kmf "kmf"

Posts etiquetados ‘Anna Karenina’

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 11, 12, 13 Y 14

lunes, julio 8th, 2013

Perov Vasily - Hunters in camp
Imagen: Cazadores en el campo – Vasily Perov.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 11

Cuando Levin y Oblonsky entraron en casa del aldeano donde Levin solía parar, ya se hallaba allí Veselovsky.

Sentado en el centro de la habitación y asiéndose con ambas manos al banco en que se sentaba, reía con su risa contagiosa, mientras el hermano de la dueña, un soldado, tiraba de sus botas llenas de cieno tratando de quitárselas.

–He llegado ahora mismo. Ils ont été charmants. Me han dado de beber, de comer… ¡Y qué pan! Délicieux! Tienen un vodka tan bueno como nunca lo he bebido. ¡No quisieron aceptarme dinero! Y no cesaban de decirme que no me ofendiera.

–¿Por qué iban a aceptarle dinero? ¿No le han convidado? ¿Acaso tienen el vodka para venderlo? –dijo el soldado, logrando al fin sacar la bota ennegrecida.

A pesar de la suciedad de la vivienda, manchada por las botas de los cazadores y por los perros enfangados, que se lamían mutuamente; a pesar del olor mixto de ciénaga y pólvora que llenó la casa; a pesar de la falta de cuchillos y tenedores, los amigos tomaron el té y cenaron con el agrado con que sólo se come cuando se está de caza.

Una vez aseados, se dirigieron al pajar, ya bien barrido, donde los cocheros les habían improvisado camas.

Después de fluctuar sobre perros, escopetas y recuerdos e historias de caza, la conversación se centró en un tema interesante para todos.

Vaseñka exteriorizó su entusiasmo sobre aquella noche pasada en un pajar, entre el olor del heno, el encanto del carro roto –que así lo parecía, porque le habían bajado la delantera para convertirlo en lecho–, entre los simpáticos campesinos que le invitaran vodka y los perros que se tendían cada uno al pie de la cama de su amo. Oblonsky contó después la deliciosa cacería en que participara el verano anterior en las tierras de Maltus.

Maltus era una conocida personalidad de las compañías de ferrocarriles que poseía una gran fortuna.

Esteban Arkadievich habló de las marismas que el tal personaje tenía arrendadas en la provincia del Tver, de cómo aguardó a los invitados, de los dogcarts en que les llevó y de la tienda cercana al pantano en que estaba preparado el almuerzo.

–Yo no comprendo –dijo Levin, incorporándose sobre su montón de heno– cómo no te repugna toda esa gente. Reconozco que la comida con vino Laffitte es muy grata pero, ¿no te disgusta ese lujo en tales personas? Toda esa gente gana el dinero como lo ganaban en otro tiempo nuestros arrendatarios de aguardientes y se burlan del desprecio público porque saben que sus riquezas mal adquiridas los salvarán, al fin y al cabo, de este desprecio.

–Tiene usted razón. ¡Mucha razón! –exclamó Veselovsky– Cierto que Oblonsky va a sitios así por bonhomie pero no falta quien diga: Puesto que Oblonsky va…

–No es eso. –y Levin adivinaba en la oscuridad que Oblonsky sonreía al hablar de aquello– No considero ese medio de ganar dinero menos honrado que el de nuestros campesinos, comerciantes o nobles. Unos y otros se han hecho ricos con su trabajo y su inteligencia…

–¿Qué trabajo? ¿El de obtener una concesión y revenderla?

–Trabajo es, ya que, si no existieran personas como Maltus y otros parecidos, no tendríamos aún ferrocarriles.

–Pero no es un trabajo comparable con el de un campesino o el de un sabio.

–Admitámoslo; pero es un trabajo, puesto que su actividad produce frutos: los ferrocarriles. Claro, que tú crees que los ferrocarriles son inútiles.

–Eso es otra cosa. Estoy dispuesto a reconocer su utilidad. Pero toda ganancia desproporcionada al trabajo hecho es deshonrosa.

–¿Quién puede definir en eso las proporciones justas?

–La ganancia por trabajos deshonrosos, lograda con malas artes –repuso Levin, comprendiendo que no podía marcar el límite entre lo honrado y lo no honrado –como, por ejemplo, la de los bancos, es injusta. Es parecida a las enormes fortunas que se hacían cuando existía el sistema de los arrendamientos, sólo que ha variado de forma. Le roi est mort, vive le roi! Apenas desaparecidos los arrendamientos, surgieron los bancos y los ferrocarriles, modos análogos de ganar dinero sin trabajar.

–Quizá sea así pero, en todo caso, es muy ingeniosa… ¡Quieto «Krak»! –gritó Oblonsky a su perro, que se rascaba y se agitaba en el heno. Y continuó serenamente, sin precipitarse, convencido de la verdad de lo que decía: –No hay una línea divisoria entre el trabajo honroso y el deshonroso. ¿Es honrado que gane yo más sueldo que mi jefe de sección, que entiende más que yo del trabajo?

–No lo sé.

–Te lo explicaré mejor. Supongamos que lo que tú recibes de beneficio por trabajar tu propiedad son cinco mil rubios y que el aldeano que nos alberga, dueño de su finca, no saca de ella, a pesar de todo su trabajo, más que cincuenta rubios. Esto es tan poco honrado como que yo gane más que el jefe de sección de mi departamento y como que Maltus gane más que un obrero ferroviario. A mi parecer, la hostilidad que existe en la sociedad contra esa gente no tiene fundamento y creo que procede de celos, de envidia…

–Eso no es verdad. –repuso Veselovsky– Aquí no cabe envidia. Es que se trata de algo poco limpio…

–Perdonen. –interrumpió Levin –Dices que no es honrado que este aldeano gane cincuenta rubios y yo cinco mil. Eso no es justo, lo confieso y…

–Verdaderamente; nosotros pasamos el tiempo comiendo, bebiendo, cazando y sin hacer nada de provecho, mientras los campesinos se matan trabajando –dijo Veselovsky, quien se notaba que pensaba en ello por primera vez en su vida y que por eso hablaba con tanta sinceridad.

–Ya sé que tú piensas y sientes así, pero no por eso les darás tus propiedades. –agregó Oblonsky, con intención deliberada de molestar a Levin. Últimamente había surgido cierta hostilidad entre los dos cuñados. Dijérase que desde que cada uno estaba casado con una hermana, existía cierta rivalidad sobre quién había organizado mejor su vida.

Y ahora esta rivalidad se traslucía en la conversación, que derivaba a aspectos personales.

–No les doy mis tierras porque no me las piden y, de querer hacerlo, no habría podido, no tengo a quien regalarlas –dijo Levin.

–Ofréceselas a este labriego. Verás cómo las acepta.

–¡Cómo? ¿Buscándole y firmando un acta de venta?

–No sé cómo, pero si estás convencido de que no tienes derecho a…

–No estoy convencido. Al contrario: considero que a lo que no tengo derecho es a regalarlas, que me debo a mi propiedad, a mi familia…

–Perdona. Si consideras que tal desigualdad es injusta, ¿por qué no obras en consecuencia?

–Ya lo hago, en el sentido negativo de procurar no hacer mayor la diferencia que existe entre el campesino y yo.

–Dispensa que te diga que eso es un sofisma.

–Realmente, es una explicación algo sofística. –apoyó Veselovsky– ¿Cómo? ¿No duermes todavía? –dijo al campesino, que entraba en el pajar.

–¡Qué voy a dormir! Creía que los señores estaban durmiendo, pero como les oigo charlar… Tengo que sacar el garabato. ¿No me morderán los perros? –preguntó, andando con cautela sobre sus pies descalzos.

–¿Y dónde vas a dormir tú?

–Hoy pernoctamos en el campo.

–¡Qué magnífica noche! –dijo Vaseñka, contemplando por la puerta, abierta ahora, de la casa, el charabán desenganchado y el paisaje iluminado por la luz crepuscular. ¿Oyen esas voces de mujeres que cantan…? ¡Y, en verdad, que no lo hacen nada mal! ¿Quiénes cantan? –preguntó al labriego.

–Las muchachas de la propiedad cercana.

–Vamos a pasear. No podremos dormir… Anda, Oblonsky.

–¡Si pudiéramos ir y descansar a la vez! –suspiró Esteban Arkadievich, estirándose sobre su lecho –¡Pero se reposa tan a gusto aquí!

–Entonces iré solo. –dijo Vesolovsky, levantándose con presteza y poniéndose las botas– Hasta luego, señores. Si me divierto, los llamaré. Me han invitado ustedes a cazar y no los olvidaré ahora…

–Es un muchacho muy simpático –dijo Oblonsky, cuando su amigo se marchó y el campesino cerró la puerta.

–Sí, muy simpático –convino Levin, pensando en su reciente conversación.

Le parecía haber expresado lo más claramente posible sus pensamientos e ideas y sin embargo los otros dos, hombres inteligentes y sinceros, le habían contestado al unísono que se consolaba con sofismas. Esto lo desconcertaba.

–Sí, amigo mío. –siguió Oblonsky– Una de dos: o reconocemos que la sociedad actual está bien organizada y, entonces, hemos de defender nuestros derechos o reconocemos que gozamos de ventajas injustas, como hago yo y las aprovechamos con placer.

–No, si sintieses la injusticia de estos bienes, no podrías aprovecharlos con placer… o al menos no podría yo. Lo esencial para mí es no sentirme culpable.

–Oye: ¿y si nos fuéramos con Vaseñka? –dijo Oblonsky, visiblemente cansado por el esfuerzo mental que exigía la discusión– Me parece que ya no dormiremos. ¡Ea, vamos allá!

Levin no contestó. Le preocupaba la expresión que había empleado de que él obraba con justicia aunque en sentido negativo.

«¿Cabe ser justo sólo negativamente?», se preguntaba.

–¡Qué aroma exhala el heno fresco! –dijo su cuñado levantándose– No podré dormir… Vaseñka debe de hacer de las suyas. ¿No oyes su voz y cómo ríen? ¿Qué, vamos? ¡Anda!

–No, no voy –respondió Levin.

–¿Acaso lo haces también por principios? –dijo Oblonsky, buscando su gorra en la obscuridad.

–No es por principios pero, ¿a qué voy a ir?

–Vas a tener muchas contrariedades en la vida… –dijo Esteban Arkadievich, incorporándose, después de haber encontrado la gorra.

–¿Por qué?

–¿Crees que no he notado los términos en que estás con tu mujer? Me parece haber oído que entre vosotros es importantísima la cuestión de si te vas dos días de caza o no… Eso en la luna de miel está bien pero para toda la vida sería insoportable. El hombre tiene sus propios intereses como tal y debe ser independiente. El hombre ha de ser enérgico –concluyó, abriendo las puertas del pajar.

–¿Quieres decir con eso que debo cortejar a las criadas? –preguntó Levin.

–¿Por qué no, si es divertido? Ça ne tire pas à conséquence… A mi mujer eso no le perjudica y a mí me divierte. Lo importante es que se guarde respeto a la casa, que en ella no suceda nada. Pero no hay que atarse las manos.

–Acaso aciertes… –repuso secamente Levin, volviéndose hacia otro lado– Bueno: mañana hay que levantarse temprano. Yo no despertaré a ninguno. Al amanecer, saldré a cazar.

–Messieurs, venez–vite! –gritó la voz de Vaseñka, que llegaba a buscarles– Charmante! ¡La he descubierto yo! Charmante! Es una verdadera Gretchen… Y ya somos amigos… Les aseguro que es una preciosidad –continuó diciendo, en un tono de voz con el que parecía dar a entender que aquella encantadora criatura había sido creada especialmente para él y se sentía satisfecho de que se la hubieran creado tan a su gusto.

Levin fingió dormir.

Oblonsky, poniéndose las pantuflas y encendiendo un cigarro, salió del pajar y sus voces se fueron perdiendo.

Levin tardó mucho en dormirse. Oía a los caballos masticar el heno y luego sintió al dueño de la casa y a su hijo mayor marcharse al campo. Finalmente, percibió cómo el soldado se arreglaba para dormir al otro lado del pajar, con su sobrino, hijo menor del amo.

Oyó al niño explicar a su tío la impresión que le habían causado los perros, que le parecieron enormes y terribles, y preguntarle que a quién iban a coger aquellos animales. El soldado, con voz ronca y soñolienta, contestó que los cazadores se irían por la mañana al carrizal y harían fuego con sus escopetas y al final, para librarse de las preguntas del chiquillo, le dijo:

–Duerme, Vasika, duerme. Si no, ya verás lo que te pasa…

A poco el soldado empezó a roncar; todo estaba en calma. Sólo se oía el relinchar de los caballos y el graznar de las chochas en las marismas.

Levin se preguntaba: «¿Es posible que yo no sea más que un ser negativo? Y si es así, ¿qué culpa tengo?».

Comenzó a pensar en el día siguiente. «Saldré muy temprano y procuraré serenarme. Hay muchas chochas y también fúlicas. Al volver, encontraré la cartita de Kitty. Quizá Stiva tenga razón. Me muestro poco enérgico con ella. Pero, ¿qué puedo hacer? Otra vez lo negativo…»

Entre sus sueños oyó la risa y el animado charlar de sus amigos. Abrió los ojos por un momento. En la puerta del pajar charlaban los dos, a la luz de la luna, muy alta ya. Esteban Arkadievich comentaba la lozanía de la muchacha, comparándola con una avellanita recién sacada de la cáscara y Veselovsky, con su risa alegre, repetía unas palabras probablemente dichas por el labriego: «Usted procure salirse con la suya…».

Levin repitió, medio dormido:

–Mañana al amanecer, señores…

Y se durmió.

SEXTA PARTE – Capítulo 12

Al despertarse, a la aurora, Levin trató de hacer levantar a sus compañeros.

Vaseñka de bruces, con las medias puestas y las piernas estiradas, dormía tan profundamente que fue imposible obtener de él respuesta alguna.

Oblonsky, entre sueños, se negó a salir tan temprano. Incluso «Laska», que dormía enroscada en el extremo del heno, se levantó, perezosa y desganada, estirando y enderezando a disgusto las patas traseras.

Levin se calzó, cogió el arma, abrió la puerta con cuidado y salió.

Los cocheros dormían junto a los coches; los caballos dormitaban también. Sólo uno de ellos comía, indolentemente, su ración de avena. Aún se sentía mucha humedad.

–¿Por qué te has levantado tan pronto, hijo? –preguntó la vieja casera, con tono amistoso, como a un viejo conocido.

–Voy a cazar tiíta. ¿Por dónde he de ir para salir al carrizal? –preguntó él.

–Llegarás en seguida por detrás de casa, cruzando nuestras eras, buen hombre y luego por los cáñamos, donde hallarás un sendero, que es el que debes seguir.

Pisando con cuidado, con los pies descalzos, la vieja acompañó a Levin, a través de las eras, hasta el camino que había indicado y, una vez en él, habló:

–Siguiendo este sendero, llegarás derechito al carrizal. Nuestros mozos ayer llevaron allí los caballos.

«Laska» corría alegre por el camino. Levin la seguía con paso ligero, rápido, siempre mirando hacia el cielo. Quería llegar a los pantanos antes de la salida del sol. Pero el sol no perdía el tiempo. La media luna, que aún iluminaba el paisaje cuando Levin salió de la casa, ya no brillaba mas que como un trozo de mercurio. Apuntaba la aurora. Las manchas indefinidas sobre el campo vecino aparecían ya claramente como montones de centeno. El rocío, invisible aún en la penumbra matinal y que llenaba los altos cáñamos, mojaba a Levin los pies y el cuerpo hasta más arriba de la cintura. En el silencio diáfano de la campiña dormida se oían los más tenues sonidos. Una abeja pasó, volando, al lado mismo de una de sus orejas. Levin miró con atención y vio otras muchas. Todas salían desde el seto del colmenar, volaban por encima del cáñamo y desaparecían en dirección del carrizal. El camino, como había indicado la vieja, llevó a Levin directamente a los pantanos. Se adivinaban éstos desde lejos por el vapor que despedían y bajo el cual aparecían indefinidos como islas los juncos y las matas de sauce.

Al borde de las marismas y a ambos lados del camino, se veían hombres y chiquillos que habían pernoctado allí. Estaban echados, durmiendo, abrigados con sus caftanes. No lejos de ellos, distinguíanse tres caballos trabados, uno de los cuales hacía resonar las cadenas que lo sujetaban. «Laska» iba al lado de su amo, mirándolo de cuando en cuando, como pidiéndole permiso para alejarse.

Al llegar al primer montículo del carrizal, Levin revisó los pistones de la escopeta y dejó marchar al perro. Uno de los caballos –un robusto potro de tres años– al ver a «Laska» se espantó y, levantando la cola y relinchando, trató de huir. Los otros caballos se asustaron también y, a saltos, con las patas trabadas, salieron del carrizal, produciendo con sus cascos, en el agua y la tierra arenosa, un ruido como de latigazos.

«Laska» se paró, miró a los caballos y luego a Levin como preguntándole qué había de hacer. Éste la acarició y, con un silbido, dio la señal de que podía comenzar la caza. La perra corrió alegremente por la tierra blanda, penetró en los aguazales y no tardó en percibir el olor a ave que, ente los otros mil de hierbas pantanosas, raíces, moho y estiércol de caballos, era el que la excitaba más. Ahora este olor se extendía por todas partes sobre las tierras pantanosas, sin que fuera fácil precisar de dónde salía. «Laska» corría de un lado para otro, venteando, muy abiertas sus narices. El olor se percibió, de pronto, más fuerte.

La perra se paró en seco y miró atentamente, vacilante, como sin poder precisar todavía dónde se hallarían las aves pero seguro que estaban cerca y debían de ser en gran número. «Laska» avanzó cautelosamente, husmeando todas las matas, cuando la distrajo la voz de su dueño:

–¡«Laska» allí! –dijo Levin indicando al otro lado.

La perra miró a Levin como preguntándole si no sería mejor que continuase la búsqueda que estaba llevando a cabo pero el amo repitió la orden con voz severa. «Laska» corrió al orilla de tierra cubierta de agua que le indicaba su dueño. Sabía que allí no podía haber nada pero tenía que obedecer. Lo recorrió todo, segura de no encontrar nada y volvió al lugar que había dejado. Ahora, cuando Levin no la estorbaba, sabía bien lo que tenía que hacer y, sin mirar a sus pies, tropezando con los montoncillos de tierra que encontraba en su camino y hundiéndose en el agua pero levantándose al instante con un fuerte impulso de sus patas elásticas y fuertes, comenzó a describir círculos en torno a un punto determinado.

El olor de los pájaros se percibía cada vez más fuerte y definido. De repente, la perra pareció comprender con claridad que una de las aves estaba allí, a cinco pasos, detrás de una saliente de tierra y quedó inmóvil. Sus cortas patas no le permitían ver nada frente a ella pero el olfato no la engañaba. Inmóvil, la boca y las narices muy abiertas, el oído alerta y la cola tensa, agitada sólo en su extremidad, respiraba penosamente; pero, con cautela, gozábase en la espera y, con más cautela aún, miraba a su dueño, volviéndose más con los ojos que con la cabeza. Levin, con el semblante que el perro conocía, pero con una mirada que le parecía terrible, avanzaba tropezando y con una lentitud extraordinaria, según le parecía al animal.

Al advertir que «Laska» se bajaba al suelo y entreabría la boca, comprendió Levin que las chochas estaban allí y, rogando a Dios que no le fallase la caza, sobre todo en aquel primer pájaro, se dirigió corriendo, aunque con precaución, hacia donde se encontraba el perro. Subió la pequeña loma y, al mirar entre dos montecillos de tierra, descubrió con los ojos lo que «Laska» había olfateado: una chocha bastante grande, que en aquel momento volvió la cabeza hacia ellos, alargó el cuello y permaneció en actitud de escuchar. Luego abrió ligeramente las alas, las volvió a cerrar y, moviendo pesadamente la cola, se alejó, desapareciendo detrás de uno de los montecillos.

–¡Busca, «Laska»! ¡Busca! –gritó Levin, azuzando al perro.

«Pero, si no puedo ir! », pensaba el animal. «¿Adónde iré? Desde aquí las olfateo y si avanzo no sabré dónde están ni qué son.» Pero el dueño la empujó con la rodilla y con voz excitada le volvió a gritar:

–¡Busca, «Laska»! ¡Busca!

«Bueno, lo haré como quieres», pareció pensar aún el animal, «pero no respondo del éxito». Y salió disparada hacia adelante. Ahora ya no olfateaba nada, no seguía rastro alguno; sólo veía y sentía sin comprender.

A diez pasos del lugar donde se encontraba antes se levantó una fúlica. Su agudo chillido y su ruido de alas característico estremeció el aire. Se oyó un disparo y el pájaro se desplomó en la hondonada húmeda.

Otro pájaro se levantó detrás de él, sin que el perro interviniese. Cuando Levin lo vio estaba ya lejos. Pero el disparo lo alcanzó. El pájaro voló unos veinte pasos más, se levantó como una pelota y, luego, dando vueltas, cayó pesadamente en el carrizal.

«Laska» trajo a Levin las dos aves y aquél las metió en el zurrón, pensando: «Vaya, hoy ya es otra cosa».

–Tendremos buena caza, «Laska», ¿verdad?

Levin volvió a cargar su escopeta y se puso de nuevo en camino.

El sol había salido ya por completo. La luna había perdido su brillo, si bien blanqueaba aún sobre el ciclo. No se veía ni una estrella. Los montoncillos de tierra, que antes relucían cubiertos por el rocío plateado, ahora estaban como dorados. El azul nocturno de las hierbas se había convertido en un verdor amarillento. Las avecillas del pantano buscaban las sombras de los arbustos, cerca del arroyo. Un buitre estaba posado sobre un montón de centeno, mirando a un lado y otro del carrizal. Las chochas volaban en todas direcciones. Un chiquillo, descalzo, hacía correr a los caballos, trabados aún, riéndose de sus torpes movimientos. Un viejo, sentado, se rascaba bajo el caftán. Otro chiquillo corrió hacia Levin y le dijo:

–Señor, ayer había aquí muchos patos.

Levin continuó su cacería, seguido de lejos por el pequeño.

De un solo disparo, afortunado, mató tres chochas ante el chiquillo, que expresó su entusiasmo haciendo varias cabriolas.

SEXTA PARTE – Capítulo 13

El proverbio de los cazadores que dice que si se mata la primera pieza, la caza será feliz, resultó cierto.

Levin tuvo una cacería afortunada.

A las diez de la mañana regresó a la casa, fatigado y hambriento pero feliz, después de haber andado unas treinta verstas, con diecinueve piezas y un grueso pato que llevaba atado a la cintura porque no cabía ya en el morral.

Sus compañeros se habían levantado ya y hasta habían comido.

Levin entró gritando alegre y jactanciosamente:

–¡Eh! ¡Mirad! ¡Diecinueve piezas! ¡Traigo diecinueve!

Y se puso a contarlas ante ellos, gozando con la admiración y gozando también con la envidia de Esteban Arkadievich. Las aves no tenían el hermoso aspecto de cuando iban volando o se movían graciosamente sobre el suelo, sino que estaban ya con las plumas lacias y muchas apelmazadas y cubiertas de negruzca sangre; pero representaban, efectivamente, una buena caza.

Levin se sintió todavía más feliz al recibir una carta de su esposa, que le había traído un hombre.

Kitty le decía:

Estoy completamente bien y alegre. No te preocupes por mí; puedes estar más tranquilo que antes, pues tengo otro ángel guardián. Vlasievna (era la comadrona, un nuevo e importante personaje en la vida de Levin) vino a verme y la hemos hecho quedarse aquí hasta que vuelvas. Me encontró completamente bien. Todos los demás están también contentos y sanos. No te apresures por volver y, si la caza es buena, quédate un día más.

Las dos alegrías que había recibido –la buena caza y la carta de Kitty– eran tan grandes, que le pasaron casi inadvertidos dos contratiempos. Uno era que el caballo rojo, que al parecer había trabajado demasiado el día antes, no comía y tenía un aspecto abatido. El cochero decía que estaba reventado.

–Ayer lo fatigaron demasiado, Constantino Dmitrievich. Recuerde usted que lo hicieron correr durante diez verstas sin ningún miramiento.

Otra circunstancia le produjo de momento un disgusto: de las provisiones que Kitty había preparado, con tal abundancia que creían que habían de tener víveres para una semana, no quedaba nada ya. Levin regresaba de la caza, como antes dijimos, con intenso apetito y, recordando con tal precisión las ricas empanadillas que les había cocinado su mujer que, al acercarse a la casa, percibía ya el olor y el gusto en la boca, de igual modo que su perra percibía el olfato de la caza. En cuanto se hubo despojado de sus arreos, gritó, pues, a Filip:

–¡Eh! A ver esas empanadillas, que tengo un hambre canina.

La decepción fue grande cuando le dijeron que no sólo no quedaban empanadillas, sino que tampoco quedaban pollos.

–¡Vaya un apetito! ––comentó Esteban Arkadievich, riéndose e indicando a Vaseñka–Yo no sufro por falta de apetito pero lo que es ése… Parece imposible lo que come.

–¡Qué le vamos a hacer! –exclamó Levin, mirando sombríamente a Veselovsky. Y pidió:

–Filip, tráeme carne, pues.

–La carne se la han comido y los huesos los han echado a los perros –contestó Filip.

–¡Hubieran podido, al menos, dejarme algo! –lamentó, casi llorando, el hambriento Levin– Entonces, prepara un ave –añadió– y pide para mí, aunque sea, sólo un poco de leche.

Cuando se hubo bebido la leche, en buena cantidad, se le pasó el enojo y hasta se sintió avergonzado de haberlo mostrado ante un extraño y rió el trance.

Por la tarde, salieron de nuevo al campo a cazar y hasta Veselovsky mató algunas piezas.

Ya de noche, regresaron a la casa.

Tanto la ida como la vuelta la pasaron divertidísimos. Veselovsky cantaba alegremente; refería su estancia entre los campesinos que le ofrecieron vodka y constantemente le imploraban «que no ofendiese»; el fracaso que tuvo al querer coger avellanas; su plática picaresca con la chica de la propiedad vecina y la sentencia de otro labriego, que le preguntó si era casado y, al contestarle que no, le dijo: «pues más que mirar a las mujeres de otros, deberías procurarte una propia». Todo lo cual le divertía de tal modo que, recordándolo, no cesaba de reír.

–En general, estoy muy contento con nuestro viaje. –decía– ¿Y usted, Levin? –preguntó.

–Yo lo estoy también, mucho –contestó Levin sinceramente, pues ya no sentía animosidad contra Vaseñka, sino que, por el contrario, comenzaba a cobrarle afecto.

SEXTA PARTE – Capítulo 14

Al día siguiente, a las diez de la mañana, habiendo ya recorrido toda su finca, Levin llamó a la habitación donde dormía Vaseñka.

–Entrez! –gritó aquél.

Levin entró y le halló en paños menores.

–Perdóneme, –se disculpó Veselovsky– estaba acabando mis ablutions.

–No se apresure –contestó Levin, sentándose en el alféizar de la ventana. ¿Ha dormido usted bien?

–Como un tronco. No me he despertado ni una sola vez.

–¿Qué toma usted, té o café?

–Ni una cosa ni otra: almuerzo sólido. Créame que estoy avergonzado de esto, pero es mi costumbre. También desearía dar antes un paseíto. Ha de enseñarme usted los caballos.

Habiendo Levin y su huésped paseado por el jardín y hasta hecho gimnasia en el trapecio, volvieron a la casa y entraron en el salón, donde estaban ya las señoras.

–¡Qué magnífica cacería! ¡Cuántas y qué agradables impresiones! –dijo Veselovsky al saludar a Kitty, que se hallaba sentada ante el samovar– ¡Qué lástima que las señoras estén privadas de estos placeres!

Otra vez le pareció a Levin ver algo humillante en la sonrisa, en la expresión de triunfo con que Veselovsky se dirigió a su mujer.

La Princesa, que estaba sentada al extremo opuesto de la mesa, junto a María Vlasievna y Esteban Arkadievich, hablaba de la necesidad de trasladar a Kitty a Moscú para la época del parto y Oblonsky llamó cerca de sí a Levin para hablarle de la cuestión. A Levin, que en los días que precedieron a su casamiento le disgustaban los preparativos que, por su insignificancia, ofendían la grandeza de lo que se iba a realizar, le disgustaban todavía más los que se hacían para el parto que se acercaba, cuya llegada contaban todos con los dedos. Hacía cuanto podía para no oír las conversaciones sobre la manera de envolver al niño, volvía el rostro para no ver las vendas infinitas y misteriosas, los pedazos triangulares de tela, a los que Dolly daba gran importancia y otras cosas semejantes.

El acontecimiento del nacimiento del hijo (pues no le cabía duda de que sería niño), que se le había prometido pero en el cual, a pesar de todo, no podía creer –tan extraordinario le parecía–, se le presentaba por un lado como una inmensa felicidad, tan inmensa, que le parecía imposible; y, por el otro, como un suceso tan misterioso, que aquel supuesto conocimiento de lo que había de venir y, como consecuencia, los preparativos que se hacían, como si se tratara de un acontecimiento ordinario producido por los hombres, despertaba en él un sentimiento de ira y de humillación.

La Princesa no comprendía, sin embargo, estos sentimientos y atribuía a ligereza y a indiferencia los escasos deseos que mostraba su yerno de pensar en las cosas que a ella tanto le interesaban y de hablar de ellas. Así que no lo dejaba tranquilo. Insistía continuamente en sus consultas, en explicarle lo que había hecho, que había encargado a Esteban Arkadievich buscar el piso, cómo pensaba arreglarlo…

Levin rehuía:

–No sé nada de eso, Princesa… Hagan lo que quieran…

–Pues hay que decidir. Si no, ¿cuándo se va a hacer la mudanza?

–No sé… No sé… Sólo sé que nacen millones de niños sin ser llevados a Moscú, hasta sin médicos… Pero hagan como quiera Kitty.

–Con Kitty es imposible hablar de esto. ¿Quieres que la asustemos? Esta primavera, Natalia Galizina murió a consecuencia de un mal parto.

–Bien, bien. Como usted diga, así se hará.

Y mostraba un gesto sombrío.

Pero lo que le tenía así no era la conversación con la Princesa, por mucho que le desagradara, sino la que sostenían Vaseñka y Kitty.

Veselovsky estaba inclinado hacia su mujer, hablándole casi al oído con su sonrisa sarcástica, de dominador y ella le escuchaba ruborizada y con emoción bien visible. Había algo impuro en la actitud de ambos.

«No, esto no es posible», se decía Levin.

Y de nuevo se le oscurecieron los ojos; de nuevo, sin la más leve transición, descendió de la altura de su felicidad, de la calma y la dignidad, y se hundió en el abismo de la desesperación, la humillación y la ira y sintió asco de todo y de todos.

–Obren ustedes como quieran, Princesa –dijo, volviendo a mirar hacia su mujer.

–¡Qué pesada eres, corona de Monomaj (1)! –le dijo Esteban Arkadievich, en tono de broma y aludiendo, no sólo a la conversación con la Princesa, sino a la actitud que tenía Levin y que aquél había advertido bien.

Entró Daria Alejandrovna y todos se levantaron para saludarla.

Vaseñka se levantó sólo un instante y, con la falta de cortesía propia de los jóvenes modernos, se limitó a hacer una leve inclinación de cabeza y volvió junto a Kitty, continuando su conversación con ella sin dejar de reír.

–¡Qué tarde te has levantado hoy, Dolly! –dijo Levin.

–Masha me ha dado muy mala noche. Ha dormido muy mal y hoy está de un pésimo humor –explicó Dolly.

Vaseñka hablaba con Kitty de lo mismo que el día anterior: de Anna. Afirmaba que el amor debe ser puesto por encima de las conveniencias sociales.

Esta conversación era desagradable a Kitty por su fondo y por el tono en que era llevada y, sobre todo, porque sabía que el verla así con Veselovsky molestaba a su marido.

Habría querido cortarla. Pero Kitty era demasiado sencilla e inocente para saber lo que había de hacer a fin de conseguirlo y hasta para ocultar el pequeño e inocente placer que le causaban –mujer al fin– las atenciones de Veselovsky. Pensaba, incluso, que acaso lo que hiciera con tal fin sería mal interpretado.

Efectivamente, cuando preguntó a Dolly «qué tenía Masha» y Vaseñka, al ser cortada su conversación, se puso a mirar a Dolly con indiferencia, a Levin la pregunta le pareció una astucia falta de naturalidad y repugnante.

–¿Qué, pues? ¿Iremos hoy a buscar setas? –preguntó Dolly.

–Vamos… Yo también iré ––dijo Kitty.

Kitty habría preguntado a Vaseñka si él iba también. No hizo la pregunta pero sólo con pensarlo se ruborizó.

En aquel momento Levin pasó a su lado con andar decidido.

–¿Adónde vas, Kostia? –le preguntó, intranquila, a su marido.

La expresión culpable de Kitty confirmó a Levin sus sospechas. Contestó desabridamente, sin mirar siquiera a su esposa.

–En mi ausencia llegó el mecánico alemán y todavía no lo he visto.

Bajó al piso inferior y aún no había salido de su gabinete, cuando oyó los pasos, tan conocidos por él, de Kitty, que iba rápidamente a su encuentro.

–¿Qué quieres? –preguntó Levin– Este señor y yo estamos ocupados.

–Perdone usted, –dijo ella al mecánico– necesito decir algunas palabras a mi marido.

El alemán quiso salir, pero Levin le contuvo:

–No se moleste.

–El tren sale a las tres. –objetó el otro– Temo no poder llegar a tiempo.

Levin no le contestó y salió de la estancia en unión de Kitty.

–¿Qué tienes que decirme? –preguntó a ésta en francés y sin mirarla.

Kitty sentía un temblor irresistible en todo su cuerpo; tenía lívido el semblante; y en general, un aspecto lamentable de abatimiento.

Levin lo presentía y no quería verlo.

–Quiero decir… quiero decirte –balbuceó ella– Quiero decir que así… así es imposible… imposible vivir. Que esto es un martirio…

–No hagas escenas aquí –le atajó Levin con irritación–. Puede venir gente…

Estaban, efectivamente, en una habitación de paso. Kitty quiso entrar en la contigua, pero allí estaba la inglesa dando lección a Tania.

–Salgamos al jardín –propuso, en vista de ello.

En el jardín hallaron al campesino que cuidaba de él y que estaba limpiando el sendero. Sin tener en cuenta ya que el jardinero la veía, que ella lloraba y él estaba conmovido y los dos tenían aspecto de sufrir una gran desgracia, siguieron adelante, rápidos. Sólo pensaban en que necesitaban darse explicaciones, de disuadirse mutuamente y de este modo librarse del martirio que ambos experimentaban.

–Así es imposible vivir. Yo sufro, tú sufres… ¿Y por qué? ––dijo Kitty cuando, al fin, se hubieron sentado en un banco solitario, en un rincón del paseo de los tilos.

–Dime una cosa, –replicó Levin, poniéndose delante de ella en la misma forma que la noche anterior: los puños crispados, apretados contra el pecho, las piernas abiertas, erguidos el torso y la cabeza, la mirada muy fija en los ojos de su mujer– ¿No había en su postura, en su tono, algo inconveniente, impuro, humillante para mí? Dime la verdad.

–Había. –confesó Kitty, con voz temblorosa– Pero Kostia, –se disculpó– ¿qué puedo hacer yo? Esta mañana quise tomar otro tono; pero ese hombre… ¿Para qué habrá venido? –añadió entre sollozos que sacudían todo su cuerpo, que ya iba abultándose por el embarazo– ¡Tan felices que éramos!

El jardinero pudo observar, con sorpresa, cómo primero iban los dos presurosos, aunque nadie los perseguía y cariacontecidos y que, luego, cuando nada particularmente alegre podían haber encontrado en aquel banco, volvían con rostros tranquilos y hasta radiantes.

(1) Corona de Monomaj: o gorro monómaco (en ruso, Шапка Мономахa) es la más antigua de las coronas que se encuentran actualmente en la Armería del Kremlin de Moscú y es uno de los símbolos de la autocracia rusa. Es un gorro de oro compuesto de ocho sectores esmeradamente ornamentados con un revestimiento desplazado de filigrana en oro y bordeados con piel negra. Fue la insignia de coronación de los príncipes de Moscú, zares y emperadores, desde Dmitri Donskói hasta Iván V de Rusia. Durante la simultánea coronación de este último y su hermanastro, el futuro Pedro I de Rusia, Pedro portaba una pequeña corona elaborada específicamente para la ceremonia y que asimismo se conserva en la Armería.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 9 Y 10

domingo, julio 7th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 9

–Dinos qué itinerario vamos a seguir –preguntó Oblonsky. –El plan es éste: ahora nos dirigiremos a las tierras pantanosas donde abundan las fúlicas. Después de Grozdevo empiezan magníficas marismas llenas de chochas y también de fúlicas. Ahora hace calor pero como hay unas veinte verstas, llegaremos cuando oscurezca y a esa hora podremos cazar… Pasaremos la noche allí y mañana seguiremos hacia los grandes pantanos.
–¿No hay nada por el camino?
–Sí; pero tendríamos que detenernos y hace tanto calor… Hay dos lugares excelentes, pero dudo que hallemos algo en ellos.
Levin sentía deseos de pararse en aquellos lugares pero como distaban poco de casa, podía ir a ellos siempre que quisiera. Además eran sitios reducidos y había poco espacio para los tres. Por esta causa les mintió diciéndoles que allí había poca caza. Mas, al pasar ante una de las pequeñas marismas, ante las cuales Levin trataba de pasar de largo, el experto ojo de cazador de Oblonsky distinguió en seguida la hierba del pantano.
–¿Y si nos detuviéramos ahí? –exclamó señalando el lugar.
–¡Vayamos, Levin! ¡Es un lugar magnífico! –gritó Vaseñka. Y Levin tuvo que acceder.
Apenas se detuvieron, los perros, corriendo a porfía, se dirigieron hacia el pantano.
–¡«Krak», «Laska»!
Los perros regresaron.
–Para los tres habrá poco espacio. Me quedaré aquí dijo Levin, confiando en que sus amigos no hallarían más que las cercetas que se habían remontado asustadas por los perros, y volaban, con su vuelo balanceante, graznando lúgubremente sobre las marismas.
–No, Levin, vayamos juntos –insistió Veselovsky.
–Les aseguro que estaremos aprestados. ¡Ven, «Laska»! ¿Necesitan el otro perro?
Levin permaneció junto al charabán, mirando con envidia a los cazadores. Uno y otro recorrieron todo el cazadero pero excepto una fúlica y varias cercetas, una de las cuales mató Vaseñka, no había nada.
–Ya han visto que no trataba de ocultarles el lugar. –dijo Levin– Ya sabía yo que era perder el tiempo.
–De todos modos nos hemos divertido. –repuso Vaseñka, subiendo torpemente al charabán, con el arma y la cerceta en la mano– ¿La he alcanzado bien, verdad? ¿Falta todavía mucho para llegar al pantano?
De pronto los caballos se encabritaron, lanzándose a correr; Levin dio con la cabeza contra el cañón de una de las escopetas y en aquel momento le pareció oír un disparo. Pero, en realidad, el disparo se había producido antes.
Lo sucedido fue que Vaseñka, había olvidado bajar uno de los gatillos, que se disparó. La carga fue, afortunadamente, a dar en tierra sin herir a nadie.
Oblonsky meneó la cabeza y miro con reproche a Veselovsky, aunque riendo, pero Levin no tuvo valor para decirle nada, especialmente porque cualquier reproche habría parecido motivado por el riesgo que había corrido y por el bulto que el choque con el arma le había producido en la frente.
Veselovsky se mostró al principio sinceramente disgustado pero luego rió de la alarma de tan buena gana y tan contagiosamente, que Levin no pudo tampoco contener la risa.
Al llegar a las marismas de más allá, que por ser bastante grandes debían entretenerles cierto tiempo, Levin trató de nuevo de persuadirles de que no pero Veselovsky se empeñó en detenerse también aquí.
El lugar era angosto y Levin, como buen huésped, volvió a quedarse con los coches.
Apenas llegaron, «Krak» corrió hacia unos pequeños montículos de tierra. Veselovsky fue el primero en seguir al perro. Aún no había llegado Oblonsky, cuando salió volando una fúlica.
Oblonsky falló el tiro y el ave se ocultó en un prado no segado. Entonces se la dejó a su compañero.
«Krak» volvió a encontrarla, la hizo levantar y Veselovsky la mató, regresando después a los coches.
–Ahora vaya usted y yo cuidaré de los caballos ––dijo.
Levin empezaba a sentir la envidia natural en un cazador. Entregó las riendas a Veselovsky y se dirigió hacia las marismas.
«Laska» ladraba hacía tiempo, quejándose de su injusta preterición. Ahora corrió rectamente al sitio donde había caza, paraje ya conocido por Levin, entre los montículos, a los que aún no había llegado «Krak».
–¿Por qué no detienes a tu perro? –gritó Oblonsky.
–No espantará la caza –respondió Levin alegremente, mirando a su perra y siguiéndola.
«Laska», a medida que se aproximaba, buscaba con mayor interés. Un pajarillo de las marismas la distrajo por un momento. El perro describió un círculo ante los montículos, luego otro y, de repente, se estremeció y se quedó parado.
–¡Ven Stiva! –llamó Levin, sintiendo que su corazón latía con más fuerza.
Dijérase que en su oído se había descorrido un cerrojo y que todos los sonidos comenzaban a impresionarlo desmesuradamente y en desorden pero de un modo preciso. Oía los pasos de Esteban Arkadievich, confundiéndolos con el lejano pisar de los caballos, sintió un crujido en el montículo de tierra que pisó y lo tomó por el vuelo de un pájaro y, más lejos, percibió un chapoteo que no podía explicarse.
Eligiendo sitio donde apostarse, se acercó al perro.
–¡Listo! ––ordenó a «Laska».
Se levantó una chocha. Levin apuntó, pero en aquel momento el sonido del chapoteo, que había oído antes, se hizo más fuerte, uniéndosele, ahora, la voz de Vaseñka, que gritaba de un modo extraño.
Levin, aunque veía que apuntaba a la chocha un poco bajo, disparó. Una vez convencido de que había fallado el tiro, miró a sus espaldas y vio que los caballos del charabán, que estaban en el camino, se habían internado en el terreno pantanoso, donde se hallaban atascados. Veselovsky, para presenciar la caza, los había hecho entrar allí.
«¡Parece que lo impulsa el mismísimo diablo!», gruñó Levin dirigiéndose al carruaje.
–¿Por qué diablos los ha hecho entrar? –le preguntó secamente. Y llamó al cochero para que lo ayudase a sacar los caballos.
A Levin le disgustaba que le hubieran estorbado el disparo, que le empantanaran los animales y, sobre todo, que ni Veselovsky ni Oblonsky les ayudaran al cochero y a él; aunque, a decir verdad, ni uno ni otro tenían la menor idea de cómo habían de desengancharse.
Sin contestar palabra a las afirmaciones de Vaseñka de que allí todo estaba seco, Levin trabajaba junto al cochero, tratando de sacar los caballos. Pero, luego, enardecido ya por el esfuerzo y viendo que Veselovsky se esforzaba con tanto ardor en tirar del charabán que hasta rompió un guardabarros, Levin se reprochó su actitud, debida en gran parte a su resentimiento del día anterior y procuró suavizar su trato con especial amabilidad.
Cuando todo estuvo arreglado y los coches volvieron a la carretera, Levin ordenó sacar el almuerzo.
–Bon appétit, bonne conscience! Ce poulet va tomber jusqu’aufond de mes bottes! –dijo Vaseñka, ya alegre de nuevo, al concluir el segundo pollo– Nuestras desventuras han terminado y todo marchará por buen camino. Pero, como debo ser castigado por mis culpas, me sentaré en el pescante. ¿Verdad? Aunque no soy Automedonte, verá qué bien los llevo. –insistió, cuando Levin le pidió que dejara las riendas al cochero–No, no. Debo pagar mi culpa. ¡Voy muy bien en el pescante!
Y lanzó los caballos al galope.
Levin temía que Vaseñka fatigase a los caballos, sobre todo al rojizo de la izquierda, al que el joven no sabía guiar pero, involuntariamente, se plegó a su jovialidad, escuchando las canciones que, en el pescante, fue cantando durante todo el camino, oyéndole contar cosas divertidas, escuchando sus explicaciones sobre la manera de guiar, a la inglesa four–in–hand.
Sintiéndose en la mejor disposición de ánimo deseable, llegaron los cuatro a las grandes marismas de Grozdevo.

SEXTA PARTE – Capítulo 10
Vaseñka apresuró tanto a los caballos, que llegaron a las marismas demasiado pronto, con mucho calor aún.
Al acercarse a los grandes pantanos objetivo principal de los cazadores, Levin pensó, inconscientemente, en el modo de deshacerse de Vaseñka y cazar solo, sin estorbos. Oblonsky parecía desear lo mismo. En su rostro, Levin leyó la preocupación propia de todo verdadero cazador antes de empezar la caza, así como cierta expresión de bondad maliciosa peculiar en él.
–¿Cómo nos distribuimos? –preguntó Esteban Arkadievich– El lugar es magnífico y veo que hasta hay buitres en él. –añadió señalando varias grandes aves que volaban en círculo sobre las marismas– Donde hay buitres, hay caza.
–Escuchen. ––dijo Levin con gravedad, arreglándose las altas botas y repasando los gatillos de su escopeta– ¿Ven aquel islote?
Señalaba uno que destacaba por su oscuro verdor sobre el vasto prado húmedo, a medio segar, que se veía a la derecha del río.
–Las marismas empiezan ante nosotros, aquí mismo, ¿ven?, donde se ve ese verdor y se extienden hacia la derecha, allí donde están los caballos. Allí, en aquellos montículos de tierra, hay fúlicas y también en torno al islote, junto a aquellos álamos y hasta en las cercanías del molino, ¿ven?, allí donde forma como una pequeña ensenada… Ese sitio es el mejor. Allí cacé una vez diecisiete fúlicas. Nos encontraremos junto al molino.
–¿Quién sigue la derecha y quién la izquierda? –preguntó Oblonsky– Puesto que el lado derecho es más ancho, id los dos por él y yo seguiré el izquierdo –dijo con tono indiferente en apariencia.
–¡Muy bien! Vayamos por aquí y cazaremos a gusto. ¡Vamos, vamos! –exclamó Vaseñka.
Levin no tuvo más remedio que acceder y ambos se separaron de Oblonsky.
Apenas entraron en las marismas, los dos perros comenzaron a correr y buscar ahí donde los matorrales eran más espesos. Por el modo de husmear de «Laska», lenta e indecisa, Levin comprendió que no tardarían en ver levantarse una bandada de aves.
–Veselovsky: vaya a mi lado ––dijo en voz baja, al compañero que chapoteaba detrás, y cuya dirección del arma, después del disparo involuntario en el pantano de Kolpensoe, era natural que interesara a Levin.
–No tema que dispare sobre usted…
Pero Levin lo pensaba así sin poder evitarlo y recordaba las palabras de Kitty al despedirse:
–No vayáis a mataros uno a otro sin querer…
Los perros se acercában cada vez más, muy apartados entre sí y cada uno en una dirección.
La espera era tan intensa que Levin confundió con el graznar de un ave el chapoteo de su propio tacón al sacarlo del barro y apretó el cañón del arma.
«¡Cua, cua!», sintió encima de su cabeza.
Vaseñka disparó contra un grupo de patos silvestres que revoloteaban sobre las marismas y que se acercaron de repente a los cazadores.
Apenas Levin tuvo tiempo de volver la cabeza cuando se levantó una chocha, luego otra, después una tercera y, en fin, hasta ocho piezas que se elevaron sucesivamente.
Oblonsky mató una al vuelo, cuando el animal iba a describir su zigzag, y el ave cayó como un bulto informe en el barrizal.
Sin precipitarse, Esteban Arkadievich apuntó a otra que volaba bajo hacia el islote. Sonó el tiro y el ave cayó. Se la veía saltar entre la hierba segada, agitando el ala, blanca por debajo, que no había sido alcanzada por el disparo.
Levin no fue tan afortunado. Disparó sobre la primera chocha demasiado cerca y erró el tiro. La encajonó cuando volaba más alta pero en aquel momento otra chocha saltó a sus pies y Levin se distrajo y erró nuevamente el tiro.
Mientras cargaban las escopetas, surgió otra chocha y Veselovsky, que ya había cargado, disparó y la descarga fue a dar en el agua. Oblonsky recogió las aves que había matado y miró a Levin con los ojos brillantes de alegría.
–Separémonos ahora ––dijo Oblonsky.
Silbó a su perro, preparó el arma y, cojeando ligeramente, se alejó en una dirección, mientras sus compañeros seguían la opuesta.
Con Levin pasaba siempre lo mismo: que cuando marraba los primeros tiros, se ponía nervioso, se irritaba y no acertaba ya ni uno en todo el día. Así sucedió también esta vez. Había gran números de chochas, que volaban a cada momento a los pies de los cazadores y a ambos lados del perro. Levin, pues, podía resarcirse pero cuando más disparaba, más avergonzado se sentía ante Veselovsky, que tiraba como Dios le daba a entender, alegremente, sin hacer blanco casi nunca, pero sin desconcertarse por ello ni perder su calma.
Levin, impaciente, se precipitaba, estaba cada vez más nervioso y disparaba con la certeza de no matar ave alguna.
«Laska» parecía comprenderlo también. Buscaba con menos interés y se habría dicho que miraba a los cazadores con reproche y sorpresa. Los disparos se seguían unos a otros. Los cazadores estaban envueltos en humo de pólvora y, sin embargo, en el morral no había más que tres chochas.
Una de ellas había sido cazada por Veselovsky y las otras dos pertenecían a ambos.
Mientras tanto, al otro lado de las marismas sonaban disparos menos frecuentes, pero a juicio de Levin, más eficaces. Casi siempre, tras cada disparo de Oblonsky, se oía su voz, gritando:
–¡«Krak», «Krak»!
Y Levin, oyéndolo, se sentía cada vez más excitado.
Las chochas volaban ahora en bandadas. Constantemente se percibían sus chapoteos en el cieno y en el aire se escuchaban sus graznidos. Se levantaban, giraban y luego volvían a posarse, a la vista de los cazadores. Los buitres no se veían ya por parejas, sino a docenas, que volaban sin cesar sobre las marismas.
Llegados hacia la mitad de los terrenos pantanosos, Levin y Veselovsky se encontraron en el límite de un prado perteneciente a unos campesinos. Largas franjas que arrancaban del lado mismo del carrizal dividían el prado, la mitad del cual estaba ya segado.
Aunque en la parte sin guadañar había menos probabilidades de hallar caza que en la segada, Levin, habiendo convenido con Oblonsky en encontrarse, siguió adelante con su compañero.
–¡Eh! ¡Cazadores! –gritó un campesino que se sentaba junto a un carro desenganchado– ¡Vengan a comer con nosotros, que tenemos buen vino!
Levin volvió la cabeza.
–¡Vengan! ¡Vengan! –gritó alegremente otro labriego barbudo, de colorado rostro, mostrando al sonreír sus blancos dientes y alzando en el aire una verdosa botella que brillaba al sol.
–Qu’est–ce qu’ils disent? –preguntó Veselovsky.
–Nos convidan a beber vodka. Seguramente han hecho hoy el reparto del heno… Yo bebería con gusto – dijo Levin no sin malicia, mirando a su compañero y esperando que éste se sintiera seducido por el vodka y quisiera ir.
–¿Y por qué nos convidan?
–Ya ve: son buena gente… Vaya, vaya. Le divertirá.
–Allons, c’est curieux…
–Vaya; encontrará allí el sendero que lleva al molino exclamó Levin.
Y al volverse vio con placer que Vaseñka, encorvándose y tropezando con sus cansados pies y llevando el fusil a brazo, salía del carrizal para acercarse a los labriegos.
–¡Ven tú también! –llamó el campesino a Levin–. Te daremos empanada.
Levin dudó por un momento. Comenzó a andar hundiendo los pies en el fango, pues se sentía fatigado y apenas los podía levantar. Con gusto se habría comido, sin embargo, un pedazo de pan y se habría bebido detrás un vaso de vodka. Pero en aquel momento su perro se detuvo y Levin sintió que su cansancio desaparecía de repente y a paso ligero se dirigió a su encuentro.
A sus pies se alzó una chocha. Disparó y la mató, pero el perro seguía inmóvil. Apenas tuvo tiempo de azuzarle, cuando de los mismos pies del animal voló otra chocha. Levin hizo fuego. Pero el día era poco afortunado. Erró el tiro y al ir a buscar el ave muerta tampoco la halló.
Recorrió el carrizal de arriba abajo pero sin fruto. «Laska» no creía que su amo hubiese matado al animal y, cuando le mandaba que lo buscase, fingía hacerlo, pero en realidad no buscaba nada.
De modo que tampoco sin Vaseñka, al que Levin achacaba su mala suerte, iba la cosa mejor. Aunque aquí había también muchas becadas, Levin erraba lastimosamente tiro tras tiro.
Los rayos oblicuos del sol poniente eran muy calurosos aún. El traje, chorreante de sudor, se le pegaba al cuerpo. La bota izquierda, llena de agua, le pesaba enormemente. Las gotas de sudor le corrían por el rostro manchado de pólvora; se notaba la boca amarga, sentía el olor de pólvora y de cieno y a sus oídos llegaba el incesante chapoteo de las chochas.
Los cañones de la escopeta estaban tan recalentados que era imposible tocarlos; el corazón de Levin palpitaba en breves y rápidos latidos; sus manos temblaban de emoción, y sus pies cansados tropezaban y se enredaban en hoyos y montículos. Pero seguía andando y disparando.
Por fin, tras un tiro errado vergonzosamente, Levin arrojó al suelo la escopeta y el sombrero.
«Necesito serenarme», se dijo.
Cogió de nuevo el arma y el sombrero, llamó a «Laska» y salió del carrizal.
Ya en un sitio seco, se sentó en una prominencia del terreno, se descalzó, quitó el agua de la bota, se acercó al pantano, bebió de aquel agua que sabía a moho, humedeció los cañones calientes del arma y se lavó las manos y la cara.
Una vez fresco y animado con el firme propósito de no perder su sangre fría, volvió a un lugar donde había visto posarse un ave.
Mas, aunque se esforzaba en estar tranquilo, sucedía lo mismo de antes. Su dedo oprimía el gatillo antes de apuntar bien. Todo iba de peor en peor.
Sólo tenía cinco piezas en el morral cuando salió de las marismas para dirigirse al álamo donde debía encontrar a Esteban Arkadievich.
Antes de divisarlo, Levin vio a su perro, «Krak», que salió corriendo de entre las raíces de un álamo, sucio del barro negro y pestilente de la ciénaga. Con aspecto triunfante, olfateó a «Laska».
Detrás de «Krak», surgió, a la sombra del álamo, la gallarda figura de Oblonsky. Avanzaba rojo, sudoroso, con el cuello desabrochado, cojeando como antes.
–¡Qué! ¿Habéis disparado mucho? –––dijo, sonriendo alegremente.
–¿Y tú? –preguntó Levin.
La pregunta era superflua, porque su amigo llevaba el morral rebosante.
–No me ha ido mal.
Llevaba catorce piezas.
–Es un excelente cazadero. A ti seguramente te ha estorbado Veselovsky. Es muy molesto cazar dos con un solo perro –––dijo Esteban Arkadievich, para atenuar el efecto de su triunfo.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 7 Y 8

sábado, julio 6th, 2013

79405238_V_Makovskii_V_izbe_lesnika
Маковский — «В избе лесника»

SEXTA PARTE – Capítulo 7
Levin no volvió hasta que lo llamaron para la cena.
En la escalera, Kitty hablaba con Agafia Mijailovna de los vinos necesarios para cenar.
–¿A qué tantos remilgos? Que sirvan el de siempre.
–No, a Stiva no le gusta ése… ¿Qué te pasa, Kostia? –dijo Kitty, dirigiéndose a él.
Pero Levin, fríamente, sin esperarla, entró en el comedor a grandes pasos y se unió a la conversación que mantenían Oblonsky y Veselovsky.
–¿Vamos de caza mañana? –preguntó Esteban Arkadievich.
–Vayamos, sí –dijo Veselovsky, sentándose de lado en una silla y poniendo una de sus robustas piernas sobre la otra.
–Por mi parte, con mucho gusto. ¿Ha ido usted de caza ya este año? –preguntó Levin a Vaseñka, mirando con atención sus piernas y desplegando una fingida amabilidad que Kitty conocía y que la disgustó.
–No sé si hallaremos chochas; –siguió– pero fúlicas hay muchísimas. Tendremos que salir temprano. ¿No se fatigará usted? Y tú, Stiva, ¿no estás cansado?
–¿Cansado yo? ¡Aún no me he sentido cansado nunca! Si queréis, esta noche, en vez de dormir, salimos a pasear…
–Muy bien… ¡Esta noche no se duerme! –apoyó Veselovsky.
–¡Oh, ya estamos bien seguros de que tú eres muy capaz de no dormir y de no dejar dormir al prójimo! – afirmó Dolly, con la ligera ironía con la que ahora trataba siempre a su marido– Pero a mí me parece que es hora ya de acostarse y me voy. No quiero cenar.
–¡Quédate, Dolleñka! –exclamó su esposo, pasando a su lado, en la mesa– Tengo muchas cosas que contarte.
–Seguramente no serán más que tonterías.
–Mira; Veselovsky ha estado en casa de Anna y va a ir otra vez. Viven sólo a setenta verstas de aquí. También yo me propongo visitarles. Ven, Veselovsky.
Veselovsky, aproximándose a las señoras, se sentó junto a Kitty.
–Puesto que ha pasado usted por su casa, cuéntenos qué tal está –le dijo Dolly.
Levin quedó al otro extremo de la mesa y, mientras hablaba con la Princesa y Vareñka, veía cómo entre Oblonsky, Dolly, Kitty y Veselovsky se mantenía una charla animada y misteriosa. Y notaba, además, en el rostro de su mujer, la expresión de un sentimiento serio, mientras, sin apartar los ojos, miraba el agradable semblante de Veselovsky, quien hablaba animadamente.
–Están muy bien. –decía Veselovsky, refiriéndose a Vronsky y Anna– No soy quién para juzgar, pero en su casa se siente la impresión de vivir como en una verdadera familia.
–¿Y qué piensan hacer?
–Parece que se proponen pasar el invierno en Moscú.
–Me gustaría que nos encontráramos en su casa. ¿Cuándo piensas ir? –preguntó Oblonsky a Vaseñka.
–Pasaré el mes de julio con ellos.
–¿Tú irás? –preguntó Esteban Arkadievich a su mujer.
–Hace tiempo que me lo proponía y no dejaré de hacerlo. –repuso Dolly– Conozco a Anna y la compadezco. Es una mujer excelente. Iré sola, cuando tú te marches, para no estorbar a nadie. Sí, es mejor que vaya cuando tú no estés allí.
–¡Magnífico! –aprobó Esteban– ¿Y tú, Kitty?
–¿Para qué voy a ir yo? –repuso ella, ruborizándose y mirando a su marido.
–¿Conoce usted a Anna Arkadievna? –preguntó Veselovsky– Es una mujer admirable.
–Sí –dijo Kitty, ruborizándose más aún.
Se levantó y se acercó a su marido.
–¿De modo que mañana vas de caza?
Durante aquellos breves instantes en que Kitty había estado con Veselovsky, ruborizándose, los celos de Levin habían ido creciendo con rapidez.
Ahora, al escuchar las palabras que ella le dirigía, las interpretó de un modo especial. Por extraño que luego al recordarlo le pareciese, a la sazón pensaba que, al preguntarle Kitty si iba a cazar, sólo le interesaba saber si esto sería del agrado de Veselovsky, de quien Kitty, a su juicio, estaba ya enamorada.
–Iré –contestó Levin con voz forzada, que hasta a él le sonó desagradablemente.
–Más vale que paséis aquí el día de mañana, porque si no, Dolly no tendrá tiempo de estar ni un momento con su marido. Podéis salir de caza pasado… –propuso Kitty.
Levin traducía así tales palabras: «No me separes de él. No me importa que te vayas tú, pero déjame disfrutar del trato de este muchacho tan agradable».
–Si quieres, esperaremos hasta pasado mañana –contestó Levin con exagerada amabilidad.
Entre tanto y sin sospechar las torturas que producía su presencia, Vaseñka se levantó de la mesa y siguió a Kitty, mirándola, sonriente y afectuoso.
Levin sorprendió su mirada, palideció y por un momento se le cortó la respiración. Su corazón hervía de ira.
«¿Cómo se permite mirar así a mi mujer?» , se decía.
–Entonces, ¿vamos mañana? –preguntó Vaseñka, sentándose junto a Levin y cruzando las piernas, como tenía por costumbre.
Los celos de Levin aumentaron. Ya se veía convertido en un marido engañado, al que la mujer y el amante sólo necesitan para que les procure placeres y vida cómoda.
Y, sin embargo, como buen anfitrión, interrogó amablemente a Veselovsky sobre cuestiones de caza; le habló de su escopeta y sus botas y consintió en ir a cazar al siguiente día.
Afortunadamente para Levin, la Princesa acabó con sus sufrimientos, aconsejando a Kitty que se acostara.
Pero aun esto le proporcionó un nuevo motivo de tormento. Al despedirse de la joven, Vaseñka fue a besarle de nuevo la mano. Mas Kitty, con ingenua brusquedad –que su madre le reprochó luego–– retiró la mano, diciendo:
–En nuestra casa no existe esta costumbre…
A juicio de Levin, la culpa era de ella, por haber consentido en que la tratara de aquel modo y también por la poca destreza con que le demostró, después, que aquel trato no le placía.
–¿Quién puede tener deseos de ir a la cama con este tiempo? –comenzó Oblonsky, que ahora, después de los vasos de vino bebidos en la cena, se hallaba en un estado del alma dulce y poético– Mira, Kitty. –dijo, mostrándole la luna que asomaba entre los tilos– ¡Qué maravilla! Veselovsky, éste es el momento adecuado para una serenata. ¿Sabéis que tiene una voz estupenda? Por el camino hemos cantado mucho los dos… Además, trae unas magníficas romanzas nuevas… Podría cantar con Bárbara Andrievna.
Cuando todos se hubieron acostado, Oblonsky pasó bastante tiempo aún paseando con Veselovsky.
Desde la casa se oían sus voces tratando de cantar a dúo una nueva pieza.
Levin, sentado en el dormitorio conyugal, les oía cantar, frunciendo las cejas y escuchaba, sin contestar, las preguntas que Kitty le dirigía a propósito de su actitud, que la tenía preocupada.
Al fin le preguntó, sonriendo tímidamente:
–¿Quizá te ha molestado alguna cosa de Veselovsky?
Entonces, sin poder contenerse, él se lo dijo todo y como lo que decía le ofendía a él mismo, ello no hacía sino aumentar su irritación.
Permanecía ante Kitty con un terrible brillo en los ojos bajo el arrugado entrecejo y oprimiéndose el pecho con sus manos vigorosas, como para contenerse. La expresión de su rostro hubiera resultado severa y hasta feroz si, a la vez, no hubiera expresado un sufrimiento que conmovió a Kitty. Los pómulos le temblaban, se le entrecortaba la voz.
–Como supondrás, no tengo celos, ni puedo tenerlos. Esa palabra es detestable. No es que crea que… En fin, no puedo decir lo que siento, pero es terrible. No tengo celos pero me siento ofendido, afrentado por el hombre que osa mirarte de ese modo.
–Pero, ¿de qué modo me ha mirado? –preguntaba Kitty, tratando de recordar todas las palabras y ademanes de aquella noche en sus menores detalles.
En el fondo, reconocía que hubo algo inconveniente en el modo con que Veselovsky la había seguido al otro extremo de la mesa, pero no se atrevía a confesárselo y menos aún a decírselo a Levin, por no acrecentar sus sufrimientos.
–¿Qué atractivos puedo tener para…?
–¡Oh! –exclamó Levin, llevándose las manos a la cabeza– ¡Más valdría que callases! ¡De modo que si fueras atractiva…!
–Óyeme, Kostia, no seas así… –dijo Kitty, mirándole con expresión compasiva– ¿Cómo puedes pensar…? ¡Si para mí los hombres no existen, no existen, no existen! ¿O es que quieres que no me trate con nadie?
Al principio le habían ofendido sus celos, disgustada de que hasta la más pequeña e inocente diversión le fuera prohibida, pero ahora habría sacrificado con gusto, no tales pequeñeces, sino todo, por devolverle la tranquilidad y librarlo de la pena que experimentaba.
–¿Comprendes lo cómico y horrible de mi situación? –seguía él en voz baja, desesperado– Está en mi casa, no ha hecho nada malo en realidad, aparte de esa costumbre suya de cruzar las piernas, que él considera como un detalle más de elegancia y tengo que ser amable con él…
–¡Cómo exageras, Kostia! –exclamó Kitty, contenta en el fondo del amor inmenso que Levin le demostraba con sus celos.
–Lo horrible es que ahora, cuando eras más que nunca sagrada para mí, cuando éramos tan felices, tan infinitamente felices, llega ese hombre insignificante y… ¿Y qué puedo decir contra él? ¡No tengo nada que ver con hombre semejante! ¡Pero mi felicidad, tu felicidad…!
–Ya sé por qué ha pasado todo esto –dijo Kitty.
–¿Por qué? Dímelo…
–He notado cómo nos mirabas mientras hablábamos durante la cena.
–¡Ah! –exclamó Levin, inquieto.
Ella le explicó de lo que hablaban. Al contarlo, le sofocaba la emoción.
Levin calló. Luego miró el rostro pálido y disgustado de su esposa y se llevó las manos a la cabeza.
–¡Qué dolor te he causado! Perdóname, Katia. Ha sido una locura. ¡Qué mal me he portado, Katia! ¿Es posible que me haya torturado semejante tontería?
–No sabes cuánto lo siento. ¡Te compadezco con toda mi alma!
–¿A mí, a mí? ¡Si estoy loco! Pero, ¡que hayas sufrido tú! Es horrible pensar que un extraño pueda destruir así nuestra felicidad.
–Claro, esto es lo que ofende…
–Bien, para castigo de mi culpa, le invitaré a pasar con nosotros todo el verano y le colmaré de amabilidades. –dijo Levin, besándole las manos– Ya verás… Mañana… ¡Ah, es verdad que mañana vamos de caza!

SEXTA PARTE – Capítulo 8
Al día siguiente, muy de mañana, antes de que los niños se levantasen, los vehículos en que iban a cazar, el charabán y un carro, estaban ante la entrada.
«Laska», adivinando que había cacería, después de ladrar y saltar a su antojo, estaba ahora en el charabán al lado del cochero, mirando con inquietud y reproche la puerta, por la que tanto tardaban en aparecer los cazadores.
El primero en salir fue Veselovsky, con flamantes botas altas que le llegaban hasta la mitad de sus robustas piernas, con camisa verde de cazador, tocado con una gorra con cintas, ciñendo una canana nueva, que olía a cuero, y empuñando su escopeta inglesa, nueva también, sin cordón ni correa.
«Laska» corrió a su encuentro, festejándole y preguntándole a su modo, con sus saltos, si los demás saldrían en breve pero, no recibiendo contestación, volvió a su puesto de espera y allí aguardó de nuevo, con la cabeza de lado y una oreja aguzada.
Al fin, la puerta se abrió con estrépito y salió, dando saltos y cabriolas, «Krak», el pointer de Oblonsky y tras él el propio Oblonsky, con un cigarro en la boca y la escopeta en la mano.
–¡Calla, «Krak», calla! –ordenó afectuosamente a su perro, que le ponía las patas sobre el vientre y el pecho, aferrándose a su morral.
Esteban Arkadievich llevaba botas viejas, bandas hechas de ropa usada, unos calzones rotos y una zamarra. En la cabeza ostentaba los restos de un sombrero. En cambio, su escopeta de nuevo sistema era un verdadero primor y su morral y canana, aunque gastados, eran de cuero de primera calidad.
Veselovsky, hasta entonces, no había comprendido la verdadera elegancia del cazador, consistente en llevar ropa y zapatos viejos y en cambio efectos de caza inmejorables. Ahora, mirando a Oblonsky, esplendoroso entre aquellos andrajos, con su figura distinguida y jovial de verdadero señor, decidió que para la próxima cacería se vestiría del mismo modo.
–Veo que nuestro anfitrión se retrasa–dijo Vaseñka Veselovsky.
–Hombre, piense en su joven esposa… –repuso Oblonsky, sonriendo.
–Por cierto que es encantadora.
–Ya estaba vestido. Debe de ser que ha ido otra vez a verla.
Esteban Arkadievich acertaba. Levin había vuelto a despedirse de nuevo de su mujer y a preguntarle, otra vez, si le perdonaba la sandez de la noche anterior, así como para rogarle que hiciese el menor ejercicio posible. Sobre todo, debía apartarse de los niños, que podían empujarla y hacerle daño. Además, quería saber una vez más, de labios de Kitty, que no la disgustaba que él se fuera por un par de días; y, finalmente, le hizo prometer que al día siguiente y por un hombre a caballo, le mandaría una nota, aunque fuesen sólo dos líneas, para informarle de cómo seguía.
Kitty, como siempre, sentía separarse por aquellos dos días de su marido pero, al ver su figura corpulenta y vigorosa, con sus botas de cazador y su blusa blanca, irradiando esa animación peculiar de los cazadores que ella no podía comprender, olvidó su tristeza, compensada por la alegría de él y lo despidió con jovialidad.
–Perdonen, señores. –dijo Levin, corriendo al encuentro de sus compañeros– ¿Han puesto ahí el almuerzo? ¿Y cómo es que han enganchado al «Rojo» a la derecha? En fin, es igual. ¡Cállate, «Laska»! Anda, acuéstate. Llévalos al rebaño de becerros –agregó, dirigiéndose al vaquero, que le esperaba al pie de la escalera para preguntarle lo que debía hacer con los ternerillos –Perdonen. ––concluyó– Allí viene otro a fastidiarme.
Saltó del charabán en que ya se había acomodado y saltó al encuentro del maestro carpintero, quien, con una vara de medir en la mano, se acercaba a él.
–Ayer no pasaste por el despacho y hoy vienes a entretenerme… ¿Qué quieres?…
–Permítanos añadir unos peldaños a la escalera. Con tres más habrá bastante. Así lo arreglaremos bien. Será mucho más descansado…
–¡Más valdría que me hubieses obedecido! –contestó Levin con enfado– Te dije que pusieras los soportes y luego colocaras los peldaños. Ahora ya no hay arreglo. Haz lo que te he ordenado y construye una escalera nueva.
Ocurría que el maestro carpintero había estropeado una escalera, que construía para el pabellón, haciendo los soportes por separado sin calcular la pendiente. Los peldaños quedaron demasiado inclinados, y ahora el carpintero quería agregar tres más, dejando el mismo armazón.
–Esto sería mejor ––dijo.
–¿Cómo vas a arreglarte con tus tres escalones?
–No se preocupe; ––contestó el otro, con sonrisa desdeñosa– ya cuidaré yo de que quede bien. La iremos montando desde abajo y llegará arriba –añadió con gesto persuasivo -precisamente donde ha de llegar.
–Pero los tres peldaños la alargarán. ¿Hasta dónde va a llegar?
–La pondremos desde abajo y ya verá cómo queda bien –repitió el carpintero con persuasión y terquedad.
–¡Llegará al techo!
–No llegará. La subiremos de modo que quede justa.
Levin, con la baqueta del arma, empezó a dibujar la escalera en el polvo del camino.
–¿Lo ves? –preguntó al carpintero.
–Como usted quiera. –repuso el hombre, cambiando de expresión repentinamente y mostrando que había comprendido al fin– Ya veo que hay que hacer una escalera nueva.
–Pues hazlo como te mando. –exclamó Levin, sentándose en el charabán– ¡Vamos! –ordenó al cochero –Felipe: sujeta los perros.
Ahora que dejaba tras sí todas las preocupaciones familiares y domésticas, experimentaba tan viva alegría de vivir que no tenía ni deseos de hablar. Sentía la emoción concentrada que experimenta todo cazador acercándose al cazadero.
Lo único que le interesaba era pensar en si hallarían piezas en las marismas de Volpino, si «Laska» se portaría bien o no en comparación con «Krak» y si él mismo tendría buena puntería. ¿Cómo arreglarse para quedar bien ante un invitado nuevo? ¿Se mostraría Oblonsky mejor cazador que él? Tales eran los pensamientos que le ocupaban en aquel momento.
Oblonsky, sintiendo lo mismo, iba taciturno también. Sólo Veselovsky hablaba alegremente sin cesar.
Escuchándole, Levin se avergonzaba de lo injusto que había sido el día antes con él. Vaseñka era un buen muchacho, sencillo, bondadoso y muy jovial. Si Levin le hubiera conocido de soltero, de seguro que los dos habrían sido buenos amigos.
Cierto que a Levin le contrariaba algo su modo despreocupado de considerar la vida y su elegancia un poco desenvuelta. Parecía concederse una especial importancia por el hecho de tener largas uñas y llevar una gorrita escocesa y por lo demás que le distinguía. Pero todo podía perdonársele por su simplicidad y honradez.
Levin admiraba además su buena educación, su excelente pronunciación francesa e inglesa y su elegancia mundana.
Vaseñka, entusiasmado con el caballo del Don que corría al lado izquierdo, lo elogiaba sin cesar.
–¡Qué hermoso sería montar un caballo de la estepa y galopar por ella! ¿Verdad? –decía.
Y, aunque de manera imprecisa, se veía ya cabalgando por la estepa sobre aquel caballo, en una carrera salvaje y poética.
Además de su buen porte, agradable presencia y de la gracia de sus ademanes, resultaba atractiva su ingenuidad. Bien porque su carácter fuera realmente simpático a Levin o porque éste quisiera hoy encontrarlo todo bueno en Vaseñka para redimir su falta de anoche, el caso era que Levin esta mañana se sentía a gusto con él.
Cuando habían recorrido unas tres verstas, Vaseñka reparó en que no tenía sus cigarros ni su billetera; ignoraba si los había dejado sobre la mesa o los había perdido. La billetera contenía trescientos setenta rublos y, dada la importancia de la suma, Vaseñka deseaba asegurarse de que no lo había perdido.
–Oiga, Levin. ¿Podría llegarme a casa en un momento montando en ese caballo de la izquierda? ¡Sería admirable! –dijo, preparándose ya a cabalgar.
–No. ¿Para qué? –repuso Levin, calculando que Vaseñka debía pesar lo menos seis puds– Que vaya el cochero.
El cochero se fue montado a buscar la billetera y los cigarros y Levin tomó en sus manos las riendas.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 5 Y 6

viernes, julio 5th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 5
«Bárbara Andrievna: cuando yo era muy joven aún, forjé un ideal de mujer a quien amar y a quien hacer mi esposa. Después de largos años de vida, he hallado en usted lo que buscaba. La amo y le ofrezco mi nombre.»
Así se preparaba a hablar Sergio Ivanovich cuando estaba a diez pasos de Vareñka, la cual, arrodillada y defendiendo una seta de los asaltos de Grisha, llamaba a la pequeña Masha.
–Ven, ven, pequeña, ven. ¡Aquí hay muchas! ––decía con su agradable voz.
Viendo acercarse a Sergio Ivanovich no cambió de postura pero él advirtió en todo su aspecto que sentía su proximidad y se alegraba.
–¿Ha encontrado usted muchas? –preguntó –volviendo hacia él su hermoso rostro, que sonreía con dulzura enmarcado en el blanco pañuelo.
–Ninguna. ¿Y usted? –repuso Sergio Ivanovich.
Vareñka, ocupada con los niños que la rodeaban, no contestó.
–¡Otro! –dijo, mostrando a la pequeña Masha un hongo minúsculo sobre un delgado tallo cortado en la mitad de su esponjosa cabeza rosada por una brizna de hierba seca que había crecido bajo el hongo.
Vareñka se incorporó cuando Masha cogió el honguito, rompiéndolo en dos frescos pedazos.
–Esto me recuerda mi infancia –dijo Vareñka, dejando a los niños para aproximarse a Sergio Ivanovich.
Anduvieron unos pasos en silencio.
Vareñka adivinaba que él quería hablar; sabía ya de qué y la alegría y el temor le oprimían el alma.
Se alejaron tanto, que todos los perdieron de vista; pero él seguía callando. Vareñka optó por callar también. Después de un silencio, resultaba más fácil hablar de lo que les interesaba que a raíz de unas palabras sobre las setas.
Pero, como involuntariamente, Vareñka dijo de improviso:
–¿De modo que usted no ha encontrado nada? Claro… En el bosque siempre hay menos setas que en los linderos.
Sergio Ivanovich suspiró sin contestar. Le desagradaba que ella hablara de las setas. Habría querido hacerla volver a sus primeras palabras sobre su infancia; pero, también como a la fuerza, tras una pausa le contestó:
–He oído decir que los hongos blancos crecen en los linderos del bosque pero no sé distinguirlos.
Pasaron otros varios minutos. Se alejaron más de los niños y ahora estaban completamente solos.
El corazón de Vareñka latía de tal modo que ella percibía sus latidos. Se daba cuenta de que se ruborizaba, palidecía y volvía a ruborizarse.
Ser esposa de un hombre como Kosnichev después de la posición en que viviera con la señora Stal, le parecía que era más de lo que podía desear. Estaba, por otra parte, convencida de que lo amaba.
Sentía que ahora iba a decidirse todo y se asustaba de lo que le diría y de lo que le dejaría de decir.
Sergio Ivanovich comprendía, también, que había que explicarse ahora o no lo harían nunca. Todo en la mirada, el rubor y los ojos de Vareñka delataba una fuerte emoción. Kosnichev la compadecía.
Pensaba aun que no decirle nada ahora, sería ofenderla. Se repitió mentalmente todo lo aducido en pro de su decisión; se repitió incluso las palabras con las que quería expresársela.
Pero, por una inesperada asociación de ideas, en vez de decirle lo que pensaba, le preguntó:
–¿Qué diferencia hay entre el hongo blanco y el hongo de álamo?
Los labios de Vareñka temblaron de emoción al contestar:
–La cabeza no difiere casi, pero el tallo sí.
Y, después de pronunciar estas palabras, comprendieron ambos que todo había terminado, que lo que debía decirse no se diría. Y su mutua emoción, que había alcanzado su punto máximo, empezó a calmarse.
–El tallo del hongo de álamo recuerda la barba de un hombre moreno sin afeitar –dijo, ya completamente tranquilo, Sergio Ivanovich.
–Es cierto –repuso Vareñka sonriente.
Y, sin darse cuenta, cambiaron el rumbo de su paseo y se acercaron a los niños.
Vareñka sentía dolor y vergüenza pero a la vez experimentaba cierta sensación de alivio.
De vuelta a casa y repasando todos los motivos que podía tener para casarse, Sergio Ivanovich halló que había pensado equivocadamente. No podía traicionar la memoria de María.
–¡Calma, calma, calma, niños! –gritó Levin, casi irritado, poniéndose ante su mujer para defenderla cuando los chiquillos, entre gritos de alegría, venían corriendo a su encuentro.
Detrás de los niños salieron del bosque Sergio Ivanovich y Vareñka.
Kitty no necesitó preguntar nada. En los rostros serenos y como avergonzados de los dos, la joven comprendió que sus esperanzas no se habían realizado.
–¿Y qué? –preguntó su marido cuando volvían a casa.
–No toma –dijo Kitty, recordando a su padre en el modo de reír y hablar, lo que Levin observaba a menudo en ella con placer.
–¿Qué quiere decir «no toma»?
–Esto; mira lo que hacen. –repuso Kitty, cogiendo la mano de su marido, llevándosela a la boca y tocándola con sus labios cerrados– Le besa la mano como se le besa a un obispo.
–Pero, ¿quién es el que «no toma»? –preguntó Levin riendo.
–Ni el uno ni el otro. Mira, es así como debe hacerse.
Y Kitty besó la mano de su marido.
–Cuidado. Ahí vienen unos aldeanos.
–No, no han visto nada…

SEXTA PARTE – Capítulo 6
Mientras los niños tomaban el té, los mayores, sentados en el balcón, hablaban como si nada hubiera sucedido, a pesar de que todos, en especial Sergio Ivanovich y Vareñka, sabían que se había producido un hecho muy importante, aunque negativo.
Tanto él como ella experimentaban un sentimiento análogo al de un alumno después de un examen desfavorable, cuando queda en la misma clase o lo hacen salir del colegio.
Todos los presentes, comprendiendo, también, que había sucedido algo, hablaban con animación de cosas indiferentes.
Levin y Kitty esta tarde se sentían particularmente felices y enamorados. El que ellos fueran felices con su amor, parecía una desagradable alusión a los que querían serlo y no podían, por lo que experimentaban un sentimiento de pesar.
–Acuérdense de lo que les digo. Alexandre no vendrá hoy –aseguró la Princesa.
Aguardaban para aquella tarde la llegada de Oblonsky y el anciano príncipe había escrito que quizá fuera él también.
–Y sé muy bien por qué; –continuó la anciana señora– según él a los recién casados hay que dejarlos solos durante los primeros tiempos.
–Papá nos tiene abandonados. Hace mucho que no lo vemos. –dijo Kitty– Además, ¿acaso somos recién casados? ¡Si somos veteranos ya!
–Pues si él no viene, yo os dejaré, hijas ––dijo la Princesa suspirando melancólicamente.
–¿Por qué, mamá? ––exclamaron ellas.
–Pensad en lo triste que se sentirá él ahora…
Insólitamente, la voz de la anciana tembló.
Sus hijas callaron y cruzaron una mirada, con la que querían significar:
«Mama siempre encuentra algún motivo de tristeza.»
Ignoraban que, por bien que ella se hallara en casa de Kitty y por útil que se considerara allí, sufría y estaba apenada por sí misma y por su esposo desde que su hija menor, la preferida, se había casado, dejando su hogar tan vacío.
–¿Qué quiere usted? –preguntó Kitty a Agafia Mijailovna, que se acercaba con aire de importancia y de misterio.
–Es que la cena…
–Anda, ve a dar órdenes mientras yo le tomo la lección a Grisha. Hoy no ha estudiado nada –dijo Dolly.
–Esa lección debo darla yo. Ya voy, Dolly –repuso Levin levantándose de un salto.
Grisha había ingresado ya en el instituto y tenía que preparar sus lecciones durante el estío. Dolly, que en Moscú estudiaba hasta latín con su hijo, al llegar al campo se impuso la norma de repetir con él al menos las lecciones más difíciles de aritmética y latín.
Levin se ofreció a hacerlo en su lugar pero ella, viendo una vez cómo Levin tomaba la lección al niño y notando que no lo hacía como el profesor repasador en Moscú, se disgustó y, procurando no ofender a su cuñado, le dijo resueltamente que había que repasar las lecciones tal como estaban en el libro, según hacía el profesor de Moscú y que por ello prefería dar ella misma las lecciones a su hijo.
Levin se sentía enojado contra Esteban Arkadievich, que en su despreocupación descuidaba la vigilancia de los estudios de sus hijos, dejando a la madre aquel cuidado del que ella no entendía nada y lo estaba también contra los profesores que enseñaban tan mal a los niños.
No obstante, prometió a su cuñada dirigir los estudios de su hijo como ella quería y seguía dando clase a Grisha, pero no por su método propio, sino por el del libro, motivo por el cual no lo hacía de buena gana y a menudo, como había sucedido hoy, olvidaba la hora de la clase.
–Iré yo, Dolly quédate aquí. –dijo– Lo repasaremos todo de acuerdo al libro. Únicamente cuando venga Stiva y salgamos de caza dejaremos un poco las lecciones.
Y Levin se dirigió al cuarto de Grisha.
Vareñka, a su vez, se ofreció a cumplir el trabajo de Kitty. También allí, en la casa feliz y bien administrada de los Levin, había sabido hacerse útil.
–Yo cuidaré de la cena. Usted siéntese –dijo.
Y se dirigió a Agafia Mijailovna.
–Seguramente no han encontrado pollos y tendremos que apelar a los nuestros –dijo Kitty.
–Ya lo veremos Agafia Mijailovna y yo.
Y Vareñka desapareció con el ama de llaves.
–¡Qué muchacha tan simpática! –dijo la Princesa.
–No es simpática, mamá, sino, encantadora como pocas.
–¿De modo que viene Esteban Arkadievich? –preguntó Sergio Ivanovich, que al parecer no quería continuar la charla sobre Vareñka– Es difícil hallar dos cuñados menos semejantes. –agregó con fina sonrisa– El uno es animadísimo, vive en sociedad como pez en el agua, y el otro, nuestro Kostia, es entusiasta, sensible pero, en sociedad, o permanece extático o se agita sin ton ni son como un pez fuera de su elemento.
–Sí, es muy poco prudente. –dijo la Princesa, dirigiéndose a él– Precisamente quería decirle que a ella –e indicó a Kitty– le es imposible permanecer aquí y tendrá que trasladarse a Moscú. Él dice que más vale mandar venir al médico.
–Kostia hará todo lo necesario, mamá, está conforme con todo –atajó Kitty, molesta al ver que su madre hacía a Sergio Ivanovich juez en aquel asunto.
Mientras hablaban, en el camino se oyeron relinchos de caballos y ruido de ruedas sobre la arena.
Aún no había tenido tiempo Dolly de levantarse a ir al encuentro de su marido, cuando Levin saltó del piso de abajo, donde Grisha estudiaba y ayudó a bajar al chiquillo.
–¡Es Stiva! –gritó Levin bajo el balcón– No te apures, Dolly; ya hemos terminado.
Y como un niño, echó a correr hacia el coche.
–¡Hola, bola, hola! –gritaba Grisha, dando saltos por el camino.
–Viene otro… ¡Debe de ser papá! –gritó Levin, deteniéndose– Kitty, no bajes la escalera. Es muy empinada. Más vale que des la vuelta.
Pero Levin se equivocó tomando por su suegro al que venía en el landolé (1).
Al llegar al carruaje, vio junto a Oblonsky, no al Príncipe, sino a un joven, guapo, grueso, tocado con una gorra escocesa de la que pendían largas cintas.
Era Vaseñka Veselovsky, primo de los Scherbazky, brillante joven tan petersburgués como moscovita, «muchacho excelente y apasionado cazador», según le presentó Esteban Arkadievich.
Nada turbado por la decepción que produjo al aparecer sustituyendo al anciano príncipe, Veselovsky saludó alegremente a Levin, recordándole que se habían conocido en otra ocasión y cogió a Grisha al vuelo, levantándolo sobre el perdiguero que traía consigo Esteban Arkadievich.
Levin no subió al landolé y lo siguió a pie por el camino.
Se sentía algo disgustado por el hecho de que no hubiese acudido su suegro, a quien apreciaba más cuanto más trataba, y disgustado también por la llegada de aquel Veselovsky, hombre extraño a la familia, que, a su juicio, no hacía otra cosa que estorbar.
Y aún le pareció más ajeno y superfluo cuando, al llegar a la escalinata donde estaban todos, observó que Veselovsky besaba la mano de Kitty con especial afecto y galantería.
–Su esposa y yo somos cousins y, además, viejos amigos –afirmó Vaseñka, apretando de nuevo con fuerza la mano de Levin.
–¿Cómo estamos de caza? –preguntó Esteban Arkadievich a su amigo.
A Oblonsky casi no le quedaba tiempo de decir una palabra amable a cada uno de los presentes.
–Vaseñka y yo –añadió– venimos con intenciones infernales… ¿Sabe, mamá, que él, desde hace no sé cuánto, no estaba en Moscú? Allí tienes una cosa para ti, Tania. Sácala de la zaga del landolé.
Y Esteban Arkadievich se volvía a todos lados.
–Estás mucho mejor, Doleñka –dijo a su mujer, besándole la mano una vez más, reteniéndosela en una de las suyas y acariciándosela con la otra.
Levin, un momento antes de excelente humor, miraba ahora a todos sombríamente, encontrándolo todo mal.
«¿A quién besaría ayer con esos mismos labios?» , se dijo, observando el cariño con que Oblonsky trataba a su mujer. Y, contemplando a Dolly, experimentó la misma sensación de desagrado.
«Puesto que ella no cree en su amor, ¿por qué está tan alegre? ¡Es abominable!», pensó.
Miró a la Princesa, a quien tanta simpatía tuviera unos momentos antes, y se sintió vejado por el modo cómo saludaba a aquel Vaseñka con su gorra de cintas, tratándolo como si estuviera en su propia casa.
Incluso su hermano, que salió a la escalera, le desagradó, al observar la fingida amistad con que saludaba a Oblonsky, ya que Levin sabía que no lo apreciaba ni sentía ningún respeto por él.
También Vareñka le disgustó, viéndola saludar a aquel hombre, con su aspecto de sainte–nitouche, cuando no pensaba en el fondo más que en casarse lo antes posible.
Pero lo que llevó al colmo su despecho fue el ver a Kitty que, dejándose arrastrar por el entusiasmo general, contestaba con una sonrisa, que a él le pareció llena de significación, a la sonrisa feliz de aquel individuo que consideraba su llegada al pueblo como una fiesta para él y para los demás.
Todos entraron en la casa hablando ruidosamente. Pero apenas se hubieron sentado, Levin volvió la espalda y salió.
Kitty comprendió que a su marido le pasaba algo. Trató de hallar un momento para hablarle a solas, pero él la dejó, pretextando tener que trabajar en el despacho. Hacía tiempo que los asuntos de la finca no le parecían tan importantes como hoy.
«Ellos están de fiesta, pero yo debo atender a cosas que no tienen nada de festivas, que no pueden esperar y sin las que es imposible vivir», pensaba.
(1) Landolé: palabra que se usa para versiones reducidas de landaus, con asientos para dos pasajeros mirando hacia delante y cubierto por una capucha plegable; por extensión, también se usa para designar los automóviles que tienen una cubierta convertible sobre el asiento trasero, puediendo ser el asiento delantero o cubierto o abierto.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 3 Y 4

jueves, julio 4th, 2013

17-Libros. Te. Tarde.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 3

Kitty se alegró de quedar sola con su marido, porque en el rostro de él, que reflejaba tan vivamente todos sus sentimientos, vio una sombra de tristeza en el momento en que, entrando en la terraza, le preguntó de qué habían hablado y ella no contestó.
Cuando, marchándose ante todos, a pie, perdieron de vista la casa y salieron al camino polvoriento, llano, cubierto de espigas y granos de centeno, ella se apoyó más en el brazo de su esposo y lo apretó contra sí.
Levin olvidó la reciente impresión desagradable y, a solas con Kitty y el recuerdo de cuyo estado no lo abandonaba jamás, experimentó una vez más el sentimiento, alegre y puro, de hallarse próximo a la mujer querida.
No tenía de qué hablarle, pero deseaba oír el sonido de su voz, que había cambiado durante su embarazo.
En su voz y en sus ojos había ahora la dulzura y la gravedad de las personas concentradas en una ocupación que les es grata.
–¿No te cansarás? Apóyate más en mi brazo –dijo Levin.
–No me canso. Me alegro de estar a solas contigo. Aunque me siento a gusto con los demás, añoro nuestras veladas invernales en que quedábamos los dos solos…
–Entonces estábamos bien y ahora mejor. Las dos cosas son excelentes –repuso Levin apretándole el brazo.
–¿Sabes de lo que hablábamos cuando llegaste?
–¿De la confitura?
–De eso y de cómo suelen declararse los hombres.
–Ya –dijo Levin.
Escuchaba más el sonido de la voz de Kitty que las palabras que le decía, pensando siempre en el camino que iba al bosque y evitando los sitios en que Kitty pudiera dar un mal paso.
–Hablábamos de Sergio Ivanovich y de Vareñka. ¿Te has dado cuenta de que… Yo deseo vivamente… – continuó ella– ¿Qué te parece?
Y Kitty le miró a la cara.
–No sé qué pensar. Sergio, en ese sentido, me resulta muy raro. Ya lo he referido…
–Sí, que estuvo enamorado de una muchacha que murió.
–Cierto. Eso sucedió siendo yo niño. Y lo sé porque me lo contaron. Me acuerdo bien de cómo era en aquella época: un hombre apuesto y atrayente. Desde entonces lo veo cómo procede con las mujeres. Se muestra amable con ellas, incluso le gustan algunas… pero las considera personas, no mujeres, concretamente. Ya me entiendes…
–Ahora, con Vareñka, parece, sin embargo, que es diferente…
–Quizá. Pero es preciso conocerlo. Es un hombre muy extraño. Sólo vive una vida espiritual. Tiene un alma demasiado pura y elevada.
–¿En qué puede rebajarlo ese sentimiento?
–No lo rebajaría. Pero él está habituado a llevar una existencia puramente espiritual; no sabría reconciliarse con la realidad y Vareñka, al fin y al cabo, es una realidad…
Levin se había acostumbrado ahora a expresar directamente sus pensamientos sin tomarse el trabajo de revestirlos de palabras precisas. Sabía que su mujer, en momentos como éste, lo entendía con medias palabras.
Y Kitty, en efecto, lo comprendió.
–Oh, no, Vareñka pertenece más a la vida espiritual que a la real. No es como yo. Comprendo que una mujer como yo no puede gustarle a tu hermano.
–No, él te quiere mucho y a mí me es muy grato que los míos te quieran.
–Sí, es muy bueno conmigo, pero…
–Pero no como el difunto Nikoleñka. Llegasteis a quereros mucho –concluyó Levin. Y añadió–: ¿Por qué no confesarlo? A veces me reprocho al pensar que acabaré olvidándolo. ¡Qué hombre tan admirable y tan terrible era mi hermano Nicolás! Sí… Y ¿de qué hablábamos? –preguntó tras un silencio.
–Entonces, ¿crees que él no puede enamorarse? –insistió Kitty, traduciendo a su idioma las palabras de Levin.
–No es que no pueda enamorarse. –repuso él sonriendo– Pero no es lo bastante débil para… Siempre lo he envidiado; hasta ahora, que soy feliz, lo envidio.
–¿Le envidias que no sea capaz de enamorarse?
–Lo envidio porque vale más que yo. –contestó Levin, sonriendo– No vive más que para sí. Toda su vida obedece al deber. Y por eso puede estar siempre tranquilo y contento
–¿Y tú no? –dijo Kitty con sonrisa irónica y afectuosa. No habría podido decir qué camino seguían sus pensamientos para llevarla a sonreír, pero consideraba que su marido, al elogiar de aquel modo a su hermano y rebajarse tanto él, no era sincero. Sabía que esta falta de sinceridad procedía del cariño a su hermano, de una especie de vergüenza de ser demasiado feliz y, sobre todo, de su deseo constante de ser mejor.–¿Así que tú estás descontento? –insistió, con la misma sonrisa, feliz de descubrir en él aquellos sentimientos.
La incredulidad de ella respecto a su satisfacción alegraba a Levin, porque involuntariamente lo obligaba a exponer las causas de su descontento.
–Soy feliz, pero no estoy contento de mí mismo.
–¿Cómo puedes estar descontento si eres feliz?
–No sé cómo explicarlo. Ahora no siento en mi alma otro interés sino el que tú, por ejemplo, no des un paso en falso. ¡No saltes así! ––exclamó, interrumpiendo el diálogo, para reprocharle al verla que realizaba un movimiento demasiado vivo para pasar sobre una gruesa rama seca caída en el camino– Pero cuando pienso en mí y me comparo con otros, sobre todo con mi hermano, siento que no valgo nada…
–¿Por qué? ––exclamó Kitty con la misma sonrisa– ¿No haces lo mismo que los demás? ¿Y tu granja y tu propiedad y tu libro?
–No… Ahora lo noto sobre todo por culpa tuya. ––dijo él, apretándole el brazo– Sí, es por culpa tuya… Todo lo hago de cualquier manera. Si pudiese apasionarme por esas cosas como por ti… Pero, últimamente, lo hago todo como una lección que me obligaran a aprender de memoria…
–Entonces, ¿qué dirás de papá? –preguntó Kitty– No debe de valer nada tampoco, puesto que no ha hecho nada en beneficio de la Humanidad.
–¿Él? ¿Pero acaso tengo yo la bondad, la sencillez, la claridad de ideas de tu padre? Yo, al no hacer nada, me atormento. ¡Y todo eso te lo debo a ti! Cuando tú no estabas, cuando no existía esto, –dijo Levin, indicando con una mirada el vientre de Kitty, lo que ella comprendió en seguida– todas mis fuerzas se empleaban en mi actividad, pero ahora no puedo hacerlo y me avergüenzo de ello. Lo hago todo como quien recita una lección, finjo…
–Entonces, ¿querrías cambiarte por Sergio Ivanovich? –preguntó Kitty– ¿Habrías querido ocuparte del bien colectivo y dedicarte a esta tarea señalada y nada más?
–Claro que no. –repuso Levin– En cualquier caso, soy tan feliz, que no sé nada de nada… ¿Crees que se declarará hoy mi hermano? –interrogó, después de un silencio.
–Sí y no. Pero me agradaría mucho que sucediese. Espera…
Kitty se inclinó para coger una margarita silvestre que crecía al borde del camino.
–Mira a ver si se declarará o no –dijo, dándole la flor.
–Sí, no… –empezó Levin, deshojando los blancos y recios pétalos de la flor.
–¡Alto! –exclamó Kitty, que seguía con afán el movimiento de sus dedos, cogiéndole la mano– ¡Has arrancado dos de una vez!
–Entonces este pequeño no se cuenta. –dijo él, arrancando un pequeño pétalo apenas crecido– Mira, la tartana: ¡nos ha alcanzado!
–¿Estás cansada, Kitty? –gritó su madre.
–En modo alguno.
–Si lo estás, siéntate aquí. Los caballos son mansos y andan despacio.
Pero no valía la pena subir; estaban ya cerca del lugar y continuaron el camino, todos a pie.

SEXTA PARTE – Capítulo 4

Vareñka estaba muy atractiva, con su pañuelo blanco sobre la negra cabellera, rodeada de niños, ocupándose alegremente de ellos y visiblemente conmovida por la posibilidad de que el hombre que le gustaba se le declarase.
Sergio Ivanovich, a su lado, la miraba sin cesar, recordando las agradables conversaciones que había mantenido con ella y comprendiendo, cada vez más claramente, que experimentaba por la joven un sentimiento especial, que ya sintiera otra vez, mucho tiempo atrás, en su primera juventud. Sí, sólo una vez…
La impresión de alegría que le causaba su proximidad fue creciendo sin cesar hasta el momento en que, al darle una seta, una enorme seta de tallo delgado, con los bordes vueltos hacia afuera, la miró a los ojos y observó el rubor que su emoción tímida y alborozada hacía subir a su rostro. Él mismo se turbó y le sonrió con una de aquellas sonrisas que dicen tantas cosas.
«De ser así», se dijo, «debo pensarlo antes de resolverme, sin dejarme llevar, como un chiquillo, de la influencia del momento».
–Voy a separarme de todos para buscar setas por mi cuenta, –pronunció en voz alta Sergio Ivanovich– porque, si no, mis hallazgos van a pasar inadvertidos.
Y se alejó del lindero del bosque por cuya suave alfombra pasaban, entre los viejos álamos poco frondosos, hacia el interior, donde a los troncos blancos de los álamos se unían los grises de los olmos y los oscuros de los avellanos.
Habiéndose apartado unos cuarenta pasos, Sergio Ivanovich se encontró detrás de un avellano en pleno florecimiento, cuyas ramas con sus racimos de un rojo rosado lo ocultaban a los ojos de sus acompañantes y se detuvo.
Todo estaba en calma en tomo suyo. Sólo en torno de los álamos a cuya sombra se encontraba, zumbadoras moscas volaban como un enjambre de abejas y, a lo lejos, se oían, de vez en cuando, las voces de los niños.
De pronto, muy cerca, en el lindero del bosque, sonó la voz de contralto de Vareñka llamando a Gricha.
Una sonrisa alegre iluminó el rostro de Sergio Ivanovich y, al tener conciencia de su sonrisa, movió la cabeza en señal de desaprobación y, sacando un cigarro del bolsillo, se dispuso a fumar.
Estuvo mucho rato sin conseguir inflamar el fósforo que frotaba en el tronco de un abedul. La suave pelusa de la blanca corteza se pegaba al fósforo y apagaba la llama.
Al fin, consiguió encender uno y el aromático humo del cigarro se elevó ante él como un ondulante velo hacia las ramas colgantes del abedul.
Siguiendo con la vista las volutas del humo, Sergio Ivanovich continuó su camino pensando en su situación.
«¿Por qué no?», se decía. «Si esto fuera una explosión de sentimientos, una pasión, si hubiera sentido esta inclinación, que ya puedo llamar recíproca y notara, a la vez, que ello iba contra mi modo de vivir; si, entregándome a esta inclinación observara que traiciono mi vocación y mi deber… Pero no hay nada de eso… Sólo puedo alegar en contra que, al perder a María, prometí ser fiel a su memoria. Sólo esto puedo oponer a mi sentimiento y, desde luego, comprendo que es importante.»
Pero mientras se hacía estas reflexiones, advertía, a la vez, que para él no podían tener ninguna importancia, salvo, tal vez, la de que estropearía a los ojos de los demás su papel de fiel enamorado.
«Aparte de esto, por mucho que busque, no encontraré nada contra mi sentimiento. Si hubiera escogido sólo ateniéndome a la razón, no habría hallado nada mejor.»
Pensando en cuantas mujeres conocía, no lograba recordar ninguna que reuniese aquellas cualidades que él, reflexionando fríamente, había siempre deseado para su esposa.
Vareñka tenía el encanto y lozanía de la juventud pero no era una niña y si lo amaba, era conscientemente, como debe amar una mujer.
Pero había algo todavía mejor y era que ella no sólo estaba apartada de las opiniones del gran mundo, sino que, evidentemente, el gran mundo le repugnaba, sin perjuicio de conocerlo y de saberse mover en él dignamente, sin lo cual Sergio Ivanovich no podía concebir a la compañera de su vida.
Además, Vareñka era religiosa, pero no como una niña, al modo de Kitty, religiosa y buena por instinto, sino con conocimiento de causa, ordenando su vida según los principios religiosos.
Incluso en otros detalles, Sergio Ivanovich hallaba en ella cuanto pudiera desear en su esposa: Vareñka era pobre y vivía sola en el mundo y no traería con ella una caterva de parientes y su influencia en casa del marido, como sucedía con Kitty, y estaría obligada en todo a su marido, cosa que había deseado también siempre para su futura vida conyugal.
Y la joven que reunía todas aquellas condiciones lo amaba, lo que él, aunque modesto, no podía dejar de observar. Y Sergio Ivanovich la amaba también.
Había un obstáculo: su edad. Pero en su familia eran todos fuertes y vivían muchos años. No representaba apenas cuarenta y recordaba que sólo en Rusia se considera viejos a los hombres cincuentones.
En Francia un cincuentón está dans la force de l’âge y un cuarentón es un jeune homme. ¿Qué significaba la edad si él se sentía tan joven de espíritu como veinte años atrás? ¿Acaso no era juvenil el sentimiento que experimentaba ahora cuando, al salir desde el centro del bosque a su límite, veía bajo los oblicuos rayos del sol, inundada en su luz, la graciosa figura de Vareñka, con su vestidito amarillo?
Ella, con el cesto al brazo, pasó con rápido andar ante el tronco de un abedul. La impresión que le causara Vareñka se unió en él a una perspectiva que le sorprendió por su belleza: el campo de avena que empezaba a amarillear, anegado en los rayos oblicuos del sol y, más allá, el añoso bosque, también salpicado de manchas amarillas, que desaparecía en la lejanía azul…
Su corazón se estremeció de alegría, su alma se llenó de ternura y Sergio Ivanovich se decidió.
En aquel momento, Vareñka, que se había inclinado para coger una seta, se erguía con gentil ademán.
Sergio Ivanovich tiró el cigarro con un rápido movimiento y se dirigió hacia ella.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 1 Y 2

miércoles, julio 3rd, 2013

Олег Сизоненко Чай с вареньем. 2006
Dos capítulos divinos, llenos de imágenes para traer desde nuestras memorias hasta nuestras retinas, recuerdos de infancia. Quién no disfrutó de ver a sus abuelas hacer dulces? Prepárense un riquísimo blend y tráiganse el frasco de jalea o mermelada a la cama, con una cuchara (como hace mi mamá). Listos? Bien! Vamos con los Capítulos 1 y 2 de la Sexta Parte de Anna Karenina.
La obra de hoy: Олег Сизоненко Чай с вареньем. 2006.

ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 1
Daria Alejandrovna pasaba el verano con sus hijos en Pokrovskoie, en casa de su hermana Kitty Levina.
Como la casa de los Oblonsky estaba completamente en ruinas, Kitty y Levin convencieron a Dolly de que se instalara allí con ellos, decisión que fue aprobada de buen grado por Esteban Arkadievich. Afirmaba éste que sentía mucho que el trabajo no le permitiera pasar el verano con su familia, lo que habría sido para él la máxima felicidad.
Quedó, pues, en Moscú y, de vez en cuando, iba al campo y pasaba allí un par de días.
Además de los Oblonsky, sus niños y la institutriz, también estaba allí, por aquellos días, la anciana princesa madre de Kitty, que consideraba deber suyo velar por la hija inexperta que se hallaba «en aquel estado».
Estaba también con ellos Vareñka, la amiguita de Kitty en el extranjero, la cual, cumpliendo su promesa de visitarla cuando se casase, había ido a pasar una temporada con ella. Todos eran parientes y amigos de la mujer de Levin. Y, aunque éste los quería a todos, lamentaba que se turbase su ambiente y orden habituales con aquel «elemento Scherbazky», como solía decir para sí.
De allegados propios sólo estaba en su casa, aquel verano, Sergio Ivanovich pero aun éste no tenía, en realidad, en su modo de ser, nada de los Levin, sino de los Kosnichev, de modo que el ambiente de los suyos desaparecía por completo.
En aquella casa, durante tanto tiempo desierta, había tanta gente, ahora, que casi todas las habitaciones estaban ocupadas y, a diario, la anciana princesa, al sentarse a la mesa, tenía que contar a todos y poner a comer en una mesita aparte a alguno de sus decimosegundo o decimotercero nietos.
Kitty, que se ocupaba activamente de la casa, tenía no poco trabajo en encontrar gallinas, pavos y patos, que se consumían en enormes cantidades, dado el apetito que mostraban los invitados y, en particular, los niños, aquel verano.
Durante la comida de aquel día, toda la familia estaba reunida a la mesa. Los hijos de Dolly, la institutriz y Vareñka trazaban planes sobre los sitios donde habían de ir a buscar setas. Sergio Ivanovich, a quien todos tenían, por su sabiduría e inteligencia, un respeto rayano en adoración, sorprendió a todos interviniendo en la charla sobre las setas.
–Permítanme que les acompañe. Me gusta mucho buscar setas. –dijo, mirando a Vareñka –Me parece una agradable ocupación.
–¿Por qué no? Con mucho gusto –repuso ella ruborizándose.
Kitty cambió con Dolly una significativa mirada. Aquella proposición de Sergio Ivanovich confirmaba ciertas sospechas que Kitty albergaba hacía algún tiempo.
Temiendo que advirtiesen su gesto, se puso a hablar en seguida con su madre.
Después de comer, Sergio Ivanovich se sentó ante su taza de café junto a la ventana del salón, continuando la charla iniciada con su hermano y mirando de vez en cuando hacia la puerta por la que habían de pasar los niños al salir de excursión. Levin se había instalado en el alféizar de la ventana, junto a él.
Kitty, de pie, cerca de su marido, esperaba el momento de que cesase aquella conversación, que le interesaba poco, para decirle unas palabras.
–Has mejorado mucho desde que te casaste –empezó Sergio Ivanovich, mirando a Kitty con una sonrisa y evidentemente poco interesado en el coloquio con su hermano, aunque siguiera fiel a su pasión de discutir las cosas más paradójicas.
–No te conviene para la salud estar de pie, Katia –le dijo su marido, acercándole una silla y mirándola significativamente.
–Es verdad. Mas yo debo dejaros –dijo Sergio Ivanovich, viendo que los niños salían corriendo, con gran algazara.
Tania, con sus medias muy estiradas, agitando el cesto y el sombrero de Sergio Ivanovich, se precipitó rápidamente hacia éste.
Una vez junto a él, con atrevimiento, brillándole los ojos, tan parecidos a los hermosos ojos de su padre, la niña alargó el sombrero a Sergio Ivanovich y fue a ponérselo ella misma, suavizando su audacia con una sonrisa tímida y dulce.
–Vareñka espera –dijo, poniéndole cuidadosamente el sombrero, al leer en la mirada de Sergio Ivanovich que se lo permitía.
Vareñka se hallaba en la puerta vistiendo un trajecito de algodón amarillo, con un pañuelo blanco en la cabeza.
–Ya voy, Bárbara Andrievna –––dijo Sergio, terminando la taza de café y echándose al bolsillo el pañuelo y la pitillera.
–¡Cuán encantadora es mi Vareñka! ––dijo Kitty a su marido, apenas se levantó Sergio Ivanovich y de modo que éste lo pudiese oír.
–¡Qué hermosa es, qué notablemente bella! ¡Vareñka! –llamó Kitty– ¿Estaréis en el bosque del molino? Iremos allí luego…
–Olvidas tu estado por completo, Kitty. –dijo la anciana princesa cruzando la puerta con precipitación –¡No grites tanto!
Vareñka, al oír la voz de Kitty y la reprensión de la madre, se acercó rápidamente a aquélla. La ligereza de sus movimientos, los colores que cubrían su animado rostro, todo denotaba en ella un estado de espíritu excepcional.
Kitty, que sabía bien la causa de ello y lo observaba con interés, no la había llamado ahora sino para bendecirla mentalmente por el importante hecho que, a su juicio, debía suceder hoy, después de comer, en el bosque.
Le dijo, pues, en voz baja:
–Vareñka, sería muy feliz si sucediera una cosa.
–¿Vendrá usted con nosotros? –dijo Vareñka a Levin, conmovida y fingiendo no haber oído a Kitty.
–Iré hasta la era y me quedaré allí.
–¿Para qué necesitas ir a la era? –preguntó su mujer.
–Para ver los furgones nuevos y revisarlos –dijo Levin–. Y tú, Kitty, ¿dónde estarás?
–En la terraza.

SEXTA PARTE – Capítulo 2
Toda la sociedad femenina estaba reunida en la terraza.
En general, les gustaba sentarse allí, pero hoy tenían, por otra parte, una tarea concreta. Además de la costura de las camisitas, faldones y mantillas en que estaban ocupadas todas, tenían que hervir la confitura por un método ignorado por Agafia Mijailovna, es decir, sin añadir agua.
Agafia Mijailovna, encargada hasta entonces de aquel menester, convencida de que lo que se hacía en casa de Levin no podía hacerse mejor, había, a escondidas, aguado las fresas y fresones, segura de que no podía prepararse de otro modo.
La habían sorprendido en esta operación y ahora se hacía la preparación en presencia de todos, a fin de que la vieja criada se convenciera de que también la confitura sin agua resultaba excelente.
Agafia Mijailovna, con el rostro encarnado y afligido, los cabellos revueltos y los delgados brazos descubiertos hasta el codo, hacía girar lentamente la cacerola sobre el hornillo y miraba tristemente las fresas, deseando con toda su alma que quedaran duras y no se pudiesen comer.
La anciana princesa, comprendiendo que en ella, autora principal de aquella innovación, se centraba el enojo de Agafia Mijailovna, fingía estar ocupada en otras cosas y no interesarse por las fresas y hablaba de asuntos sin importancia con sus hijos pero no apartaba la vista del fogón.
–Siempre compro yo misma los vestidos para las muchachas cuando hay saldos en las tiendas –decía la Princesa, continuando la conversación iniciada.
Y añadió, dirigiéndose a Agafia:
–¿No cree usted que conviene espumarlo ahora, querida? No lo hagas tú, Kitty; hace demasiado calor junto al hornillo.
–Yo lo haré –dijo Dolly.
Y, levantándose, comenzó a pasar la cuchara sobre la espuma del azúcar, dando de vez en cuando golpecitos con la cuchara y desprendiendo lo que se había pegado en ella en un plato, ya cubierto por una espuma de tono amarillo rosado, bajo la que corría la melaza color de sangre.
«¡Con cuánto gusto tomarán esto mis niños, después, a la hora del té!», pensaba Dolly, recordando que a ella, de niña, le extrañaba que a las personas mayores no les gustara lo mejor: lo que se espumaba al hacer las confituras.
–Stiva dice que lo mejor es regalarles dinero –manifestó en voz alta, siguiendo la interesante conversación acerca de lo que era mejor regalar a los criados.
–¿Es posible? ¡Dinero! ––exclamaron a la vez la Princesa y Kitty– Lo que ellos aprecian más es un regalo…
–Yo, por ejemplo, compré el año pasado a nuestra Matrena Semenovna un vestido que no era de poplín, pero sí muy parecido –añadió la Princesa.
–Ya me acuerdo. Lo llevaba el día del santo de usted.
–Un modelo encantador, con un dibujo sencillo y fino… De no llevarlo ella, me habría encargado uno igual para mí. Es bonito y no cuesta caro; es del estilo del de Vareñka.
–Creo que ya está –dijo Dolly, dejando deslizar el jarabe de la cuchara.
–Cuando empieza a caer en grumos, ya está a punto… Habrá que hervirlo un poco más, Agafia Mijailovna.
–¡Qué moscas tan pesadas! –exclamó Agafia–. Sí, sí, parece que resulta lo mismo…
–¡Qué bonito es; no lo espantéis! –exclamó de pronto Kitty, mirando un gorrión que se había posado en la balaustrada y que, alcanzando un fresón, había empezado a picarlo.
–No te acerques tanto al hornillo –insistió su madre.
À propos de Vareñka, –dijo Kitty, hablando en francés, como hacían siempre cuando querían que Agafia Mijailovna no las entendiese– no sé por qué me parece, mamá, que hoy va a decidirse algo. Ya sabe usted a lo que me refiero. ¡Cuánto me alegraría!
–¡Vaya casamentera. –dijo Dolly– ¡Y con cuánta habilidad y prudencia arregla sus entrevistas!
–Dígame lo que opina, mamá.
–¿Qué voy a opinar? Él –por «él» sobreentendían siempre a Sergio Ivanovich– puede aspirar al mejor partido de Rusia. Aunque ya no es muy joven, todavía muchas lo aceptarían con gusto. Vareñka es muy buena, pero él podría…
–Creo que es imposible imaginar una mejor que ella. Primero, porque es encantadora… –empezó Kitty, doblando un dedo.
–Desde luego a él le gusta mucho. Eso es verdad –confirmó Dolly.
–Además él goza en el gran mundo de una situación que le permite casarse con quien quiera, dejando de lado consideraciones de fortuna y de posición. Sólo necesita una cosa: una esposa buena, simpática, tranquila…
–Desde luego, con ella puede uno vivir muy tranquilo –afirmó Dolly.
–En tercer lugar, ella lo amará. No hay que olvidar esto. Así que todo irá bien. Espero que cuando vuelvan del bosque esté todo arreglado. Lo veré en seguida en sus ojos. ¡Cuánto me alegraré! ¿Qué piensas tú, Dolly?
–No te excites tanto; no te conviene –dijo su madre.
–No me excito, mamá. Me parece que él se declarará hoy.
–¡Es tan extraño el momento que suelen elegir los hombres para declararse! Siempre se atienen a un límite, que luego rompen de pronto ––dijo Dolly, pensativa, sonriendo al recordar sus relaciones con Esteban Arkadievich.
–¿Cómo se te declaró a ti papá? –preguntó, de repente, Kitty a su madre.
–No hubo nada de extraordinario. Fue la cosa más natural del mundo ––contestó la Princesa. Pero su rostro se iluminaba al recordarlo.
–Bien, pero ¿cómo? ¿Lo quería usted antes de que la dejaran hablar con él?
Kitty experimentaba un placer especial pudiendo hablar con su madre, de igual a igual, de estas cosas esenciales en la vida de una mujer.
–Claro que él me quería. Iba a vernos al pueblo donde teníamos la propiedad…
–Pero, ¿cómo se decidió la cosa, mamá?
–¿Creéis haber inventado vosotras algo nuevo? Siempre ha sido igual. La cosa se decide con miradas, con sonrisas.
–¡Qué bien se explica usted, mamá!
–Precisamente con miradas y sonrisas ––confirmó Dolly.
–¿Qué le decía él?
–¿Y qué te decía a ti Kostia?
–Me lo escribía con tiza. ¡Es maravilloso! ¡Oh, cuánto tiempo parece haber transcurrido ya, desde entonces!
Y las tres mujeres quedaron silenciosas pensando en lo mismo.
Kitty fue la primera en romper el silencio. Recordó el invierno anterior a su boda y su pasión por Vronsky.
–¡Aquel primer amor de Vareñka! –dijo, recordándolo por natural asociación de ideas– Quisiera hablar con Sergio Ivanovich, prepararle… Todos los hombres tienen tantos celos de nuestro pasado, que…
–No todos. –repuso Dolly– Tú lo crees así por tu marido. Estoy segura de que está todavía atormentado por el recuerdo de Vronsky.
–Cierto –contestó Kitty, con pensativa mirada, sonriendo.
–¡No sé en qué puede inquietarle tu pasado! –––exclamo la Princesa, pronta a la susceptibilidad, apenas su vigilancia maternal parecía ser puesta en duda– ¿Que Vronsky te hacía la corte? Eso les pasa a todas las jóvenes.
–No es eso a lo que nos referíamos –repuso Kitty, ruborizándose.
–Espera. –continuó su madre– Tú misma no quisiste dejarme hablar con Vronsky. ¿Te acuerdas?
–¡Oh, mamá! –––dijo Kitty con apenada expresión.
–¿Quién puede deteneros en estos tiempos?… Vuestras relaciones no podían pasar de ciertos límites. En caso contrario, yo misma lo habría detenido. Por otra parte, no debes excitarte… Haz el favor de recordar con calma y tranquilidad cómo pasaron las cosas…
–Estoy del todo tranquila, mamá.
Dolly sugirió:
–¡Qué conveniente fue para Kitty que Anna llegara entonces! ¡Y qué lamentable para Anna! Precisamente, pasó lo contrario de lo que parecía –añadió, sorprendida de su pensamiento– ¡Qué feliz se consideraba Anna entonces y qué desgraciada Kitty! Y todo ha resultado al revés… Yo pienso mucho en Anna.
–No se lo merece. Es una mujer perversa, odiosa, sin corazón –dijo la madre, incapaz de olvidar que Kitty, por culpa de ella, se había casado con Levin y no con Vronsky.
–¿A qué hablar de todo eso? –repuso Kitty, enojada––– Yo no pienso en ello, ni quiero pensar. No, no quiero pensar –repitió.
Y prestó oído a los pasos, tan conocidos, de su esposo, que subía la escalera.
–¿De qué hablaban y a qué viene ese «no quiero pensar»? –preguntó Levin, entrando en la terraza.
Pero nadie contestó y él no insistió en la pregunta.
–Siento haber perturbado este reino femenino –dijo Levin, mirándolas a todas, involuntariamente y comprendiendo que hablaban de algo de lo que no habrían hablado en su presencia.
Por un momento, pareció compartir los sentimientos de Agafia Mijailovna, su descontento porque no hiciesen la confitura con agua y, de un modo general, por la influencia de los Scherbazky.
No obstante, sonrió y se acercó a su mujer.
–¿Qué tal? –preguntó, mirándola con la misma expresión con que actualmente la miraban todos.
–Estoy muy bien –––contestó Kitty, sonriendo– ¿Y tú?
–Los furgones que han llegado cargan tres veces más que los carros. ¿Vamos a buscar a los niños? He ordenado que enganchen.
–¿Cómo quieres que Kitty vaya en la tartana? –dijo la madre con reproche.
–Iremos al paso, Princesa.
Levin nunca trataba a su suegra de mamá, como todos los yernos, lo que desagradaba a la Princesa. Pero él, aunque la quería y respetaba como ninguno, no podía decidirse a hacerlo, porque con ello le habría parecido profanar el recuerdo de su madre difunta.
–Venga con nosotros, mamá –dijo Kitty.
–No quiero ser testigo de esas imprudencias.
–Pues iré a pie. Me sentará bien –y Kitty, levantándose, se acercó a su esposo y tomó su brazo.
–Te sentará bien, pero todo tiene sus límites.
–¿Ya está hecha la confitura? –preguntó Levin, sonriendo, a Agafia Mijailovna y queriendo ponerla de buen humor– ¿Resulta bien por el nuevo método?
–Parece que sí. Para nosotros, está demasiado hervida.
–Así resulta mejor, Agafia Mijailovna, porque no se pondrá agria. Si no, como no tenemos hielo, no habría donde guardarla –dijo Kitty, comprendiendo en seguida el intento de su marido y procurando también calmar a la vieja– En cambio, sus conservas saladas son tan buenas que mamá dice que no las ha comido iguales en ninguna parte.
Y, sonriendo, arregló la pañoleta de la anciana.
Agafia Mijailovna miró a Kitty con cierto enfado.
–No trate de consolarme, señorita. Me basta verla a usted con él para sentirme contenta.
Aquella brusca expresión: «con él», conmovió a Kitty.
–Venga a buscar setas con nosotros y nos enseñará dónde las hay.
Agafia Mijailovna sonrió y movió la cabeza como diciendo: «Quisiera enfadarme con usted, pero es imposible».
–Haga el favor de hacer lo que voy a aconsejarle. –dijo la Princesa– Encima de cada pote ponga un papel empapado en ron. Así, aunque le falte hielo, nunca se echará a perder la confitura.

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – RESUMEN Y ANÁLISIS

martes, julio 2nd, 2013

Kramskoy_Portrait_of_a_Woman
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – RESUMEN
Torbellinos de preparaciones por la boda de Levin y Kitty. Para cumplir con los requisitos de la Iglesia para el matrimonio, Levin pasa por las situaciones de ayuno y comunión. La insistencia del sacerdote en la existencia de Dios le molesta, al punto de hacer un último intento de disuadir a Kitty de casarse con él pero la boda sigue adelante en toda su gloria. Durante la ceremonia, tanto Levin como Kitty están abrumados de alegría y amor, pero ciertos invitados inyectan una nota de seriedad en la escena, reflexionando acerca de matrimonios fallidos, incluso los propios.

Anna y Vronsky viajan por Italia durante tres meses para luego establecerse en un pequeño pueblo. Allí, Vronsky se encuentra con un viejo amigo, un intelectual ruso llamado Golenischev. Golenischev está escribiendo un libro llamado Dos principios, en el que afirma que la herencia secreta de Rusia es Bizancio. También anima a Vronsky en su nuevo interés por la pintura (éste ha comenzado a pintar un retrato de Anna) y lleva a la pareja a conocer a un famoso pintor llamado Mijailov. A pesar de que Golenischev desestima el trabajo del pintor, Vronsky y Anna están impresionados con él, aunque le dan más importancia a un bucólico estudio de dos niños pescando, en lugar de valorar la obra maestra de Mijailov, Cristo ante Pilatos. Comprometen a Mijailov a pintar un retrato de Anna pero, cuando el retrato de Mijailov resulta ser superior al de Vronsky, Vronsky decide abandonar la pintura. Y empieza a sentir tedio de toda esa vida y también de Anna. Deciden abandonar Italia y volver a Rusia para pasar el verano en la finca de Vronsky. Planean una parada en San Petersburgo para que Vronsky resuelva algunos asuntos de propiedades y para que Anna pueda ver a su hijo.

Después de tres meses de matrimonio, Levin y Kitty todavía luchan para acostumbrarse a compartir un hogar. Levin es feliz, pero está desilusionado de que su matrimonio parezca consistir en las pequeñas disputas de las que alguna vez él mismo se había reído al verlas en otras parejas casadas. Si bien están pendientes de los estados de ánimo del otro y continúan apasionadamente involucrados, no logran comprender las funciones y exigencias de cada uno. Las cosas no mejoran hasta que Levin recibe la noticia de que su hermano, Nicolás, está al borde de la muerte, en Moscú. Angustiado, él decide ir a su encuentro inmediatamente y Kitty insiste en seguirlo. En un principio molesto de que Kitty sea testigo de las privaciones en las que vive su hermano, Levin llega a abrigar un aprecio increíble por Kitty, después de verla reconfortar a Nicolás todos los días en su lecho de muerte. Nicolás sólo responde a Kitty y a nadie más. Verla a Ketty desde este punto de vista, ayuda a Levin a entender cuál será el futuro rol de ella en la vida. Y ese rol se inicia justo después de la muerte de Nicolás: Kitty anuncia que está embarazada.

Karenin, que sufre las humillaciones de la opinión pública y una carrera estancada, cae presa de la seducción de una mujer de sociedad, la condesa Lidia Ivanovna. Lydia cree en una especie de moda del cristianismo emocional y, aunque él percibe la tontería detrás de su postura, encuentra una especie de consuelo en sus palabras y sus atenciones. Lidia destila su venganza odiosa hacia Anna: le dice a Sergei que su padre es un santo y que su madre ha muerto y, cuando Anna envía un mensaje pidiendo permiso para ver a su hijo, convence a Karenin de rechazar el pedido.
A pesar de este mandato, Anna se cuela en la casa para ver a su hijo en la mañana de su cumpleaños. Sergei ha estado sufriendo terriblemente en ausencia de Anna, está haciendo mal sus tareas escolares, entiende inconscientemente la naturaleza forzada de los sentimientos de su padre para con él y extraña cada vez más a su madre. El reencuentro es muy emotivo pero es interrumpido por la llegada de Karenin. A pesar de que él le había negado el derecho de ver al niño, también se siente abrumado por la escena y simplemente inclina la cabeza y le permite pasar sin decir nada. Turbada, Anna deja a su hijo atrás. Regresa a su hotel y a su hija pequeña, a quien no ha sido capaz de amar con la misma pasión que siente por su hijo, ya casi adolescente.

Vronsky hace rondas sociales para tantear si la Sociedad de Petersburgo los van a aceptar a él y a Anna juntos. Recibe una fría acogida y le confirman que Anna es especialmente malvenida. Vronsky todavía puede disfrutar de la compañía de los hombres, como su viejo amigo Yachvin pero Anna está confinada a sus habitaciones y a la compañía de Vronsky. Celosa e irritada por esta falta de libertad, decide cometer suicidio social, asistiendo a la ópera. La escena se muestra a través de los ojos de Vronsky que mira hacia arriba, en donde está el palco de ella: Anna genera una escena y es insultada por los miembros de la sociedad. Aunque Vronsky le había aconsejado que no se presentara en el teatro, Anna lo culpa por su descenso social, lo que lo obliga a él a calmarla mostrándole y asegurándole, constantemente, su amor. Al día siguiente, parten hacia el campo.

ANÁLISIS

La quinta parte está dispuesta, a propósito, de manera tal de demostrar el contraste entre amor lícito y cristiano de Levin y Kitty y la pasión ilícita de Anna y Vronsky. El lento crecimiento de amor entre Levin y Kitty, florece, mientras que el amor de Anna y Vronsky se derrumba poco a poco entre celos y odio. También vemos el importante papel de la sociedad en esto: Levin y Kitty son capaces de crecer en el amor, al menos en parte, debido a que han sido aceptados en su papel de marido y mujer por toda la alta sociedad.
A Anna y Vronsky, en cambio, se los obliga a sostener una relación romántica altamente marginal, se les hace sentir el vacío y se los priva de sus roles en la sociedad y, entonces, comienzan a tambalearse. Este contraste sirve para subrayar la advertencia temática de Tolstoy acerca de la destructividad de la pasión que todo lo consume.
Esta privación de roles y de ocupaciones, se muestra claramente en el ejemplo del interés que desarrolla Vronsky en la pintura mientras que están en Italia, con Anna, de luna de miel. Tolstoy deja muy claro que, mientras Anna se contenta con poseer a Vronsky, Vronsky es inquieto y necesita estímulos o algo que hacer. Incursiona en la pintura pero la presentación del espartano pintor Mijailov muestra la futilidad de sus vagas ambiciones. El arte es un amante severo y Vronsky nunca tendría los recursos emocionales para complacer tanto al arte como a Anna.
La escena en la que Vronsky y Anna se pierden la obra maestra de Mijailov para admirar una breve semblanza de dos chicos jóvenes y guapos, es un claro ejemplo de la brillantez de Tolstoy. A pesar de ser una breve escena, se representa con tanta habilidad que ha habido múltiples lecturas críticas de su significado. Se apartan de una pintura de Pilatos condenando a Jesús a la cruz. Esto puede ser interpretado en el sentido de que ellos, como los que condenaron a Jesús, no son conscientes del impacto moral de sus acciones sobre los inocentes. Por otra parte, también puede interpretarse en el sentido de que Tolstoy sugiere que Anna debe dejar de vivir en un verano imaginario y asumir su propia cruz. Por último, puede ser interpretada en el sentido de que la sociedad debe dejar de juzgar a inocentes como Anna y dejar la decisión final a Dios. La razón de estas múltiples lecturas consiste en la calma sutileza de la escena y la habilidad de Tolstoy para manejarla con una mirada distante.
Toda la cólera del juicio de la sociedad se representa con mano dura en esta sección. La hipocresía de la gente como la princesa Betsy, quien inicialmente alentó la historia de amor entre Anna y Vronsky pero ahora se niega a ver a Anna en público, se muestra en toda su fealdad. Tolstoy arremente contra la hipocresía en general, en toda esta sección del libro; su retrato de la condesa Lidia (que es prácticamente una caricatura) también muestra desprecio por la postura cristiana. Aunque las acciones de Anna no son toleradas para nada, en este libro, es evidente que sus actos, si no honorables, al menos están libres de contradicciones. Ella sigue a sus emociones fuera de un matrimonio sin amor y soporta todo el peso de la sociedad hipócrita. El filósofo marxista Engels utilizó a Anna Karenina como un ejemplo de cómo los «engaños, fracasos y miserias» de los matrimonios burgueses son menos culpa de los individuos que de las formas en que las sociedades organizan la sexualidad. El rechazo de Anna de esta organización resulta en su caída.
Pero si bien es tentador defender el aplomo de Anna, los lectores no pueden perder de vista el efecto devastador de sus acciones. Su breve reunión con Seryozha es un buen ejemplo de esto. Esta escena altamente emotiva muestra cuán traumatizado ha sido Seroyzha por la ruptura de su familia, así como también alude a la pérdida a largo plazo con la que el niño tendrá que luchar el resto de su vida. Es difícil, además, no sentir lástima por Karenin, que pende de un hilo tanto en la sociedad como en su carrera.
La conducta amable y reflexiva de Kitty, hacia el moribundo Nicolás prefigura el cuidado y la atención que le dará a su papel de madre. El relato está dispuesto adrede para colocar a la muerte de Nicolás justo antes que el embarazo de Kitty, tal que Levin pueda notar cómo Kitty funcionará en el otro importante rol que sigue al matrimonio. Armado con este conocimiento, Levin será capaz de entenderla mejor a ella tanto como a su propia visión del matrimonio. Levin se vuelve más realista en esta sección: deja de idealizar al matrimonio como una institución potencialmente perfecta y comienza supeditarla a las reglas naturales de compromiso y el cambio.

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 30, 31, 32 Y 33

domingo, junio 30th, 2013

anna-karenina-image07
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 30
Entre tanto, Basilio Lukich que, al principio no había comprendido quién era aquella señora, suponiendo por la conversación que aquella era la esposa que había abandonado a su marido y a la que no conocía, por no estar ya en la casa cuando él llegara allí, dudaba si debía entrar o no y si procedía avisar a Karenin.
Pensando, al fin, que su deber era despertar diariamente a Sergei a una hora fija y que para hacerlo no debía preocuparse de quien estuviese allí, fuera su madre o cualquier otra persona, ya que a él sólo le incumbía cumplir su obligación, Basilio Lukich vistióse, se acercó a la puerta y la abrió.
Pero las caricias de madre a hijo, el tono de su voz y lo que se decían, le forzó a cambiar de decisión.
Movió la cabeza y cerró la puerta, con un suspiro.
«Esperaré diez minutos más», se dijo, tosiendo y secándose las lágrimas.
Entre los criados, mientras tanto, reinaba gran agitación. Todos sabían que había llegado la señora, que Kapitonich la había dejado entrar, que ahora estaba en el cuarto del niño y que el señor entraba a verle todos los días a eso de las nueve…
Todos comprendían que el encuentro de los esposos era una cosa imposible y que debían hacer cuanto estuviese en sus manos para impedirlo.
Korney, el ayuda de cámara, bajó a la portería para saber quién había dejado pasar a Anna y al saber que era Kapitonich, dirigió al viejo una severa reprimenda.
El portero callaba obstinadamente pero cuando Korney dijo que merecía que le despidiesen, Kapitonich se acercó al criado y, agitando las manos ante su rostro, le dijo:
–¿Acaso tú no la habrías dejado entrar? He servido diez años aquí y sólo he visto en ella bondad. ¡Me habría gustado verte a ti decirle que hiciera el favor de marcharse! ¡Claro, que tú sabes nadar en todas las aguas! Más valdría que pensaras en lo que robas al señor y en los abrigos de castor que le quitas…
–¡Soldado! ––exclamó Korney con desprecio y se volvió hacia el aya, que entraba en aquel instante.
–¿Sabe María Efinovna que la ha dejado entrar sin decir nada a nadie? Y Alexis Alexandrovich va a salir ahora mismo e irá al cuarto del chico…
–¡Qué cosas, qué cosas! –exclamaba el aya– Podría usted entretener un rato al señor, Korney Vasilievich, mientras yo subo corriendo para hacerla salir… ¡Qué cosas, Dios mío, qué cosas!
Cuando el aya penetró en el cuarto de Sergei, éste contaba a su madre que él y Nadeñka se habían caído en la montaña rusa y dieron tres volteretas.
Anna escuchaba el sonido de su voz, veía su rostro y el juego de su expresión, sentía su mano, pero no entendía lo que le hablaba.
Tenía que marchar y dejarlo. No pensaba ni comprendía otra cosa. Oía los pasos de Basilio Lukich, que se acercaba a la puerta tosiendo, oía los del aya, que llegaba ya, pero continuaba sentada, como convertida en piedra, sin fuerzas para hablar ni para levantarse.
–¡Oh, mi señora! –––dijo el aya, acercándose, y besando sus manos y hombros– ¡Qué alegría ha dado Dios a nuestro niño el día de su cumpleaños! No ha cambiado usted nada, nada…
–No sabía que usted vivía ahora en casa, aya querida ––dijo Anna, serenándose por un momento.
–No vivo aquí, vivo con mi hija. He venido para felicitar a Sergei, mi querida señora Anna Arkadievna.
De pronto, rompió a llorar y volvió a besar las manos de Anna.
Sergei, con ojos y sonrisa radiantes, asiéndose con una mano a su madre y con la otra al aya, pisoteaba el tapiz con sus piernas llenas y descalzas. El efecto conmovedor con que su querida aya trataba a su madre, lo colmaba de júbilo.
–Mamá: el aya viene mucho a verme y cuando viene… ––empezó a contar el niño. Pero se detuvo al observar que el aya hablaba en voz baja a Anna, en cuyo rostro se dibujó el terror y algo parecido a la vergüenza, lo cual le sentaba muy mal.
Se inclinó hacia su hijo.
–Queridito mío… –murmuro. No dijo «adiós» pero el niño lo leyó en la expresión de su rostro –¡Oh querido, queridísimo Kutik! ––continuó Anna, dando al niño el nombre con que le llamaba de pequeño– ¿No me olvidarás? Tú…
No pudo hablar más.
¡Cuántas palabras pensó después que podía haberle dicho en este momento! Pero ahora no sabía ni podía decirle nada.
Y, sin embargo, Sergei comprendió cuanto ella hubiera querido decirle. Comprendió que era desgraciada y que lo quería y hasta comprendió que el aya decía en voz baja a su madre:
–Siempre viene hacia las nueve…
Y adivinó que hablaban de su padre y que ella y él no debían verse.
Todo esto lo comprendía, mas no comprendía el motivo, ni por qué se dibujaba el terror en el semblante de su madre. Sin duda ella no era culpable de nada, pero temía a su marido y se avergonzaba de algo.
Habría deseado hacer una pregunta que le aclarase aquellas dudas, pero no se atrevía a hacerla porque veía que su madre sufría y sentía piedad de ella. Apretándose contra su cuerpo, murmuró en voz baja.
–No te vayas todavía. Él tardará algo en venir…
La madre lo apartó un poco para ver si el niño se daba cuenta de lo que decía y, en su rostro asustado, leyó que el niño no sólo hablaba de su padre, sino que hasta parecía preguntar qué debía pensar de él.
–Sergei, querido hijito, ama mucho a tu padre. Es mejor y más bueno que yo. Yo me he portado mal con él. Cuando seas mayor lo comprenderás.
–¡No hay nadie más bueno que tú! –gritó el niño, con desesperación, a través de sus lágrimas.
Y cogiéndola por los hombros, la apretó con toda su fuerza con sus brazos temblorosos y tensos.
–¡Mi pequeño, mi querido Sergei! –dijo Anna.
Y se puso a llorar débilmente, como un niño, como lloraba él.
En aquel instante se abrió la puerta y apareció Basilio Lukich.
Próximos a otra puerta sonaron pasos. El aya dijo en voz baja:
–Ya viene.
Y entregó el sombrero a Anna.
Sergei se deslizó en la cama y rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos.
Anna separó aquellas manos, besó una vez más el rostro húmedo de lágrimas y con rápido paso salió de la alcoba.
Alexis Alexandrovich avanzaba en dirección opuesta. Al verla, se detuvo e inclinó la cabeza.
Aunque sólo un momento antes Anna afirmaba que él era mejor y más bueno que ella, en la mirada rápida que le dirigió, al distinguir su figura en todos sus detalles, la invadieron los habituales sentimientos de aversión, de odio y de envidia de que le hubiera quitado a su hijo.
Con rápido ademán se bajó el velo y salió de allí, casi a la carrera.
No había tenido tiempo de desenvolver los paquetes que con tanta ternura y tristeza comprara el día anterior, en la tienda, para su hijo y se los llevó consigo en el mismo estado.

QUINTA PARTE – Capítulo 31
A pesar de su inmenso deseo de ver a su hijo, a pesar del mucho tiempo que hacía que meditaba y preparaba la entrevista, Anna no esperaba que hubiese de impresionarla tan profundamente.
De vuelta a su solitario cuarto del hotel, no pudo comprender durante largo rato por qué estaba allí.
«Todo aquello ha terminado y vuelvo a estar sola», se dijo al fin.
Y, sin quitarse el sombrero, se dejó caer en una butaca próxima a la chimenea.
Fijó la mirada en el reloj de bronce próximo a la ventana y comenzó a reflexionar. La doncella francesa que trajera del extranjero entró para saber si debía vestirla.
Anna la miró sorprendida y dijo:
–Luego.
El criado llevó el café.
–Luego –volvió a decir.
La nodriza italiana, que acababa de vestir a la niña, entró y se la presentó a Anna.
La pequeña, llenita y bien nutrida, al ver a su madre tendió como siempre sus bracitos hacia ella, con las palmas de las manos vueltas hacia abajo y, sonriendo con su boca sin dientes, comenzó a mover las manitas como un pez las aletas, produciendo un ruido seco con los pliegues almidonados de su faldón.
Era imposible no sonreír, no besar a la niña; imposible no dejarle coger el dedo, al que ella se asió chillando y saltando con todo su cuerpo, imposible también no ofrecerle los labios que ella, persiguiendo un beso, tomó con su boquita.
Anna la cogió en brazos, la hizo saltar en ellos, besó su fresca mejilla… Pero, al ver a la pequeña, comprendió con claridad que lo que sentía por ella no era ni siquiera afecto comparado con lo que experimentaba por Sergei.
Todo en aquella niña era gracioso pero, sin saber por qué, no llenaba su corazón. En el primer hijo, aunque fuera de un hombre a quien no amaba, había concentrado todas sus insatisfechas ansias de cariño.
La niña había nacido en circunstancias más penosas y no se había puesto en ella ni la milésima parte de los cuidados que se dedicaran al primero.
Además, la niña no era aún más que una esperanza, mientras que Sergei era ya casi un hombre, un hombre querido, en el cual se agitaban ya pensamientos y sentimientos. Sergei la comprendía, la amaba, la estudiaba, pensaba Anna, recordando las palabras y las miradas de su hijo.
¡Y estaba separada de él para siempre!, no sólo materialmente, sino también en lo moral, y esta situación no tenía remedio.
Anna entregó la niña a la nodriza, dejó marchar a ésta y abrió el medallón que contenía el retrato de Sergei casi con la misma edad que ahora tenía la niña.
Luego se levantó y, quitándose el sombrero, tomó de una mesita el álbum en que había fotografías de él a diferentes edades y, para compararlas, las sacó todas.
Quedaba una, la última y la mejor. Sergei, vestido con camisa blanca, sentado a horcajadas sobre la silla entornaba los ojos y sonreía. Era su expresión más característica y aquella en la que había salido con más naturalidad.
Anna trató de sacar aquella fotografía con sus pequeñas manos blancas, con sus dedos largos y delgados, tirando de las puntas de la cartulina. Pero la fotografía se resistió y no pudo sacarla. Como no tenía plegadera a mano, sacó la fotografía inmediata, que era un retrato de Vronsky con sombrero redondo y cabellos largos, hecho en Roma, para empujar con ella el de Sergei.
«¡Ah, es él!», se dijo al ver la fotografía.
Y de pronto recordó quién era la causa de su actual dolor. En toda la mañana no lo había recordado una sola vez. Pero ahora, viendo aquel rostro noble y varonil, tan conocido y querido, Anna sintió de pronto que la inundaba una ola de ternura hacia Vronsky.
«¿Dónde estará? ¿Por qué me deja sola con mis penas?», pensó de pronto, con un sentimiento de reproche, olvidando que ella misma ocultaba a Vronsky todo lo referente a su hijo.
Envió a buscarlo, rogándole que subiera en seguida, y lo esperó imaginando, con el corazón palpitante, las palabras con que iba a contárselo todo y las expresiones de amor con que él la consolaría.
El criado subió diciendo que el señor tenía una visita, pero que iría en seguida y que deseaba saber si ella podía recibirlo en compañía del príncipe Jachvin, que había llegado a San Petersburgo.
«No vendrá solo… ¡Y no me ha visto desde ayer a la hora de comer!», pensó. «No podré explicárselo todo… Vendrá con Jachvin…»
De pronto le acudió a la mente un terrible pensamiento. ¿Habría dejado Vronsky de amarla?
Recordando los hechos de los últimos días, parecíale ver en cada uno de ellos la confirmación de sus sospechas.
El día anterior, Vronsky no había almorzado en casa; además insistió en que en San Petersburgo se instalaran separadamente; y ahora no venía solo, para evitar verla cara a cara.
« Debería decírmelo, debo saberlo… Si lo supiera, ya acertaría yo lo que me convendría hacer», se decía Anna, sintiéndose sin fuerzas para imaginar la situación en que quedaría cuando se cerciorase de la indiferencia de Vronsky.
Pensando que él había dejado de amarla, sentíase en un extraño estado de excitación, casi desesperada.
Llamó a la doncella y se fue al tocador. Al vestirse, se ocupó de su atavío más que todos aquellos días, como si Vronsky, en caso de que la hubiera dejado de amar, pudiese enamorarse de nuevo viéndola mejor vestida y peinada.
El timbre sonó antes de que hubiera terminado.
Cuando salió al salón, no fue la mirada de Vronsky, sino la de Jachvin, la primera que halló.
Vronsky contemplaba las fotografías de su hijo que ella había dejado sobre la mesa y no se apresuró a mirarla.
–Ya nos conocemos ––dijo Anna, poniendo su manecita en la manaza de Jachvin, que la saludaba confuso, ya que, en contraste con su enorme estatura, era un hombre de una gran timidez. –Nos conocimos en las carreras, el año pasado. ¡Démelas! ––dijo Anna, dirigiéndose ahora a Vronsky y asiendo con un rápido ademán los retratos que él examinaba y mirándole significativamente con sus ojos brillantes. –¿Qué tal este año las carreras? –preguntó luego a Jachvin– Yo he asistido a las del Corso, en Roma. Ya sé que a usted no le gusta la vida extranjera –agregó, sonriendo dulcemente– Lo conozco bien y sé todas sus preferencias, a pesar de las pocas veces que nos hemos visto.
–Lo siento, porque todas mis preferencias son, en general, de muy mal gusto –dijo Jachvin, mordiéndose la guía izquierda del bigote.
Después de charlar un rato y viendo que Vronsky consultaba el reloj, Jachvin preguntó a Anna si estaría mucho tiempo en San Petersburgo e irguiendo su imponente figura, cogió su gorra de uniforme.
–Creo que no mucho –repuso Anna, mirando a Vronsky con inquietud.
–¿De modo que ya no nos veremos? –preguntó a su amigo levantándose– ¿Dónde comes hoy?
–Vengan a comer los dos conmigo. ––dijo Anna, enfadándose consigo misma al notar que se ruborizaba como siempre que mostraba su situación ante una persona más– La comida aquí no es gran cosa, pero así se verán ustedes… Alexis, de sus compañeros de regimiento, es a usted a quien aprecia más.
–Muchas gracias –contestó Jachvin con una sonrisa en la que Vronsky leyó que Anna le había agradado.
Jachvin saludó y salió. Vronsky quedó un poco atrás.
–¿Te vas también? –preguntó Anna.
–Se me hace tarde ––contestó él.
Y gritó a Jachvin:
–¡Ahora te alcanzo!
Anna cogió la mano de Vronsky y, sin apartar la mirada de él, buscando en su mente lo que pudiera decir para retenerle, dijo:
–Espera, quiero decirte una cosa.
Le cogió la mano y la apretó contra su rostro.
– ¿Te disgusta que lo haya invitado a comer? –añadió.
–Has hecho muy bien –repuso Vronsky, con tranquila sonrisa, descubriendo las apretadas hileras de sus dientes y besándole la mano.
–Alexis, ¿sigues siendo el mismo para mí? –preguntó Anna, apretando la mano de él entre las suyas –Sufro mucho aquí, Alexis. ¿Cuándo nos vamos?
–Pronto, pronto… No sabes lo penosa que me resulta también a mí la vida aquí–dijo él retirando su mano.
–Ve, ve –repuso Anna ofendida.
La dejó y salió de la habitación rápidamente.

QUINTA PARTE – Capítulo 32
Cuando Vronsky volvió, Anna no estaba aún en casa.
A poco de irse él, según le dijeron, había llegado una señora y ambas se habían marchado juntas.
Que ella saliera sin decirle a dónde iba, lo que no había sucedido hasta ahora, y que por la mañana hubiese hecho lo mismo, todo ello unido a la extraña expresión del rostro de Anna y al tono hostil con que por la mañana, en presencia de Jachvin, le había arrebatado las fotografías de su hijo, obligó a Vronsky a reflexionar.
Se dijo que debía hablar con ella y la esperó en el salón.
Pero Anna no volvió sola, sino con su tía, la vieja solterona princesa Oblonskaya, que era la señora que había ido allí por la mañana y con la que Anna había salido de compras.
Al parecer, ella no veía la expresión, interrogativa y preocupada, del rostro de Vronsky, mientras le contaba alegremente lo que había comprado por la mañana. Él notó que le pasaba algo extraño. En sus ojos brillantes, cuando por un momento se detuvieron en Vronsky, había una atención forzada y hablaba y se movía con aquella rapidez nerviosa que en los primeros tiempos de sus relaciones con ella le seducía y que ahora le inquietaba y llenaba de disgusto.
La mesa estaba servida para cuatro. Todos se preparaban a pasar al comedorcito, cuando llegó Tuschkevich con un recado de la princesa Betsy para Anna.
Betsy le pedía perdón por no poder ir a saludarla antes de que marchase, ya que estaba indispuesta, y rogaba a su amiga que fuese a visitarla de seis y media a nueve.
Vronsky la miró al advertir que la hora que se le señalaba indicaba que se tomaban medidas para impedir que Anna coincidiese con nadie, pero ella pareció no advertirlo.
–Siento que no me sea posible ir precisamente a esa hora –dijo Anna con sonrisa imperceptible.
–La Princesa lo sentirá mucho.
–También yo.
–¿Irá usted a oír a la Patti? –preguntó Tuschkevich.
–¿La Patti? Me da usted una idea. Iría con gusto si fuese posible encontrar un palco.
–Yo lo puedo buscar –ofreció Tuschkevich.
–Se lo agradecería mucho. ¿Quiere comer con nosotros?
Vronsky se encogió levemente de hombros. Decididamente, no comprendía la actitud de Anna. ¿Por qué había hecho venir a la vieja Princesa, por qué invitaba a comer a Tuschkevich y –lo que era más sorprendente– por qué le pedía el palco? ¿Cómo era posible, en su situación, ir a oír a la Patti en un espectáculo de abono al que asistiría todo el gran mundo conocido? La miró con gravedad y ella le correspondió con una mirada atrevida, cuya significación Vronsky no pudo comprender y no supo si era alegre o desesperada.
Durante la comida, Anna estuvo agresivamente alegre y hasta pareció coquetear con Tuschkevich y con Jachvin.
Cuando se levantaron de la mesa, mientras Tuschkevich iba a buscar el palco y Jachvin salió para fumar, Vronsky bajó con él a sus habitaciones.
Permaneció allí unos minutos y volvió rápidamente arriba.
Anna estaba ya vestida con un traje de terciopelo claro, que se había hecho en París y que dejaba ver parte de su busto. En la cabeza llevaba una rica mantilla blanca que realzaba su rostro y conjuntaba muy bien con su belleza resplandeciente.
–¿Es que está usted realmente decidida a ir al teatro? –preguntó Vronsky, procurando eludir su mirada.
–¿Por qué me lo pregunta con ese temor? –repuso ella, ofendida de nuevo al notar que él no la miraba ¿Es que me está prohibido ir?
Al parecer, ella no comprendía el significado de sus palabras.
–Claro que nada lo prohíbe –contestó Vronsky, frunciendo el entrecejo.
–Lo mismo digo yo –repuso Anna, con intención, sin comprender la ironía de su tono y desplegando, calmosamente, su guante largo y perfumado.
–¡Por Dios, Anna! ¿Qué le pasa? –exclamó Vronsky, como si tratase de despertarla a la realidad en el mismo tono que lo hacía su marido en otros tiempos.
–No comprendo lo que me pregunta.
–Bien sabe que no es posible ir.
–¿Por qué? No voy sola. La princesa Bárbara ha ido a vestirse y me acompañará.
Vronsky se encogió de hombros, perplejo y desesperado.
–¿No sabe…? ––empezó.
–Ni lo quiero saber.–contestó Anna, casi a gritos– No quiero… ¿Acaso me arrepiento de lo hecho? ¡No, no y no! Y si hubiera empezado así desde el principio, habría sido mejor. Para usted y para mí lo único importante es una cosa: si nos amamos o no. ¡Y nada más! ¿Por qué vivimos aquí separados, sin apenas vernos? ¿Por qué no he de ir al teatro? Te quiero y todo lo demás me da igual –añadió en ruso, mirándole con un brillo en los ojos incomprensible para Vronsky–con tal que tú no hayas cambiado. ¿Por qué me miras así?
Él la miraba, en efecto, examinando la belleza de su rostro y su vestido, que le sentaba admirablemente.
Pero ahora su belleza y su elegancia eran, precisamente, lo que despertaba su irritación.
–Usted sabe que mis sentimientos no pueden cambiar pero le pido, le ruego, que no vaya –––dijo otra vez en francés con una suave súplica en su voz pero con fría mirada.
Anna no oía sus palabras; sólo veía el frío de su mirada y contestó con enfado:
–Le ruego que me diga por qué no puedo ir.
–Porque esto puede motivar… algún… algo…
Vronsky titubeó.
–No lo entiendo. Jachvin n’est pas compromettant y la princesa Bárbara no vale menos que otras. ¡Ah, aquí viene!

QUINTA PARTE – Capítulo 33
Vronsky experimentó por primera vez un sentimiento de enojo contra Anna por su voluntaria incomprensión de la situación presente, sentimiento que se hacía más vivo por la imposibilidad de explicarle la causa de su disgusto.
De decir francamente lo que pensaba, habría debido decirle:
«Presentarse con ese vestido en compañía de la Princesa, tan conocida por todos, significa, no sólo reconocer su papel de mujer perdida, sino, además, desafiar a toda la alta sociedad, es decir, renunciar a ella para siempre.»
Y eso no se lo podía decir.
«Pero, ¿cómo es posible que ella no lo comprenda? ¿Qué le sucede?», se preguntaba Vronsky, sintiendo a la vez que su respeto hacia Anna disminuía tanto como aumentaba su admiración por su belleza.
Con el entrecejo arrugado volvió a su habitación y, sentándose junto a Jachvin –quien, con los pies estirados sobre una silla, bebía coñac con agua de Seltz–, ordenó que le llevaran la misma bebida.
–Volviendo a lo de «Moguchy», el caballo de Lankovsky, –dijo Jachvin– es un buen animal y te aconsejo que lo compres.
Y prosiguió, mirando el rostro grave de su amigo:
–Es un poco caído de grupa, pero de cabeza y de patas no deja nada que desear.
–Creo que lo compraré –repuso Vronsky.
Se interesó en la charla sobre caballos, pero continuamente pensaba en Anna, escuchando sin querer los pasos que sonaban en el corredor y mirando el reloj de la chimenea.
–Anna Arkadievna ha ordenado que les diga que sale para el teatro –dijo el criado, entrando.
Jachvin vertió una copa más de coñac en el agua de Seltz, bebió y se levantó, abrochándose el uniforme.
–¿Vamos? –dijo, sonriendo levemente bajo el bigote y mostrando con su sonrisa que comprendía el descontento de Vronsky, aunque no le daba importancia.
–Yo no voy –repuso Vronsky, serio.
–Yo no puedo dejar de ir. Lo he prometido. Hasta luego, pues. Y, si no, ¿por qué no vas a butacas? Quédate con la de Krasinsky –dijo Jachvin, saliendo.
–Tengo que hacer.
«La mujer propia da muchas preocupaciones y la que no lo es, más aún», pensó Jachvin, al salir del hotel.
Vronsky, una vez solo, se levantó de la silla y se puso a pasear por la habitación.
«Hoy es la cuarta de abono. Eso significa que asistirá todo San Petersburgo. Seguramente, estarán allí mi madre y Egor con su mujer. Ahora Anna entra, se quita el abrigo, aparece en plena luz… Y con ella Tuschkevich, Jachvin, la princesa Bárbara…», pensaba Vronsky, imaginando la entrada de Anna en el teatro.
«¿Y yo? O dirán que tengo miedo, o que he librado en Tuschkevich de la obligación de protegerla. Por donde quiera que se mire, es absurdo. ¡Absurdo, absurdo! ¿Por qué se empeñará en ponerme en esta situación?», se preguntó, agitando violentamente las manos.
Este ademán lo hizo tropezar con la mesita en la que estaba la botella de coñac y el agua de Seltz y faltó poco para que la derribase. Al tratar de sostenerla, la hizo caer y, enojado, dio un puntapié a la mesa y llamó al ayuda de cámara.
–Si quieres estar a mi servicio, acuérdate de lo que debes hacer. ¡Que no vuelva a pasar esto! ¡Llévatelo!–dijo al criado que entraba.
El sirviente, sabiendo que la culpa no era suya, trató de justificarse; pero, al mirar a su señor, comprendió por su rostro que valía más callar. Así, pues, inclinándose sobre la alfombra, balbuceó unas excusas y comenzó a separar las botellas y copas rotas de las que habían quedado intactas.
–Eso no es cosa tuya. Manda al lacayo que lo recoja y prepárame el frac.
Vronsky entró en el teatro a las ocho y media.
La función estaba en su apogeo. El anciano acomodador, al quitar a Vronsky el abrigo de piel, lo reconoció, lo llamó «Vuestra excelencia» y le dijo que no era necesario que recogiese el número del abrigo, sino que bastaba con que al salir llamase a Fedor.
En el pasillo, bien iluminado, no había nadie, fuera del acomodador y de dos lacayos que, con sendas pellizas al brazo, escuchaban junto a la puerta.
Tras la puerta entornada, oíanse los acordes de un staccato de la orquesta y una voz femenina que cantaba una frase musical.
La puerta se abrió dando paso al acomodador y la frase, que concluía, hirió el oído de Vronsky. Pero la puerta se cerró en seguida y Vronsky no oyó el final de la frase ni la cadencia y sólo por la explosión de aplausos, que retumbó, comprendió que la romanza estaba terminando.
Al entrar en la sala, iluminada por arañas y lámparas de gas, continuaban aún los aplausos. En el escenario, la cantante, espléndida con sus hombros escotados y sus brillantes, se inclinaba y sonreía. El tenor, que la tenía de la mano, la ayudaba a coger los ramos de flores que volaban sobre la orquesta. Luego ella se acercó a un señor de cabellos peinados a raya y lustrosos de cosmético, que extendía sus largos brazos por encima del borde del escenario brindándole un objeto.
El público de palcos y butacas se agitaba, se echaba hacia delante, gritaba, aplaudía.
El director de orquesta, desde su altura, ayudaba a entregar los objetos y se arreglaba cada vez la blanca corbata.
Vronsky pasó al centro de la platea, se detuvo y miró en derredor. Se fijo con menos interés que de costumbre en el ambiente, tan conocido y habitual, en el escenario, en el bullicio, en el poco atrayente rebaño de los espectadores del teatro, que estaba lleno a rebosar.
Como siempre, se veían las mismas señoras en los mismos palcos y, como siempre, tras ellas se veían oficiales; en butacas, las mismas mujeres multicolores, uniformes, levitas; la misma sucia gentuza en el paraíso; y entre toda aquella gente, en las primeras filas y los palcos, unas cuarenta personas, unos cuarenta hombres y mujeres «de verdad». Fue en este oasis donde Vronsky detuvo al punto su atención, dirigiéndose allí al momento.
El acto terminaba cuando entró, por lo que, sin pasar al palco de su hermano, cruzó ante él y se colocó próximo a la rampa, al lado de Serpujovskoy, quien, doblando la rodilla y golpeando con el tacón en la rampa, lo llamó sonriendo, al verle de lejos.
Vronsky no había visto a Anna, todavía y, a propósito, no miraba hacia ella, pero por la dirección de las miradas sabía dónde se encontraba.
Discretamente empezó a observar, esperando lo peor: buscaba a Alexis Alexandrovich.
Afortunadamente, éste no estaba hoy en el teatro.
–¡Qué poco te ha quedado de militar! Pareces un artista, un diplomático o algo por el estilo –le dijo Serpujovskoy.
–En cuanto he vuelto a Rusia, he adoptado el frac –contestó Vronsky, sonriendo y sacando lentamente los gemelos.
–Confieso que en eso te envidio. Yo, cuando vuelvo del extranjero, me pongo esto ––dijo Serpujovskoy, tocándose las charreteras– y siento en seguida que no soy libre.
Hacía tiempo que Serpujovskoy había desesperado de que su amigo hiciese carrera pero le quería como siempre y ahora se mostraba particularmente amable con él.
Vronsky, escuchándolo a medias, pasaba los binoculares de los palcos de platea a los del primer piso.
Junto a una señora con turbante y un anciano calvo, que pestañeaba malhumorado ante el binóculo de Vronsky, en continua busca, vio de pronto a Anna, orgullosa, bellísima y sonriente, entre sedas y encajes.
Estaba en el quinto palco de platea, a unos veinte pasos de él y sentada en la delantera del palco, ligeramente inclinada, hablaba en aquel momento con Jachvin.
La postura de su cabeza sobre sus amplios y hermosos hombros y la radiación contenidamente emocionada de sus ojos y todo su rostro, le recordaban a Vronsky tal como era cuando la vio por primera vez en Moscú.
Pero, a la sazón, consideraba su belleza de otro modo, con un sentimiento privado de todo misterio y, por ello, su belleza, si bien le atraía más que antes, le disgustaba a la vez.
No miraba hacia él, pero Vronsky sabía que ya lo había visto.
Cuando dirigió de nuevo los binoculares hacia allí, vio que la princesa Bárbara, muy encarnada, reía forzadamente, mirando sin cesar al palco próximo. Pero Anna, plegando el abanico y dando golpecitos con él en el terciopelo encarnado de la barandilla del palco, no veía ni quería ver lo que pasaba en aquel palco.
El rostro de Jachvin presentaba igual expresión que cuando perdía en el juego. Frunciendo las cejas y mordiendo cada vez más la guía izquierda de su bigote, miraba también de reojo al palco inmediato.
En éste, el de la izquierda, estaban los Kartasov. Vronsky los conocía y sabía que Anna los conocía también. La Kartasova, una mujer pequeña y delgada, estaba de pie en el palco, de espaldas a Anna, poniéndose la capa que le sostenía su marido. Mostraba un rostro pálido y enojado y hablaba con agitación.
Kartasov, un hombre grueso y calvo, trataba de calmar a su mujer, mirando sin cesar hacia Anna.
Cuando su esposa salió, Kartasov tardó mucho en seguirla, buscando la mirada de Anna, con evidente deseo de saludarla. Pero, probablemente a propósito, Anna, volviéndose sin mirarle, hablaba a Jachvin, que le escuchaba inclinando la cabeza hacia ella.
Kartasov salió sin saludar y el palco quedó vacío.
Vronsky no podía saber lo que había sucedido entre Anna y ellos, pero sí que era algo terriblemente ofensivo para su amada. No sólo lo adivinó por lo que había visto, sino, principalmente, por el rostro de Anna que, sin duda, había reunido todas sus fuerzas para mantenerse en el papel que se había impuesto: mostrar una completa calma exterior.
Y en ello había triunfado plenamente. Quien no la conociera, quienes no conocieran su mundo, quienes nada supieran de las exclamaciones de indignación y sorpresa de las mujeres que comentaban que osara presentarse en su mundo, tan llamativa con su mantilla de encajes, en toda su belleza –esos habrían admirado la impasibilidad y hermosura de Anna, sin sospechar que se sentía como una persona expuesta a la vergüenza pública.
Vronsky, comprendiendo que había sucedido algo e ignorando a ciencia cierta lo que fuera, experimentaba una torturadora inquietud y, en la esperanza de saberlo, decidió ir al palco de su hermano.
Eligiendo la salida de la platea más alejada del palco de Anna, Vronsky tropezó al pasar con el coronel del regimiento en que servía antes, que estaba hablando con dos conocidos suyos.
Oyó mencionar el nombre de los Karenin y notó que el coronel se apresuraba a pronunciar el suyo propio, mirando intencionadamente a los que hablaban.
–¡Hola Vronsky! ¿Cuándo se va a pasar por el regimiento? No podemos despedirnos de usted sin celebrarlo… Usted es uno de los nuestros –dijo el coronel.
–No tengo tiempo. Lo siento mucho… Hablaremos otra vez –repuso Vronsky.
Y subió corriendo la escalera para dirigirse al palco de su hermano. La anciana condesa, madre de Vronsky, siempre peinando sus ricitos de color de acero, estaba también en aquel palco. En el pasillo del primer piso, Vronsky encontró a Varia con la princesa Sorokina.
Apenas divisó a su cuñado, Varia condujo a su acompañante al lado de su madre y, dando la mano a Vronsky, mostrando una emoción que pocas veces había visto en ella, empezó a hablarle de lo que tanto le interesaba.
–Eso ha sido bajo y vil. Madame Kartasova no tenía derecho a… Porque madame Karenin… ––empezó Varia.
–¿Qué ha pasado? No sé nada.
–Pero, ¿no te lo han dicho?
–Comprende que debo ser, lógicamente, el último en enterarme.
–¿Habrá alguien más malvado que esa Kartasova?
–¿Qué ha hecho?
–Me lo contó mi marido. Ha injuriado a la Karenina. Su esposo empezó a hablar con ésta desde su palco y la Kartasova le armó un escándalo. Cuentan que dijo en voz alta palabras ofensivas para la Karenina y salió.
–Le llama su mamá, Conde –anunció la princesa Sorokina, apareciendo en la puerta del palco.
–Te esperaba. –dijo su madre sonriendo con ironía– No se te ve en ningún sitio…
Su hijo notaba que la anciana no podía reprimir una sonrisa alegre.
–Buenas noches, mamá. Venía a saludarla –dijo él, fríamente.
–¿Por qué no vas à faire la cour à madame Karenina? –añadió su madre cuando la princesa Sorokina se hubo alejado –Elle fait sensation. On oublie la Patti pour elle.
–Ya le he rogado, mamá, que no me hable de eso –respondió Vronsky arrugando el entrecejo.
–Digo lo que dicen todos.
Vronsky, sin responder, tras cambiar unas palabras con la princesa Sorokina, se alejó. En la puerta encontró a su hermano.
–¡Oh, Alexis! –––exclamó éste. Esa mujer es una idiota y nada más. ¡Qué asco! Precisamente ahora iba a ver a Anna. Vayamos juntos.
Vronsky no lo escuchaba. Bajó rápidamente la escalera, comprendiendo que debía hacer algo, aunque no sabía qué. Estaba irritado contra Anna, que se había puesto y lo había puesto en aquella falsa situación y, a la vez, la compadecía.
Bajó a la platea y se acercó al palco de Anna. Stremov, en pie ante el palco, hablaba con ella.
–Ya no hay tenores. Le moule en est brisé.
Vronsky saludó a Anna y a Stremov.
–Me parece que ha llegado usted tarde y se ha perdido la mejor aria –dijo ella, mirándole con ironía, según él pensó.
–Soy poco entendido ––contestó Vronsky, mirándola con gravedad.
–Como el príncipe Jachvin, que opina que la Patti canta demasiado alto –repuso Anna, sonriendo –Gracias –añadió, tomando con su pequeña mano cubierta por el largo guante el programa que él había cogido del suelo.
Pero, de pronto, su hermoso rostro se estremeció; se levantó y se retiró al fondo del palco.
Viendo que en el acto siguiente el palco quedaba vacío, Vronsky, seguido por los «¡chist!» del público que escuchaba en silencio los suaves sones de la cavatina, dejó la platea y se fue a casa.
Anna había llegado ya.
Cuando Vronsky entró en sus habitaciones, ella vestía aún el mismo traje que en el teatro. Sentada en la butaca más cercana a la puerta, junto a la pared, miraba ante sí. Lo vio y al momento adoptó la postura de antes.
–¡Anna! –exclamó Vronsky.
–¡Tú tienes la culpa de todo! –gritó ella, entre lágrimas de ira y desesperación, levantándose.
–Te pedí, te rogué, que no fueras al teatro. Sabía que surgirían disgustos.
–¡Disgustos! –exclamó Anna– Fue algo terrible. No lo olvidaré ni en la hora de mi muerte. Dijo que era deshonroso sentarse a mi lado.
–Palabras de una estúpida. –contestó Vronsky– Pero tú no debiste arriesgarte a provocar…
–Detesto tu calma. No debías haberme conducido a esto. Si me amases…
–¿A qué viene ahora hablar de amor, Anna?
–Si me amases como te amo, si sufrieras como yo sufro… –siguió ella, mirándolo con expresión de temor.
Vronsky sentía piedad y despecho a la vez.
Le aseguró que la amaba, comprendiendo que era lo único que la podía tranquilizar por el momento y, aunque la reprochaba en el fondo, no le dijo nada que pudiera disgustarla.
Y aquellas seguridades de amor que, de puro triviales, lo avergonzaban, Anna las oía con emoción y se calmaba poco a poco escuchándolas.
Al día siguiente, ya completamente reconciliados, se fueron al campo, a la hacienda de los Vronsky.

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 27, 28 Y 29

sábado, junio 29th, 2013

Anna Karenina se encuentra con su hijo - Mikhail Vrubel - 1878
Anna Karenina se encuentra con su hijo – Mikhail Vrubel – 1878
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 27
A esta lección seguía la de su padre. Mientras él venía, Sergei se sentó a la mesa, jugueteando con el cortaplumas y pensando.
En el número de las ocupaciones predilectas de Sergei figuraba la de buscar a su madre en el paseo. No creía en la muerte en general, ni en particular en la de su madre, aunque Lidia Ivanovna se lo dijera y papá se lo hubiera confirmado. Por eso, aun después de decirle que había muerto, cuantas veces salía a pasear, continuaba buscándola.
Toda mujer llena, graciosa, de cabellos oscuros, le parecía su madre. En cuanto veía una mujer así, se elevaba en él un sentimiento tan dulce que se ahogaba y las lágrimas le acudían a los ojos. Esperaba que ella, en aquel momento, se acercase a él y se levantase el velo. Vería todo su rostro sonreírle, la abrazaría, percibiría su perfume y la suavidad de su mano y lloraría de dicha, como una noche en que se tendió a sus pies y ella le hacía cosquillas y él reía mordiéndole su blanca mano llena de sortijas.
Cuando supo, casualmente, por el aya, que su madre no había muerto y que su padre y Lidia Ivanovna se lo habían dicho así porque ella era mala (en lo cual él, como la quería tanto, no creyó en modo alguno), siguió esperándola y buscándola todavía con más ahínco.
Hoy, en el Jardín de Verano, había visto una señora alta, con velo lila, a la que había seguido con la mirada, sintiendo el corazón estremecido, pensando que era ella, mientras la estuvo viendo avanzar a su encuentro por el caminito.
Pero la señora no llegó a su lado; desapareció no se sabía por dónde. Y, hoy, Sergei sentía más cariño que nunca hacia su madre y, mientras esperaba a su padre, sin darse cuenta, rayó con el cortaplumas todo el borde de la mesa, mirando ante sí con ojos brillantes y pensando en ella.
–Ya viene papá –interrumpió Basilio Lukich.
Sergei se levantó de un salto, corrió hacia su padre y, después de besarle la mano, lo miró atentamente, esperando descubrir en su rostro señales de alegría relativas a la condecoración de Alejandro Nevsky.
–¿Te has divertido en el paseo? –preguntó Karenin, sentándose en su butaca, acercando la Biblia y abriéndola.
Aunque Alexis Alexandrovich decía a menudo a Sergei que todo cristiano debe conocer bien la Historia Sagrada, él mismo solía consultar la Biblia a menudo y su hijo no dejaba de observarlo.
–Sí, me divertí mucho, papá. –repuso el niño, sentándose de lado en la silla y balanceándola, lo cual le estaba prohibido– He visto a Nadeñka –se refería a una sobrina de Lidia Ivanovna que vivía en casa de ésta– y me ha dicho que le han dado a usted una nueva condecoración. ¿Está usted satisfecho, papá?
–Ante todo, no te balancees así. –repuso su padre– Y luego, lo que debe agradar es el trabajo y no su recompensa. Desearía que te fijaras mucho en esto. Si trabajas y estudias tus lecciones sólo por el premio, el trabajo te parecerá muy pesado. Pero cuando trabajes por amor al trabajo, hallarás en él la mejor recompensa.
Alexis Alexandrovich hablaba así recordando cómo se había sostenido a sí mismo con la idea del deber durante el aburrido trabajo de aquella mañana, consistente en firmar ciento dieciocho documentos.
El dulce y alegre brillo de los ojos de Sergei se apagó y bajó la vista al encontrar la de su padre. Aquel tono, bien conocido, era el que empleaba siempre con él y Sergei sabía cómo debía acogerlo. Su padre le hablaba como dirigiéndose a un niño imaginario, –o así le parecía a Sergei– a un niño como los que se hallan en los libros y a los que Sergei no se parecía en nada.
Pero el niño procuraba, entonces, fingir que era uno de aquellos niños de los libros.
–Espero que lo comprendas –concluyó su padre.
–Sí, papá –respondió Sergei, fingiendo ser aquel niño imaginario.
La lección consistía en escribir de memoria algunos versículos del Evangelio y en dar un repaso al Antiguo Testamento.
Sergei conocía bastante bien los versículos del Evangelio pero ahora, mientras los recitaba, se fijó en el hueso de la frente de su padre y al observar el ángulo que formaba con la sien, el chiquillo se confundió en los versículos y el final de uno lo colocó en el principio de otro que empezaba con la misma palabra.
Karenin notó que el niño no comprendía lo que estaba diciendo y se irritó.
Arrugó el entrecejo y empezó a decir lo que Sergei oyera ya cien veces y no podía recordar por comprenderlo demasiado bien, al estilo de la frase «de repente», que era un modo adverbial.
Miraba, pues, a su padre con asustados ojos, pensando sólo en una cosa: en si le obligaría a repetir lo que decía ahora, como sucedía a veces.
Pero su padre no le hizo repetir nada y pasó a la lección del Antiguo Testamento, Sergei recitó bien los hechos, pero cuando pasó a explicar la significación profética que tenían algunos, manifestó una total ignorancia, a pesar de que ya había sido otra vez castigado por no saber la misma lección.
Y cuando no pudo ya contestar absolutamente nada y quedó parado, rayando la mesa con el cortaplumas, fue al tratar de los patriarcas antediluvianos. No recordaba a ninguno de ellos, excepto a Enoch, arrebatado vivo a los cielos. Antes recordaba los nombres, pero ahora los había olvidado completamente, sobre todo porque de todas las figuras del Antiguo Testamento la que prefería era la de Enoch y porque junto a la idea del rapto del profeta se mezclaba en su cerebro una larga cadena de pensamientos a los que se entregaba también ahora, mientras miraba con ojos extáticos la cadena del reloj y un botón a medio abrochar del chaleco de su padre.
Sergei se negaba en redondo a creer en la muerte, de la que le hablaban tan a menudo. No creía que pudieran morir las personas a quienes quería y, sobre todo, él mismo. Le parecía imposible e incomprensible.
Pero como le decían que todos terminaban muriendo, lo preguntó a personas en quienes confiaba y todos se lo confirmaron. El aya decía también que sí, aunque de mal grado. Pero Enoch no había muerto, lo que probaba que no todos mueren.
«¿Por qué no puede todo el mundo hacerse agradable a Dios para ser llevado vivo a los cielos?», pensaba Sergei. Los malos, es decir, los que Sergei no quería, sí podían morir, pero los buenos debían ser todos como Enoch.
–A ver: ¿cuáles fueron los patriarcas?
–Enoch, Enoch…
–Ya lo has dicho. Mal, muy mal, Sergei… Si no tratas de saber lo que más importancia tiene para un cristiano, ¿cómo puede interesarte lo demás? –dijo el padre, levantándose– Estoy descontento de ti y también lo está Pedro Ignatievich. –se refería al sabio pedagogo– Tendré que castigarte.
Padre y profesor estaban, en efecto, descontentos de Sergei. Y, a decir verdad, el niño era bastante desaplicado. Pero no podía decirse que fuera un niño de pocas aptitudes. Al contrario: era más despejado que otros a los que el profesor le ponía como ejemplo. A juicio de su padre, Sergei no quería estudiar lo que le mandaban. Pero en realidad no podía estudiar porque en su alma había exigencias más apremiantes que las que le imponían su padre y su profesor. Y como aquellas dos clases de exigencias estaban en oposición, Sergei luchaba contra sus educadores abiertamente.
Tenía nueve años, era un niño, pero conocía su alma, la quería y la cuidaba como el párpado cuida del ojo y, sin la llave del afecto, no permitía a nadie penetrar en ella. Sus educadores se quejaban, pero él no quería estudiar y, sin embargo, su alma rebosaba de ansia de saber. Y aprendía de Kapitonich, del aya, de Nadeñka, de Basilio Lukich, mas no de sus maestros. El agua con que el padre y el pedagogo trataban de mover las ruedas de su molino, ya goteaba y trabajaba por otro lado.
El padre castigó a Sergei prohibiéndole ir a casa de la sobrina de Lidia Ivanovna, pero el castigo, más que entristecerlo, lo alegró. Basilio Lukich estaba de buen humor y le enseñó a hacer molinos de viento.
Pasó, pues, toda la tarde trabajando y meditando en cómo podría hacer un molino en el cual uno pudiese girar asiéndose a las aspas o atándose a ellas.
No pensó en su madre en toda la tarde pero, una vez acostado, la recordó de pronto y rogó a Dios, a su manera, para que dejara de ocultarse y lo visitara al día siguiente, que era el de su cumpleaños.
–Basilio Lukich, ¿sabe por lo que he rezado, además de lo de todos los días?
–Por estudiar mejor.
–No.
–Por recibir juguetes.
–No. No lo adivinará. Es una cosa magnífica… pero es un secreto. Cuando llegue, se lo diré… ¿No lo adivina?
–No, no, no lo adivino. Dígamelo… –repuso Basilio Lukich, sonriendo, lo cual ocurría pocas veces– En fin, duérmase, más valdrá… Voy a apagar la vela.
–Sin la vela veo mejor lo que quiero ver y por lo que he rezado. ¡Por poco le descubro mi secreto! – exclamó Sergei, riendo alegremente.
Cuando se llevaron la vela, Sergei vio y sintió a su madre. Estaba de pie ante él y le acariciaba con su mirada amorosa. Luego había molinos, cortaplumas… En la mente de Sergei todo se fue confundiendo, hasta que se durmió.

QUINTA PARTE – Capítulo 28

Vronsky y Anna, al llegar a San Petersburgo, se hospedaron en uno de los mejores hoteles. Vronsky se instaló en el piso bajo y Anna, con la niña, la nodriza y la doncella, en un departamento de cuatro habitaciones.
El mismo día de su llegada, Vronsky visitó a su hermano y encontró allí a su madre, venida de Moscú para sus asuntos.
Su madre y su cuñada lo recibieron como siempre, le preguntaron por su viaje al extranjero, hablaron de sus conocidos y no dijeron ni una palabra de sus relaciones con Anna.
Pero cuando su hermano lo visitó al siguiente día, le preguntó por ella. Alexis Vronsky le declaró francamente que consideraba sus relaciones con Anna como un matrimonio legal y que esperaba arreglar el divorcio y casarse entonces pero que para él Anna era ya su mujer como cualquier otra y le rogaba que lo dijese así a su madre y a su cuñada.
–Si la buena sociedad no lo aprueba, me da igual. –añadió Vronsky– Pero si mi familia quiere conservar conmigo relaciones de parentesco, debe hacerlas extensivas a mi mujer.
Su hermano mayor, que respetaba siempre las ideas del otro, no sabía qué decir, hasta que el mundo sancionara o no esta decisión. Pero, como él personalmente no tenía nada que oponer, entró con Alexis a ver a Anna.
En presencia de su hermano, como ante los demás, Vronsky la trató de usted, como a una amiga íntima. Pero quedaba sobreentendido que el hermano conocía aquellas relaciones y se habló de que Anna fuera a la finca de los Vronsky.
Pese a su tacto mundano, Vronsky, en virtud de la falsa posición en que se encontraba, incurría en un extraño error. Debía haber comprendido que el mundo estaba cerrado para él y para Anna. Pero actualmente nacía en su cerebro la vaga idea de que, si eso era así antiguamente, ahora, dado el rápido progreso humano (a la sazón era muy partidario de todos los progresos), el punto de vista de la sociedad había cambiado y por tanto la cuestión de si ellos serían recibidos en sociedad o no, no estaba aún decidida.
«Claro que los círculos de la Corte no la recibirán», se decía, «pero los allegados deben y pueden comprendernos».
Se puede muy bien estar sentado con las piernas encogidas y sin cambiar de posición durante varias horas sabiendo que nada impedirá cambiar de postura. Pero si se sabe que obligatoriamente se ha de permanecer sentado con las piernas encogidas, se sufren calambres y los pies tiemblan y necesitan estirarse.
Lo mismo sentía Vronsky respecto al gran mundo. Aunque en el fondo de su alma sabía que estaba cerrado para ellos, quería probar a ver si, con el cambio de las costumbres, los aceptaba.
No tardó en darse cuenta de que el mundo seguía abierto para él personalmente, pero no para Anna. Como en el juego del gato y el ratón, los brazos que se alzaban para darle paso se bajaban al ir a pasar ella.
Una de las primeras mujeres distinguidas a quienes Vronsky vio, fue a su prima Betsy.
–¡Al fin! –exclamó alegremente Betsy– ¿Y Anna? ¡Cuánto me alegro de verlo! ¿Dónde han estado? Deben de encontrar muy feo San Petersburgo después de su espléndido viaje. ¡Ya me imagino su luna de miel en Roma! ¿Y el divorcio? ¿Lo han obtenido?
Vronsky notó que el entusiasmo de Betsy decaía algo cuando le contestó que aún no habían conseguido el divorcio.
–Van a lapidarme –dijo Betsy– pero, no obstante, visitaré a Anna. Sí, iré de todos modos. ¿Permanecerán aquí por mucho tiempo?
El mismo día, en efecto, visitó a Anna. Pero su tono era totalmente distinto del de antes. Se la notaba orgullosa de su atrevimiento y quería que Anna apreciase la fidelidad de sus sentimientos amistosos.
Sólo estuvo unos diez minutos. Habló de las novedades del mundo y al marcharse dijo:
–No me han dicho cuándo obtendrán el divorcio. Aunque yo me he liado la manta a la cabeza habrá algunas orgullosas que la recibirán fríamente mientras no estén casados. Y con lo sencillo que es eso ahora… Ça se fait… ¿Así que se van el viernes? Siento que no nos podamos ver más por ahora…
Por el acento de Betsy, Vronsky podía comprender lo que debía esperar del gran mundo, pero aun hizo una prueba más con la familia.
No ponía mucha esperanza en su madre. Sabía que ésta, tan entusiasmada con Anna cuando la conoció, era ahora inflexible con ella, pensando que había arruinado la carrera de su hijo. Pero Vronsky confiaba mucho en su cuñada Varia. Parecíale que ella, incapaz de tirar la primera piedra, resolvería, con toda naturalidad, ver a Anna y recibirla en su casa.
Al día siguiente de llegar, fue, pues, a visitarla y, hallándola sola, le expuso francamente su deseo.
Varia, después de oírlo, le contestó:
–Ya sabes, Alexis, que te aprecio y estoy dispuesta a hacer por ti todo lo que sea. Pero he callado porque en nada puedo seros útil a Anna Arkadievna y a ti. –pronunció «Arkadievna» con una entonación particular –No pienses, te lo ruego –prosiguió– que la censuro. Eso nunca. Quizá yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. No puedo entrar en detalles –continuó con timidez, mirando el rostro grave de Vronsky– pero las cosas hay que llamarlas por su nombre. Tú quieres que yo vaya a su casa, que la reciba y que con eso la rehabilite ante el mundo. Pero, compréndelo, esto «no puedo hacerlo». Tengo hijos, debo vivir en sociedad por mi marido. Si visito a Anna Arkadievna ella comprenderá que no puedo invitarla a casa o que debo hacerlo de manera que no se encuentre aquí con nadie y eso la ofenderá también No puedo levantarla de…
–No creo que Anna haya caído más bajo que cientos de mujeres que vosotros recibís –interrumpió Vronsky con mayor gravedad.
Y se levantó, adivinando que la decisión de su cuñada era irrevocable.
–Te ruego, Alexis, que no te enfades conmigo. Comprende que no tengo la culpa…
Y Varia lo miraba con tímida sonrisa.
–No me enfado contigo –repuso él, siempre serio– pero esto en ti me es doblemente penoso y lo siento porque rompe nuestra amistad. Ya comprenderás que para mí no puede ser de otro modo.
Y con esto, Vronsky la dejó.
Reconoció, pues, que sus esfuerzos eran vanos y que debía pasar aquellos días en San Petersburgo como en una ciudad desconocida, evitando su relación con el mundo de antes, para no sufrir escenas desagradables y no soportar dolorosas ofensas.
Una de las cosas principalmente ingratas en su situación, era que su nombre y el de Karenin se oían en todas partes. Imposible hablar de nada sin que el nombre de Alexis Alexandrovich surgiera en la conversación, imposible ir a parte alguna sin riesgo de encontrarlo.
Así, al menos, le parecía a Vronsky, de la misma manera que a un enfermo a quien le duele el dedo se le antoja que todos los golpes van a parar a él.
A Vronsky la existencia en San Petersburgo le fue todavía más penosa, porque durante todo aquel tiempo advirtió en Anna una actitud incomprensible para él.
Algo la atormentaba, sin duda, y algo le ocultaba. No mostraba reparar en las afrentas que emponzoñaban la vida de él y que, dada su aguda sensibilidad, debían forzosamente de haberle sido también a ella muy dolorosas.

QUINTA PARTE – Capítulo 29
Uno de los fines principales del viaje a Rusia, era, para Anna, ver a su hijo.
Desde que salió de Italia, la idea de verle no dejó un momento de conmoverla y, cuanto más se acercaba a San Petersburgo, mayor le parecía el encanto y la transcendencia de aquel encuentro con el niño.
Figurábasele sencillo y natural ver a su hijo, hallándose en la misma ciudad que él; pero, una vez en San Petersburgo, se hizo evidente su situación ante la sociedad y comprendió que no sería nada fácil arreglar aquella entrevista.
Llevaba ya dos días en la ciudad y, aunque la idea de verle no la dejaba un momento, no había adelantado ni un solo paso en aquel camino.
Anna reconocía que no tenía derecho a ir abiertamente a casa de Karenin, a riesgo de encontrarlo y que podía muy bien suceder que le prohibieran la entrada, cosa que la habría llenado de vergüenza.
Sólo el pensar en escribir a su marido y cruzar cartas con él, le suponía ya un tormento. Únicamente cuando no se acordaba de su marido, podía estar tranquila. Ver a su hijo en el paseo, enterándose de a dónde y cuándo salía el niño, no le bastaba. ¡Se preparaba tanto para esa entrevista, tenía tantas cosas que decirle, deseaba tan ardientemente besarlo y poderlo estrechar entre sus brazos!
La vieja aya de Sergei podía orientarla y aconsejarla en ello. Pero el aya no estaba en casa de Karenin.
Entre estas dudas y en la búsqueda del aya, pasaron dos días.
Al informarse de las relaciones que unían ahora a Karenin y a Lidia Ivanovna, Anna decidió al tercer día escribir a la Condesa.
Aquella carta, que le costó tanto trabajo y en la que mencionaba intencionadamente la grandeza de alma de su marido, estaba escrita con la esperanza de que la viese él y, continuando en su papel magnánimo, le concediera lo que pedía.
El enviado que llevara la carta trajo una respuesta cruel e inesperada: que no había contestación.
Jamás se sintió tan humillada como en aquel momento en que, llamando al enviado, le oyó detallar cómo le habían hecho esperar y cómo, luego, le dijeron que no había respuesta.
Anna se sintió humillada y ofendida pero reconocía que, desde su punto de vista, la condesa Lidia Ivanovna tenía razón.
Su dolor era tanto más hondo, cuanto que había de soportarlo ella sola. No podía ni quería compartirlo con Vronsky. Sabía que, aunque era él la causa principal de su desventura, la entrevista con su hijo había de parecerle una cosa sin importancia. A su juicio, Vronsky no podría comprender nunca toda la intensidad de su sufrimiento y temía, como nunca había temido, experimentar hacia él un sentimiento hostil al notar el tono frío en que habría, sin duda, de hablarle de aquello.
Anna pasó en casa todo el día, meditando medios para conseguir su propósito, hasta que, al fin, decidió escribir una carta a su marido. Ya la tenía redactada cuando le llevaron la de Lidia Ivanovna.
El silencio de la Condesa la había hecho conformarse pero su carta y lo que pudo leer en ella entre líneas la irritaron tanto, le pareció tan excesiva aquella maldad ante su natural cariño a su hijo, que se indignó contra los demás y dejó de inculparse a sí misma.
«¡Qué frialdad! ¡Qué fingimiento!», se decía. «Quieren ofenderme y hacer sufrir al niño. ¿Y he de obedecerlos? ¡Jamás! Ella es peor que yo, que, al menos, no miento.»
Y decidió, en seguida, que al día siguiente, cumpleaños de Sergei, iría a casa de su marido, sobornaría a los criados, los engañaría; pero vería a su hijo, costara lo que costara, y destruiría el terrible engaño de que rodeaban a la desgraciada criatura.
Fue a un almacén de juguetes, compró un sinfín de cosas y estudió un plan.
Temprano, a eso de las ocho de la mañana, antes de que Alexis Alexandrovich se hubiera levantado, acudiría a la casa. Llevaría en la mano dinero para el portero y el lacayo, a fin de que ellos la dejasen entrar y, sin levantarse el velo, les diría que iba de parte del padrino de Sergei para felicitarle y que le habían encargado que pusiera los juguetes por sí misma junto a la cama del niño.
Lo único que no preparó fue las palabras que diría a su hijo, pues por más que lo había meditado no se le ocurrió lo que le había de decir.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Anna, apeándose de un coche de alquiler, llamó a la puerta principal de la casa que un día fuera suya.
–Vaya a ver quién es. Parece una señora –dijo Kapitonich aún a medio vestir, con abrigo y chanclos, mirando por la ventana a la mujer que había junto a la puerta.
El ayudante del portero era un hombre desconocido para Anna. Apenas abrió la puerta, ella entró, sacó rápidamente del manguito un billete de tres rublos y se lo deslizó en la mano.
–Sergei, Sergei Alexandrovich –dijo Anna.
Y continuó rápida su camino.
El criado, una vez examinado el dinero, la detuvo en la puerta siguiente.
–¿A quién desea ver? ––dijo.
Notando la turbación de la desconocida, salió Kapitonich en persona al encuentro de la desconocida, la hizo pasar y le preguntó qué quería.
–Vengo de parte del príncipe Skeradumov a ver a Sergei Alexandrovich.
–El señorito no está levantado aún –repuso el portero mirándola con atención.
Anna no esperaba que el aspecto invariable de la casa donde había vivido nueve años pudiera causarle tan vivo efecto. Recuerdos alegres y penosos se elevaron uno tras otro en su alma, haciéndole olvidar por un momento el objeto de su visita.
–¿Desea esperar? –preguntó Kapitonich, ayudándole a quitarse el abrigo de pieles.
Al hacerlo, la miró al rostro, la reconoció y, sin decirle nada, la saludó con respeto.
–Haga el favor de entrar, Excelencia –dijo después.
Anna quiso hablarle pero la voz se le ahogó en la garganta. Y, mirando al viejo con aire culpable, subió la escalera con pasos leves y rápidos.
Kapitonich, inclinándose hacia delante y tropezando con los chanclos en los escalones, la seguía corriendo, tratando de alcanzarla.
–Está allí el preceptor. Quizá no se haya vestido. Iré a anunciarla.
Anna seguía subiendo la escalera tan conocida sin entender lo que le decía el anciano.
–Aquí, a la izquierda, haga el favor. Perdone que no esté limpio aún… El señorito duerme ahora en el cuarto del diván –murmuró el portero, esforzándose en recobrar la respiración–. Perdone, Excelencia, pero conviene esperar un poco. Iré a mirar…
Y, adelantándose a Anna, abrió a medias una alta puerta y desapareció tras ella.
Anna esperó.
El portero salió de nuevo.
–El señorito acaba de despertar ––dijo.
En el mismo momento en que el anciano portero pronunciaba estas palabras, Anna oyó un bostezo infantil.
En aquel sonido reconoció a su hijo y le pareció ya verlo ante ella.
–¡Déjeme! ¡Déjeme y váyase! –pronunció Anna, cruzando la alta puerta.
A la derecha de la entrada había una cama y en ella estaba sentado el niño que, vestido sólo con una camisita, terminaba de desperezarse, inclinando el cuerpo.
En el momento en que sus labios se juntaron de nuevo, se dibujó en ellos una sonrisa feliz y con aquella sonrisa el niño se dejó caer otra vez en el lecho, vencido por un suave sueño.
–¡Sergei! –llamó Anna, acercándose con paso cauteloso.
Durante su separación y más aún en aquellos días en que la inundaba tan viva ternura por su hijo, Anna lo imaginaba como un niño de cuatro años, ya que fue a aquella edad cuando más lo había querido. Pero ahora no, estaba tal como lo dejó.
Su aspecto difería mucho del de un niño de cuatro años; había crecido y adelgazado. ¡Oh, qué delgado tenía el rostro, qué cortos los cabellos y qué largos los brazos! ¡Cuán diferente era de cuando ella lo había dejado!
Pero era él, con su misma forma de cabeza, con sus labios, con su suave cuello y sus anchos hombros.
–¡Sergei! –repitió al oído mismo del niño.
Sergei se incorporó sobre un codo, movió la cabeza a ambos lados como buscando algo y abrió los ojos.
Por algunos segundos miró silencioso e interrogativo a su madre, inmóvil ante él.
De pronto, rió lleno de dicha y, cerrando de nuevo sus ojos cargados de sueño, se dejó caer otra vez, pero no hacia atrás, sino en los brazos de su madre.
–¡Sergei, querido niño mío! –exclamó Anna, sofocada, abrazando el amado cuerpecito.
–¡Mamá! –contestó el niño, moviéndose en todas direcciones para que su cuerpo rozara por todas partes los brazos de su madre.
Sonriendo medio dormido, siempre con los ojos cerrados, y apoyándose con sus manos gordezuelas en la cabecera de la cama, se asió a los hombros de su madre y se dejó caer sobre su regazo, exhalando ese agradable olor que sólo tienen los niños en el lecho. En seguida, empezó a frotarse el rostro contra el cuello y los hombros de su madre.
–Ya sabía, ––dijo, abriendo los ojos– que habrías de venir. Hoy es el día de mi cumpleaños… Me he despertado ahora mismo y voy a levantarme…
Y, mientras hablaba, se quedó de nuevo dormido.
Anna lo miraba con afán, viendo cuánto había crecido y cambiado en su ausencia. Reconocía y desconocía a la vez sus piernas desnudas, ahora tan largas, sus mejillas enflaquecidas, los cortos rizos de su nuca, que tantas veces había besado.
Estrechaba todo aquello contra su corazón y no podía hablar, ahogada por las lágrimas.
–¿Por qué lloras, mamá? –preguntó el niño, despertando por completo, ¿Por qué lloras, mamá? –gritó con voz quejumbrosa.
–No lloraré más. Lloro de alegría. ¡Hace tanto que no te veo! No, no lloraré más, no lloraré… –dijo, devorando sus lágrimas y volviendo la cabeza– Ea, ya es hora de vestirte –añadió, recobrando algo de su serenidad, después de un silencio.
Y, sin soltar sus manos, se sentó al lado de la cama en una silla, sobre la que estaba la ropa del pequeño.
–¿Cómo te vistes sin mí? ¿Cómo…? –dijo, tratando de expresarse con voz natural y alegre.
Pero no pudo terminar y volvió una vez más la cara.
–No me lavo ya con agua fría; papá no me deja. ¿Has visto a Basilio Lukich? Vendrá ahora… ¡Ah, te has sentado sobre mi vestido!
Sergei rió a carcajadas. Anna lo miró, sonriendo.
–¡Mamá, querida mamá! –gritó el chiquillo, lanzándose de nuevo a ella y abrazándola.
Parecía que sólo ahora, al ver su sonrisa, comprendió lo que pasaba.
–Esto no te hace falta –siguió el niño quitándole el sombrero.
Y cuando Anna estuvo sin él, Sergei como si en aquel momento la viese por primera vez, se precipitó a ella para besarla.
–¿Qué pensabas de mí? ¿Creías que había muerto?
–No lo creí nunca.
–¿No lo creíste, hijito mío?
–¡Sabía que no, sabía que no! –respondió el niño empleando su frase predilecta.
Y cogiendo la mano de su madre, que acariciaba sus cabellos, la oprimió contra sus labios y la besó.

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 23, 24, 25 Y 26

viernes, junio 28th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 23

A la condesa Lidia Ivanovna la habían casado con un hombre rico, noble, más bueno que noble y más libertino que bueno. Ella era, entonces, una muchacha muy joven aún y de naturaleza exaltada. Al segundo mes, su marido la dejó, respondiendo a sus efusiones de ternura con la burla y hasta, muchas veces, con una hostilidad que los que conocían el buen corazón del Conde y no veían defecto alguno en el carácter entusiasta de Lidia, no podían comprender. Desde entonces, aunque no divorciados, vivían aparte y cuando el marido hallaba a su mujer, la trataba con una emponzoñada ironía cuya causa era difícil de comprender.
Hacía tiempo que la Condesa había dejado de amar a su marido pero desde entonces siempre había estado enamorada de alguien. Con frecuencia estaba enamorada de varias personas a la vez, tanto de hombres como de mujeres, generalmente de los que se destacaban por una determinada actividad. Se enamoraba de cuantos nuevos príncipes y princesas emparentaban con la familia imperial. Ahora estaba enamorada de un arzobispo, de un vicario, de un cura, de un periodista, de un eslavófilo, de Komisarov, de un ministro, de un médico, de un misionero inglés y de Karenin.
Todos estos amores, con sus alternativas de entusiasmo o enfriamiento, no le impedían sostener las más complicadas relaciones con la Corte y el mundo distinguido. Pero desde que, a raíz de la desgracia de Karenin, comenzó a ocuparse del bienestar de éste, Lidia Ivanovna comprendió que ninguno de aquellos amores era verdadero y que sólo de Alexis Alexandrovich estaba en realidad enamorada.
El sentimiento que experimentaba por él le parecía más fuerte que todos los precedentes. Analizándolo y comparándolo con aquéllos, veía claramente que no se habría enamorado de Komisarov si éste no hubiese salvado la vida del Zar, ni de Ristich Kudjizky de no existir la cuestión eslava, mientras que amaba a Karenin por sí mismo, por su alma elevada e incomprendida, por el querido sonido de su fina voz, de prolongadas entonaciones, por su mirada cansada, por su carácter, por sus manos blancas de hinchadas venas.
No sólo se alegraba al verlo, sino que buscaba en el rostro de él las muestras de la impresión que ella suponía que debía producirle. Quería agradarle no sólo por su conversación, sino también por su persona.
En obsequio a Karenin, cuidaba más su apariencia y se complacía en forjarse ilusiones sobre lo que habría podido pasar de no estar ella casada y de ser él libre.
Cuando él entraba en la estancia, se ruborizaba de emoción y no podía reprimir una sonrisa de gozo cuando le decía algo agradable.
Estos últimos días se había enterado de que Anna y Vronsky estaban en San Petersburgo y la Condesa vivía sus días de más intensa emoción. Tenía que salvar a Karenin impidiéndole ver a Anna; incluso debía evitarle la penosa noticia de que aquella terrible mujer se hallaba en la misma ciudad que él, donde a cada momento podía encontrarla.
Lidia Ivanovna, mediante sus conocidos, se informaba de lo que pensaba hacer aquella «gente asquerosa», como llamaba a Anna y Vronsky, y procuró durante aquellos días orientar todos los movimientos de su amigo de modo que no los encontrara.
Un joven ayudante de regimiento que facilitaba a Lidia Ivanovna las noticias de cuanto Vronsky hacía a cambio de una recomendación que esperaba de ella, le dijo que Anna y Vronsky, arreglados sus asuntos, se disponían a partir al día siguiente.
Lidia Ivanovna empezaba, pues, a tranquilizarse, cuando al día siguiente recibió una carta cuya letra reconoció en seguida: era de Anna.
El sobre era grueso como un libro y la carta, escrita en papel oblongo y amarillo, estaba muy perfumada.
–¿Quién la ha traído? –preguntó la Condesa.
–El criado de un hotel.
Lidia Ivanovna no pudo sentarse durante un rato para leer la carta. La emoción le produjo hasta un ataque del asma que padecía.
Una vez calmada, leyó la siguiente misiva en francés:
Madame la Comtesse:
Los sentimientos cristianos de su corazón me animan al imperdonable impulso de escribirle. La separación de mi hijo me hace muy desgraciada. Le ruego que me permita verlo por una vez antes de marchar. Perdóneme que le recuerde mi existencia. Me dirijo a usted y no a Alexis Alexandrovich, porque no quiero hacer sufrir a ese hombre generoso con un recuerdo mío. Conozco su amistad hacia Alexis Alexandrovich y sé que usted me comprenderá. ¿Me enviará usted a Sergei?, ¿voy yo a verle a la hora que usted me fije, o bien preferiría indicarme usted cuándo y dónde puedo verle fuera de casa?
Conociendo la grandeza de alma de aquel de quien depende la decisión de este asunto, estoy segura de que no se me negará. No puede usted imaginar el deseo que tengo de ver a mi hijo. Y por eso no puede usted figurarse la gratitud que despertará en mí su ayuda.
Anna.
Todo en aquella carta irritaba a Lidia Ivanovna: el contenido, la alusión a la grandeza de alma de Karenin y el tono desenvuelto con que le parecía estar escrita.
–Diga que no hay contestación –ordenó la Condesa.
Y en seguida se fue al escritorio y redactó una nota para Karenin, diciéndole que esperaba hallarle a la una en la recepción de Palacio.
«Necesito hablarle de un asunto grave y doloroso. Allí nos pondremos de acuerdo sobre dónde podemos vernos. Más vale que sea en mi casa donde haga preparar «su té». Es necesario. El nos da la cruz y las fuerzas para soportarla», añadió, a fin de prepararle poco a poco.
Generalmente, la Condesa enviaba dos o tres notas al día a Karenin. Le agradaba este procedimiento por estar para ella rodeado de cierta distinción y misterio de que carecían las comunicaciones personales.

QUINTA PARTE – Capítulo 24

La recepción de Palacio había terminado.
Al irse, todos comentaban las últimas noticias, los honores otorgados y los cambios de destino de varios altos funcionarios.
–¿Qué diría usted si a la condesa María Borisvna le hubieran dado el ministerio de la Guerra y nombrado jefe de Estado Mayor a la princesa Vatkovskaya? ––decía un anciano de uniforme bordado en oro a una dama de honor, alta y bella, que le preguntaba por los nuevos nombramientos.
–Que en este caso me habrían debido de nombrar a mí ayudanta de regimiento –repuso, sonriendo, la dama de honor.
–Para usted hay otro destino: el ministerio de Cultos, con Karenin como ayudante.
Y el anciano saludó a un hombre que se acercaba:
–Buenos días, Príncipe.
–¿Qué decían de Karenin? –preguntó el Príncipe.
–Que él y Putiakov han recibido la condecoración de Alexander Nevsky.
–¿No la tenía ya?
–No. Mírenle –dijo el anciano.
Y mostró con su sombrero bordado a Karenin, en uniforme de corte, con una nueva banda cruzada al hombro, que se había parado en una de las puertas de la sala con un alto miembro del Consejo Imperial.
–Se siente feliz y satisfecho como una moneda nueva –añadió el anciano apretando la mano de un arrogante chambelán que llegaba.
–Ha envejecido mucho –repuso el chambelán.
–Las preocupaciones… Siempre está redactando proyectos… Ahora, al desgraciado que atrapa no le suelta hasta habérselo explicado todo, punto por punto.
–¿Dice que ha envejecido? Claro. Il fait des passions. Creo que la condesa Lidia Ivanovna tiene ahora celos de su mujer.
–Vamos, no hable mal de Lidia Ivanovna…
–¿Es un mal que esté enamorada de Karenin?
–¿Es cierto que está aquí la Karenina?
–Aquí, en Palacio, no, pero sí en San Petersburgo. La encontré con Vronsky en la calle Morskaya, bras dessus, bras dessous…
–C’est un homme qui n’a pas… ––comenzó el chambelán.
Pero se detuvo para dejar paso y saludar a un personaje de la familia imperial.
Mientras así hablaban de Karenin, criticándole y burlándose de él, éste, cerrando el paso al miembro del Consejo Imperial de quien se había apoderado, no interrumpía ni por un momento la explicación de su proyecto financiero, a fin de que no pudiese marcharse.
Casi por los mismos días en que su mujer lo dejó, a Karenin le sucedió lo peor que puede ocurrirle a un funcionario: el dejar de ascender en la escala de su Ministerio.
Era un hecho real y todos, menos él, veían claramente que su carrera había terminado.
Fuera por su lucha con Stremov, por la desgracia sufrida con su mujer, o simplemente porque hubiese llegado al límite que había de alcanzar, aquel año era evidente, para todos, que no alcanzaría ya ningún ascenso en el servicio.
Cierto era que aún ocupaba un cargo elevado y que era miembro de muchos consejos y comisiones, pero se le consideraba un hombre acabado del que nadie esperaba nada ya.
Escuchaban cuanto hablaba y proponía como si fuera cosa conocida hacía mucho tiempo e innecesaria.
Mas él no lo notaba y, por el contrario, viéndose alejado de la actividad directa de la máquina gubernamental, apreciaba más claramente los defectos y errores en la actividad ajena y consideraba un deber mostrar los medios de corregirlos.
A poco de separarse de su mujer, escribió una memoria sobre los nuevos tribunales, la primera de toda una larga serie, que nadie le había pedido, sobre los diversos aspectos de la administración.
Alexis Alexandrovich no sólo no se daba cuenta de su situación en el mundo burocrático, lo que podría haberle afligido, sino que estaba más satisfecho que nunca de sus actividades.
«El casado se preocupa de las cosas mundanas y de cómo hacerse más agradable a su mujer, pero el no casado se preocupa de las cosas de Dios y de cómo servirle mejor», dice el apóstol San Pablo. Alexis Alexandrovich, que ahora se guiaba en todo por la Santa Escritura, recordaba a menudo aquel texto.
Parecíale que, desde que le abandonara su esposa, servía mejor que antes al Señor en todos sus proyectos.
La evidente impaciencia que mostraba el miembro del Consejo no molestaba a Karenin. Y no interrumpió sus explicaciones hasta que aquél, aprovechando que pasaba un miembro de la familia imperial, se le escapó.
Una vez solo, Karenin bajó la cabeza, se absorbió en sus pensamientos y miró distraídamente a su alrededor. Luego se dirigió hacia donde esperaba hallar a Lidia Ivanovna.
«¡Qué sanos están y qué fuertes están físicamente!», pensó Karenin mirando al chambelán de buen porte y bien peinadas patillas y al príncipe de rojo cuello oprimido en el uniforme, junto a los que debía pasar.
«Con razón se dice que todo va mal en el mundo», se dijo, mirando otra vez de reojo las piernas del chambelán.
Y moviendo los pies lentamente, con su habitual aspecto de fatiga y dignidad, Alexis Alexandrovich saludó a aquellos dos hombres que hablaban de él y buscó con los ojos, en la puerta, a la condesa Lidia Ivanovna.
–Alexis Alexandrovich, –le dijo el anciano, con un brillo maligno en los ojos, cuando Karenin pasó ante él, saludándole con una fría inclinación de cabeza– todavía no lo he felicitado.
Y señaló la condecoración.
–Gracias. –contestó Karenin– Hoy hace un día muy hermoso –añadió, subrayando, como acostumbraba, la expresión «hermoso».
Sabía que se burlaban de él, pero como no esperaba de ellos otra cosa, se mostraba perfectamente indiferente.
Al ver los amarillentos hombros de Lidia Ivanovna emergiendo del corsé –la Condesa llegaba en aquel instante a la puerta–, al ver sus hermosos ojos pensativos que le llamaban, Karenin sonrió mostrando sus dientes blancos y fuertes y se acercó a ella.
Lidia Ivanovna ––como siempre le sucedía últimamente- había tardado mucho en vestirse. El fin que perseguía haciéndolo con tanto esmero era ahora distinto del de treinta años atrás. Entonces, lo que quería era embellecerse con lo que fuera y cuanto más mejor. Ahora, por el contrario, había de adornarse forzosamente de un modo que no correspondía a sus años y aspecto y debía, por tanto, preocuparse de que el contraste de su atavío con su apariencia no fuera demasiado ostensible. Por lo que tocaba a Karenin, lo había conseguido; él, no sólo no lo notaba, sino que la encontraba incluso atractiva.
Para Alexis Alexandrovich, la Condesa era, en el mar de enemistad y burla que lo rodeaba, la única isla de buena disposición y hasta de amor hacia él.
A lo largo de toda una hilera de miradas irónicas, los ojos de Alexis Alexandrovich se dirigían a la enamorada mirada de ella con tanta naturalidad como una planta hacia la luz.
–Lo felicito –dijo ella indicándole la banda.
Karenin, conteniendo una sonrisa de placer, se encogió de hombros y cerró los ojos, como dando a entender que tal cosa no le importaba. Sin embargo, la Condesa sabía que él, aunque no lo confesara, hallaba en ello sus principales alegrías.
–¿Cómo está nuestro ángel? –preguntó Lidia Ivanovna, aludiendo a Sergei.
–No puedo decir que esté muy contento de él –repuso Karenin, arqueando las cejas y abriendo los ojos –Tampoco Sitnikov lo está.
Sitnikov era el profesor a quien estaba confiada la educación de Sergei.
–Como ya le he dicho, en Sergei hay cierta indiferencia hacia las cuestiones fundamentales que deben interesar el espíritu de todos los hombres y de todos los niños –siguió Alexis Alexandrovich, tratando de lo único que le interesaba después del servicio: la educación de su hijo.
Cuando Karenin, ayudado por la Condesa, volvió a la vida activa, lo primero en que hubo de pensar fue en la educación de aquel hijo que había quedado a su cuidado.
No habiéndose ocupado nunca antes de problemas de educación, Alexis Alexandrovich consagró algún tiempo al estudio teórico del asunto. Después de leer varios libros antropológicos, pedagógicos y didácticos, elaboró un plan de educación y, buscando al mejor profesor de San Petersburgo para instruir al niño, comenzó la obra, que le preocupaba constantemente.
–Pero, ¿y su corazón? Yo encuentro en el niño el corazón de su padre y, con un corazón así, no puede ser malo –dijo la Condesa afectuosamente.
–Tal vez tenga razón… En cuanto a mí, cumplo mi deber. No puedo hacer otra cosa.
–Venga a mi casa. –dijo Lidia Ivanovna tras un largo silencio– Tenemos que hablar de algo muy penoso para usted. Yo lo habría dado todo por librarlo de ciertos recuerdos, pero otros no opinan así. He recibido una carta de ella. Está aquí, en San Petersburgo.
Karenin se estremeció al oír aludir a su mujer pero en seguida se dibujó en su rostro la impasibilidad que expresaba su completa impotencia en aquel asunto.
–Lo esperaba –dijo.
La condesa Lidia Ivanovna lo miró extasiada. Lágrimas de admiración ante la grandeza de alma de aquel hombre asomaron a sus ojos.

QUINTA PARTE – Capítulo 25
Cuando Karenin entró en el pequeño y acogedor gabinete de la Condesa, lleno de porcelanas antiguas y con las paredes cubiertas de retratos, la dueña no se hallaba aún allí. Estaba cambiándose de traje. Sobre la mesa redonda había un mantel, un servicio de porcelana y una tetera de plata que funcionaba con alcohol.
Karenin miró, distraído, los innumerables y bien conocidos retratos que ornaban el gabinete y, sentándose a la mesa, abrió el Evangelio que había en ella.
El roce del vestido de seda de la Condesa lo distrajo de su ocupación.
–Ahora sentémonos tranquilamente. –dijo ella, sonriendo, al pasar con prisas entre la mesa y el diván– Y hablaremos durante el té.
Tras una palabras preparatorias, respirando con dificultad y ruborizándose, Lidia Ivanovna entregó a su amigo la carta que recibiera.
Él la leyó y luego guardó un prolongado silencio.
–Creo que no tengo derecho a negarle esto –dijo con timidez, alzando la vista.
–Usted no ve mal en nada, amigo mío.
–Por el contrario, todo me parece mal. Pero, ¿es justo esto?
Su rostro expresaba indecisión, súplica de consejo, ayuda y orientación en aquel asunto que no sabía resolver.
–¡No! –interrumpió la Condesa– Todo tiene sus límites. Comprendo la inmoralidad –no era sincera del todo, ya que nunca había comprendido lo que lleva a las mujeres a la inmoralidad– pero la crueldad, no. ¿Y con quién? ¿Con usted…? ¿Es posible que ose habitar en la misma ciudad que usted? Nunca se es demasiado viejo para aprender. Ahora empiezo a comprender su superioridad y la bajeza de ella.
–¿Quién puede tirar la primera piedra? –repuso Karenin, visiblemente satisfecho de su papel– Le he perdonado todo y no puedo privarla de una exigencia de su amor… su amor hacia su hijo.
–¿Amor realmente, amigo mío? ¿Es sincero eso? Supongamos que usted la ha perdonado y la perdona. Pero, ¿tenemos derecho a influir en el alma de ese ángel? Él imagina que su madre está muerta, reza por ella y pide a Dios que le perdone sus pecados. Y más vale que sea así… ¿Qué va a pensar el niño ahora?
–No sé –contestó Karenin visiblemente conturbado.
La Condesa se cubrió el rostro con las manos y calló. Rezaba.
–Si quiere usted oír mi consejo –dijo, después de haber rezado, descubriéndose el rostro– le diré que no le recomiendo que haga tal cosa. ¿Acaso no veo cómo sufre usted, cómo sangran de nuevo sus heridas? Admitamos que prescinda usted de sí mismo pero esto, ¿a qué le conduciría? A nuevos sufrimientos para usted y torturas para el niño. Si quedase en ella algo humano, ella misma lo debería desear. Así se lo aconsejo sin vacilaciones. Si me lo permite, le escribiré.
Karenin consintió y Lidia Ivanovna escribió, en francés, la siguiente carta:
Señora:
El hacer que su hijo la recuerde, puede provocar en él preguntas imposibles de contestar sin despertar en el alma del niño sentimientos reprobatorios de lo que debe ser sagrado para él. Le ruego por eso que considere la negativa de su marido en un sentido de amor cristiano.
Ruego a Dios Omnipotente que sea misericordioso con usted.
La Condesa Lidia.
La carta obtuvo el secreto fin que la Condesa se ocultaba incluso a sí misma: ofender a Anna en lo más profundo de su alma.
En cuanto a Karenin, al volver de casa de la Condesa, no pudo aquel día entregarse a sus ocupaciones habituales con la tranquilidad de ánimo propia de un creyente salvado, tal como antes se sentía.
El recuerdo de su mujer, tan culpable ante él y ante la que se había conducido como un santo, como con razón decía Lidia Ivanovna, no habría debido turbarle pero, a pesar de todo, no se sentía tranquilo, no comprendía el libro que estaba leyendo, no podía alejar de sí la evocación torturadora de sus relaciones con ella, de las faltas que con respecto a Anna le parecía haber cometido.
El recuerdo de cómo recibiera, volviendo de las cameras, la confesión de su infidelidad le atormentaba como un remordimiento, en especial al acordarse de que él únicamente le había pedido que guardase las apariencias y al pensar en que no había desafiado a Vronsky.
También lo torturaba el recuerdo de la carta que le escribiera entonces, sobre todo, el perdón que le había concedido, perdón completamente estéril, y el recuerdo de la piña del otro, que hacía arder su corazón de vergüenza y arrepentimiento.
El mismo sentimiento de vergüenza y arrepentimiento experimentaba ahora al evocar su pasado con ella y las torpes palabras con que, tras larga indecisión, había pedido su mano.
«¿Qué culpa tengo yo?», se preguntaba.
Tal pregunta motivaba siempre otra: ¿cómo sienten, aman y se casan hombres como Vronsky, Oblonsky o aquel chambelán de gruesas piernas?
Y recordaba toda una procesión de hombres de aquellos, fuertes, pictóricos, seguros de sí mismos, que siempre despertaban en todas partes su curiosa atención.
Apartaba de sí tales pensamientos, tratando de convencerse de que no vivía para la existencia terrestre, pasajera, sino para la eterna, y que en su alma reinaban la paz y el amor.
Mas el hecho de que en tal vida, pasajera e insignificante según le parecía, hubiera cometido algunos errores lo atormentaba tanto como si no existiese la salvación eterna en que creía. La tentación duró, no obstante, poco y de nuevo se restableció en el alma de Karenin la tranquilidad y elevación gracias a las cuales podía olvidar lo que no deseaba recordar para nada.

QUINTA PARTE – Capítulo 26

–Kapitonich –dijo Sergei, colorado y alegre, al volver de pasear la víspera del día de su cumpleaños, entregando su poddievska al viejo portero, que le sonreía desde lo alto de su estatura––– ¿Ha venido hoy aquel empleado de la mejilla vendada? ¿Lo ha recibido papá?
–Le recibió, señorito. En cuanto salió el secretario, lo anuncié. –dijo el portero, guiñando jovialmente el ojo– Déjeme que le ayude a quitarse…
–Sergei. –dijo el preceptor eslavo, parándose en la puerta que daba a las habitaciones interiores– Quítese usted mismo los chanclos.
Aunque Sergei oyó la voz débil del preceptor, no le hizo caso. De pie, agarrándose al cinturón del portero agachado, le miraba el rostro.
–¿Y le concedió papá lo que necesitaba?
Kapitonich hizo con la cabeza una señal afirmativa.
Tanto Sergei como el portero se interesaban por aquel empleado, que había ido allí ya siete veces a pedir no se sabía qué a Alexis Alexandrovich. El niño lo había encontrado en el vestíbulo y oyó cómo suplicaba con voz lastimera al portero que lo anunciase, diciendo que a él y a sus hijos no les quedaba otro recurso que dejarse morir.
Sergei encontró al funcionario otra vez y, a partir de entonces, se interesó por él.
–¿Y estaba muy alegre? –preguntó.
–Figúrese. Salía casi saltando…
–¿Han traído algo? –preguntó Sergei, después de una pausa.
–Una cosa de la Condesa, señorito –dijo el portero en voz baja.
Sergei comprendió en seguida que aquello de que hablaba el portero era el regalo que Lidia Ivanovna le hacía por su cumpleaños.
–¿Dónde está?
–Korney se lo llevó a papá. Debe de ser una cosa muy buena.
–¿Cómo es de grande? ¿Así?
–Algo menos, pero muy buena…
–¿Un libro?
–No, otra cosa… Ande, ande; lo está llamando Basilio Lukich ––dijo el portero, oyendo los pasos del preceptor, que se acercaba y librándose suavemente de la manita calzada a medias con un guante azul, que se asía a su cinturón, y señalando con la cabeza a Lukich.
–Voy en seguida, Basilio Lukich –dijo Sergei con la sonrisa alegre y afectuosa que desarmaba siempre al severo preceptor.
Sergei estaba muy alegre; se sentía demasiado feliz como para no compartir con el portero la satisfacción familiar de lo que le había informado en el jardín de Verano la sobrina de la condesa Lidia Ivanovna.
Tal alegría le parecía particularmente importante, sobre todo por coincidir con la del humilde funcionario y la que le proporcionaba la idea de los juguetes que le habían traído. A Sergei le parecía que en este día todos habían de estar alegres y satisfechos.
–¿Sabes que papá ha recibido la condecoración de Alexander Nevsky?
–Sí. Ya han venido a felicitarle.
–¿Y está contento?
–¡Cómo no va a estar contento recibiendo esa condecoración del Zar? Eso significa que lo merece – repuso el portero, severo y grave.
Sergei quedó pensativo y escudriñó el conocido rostro del portero hasta en sus menores detalles, en especial su barbita entre las dos patillas, en la que nadie reparaba excepto Sergei, que la miraba siempre desde abajo.
–¿Hace mucho que no te visita tu hija?
La hija del portero era bailarina en el Teatro Imperial.
–Entre semana no puede venir. También ellas estudian. Y usted tiene que estudiar igualmente. Váyase, señorito.
Entrando en la habitación, Sergei, en vez de sentarse a estudiar, expresó al maestro su suposición de que lo que le habían regalado debía de ser una máquina.
–¿Qué piensa usted? –le preguntó.
Basilio Lukich sólo pensaba que tenía que estudiar la lección de gramática, porque el profesor llegaba a las dos.
–Dígame, Basilio Lukich, –suplicó el niño, ya sentado a la mesa de estudio, con el libro en la mano –¿qué condecoración hay más importante que la de Alexander Nevsky? ¿Sabe usted que se la han otorgado a papá?
Basilio Lukich contestó que la condecoración superior era la de Vladimiro.
–¿Y más que ésa?
–La de Andrei Pervosvanny es superior a todas.
–¿Y no hay otra más alta?
–No lo sé.
–¿Cómo? ¿Tampoco usted lo sabe?
Sergei, apoyando los codos en la mesa, quedó pensativo.
Sus pensamientos eran complejos y varios. Imaginaba que su padre iba a recibir de repente las condecoraciones de Andrei y Vladimiro y que, en consecuencia, se mostraría mucho más indulgente para la lección de hoy; pensaba que cuando fuera mayor, recibiría él también todas aquellas condecoraciones y, asimismo, las que se crearan superiores a la de Andrei. Apenas las crearan, Sergei las merecería. Y si las creaban más altas aún, también él habría de obtenerlas al punto.
Pensando así, pasó el tiempo y, cuando llegó el profesor, la lección de tiempo, lugar y modo no estaba estudiada y el profesor quedó, no sólo descontento, sino hasta triste, ya que hizo afligirse al niño.
No se creía culpable de no haber estudiado la lección, ya que, a pesar de todo su deseo, no había podido hacerlo.
Mientras su maestro había estado con él, parecíale comprender; pero en cuanto quedó solo no pudo recordar ni entender más que una frase tan breve y obvia como que «de repente» era un modo adverbial; pero comprendió, en todo caso, que había disgustado al maestro.
Escogió un momento en que el profesor miraba, en silencio, el libro.
–Mijail Ivanovich, ¿cuándo es su santo? –le preguntó bruscamente.
–Mejor sería que atendiese usted a sus lecciones. El día del santo de uno no tiene importancia para una persona inteligente. Es un día como otro cualquiera en el que hay que trabajar como siempre.
Sergei miró atentamente al profesor, examinó su barba rala, sus lentes que descendían más abajo de la señal que le hacían sobre la nariz y quedó tan hundido en sus reflexiones que no entendió ya nada de lo que le explicaba.
Se hacía cargo de que el profesor no pensaba lo que decía y lo adivinaba por el tono en que habían sido pronunciadas aquellas palabras.
«¿Por qué se habrán puesto todos de acuerdo en hablar de un modo aburrido e inútil? ¿Por qué me rechaza? ¿Por qué no me quiere?»
Así se preguntaba con tristeza sin hallar contestación.

Tea blends, blends artesanales, blends de té en hebras, té de alta gama, té premium, té ruso, té de samovar, tea shop, té gourmet, latex free tea blends, mezclas de té en hebras libres de látex, té orgánico.

Buenos Aires - Argentina | Tel. 15-6734-2781 - Llámenos gratuitamente | sekret@dachablends.com.ar