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BLOMSTENE I NYVEIEN

domingo, noviembre 24th, 2013

Flower Perfume
Hermosa tarde de primavera. Hay quienes salen a andar en bicicleta, se van de compras, se trasladan en caravana a los clubes de campo. A mí, nada me saca más las penas que la música y un poco de alquimia. Canto, me curo las heridas, pienso, vuelo con la imaginación, escribo, mezclo hebras, enlato, etiqueto, revivo en las tripas el perfume de las peonías sobre la almohada de Nyveien… El amor que recibí es el amor que entrego cada vez que juego a hacer magia en la dacha. Disfruten de este hermoso fin de semana, preparen y compartan muchas chashki chayu, muchas tazas de té.

~Hagan click sobre la imagen. No se van a arrepentir.~ Perfume de flores, de Piotr Frolov

DEJAME QUE TE CUEN TE

sábado, noviembre 23rd, 2013

chaepitie 3
Noche de té y cuentos en nuestra dacha. ¡Anímense! Lean en voz alta para sus familias, mientras se extingue la última tetera del día. Les dejo un cuento mágico, lleno de secretos, de Marguerite Yourcenar, que nos empuja a descubrir el valor y el poder del arte, y nos hace comprender el escaso valor real de las cosas materiales. Buenas noches a todos y todas.

CÓMO SE SALVÓ WANG-FÔ

El anciano pintor Wang-Fô y su dis­cípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.

Avanzaban lentamente pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su dis­cípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosa­mente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apo­deraba de la aurora y apresaba el crepúscu­lo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las in­seguridades. Aquella existencia, cuidadosa­mente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cum­plió quince años, su padre le escogió una es­posa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo con­solaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos pro­tege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailari­nas y acróbatas.

Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borra­cho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel arte­sano taciturno, y aquella noche, Wang habla­ba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadur­narla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas ca­lientes, el esplendor tostado de las carnes la­midas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por el manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero pe­netró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni mora­da, le ofreció humildemente un refugio. Hi­cieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma deli­cada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar va­cilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sen­tía por aquellos bichitos se desvaneció. Enton­ces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.

Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, pues­to que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe ten­sando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes del poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Des­de que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchi­taba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la en­contraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.

Ling vendió sucesivamente sus escla­vos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púr­pura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maes­tro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.

Su reputación los precedía por los pue­blos, en el umbral de los castillos fortifica­dos y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores que­rían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.

Wang se alegraba de estas diferencias de opi­niones que le permitían estudiar a su alre­dedor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.

Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avan­zada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.

Un día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasi­llos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en du­da que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.

Entraron los soldados provistos de fa­roles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.

Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupa­dos, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desespe­rado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.

Llegaron a la puerta del palacio impe­rial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pro­nunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Final­mente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cor­tina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.

Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Ce­leste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido ad­mitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.

El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque ape­nas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero im­pasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su iz­quierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no ten­go más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.

—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Em­perador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transforma­ban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Em­perador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arra­bales de las cortesanas y las tabernas del mue­lle en las que disputan los estibadores.

—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, in­clinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para poner­te en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colec­ción de tus pinturas en la estancia más es­condida del palacio, pues sustentaba la opi­nión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los pro­fanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contempla­ba, cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una al­fombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fa­tales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una pie­dra al caer no puede por menos de con­vertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puer­tas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a lu­ciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me im­piden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis solda­dos me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Cur­vas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio he dispues­to que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mella­do y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.

Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se lleva­ron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.

El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.

—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben per­manecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto, ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admi­rable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pa­saba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pin­tura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan pró­ximas a caer, temblarán sobre la seda y el in­finito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos hu­manos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus espe­ranzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una conse­cuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hom­bre que va a morir.

A una seña del dedo meñique del Em­perador, dos eunucos trajeron respetuosamen­te la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura del alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había con­templado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos des­nudos, ni tampoco se había empapado lo su­ficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su dis­cípulo Ling.

Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singu­larmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó sua­vemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el bra­sero del verdugo. Con el agua hasta los hom­bros, los cortesanos, inmovilizados por la eti­queta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón im­perial. El silencio era tan profundo que hu­biera podido oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella ma­ñana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo dulcemente, mientr­as continuaba pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosa­mente Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el in­terior de una gruta. Las trenzas de los cor­tesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Em­perador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancó­licamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?

—No temas, Maestro— murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Empera­dor conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están he­chas para perderse por el interior de una pintura. Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el timón y Ling se in­clinó sobre los remos. La cadencia de los mis­mos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresio­nes del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un del­gado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debili­tándose y luego cesó, borrada por la distan­cia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha im­perceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borrose el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desapare­cieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

(de Cuentos orientales)

VOLGA, VOLGA

martes, noviembre 19th, 2013

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Ilya Yefímovich Repin, plasmaría en una de sus obras más conocidas, «Los sirgadores del Volga» (1870-1873), al río más grande de Europa, mostrando el rostro de la miseria y opresión en la era Zarista, que terminaría en la revolución de Octubre en 1917. La obra es un reflejo de la desesperación y los bríos de la nueva juventud , que alza la cabeza mirando al horizonte sobre los adultos que, con mirada resignada enfrentan su destino, representando al pueblo y los mas ancianos, que sólo se dejan llevar, mientras arrean un bote atrapado en la arena de la marea baja, simbolizando al Imperio Ruso.
Si bien no era un idealista del movimiento bolchevique, su trabajo le valió el titulo de «artista de la Rusia revolucionaria» e inspiró una de las canciones más conocidas y populares de la Rusia Soviética, Los remeros del Volga, cuya primera estrofa usa la letra y música de una genuina canción de tiradores de barcos rusos.
sirgadoras
Mily Alexeyevich Balakirev, en su recopilación de canciones tradicionales rusas, fue quien la descubrió por casualidad, bajo el nombre de La cancion de los Burlak de Volga; Burlak (Бурлак) se refiere a gente (hombres y mujeres) que arreaba barcos entre el siglo XVII e inicios del XX. Deriva de la palabra tártara bujdak que significa desposeído.
Durante la segunda guerra, esta canción representó la dura resistencia y voluntad inquebrantable del pueblo ruso ante los Nazis.

Para escuchar la música del video que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Ahora cae el sólido abedul,
ahora, vamos, tiren duro.
Ay, si, si, ay, si, Ay, si, si, ay, si,
ahora cae el sólido abedul.

Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Arrastramos las barcazas a lo largo del río,
tiramos con fuerza,
Ay, si, si, ay, si, Ay, si, si, ay, si,
tiramos con fuerza.

Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Caminamos y empujamos un largo camino,
cantamos al sol nuestra canción.
Ay, si, si, ay, si, Ay, si, si, ay, si,
cantamos al sol nuestra canción.

Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Hey, tirad!
Hey, tirad!
Una vez más y una vez más!
Tú Volga, nuestro río y madre,
inmenso y profundo.
Ay, si, si, ay, si, Ay, si, si, ay, si,
inmenso y profundo

Hey, hey, tirad con fuerza!
Tú Volga, nuestro río y madre.

SOMOS BICHOS DE PRIMAVERA

lunes, noviembre 18th, 2013

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Somos bichos de primavera, no hay nada que hacer. Recién llegadas, mis pequeñas rosas robadas, para mezclar con los más ricos tés. Y una poesía del magnífico Ruben Darío que, creo, ya les ofrecí… pero qué importa! Acaso la primavera no regresa cada año? Otra vez, toda la casa huele a rosas y té.

DIVAGACIÓN (Tigre Hotel, diciembre de 1894)

¿Vienes? Me llega aquí, pues que suspiras,
un soplo de las mágicas fragancias
que hicieron los delirios de las liras
en las Grecias, las Romas y las Francias.

¡Suspira así! Revuelen las abejas
al olor de la olímpica ambrosía
en los perfumes que en el aire dejas;
y el dios de piedra que despierte y ría.

Y el dios de piedra que despierte y cante
la gloria de los tirsos florecientes
en el gesto ritual de la bacante
de rojos labios y nevados dientes;

en el gesto ritual que en las hermosas
ninfalias guía a la divina hoguera,
hoguera que hace llamear las rosas
en las manchadas pieles de pantera.

Y pues amas reir, ríe y la brisa
lleve el son de los líricos cristales
de tu reir, y haga temblar la risa
la barba de los Términos joviales.

Mira hacia el lado del boscaje, mira
blanquear el muslo de marfil de Diana,
y después de la Virgen, la Hetaíra
diosa, su blanca, rosa y rubia hermana,

pasa en busca de Adonis; sus aromas
deleitan a las rosas y los nardos:
síguela una pareja de palomas,
y hay tras ella una fuga de leopardos.

¿Te gusta amar en griego? Yo las fiestas
galantes busco, en donde se recuerde,
al suave son de rítmicas orquestas
la tierra de la luz y el mirto verde.

(Los abates refieren aventuras
a las rubias marquesas. Soñolientos
filósofos defienden las ternuras
del amor, con sutiles argumentos,

mientras que surge de la verde grama,
en la mano el acanto de Corinto,
una ninfa a quien puso un epigrama
Beuamarchais, sobre el mármol de su plinto.

Amo más que la Grecia de los griegos
la Grecia de la Francias, porque en Francia,
al eco de las Risas y los Juegos
su más dulce licor Venus escancia.

Demuestran más encantos y perfidias,
coronadas de flores y desnudas,
las diosas de Clodión que las de Fidias;
unas cantan francés, otras son mudas.

Verlaine es más que Sócrates; y Arsenio
Houssaye supera al viejo Anacreonte.
En París reinan el Amor y el Genio:
ha perdido su imperio el dios bifronte.

Monsieur Prudhomme y Homais no saben nada.
Hay Chipres, Pafos, Tempes y Amatuntes,
donde al amor de mi madrina, un hada,
tus frescos labios a los míos juntes).

Sones de bandolín. El rojo vino
conduce un paje rojo. ¿Amas los sones
del bandolín y un amor florentino?
Serás la reina en los decamerones.

(Un coro de poetas y pintores
cuenta historias picantes. Con maligna
sonrisa alegre aprueban los señores
Clelia enrojece. Una dueña se signa).

¿O un amor alemán -que no han sentido
jamás los alemanes-? La celeste
Gretchen; claro de luna; el aria; el nido
del ruiseñor; y en una roca agreste,

la luz de nieve que del cielo llega
y baña a una hermosura que suspira
la queja vaga que a la noche entrega
Loreley en la lengua de la lira.
Y sobre el agua azul el caballero
Lohengrín; y su cisne, cual si fuese
un cincelado témpano viajero,
con su cuello enarcado en forma de S.

Y del divino Enrique Heine un canto,
a la orilla del Rhin; y del divino
Wolfang la larga cabellera, el manto;
y de la uva teutona, el blanco vino

O amor lleno de sol, amor de España
amor lleno de púrpuras y oros:
amor que da el clavel, la flor extraña
regada con la sangre de los toros;

flor de gitanas, flor que amor recela.
amor de sangre y luz, pasiones locas;
flor que trasciende a clavo y a canela,
roja cual las heridas y las bocas.

¿Los amores exóticos acaso?…
Como rosa de Oriente me fascinas:
me deleitan la seda, el oro, el raso.
Gautier adoraba a las princesas chinas.

¡Oh bello amor de mil genuflexiones:
torres de kaolín, pies imposibles,
tazas de té, tortugas y dragones,
y verdes arrozales apacibles!

Ámame en chino, en el sonoro chino
de Li-Tai-Pe. Yo igualaré a los sabios
poetas que interpretan el destino;
madrigalizaré junto a tus labios.

Diré que eres más bella que la luna:
que el tesoro del cielo es menos rico
que el tesoro que vela la importuna
caricia de marfil de tu abanico.

Ámame, japonesa, japonesa
antigua, que no sepa de naciones
occidentales; tal una princesa
con las pupilas llenas de visiones,

que aun ignorase en la sagrada Kioto,
en su labrado camarín de plata
ornado al par de crisantemo y loto
la civilización de Yamagata.

O con amor hindú que alza sus llamas
en la visión suprema de los mitos,
y hace temblar en misteriosas bramas
la iniciación de los sagrados ritos,

en tanto mueren tigres y panteras
sus hierros, y en los fuertes elefantes
sueñan con ideales bayaderas
los rajahs, constelados de brillantes.

O negra, negra como la que canta
en su Jerusalén el rey hermoso,
negra que haga brotar bajo su planta
la rosa y la cicuta del reposo…

Amor, en fin, que todo diga y cante,
amor que encante y deje sorprendida
a la serpiente de ojos de diamante
que está enroscada al árbol de la vida.

Ámame así, fatal cosmopolita,
universal, inmensa, única, sola
y todas; misteriosa y erudita:
ámame mar y nube, espuma y ola.
Sé mi reina de Saba, mi tesoro;
descansa en mis palacios solitarios.
Duerme. Yo encenderé los incensarios.
Y junto a mi unicornio cuerno de oro,
tendrán rosas y miel tus dromedarios.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 41

miércoles, noviembre 13th, 2013

060_DaCha_2013-08-31
Buenas noches, llegamos al último capítulo que compartiremos, por esta vía, hasta reunirnos a tomar juntos el té, leer en voz alta y debatir. PROHIBIDO LEER LOS 2 CAPÍTULOS QUE FALTAN, ANTES DE NUESTRA CITA! Ahora sí, los dejo con el Capítulo 41 de Aguas de primavera, del divino Iván Turguéniev. En mi taza blanca, Dunas del Magreb. Hoy todo huele a menta.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 41

El caminito se convirtió bien pronto en un trillo y desapareció por completo, cortado por una zanja. Sanin habló de volver atrás.

—¡No! —dijo la señora Pólozov —¡Quiero ir a la montaña! ¡Sigamos adelante, a vuelo de pájaro!

Hizo que la yegua saltase la zanja, y Sanin la imitó. Por detrás de la zanja se extendían unos prados, al principio secos, luego húmedos y que más lejos se transformaban en un pantano; se filtraba el agua por todas partes, formando charcos, en los cuales le gustaba a la señora Pólozov meter a su yegua.

—¡Hagamos travesuras! —exclamó con alegres carcajadas —¿Sabe lo que se llama en Rusia “cazar salpicando”?

—Sí —respondió Sanin.

—A mi tío le gustaba esa caza, la caza a la carrera en primavera, cuando por todas partes hay agua. Yo lo acompañaba. ¡Era delicioso! ¡Y también nosotros dos vamos «salpicando»! Sólo que veo una cosa: usted es ruso y quiere casarse con una italiana. Pero eso es asunto de usted. ¡Ah! ¿Qué es esto? ¡Otra zanja! ¡Hop!

La yegua saltó por encima del obstáculo, pero María Nikoláevna perdió el sombrero, y se le desparramó el cabello en rizos por los hombros. Sanin quería echar pie a tierra para recoger el sombrero, pero ella exclamó:

—¡No lo toque! ¡Yo misma lo tomaré!

Se inclinó muy bajo desde la silla, enganchó el velo con la fusta y recogió, en efecto, el sombrero, que se puso sin arreglarse el cabello; después prosiguió a más y mejor su loca carrera, lanzando el brioso grito gutural del cosaco al cargar contra el enemigo.

Sanin iba siempre pegado a ella, saltando zanjas, setos y arroyos, bajando a los valles, subiendo las cuestas, hundiéndose en los fangales, saliendo del paso bien o mal él y su caballo, y siempre con los ojos puestos en el rostro de la señora Pólozov.

En aquella cara todo estaba abierto: los ojos luminosos y devoradores, que brillaban con un ardor salvaje, la boca y las aletas de la nariz dilatadas, aspirando con avidez al viento que la azotaba de lleno. Miraba de frente, y se hubiera dicho que su alma quería tragarse todo, conquistar cuanto veía: la tierra, el cielo, el sol y hasta el aire, y parecía no sentir sino un solo pesar: que fuesen tan pocos los peligros, para darse el gusto de vencerlos todos.

—¡Sanin! —exclamó —¡Esto es enteramente como en la Lenore(1) de Bürger, sólo que usted no está muerto! ¿Verdad que usted no está muerto…? ¡Yo estoy viva!

Todo cuanto en ella había de audacia, de ímpetu y de fuerza, todo se había desencadenado. Ya no era amazona lanzando su caballo a galope tendido, era una joven centaura que retozaba, medio alimaña montaraz y medio diosa, y la comarca honrada y apacible que hollaba con sus pies, en su impetuosidad desenfrenada, la veía pasar con asombro.

Por fin detuvo a la yegua, cubierta de espuma y salpicaduras de fango, que se rendía bajo su peso. El brioso, pero pesado semental de Sanin, resollaba jadeante.

—¡Qué! ¿Esto le gusta? —murmuró María Nikoláevna bajito, muy bajito.

—¡Que si me gusta…! —contestó Sanin en un arrebato de exaltación. Comenzaba a hervirle la sangre en las venas.

—¡Espere, no hemos concluido! —dijo ella, extendiendo la mano, cuyo guante estaba hecho tiras —Le dije que lo llevaría al bosque, a la montaña… ¡Ahí está la montaña!

En efecto, a doscientos pasos del sitio donde se habían detenido los audaces jinetes, comenzaban a erguirse los montes, cubiertos de grandes bosques.

—Mire, aquí está el camino —prosiguió María Nikoláevna —¡Ahora, juntos y adelante! Pero al paso. Es preciso dejar que respiren nuestras cabalgaduras.

Se pusieron en marcha. Con un brusco ademán, María Nikoláevna se echó atrás los cabellos. Luego se miró los guantes y se los quitó diciendo:

—Me van a oler a cuero las manos; pero eso le es igual, ¿no es cierto?

La señora Pólozov sonreía, y Sanin sonrió también. Aquella furiosa carrera parecía haber acabado de aproximarlos.

—¿Qué edad tiene usted? —le preguntó ella de pronto.

—Veintidós años.

—¡Qué me dice! También yo tengo veintidós. ¡Bonita edad! Poniendo juntos nuestros años, aún falta mucho para la vejez. Pero hace mucho calor. ¿Estoy encarnada?

—Como una amapola.

María Nikoláevna se pasó el pañuelo por la cara.

—Lleguémonos nada más que al bosque, allí hará fresco. Un bosque antiguo es como un amigo viejo. ¿Tiene usted amigos?

Sanin reflexionó un instante, y contestó:

—Sí… pero no muchos; y ni un solo amigo verdadero.

—Yo los tengo verdaderos, sólo que no son viejos… Y mire, un caballo también es un amigo. ¡Con qué precauciones nos llevan! ¡Ah, qué bien se está aquí! ¡Y cuando pienso que pasado mañana estaré en París!

—¡Sí… cuando se piensa eso! —repitió Sanin.

—¿Y usted, en Francfort?

—En Francfort, desde luego.

—Pues bien, sea lo que Dios quiera. En cambio, el día de hoy es nuestro… nuestro… ¡nuestro!

Los jinetes saltaron la linde y se internaron en el bosque, que los envolvió con su sombra húmeda y profunda.

—¡Oh! ¡Pero esto es un paraíso! —exclamó María Nikoláevna —¡Metámonos más adentro, en esa espesura, Sanin!

Los caballos “se metían en aquella espesura” lentamente, cabeceando y dando relinchos apagados. La senda por donde iban hizo un brusco recodo y los condujo a un desfiladero bastante angosto, donde los helechos y los brezos, la resina de los pinos y las hojas medio enmohecidas del año anterior llenaban el aire de aromas intensos y adormecedores. Grandes rocas pardas exhalaban por sus grietas una intensa frescura. A ambos lados del camino se veían acá y allá colinas redondeadas, cubiertas de verde musgo.

—¡Alto! —exclamó la señora Pólozov —Quiero sentarme y descansar en este terciopelo. Ayúdeme a apearme.

Sanin bajó a toda prisa del caballo y acudió. Se apoyó ella en sus hombros, saltó con ligereza al suelo y fue a sentarse en uno de los musgosos montículos. Sanin, de pie ante ella, tenía de las riendas a ambos caballos.

María Nikoláevna lo miró, y dijo:

—Sanin, ¿sabe usted olvidar?

Sanin se acordó de lo sucedido la víspera… dentro del coche… de su prometida, que lo esperaba, y exclamó:

—Eso ¿es una pregunta o un reproche?

—En mi vida he hecho reproches a nadie. ¿Cree usted en brujerías?

—No comprendo.

—En las brujerías, ¿sabe?, de que se habla en nuestras canciones, en las canciones populares rusas.

—¡Ah!, ¿de eso habla usted? —exclamó Sanin, espaciando las palabras.

—Sí, de eso mismo… Yo creo en ellas… y usted también creerá.

—Brujerías… hechizos… —repitió Sanin —Todo es posible en este mundo. Antes no creía, ahora creo. Ya no me reconozco.

María Nikoláevna se quedó pensativa y miró alrededor.

—Me parece que este sitio me es conocido. Mire, Sanin, ¿hay o no una cruz roja de madera tras aquel grueso roble?

Sanin dio unos cuantos pasos hacia un lado, y dijo:

—Sí. ¡Ahí está la cruz!

María Nikoláevna sonrió maliciosa.

—¡Qué bien! Ya sé dónde estamos. Hasta ahora, por lo menos, no nos hemos perdido. ¿Qué ruido es ese? ¿Es un leñador quien da esos golpes?

Sanin miró por entre la espesura.

—Sí… allá hay un hombre cortando ramas secas.

—Entonces, tengo que peinarme. —articuló María Nikoláevna —Porque si me ve así, puede pensar mal. —se quitó el sombrero y se puso a trenzar sus largos cabellos en silencio y con cierta gravedad.

Sanin estaba de pie delante de ella… Las esbeltas formas de la joven se dibujaban insinuantes bajo los oscuros pliegues del vestido, al que se habían adherido, aquí y allá, algunas pequeñas briznas de musgo.

De pronto, uno de los caballos resolló con fuerza a la espalda de Sanin. Él mismo se estremeció involuntariamente de pies a cabeza. Estaba todo trastornado, tenía los nervios tensos como cuerdas. No en vano había dicho que no se reconocía… Se sentía realmente embrujado. Todo su ser estaba obseso de un solo pensamiento, de un solo deseo. María Nikoláevna lo miró fijamente.

—Ahora todo está bien —musitó poniéndose el sombrero —¿No se sienta usted? Siéntese aquí. No, espere… no se siente. ¿Qué es eso que oigo?

Una vibración sorda y prolongada pasó sobre las copas de los árboles y por el aire del bosque.

—¿Será un trueno?

—Creo que sí —respondió Sanin.

—¡Oh, pues entonces esto es una fiesta, una verdadera fiesta! Sólo esto nos faltaba. —el sordo trueno se dejó oír por segunda vez —¡Bravo! ¿Se acuerda usted? Ayer le hablaba de la Eneida. También “ellos” fueron sorprendidos por la tempestad en un bosque. Pero tenemos que buscar donde guarecernos —se levantó con rapidez diciendo: —Tráigame la yegua. Deme la mano… así. No soy muy pesada.

Saltó a la silla como un pájaro. También Sanin montó a caballo.

—¿Quiere… usted… volverse atrás? —preguntó con voz insegura.

—¿Volverme atrás? —contestó ella tras breve pausa, empuñando las riendas; y añadió con tono duro, casi brutal: —¡Sígame!

Volvió al camino, dejó a un lado la cruz roja, bajó la ladera hasta una encrucijada, torció a la derecha y de nuevo subió por la colina… Evidentemente sabía a dónde llevaba ese camino, que iba penetrando cada vez más y más por la espesura del bosque. Sin pronunciar una palabra, sin volver la cabeza, avanzaba ella, en línea recta con aire imperioso; y él, humilde y sumiso, la seguía sin una chispa de voluntad en su corazón anhelante.

Comenzó a caer la lluvia en gotas aún escasas. María Nikoláevna espoleó su montura y él hizo lo mismo.

Por fin, a través del oscuro verdor de los jóvenes abetos vio, apoyada en un peñasco gris, una pobre chocita hecha de ramas, donde se abría una puerta baja. María Nikoláevna se metió a través de los matorrales, saltó a tierra, se detuvo en el umbral de la choza y volvió la cabeza hacia Sanin, murmurando: “¡Eneas!”

Cuatro horas más tarde, María Nikoláevna y Sanin regresaban a Wiesbaden, seguidos por el groom, que dormitaba en la silla. Pólozov, con la carta para el administrador en la mano, recibió a su mujer con una mirada ligeramente inquisitiva; se le nubló un poco el rostro y hasta dijo entre dientes:

—¿Habré perdido mi apuesta?

María Nikoláevna se limitó a encogerse de hombros.

Y el mismo día, dos horas después, rendido y entregado, estaba Sanin de pie ante la señora Pólozov.

—¿Adónde vas, por fin? —le dijo ella —¿A París… o a Francfort?

—Iré a donde tú vayas, y no te abandonaré sino cuando me arrojes —respondió él desesperadamente, tomando las manos de la mujer de quien ya era esclavo.

Ella se desasió, puso sus manos sobre la cabeza de él y con los diez dedos tomó sus cabellos. Cogía y retorcía despacio esos dóciles cabellos, mientras, erguida, esbozaba en sus labios una pérfida sonrisa triunfal, y en sus ojos, grandes y claros hasta parecer blancos, se leía la saciedad y la dureza implacable de la victoria.

Cuando el gavilán clava sus garras en los ijares de su presa, tiene los mismos ojos.

(1) Lenore, patética balada de Gottfried August Bürger (1747-1794), poeta lírico alemán.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 40

martes, noviembre 12th, 2013

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Che, gente, no se rían (no mucho, aunque sea). Casi llegando al final de este capítulo, me dio un ataque de risa pensando en Vicente Rubino… Indifrunden diyeguen, ja! Vamos con el Capítulo 40 y un vaso de Sweet Heather, para equilibrar tanto desparpajo! Hasta mañana, dachas queridas.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 40

Esto era lo que pensaba Sanin a la hora de acostarse. Pero la historia no dice nada acerca de las reflexiones que hizo a la mañana siguiente, cuando la señora Pólozov, llamando a su puerta con algunos golpecitos impacientes, dados con el puño de coral de la fusta, apareció en el umbral del cuarto con la cola de su amazona de tela azul oscuro recogida en un brazo, un sombrerito de hombre puesto sobre los gruesos rizos de sus cabellos, el velo hacia atrás, y los labios, los ojos y todo el rostro iluminados por una sonrisa provocativa.

—¡Vamos! ¿Está usted dispuesto? —dijo con voz alegre.

Por única respuesta, Sanin se abrochó en silencio el redingote y tomó el sombrero. La señora Pólozov le clavó una mirada viva, hizo una señal con la cabeza y bajó rápida la escalera. Sanin se lanzó en pos de ella.

Los caballos esperaban ya delante del pórtico. Eran tres: uno alazán dorado, yegua de pura sangre, de cabeza enjuta, ojos negros saltones, patas de ciervo, un poco flaca, pero elegante de formas y ardiente como el fuego, era para la señora Pólozov; el segundo, grande, robusto, de un negro sin mancha, era para Sanin; el tercero para el lacayito. María Nikoláevna montó con ligereza en la yegua, que gallardeó en el sitio, levantó la cola y se encabritó; pero la señora Pólozov, excelente jinete, la dominó. Aún había que despedirse de Pólozov, quien, con su faz inmutable y su flotante bata, había aparecido en el balcón; agitaba un pañuelo de batista, preciso es decir que con un aire poco risueño y hasta enfurruñado.

Montó Sanin, María Nikoláevna saludó a Pólozov con la punta de la fusta y cruzó de un latigazo el cuello arqueado y plano de su cabalgadura. Esta se encabritó, dio un salto de carnero, y después, domada, estremeciéndose, tascando el freno, sorbiendo aire y jadeando, comenzó a andar con paso menudo y firme. Sanin la siguió, mirando a María Nikoláevna, cuyo talle esbelto y flexible, modelado por un corsé que lo dibujaba sin oprimirlo, se cimbreaba con aplomo y gracia. Volvió la cabeza y lo llamó con la mirada. Sanin se le reunió.

—¿Ve usted qué hermosura? Se lo digo ahora, antes de separarnos: “es usted adorable, y no se arrepentirá”.

Apoyó estas últimas palabras con un reiterado movimiento afirmativo de cabeza, como para hacerle comprender mejor su significado. Parecía tan dichosa, que Sanin se quedó absorto. Su cara hasta había tomado esa expresión seria que se advierte en los niños cuando están en el colmo de la satisfacción.

Fueron al paso hasta la próxima ronda; después se lanzaron a trote largo por la carretera. El día era espléndido, un verdadero día de verano; el viento ligero y alegre les acariciaba el rostro, murmurando y silbando en sus oídos. Estaban contentos; se sentían jóvenes, sanos, libres; un ímpetu irresistible se apoderó de los dos, y esa sensación aumentaba por instantes.

María Nikoláevna refrenó su caballo y luego continuó al paso; Sanin siguió su ejemplo.

—Sí, —dijo María Nikoláevna, exhalando un suspiro hondo y feliz —sí, sólo por esto vale la pena vivir: ¡haber logrado hacer lo que se deseaba, lo que se creía imposible, y meterse en ello hasta aquí. —su dedo, rápidamente pasado por la garganta, acabó su pensamiento —¡Y qué buena se siente una entonces! Yo, por ejemplo, ¡qué buena soy… en este momento! Me dan ganas de besar a todo el mundo. ¡No, a todo el mundo no! Mire, por ejemplo, a ese no lo besaría. —y señaló con la fusta a un anciano pobremente vestido que caminaba por la cuneta —Pero estoy dispuesta a hacerlo feliz. ¡Tenga, tome usted! —le gritó en alemán mientras arrojaba a sus pies una bolsita de dinero.

El pesado saquito (entonces no se conocían los monederos) tintineó al chocar contra el suelo. El caminante se detuvo asombrado. María Nikoláevna prorrumpió en carcajadas y puso a su yegua al galope.

—¿Le produce a usted tanta alegría montar a caballo? —le preguntó Sanin cuando la alcanzó.

María Nikoláevna paró de nuevo bruscamente su yegua; no tenía otro modo de pararla.

—Quería evitar que me diera las gracias. Todo mi gozo se viene abajo cuando me agradecen alguna cosa. Porque no lo he hecho por él, sino por mí. ¿Cómo se atreven a permitirse darme las gracias? ¿Me preguntaba usted algo hace un momento? No lo he oído.

—Le he preguntado… quería saber por qué es usted hoy tan feliz.

—¿Sabe usted una cosa? —dijo María Nikoláevna, que no oyó la nueva pregunta de Sanin, o acaso no creyó necesario contestarla —Me fastidia ver trotar detrás de nosotros a ese lacayo. De seguro que sólo piensa en cuándo sus amos regresarán a casa. ¿Cómo nos lo quitaremos de encima? —María Nikoláevna sacó del bolsillo un cuadernito —¿Lo enviaré a llevar una esquela a la ciudad? No, mal remedio. ¡Ah, ya lo encontré! ¿Qué es aquello que se ve allá, delante de nosotros? ¿Un mesón?

Sanin miró en la dirección indicada.

—Creo que sí.

—¡Muy bien! Voy a ordenar que se detenga ahí, y que beba cerveza mientras espera nuestro regreso.

—Pero… ¿qué va a pensar?

—¿Qué nos importa? Pero, ¡bah!, no pensará absolutamente nada: beberá cerveza, y pare usted de contar. Vamos, Sanin, —era la primera vez que lo llamaba así, familiarmente —¡adelante, al trote!

En cuanto llegaron delante de la posada, la señora Pólozov llamó al lacayo y le dio instrucciones. El lacayo, un groom(1) inglés de origen y por temperamento, sin decir una palabra, se llevó la mano a la visera de la gorrita y se apeó del caballo, conduciéndolo de la brida.

—¡Ya estamos ahora libres como los pájaros! —exclamó María Nikoláevna —¿A qué parte nos dirigimos? ¿Al Septentrión, al Mediodía, al Poniente, al Oriente? Mire: soy como el rey de Hungría el día de su coronación. —señalaba con el extremo de la fusta los cuatro puntos cardinales —Todo nos pertenece. No… ¿Sabe una cosa? ¡Mire las hermosas montañas allá lejos, y qué bosque! Vamos allá, arriba, arriba… In die Berge, wo die Freiheit thront. (A las alturas, donde la libertad reina.)

Abandonó la carretera y tomó al galope por un estrecho sendero apenas transitado, que, en efecto, parecía trepar a la montaña. Sanin la siguió al galope también.

(1) En inglés: Mozo de cuadra.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 39

lunes, noviembre 11th, 2013

flyer turgueniev jpg con logo
Con algunos problemas técnicos en nuestra dachita, declaramos que UN TROPEZÓN NO ES CAÍDA, que SIEMPRE QUE LLOVIÓ, PARÓ y que SI TE POSTRAN 10 VECES TE LEVANTAS OTRAS 10, OTRAS 100 OTRAS 500. Nos quedan sólo tres días de lectura nocturna para, luego, encontrarnos nuevamente en el Té Literario. Les dejo el Capítulo 39 de Aguas de primavera, en compañía de un CAPRICHO FLORENTINO (edición super limitada). Hasta mañana, queridos amigos.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 39

La representación duró aún más de una hora, pero Sanin y la señora Pólozov no tardaron en separar la vista del escenario. Se reanudó entre ellos la conversación, siempre sobre el mismo asunto; pero aquella vez Sanin estuvo menos silencioso. Interiormente se sentía molesto contra sí mismo y contra la señora Pólozov, esforzándose en demostrarle la poca solidez de su “teoría”; ¡como si a ella le importase un comino su teoría! Se puso a discutir con ella, cosa que la regocijó en sus adentros. Cuando se discute, se hacen concesiones o se van a hacer.

Ya no se alejaba del cebo, se amansaba y ya no era tan indómito. Le hacía objeciones ella, se reía, cedía, se quedaba meditabunda, atacaba de nuevo… y entre tanto, se acercaban poquito a poco sus caras, y Sanin ya no volvía los ojos a otro lado cuando ella lo miraba. Los ojos de la señora Pólozov parecían vagar con lentitud por todas las facciones de Sanin, y éste, en cambio, le dirigía una sonrisa galante, es cierto, pero a la postre una sonrisa. A ella le gustaba que él se hubiera lanzado a temas abstractos, a razonar acerca de la sinceridad en las relaciones, respecto a los deberes sagrados del amor y del matrimonio… Estos temas abstractos son una cosa excelente en los comienzos… como puntos de partida…

Los muy conocedores de la señora Pólozov aseguraban que cuando su firme y potente naturaleza parecía, de pronto, teñirse con una especie de reservada ternura y casi de pudor virginal (no se sabía de dónde lo sacaba), entonces, ¡oh, entonces, el asunto tomaba un giro peligroso! Evidentemente, aquella noche se encontraba en ese tren para con Sanin. ¡Cómo se hubiera despreciado éste si hubiera podido mirarse por dentro a sí mismo! Pero no tenía tiempo de mirarse por dentro, ni de menospreciarse.

Ella, por su parte, no perdía un segundo. ¡Y todo únicamente porque Sanin era un guapísimo mozo! Algunas veces no se puede menos que decir: “¡De qué depende la perdición o la salvación!”

Terminada la obra, la señora Pólozov rogó a Sanin que le pusiese el chal, y permaneció inmóvil mientras envolvía él con el suave tejido aquellos hombros verdaderamente regios. Luego se colgó del brazo de Sanin, salió al corredor, y faltó poco para que no diese un grito: en la misma puerta del palco surgió Dönhof como un fantasma, y detrás de él la ruin persona del crítico wiesbadenés. La oleosa cara del Litterat irradiaba maligna satisfacción.

—¿Quiere usted, señora, que haga acercar su coche? —dijo el oficialito con un temblor de ira mal reprimida en la voz.

—No, gracias, mi lacayo se ocupará de eso —contestó ella en voz alta, y añadió quedo, con tono imperioso: —¡Déjenme! Y se alejó con presteza, arrastrando consigo a Sanin.

—¡Váyase usted al diablo! ¿Por qué me lo encuentro a usted hasta en la sopa? —vociferó de repente Dönhof encarándose con el Litterat, pues necesitaba descargar contra alguien su rabia.

—Sehr gut, sehr gut! —masculló el Litterat, eclipsándose.

El lacayo, que estaba esperando en el vestíbulo, hizo acercarse al cochero; subió ligera la señora Pólozov, y Sanin se lanzó detrás. Se cerró con estrépito la portezuela, y María Nikoláevna soltó la carcajada.

—¿De qué se ríe usted?

—¡Ah!, perdóneme, se lo ruego… pero se me ha ocurrido la idea de que si Dönhof se batiese con usted por segunda vez y por mi causa… eso sería muy chistoso, ¿no es así?

—¿Tiene usted mucha intimidad con él? —preguntó Sanin.

—¿Con él? ¿Con ese mocoso? Me galantea, nada más. ¡Estese usted tranquilo!

—¡Pero si estoy perfectamente tranquilo!

—Sí, sé que usted está tranquilo. —dijo la señora Pólozov, exhalando un suspiro —Pero voy a decirle una cosa: usted, que es tan galante, no puede rechazar mi último ruego. No olvide que parto dentro de tres días para París, y que usted regresa a Francfort. ¡Quién sabe cuándo volveremos a vernos!

—¿Qué petición me quiere usted hacer?

—¿De seguro que sabrá usted montar a caballo?

—Sí.

—Pues bien, hela aquí: mañana por la mañana me lo llevo a usted conmigo; iremos a dar un paseo por las afueras de la ciudad. Llevaremos excelentes caballos. Volveremos después, terminamos el negocio y… amén. No proteste usted, no me diga que eso es un capricho, que estoy loca. Quizás todo ello sea verdad, pero limítese a decir: “Acepto”.

La señora Pólozov se había vuelto de cara a Sanin. El interior del carruaje estaba oscuro, pero brillaban sus ojos en la oscuridad.

—Pues bien: acepto —dijo Sanin, suspirando.

—¡Ah, suspira usted! —dijo la señora Pólozov, imitándolo —Ese suspiro significa: han echado el vino, hay que beberlo. Pues no, no… usted es galante, encantador, y yo cumpliré mi promesa. He aquí mi mano sin guante, la mano derecha, la mano que firma. Tómela usted y crea en su apretón. Qué clase de mujer soy, no lo sé; pero soy formal, y pueden cerrarse tratos conmigo.

Sin darse muy exacta cuenta de lo que hacía, Sanin se llevó a los labios aquella mano. La señora Pólozov la retiró con dulzura y no dijo nada más hasta que el carruaje se detuvo. Se levantó para apearse… Pero qué… ¿fue alucinación de Sanin o un contacto, rápido y ardiente rozó su mejilla?

—¡Hasta mañana! —murmuró María Nikoláevna en la escalera, iluminada por las cuatro bujías de un candelabro que a la llegada de la señora había tomado un lacayo todo galoneado de oro. Tenía ella los ojos bajos.

—¡Hasta mañana!

De regreso a su cuarto, Sanin encontró encima de la mesa una carta de Gemma. Tuvo un impulso de miedo, seguido muy pronto de otro impulso de alegría, con el cual quiso ocultarse a sí mismo el temor que acababa de experimentar. La carta sólo era de cuatro líneas. Gemma se congratulaba de ver tan bien empezado el asunto, le aconsejaba paciencia, añadiendo que todos estaban bien de salud y se alegraban de antemano con la idea de su regreso. Sanin halló un poco seca esta carta; sin embargo, tomó pluma y papel… pero los dejó enseguida. “¿Para qué escribir? Mañana regreso… ¡Aún hay tiempo! ¡Hay tiempo!”

Se metió en la cama sin tardanza, e hizo todos los esfuerzos posibles para dormirse pronto. Si hubiese permanecido de pie y despierto, de seguro que hubiera pensado en Gemma; pero sentía una especie de vergüenza al pensar en ella, de evocar su imagen. Su conciencia estaba desasosegada. Pero se tranquilizaba diciéndose que todo quedaría concluido por completo al día siguiente, que se alejaría para siempre de aquella antojadiza mujer y que olvidaría todas esas estupideces.

Las personas débiles, cuando hablan consigo mismas, se complacen en emplear expresiones enérgicas.

Y además… “¡Eso no tiene consecuencias!”

UNA PAUSA EN LA JORNADA

sábado, noviembre 9th, 2013

Andrei Petrovich Lyakh Almuerzo en la recolección de heno.

Hermoso sábado para blendear con los frutos de la tierra. Manos a la obra, que aún queda medio día!!!

Almuerzo en la producción de heno a principios de siglo XX de Andrei Petrovich Lyakh. El artista retrató vívidamente lo que sucedía, tomó la esencia de la vida y la naturaleza de su país. Aquí pueden ver diferentes escenas: el abuelo les dice a los niños algo interesante, sin duda ilustrativo; un poco más a la derecha, un hombre adulto escuchando al abuelo, pensando en la naturaleza de las cosas y una mujer con el amor y la alegría de criar a una pequeña nena. Adelante, un hombre joven elogiando a una mujer y, a la distancia se encuentra otra mujer (probablemente su esposa) que está, claramente, prestando atención a su conversación; junto a ella, un hombre mayor de gorra (podría ser su suegro), a quien tampoco le gusta la conversación de su hijo con una belleza rústica. En el fondo, dos mujeres jóvenes secreteando; junto a ellas hay un hombre: una de las mujeres vierte agua sobre sus manos y la otra lo espera con una toalla. A la izquierda una nena, con un ramo de flores silvestres al lado de sus padres y, posiblemente, su hermano, que acaricia un perro, acercándose a la improvisada mesa sobre el pasto. Una mesa llena de comida deliciosa: vareniki, pepinillos, frutas… No veo el té. El té debe esperarlos en las dachas. ♥

Obra de hoy: Обед на сенокосе в начале XX века. Андрея Петровича Лях.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 38

viernes, noviembre 8th, 2013

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«Los caracteres débiles nunca determinan nada por su cuenta; siempre esperan que venga por sí solo el desenlace.» Para cerrar la semana, es una frase tremenda! Esta noche, Mandarín Imperial y el Capítulo 38 de Aguas de primavera. Empieza el ronroneo del samovar, parece. Disfruten del finde, pónganse al día con la lectura los rezagados, y nos vemos, nuevamente, el lunes próximo, a la misma hora y por el mismo canal.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 38

En 1840 el teatro de Wiesbaden tenía un aspecto ruin; y la compañía, en su pomposa y mísera vulgaridad, en su rutina trivialmente concienzuda, no excedía el grueso de un cabello del nivel normal de todos los teatros alemanes de hoy, nivel de que en estos últimos tiempos daba exacta medida la compañía de Karlsruhe, bajo la “ilustre dirección del señor Devrient”.

Detrás del palco tomado por “Su Alteza, la señora von Pólozov” (¡sabe Dios cómo se las arreglaría el criado para conseguirlo, pues es claro que no sobornaría al Stadt-Direktor!), había una pequeña pieza rodeada de divanes. Antes de entrar allí, la señora Pólozov rogó a Sanin que corriese el biombo que separaba el palco del teatro.

—No quiero que me vean —dijo—; de lo contrario, todos van a venir.

Lo hizo colocarse junto a ella, vuelto de espaldas al teatro, de manera que el palco pareciese vacío.

La orquesta tocó la obertura de Le Nozze di Figaro(1). Se alzó el telón y comenzó la obra.

Era una de esas innumerables elucubraciones dramáticas en que autores eruditos, pero sin talento, desenvolvían con sumo trabajo e igual inhabilidad, con un lenguaje farragoso y sin vida, alguna “idea profunda” o “de interés palpitante”, y donde, al presentar lo que llamaban un conflicto trágico, producían un aburrimiento… que tentado estoy de llamar asiático, porque hay un cólera con este mismo nombre. La señora Pólozov escuchó con paciencia la mitad del acto; pero cuando, enterado el primer galán de la traición de su amada (iba vestido con un redingot de color canela, de mangas anchas y cuello de aterciopelo, chaleco a rayas con botones de nácar, calzón verde con polainas de cuero charolado y guantes de gamuza blancos), se llevó ambas manos al pecho, y, sacando los codos en ángulo recto, comenzó a aullar exactamente lo mismo que un perro, la señora Pólozov ya no pudo aguantar más.

—El último actor francés del último teatrito de provincia, interpreta mejor y con más naturalidad que la primera de las celebridades alemanas —exclamó indignada, y se retiró al antepalco, y, dando con la mano en el sitio vacío junto a ella en el diván, dijo a Sanin:

—Venga usted a sentarse aquí; charlemos un poco.

Obedeció Sanin, y la señora Pólozov se le quedó mirando:

—Es usted dócil, por lo que veo; su mujer hará buenas migas con usted. Ese payaso, —continuó, señalando con el abanico al actor que seguía con sus aullidos (representaba un papel de preceptor) —ese payaso me recuerda mi juventud. Yo también estuve enamorada de un preceptor. Era mi primera, no, mi segunda pasión. La primera fue por un hermano lego del monasterio de Donskóy. Tenía yo doce años y sólo lo veía los domingos. Llevaba puesta una sotanita de terciopelo, se perfumaba con agua de alhucema, y cuando cruzaba por entre el gentío, incensario en mano, decía en francés a las señoras: “Pardon, excusez!(2) Nunca levantaba la vista, y tenía unas pestañas, mire usted, ¡así de largas! —la señora Pólozov midió con la uña del pulgar la mitad del dedo meñique de la misma mano —Mi preceptor se llamaba monsieur Gastón. Debo decir a usted que era un hombre terriblemente sabio y muy severo, un suizo. ¡Y qué enérgica cabeza, patillas negras como el ébano, perfil griego y labios que parecían de hierro cincelado!¡Le tenía un miedo! Es el único hombre a quien he tenido miedo en mi vida. Era preceptor de mi hermano, quien murió después… ¡ahogado! Una gitana me predijo que también yo moriría de muerte violenta; pero esas son necedades. No creo en esas cosas. Figúrese usted a Hipólito Sídorovich ¡con un puñal en la mano…!

—Se puede morir de otro modo que no sea de una puñalada—objetó Sanin.

—Esas son tonterías. ¿Es usted supersticioso? Yo, ni pizca. Y luego, no se evita lo que tiene que suceder. Monsieur Gastón vivía en nuestra casa, encima de mi habitación. Recuerdo que a veces me despertaba de noche y oía sus pasos (se acostaba muy tarde), y mi corazón desfallecía de adoración… o de otro sentimiento muy diferente. Mi padre apenas sabía leer y escribir, pero nos hizo dar una buena educación. ¿Sabe usted que comprendo el latín?

—¡Usted! ¿El latín?

—Sí… yo. Me lo enseñó monsieur Gastón; he leído con él toda la Eneida(3). Es muy aburrida, pero tiene algunos pasajes bonitos. ¿Recuerda usted cuando Dido y Eneas, en el bosque…?

—Sí, sí, lo recuerdo —se apresuró a decir Sanin. Hacía mucho tiempo que había olvidado el latín, y nunca se familiarizó con la Eneida.

Lo miró la señora Pólozov, según su costumbre, un poco de lado y de arriba abajo.

—Sin embargo, no vaya usted a creer que soy una sabihonda. ¡Dios mío, eso no! No soy una marisabidilla, ni tampoco poseo ningún talento. Apenas sé escribir, ¡de veras! No sé leer en voz alta, ni tocar el piano, ni dibujar, ni coser, ¡nada! Ahora, ya me conoce usted, ¡se acabó! —dijo separando los brazos —Le cuento a usted todo esto, en primer término, por no oír a esos gaznápiros; —añadió, señalando al escenario, donde el actor había cedido el primer plano a una actriz que aullaba lo mismo que él, también con los codos hacia delante —y después, porque estaba en deuda con usted: ¡ayer no me habló usted más que de sí mismo!

—Tuvo usted a bien interrogarme —objetó Sanin.

María Nikoláevna se volvió bruscamente hacia él.

—¿Y usted no tiene deseos de saber qué clase de mujer soy? Por supuesto, no me extraña. —agregó dejándose otra vez caer en los almohadones del diván —Un hombre que va a casarse, y además por amor, y después de un desafío… ¡cómo ha de tener tiempo de pensar en otra cosa!

Con aire pensativo, la señora Pólozov se puso a morder el mango del abanico con sus dientes algo grandes, pero iguales y blancos como la leche. Y Sanin aún sentía subírsele a la cabeza aquel vapor que le parecía envolverlo desde la víspera. La conversación entre la señora Pólozov y él era a media voz, casi un cuchicheo, y eso lo irritaba y agitaba aún más…

¿Cuándo concluiría todo aquello?

Los caracteres débiles nunca determinan nada por su cuenta; siempre esperan que venga por sí solo el desenlace.

En ese instante, alguien estornudó en el escenario; el autor había acotado en su obra ese estornudo, a manera de “elemento o momento cómico”. Claro está que ese era el único elemento cómico de la pieza, y se echaron a reír los espectadores divertidos por ese “momento”.

También esa risa encolerizó a Sanin.

A veces no sabía a ciencia cierta si estaba alegre o furioso, si se aburría o se recreaba. ¡Ah, si Gemma lo hubiese visto!

—¡Verdaderamente, es muy extraño! —dijo de pronto María Nikoláevna —Un hombre dice lo más tranquilo del mundo: “Tengo la intención de casarme”. Y nadie dice con tranquilidad: “Tengo la intención de tirarme al agua”. Y sin embargo, ¿qué diferencia hay? Eso es extraño, ¡de veras!

Sanin hizo un movimiento de impaciencia.

—¡Hay gran diferencia, señora! Hay gente que de ningún modo teme tirarse al agua: los que saben nadar. En cuanto a la extrañeza de ciertos matrimonios… puesto que hemos llegado a hablar de eso…

Se detuvo y se mordió la lengua.

La señora Pólozov le dio en la palma de la mano un golpecito con el abanico.

—Siga usted, Dmitri Pávlovich, siga. Sé lo que va a decirme: “Puesto que hemos llegado a hablar de eso, tenga la bondad, señora, de decirme si puede imaginarse nada más estrafalario que su casamiento, puesto que conozco a su marido desde la infancia”. Eso es lo que iba a decirme usted, que sabe nadar.

—Dispénseme… —empezó Sanin.

—¡Qué! ¿No es así, no es así? —repitió con insistencia ella —Vamos, míreme de frente y dígame si me equivoco.

Sanin ya no supo dónde esconder los ojos, y al cabo dijo:

—Pues bien… ¡Sí!… es verdad, puesto que me exige usted que sea completamente franco.

María Nikoláevna movió la cabeza:

—Sí… sí… ¿Y no se pregunta usted, que sabe nadar tan bien, cuál ha podido ser el motivo de una acción tan… estrambótica, por parte de una mujer que no es ni pobre, ni tonta… ni fea? Eso tal vez a usted no le interese. No importa: le diré el motivo; no ahora, sino dentro de poco, cuando se acabe el entreacto. Siempre estoy con miedo de que entre alguien.

En efecto, no bien dijo esta frase la señora Pólozov, se entreabrió la puerta exterior del palco y vieron entrar en él una cara rubicunda y reluciente, joven aún pero desdentada ya, de nariz colgante, melenas largas y lacias, orejas enormes como las de un murciélago, y unos ojitos curiosos y obtusos tras los cristales de sus lentes de oro. Dio un vistazo en redondo al palco, vio a la señora Pólozov, tomó una expresión obsequiosa, y, reverencioso, se inclinó. Se alargó enseguida un pescuezo surcado por gruesas venas salientes…

La señora Pólozov agitó con rapidez el pañuelo, como para ahuyentar un insecto inoportuno.

—¡No estoy aquí! (Ich bin nicht zu Hause… Kch… Kch!)

La carátula se sonrió con aire de asombro y de contrariedad, diciendo con voz hiposa, a imitación de Liszt(4), a cuyos pies ya se había arrastrado una vez:

—¡Muy bien, muy bien! (Sehr gut! Sehr gut!) —y desapareció.

—¿Quién es ese personaje? —preguntó Sanin.

—¿Eso…? Es el crítico de Wiesbaden; Litterat o lacayo, como usted guste. Por ahora, está a sueldo del empresario, y, por consiguiente, tiene la obligación de elogiarlo todo y extasiarse con motivo de todo; pero en el fondo, es un amasijo de horrible bilis, que ni siquiera se atreve a derramarla. No estoy tranquila. Horriblemente chismoso, va a ir contando por todas partes que estoy en el teatro. ¡Bah, me da igual!

La orquesta tocó un vals; se levantó el telón… En el escenario volvieron a más y mejor las contorsiones y los aullidos.

—Vamos; —dijo la señora Pólozov, yéndose de nuevo a recostar en los cojines del diván —puesto que lo he atrapado y se ve obligado a hacerme compañía, en vez de disfrutar de la sociedad de su novia… No gire usted así los ojos, ni se encolerice…, lo comprendo, y ya le he prometido devolverle su libertad plena y absoluta, pero ahora escuche mi confesión. ¿Quiere usted saber lo que amo por encima de todas las cosas?

—¡La libertad! —exclamó Sanin.

Al oír esta respuesta, la señora Pólozov puso su mano sobre la mano de él, y dijo con particular acento, y una voz grave impregnada de evidente franqueza:

—Sí, Dmitri Pávlovich: la libertad, ante todo y sobre todo. Y no se figure que hago de ello gala, no hay por qué alardear; sólo que así será hasta el día de mi muerte. En mi infancia vi muy de cerca la servidumbre, y he sufrido demasiado por esa causa. Mi preceptor, monsieur Gastón, fue quien me abrió los ojos. Tal vez comprenda usted ahora por qué me he casado con Hipólito Sídorovich; con él soy libre, ¡completamente libre, como el aire, como el viento…! Y yo sabía esto antes de casarme; sabía que con él iba a ser libre como un cosaco —la señora Pólozov guardó silencio un instante y dejó a un lado el abanico, luego prosiguió así: —Otra cosa le diré: no detesto el meditar… es divertido, y además, para eso se nos ha dado el entendimiento. Pero en cuanto a reflexionar las consecuencias de mis acciones, jamás lo hago, y me importa un bledo de mí misma, y no me quejo… ¿Para qué me serviría? Tengo un proverbio para mi uso: “Esto no tiene consecuencias”. No sé cómo traducirlo al ruso. Y en verdad, ¿qué es lo que tiene consecuencias? Aquí, en la tierra, no me pedirán cuenta de mis acciones, y allá arriba, —levantó un dedo —allá abajo… que se las arreglen como quieran. ¡Cuando me juzguen allá, ya no seré yo! ¿Me escucha usted? ¿No le aburren mis palabras?

Sanin escuchaba inclinado; levantó la cabeza.

—No me aburre de ningún modo, María Nikoláevna, y la escucho con curiosidad. Sólo que… lo confieso… me pregunto por qué me dice usted todo esto.

La señora Pólozov se movió apenas hacia él en el diván.

—Se pregunta usted… ¿Es usted tan tardo de comprensión… o tan modesto?

Sanin levantó más la cabeza.

—Le digo todo esto —continuó María Nikoláevna en un tono tranquilo, nada en armonía con la expresión de su cara— porque me gusta usted mucho. Sí, no se asombre, no es broma; porque después de haberlo encontrado, me desagradaría pensar que usted conservase de mí una impresión… favorable o desfavorable, eso me sería igual… sino falsa. Por eso lo he traído aquí, por eso estoy a solas con usted y le hablo con tanta franqueza… Sí, sí, con franqueza. Yo no miento. Y fíjese usted bien, Dmitri Pávlovich, sé que está usted enamorado de otra y que va a casarse con ella… Así, ¡haga usted justicia a mi desinterés! Y mire: esta es una buena ocasión de que diga usted a su vez: “esto no tiene consecuencias”.

Se echó a reír, pero se detuvo de pronto y permaneció inmóvil, como sorprendida de sus propias palabras; sus ojos, por lo común tan alegres y atrevidos, adquirieron por un instante una expresión como de timidez y hasta de tristeza.

“¡Serpiente! ¡Ah, qué serpiente!”, dijo Sanin para sus adentros. “¡Pero qué hermosa serpiente!”

—Deme usted mis gemelos. —pidió de pronto la señora Pólozov —Tengo ganas de ver si esa dama joven es en realidad tan fea. De veras parece que el gobierno la ha elegido con un propósito moral, con el fin de moderar los ardores de la juventud.

Sanin le dio los gemelos. Al tomarlos ella, envolvió con ambas manos los dedos del joven, con una presión fugaz y casi insensible.

—No ponga usted esa cara tan mustia. —murmuró sonriendo —Atienda: no tolero que se me pongan cadenas, pero tampoco quiero encadenar a los demás. Me gusta la libertad y rechazo las ligaduras, pero no para mí sola. Y ahora, apártese un poco y oigamos la comedia.

La señora Pólozov asestó los gemelos al escenario y Sanin también miró a la escena, sentándose junto a ella en la penumbra del palco y aspirando involuntariamente el tibio perfume de aquel cuerpo encantador; le daba vueltas en la cabeza, también de un modo involuntario, todo lo que aquella mujer le había dicho en el transcurso de la velada, principalmente en los últimos minutos…

(1) Las bodas de Fígaro: Ópera compuesta en 1786 por el compositor austríaco Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791).
(2) En francés: ¡Perdón, excúsenme!
(3) Eneida: Obra maestra de la literatura latina compuesta por Virgilio (70-19 a.C.).
(4) Franz Liszt (1811-1886), compositor y pianista húngaro.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 37

jueves, noviembre 7th, 2013

Torrentsofspring
Linda noche para prepararse un té y entrar juntos en la recta final de Aguas de primavera, con el Capítulo 37. Están llegando los primeros duraznos y, con ellos, perfumes inspiradores. Hasta mañana.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 37

¡Oh, qué hondo suspiro de alegría exhaló Sanin al encontrarse en su cuarto! Sí, María Nikoláevna había dicho la verdad: necesitaba respirar, descansar de todos estos nuevos conocimientos, encuentros y conversaciones, de ese extraño vapor que se le subía al cerebro y al corazón, de aquella asombrosa intimidad con una mujer que no era absolutamente nada para él. ¿Y en qué momento sucedía eso? ¡Casi al día siguiente en que Gemma le confesara su amor, en que se había hecho su prometida! Pero ¡eso era un sacrilegio! En el fondo de su alma pidió mil veces perdón a su casta y pura paloma, aunque no pudo formular ninguna acusación precisa contra sí mismo; mil veces besó la crucecita que ella le había dado. Si no hubiese tenido la esperanza de terminar pronto y bien el asunto que lo trajo a Wiesbaden, hubiera huido a todo correr hacia su dulce Francfort, hacia aquella querida casa que era ya la suya, hacia su Gemma, para arrojarse a sus pies adorados… Pero ¿qué hacer? Era preciso apurar el cáliz hasta las heces, vestirse, ir a comer y desde allí al teatro… ¡Con tal de que al siguiente día pudiera quedarse libre temprano!

Otra cosa lo tenía trastornado y de mal humor. Pensaba con amor, con ternura, con transportes de gratitud, en su querida Gemma, en su existencia cuando viviesen juntos los dos, en la felicidad que lo aguardaba en lo venidero, y entre tanto, aquella extraña mujer, aquella señora Pólozov, se erguía sin descanso… ¡qué digo, se erguía…!, se le “metía” incesantemente por lo ojos (así se expresaba Sanin en su despecho, en su cólera); no podía desprenderse de su imagen, ni dejar de oír su voz y sus discursos, ni aun orearse de la impresión del perfume que exhalaban sus vestidos, perfume particularísimo, fresco, sutil y penetrante como el aroma de los lirios. Es evidente que esa mujer se proponía engatusarlo y burlarse de él… Pero ¿con qué fin? ¿Qué quería? ¿Era un simple capricho de niña mimada, de mujer rica… y acaso pervertida? ¿Y qué clase de hombre era ese marido? ¿Qué tipo de relaciones tenía con su mujer? ¿Y a santo de qué se le ponían en la cabeza tales problemas a él, a Sanin, que no tenía ninguna razón para importarle un bledo de Pólozov ni de su mujer? ¿Y por qué no podía desechar esa imagen inoportuna, ni aun en los momentos en que dirigía todas las aspiraciones de su alma hacia otra imagen luminosa y pura como la claridad del día? Aquellos ojos atrevidos de iris acerado, aquellos hoyuelos en las mejillas, aquellas trenzas como sierpes, ¿todo aquello se había realmente aferrado tanto a él, que no tenía ya fuerzas para sacudirlo, para arrojarlo lejos de sí?

“¡Necedades!”, se dijo. “Mañana todo eso habrá desaparecido sin dejar rastro… Pero, ¿me dejará partir mañana?”

Mientras se hacía todas estas preguntas, se acercaba la hora de las tres. Se puso el frac, y después de dar un paseo por el parque, se dirigió a las habitaciones de los Pólozov.

Encontró en el salón un secretario de embajada, alemán, alto como un espárrago, rubio, con perfil acaballado y rayita en el testuz (eso era todavía una novedad por aquel tiempo). Y… ¡oh, sorpresa…! se encontró con su Dönhof, el oficial con quien se había batido pocos días antes. Lo que menos esperaba era encontrarlo en aquel salón; sin embargo, reprimiendo una involuntaria turbación, cruzó con él un saludo.

—¿Se conocen ustedes? —preguntó la señora Pólozov, a quien no le había pasado inadvertido el desasosiego de Sanin.

—Sí, ya he tenido el honor… —dijo Dönhof, e inclinándose ligeramente hacia María Nikoláevna, añadió a media voz con una sonrisa: —Es él mismo… su compatriota… el ruso de quien le he hablado.

—¡Imposible! —dijo ella en el mismo tono, amenazándolo con el dedo.

Y enseguida se creyó en el caso de despedirlo, así como al secretario larguirucho, quien, según todas las apariencias, estaba enamorado de ella hasta morir, porque cada vez que la miraba abría una boca de a palmo. Dönhof se retiró en el acto, con la amable sumisión de un amigo de la casa que comprende con media palabra lo que de él se exige. En cuanto al secretario, tenía ganas de remolonear. Pero María Nikoláevna lo despachó sin la menor ceremonia.

—Váyase usted con su soberana —le dijo. (Por aquel entonces se hallaba en Wiesbaden cierta principessa di Monaco que parecía enteramente una ramera de ínfimo orden) —¿Qué tiene usted que hacer en casa de una plebeya como yo?

—Permítame usted, señora; —replicó el malaventurado secretario —todas las princesas del mundo…

Pero la señora Pólozov no tuvo piedad. Se marchó el secretario, con su raya cogotera y todo.

María Nikoláevna iba vestida aquel día como “mejor le sentaba”, según el dicho de nuestras abuelas. Llevaba un traje de tafetán de color rosa, con mangas à la Fontanges(1), y un gran brillante en cada oreja. No relumbraban menos sus ojos que sus diamantes; parecía estar de buen humor y se sentía dichosa.

Hizo a Sanin sentarse junto a ella y se puso a hablarle de París, adonde iba a marchar a los pocos días; de los alemanes, que la irritaban, y —según ella— son necios cuando quieren parecer listos, y tienen ingenio a destiempo cuando quieren ser bestias. De pronto, le preguntó a quemarropa:

—¿Es cierto que hace poco se batió usted por una dama, con ese oficial que acaba de estar aquí?

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Sanin estupefacto.

—No hay cosa que yo no sepa, Dmitri Pávlovich. Pero también sé que tenía usted razón una y mil veces, y que se condujo como un cumplido caballero. Dígame, ¿es su novia aquella dama? —Sanin frunció ligeramente el entrecejo —No digo nada, ya no digo nada más. —se apresuró a añadir la señora Pólozov —Eso le disgusta a usted; perdóneme, ¡no lo volveré a hacer! ¡No se enfade!

En ese momento salió Pólozov de la estancia inmediata, con un periódico en la mano.

—¿Qué hay? ¿Está puesta la mesa?

—Enseguida van a servir la comida. Pero mira lo que acabo de leer en La Abeja del Norte… El príncipe Grobomoy ha muerto.

La señora Pólozov levantó la cabeza.

—¡Dios lo tenga en la gloria! Todos los años, —prosiguió, dirigiéndose a Sanin —en el día de mi cumpleaños, por febrero, llenaba de camelias todas las habitaciones. Pero eso no bastaría para hacerme pasar el invierno en Petersburgo. ¿Qué edad tenía? ¿Sesenta cumplidos? —preguntó a su marido.

—¡Sí! Describen su entierro en el periódico. Toda la corte estuvo en él. Y mira unos versos que con este motivo ha hecho el príncipe Kovrizhkin.

—¡Ah! Muy bien.

—¿Quieres que te los lea? El príncipe lo llama “hombre de buen consejo”.

—No me conformo. “¡Hombre de buen consejo!” Era sencillamente el hombre de Tatiana Yúrievna (la señora Pólozov hacía un equívoco con la palabra rusa que significa a la vez, hombre y marido). Vamos a comer. Los vivos deben pensar en vivir. Dmitri Pávlovich, su brazo.

La comida fue espléndida, como la víspera, y animadísima. La señora Pólozov sabía narrar muy bien; raro don en las mujeres, sobre todo en las mujeres rusas. No se paraba en consideraciones para expresar su pensamiento; sobre todo, a sus compatriotas no les dejó hueso sano. Más de una palabra atrevida y oportuna provocó la risa de Sanin. Lo que ella detestaba más que nada era la hipocresía, las frases presuntuosas y la mentira… ¡Y las encontraba en casi todas partes! Halló en los recuerdos de su infancia anécdotas bastante extrañas acerca de su parentela. Hacía gala y se ufanaba del humilde medio donde había comenzado su vida, diciendo:

—Yo he gastado lapti (zuecos de corteza), como Natalia Kirílovna Naríchkina, la madre de Pedro el Grande.

Sanin pudo convencerse de que ella había pasado ya por muchas más pruebas que la mayoría de las mujeres de su edad.

Pólozov comía concienzudamente, bebía con atención y se limitaba a fijar de vez en cuando en Sanin y en su mujer una mirada de sus pupilas blanquecinas, en apariencia ciegas y en realidad muy penetrantes.

—¡Eres un encanto! —exclamó la señora Pólozov, dirigiéndose a él —¡Qué bien has hecho todos mis encargos en Francfort! En recompensa, te habría besado en la frente; pero no hubieras tenido interés en ello.

—No tengo interés en ello —respondió Pólozov, cortando con el cuchillo de plata una piña de América.

María Nikoláevna lo miró, tamborileando en la mesa con las puntas de los dedos.

—¿Entonces, subsiste nuestra apuesta? —dijo con aire significativo.

—Subsiste.

—Perfectamente. Tú perderás.

Pólozov sacó hacia delante la quijada, y dijo:

—¡Hum! Por esta vez, María Nikoláevna, por más que eches manos de todos tus recursos, se me figura que perderás.

—A propósito, ¿de qué es esa apuesta? ¿Se puede saber? —preguntó Sanin.

—No… ¡todavía no! —respondió la señora Pólozov, prorrumpiendo en carcajadas.

Dieron las siete. El criado anunció que el coche estaba a la puerta. Pólozov dio algunos pasos para acompañar a su mujer, y se volvió inmediatamente a su butaca.

—¡Mucho ojo, no te olvides de la carta al administrador! —le dijo a gritos la señora Pólozov desde la antesala.

—La escribiré, no te preocupes. Soy un hombre ordenado.

(1) Marie-Angélique, duquesa de Fontanges (1661-1681), fue de 1678 a 1680 la favorita de Luis XIV, el Rey Sol (1638-1715).

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