuó —es porque como en estos momentos se encuentra usted en el extranjero, no debo suponer que tenga mucho dinero disponible; y además, comprendo que la venta… o la compra de una finca en tales condiciones tiene algo de anormal, y debo tener esto en cuenta.

Se embarullaba Sanin y se atascaba en sus frases, mientras que la señora Pólozov, que se había reclinado cómodamente en el respaldo de la butaca, lo miraba, cruzada de brazos, con el mismo claro y atento mirar. Concluyó él por detenerse.

—Siga, siga usted; —dijo la joven, como acudiendo en su auxilio —lo escucho, tengo sumo placer en oírlo; continúe usted.

Sanin se puso a describir su hacienda, indicó la superficie, la situación topográfica, sus características; calculó qué renta podía sacarse de ella… Hasta habló de la pintoresca posición de la finca, y la señora Pólozov continuaba fijando en él su mirada cada vez más clara y penetrante; sus labios tenían ligeros temblores, en vez de sonrisas, y se los mordía. Sanin terminó por sentirse turbado, y se interrumpió por segunda vez.

—Dmitri Pávlovich —dijo la señora Pólozov; reflexionó un instante, y repitió: —Dmitri Pávlovich, ¿sabe usted una cosa? Estoy convencida de que la compra de sus tierras será para mí un negocio ventajosísimo y de que nos entenderemos. Pero necesito que me otorgue usted… un par de días para pensarlo. Vamos, ¿es capaz de estar dos días separado de su novia? No lo detendré más tiempo si no quiere quedarse; le doy mi palabra. Pero si usted necesita dinero hoy mismo, le prestaría con mucho gusto cinco mil o seis mil francos, y más tarde ajustaríamos las cuentas.

Sanin se levantó, exclamando:

—No sé cómo agradecer, María Nikoláevna, la cordial benevolencia de que me da usted pruebas, a mí que le soy casi desconocido… Sin embargo, si usted se empeña en ello, prefiero aguardar su resolución acerca de mi finca, y me quedaré aquí dos días.

—Sí, lo deseo, Dmitri Pávlovich. ¿Y le costará a usted mucho eso? ¿Mucho? Diga usted.

—Amo a mi prometida, y confieso a usted que la separación será un poco dura para mí.

—¡Ah! Es usted un hombre como no los hay. —suspiró la señora Pólozov —Le prometo no dejarlo languidecer demasiado. ¿Se va usted?

—Ya es tarde —hizo observar Sanin.

—Y le hace falta descansar después del viaje, después de esa partida de naipes con mi marido. Diga usted, ¿tenía usted mucha amistad con Hipólito Sídorovich, mi marido?

—Nos hemos educado en el mismo colegio.

—¿Y era ya “tan así” en el colegio?

—¿Cómo “tan así”?

La señora Pólozov soltó una carcajada tan ruidosa, que todo el rostro se le arreboló; se llevó el pañuelo a los labios, se levantó luego de la butaca, se acercó a Sanin contoneándose un poco con dejadez, como una persona fatigada, y le alargó la mano.

Se despidió Sanin de ella, y se dirigió a la puerta.

—Trate usted mañana de venir temprano, ¿oye? —le gritó en el momento de trasponer el umbral.

Miró él hacia atrás, y la vio medio tendida en la butaca con las manos puestas detrás de la cabeza. Las anchas mangas de la blusa se habían corrido hasta el nacimiento de los hombros; y era imposible no decirse que la postura de esos brazos y todo aquel conjunto eran de una belleza admirable.

(1) Lapti: Durante muchos siglos los lapti (en singular lápot), una especie de zapatos o alpargatas tejidos con corteza de árbol o líber, fue el principal calzado de la población rural, es decir, del 90 % de los rusos. Son probablemente el calzado más conocido en el territorio

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 34

lunes, noviembre 4th, 2013

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Empezamos la semana. Aquí con una alergia brutal y un malhumor directamente proporcional. Vamos a ver si la teofilina de mi verdísimo Young Hyson me ayuda un poco. Para ustedes, el Capítulo 34 de Aguas de primavera. Muy buenas noches, hasta mañana.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 34

—¡Ah! —exclamó con una sonrisa medio cortada, medio burlona, mientras tomaba con rapidez la punta de una de sus trenzas y clavaba en Sanin sus ojazos de un gris luminoso —¡Perdón! No sabía que estaba usted ya aquí.

—Sanin, Dmitri Pávlovich, mi amigo de la infancia —dijo Pólozov sin levantarse y sin mirar tampoco a Sanin, limitándose a señalarlo con la mano.

—Sí… ya sé… ya me habías hablado de este caballero. Mucho gusto en conocerlo… Pero oye, Hipólito Sídorovich, quería rogarte… Está hoy tan torpe mi doncella…

—¿Quieres que te peine yo?

—Sí, sí, te lo suplico… Dispense usted —repitió María Nikoláevna con la misma sonrisa, dirigiendo a Sanin una leve inclinación de cabeza.

Giró rápida sobre sí misma y desapareció, dejando tras de sí la impresión armoniosa y fugitiva de un cuello encantador, unos hombros admirables y un talle delicioso.

Se levantó Pólozov y salió por la misma puerta, con su paso tardo y desmañado.

Sanin no dudó un minuto de que la dama estaba advertida de su presencia en el salón del “príncipe Pólozov”. Ese tejemaneje no había tenido más objeto que lucir su cabellera, que, en efecto, era bellísima. Sanin hasta se regocijó para sus adentros de aquella salida de la señora de Pólozov. “Ha querido fascinarme, deslumbrarme… ¿Quién sabe? Tal vez nos arreglemos acerca del precio de mis tierras”. Su alma estaba tan ocupada por Gemma, que las demás mujeres ya no tenían interés para él; apenas notaba su existencia. Por aquella vez, se limitó a pensar: “No me habían engañado respecto a esa señora: no está nada mal”.

Si no se hubiese hallado en una disposición de ánimo tan excepcional, su observación hubiera tomado sin duda otro cariz. María Nikoláevna de Pólozov (nacida Kólishkina) era realmente una mujer muy digna de atraer la atención. Y no porque fuese de una hermosura perfecta: se traslucían demasiado en ella los inequívocos signos de su origen plebeyo. Tenía la frente baja, la nariz algo carnosa y respingona; no podía presumir por la finura de la piel, ni por la elegancia de brazos y piernas. Pero ¿qué importaba eso? Al encontrarla, todo hombre se hubiera detenido, no ante “la sacra Majestad de la belleza” (para decirlo como Pushkin), sino ante la fuerza y la gracia de un buen rostro de mujer en todo su esplendor, tipo medio ruso, medio bohemio; y no hubiera sido “involuntario” ese homenaje de admiración. Pero la imagen de Gemma protegía a Sanin, como el “triple broncíneo escudo” de Horacio(1).

Al cabo de diez minutos, reapareció María Nikoláevna acompañada por su marido. Se acercó a Sanin con esos andares cuyos encantos habían bastado para hacer perder la chaveta a muchos entes originales de aquel tiempo, ¡ah!, tan lejano del actual. “Cuando esa mujer avanza hacia uno, parece que le trae toda la felicidad de su vida”, pretendía uno de ellos. Se adelantó hacia Sanin alargándole la mano, y le dijo en ruso con voz cariñosa y contenida a la vez:

—Me esperará usted… ¿no es así? Pronto vuelvo.

Sanin se inclinó respetuoso, pero María Nikoláevna desaparecía ya tras el cortinaje de la puerta. Volvió la cabeza por encima de su hombro con rápida sonrisa, y se esfumó dejando en pos de sí la misma impresión de armonía.

Al sonreírse, no eran uno ni dos, sino tres, los hoyuelos que se formaban en cada una de sus mejillas, y sus ojos se sonreían aún más que sus labios, labios bermejos, llenitos y sabrosos, realzados en el ángulo izquierdo por dos lunarcitos.

Pólozov atravesó con pesadez el salón y volvió a dejarse caer en la butaca. Permaneció silencioso como antes; pero, de vez en cuando, una extraña mueca hinchaba sus carrillos descoloridos y surcados por arrugas precoces. Tenía aspecto avejentado, aunque sólo le llevaba tres años a Sanin.

La comida que dio a Sanin y que (dicho sea de paso) hubiera satisfecho al gastrónomo de gusto más exigente, pareció a Sanin de una duración insoportable. Pólozov comía con lentitud, con reflexión y conocimiento de causa, se inclinaba con aire atento sobre su plato, y husmeaba, digámoslo así, cada bocado. Al beber, se enjuagaba la boca con el vino antes de tragarlo y luego chascaba los labios… Después del asado, emprendió, sin más ni más, un largo discurso (¡pero sobre qué asunto!) acerca de los carneros merinos, de los cuales pensaba adquirir un rebaño completo, y habló de eso con infinitos detalles, empleando los más tiernos diminutivos. Sorbió el café, ardiendo, no sin repetir muchas veces al criado, con voz iracunda y lacrimosa, que la víspera le habían servido frío el café, ¡frío como un helado! Luego, con sus dientes amarillos y mal alineados, mordió la punta de un habano y se durmió, como de costumbre, con gran contento de Sanin, que se puso a pasear sobre la blanda alfombra, soñando con el género de vida que llevaría con Gemma y pensando en las noticias que iba a llevarle. Sin embargo, Pólozov se despertó mucho más pronto que de costumbre, según él mismo hizo observar: no había dormido más que una horita y media. Bebió un vaso de agua de Seltz con hielo y engulló siete u ocho grandes cucharadas de dulce, de dulce ruso, que su ayuda de cámara le trajo en un legítimo pomo de Kiev, de vidrio verde oscuro, y sin el cual decía que no hubiera podido vivir; después fijó sus ojuelos hinchados en Sanin y le preguntó si quería jugar con él al duraki. Sanin aceptó con sumo gusto, pues temía que Pólozov empezase otra vez a hablarle de los corderitos y de las ovejitas, y de sus grasientas colitas de treinta libras de peso.

El anfitrión y su huésped volvieron juntos a la sala; un criado les llevó los naipes y empezó la partida, pero no jugaban dinero.

Al regresar la señora Pólozov de casa de la condesa Lasúnskaia, los halló entregados a esa distracción inocente. En cuanto entró, al ver la baraja y abierta la mesita de juego, soltó una estrepitosa carcajada. Sanin se levantó presuroso, pero ella le dijo:

—¡No se mueva y jueguen! No hago más que cambiarme de traje y vuelvo.

Enseguida desapareció, quitándose los guantes y andando con un rumor de seda.

En efecto, casi al momento regresó. Su elegante vestido se había trocado por una amplia blusa de seda color lila, con manga perdida; un grueso cordón de nudos retorcidos le ceñía la cintura. Se sentó junto a su marido y aguardó a que este perdiese la partida, para decirle:

—Vamos, mi gran boliche, basta ya —al oír Sanin esta expresión de “boliche”, la miró con asombro, y ella le devolvió mirada por mirada con alegre sonrisa, que hizo brotar todos sus hoyuelos —Ya basta; —prosiguió —veo que tienes ganas de dormir; bésame la mano y vete. Tenemos que hablar Sanin y yo.

—No tengo ganas de dormir; —dijo Pólozov, levantándose con trabajo de la butaca —pero en cuanto a besarte la mano y marcharme, no digo que no.

Le presentó ella la palma de la mano, sin cesar de sonreír y de mirar a Sanin. También lo miró Pólozov, y salió sin decirle buenas noches.

—Ahora, hable, cuénteme —dijo la señora Pólozov con vivacidad, poniendo a la vez en la mesa ambos codos desnudos y chocando unas con otras las uñas con aire de impaciencia —¿Es cierto eso? ¿Dicen que se casa usted?

Hecha esta pregunta, María Nikoláevna inclinó la cabeza un poco de lado para clavar en los ojos de Sanin una mirada más fija y penetrante.

(1) Quinto Horacio Flaco (65-8 a.C) poeta lírico y satírico romano, autor de obras maestras de la edad de oro de la literatura latina.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 33

viernes, noviembre 1st, 2013

Kinski Torrents of Spring Lobby
Bueno, a ver, bajo las aguas de primavera que nos regaló este viernes. Resulta que en 1840, un joven aristócrata ruso, Dmitri Sanin, regresaba a su casa después de un largo viaje por Europa. En Alemania, se enamora locamente de una hermosa muchacha de una tienda de pastelería, Gemma Rosselli, quien rompe su compromiso para casarse con él. Con el fin de financiar la boda, Dmitri se remonta a Rusia a vender su patrimonio familiar a la princesa María Nikolaevna, esposa de un antiguo compañero de colegio… Estoy pensando en los triangulitos de hojaldre alemán con manzana y brie con que maridaremos el primer blend del Té Literario. Los triángulos siempre son difíciles… Los dejo con el Capítulo 33 y toda la intriga hasta el lunes. Que pasen un hermoso fin de semana!
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 33

En nuestros días, entre Francfort y Wiesbaden no hay una hora por ferrocarril; pero en aquellos tiempos eran tres horas de camino por la posta, y cinco relevos de caballos. Pólozov, medio dormido, se bamboleaba suavemente con un tabaco en los labios; hablaba muy poco, y no miró ni una sola vez por la ventanilla; los parajes pintorescos no tenían para él nada de interesante, y hasta declaró que «¡la naturaleza lo aburría mortalmente!» Sanin tampoco decía nada, y no admiraba el paisaje: tenía otra cosa en la cabeza. Estaba absorto en sus pensamientos y recuerdos. A cada parada, Pólozov ajustaba sus cuentas, comprobaba el tiempo transcurrido y recompensaba a los postillones, poco o mucho, según su celo. A la mitad del camino, sacó dos naranjas del cesto de las provisiones, eligió la mejor y ofreció la otra a Sanin. Este miró fijamente a su compañero de viaje, y de pronto prorrumpió en carcajadas.

—¿De qué te ríes? —preguntó Pólozov, mondando con esmero su naranja, valiéndose de sus uñas blancas y cortas.

—¿De qué? —repitió Sanin —De este viaje que hacemos juntos.

—¡Bueno! ¿Y qué? —insistió Pólozov, metiéndose en la boca una buena porción de la naranja.

—¿No es extraño todo esto? Ayer, lo confieso, lo mismo me acordaba de ti que del emperador de China; hoy marcho contigo a vender mis tierras a tu mujer, a quien no conozco ni poco ni mucho.

—Todo sucede en la vida. —respondió Pólozov —Conforme tengas más años, verás otras muchas cosas. Por ejemplo: ¿me imaginas en una formación? Pues he estado; iba a caballo, y, de pronto, el gran príncipe Mijail Pávlovich ordena: «¡Al trote! ¡Ese alférez gordo, al trote! ¡Alargue usted el trote!»

Sanin se rascaba la oreja.

—Dime, si quieres, Hipólito Sídorovich, ¿qué clase de persona es tu mujer? ¿Cómo piensa? Necesito saberlo.

—A él nada le costaba mandar: «¡Al trote!» —continuo Pólozov con súbito arrebato —Pero a mí… ¡a mí…! Entonces me dije: «¡Quédense con sus grados y charreteras…! ¡Al demonio todo esto!» Sí… ¿me hablabas de mi mujer? Pues bien, mi mujer es una mujer como todas las demás. Ya sabes el proverbio: «No le metas los dedos en la boca». Lo esencial es que hables mucho… para que por lo menos haya algo de qué reírse un poco. Oye, cuéntale tus amores…; pero de un modo ridículo, ¿sabes?

—¿Cómo de un modo ridículo?

—¡Pues claro! ¿No me has dicho que estás enamorado y que te quieres casar? Pues bien, ¡cuéntale eso!

Sanin se sintió ofendido.

—¿Qué encuentras en eso de ridículo?

Pólozov giró un poco los ojos por única respuesta; le chorreaba por la barbilla el zumo de la fruta.

—¿Es tu mujer quien te ha enviado a Francfort para hacer compras? —dijo Sanin después de un rato de silencio.

—En persona.

—¿Qué clase de compras?

—¡Caramba, juguetes!

—¿Juguetes? ¿Tienen hijos?

Pólozov retrocedió pasmado.

—¡Vaya una idea! ¿Tener yo hijos? Chucherías de mujer… Adornos… Objetos de tocador…

—¿De modo que tú entiendes de eso?

—Ciertamente.

—¿Pero no me has dicho que no te mezclas para nada en los asuntos de tu mujer?

—No me meto en sus otros negocios; pero en esto… esto marcha por sí solo. No teniendo nada que hacer, ¿por qué no? Y mi mujer se fía de mi gusto; además, sé regatear como se debe.

Pólozov comenzaba a hablar a trompicones: estaba fatigado ya.

—¿Y es muy rica tu mujer?

—Como rica, lo es; pero sobre todo, para sí misma.

—Sin embargo, me parece que no puedes quejarte.

—¿No soy su marido? ¡Pues no faltaría más sino que no me aprovechase de ello! Y le soy muy útil; conmigo todo va en su provecho. ¡Soy muy complaciente!

Pólozov se secó la cara con un pañuelo de seda y resolló fatigosamente. Parecía decir: «Apiádate de mí; no me obligues a pronunciar una palabra más. ¡Ya ves qué trabajo me cuesta!»
Sanin lo dejó en paz y volvió a sumirse en sus meditaciones.

El hotel, delante del cual paró el coche en Wiesbaden, era un verdadero palacio. En el acto empezaron a tocar en el interior algunas campanillas. Todo fue inquietud y movimiento. Elegantes “caballeros” con frac negro se precipitaron hacia la entrada principal. Un portero suizo, galonado de oro, abrió de par en par la portezuela del carruaje. Pólozov bajó de él como un triunfador, y comenzó la tarea de subir la escalera perfumada y cubierta de alfombras. Un criado, también vestido impecablemente, pero de facciones rusas, su ayuda de cámara, se adelantó hacia él. Le anunció Pólozov que en lo sucesivo debería acompañarlo siempre, pues la víspera, en Francfort, habían descuidado llevarle agua caliente para la noche. El rostro del criado expresó una consternación profunda, y se apresuró a agacharse para descalzarle los chanclos a su amo.

—¿Está en casa María Nikoláevna? —preguntó Pólozov.

—Sí, señor… La señora se está vistiendo… Come en casa de la condesa Lasúnskaia.

—¡Ah, en casa de esa…! Espera… Hay unos paquetes en el coche; sácalos y tráelos tú mismo… Y tú, Dmitri Pávlovich, —añadió Pólozov —vete a elegir dormitorio y vuelve dentro de tres cuartos de hora… Comeremos juntos.

Pólozov continuó majestuosamente su camino. Sanin eligió un dormitorio modesto, y después de arreglar el desorden de su tocado y de descansar un rato, se dirigió a las inmensas habitaciones que ocupaba Su Alteza (Durchlaucht), el príncipe von Pólozov.

Encontró a este “príncipe” arrellanado en la más lujosa de las butacas de terciopelo, en medio de un salón espléndido. El flemático amigo de Sanin había tenido tiempo de tomar un baño y ponerse una suntuosa bata de raso; le cubría la cabeza un fez(1) de color frambuesa. Sanin se aproximó a él y lo estuvo contemplando durante algún tiempo. Pólozov permaneció inmóvil como un ídolo; ni siquiera dirigió la cara hacia su lado, no pestañeó, no emitió ningún sonido: aquello era verdaderamente un espectáculo lleno de solemnidad. Después de haberlo admirado durante unos dos minutos, iba Sanin a hablar, a romper aquel impresionante silencio, cuando de pronto se abrió la puerta de la estancia inmediata y apareció en el umbral una señora joven y hermosa, vestida de seda blanca con encajes negros y diamantes en los brazos y en el cuello: era María Nikoláevna en persona. Sus espesos cabellos rubios le caían a ambos lados de la cabeza, trenzados, pero sin recoger.

(1) Fez: Gorro de fieltro rojo y de forma de cubilete, usado especialmente por los moros, y hasta 1925 por los turcos.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 32

jueves, octubre 31st, 2013

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Maia y Kolya y unos prianiki para el Capítulo 32 de nuestra novelita. Buenas noches, queridas dachitas.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 32

La encontró en la tienda con su madre. Frau Lenore, inclinada hacia delante, estaba midiendo la distancia entre las ventanas con un metro de carpintero. Al ver a Sanin, se enderezó y lo saludó sonriente, aunque con un poco de cortedad.

—Desde lo que me dijo usted ayer, no hago más que devanarme los sesos pensando en los medios de embellecer nuestra tienda. Creo que convendría poner aquí dos armaritos con espejos. ¿Sabe usted? Eso está ahora de moda. Y además…

—Muy bien, muy bien; —interrumpió Sanin —habrá que pensar en todo eso… Pero, venga usted acá; tengo que decirle una cosa.

Dio el brazo a las dos damas y las condujo a la trastienda. Frau Lenore, intranquila, dejó caer el metro que tenía en la mano. A Gemma le faltaba poco para alarmarse también, pero se tranquilizó al mirar a Sanin con más atención. Su rostro, aunque preocupado, expresaba resolución y una especie de audacia alegre. Rogó a las dos mujeres que se sentaran y él permaneció de pie ante ellas. Con muchos ademanes, desgreñado el pelo, se lo contó todo: su encuentro con Pólozov, su proyectado viaje a Wiesbaden, la posibilidad de vender su hacienda, exclamando por último:

—¡Imagínense mi felicidad! El asunto ha tomado tal giro que acaso no tenga ni aun necesidad de ir a Rusia, y podremos celebrar la boda mucho más pronto de lo que suponía.

—¿Cuándo te marchas? —preguntó Gemma.

—Hoy, dentro de una hora; mi amigo tiene coche y me lleva consigo.

—¿Nos escribirás?

—Enseguidita… En cuanto hable con esa señora, tomaré la pluma.

—¿Dice usted que es rica esa señora? —preguntó Frau Lenore, siempre práctica.

—Inmensamente… Su padre era millonario y se lo dejó todo.

—¿Todo? ¿A ella solita? Vamos, tiene usted buena sombra. Sólo que ¡mucho ojo! no venda usted sus tierras muy baratas; sea razonable y firme. ¡No se deje usted arrebatar! Comprendo sus deseos de casarse con Gemma lo antes posible, pero ante todo, ¡prudencia! No lo olvide: cuanto más cara venda su finca, más dinero habrá para los dos… y para vuestros hijos.

Gemma volvió la cabeza, y Sanin empezó otra vez con sus ademanes.

—Puede usted, Frau Lenore, confiar en mi prudencia. Aparte de que no voy a entrar en regateos. Diré el precio justo; si me lo da, muy bien, y si no, ¡vaya bendita de Dios!

—¿Conoces a esa señora? —preguntó Gemma.

—En mi vida la he visto.

—¿Y cuándo volverás?

—Si no se arregla el negocio, vuelvo pasado mañana; pero si todo va bien, tal vez tenga que estar uno o dos días más. En todo caso, no perderé un minuto. ¡Dejo aquí mi alma, bien lo sabes…! Pero me voy a retrasar hablando con ustedes, y aún tengo que pasar por casa antes de partir. Deme usted la mano, Frau Lenore, para darme buena suerte: es costumbre nuestra en Rusia.

—¿La derecha o la izquierda?

—La izquierda, la mano del corazón. Vuelvo pasado mañana… ¡con el escudo o sobre el escudo! Algo me dice que vendré vencedor. Adiós, mis buenas, mis queridas amigas…

Abrazó a Frau Lenore, y rogó a Gemma que pasase con él a su cuarto un minuto, porque tenía que comunicarle una cosa importantísima… Quería sencillamente despedirse de ella a solas. Frau Lenore lo comprendió, y no tuvo la curiosidad de preguntar qué asunto tan importante era aquel…

Sanin no había entrado nunca en el dormitorio de Gemma. Todo el encanto del amor, todos sus ardores, su entusiasmo, su dulce temor, todo ello brotó y se derramó en su alma nada más trasponer los umbrales de aquel sagrado recinto… Paseó en torno suyo una mirada enternecida, cayó a los pies de la hechicera joven y escondió el rostro entre los pliegues de su falda…

—¿Eres mío? —murmuró la joven —¿Volverás pronto?

—Tuyo soy, volveré… —repitió él, palpitante.

—Te espero, mi bien amado.

Instantes después estaba Sanin en la calle para irse a su fonda. Ni siquiera reparó en que Pantaleone, más desgreñado que nunca, se había precipitado en seguimiento suyo desde el quicio de la confitería, gritándole alguna cosa, y, al parecer, amenazándolo con el brazo levantado.

A la una menos cuarto en punto, entró Sanin en el alojamiento de Pólozov. Su coche, tirado por cuatro caballos, estaba ya a la puerta de la fonda. Al ver a Sanin, se limitó Pólozov a decir:

—¡Ah! ¿Te has decidido?

En seguida se puso el sombrero, el abrigo y los chanclos, se metió algodón en las orejas, aunque era pleno verano, y se dirigió al pórtico. Obedientes a sus órdenes, los mozos de la fonda colocaron sus numerosas compras dentro del carruaje, rodearon de almohadoncitos, de sacos de mano y de paquetes el asiento que iba a ocupar, pusieron a los pies un cesto de víveres y ataron una maleta en el pescante. Pólozov les pagó con largueza; y sostenido respetuosamente por detrás por el oficioso portero, logró entrar en el coche gimoteando, tomó asiento, apretó y amontonó muy cómodamente todo lo que lo rodeaba, eligió un tabaco y lo encendió. Sólo entonces hizo una seña con el dedo a Sanin, como invitándolo.

—¡Vamos, sube tú también!

Sanin se colocó junto a él. Por conducto del portero, Pólozov ordenó al cochero que fuese a buen paso, si quería ganarse una buena propina; resonó el estribo al doblarse, se cerró con estrépito la portezuela, y el coche empezó a rodar.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 31

miércoles, octubre 30th, 2013

Чайная посуда
Tarde de Darjeeling Lingia, 1st flush, la base de nuestro «Coup de foudre» y un macaron de chocolate amargo, para adelantarles alguito de lo que será nuestro Té Literario y tentarlos. Les dejo el Capítulo 31 de Aguas de primavera. Buenas noches, dachas compañeras de lectura.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 31

Al día siguiente, Sanin se despertó muy temprano. Se encontraba en la cúspide de la alegría humana, pero no era esto lo que le impedía dormir; lo que turbaba su reposo era la cuestión vital. ¿Cómo vender sus tierras lo más pronto y lo más caro posible? Cruzaban por su mente los planes más diversos, pero nada se perfilaba con claridad. Salió de la fonda a tomar el aire y a despejarse; no quería presentarse delante de Gemma sino con un proyecto ya maduro.

¿Quién es ese personaje pesadote sobre sus patazas, aunque correctamente vestido, que va delante de Sanin con un movimiento de vaivén? ¿Dónde ha visto él aquella nuca cubierta de rubios pelitos, aquella cabeza encajada entre los hombros, aquellas espaldotas atocinadas, aquellas manos lacias(1) y morcilludas? ¿Es posible que sea Pólozov, su antiguo compañero de colegio, a quien había perdido de vista hace cinco años? Sanin se adelantó bien pronto al personaje, y se volvió… Esa caraza amarilla, esos ojuelos de cerdo, con cejas y pestañas blancuzcas, esa nariz corta y ancha, esos labios abultados como un pegote de lacre, esa barbilla sin bozo, imberbe, y toda la expresión de aquel rostro a la vez agrio, perezoso y desconfiado: sí, es él. Hipólito Pólozov.

Una idea repentina cruzó por la mente de Sanin. «¿No es mi estrella quien lo trae?», pensó. Y dijo:

—Pólozov, Hipólito Sídorovich, ¿eres tú?

Se detuvo el personaje, levantó sus ojuelos, vaciló un instante y, despegando al fin los labios, dijo con voz de falsete:

—¿Dmitri Sanin?

—¡El mismo que viste y calza! —exclamó Sanin, estrechando una de las manos de Pólozov, calzadas con estrechos guantes de color gris claro (colgaban inertes, como siempre, a lo largo de sus robustos muslos) —¿Hace mucho tiempo que estás aquí? ¿De dónde vienes? ¿En dónde paras?

—Ayer llegué de Wiesbaden —respondió Pólozov sin apresurarse —con el fin de hacer unas compritas para mi mujer, y hoy mismo vuelvo a Wiesbaden.

—¡Ah, sí! Es verdad: te has casado, y dicen que con una mujer guapísima.

Pólozov giró los ojos.

—Sí, eso dicen.

Sanin se echó a reír.

—Veo que siempre eres el mismo, tan flemático como en el colegio.

—¿Por qué había de cambiar?

—Y dicen —añadió Sanin recalcando la palabra «dicen» —que tu mujer es muy rica.

—También eso se dice.

—Pero tú, Hipólito Sídorovich, ¿no sabes nada de eso?

—Yo, mi buen amigo Dmitri… ¿Pávlovich…? Sí, Pávlovich, no me mezclo en los asuntos de mi mujer.

—¿No te mezclas en ellos? ¿En ningún negocio?

Pólozov volvió a girar los ojos.

—En ninguno, amigo mío… Ella va por un lado… y yo voy por otro.

—Y ahora, ¿adónde vas?

—Ahora no voy a ninguna parte; estoy en medio de la calle, hablando contigo, y en cuanto hayamos acabado, iré a mi cuarto de la fonda, y almorzaré.

—¿Me quieres de compañero?

—¿Para qué asunto? ¿Para el almuerzo?

—Sí.

—Muy bien, comer dos juntos es mucho más agradable. No eres parlanchín, ¿no es cierto?

—No lo creo.

—Pues entonces, muy bien.

Pólozov siguió adelante, y Sanin se emparejó con él. Pólozov se había vuelto a coser los labios, resollando con fuerza y contoneándose en silencio. Sanin pensaba: «¿qué demonios ha hecho este gaznápiro(2) para pescar una mujer rica y guapa? No es rico, ni instruido, ni inteligente; en el colegio lo teníamos por un mocete flojo y bruto, dormilón y tragaldabas, y le pusimos «baboso» de apodo. ¡Esto es extraordinario! Pero puesto que su mujer es tan rica (se dice que es hija de un arrendatario del impuesto sobre los alcoholes), ¿por qué no habría de comprarme mis tierras? Por más que dice él que no se mete para nada en los negocios de su mujer, ¡eso no es creíble…! En ese caso, pediré un precio razonable, ¡un buen precio…! ¿Por qué no intentarlo? Quizás sea mi buena estrella… Dicho y hecho: probaré».

Pólozov condujo a Sanin a una de las mejores fondas de Francfort, donde no hay que decir que había tomado la mejor habitación. Las mesas y las sillas estaban atestadas de carpetas, cajas, paquetes…

—Todo esto, amigo, son compras para María Nikoláevna.

Este era el nombre de la mujer de Hipólito Sídorovich. Pólozov se dejó caer en una butaca, gimió un «¡qué calor!», se aflojó la corbata, llamó al maître y le encargó, minuciosamente, un almuerzo de los más opíparos.

—¡Que el coche esté dispuesto para la una! ¿Oye usted? ¡Para la una en punto!

El maître saludó obsequioso y desapareció como un esclavo de los cuentos de hadas.

Pólozov se desabrochó el chaleco. Nada más que por el modo de levantar las cejas y fruncir la nariz podía comprenderse que el hablar sería para él cosa penosísima, y que esperaba, no sin alguna ansiedad, a ver si Sanin lo obligaría a darle a la sin hueso, o si el propio Sanin se encargaría de sostener la conversación.

Sanin comprendió el estado de ánimo de su amigo y se libró muy bien de abrumarlo a preguntas; se contentó con los informes más necesarios. Supo que Pólozov había pasado dos años en el servicio militar en un regimiento de lanceros (¡estaría precioso con la chaquetilla corta del uniforme!); llevaba tres años de casado y dos años de viaje por el extranjero con su mujer, que estaba curándose en Wiesbaden sabe Dios de qué y se proponía ir enseguida a París. Sanin, por su parte, le habló poquísimo de su vida pasada y de sus planes para el futuro; se fue derecho al grano, es decir, le participó su propósito de vender sus tierras.

Pólozov lo escuchaba en silencio y miraba de vez en cuando la puerta por donde debía llegar el almuerzo. El almuerzo llegó por fin. El maître, acompañado por dos camareros, entró con muchos platos tapados con campanas de plata.

—¿Es tu hacienda de la provincia de Tula? —preguntó Pólozov, poniéndose a la mesa y metiéndose la punta de la servilleta bajo el cuello de la camisa.

—Sí.

—Cantón de Efremov, ya sé.

—¿Conoces mi Alekséievka? —preguntó Sanin, sentándose también.

—Ciertamente que la conozco —Pólozov se metió en la boca un trozo de tortilla de trufas —María Nikoláevna, mi mujer, tiene allí cerca una finca… ¡Camarero, descorche usted esta botella…! La tierra no es mala, pero los campesinos te han talado el bosque. ¿Por qué la vendes?

—Necesito dinero. No la vendo cara. Si la comprases tú, vendría de perillas.

Pólozov sorbió un vaso de vino, se limpió con la servilleta y se puso otra vez a masticar despacio y con ruido. Por fin dijo:

—Sí, yo no compro tierras, no tengo dinero… Dame la mantequilla… Acaso la compre mi mujer. Háblale de eso. Si no pides caro… Por supuesto, que ella no se para en barras por eso… Pero ¡qué bestias son estos alemanes! ¡Ni siquiera saben cocinar un pescado! Y, sin embargo, ¿hay algo más sencillo? ¡Y tienen la poca vergüenza de hablar de la unificación de su «Vaterland»…!(3) ¡Mozo, llévese usted esta porquería!

—¿De veras se ocupa tu mujer misma de la administración de sus bienes? —preguntó Sanin.

—Sí, ella misma… Por lo menos, ¡buenas chuletas! Te las recomiendo… Ya te he dicho, Dmitri Pávlovich, que no me meto para nada en los negocios de mi mujer, y vuelvo a repetirlo.

Pólozov continuó comiendo con chasquidos de labios.

—¡Hum…! Pero ¿cómo podría yo hablarle, Hipólito Sídorovich?

—Pues… muy sencillo, Dmitri Pávlovich. Vete a Wiesbaden; no está lejos de aquí… ¡Mozo! ¿Hay mostaza inglesa? ¿No? ¡Qué brutos…! Pero no pierdas tiempo; nos vamos pasado mañana… Permite que te sirva un vaso de este vino. No es aguachirle; tiene bouquet(4).

Se enrojeció el rostro de Pólozov y se animó, lo cual sólo le sucedía cuando estaba comiendo… o bebiendo.

—En verdad, —murmuró Sanin —no sé cómo arreglármelas.

—Pero ¿qué te apremia tanto?

—Querido, es que justamente estoy apremiado.

—¿Necesitas una suma cuantiosa?

—Sí, tengo… ¿cómo te lo diré…? Tengo el propósito de casarme.

Pólozov dejó en la mesa el vaso que iba a llevarse a los labios.

—¿Casarte? —dijo con voz ronca de asombro, y cruzó las manazas sobre el vientre —¿Tan pronto?

—Sí, enseguida.

—Supongo que estará en Rusia tu prometida.

—No, no está en Rusia.

—Pues, entonces, ¿dónde?

—Aquí, en Francfort.

—¿Quién es ella?

—Una alemana; es decir, no, una italiana establecida aquí.

—¿Con dote?

—Sin dote.

—Entonces, preciso es que sientas un amor violentísimo.

—¡Qué burlón eres…! Sí, muy violento.

—¿Y para eso necesitas dinero?

—Pues, ¡sí, sí y sí!

Pólozov tragó el vino, se enjugó la boca, se lavó las manos, se las secó a conciencia en la servilleta, sacó un tabaco y lo encendió. Sanin lo miraba en silencio.

—No veo más que un medio —dijo por fin Pólozov, echando atrás la cabeza y expeliendo por entre los labios una tenue bocanada de humo —Vete a ver a mi mujer… Si quiere, con su blanca mano reparará todo el mal.

—Pero, ¿cómo arreglármelas para verla? ¿No dices que se van ustedes pasado mañana?

Pólozov cerró los ojos.

—Escucha: —dijo, dando vueltas al tabaco entre los labios y resoplando —vete a tu casa, vístete lo más de prisa posible y vuelve aquí. Me voy a la una; mi coche es muy espacioso; te llevo conmigo. Eso es lo mejor. Y ahora, voy a echar un sueño. Querido, cuando como, necesito imprescindiblemente dormir un rato. Mi temperamento lo exige, y yo no me opongo a ello. No me lo estorbes, si te place.

Sanin meditó, meditó… y de pronto alzó la cabeza. Se había decidido.

—Bueno, de acuerdo, y te doy las gracias. A las doce y media estaré aquí y nos iremos juntos a Wiesbaden. Espero que no le caeré mal a tu mujer…

Pero Pólozov roncaba ya, murmurando: “¡No me molestes!” Agitó las piernas y se durmió como un recién nacido.

Sanin echó una mirada a aquel mastodonte, a su cabeza, su cuello, su mentón levantado, redondo como una manzana; salió de la fonda y se dirigió a grandes pasos a la confitería Roselli. Necesitaba advertir a Gemma.

(1) Lacias: Marchitas, ajadas, flojas, débiles, sin vigor.
(2) Gaznápiro: Palurdo (dicho por lo común de la gente del campo, tosco, grosero), simplón, torpe, que se queda embobado con cualquier cosa.
(3) En alemán: Patria.
(4) En francés: Aroma, fragancia.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 30

martes, octubre 29th, 2013

flyer turgueniev jpg con logo
Buenas noches! Llegamos al Capítulo 30 de Aguas de primavera. Nos quedan muy pocos por leer online y sólo un mes para volver a vernos. Vayan adquiriendo sus entradas, así no tenemos corridas de último momento. Aquí nos preparamos Tierra de colonos heladísimo para cerrar la noche. Hasta mañana.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 30

El tránsito de la desesperación a la tristeza y de la tristeza a una dulce resignación no había sido muy largo en Frau Lenore; pero esa misma resignación no tardó en transformarse en una recóndita alegría, que, sin embargo, trató de disimular y contener por salvar las apariencias. Desde el primer día, Sanin había sido simpático a Frau Lenore; una vez acostumbrada a la idea de tenerlo por yerno, no encontró en ello nada particularmente desagradable, aunque considerase como un deber el conservar en su rostro una expresión de ofendida… o más bien de resentimiento. Además, ¡había sido tan extraordinario lo pasado en aquellos últimos días! ¡Qué de cosas, unas tras otras! En su calidad de mujer práctica y de madre, Frau Lenore se creyó en el deber de dirigir a Sanin diversos interrogatorios. Y Sanin, que al ir por la mañana a su cita con Gemma, no tenía la menor idea de casarse con ella (a decir verdad no pensaba en nada entonces, y se dejaba llevar por su pasión), se identificó resueltamente con su papel de prometido, y respondió a todas las preguntas con agrado y de una manera puntual y detallada.

Convencida Frau Lenore de que Sanin era de noble abolengo y hasta un poco extrañada de que no fuese príncipe, tomó un aire serio y le «previno de antemano» que tendría con él una franqueza brutal, ¡porque el sagrado deber de madre la obligaba a ello! A lo cual respondió Sanin que eso mismo pedía él, y que le suplicaba que no se quedase corta. Entonces Frau Lenore le hizo observar que Herr Klüber (al pronunciar este apellido suspiró ligeramente, se mordió los labios y vaciló un poco), el «antiguo» novio de Gemma, poseía ya ocho mil florines de renta, y que esta suma iría creciendo rápidamente de año en año… Y él, monsieur Sanin, ¿con qué ingresos contaba?

—Ocho mil florines; —repitió lentamente Sanin —en moneda rusa vienen a ser quince mil rublos en papel… Mis rentas son mucho menores. Poseo una pequeña hacienda en la provincia de Tula… Con una buena administración, puede y debe producir cinco mil o seis mil rublos… Y si entro al servicio del Estado, puedo fácilmente conseguir un sueldo de dos mil rublos.

—¿Al servicio de Rusia? —exclamó Frau Lenore —¡Tendré que separarme de Gemma!

—Podría entrar en la diplomacia. —replicó Sanin —Tengo algunas buenas relaciones… En ese caso hay empleos en el extranjero. Pero he aquí lo que también podría hacerse, y sería lo mejor: vender mis tierras y emplear el capital que produzca esa venta en alguna empresa lucrativa; por ejemplo, en ampliar el negocio de esta confitería.

No se le ocultaba a Sanin que decía un absurdo. Pero ¡estaba poseído de una audacia increíble! Miraba a Gemma, quien desde el principio de aquella conversación «de negocios» se levantaba a cada instante, daba algunos pasos por la estancia y volvía a sentarse. La miraba él, y ya no conocía obstáculos; estaba dispuesto a arreglarlo todo al minuto, del modo más complaciente, con tal de que ella no experimentase ninguna inquietud.

—Herr Klüber también tenía el propósito de darme una pequeña suma para arreglar la confitería —dijo Frau Lenore, después de una ligera vacilación.

—¡Madre mía, por amor de Dios! ¡Madre! —exclamó Gemma en italiano.

—Es preciso hablar por anticipado de esas cosas, hija mía —respondió Frau Lenore en el mismo idioma.

Prosiguiendo su conversación con Sanin, le preguntó cuáles eran en Rusia las leyes relativas al matrimonio; si no habría nada que se opusiera a su unión con una católica, como en Prusia. (Por aquel tiempo, en 1840, toda Alemania tenía presente aún las disensiones entre el gobierno prusiano y el arzobispo de Colonia, acerca de los matrimonios mixtos.) Cuando Frau Lenore supo que su hija adquiriría la nobleza por su enlace con un aristócrata ruso, dio muestras de alguna satisfacción.

—Pero antes, —dijo —¿tendrá que ir usted a Rusia?

—¿Por qué?

—¿Por qué…? A obtener licencia de su emperador para casarse.

Sanin le explicó que eso era inútil por completo; pero que se vería obligado tal vez a ir, en efecto, por un tiempo brevísimo a Rusia, antes de la boda (al decir estas palabras se le oprimió dolorosamente el corazón, y Gemma, que lo miraba, comprendió su angustia, se ruborizó y se quedó pensativa), y que aprovecharía esa estancia en su patria para vender sus tierras. En todo caso, traería el dinero necesario.

—Entonces, me atrevería a suplicarle —dijo Frau Leonore —que me trajese bonitas pieles de Astrakán para hacerme un abrigo; se dice que por allá esas pieles son asombrosamente bonitas y baratas.

—Así es; se las traeré a usted, con el mayor gusto, ¡y también a Gemma! —exclamó Sanin.

—Y a mí un gorro de tafilete bordado con plata —dijo Emilio, pasando la cabeza por el marco de la puerta de la habitación contigua.

—Bueno, te traeré uno… y unas zapatillas para Pantaleone.

—Pero ¿a qué viene eso? ¿Para qué? —hizo observar Frau Lenore —Ahora hablamos de cosas serias. Estamos —añadió aquella mujer práctica —en que decía usted: «Venderé mis bienes». ¿Cómo lo hará usted? ¿Venderá usted también a los campesinos?

Sanin se estremeció, como si le hubiesen dado un puñetazo en un costado. Se acordó de que hablando con la señora Roselli y su hija, había manifestado sus opiniones acerca de la servidumbre que, según decía, excitaba en él profunda indignación, y les había asegurado en diversas ocasiones que jamás y bajo ningún pretexto vendería a sus campesinos, pues consideraba este acto como una cosa inmoral.

—Trataré de vender mis tierras a un hombre cuyos méritos me sean conocidos —dijo, no sin vacilar —o acaso mis siervos quieran ellos mismos comprar su rescate.

—Eso sería lo mejor. —se apresuró a decir Frau Lenore —¡Porque vender hombres vivos…!

—Barbari! —gruñó Pantaleone, que había aparecido en la puerta detrás de Emilio. Sacudió la melena y desapareció.

«¡Diablo, diablo!», se dijo Sanin, mirando a hurtadillas a Gemma, quien parecía no haber oído sus últimas palabras. Entonces pensó: «¡Bah, eso no importa nada!»

La conversación práctica se prolongó así casi hasta la hora de comer. Hacia el final, Frau Lenore, ya sosegada, llamaba Dmitri a Sanin, y lo amenazaba amistosamente con el dedo, prometiéndole vengarse de la mala partida que le había jugado. Le pidió muchos detalles acerca de su parentela, porque «eso es también importantísimo», decía; también quiso que describiese la ceremonia del casamiento tal como se ejecuta según los ritos de la Iglesia rusa, y se extasió con la idea de ver a Gemma vestida de blanco y con una corona de oro en la cabeza.

—Mi hija es hermosa como una reina; —dijo, con un sentimiento de orgullo materno —y no hay en la tierra una reina tan hermosa.

—¡No hay otra Gemma en el mundo! —añadió Sanin.

—¡Por eso precisamente es Gemma!

Sabido es que gemma, en italiano, significa «piedra preciosa». Gemma se abalanzó al cuello de su madre. Sólo a partir de aquel instante pareció respirar a sus anchas, liberada del peso que oprimía su alma. Sanin se sintió de pronto en extremo feliz: una infantil alegría colmó su corazón… ¡Se realizaban los ensueños que en otro tiempo había concebido en aquel mismo sitio! Tal era su alegría, que en el acto se fue a la tienda; hubiera querido a toda costa vender cualquier cosa detrás del mostrador como algunos días antes…

—Ahora tengo derecho para hacerlo. ¡Ya soy de la casa!

Se instaló de veras detrás del mostrador, y, en efecto, vendió alguna cosa; es decir, entraron dos muchachas a comprar una libra de bombones, les entregó lo menos dos libras y no cobró más que media.

En la comida, ocupó junto a Gemma el sitio oficial de prometido. Frau Lenore continuó sus consideraciones prácticas. Emilio se reía por cualquier cosa e insistía con Sanin para que lo llevase a Rusia. Se convino en que Sanin partiría dentro de dos semanas. Sólo Pantaleone torció tanto el gesto, que la misma Frau Lenore se lo reprochó.

—¡Y eso que ha sido testigo!

Pantaleone la miró atravesado.

Gemma guardaba casi siempre silencio, pero nunca su rostro estuvo más resplandeciente y más bello. Después de comer, llamó a Sanin al jardín por un minuto y, deteniéndose junto al banco donde la antevíspera había estado escogiendo las cerezas, le dijo:

—Dmitri, no te enfades conmigo, pero una vez más quiero decirte que no debes considerarte ligado en nada…

Sanin no la dejó acabar. Gemma volvió la cara.

—Y en cuanto a lo que mamá ha dicho, ¿sabes?, respecto a la religión, ¡toma…! —agarró una crucecita de granates pendiente de su cuello por un cordoncito; tiró con fuerza del cordón, que se rompió, y entregó a Sanin la cruz —Puesto que nos pertenecemos, nuestra fe ha de ser la misma.

Los ojos de Sanin estaban húmedos aún, cuando regresó a la casa con Gemma.

Durante la velada, todo se deslizó por su cauce acostumbrado, y hasta se jugó al tressette.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 29

lunes, octubre 28th, 2013

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AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 29

Si Gemma hubiese anunciado que traía el cólera o la misma muerte en persona, Frau Lenore no hubiera acogido la noticia con una desesperación más grande. Se sentó inmediatamente en un rincón, vuelta la cara a la pared, y se deshizo en llanto, casi a gritos, igual que una campesina rusa sobre el ataúd de su hijo o de su marido. En el primer momento, se quedó Gemma tan desconcertada, que no se atrevió a acercarse a su madre y permaneció inmóvil en medio de la pieza, como una estatua. Sanin, aturdido, estaba a punto de llorar también. ¡Aquel dolor inconsolable duró una hora, una hora entera! Pantaleone juzgó lo más oportuno cerrar la puerta exterior de la confitería, por miedo a que alguien entrase; por fortuna, la hora era muy temprana. El viejo estaba perplejo, y en todo caso poco satisfecho de la precipitación con que Sanin y Gemma habían procedido. Desde luego, no estaba dispuesto a vituperarlos, antes se hallaba decidido a prestarles ayuda y protección en caso necesario: ¡odiaba tanto a Klüber! Emilio se tenía por el intermediario entre su hermana y su amigo; faltó poco para que no se enorgulleciese al ver que todo había salido tan bien. Incapaz de comprender por qué se desolaba su mamá, estaba tentado de decidir, en su fuero interno, que todas las mujeres, hasta las mejores, carecen en el fondo del sentido común. Sanin fue, de todos, quien más tuvo que sufrir. En cuanto se acercaba a ella, Frau Lenore lanzaba unos gritos de pavo real y agitaba los brazos rechazándolo. En vano trató Sanin varias veces de decir en alta voz, manteniéndose a una distancia respetuosa:

—¡Pido a usted la mano de su hija!

Frau Lenore no podía consolarse, sobre todo «de haber estado tan ciega para no ver nada».

—¡Si mi Giovanni Battista viviese aún, —decía a través de sus lágrimas —nada de esto hubiera sucedido!

«¡Dios mío!», exclamaba para sus adentros Sanin. «Pero ¿qué es esto? En último término, ¡esto es absurdo!» No se atrevía a mirar a Gemma, quien, por su parte, tampoco osaba levantar la vista hacia él. Se contentaba con acariciar pacientemente a su madre, que había comenzado por rechazarla a ella también…

Al cabo se apaciguó poco a poco la tormenta. Frau Lenore cesó de llorar, permitió a Gemma sacarla del rincón donde se había refugiado, instalarla en una butaca cerca de la ventana, y que le hiciese beber agua con unas gotas de azahar. Permitió a Sanin, no aproximarse —¡oh, eso no!—, sino, por lo menos, que permaneciese en la estancia (antes no cesaba de gritar que se marchase), y ya no lo interrumpió al hablar.

Sanin aprovechó en el acto esos síntomas de sosiego, y desplegó una elocuencia pasmosa: no hubiera sabido expresar sus intenciones y sentimientos con un calor más convincente a la misma Gemma. Sus sentimientos eran los más sinceros, sus intenciones las más puras, como las de Almaviva en El barbero de Sevilla(1). No disimuló a Frau Lenore más que a sí mismo el lado desfavorable de esas intenciones; pero esas desventajas, añadió, sólo existían en apariencia… Era extranjero, lo conocían hacía poco tiempo, no se sabía nada positivo acerca de su persona ni de sus recursos: todo esto era verdad. Pero estaba dispuesto a dar todas las pruebas necesarias para dejar sentado que era de buena familia y poseedor de algunos bienes de fortuna; para ello, sus compatriotas lo proveerían de los certificados más fidedignos. Esperaba que Gemma fuera feliz con él, y se esforzaría en dulcificar para ella la pena de separarse de su familia.

La idea de la separación, la palabra «separación» nada más, estuvo a punto de echarlo todo a perder. Frau Lenore manifestó suma agitación. Sanin se apresuró a añadir que esa separación sólo sería temporal, y que, en último extremo, quizás no se llevase a cabo.

La elocuencia de Sanin no cayó en saco roto. Frau Lenore comenzó a mirarlo con aire de tristeza y de amargura, pero no con la repulsión y la ira de antes; luego le permitió aproximarse y sentarse junto a ella (Gemma estaba sentada al otro lado); después empezó a hacerle cargos, no sólo con la mirada sino con palabras, indicio de que se ablandaba su corazón. Comenzó por condolerse, pero sus quejas se calmaron y se suavizaron poco a poco, cediendo el puesto a preguntas dirigidas, ya a su hija, ya a Sanin; después consintió que él le tomase la mano, sin retirarla al instante; luego volvió a lloriquear, pero esas lágrimas eran muy diferentes de las primeras; después sonrió con tristeza y se dolió de la ausencia de Giovanni Battista, pero en otro sentido muy distinto del de antes. Y no había pasado un minuto, cuando los dos culpables, Sanin y Gemma, estaban de rodillas ante ella, quien les ponía una tras otra las manos sobre la cabeza; un momento después la abrazaban a cuál más, y Emilio, con la faz radiante de entusiasmo, entró corriendo en el cuarto y se arrojó en medio de aquel grupo estrechamente abrazado.

Pantaleone lanzó una mirada a la escena, se sonrió y se enfurruñó a la vez y, atravesando la tienda, fue a abrir la puerta de la calle.

(1) El barbero de Sevilla: Ópera escrita en Roma en 1816, por el fecundo compositor
italiano Gioacchino Rossini.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 28

viernes, octubre 25th, 2013

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Buenas noches, las dachas! Disculpen la demora, ha sido un día muuuuy largo. Afuera llueve y aquí adentro, está ideal para un Pampa India y el Capítulo 28 de Aguas de primavera. Vamos ya, y nos reencontramos el lunes (tiempo de sobra para que se pongan al día).
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 28

Sanin marchaba, ya al lado de Gemma, ya un poco detrás de ella, mirándola siempre, sin cesar de sonreír. Gemma parecía a la vez apresurarse y contenerse. A decir verdad, ambos, él todo pálido y ella toda encendida de emoción, andaban como entre la niebla. Ese trueque de sus almas que acababan de hacer, producía en ellos una impresión tan nueva y tan fuerte, que casi era penosa: todo había sufrido tal cambio en su existencia, que no podían encontrar el equilibrio. Sólo notaban una cosa: que iban envueltos en un torbellino análogo a aquel otro torbellino nocturno que casi los había arrojado en brazos uno del otro. Sanin, al caminar en pos de ella, sentía que miraba a Gemma con otros ojos; en un instante advirtió, en el paso y los movimientos de ella, muchas particularidades en las cuales hasta entonces no había reparado. ¡Qué adorables y hechiceros le parecían todos esos detalles! Y ella, por su parte, percibía que Sanin la miraba «así».

Ambos amaban por vez primera; todas las maravillas del primer amor se revelaban en ellos. Un primer amor se parece a una revolución. El orden regular y monótono de la vida queda roto y destruido en un momento; la juventud sube a la barricada, hace ondear en el aire su esplendente bandera, y sea lo que fuere lo que le reserve el porvenir, la muerte o una nueva vida, lanza a todo y a todos su llamamiento apasionado.

—¡Mira, se diría que es Pantaleone! —dijo Sanin, apuntando con el dedo una figura embozada que se deslizó rápidamente por una callejuela, como para evitar ser vista.

En el colmo de su felicidad, Sanin experimentaba la necesidad de hablar con Gemma, no de su amor, puesto que era cosa convenida, consagrada, sino de cosas indiferentes.

—Sí, es Pantaleone —respondió Gemma con tono alegre y placentero —Probablemente ha salido a espiarme: ayer, todo el día estuvo siguiéndome los pasos… Algo sospecha.

—¡Algo sospecha! —repitió Sanin con arrobamiento. Por supuesto, con el mismo embeleso hubiera repetido cualquier otra frase de Gemma. Luego le rogó que le contase con detalles todo lo acontecido la víspera.

Al instante comenzó con premura un relato algo embrollado, entremezclando sonrisas y suspiritos, mientras que sus límpidos ojos cruzaban con Sanin miradas furtivas y radiantes. Le contó cómo su madre, después de la conversación de anteayer, había querido obtener de ella algo positivo; cómo a la postre se había separado de Frau Lenore con la promesa de comunicarle su resolución antes de concluir el día; cómo le había costado sumo trabajo obtener ese plazo moratorio; cómo, de una manera enteramente inesperada, había llegado Klüber con más humos y más bambolla que nunca; cómo había manifestado su descontento contra ese ruso desconocido, cuya conducta era imperdonable, digna de un chiquillo y hasta profundamente ofensiva (así decía) para él, Klüber.

—Aludía a «tu» duelo, —advirtió Gemma —y exigía que inmediatamente se «te» cerrase la puerta de esta casa. «Porque, decía él, —y aquí Gemma remedó un poco la voz y los modales del negociante —esto echa una mancha sobre mi honor, ¡como si yo no fuese capaz, también como cualquier otro, de defender a mi novia si lo creyese necesario o simplemente útil! Todo Francfort sabrá mañana que un extranjero se ha batido con un oficial por mi prometida. ¿Cómo puede interpretarse eso? ¡Eso mancha mi honor!» Mamá era de su parecer, ¡figúrate! Pero yo le dije sin rodeos que hacía mal en inquietarse por su honor y por su persona, y en ofenderse por lo que dijesen acerca de su prometida, porque yo no lo era ya, ¡y nunca sería su mujer! A decir verdad, hubiera querido, en primer término, hablar con usted… «contigo», antes de darle las calabazas en regla; pero vino, y no pude contenerme. Mamá prorrumpió en gritos de espanto; yo me fui a otra habitación y le traje su anillo (¿no has notado que desde hace dos días no lo llevo puesto?) y se lo devolví. Se ofendió terriblemente; mas como también tiene un amor propio y una presunción terribles, partió sin darnos la lata. Naturalmente, he tenido que aguantar muchas reconvenciones de mamá; me daba pena verla tan afligida, y me dije que me había dejado llevar muy de prisa por mis prontos, pero tenía tu carta, y además, sabía yo antes…

—¿Que te amo?

—¡Sí, que ya me amabas tú!

Así hablaba Gemma, confusa y sonriente, bajando la voz y aun callándose de pronto cuando alguien pasaba junto a ellos. Sanin escuchaba en éxtasis y admiraba el sonido de aquella voz, como la víspera había admirado el carácter de la letra de Gemma.

—Mamá está que la ahogan con un cabello. —prosiguió la joven, y afluían rápidas las palabras a sus labios —No quiere comprender que Herr Klüber me era odioso; que lo había aceptado, no porque lo amase, sino por acceder a las súplicas de ella… Sospecha de usted… digo de «ti»… o, más bien, para no mentir, está convencida de que yo te amo, y eso la contraría tanto más, cuanto que anteayer aún no se le había ocurrido nada semejante, e incluso, te había encomendado que me hicieses reflexionar… Era una extraña embajada, ¿no es así? Ahora te tilda de hombre astuto y solapado; dice que defraudaste su confianza, y me predice que defraudarás la mía…

—Pero, Gemma —protestó Sanin—, ¿acaso no le has dicho…?

—Nada le he dicho. ¿Tenía derecho a hablar yo antes de haberte visto?

Sanin palmoteó de gozo.

—Gemma, espero que al menos ahora se lo dirás todo y me presentarás a ella… ¡Quiero probarle que yo no engaño!

Mientras decía esas palabras, se henchía su pecho, lleno hasta desbordarse de sentimientos apasionados y generosos. Gemma lo miró de hito en hito.

—¿De veras quieres venir conmigo a casa a ver a mi madre? Ella pretende que… «eso, todo eso»…, es imposible entre nosotros y nunca podrá realizarse.

Había una palabra que Gemma no podía resolverse a decir, aunque le abrasaba los labios. Se apresuró Sanin a pronunciarla.

—Casarme contigo, Gemma; ser tu marido. No conozco en el mundo una felicidad más grande que esa.

No veía límites a su amor, a los nobles impulsos de su alma, a la energía de sus resoluciones.

Al oír estas palabras, Gemma, que había retardado un instante su andar, lo aceleró aún más que antes… Se hubiera dicho que trataba de huir de esa aventura, harto grande y harto inesperada.

Pero, de pronto, le flaquearon las piernas: Herr Klüber, engalanado con un sombrero y un paletot nuevos, flamantes, tieso como un poste y rizado como un perro de aguas, acababa de aparecer a la vuelta de una esquina, en una callejuela, a cinco o seis pasos de ellos. Reconoció a Gemma y reconoció a Sanin. Rezongando por dentro, digámoslo así, e irguiendo el flexible talle, les salió al encuentro, contoneándose con aire descarado.

Sanin vaciló un segundo, pero echó una mirada al rostro de Herr Klüber, quien afectaba un aire desdeñoso y hasta de lástima; miró aquella cara rubicunda y vulgar…, una oleada de ira le subió al corazón, y dio un paso adelante.

Gemma lo tomó con presteza de la mano. Tranquila y resuelta, se aferró del brazo de Sanin, mirando cara a cara a su antiguo novio. Los ojos de éste parpadearon indecisos y se contrajeron sus facciones. Se apartó a un lado, mascullando entre dientes: «¡Así concluye siempre la canción!» (Das alte Ende von Liede!), y se alejó con el mismo paso presuntuoso y saltarín.

—¿Qué ha dicho el majadero? —preguntó Sanin.

Quiso correr tras Klüber, pero Gemma lo contuvo y prosiguió su marcha sin retirar la mano que había pasado bajo el brazo de Sanin.

Apareció ante ellos la confitería Roselli. Gemma se detuvo por última vez, y dijo:

—Dmitri, aún no hemos entrado, aún no hemos visto a mamá… Si aún quieres reflexionar, si… Todavía eres libre, Dmitri.

Por única respuesta, Sanin apretó con fuerza el brazo de Gemma contra su pecho, y la impulsó adelante.

—Mamá, —dijo ella, entrando con Sanin en la estancia donde se hallaba Frau Lenore —¡te traigo a mi verdadero prometido!

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 27

jueves, octubre 24th, 2013

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Buenas noches a todas, dachas del campo y la ciudad! Qué linda noche de primavera! Qué lindas hojas vamos leyendo! Les dejo el Capítulo 27. Kaifeng Imperial, para la sobremesa, no está nada mal.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 27

A las cinco de la mañana, Sanin estaba ya de pie; a las seis, completamente vestido; a las siete y media se paseaba por el jardín público frente al cenadorcito(1) de que Gemma le hablaba en su esquela.

La mañana era serena, tibia, húmeda. A veces se hubiera jurado que llovía, pero extendiendo la mano se advertía el error, y sólo mirándose la ropa se podía notar la presencia de finas gotas semejantes a menudas cuentas de vidrio; aun así, aquella humedad no duró largo tiempo. En cuanto al viento, como si nunca hubiera existido en el mundo. Los sonidos, más que volar, se expandían en todas direcciones a la vez. Un ligero vapor blanquecino flotaba en lontananza, y el aire estaba saturado del aroma de las resedas y de las flores de la acacia blanca.

En las calles no estaban abiertas aún las tiendas; sin embargo, había ya transeúntes, y a intervalos se oía el rodar de algún coche… En el parque, ni un solo paseante; un jardinero rastrillaba con desgano una senda, y una anciana decrépita, envuelta en un mantón negro, cruzaba cojeando la arboleda. Claro está que Sanin no podía tomar nunca a Gemma por aquella horrible vieja; sin embargo, le palpitó el corazón, y siguió atentamente con la vista la forma oscura que se alejaba.

Dieron las siete en el reloj de la torre.

Sanin se detuvo. «¡Si no viniese!» Tuvo como un escalofrío. Un instante después volvió a estremecerse, pero esta vez por otra causa… Sanin oía detrás de sí un paso menudo y el susurro de una falda… Se volvió: era ella.

Gemma lo seguía por el estrecho sendero. Llevaba un abriguito gris y un sombrerito de color oscuro. Miró a Sanin, volvió la cabeza y se le adelantó con rapidez.

—¡Gemma! —musitó él.

Hizo ella una imperceptible señal con la cabeza, y continuó adelante. La siguió Sanin.

Respiraba anhelante, las piernas se negaban a moverse.

Gemma dejó atrás el cenador, torció a la derecha, bordeó una fuentecita en la que un gorrión se bañaba salpicándolo todo, y se dejó caer en un banco tras una espesura de lilas. El sitio era cómodo y al resguardo de las miradas. Sanin se sentó junto a ella.

Transcurrió un minuto, y ninguno de los dos pronunció una sola palabra. Ella no lo miraba; y él miraba, no su rostro, sino sus dos manos juntas, que sostenían una sombrilla pequeña. ¿Para qué hablar? ¿Qué palabras podrían ser más elocuentes que su presencia en aquel sitio, juntos, a solas, a una hora tan de mañana y tan cerquita el uno del otro?

—¿No se enfadó usted conmigo por eso? —dijo al cabo Sanin. Difícilmente hubiera podido decir nada menos oportuno… Lo comprendía él mismo… Pero, al menos, quedaba roto el silencio.

—¿Yo? —respondió ella —¡No! ¿Por qué había de enfadarme?

—¿Y me cree usted…? —prosiguió él.

—¿Lo que usted me ha escrito?

—Sí.

Gemma bajó la cabeza y no contestó. Se le escapó de entre las manos la sombrillita; pero la tomó con presteza, sin dejarla llegar al suelo.

—¡Ah, créame usted, créame lo que le he escrito! —exclamó Sanin. Toda su timidez había desaparecido; hablaba con calor —Si hay en el mundo una verdad, cierta, sagrada, superior a toda sospecha, es la de que la amo, Gemma; es la de que la amo a usted, apasionadamente.

Ella le echó ella una mirada furtiva, y faltó poco para que otra vez dejase caer la sombrilla.

—Créame, tenga usted fe en mí —repetía suplicante y con las manos extendidas hacia ella, sin atreverse a tocarla —¿Qué quiere usted que haga para convencerla?

Lo miró ella de nuevo, y por fin dijo:

—Dígame usted, monsieur Dmitri, cuando anteayer fue usted a exhortarme, ¿no sabía usted con evidencia… no sentía usted…?

—Sentía —interrumpió Sanin —pero aún no sabía. ¡Yo la amaba a usted desde la primera vez que la vi, pero no comprendí enseguida lo que para mí significaba usted! Y luego, sabía que estaba usted comprometida… En cuanto a la comisión que su madre me encomendó, de pronto, ¿cómo negarme a ella? Y, además, he cumplido esa comisión de tal suerte, que ha podido usted adivinar…

Se dejaron oír pesados pasos. Un hombre bastante robusto, con una cartera de viaje apretada contra el pecho, evidentemente un extranjero, desembocó por detrás de las lilas, y con el desparpajo de un viajero de paso, dejó caer a plomo una mirada sobre la pareja, tosió con estrépito y prosiguió su camino.

—Su madre —continuó Sanin en cuanto hubo cesado el ruido de los pasos —me había dicho que la negativa de usted causaría escándalo —Gemma frunció ligeramente el entrecejo —que en parte había dado yo pretexto para juicios desfavorables, y que, por consiguiente, hasta cierto punto, estaba yo obligado a exhortarla a usted a que no rechazase a su futuro Herr Klüber.

—Monsieur Dmitri, —dijo Gemma, pasándose con lentitud la mano por los cabellos del lado que estaba Sanin —se lo suplico: no llame usted a Herr Klüber mi futuro… Nunca seré su mujer: me he negado.

—¿Lo ha despedido usted? ¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Se lo dijo usted a él mismo?

—A él mismo, en casa… Volvió a presentarse.

—Gemma, entonces ¿me ama usted?

Se volvió ella de cara hacia él y murmuró:

—Si así no fuera, ¿estaría yo aquí?

Y sus dos manos abiertas cayeron sobre el banco.

Sanin se apoderó de ambas manos inertes y las apretó contra sus ojos, contra sus labios… ¡El velo que había visto la víspera en sus sueños se levantaba! ¡Aquella era la dicha, su faz resplandeciente!

Alzó la cabeza, y miró a Gemma a los ojos, con atrevimiento. Ella también lo miró un poco fija. Apenas brillaban sus ojos semiabiertos, ligeramente húmedos con lágrimas de placer. No sonreía… se reía con una risa muda y dichosa.

Quiso él atraerla hacia su pecho; ella se desprendió, sin interrumpir su muda risa moviendo la cabeza con ademán negativo. «¡Espera!», parecían decir sus ojos arrobados.

—¡Oh, Gemma! —exclamó Sanin —¿Podía yo pensar que tú… —su corazón vibró como la cuerda de un arpa, cuando sus labios pronunciaron ese «tú» por vez primera —que tú me amarías?

—Yo misma no lo esperaba —dijo Gemma en voz baja.

—¿Podía yo pensar —continuó Sanin —al llegar a Francfort, donde sólo pensaba permanecer unas cuantas horas, que había de encontrar aquí la felicidad de toda la vida?

—¿De toda la vida? ¿De veras?

—De toda mi vida, ¡hasta el último instante! —exclamó Sanin en un nuevo arrebato.

De pronto, a dos pasos de su banco, se dejó oír el ruido de la pala del jardinero.

—Volvamos a casa; —murmuró Gemma —entremos juntos. ¿Quieres?

Si le hubiese dicho en aquel momento «¡Arrójate al mar! ¿Quieres?», se hubiera tirado de cabeza al abismo, antes de que ella hubiese concluido la última palabra.

Salieron juntos del jardín y se encaminaron a casa, dando un rodeo por extramuros.

(1) Cenadorcito: Espacio casi siempre redondo que suele haber en los jardines, cercado y vestido de plantas trepadoras, parras o árboles.

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