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ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 5 Y 6

martes, mayo 28th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 5

Después del almuerzo, Levin ocupó otro lugar en la siega, entre un viejo burlón, que le pidió que se pusiera a su lado y un joven que se había casado en otoño y segaba aquel verano por primera vez.

El viejo, muy erguido, con las piernas abiertas y firmes, manejaba la guadaña como si jugase, con un movimiento recio y acompasado que parecía no costarle mayor esfuerzo que el de mover los brazos al andar, y amontonaba haces altos de hierba y todos iguales. Dijérase que no era él, sino su guadaña sola, la que segaba la jugosa hierba.

Tras Levin seguía el joven Michka. Su rostro juvenil y agradable, con los cabellos ceñidos por hierbas entrelazadas, mostraba el esfuerzo que le costaba la faena. Pero en cuanto le miraban sonreía. Se notaba que habría preferido morir a mostrar debilidad.
Levin iba entre ambos. A la hora de más calor, el trabajo no le pareció tan difícil. El sudor que lo bañaba le producía cierto frescor y el sol que le quemaba las espaldas, la cabeza, los brazos, arremangados hasta el codo, le daba más vigor y más tenacidad en el esfuerzo. Cada vez eran más frecuentes los momentos en que trabajaba como sin darse cuenta y la guadaña parecía, entonces, segar por sí sola. Eran momentos de dicha, más dichosos aún cuando, al acercarse al río en el que terminaba el prado, el viejo secaba la guadaña con la hierba espesa y húmeda, lavaba el acero en el río y, llenando de agua su botijo, se lo ofrecía a Levin.

–¿Qué me dice usted de mi kwas (1)? ¡Es bueno! ¿Eh? ––decía el viejo guiñando el ojo.

Y, efectivamente, nunca había tomado Levin bebida más agradable que aquella agua tibia en la que flotaban hierbas y con el regusto del hierro oxidado del botijo.

Luego seguía el agradable y lento paseo, con la guadaña en la mano, durante el cual podía enjugarse el sudor, respirar a pleno pulmón, contemplar la amplia línea de los segadores, mirar el bosque, el campo, cuanto le rodeaba…

Cuanto más trabajaba, más frecuentes eran en él los momentos de olvido total en los cuales no eran los brazos los que llevaban la guadaña, sino que era ésta la que arrastraba tras sí en una especie de inconsciencia todo el cuerpo pletórico de vida. Y, como por arte de magia, sin pensar en él, el trabajo más recio y perfecto se realizaba como por sí solo. Aquellos momentos eran los más felices.

En cambio, cuando se hacía preciso interrumpir aquella actividad inconsciente para segar alguna prominencia o agacharse para arrancar una mata de acedera, el retorno a la realidad se hacía más penoso. El viejo lo hacía sin dificultad. Cuando hallaba algún pequeño ribazo, afirmaba el talón y, de unos cuantos golpes breves, segaba con la punta de la guadaña ambos lados del saliente. Mientras lo hacia así, no apartaba, sin embargo, un momento la atención de lo que había ante él y, ora arrancaba algún fruto silvestre y lo comía o lo ofrecía a Levin, ora separaba una rama con la punta del pie, ora contemplaba un nido del cual, bajo la misma guadaña, salía volando alguna codorniz o bien cogía con la hoja, como con un tenedor, alguna culebra que encontraba en su camino, la mostraba a Levin y la arrojaba lejos de allí.

Para Levin, así como para el joven que trabajaba a sus espaldas, tales cambios de movimiento se hacían muy difíciles. Los dos, una vez hallada la forma adecuada de moverse, se embebían en el ardor del trabajo y eran incapaces de modificar el ritmo y observar a la vez lo que había ante ellos y segar.

Levin no reparaba en el tiempo que transcurría. Si le hubisen preguntado cuántas horas llevaba trabajando, habría contestado que apenas media, cuando en realidad había llegado ya la hora de comer.

Volviendo por el lado segado ya, el viejo señaló a Levin varios niños de ambos sexos que, por todas partes, incluso por el sendero, aunque apenas visibles entre las altas hierbas, se acercaban a los segadores llevando saquitos con panes y jarros de kwass sujetos con cintas que apenas podían sostener.

–¡Eh! ¡Ya están aquí los renacuajos! –––dijo el viejo, indicando a los niños, mientras, protegiendo sus ojos con la mano, miraba el sol.

Trabajaron un poco más. Luego, el viejo se detuvo.

–¡Ey, señor, ya es hora de comer! –dijo decididamente.

Acercándose al río, los segadores se dirigieron a sus caftanes, junto a los que les esperaban los niños que traían la comida. Los aldeanos que llegaban de más lejos se colocaron bajo los carros y los de más cerca a la sombra de los sauces, extendiendo antes en el suelo manojos de hierba.

Levin se sentó junto a ellos. No tenía deseos de irse.

El malestar que imponía a los hombres la presencia del amo se había disipado hacía rato. Los aldeanos se preparaban a comer. Algunos se lavaban. Los niños se bañaban en el río. Otros preparaban sitios para descansar, desataban los saquitos de pan, destapaban los jarros de kwass.

El viejo cortó pan, lo echó en su tazón, lo aplastó con el mango de la cuchara, vertió agua del botijo de lata, volvió a cortar pan y, poniéndole sal, oró de cara a oriente.

–¿Quiere probar mi tiuria, señor? –dijo, sentándose y apoyando el tazón en las rodillas.

La tiuria estaba tan buena que Levin desistió de ir a casa. Comió con el viejo, hablándole de los asuntos que podían interesarle y poniendo en ellos la más viva atención, a la vez que le hablaba también de aquellos asuntos propios que podían interesar a su interlocutor.

Se sentía moralmente más cerca de su hermano y sonreía sin querer, penetrado del sentimiento afectuoso que el viejo le inspiraba.

El anciano se incorporó, rezó y se tendió allí mismo, a la sombra de unas matas, poniendo bajo su cabeza un poco de hierba y Levin hizo lo propio; y, a pesar de que las fastidiosas moscas y otros insectos que zumbaban bajo el sol le cosquilleaban el rostro sudoroso y el cuerpo, se durmió en seguida y no despertó hasta que el sol, pasando al otro lado de las matas, llegó hasta él.

El viejo, que hacía rato que no dormía, estaba sentado arreglando las guadañas de los mozos.

Levin miró en torno suyo y halló tan cambiado el lugar que apenas lo reconocía. El enorme espacio de prado estaba segado ya y brillaba con una claridad particular, nueva, con hileras de hierbas olorosas a heno bajo los rayos del sol ya en su ocaso. Distinguíanse los arbustos, con la hierba segada en torno, próximos al río; el río mismo, no visible antes y ahora brillante como el acero en sus recodos; la gente que se despertaba y se ponía en movimiento; el alto muro de las hierbas en la parte del prado no segada aún y los buitres que revoloteaban incesantemente sobre el prado desnudo.

Era un espectáculo completamente nuevo. Viendo lo que había avanzado el trabajo, Levin comenzó a calcular cuánto se habría segado y cuánto se podría segar aún en aquel día. Para cuarenta y tres hombres se había adelantado mucho. El enorme prado, que en los tiempos de la servidumbre exigía treinta hombres durante dos días para segarlo, ya estaba terminado todo, salvo en las extremidades. Pero Levin quería tenerlo terminado lo antes posible y le contrariaba que el sol corriese tan rápidamente.

No sentía cansancio alguno y habría deseado seguir trabajando más y más.

–¿Qué le parece? ¿Tendremos tiempo de segar el Machkin Verj? –preguntó al viejo.

–Sí, si Dios quiere, aunque el sol no está ya muy alto. ¿Por qué no ofrece usted a los mozos un poco de vodka?

Hacia media tarde, cuando los trabajadores volvieron a sentarse para merendar y los que fumaban encendieron sus cigarrillos, el viejo anunció que, si segaban y terminaban en el día Machkin Verj, tendrían vodka.

–¡Pues cómo no! Venga, Tit, empecemos… ¡Hala, de una vez! ¡Ya comeremos por la noche! Muchachos, a vuestros sitios –se oyó gritar.

Los guadañadores, terminando rápidamente de comer el pan, corrieron a sus puestos.

–¡A ver quién siega más –gritó Tit. Y, echando a correr, empezó el trabajo antes que ninguno.

–Corre, corre –decia el viejo, siguiéndole en su velocidad sin esfuerzo–––. ¡Cuidado; voy a cortarte!

Jóvenes y viejos segaban en competencia. A pesar de la prisa con que trabajaban, no estropeaban la hierba y ésta iba cayendo con la misma regularidad y precisión. A los cinco minutos habían terminado de segar el rincón que faltaba.

Todavía los últimos guadañadores estaban terminando su tarea cuando los primeros, echándose sus caftanes al hombro, se dirigían, atravesando el camino, hacia Machkin Verj.

Ya rozaba el sol las copas de los árboles, cuando los segadores entraron en la barrancada boscosa de Machkin Verj. En el centro de la quebrada, las hierbas llegaban hasta la cintura. Era una hierba suave y blanda, jugosa, con flores silvestres diseminadas aquí y allá.

Tras breve consulta sobre si convenía cortar a lo largo o a lo ancho del prado, Projor Ermilin, conocido también como famoso segador, se puso en el primer puesto para iniciar la faena. Recorrió una hilera, se volvió atrás y todos le imitaron con decisión; unos segando en las laderas de la barranca, hacia abajo; otros arriba, en el mismo límite del bosque.

Empezaba a caer el rocío; el sol daba ya a los que trabajaban en una de las laderas. En el centro de la barranca comenzaba a extenderse una leve bruma. Los que segaban en la otra pendiente se hallaban a la sombra, húmeda por el fresco recio. El trabajo hervía.

La hierba cortada, que con un sonido blando caía bajo el filo de las guadañas despidiendo un fuerte aroma, quedaba amontonada en grandes haces. Los segadores trabajaban vigorosamente, codo con codo.

No se oía más que el ruido de los botijos de lata, el ruido de las guadañas que chocaban, el chirriar de las piedras al afilar en ellas las guadañas y los gritos alegres de los segadores, animándose unos a otros en el trabajo.

Levin trabajaba, como antes, entre el viejo y el mozo. El viejo, que se había puesto su chaqueta de piel de cordero, seguía tan alegre, animado y ágil en sus movimientos como antes.

En el bosque, entre la hierba jugosa, había muchos hongos hinchados que todos cortaban con las guadañas. Pero el viejo, cada vez que encontraba una seta se inclinaba, la cogía y murmuraba, guardándosela en el pecho, entre los pliegues del zamarrón:

–Una golosina para mi vieja.

Resultaba fácil guadañar la hierba aquella, blanda y húmeda pero resultaba fatigoso subir y bajar las empinadas cuestas de la barranca. Mas ello no incomodaba al viejo. Moviendo la guadaña al paso corto y firme de sus pies calzados con grandes lapti, subía poco a poco la pendiente y, aunque a veces tenía que poner en tensión todo el cuerpo hasta parecer que los calzones iban a escurrírsele de las caderas, no dejaba pasar una brizna de hierba ni una seta y continuaba bromeando con Levin y con los mozos.

Levin lo seguía; y aunque temía muchas veces caer al subir con la guadaña aquella pendiente, difícil de escalar aun sin nada en la mano, con todo, trepaba y hacía lo que debía hacer. Le parecía como si lo empujara una fuerza exterior.

(1) Kwass o Kvas (literalmente «levadura»; en ruso y en ucraniano квас; en polaco kwas chlebowy, literalmente «levadura de pan»; en lituano gira; en estonio kali; en letón Kvas) es una bebida alcohólica fermentada muy suave (la más fuerte ronda los 2,2% de concentración alcohólica) muy popular en Rusia, Ucrania y otros países del Este de Europa. También existen kvas sin alcohol. El kvas se elabora con harina de centeno y malta o también con harina de salvado, un poco de pan de centeno (pan negro) y manzanas, a esta mezcla se le deja fermentar en agua. A menudo se le suele dar un sabor afrutado y durante el proceso se le añaden frutas.

TERCERA PARTE – Capítulo 6

Una vez que hubieron terminado de segar Machkin Verj, los campesinos pusiéronse sus caftanes y regresaron alegremente a sus viviendas. Levin montó a caballo, se despidió de ellos con cierta tristeza y regresó a su casa.

Al subir la cuesta, volvió la cabeza hacia atrás para mirar el campo. La niebla que ascendía del río ocultaba ya a los labriegos. Sólo se oían sus broncas voces joviales, sus risas y el ruido de las guadañas al entrechocar.

Sergio Ivanovich había terminado de comer hacía rato y ahora estaba en su habitación bebiendo agua con limón y hielo mientras hojeaba los diarios y revistas que acababa de recibir por correo.

Con los cabellos enmarañados y pegados a la frente por el sudor, con el pecho y la espalda tostados y húmedos y profiriendo alegres exclamaciones, Levin entró corriendo en el cuarto de su hermano.

–¡Ya hemos segado todo el prado! ¡Ha sido una cosa magnífica! ¿Y tú? ¿Cómo estás? –preguntó Levin, completamente olvidado de la ingrata conversación del día antes.

–¡Dios mío, qué aspecto tienes! –exclamó su hermano desagradablemente sorprendido, al principio, por la apariencia de Levin– ¡Pero cierra la puerta! –exclamó casi gritando– De seguro que has hecho entrar por lo menos diez moscas.

Sergio Ivanovich aborrecía las moscas. En su habitación sólo abría las ventanas por las noches y cerraba con cuidado las puertas.

–Te aseguro que no ha entrado ni una. Y si ha entrado la cazaré. ¡No sabes qué placer ocasiona trabajar así! ¿Cómo has pasado tú el día?

–Muy bien. Pero ¿es posible que hayas estado segando todo el día? Me figuro que debes de tener más hambre que un lobo. Kusmá te ha preparado la comida.

–No tengo apetito, pues he comido allí. Lo que haré es lavarme.

–Muy bien, ve a lavarte y luego iré yo a tu cuarto. –dijo Sergio Ivanovich, moviendo la cabeza y mirando a su hermano– Ve a lavarte, ve…

Y, recogiendo sus libros, se dispuso a seguir a su hermano, cuyo aspecto optimista le animaba hasta el punto de que ahora sentía separarse de él.

–¿Y dónde te has metido cuando la lluvia? –preguntó.

–¡Vaya una lluvia! Unas gotas de nada. Ey; vuelvo en seguida. ¿De modo que has pasado bien el día? Me alegro.

Y Levin salió para cambiarse de ropa.

Cinco minutos después los dos hermanos se reunieron en el comedor. Levin creía no sentir apetito y parecíale sentarse a la mesa sólo por no disgustar a Kusmá, pero cuando empezó a comer, los manjares le resultaron muy sabrosos.

Sergio Ivanovich le miraba sonriendo.

–¡Ah! Tienes una carta. –dijo– Kusmá: haga el favor de traerla. ¡Pero cuidado con la puerta, por Dios!

La carta era de Oblonsky, que escribía desde San Petersburgo. Levin la leyó en voz alta:

«He recibido carta de Dolly, que está en Erguechovo, y parece que las cosas no marchan bien allí. Te ruego que vayas a verla y la aconsejes, puesto que tú sabes de todo. Dolly se alegrará de verte. La pobrecilla está muy sola. Mi suegra se halla todavía en el extranjero, con toda su familia».

–Está bien. Iré a verles. –dijo Levin– Podríamos ir los dos. Dolly es muy simpática, ¿verdad?

–¿Está lejos?

–Unas treinta verstas. Quizá cuarenta… Pero el camino es excelente. Será una magnífica excursión.

–Conforme. Me gustará mucho –contestó Sergio Ivanovich, siempre sonriente.

El aspecto de su hermano menor le predisponía a la jovialidad.

–¡Qué apetito tienes! –dijo mirando a Levin, quien, con el rostro y cuello atezados y tostados por el sol, se inclinaba sobre el plato.

–¡Excelente! No sabes lo útil que es este régimen para echar de la cabeza toda clase de tonterías. Me propongo enriquecer la medicina con un término nuevo: la gigiyena truda (1).

–Creo que tú no la necesitas.

–Sí, pero sería buena contra muchas enfermedades nerviosas.

–Sí. Tal vez conviniera experimentarlo. Pensé ir al prado para verte guadaña en mano, pero hacía un calor insoportable, así que no pasé del bosque. Estuve sentado allí y luego, me llegué al arrabal y encontré a tu nodriza. La he sondado un poco para saber lo que opinan los aldeanos de tu ocurrencia. Me ha parecido entender que no la aprueban. La nodriza me dijo: «Ese trabajo no es para señores». En general, creo que el sentir popular define muy estrictamente lo que deben hacer «los señores», como ellos dicen. Y no admiten que éstos se salgan de los límites en que el criterio de ellos ha fijado su actuación.

–Es posible que sea así. Pero he experimentado un placer como nunca en mi vida lo experimenté. Y en ello no hay nada malo, ¿verdad? –dijo Levin–. Si no les gusta, ¿qué le voy a hacer? En todo caso, creo que no hay en ello nada de particular.

–Noto que en general estás muy satisfecho de tu jornada de hoy –continuó Sergio Ivanovich.

–Muy satisfecho. Hemos segado todo el prado. Y he hecho amistad con un viejo admirable. ¡No puedes figurarte lo admirable que es!

–De modo que estás contento, ¿eh? Yo también. En primer término, he resuelto dos problemas de ajedrez, uno de ellos muy divertido. Se inicia con un peón… Ya te lo explicaré. Luego he pensado en nuestra conversación de ayer…

–¿Qué conversación? –preguntó Levin, entornando los ojos y soplando satisfecho, una vez terminada la comida y sin lograr acordarse en modo alguno de la conversación del día antes.

–Me parece que en parte tienes razón. El desacuerdo entre nosotros estriba en que tú pones como principal móvil el interés personal, en tanto que yo pienso que todo hombre que posea cierto grado de instrucción debe tener como móvil el interés común. Acaso tengas razón en decir que el interés material sería más deseable. Eres, en principio, una naturaleza demasiado primesautière, como dicen los franceses. Quieres la actividad impetuosa, enérgica, o nada.

Levin escuchaba a su hermano sin comprenderle y sin querer comprender; y lo único que temía era que su hermano le preguntase algo que le permitiera advertir que Levin no le escuchaba.

–Sí, amiguito; así es ––dijo Sergio Ivanovich dándole un golpe en el hombro.

–Sí, claro… Pero, ¿sabes?, no insisto en mi opinión ––dijo Levin con sonrisa infantil, como disculpándose.

«¿De qué discutimos?», pensaba, entre tanto. «Se ve que yo tenía razón y él también. De modo que todo va bien. Ahora tengo que ir un momento al despacho para dar órdenes.»

Se levantó y se estiró, sonriendo.

Sergio Ivanovich sonrió también.

–Si quieres, salgamos a dar una vuelta juntos. –sugirió, no deseando separarse de su hermano, tan animado y lozano en aquel momento– Vamos. Si quieres, podemos pasar antes al despacho.

–¡Dios mío! –exclamó de pronto Levin, con voz tan fuerte que asustó a Sergio Ivanovich.

–¿Qué te pasa?

–¡La mano de Agafia Mijailovna! ––dijo, golpeándose la cabeza–. Me había olvidado de ella.

–Está mucho mejor.

–No obstante, voy en dos saltos a verla. Antes de que te hayas puesto el sombrero estoy de vuelta.

Y bajó corriendo la escalera levantando, con el golpear rápido de los tacones, un ruido como el de una carraca.

(1) Gigiyena truda: Salud laboral – una sección de la higiene. Estudia las condiciones y la naturaleza del trabajo y su impacto en el estado de salud y función de las personas; desarrolla las bases científicas y las medidas prácticas encaminadas a prevenir los efectos nocivos y peligrosos de los factores ambientales y las bases de la terapia ocupacional. Se refiere a la ciencia de la medicina preventiva.

ALMA DE NORUEGA

martes, mayo 28th, 2013

23425_1354436575605_1072163150_1044339_4155431_n Cuando yo era una niña pequeña, mi abuela me decía que si me iba a dormir sin cenar, el alma se levantaba a medianoche a buscar comida entre las ollas y que, entonces, por lo menos había que tomar un tei (un té) -el té, obviamente, no venía solo, sino con todo un cortejo de bocados para lograr su cometido, que era que yo comiera-.

Tantas veces me pregunto qué me hace volver con la mente, con los pensamientos, con el deseo, a Noruega, esa tierra tan lejana, el país de las sombras largas, de los hielos eternos, de los maravillosos bosques, de las piedras, del frío, de los mares que lamen los fiordos, del agua más pura y las naves más perfectas, de todas las flores, del sol de medianoche… del amor infinito y para siempre. Hay una voz interior que me susurra en sueños «lo que te hace volver es tu alma de noruega». Sea lo que sea que eso signifique, mi alma de noruega vuelve a todo eso y al perfume de las peonías de la calle Nyveien.

En Buenos Aires, asoma al mundo un nuevo blend, único fresco, amable, hermoso. Los primeros brotes de primavera de Camellia Sinensis, punteados a mano, convertidos en este Té Blanco Yin Zhen Silver Needle súper fino, de aroma conmovedor. Ocho variedades de peonías orgánicas y arándanos seleccionados le dan pinceladas de color, notas de sabor y un equilibrio exquisito a mi Alma de noruega.
De Edición Limitada, ALMA DE NORUEGA abre la puerta para ir a jugar, sale de esta dacha urbana y se va a dormir con el espíritu contento.

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 3 Y 4

lunes, mayo 27th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 3

–He estado pensando en ti –dijo Sergio Ivanovich–. ¡Hay que ver lo que sucede en tu provincia! Por lo que me contó el médico veo que… Por cierto que ese muchacho no parece nada tonto… Ya te he dicho, y te lo repito, que no está bien que no asistas a las juntas rurales de la provincia y que te hayas alejado de las actividades del zemstvo. Si la gente de nuestra clase se aparta, claro es que las cosas habrán de ir de cualquier modo… Nosotros pagamos el dinero que ha de destinarse a sueldos, pero no hay escuelas, ni médicos auxiliares, ni comadronas, ni farmacias, ni nada…

–Ya he probado –repuso Levin en voz baja y desganada– y no puedo. ¿Qué quieres que haga?

–¿Por qué no puedes? Confieso que no lo comprendo. No admito que sea por indiferencia o ineptitud. ¿Será por pereza?

–Ninguna de las tres cosas. Es que he probado y visto que no puedo hacer nada –replicó Levin.

Apenas pensaba en lo que le decía su hermano. Tenía la mirada fija en la tierra labrada de la otra orilla, donde distinguía un bulto negro que no podía precisar si era un caballo solo o el caballo de su encargado montado por aquél.

–¿Por qué no puedes? Probaste y no resultó como querías. ¡Y por eso te consideraste vencido! ¿Es que no tienes amor propio?

–No comprendo a qué amor propio te refieres. ––contestó Levin, picado por las palabras de su hermano– Si en la Universidad me hubieran dicho que los demás comprendían el cálculo integral y yo no, eso sí que habría sido un caso de amor propio. Pero en este caso tienes que empezar por convencerte de que no careces de facultades para esos asuntos y además, y eso es lo principal, tienes la convicción de que son importantes.

–¿Acaso no lo son? –preguntó Sergio Ivanovich, ofendido de que su hermano no diera importancia a lo que tanto le preocupaba a él y ofendido, también, de que Levin casi no le escuchara.

–No me parecen importantes y no me interesan. ¿Qué quieres? –repuso Levin, advirtiendo ya que la figura que se acercaba era el encargado y que, seguramente, éste habría hecho retirar a los obreros del campo labrado, ya que éstos regresaban con sus instrumentos de trabajo. «Es posible que hayan terminado ya de arar», pensó.

–Escúchame. ––dijo su hermano mayor, arrugando las cejas de su rostro hermoso e inteligente– Todo tiene sus límites. Está muy bien ser un hombre excepcional, un hombre sincero, no soportar falsedades… Ya sé que todo eso está muy bien. Pero lo que tú dices, o no tiene sentido, o lo tiene muy profundo. ¿Cómo puedes no dar importancia a que el pueblo, al que tú amas, según aseguras…

«Jamás lo he asegurado», pensó Levin.

–… muera abandonado? Las comadronas ineptas ahogan a los niños y el pueblo en general se ahoga en la ignorancia y está a merced del primer funcionario que encuentra. Entre tanto, tú tienes a tu alcance el medio de ayudarles y no lo haces por encontrarlo innecesario.

Sergio Ivanovich le ponía en un dilema: o Levin era tan poco inteligente que no comprendía cuanto le era dable hacer o no quería sacrificar su tranquilidad, vanidad o lo que fuera para hacerlo.

Levin reconocía que no le quedaba más remedio que someterse o reconocer su falta de interés por el bien común. Aquello le disgustó y lo ofendió.

–Ni una cosa ni otra –contestó rotundamente Levin–. No veo la posibilidad de…

–¿Cómo? ¿No es posible, empleando bien el dinero, organizar la asistencia médica al pueblo?

–No me parece posible. En las cuatro mil verstas cuadradas de nuestra circunscripción, con los muchos lugares del río que no se hielan en invierno, con las tempestades, con las épocas de trabajo en el campo, no veo modo de llevar a todas partes la asistencia médica. Además, por principio, no creo en la medicina.

–Permíteme que te diga que eso no es razonable. Te pondría miles de ejemplos. Y luego, las escuelas…

–¿Para qué sirven?

–¿Qué dices? ¿Qué duda puede caber sobre la utilidad de la instrucción? Si es conveniente para ti, es conveniente para todos.

Constantino Levin se sentía moralmente acorralado. Se irritó, pues, más aún e involuntariamente explicó el motivo esencial de su indiferencia por el interés común.

–Bien: todo eso podrá ser muy acertado pero no sé por qué voy a preocuparme de la instalación de centros sanitarios, cuyos servicios no necesito nunca y de procurar la instalación de escuelas a las que no voy a mandar a mis hijos jamás. Aparte de que no estoy muy seguro de que convenga enviar a los niños a la escuela –dijo.

Por un momento, Sergio Ivanovich quedó sorprendido ante aquella inesperada objeción, pero en seguida formó un nuevo plan de ataque. Calló unos instantes, sacó la caña del agua, la cambió de posición y se dirigió, sonriendo, a su hermano.

–Dispensa que te diga: primero, que el auxilio médico lo has necesitado ya. Acabas de enviar a buscar al médico rural para Agafia Mijailovna.

–Pues creo que ésta se quedará con la mano torcida.

–Eso no se sabe aún. Por otra parte, supongo que un campesino no analfabeto, un operario que sepa leer y escribir, te es más útil que los que no saben.

–No. Pregúntaselo a quien quieras. –respondió Constantino Levin– El campesino culto es mucho peor como operario. No saben ni arreglar los caminos… y en cuanto arreglan los puentes los roban…

–De todos modos… –insistió Sergio Ivanovich. Y frunció las cejas. No le gustaban las contradicciones, y menos las que saltaban de un tema a otro, presentando nuevas demostraciones inconexas, no sabiendo nunca a cual contestar– De todos modos, no se trata de eso. Permíteme… ¿Reconoces que la instrucción es beneficiosa para el pueblo?

–Lo reconozco –dijo Levin impremeditadamente. Y en seguida comprendió que había dicho una cosa que no pensaba. Reconoció que, admitido aquel postulado, podía replicársele que entonces decía necedades, cosas sin sentido. Cómo se le pudiera demostrar no lo sabía, pero estaba seguro de que iba a demostrársele lógicamente y se dispuso a esperar tal demostración.

Ésta fue mucho más sencilla de lo que aguardaba.

–Si reconoces que es un bien –dijo Sergio Ivanovich–, entonces, como hombre honrado, no puedes dejar de simpatizar con esa obra y no puedes negarte a trabajar para ella.

–No reconozco esa obra como buena –repuso Constantino Levin sonrojándose.

–¿Cómo? ¡Si has dicho que sí ahora mismo!

–Quiero decir que no me parece que sea conveniente ni posible.

–No puedes saberlo, puesto que no has aplicado tus esfuerzos a ello.

–Supongamos, –repuso Levin– aunque yo no lo supongo, supongamos que todo sea como tú dices. Ni aún así veo por qué habría de ocuparme yo de tal cosa.

–¿Cómo que no?

–Acuérdate de que ya una vez hablamos de esto y ya entonces te dije mi opinión. Pero ya que hemos llegado otra vez a esto, explícamelo desde el punto de vista filosófico –dijo Levin.

–No veo qué tiene que ver con esto la filosofía –repuso Sergio Ivanovich. Y su tono irritó a Levin, porque parecía dar a comprender que él no tenía autoridad para ocuparse de filosofía.

–Ahora te lo diré yo –repuso ya acalorado–. Supongo que el móvil de todos nuestros actos es, en resumen, nuestra felicidad personal. Y en la institución del zemstvo, yo, como noble, no veo nada que pueda favorecer mi bienestar. Por ello los caminos no son mejores ni pueden mejorarse. Además, mis caballos me llevan muy bien por los caminos mal arreglados. No necesito al médico ni al puesto sanitario. Tampoco necesito al juez del distrito, a quien nunca me he dirigido ni dirigiré. No sólo no necesito escuelas, sino que me perjudican, según lo he demostrado. Para mí, el zemstvo se reduce a tener que pagar dieciocho copecks por deciatina de tierra, a la obligación de ir a la ciudad a pasar una noche en cuartos con insectos y luego a tener que oír necedades y disparates. Mi interés personal no me aconseja soportar eso.

–Permíteme. –interrumpió Sergio Ivanovich, sonriendo– El interés personal no nos aconsejaba procurar la liberación de los siervos y, sin embargo, lo hemos procurado.

–¡No! –interrumpió Constantino Levin, animándose– La liberación de los siervos era otra cosa. Allí había un interés personal. Queríamos quitar un yugo que nos oprimía a toda la gente buena. Pero ser vocal de un consejo para deliberar sobre cuántos deshollinadores son necesarios y sobre la necesidad de instalar tuberías en la ciudad en la que no vivo; tener, como vocal, que juzgar a un aldeano que robó un jamón, escuchando durante seis horas las tonterías que sueltan defensores y fiscales, mientras el presidente pregunta, por ejemplo, a mi viejo Alecha el tonto: «¿Reconoce usted, señor acusado, el hecho de haber robado el jamón?», y Alecha el tonto contesta: «¿Qué…?».

Constantino Levin, ya lanzado por este camino, comenzó a imitar al presidente y a Alecha el tonto, como si todo ello tuviera alguna relación con lo que decían.

Sergio Ivanovich se encogió de hombros.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que los derechos que mi… que son… que tratan de mis intereses, los defenderé con todas mis fuerzas. Cuando los gendarmes registraban nuestras habitaciones de estudiantes y leían nuestros periódicos, estaba, como estoy ahora, dispuesto a defender mis derechos a la libertad y la cultura. Me intereso por el servicio militar obligatorio, que afecta a mis hijos, a mis hermanos, a mí mismo y estoy dispuesto a discutir sobre él cuanto haga falta, pero no puedo juzgar sobre cómo han de distribuirse los fondos del zemstvo ni sentenciar a Alecha el tonto. No comprendo todo eso y no puedo hacerlo.

Parecía haberse roto el dique de la elocuencia de Levin. Sergio Ivanovich sonrió.

–Entonces, si mañana tienes un proceso, preferirás que lo juzguen por la antigua audiencia de lo criminal.

–No tendré proceso alguno. No cortaré el cuello a nadie y no necesito juzgados. El zemstvo –continuaba Levin, saltando a un asunto que no tenía relación alguna con el tema– se parece a esas ramitas de abedul que poníamos en casa por todas partes el día de la Santísima Trinidad para que imitasen la primitiva selva virgen de Europa. Me es imposible creer que, si riego esas ramas de abedul, van a crecer.

Sergio Ivanovich se encogió de hombros, expresando en este gesto su sorpresa porque salieran a relucir en su discusión aquellas ramas de abedul, aunque comprendió en seguida lo que su hermano quería dar a entender.

–Perdóname, pero de este modo no se puede hablar ––observó.

Pero Constantino Levin quería disculparse de aquel defecto de su indiferencia hacia el bien común y continuó:

–Creo que ninguna actividad puede ser práctica si no tiene por base el interés personal. Esta verdad es filosófica ––dijo con energía, repitiendo la palabra «filosófica» como subrayando que también él, como todos, tenía derecho a hablar de filosofía.

Sergio Ivanovich sonrió otra vez. «También él tiene una filosofía propia: la de servir sus inclinaciones», pensó.

–Deja la filosofía. ––dijo en voz alta– El fin principal de la filosofía de todas las épocas consiste precisamente en encontrar la relación necesaria que debe existir entre el interés personal y el común. Pero no se trata de eso; debo corregir tu comparación. Los abedules que decías no estaban plantados en tierra y éstos sí, aunque, como no están crecidos aún, hay que cuidarlos. Sólo tienen porvenir, sólo pueden figurar en la historia, los pueblos que tienen consciencia de lo que hay de necesario e importante en sus instituciones, y las aprecian.

Sergio Ivanovich llevó así el tema a un terreno histórico–filosófico inaccesible para su hermano, demostrándole todo lo injusto de su punto de vista.

–Se trata de que a ti esto no te gusta y ello es, y perdóname, característico de nuestra pereza rusa, de nuestra clase. Mas estoy seguro de que es un error pasajero que no durará.

Levin callaba. Se reconocía batido en toda la línea pero a la vez comprendía que su hermano no había sabido interpretar su pensamiento. No veía si no había sido comprendido por no saber explicarse mejor y con más claridad o porque el otro no quería comprenderlo. Mas no profundizó en aquellos pensamientos y, sin replicar a su hermano, permaneció pensativo, ensimismado en el asunto personal que entonces le preocupaba.

Sergio Ivanovich volteó una vez más el sedal en torno a la caña. Luego desataron el caballo y regresaron a casa.

TERCERA PARTE – Capítulo 4

El asunto personal que preocupaba a Levin durante su conversación con su hermano era el siguiente: cuando el año pasado, habiendo ido Levin a la siega, se enfadó con su encargado, empleó su medio habitual de calmarse: coger una guadaña de manos de un campesino y ponerse a segar.

El trabajo le gustó tanto que algunas veces se puso, espontáneamente, a guadañar; segó todo el prado de frente de casa y, este año, ya desde la primavera, se había formado el plan de pasar días enteros guadañando con los campesinos.

Desde que había llegado su hermano, Constantino Levin no hacía más que pensar si debía hacer lo proyectado o no. No le parecía bien dejar solo a su hermano durante días enteros y además temía que Sergio Ivanovich se burlara de él.

Pero mientras pasaba por el prado, al recordar el placer que le producía manejar la guadaña, resolvió hacerlo. Y tras la disputa con su hermano volvió a recordar su decisión.

«Necesito ejercicio físico», pensó. «De lo contrario, se me agria el carácter.»

Resolvió, pues, tomar parte en la siega, aunque pareciera incorrecto con respecto a su hermano y miráralo la gente como lo mirara.

Por la tarde se fue al despacho, dio órdenes para el trabajo y envió a buscar segadores en los pueblos cercanos, a fin de segar al día siguiente el prado de Vibumo, que era el mayor y el mejor de todos.

–Hagan también el favor de enviar mi guadaña a Tit, para que la afile y me la tenga lista para mañana. Quizá trabaje yo también –dijo, tratando de disimular su turbación.

El encargado, sonriendo, repuso:

–Bien, señor.

Por la noche, durante el té, Levin dijo a su hermano:

–Como el tiempo parece bueno, mañana empiezo a segar.

–Es muy interesante ese trabajo –dijo Sergio Ivanovich.

–A mí me encanta. A veces he segado yo con los aldeanos. Mañana me propongo hacerlo todo el día.

Sergio Ivanovich, levantando la cabeza, miró a su hermano con atención.

–¿Cómo? ¿Con los campesinos? ¿Igual que ellos? ¿Todo el día?

–Sí; es muy agradable –contestó Levin.

–Como ejercicio físico es excelente, pero no sé si podrás resistirlo –dijo Sergio Ivanovich sin ironía alguna.

–Lo he probado. Al principio parece difícil, pero luego se acostumbra uno. Espero no quedarme rezagado.

–¡Vaya, vaya! Pero dime: ¿qué opinan de eso los aldeanos? Seguramente se burlarán de las manías de su señor.

–No lo creo. Ese trabajo es tan atrayente y, a la vez, tan difícil que no queda tiempo para pensar.

–¿Y cómo vas a comer con ellos? Porque seguramente no irán a llevarte allí el vino Laffite y el pavo asado.

–No. Vendré a casa mientras ellos descansan.

A la mañana siguiente, Levin se levantó más temprano que nunca, pero las órdenes que tuvo que dar le entretuvieron y, cuando llegó al prado, los segadores empezaban ya la segunda hilera.

Desde lo alto de la colina se descubría la parte segada del prado, con los bultos negros de los caftanes que se habían quitado los segadores cerca del lugar adonde llegaran en la siega de la primera hilera.

A medida que Levin se acercaba al prado, aparecían a sus ojos los campesinos, unos con sus caftanes, otros en mangas de camisa, que, formando una larga hilera escalonada, avanzaban moviendo las guadañas cada uno a su manera. Levin los contó y halló que había cuarenta y tres hombres.

Los segadores avanzaban lentamente sobre el terreno desigual del prado, hacia la parte donde estaba la antigua esclusa.

Levin reconoció a algunos de ellos. Allí se veía al viejo Ermil, con una camisa blanca larguísima, manejando la guadaña muy encorvado; luego, el joven Vaska, que servía de cochero a Levin y que guadañaba con amplios movimientos. Allí estaba también Tit, un campesino bajo y delgado que había instruido a Levin en el arte de segar; iba delante y manejaba la guadaña sin inclinarse, sin esfuerzo alguno y como si jugara.

Levin se apeó, ató al caballo junto al camino y se unió a Tit. Éste sacó de entre los matorrales una segunda guadaña y la ofreció a su dueño.

–Ya está preparada, señor. Corta que da gusto –dijo Tit sonriendo y quitándose la gorra mientras entregaba la guadaña a Levin.

Éste la tomó y empezó a guadañar para probarla. Los segadores que ya habían terminado su hilera salían uno tras otro al camino, sudorosos y alegres y saludaban, riendo, al señor.

Todos lo contemplaban pero nadie osaba hablar, hasta que un viejo alto, con el rostro arrugado y sin barba, que llevaba una chaqueta de piel de cordero, salió al camino y, dirigiéndose a Levin, le dijo:

–Bueno, señor; ya que ha comenzado, no debe quedarse atrás.

Levin oyó una risa ahogada entre los segadores.

–Procuraré no quedarme –repuso Levin, situándose tras Tit y esperando el momento de empezar.

–Muy bien; veremos cómo cumple –repitió el viejo.

Tit dejó sitio y Levin le siguió. La hierba era baja, como sucede siempre con la hierba que crece junto al camino y Levin, que hacía tiempo no manejaba la guadaña y se sentía turbado bajo las miradas de los segadores fijas en él, guadañaba al principio con alguna torpeza, a pesar de hacerlo con vigor.

Se oyeron exclamaciones a sus espaldas.

–Tiene mal cogida la guadaña, con el mango demasiado arriba… Mire cómo tiene que inclinarse –dijo uno.

–Apriete más con el talón –indicó otro.

–Nada, nada, ya se acostumbrará –repuso el viejo–. ¡Vaya, vaya, cómo se aplica! Hace el corte demasiado ancho y se cansará. Guadaña demasiado aprisa. ¡Se ve bien que trabaja para usted! Pero, ay, ay, ¡qué bordes va dejando! Antes, por cosas así, nos daban de palos a nosotros.

La hierba ahora era más blanda y mejor y Levin, escuchando sin contestar, seguía a Tit, procurando guadañar lo mejor que podía. Adelantaron un centenar de pasos. Tit avanzaba siempre sin pararse, sin mostrar el menor cansancio. Levin, en cambio, se sentía tan fatigado que temía no poder resistirlo.

Movía la guadaña sacando fuerzas de flaqueza e iba ya a pedir a Tit que se parase, cuando el otro lo hizo espontáneamente, se inclinó, cogió un puñado de hierba y después de haber secado con ella la guadaña, comenzó a afilarla.

Levin se irguió, respiró fuerte y miró a su alrededor.

Tras él iba otro aldeano, también cansado al parecer, puesto que, sin llegar hasta donde estaba Levin, empezó a su vez a afilar la guadaña.

Tit afiló la suya y la de Levin, y luego continuaron la labor.

A la segunda vuelta pasó lo mismo. Tit caminaba sin detenerse, sin cansarse, moviendo sin cesar su guadaña. Levin le seguía procurando no retrasarse y sintiéndose más cansado cada vez. Pero cuando llegaba el momento en que le faltaban las fuerzas, Tit se detenía y se ponía a afilar el instrumento.

Así concluyeron la primera hilera. A Levin esta hilera tan larga le pareció muy dura y difícil, pero cuando hubieron llegado al final y Tit, poniéndose la guadaña al hombro, comenzó a caminar sobre las huellas que dejaran en la tierra sus propios talones y Levin hubo hecho lo propio, siguiendo también sus propias huellas, se sintió muy a gusto, a pesar del sudor que le caía en gruesas gotas del rostro y de la nariz y de tener la espalda completamente empapada. Le alegraba, sobre todo, la seguridad que tenía ahora de que podría resistir el trabajo.

Lo único que empañaba su satisfacción era el ver que su hilera no estaba bien segada.

«Moveré menos el brazo y más el conjunto del cuerpo», pensaba Levin, comparando la hilera de Tit, segada como a cordel, con la suya, donde la hierba había quedado desigual.

Según Levin observó, Tit había recorrido muy de prisa la primera hilera, sin duda para probar al dueño. Además, era una hilera más larga que las otras. Las siguientes eran más fáciles, pero, con todo, Levin tenía que poner en juego todas sus fuerzas para no rezagarse.

No pensaba ni deseaba nada, salvo que los campesinos no le dejasen atrás y trabajar lo mejor posible. No oía más que el rumor de las guadañas; y veía ante sí la figura erguida de Tit que se iba alejando; el semicírculo de hierba segada; la hierba que caía lentamente, como en oleadas; las flores que se ofrecían ante el filo de su guadaña y, al fondo y frente a sí, el término de la hilera, donde podría descansar al llegar.

En medio del trabajo, y sin comprender la causa de ello, experimentó de repente una agradable sensación de frescura en sus hombros ardientes y cubiertos de sudor y luego, mientras afilaban las guadañas, miró al cielo.

Había llegado una nube baja y pesada y caían gruesas gotas de lluvia.

Algunos segadores corrieron hacia sus caftanes. Otros, como Levin, se encogieron de hombros, satisfechos de sentir la agradable frescura del agua.

Hicieron una hilera más y otra. Unas hileras eran largas, otras cortas, la hierba ora mala, ora buena.

Levin perdió la noción del tiempo y no sabía qué hora era. Su trabajo experimentaba ahora un cambio que le colmaba de placer. En medio de la tarea había momentos en que olvidaba lo que hacía y trabajaba sin esfuerzo; y entonces su hilera resultaba casi tan igual como la de Tit. Pero en cuanto recordaba lo que estaba haciendo y procuraba trabajar con más cuidado, sentía el peso del esfuerzo y todo resultaba peor.

Terminada una hilera más, iba a empezar de nuevo cuando notó que Tit se detenía y, acercándose al viejo, le hablaba en voz baja. Ambos miraron al sol.

«¿De qué hablarán y por qué no siguen trabajando?», pensó Levin, sin darse cuenta de que los campesinos llevaban segando sin cesar lo menos cuatro horas y era ya tiempo de descansar.

–Es hora de almorzar, señor –dijo el viejo.

–¿Ya es hora? Bueno, almorcemos.

Levin entregó la guadaña a Tit y, en grupo con los aldeanos que se acercaban a sus caftanes para coger el pan, se dirigió al lugar donde estaba su caballo, pisando la hierba segada, ligeramente húmeda por la lluvia. Sólo entonces se dio cuenta de que no había previsto bien el tiempo y de que la lluvia estaba mojando el heno.

–La lluvia va a echar a perder el heno –dijo.

–Eso no es nada, señor. Ya dice el refrán que hay que guadañar con lluvia y rastrillar con sol –respondió el viejo.

Levin desató el caballo y se dirigió a su casa para tomar el café.

Sergio Ivanovich se había levantado unos momentos antes.

Después de tomar su café, Levin se fue otra vez a segar antes de que Sergio Ivanovich tuviera tiempo de vestirse y salir al comedor.

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 1 Y 2

domingo, mayo 26th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 1

Sergio Ivanovich Kosnichev quiso descansar de su trabajo intelectual y, en vez de marchar al extranjero, según acostumbraba, se fue, a finales de mayo, al campo, para disfrutar de una temporada al lado de su hermano.

Constantino Levin se sintió muy satisfecho recibiéndolo, tanto más cuanto que en aquel verano ya no contaba con que llegase su hermano Nicolás.

A pesar del respeto y cariño que sentía hacia Sergio Ivanovich, Constantino Levin experimentaba al lado de su hermano un cierto malestar. La manera que tenía éste de considerar al pueblo le molestaba y le hacía desagradables la mayoría de las horas pasadas allí en su compañía.

Para Constantino Levin el pueblo era el lugar donde se vive, es decir donde se goza, se sufre y se trabaja. En cambio, para su hermano, era, por una parte, el lugar de descanso de su labor intelectual, y por otra, como un antídoto contra la corrupción de la ciudad, antídoto que él tomaba con placer, comprendiendo su utilidad.

Para Constantino Levin el pueblo era bueno porque constituía un campo de nobles actividades: algo indiscutiblemente útil. Para Sergio Ivanovich era bueno porque allí era posible y hasta recomendable no hacer nada.

Además, Constantino estaba disgustado con su hermano por el modo que tenía éste de considerar a la gente humilde. Sergio Ivanovich decía que él la conocía mucho y la estimaba; a menudo hablaba con los campesinos, lo que sabía hacer muy bien, sin fingir ni adoptar actitudes estudiadas, y en todas sus conversaciones descubría rasgos de carácter que honraban al pueblo y que después se complacía él en generalizar. Este modo de opinar sobre la gente humilde no placía a Levin, para el cual el pueblo no era más que el principal colaborador en el trabajo común. Era grande su aprecio hacia los campesinos y el entrañable amor que por ellos sentía –amor que sin duda mamó con la leche de su nodriza aldeana, como solía decir él– y considerábase él mismo como un copartícipe del trabajo común; y a veces se entusiasmaba con la energía, la dulzura y el espíritu de justicia de aquella gente pero en otras ocasiones, cuando el trabajo requería cualidades distintas, se irritaba contra el pueblo, considerándolo sucio, ebrio y embustero.

Si hubieran preguntado a Constantino Levin si quería al pueblo, no habría sabido qué contestar. Al pueblo en particular, como a la gente en general, la amaba y no la amaba a la vez. Cierto que, por su bondad natural, más tendía a querer que a no querer a los hombres, incluyendo a los de clase humilde. Pero amar o no a éstos como a algo particular no le era posible, porque no sólo vivía con el pueblo, no sólo sus intereses le eran comunes, sino que se consideraba a sí mismo como una parte del pueblo y ni en sí mismo ni en ellos veía defectos o cualidades particulares y no podía oponerse al pueblo. Además, vivía con gran frecuencia en íntima relación con el campesino, como señor y como intermediario y principalmente como consejero, ya que los aldeanos confiaban en él y a veces recorrían cuarenta verstas para pedirle consejos. Pero no tenía sobre el pueblo opinión definida. Si le hubiesen preguntado si conocía al pueblo o no, habríase visto en la misma perplejidad que al contestar si le amaba o no le amaba. Decir si conocía al pueblo era para él como decir si conocía o no a los hombres en general. En principio estudiaba y sabía conocer a los hombres de todas clases y entre ellos a los campesinos, a los que consideraba buenos e interesantes. A menudo, observándolos, descubría en ellos nuevos rasgos de carácter que le llevaban a modificar su opinión anterior y a formarse nuevas y distintas opiniones.

Sergio Ivanovich hacía lo contrario. Del mismo modo que alababa y amaba la vida del pueblo por contraste con la otra que no amaba, así amaba también a la gente humilde por contraste con otra clase de gente y, de una manera absolutamente idéntica, conocía a esta gente como algo distinto y opuesto a los hombres en general. En su metódico cerebro se habían creado formas definidas de la vida popular, deducidas parcialmente de esta misma vida, pero deducidas también, y en mayor parte, por oposición a la contraria. Jamás, pues, variaba su opinión sobre el pueblo ni la compasión que le inspiraba. En las discusiones que los hermanos mantenían sobre aquel tema siempre vencía Sergio Ivanovich, por poseer una opinión definida sobre los aldeanos, sobre sus caracteres, cualidades e inclinaciones, mientras que Constantino Levin no tenía ideas fijas y firmes sobre la gente del pueblo, por lo que siempre se le cogía en contradicción.

Para Sergio Ivanovich, su hermano menor era un buen muchacho, con «el corazón en su sitio» (lo que solía expresar en francés), de cerebro bastante ágil, pero esclavo de las impresiones del momento y lleno, por ello, de contradicciones. Con la condescendencia de un hermano mayor, Sergio Ivanovich le explicaba a veces la significación de las cosas pero no experimentaba interés en discutir con él porque le vencía demasiado fácilmente.

Constantino Levin tenía a su hermano por un hombre de inteligencia y cultura, noble en el más elevado sentido de la palabra y dotado de grandes facultades de acción en pro de la sociedad. Pero en el fondo de su alma y a medida que aumentaba en años y conocía mejor a su hermano, tanto más a menudo pensaba que aquella facultad de servir a la sociedad, de la cual Constantino Levin se reconocía privado, quizá, al fin y al cabo, no fuera una cualidad, sino más bien un defecto. No un defecto de algo, no una falta de buenos, nobles y honrados deseos e inclinaciones, sino una carencia de poder de vida efectiva, de ese impulso que obliga al hombre a escoger y desear una determinada línea de vida entre todas las innumerables que se abren ante él. Cuanto más conocía a su hermano, más observaba que Sergio Ivanovich, como muchos otros hombres que servían al bien común, no se sentían inclinados a ello de corazón, sino porque habían reflexionado y llegado a la conclusión de que aquello estaba bien y sólo por tal razón se ocupaban de ello.

La suposición de Constantino Levin se confirmaba por la observación de que su hermano no tomaba más a pecho las cuestiones del bien colectivo y de la inmortalidad del alma que las de las combinaciones de ajedrez o la construcción ingeniosa de alguna nueva máquina.

Además, Constantino Levin se sentía a disgusto en el pueblo cuando estaba su hermano allí, sobre todo durante el verano, pues en esta época estaba siempre ocupado en los trabajos de su propiedad y aún en todo el largo día estival le faltaba tiempo para sí mismo, para poder atender a todo, mientras Sergio Ivanovich descansaba. Sin embargo, aunque descansase ahora, es decir, aunque no escribiera obra alguna, estaba tan hecho a la actividad cerebral que le gustaba explicar en forma breve y elegante los pensamientos que acudían a su mente y le gustaba tener a alguien que le escuchase. El oyente más continuo era, naturalmente, su hermano. Por este motivo, a pesar de la sencillez amistosa de sus relaciones, Constantino Levin no sabía cómo arreglárselas cuando tenía que dejar solo a Sergio Ivanovich. A éste le gustaba tenderse en la hierba bajo el sol y permanecer así, charlando perezosamente.

–No sabes qué placer experimento sumergiéndome en esta pereza ucraniana. Tengo la cabeza completamente vacía de pensamientos. Podría hacerse rodar por ella una pelota.

Pero Constantino Levin se aburría de estar sentado escuchando a su hermano, sobre todo porque sabía que, mientras ellos hablaban, los campesinos debían de estar lavando el estercolero o trabajando en el campo no preparado aún y que si él no estaba allí iban a hacerlo de cualquier manera. Pensaba también que, seguramente, no atornillarían suficientemente las rejas de los arados ingleses y luego las apartarían afirmando que aquellos arados eran invenciones de tontos y que sólo el arado corriente, etcétera.

–¿No has andado ya bastante con este calor? –le decía Sergio Ivanovich.

–No… Tengo que pasar un momento por el despacho… –contestaba Levin. Y se iba al campo corriendo.

TERCERA PARTE – Capítulo 2

A primeros de junio, el aya y ama de llaves Agafia Mijailovna, un día que bajaba al sótano con un tarro de setas recién saladas en las manos, resbaló, cayó y se lastimó la muñeca.

Llegó el joven médico rural, recién salido de la Facultad y muy hablador. Miró la mano, dijo que no estaba dislocada y se apresuró a entablar conversación con el célebre Sergio Ivanovich. Para mostrarle sus ideas avanzadas, le contó todas las comadrerías de la provincia, quejándose de la mala organización del zemstvo.

Sergio Ivanovich le escuchaba con atención, le preguntaba… Animado por el nuevo auditor, habló y expuso algunas observaciones justas y concretas, –que fueron respetuosamente apreciadas por el joven médico– animándose mucho, como siempre le ocurría después de una conversación agradable y brillante.

Cuando el médico se hubo ido, Sergio Ivanovich quiso ir a pescar con caña; le gustaba la pesca y se mostraba casi orgulloso de que una ocupación tan estúpida pudiera gustarle.

Constantino Levin, que tenía que echar un vistazo a los hombres que estaban arando y también a los prados, ofreció a su hermano llevarle hasta el río en su carretela.

Era la época del año en que el grano llega ya a su madurez, cuando hay que prepararse ya para la siembra de la próxima cosecha, se acerca la siega y el centeno, crecido ya, con su ligero tallo verdegrís y su espiga no acabada aún de llenar, ondea bajo el viento; la época en que las verdes avenas, con las matas de hierba amarillentas que brotan, aisladas entre ellas, se extienden irregularmente en los sembrados tardíos; cuando se abre el alforfón y sus granos cubren la tierra; cuando la barbechera, pisoteada por los animales y endurecida como la piedra, con la que no puede la raspa, se ve ya con sus surcos trazados hasta la mitad; cuando los secos montones de estiércol llevados a los campos al nacer y al ponerse el sol mezclan su olor al perfume de las hierbas, y cuando en las tierras bajas, esperando la guadaña, se extienden como un mar inmenso los prados ribereños con los negreantes montones de tallos de acederas arrancados.

Era, pues, la época en que se produce un corto descanso en los trabajos del campo antes de la recolección anual que reúne todos los esfuerzos del pueblo. La cosecha era espléndida; los días, claros y calurosos; las noches, cortas y húmedas de rocío.

Los hermanos tenían que pasar por el bosque para llegar a los prados, Sergio Ivanovich iba admirando la belleza del bosque, magnífico de hojas y verdor. Llamaba la atención de su hermano, ora sobre un viejo tilo, oscuro en su parte de sombra pero rico de colorido con sus amarillos brotes prontos a florecer, ora sobre los tallos nuevos de otros árboles que brillaban como esmeraldas.

A Constantino Levin no le agradaba hablar ni que le hablasen de las bellezas de la naturaleza. Las palabras despojaban de belleza al paisaje. Respondía, pues, a su hermano con distraídos monosílabos, mientras, contra su voluntad, iba pensando en otras cosas.
Al salir del bosque atrajo su atención el campo en barbecho de una colina: aquí ya cubierto de amarilla hierba, allí labrado en cuadros, más allá salpicado de montones de estiércol y en otros puntos arado.

Pasaba por el campo una fila de carros. Levin los contó y se alegró al ver que llevaban todo lo necesario.
Contemplando los prados sus pensamientos pasaron a la siega. Este momento le producía siempre una intensa emoción.
Al llegar al prado, Levin detuvo el caballo.

El rocío matinal humedecía aún la parte inferior de las hierbas, por lo cual, para no mojarse los pies, Sergio Ivanovich pidió a su hermano que le llevase con la carretela hasta el sauce que se alzaba en el lugar señalado para pescar. Constantino Levin, a pesar del disgusto que le producía aplastar la hierba de su prado, dirigió el coche a través de él.
Las altas hierbas se abatían suavemente bajo las ruedas y las patas del caballo y en los cubos y radios de las ruedas se desgranaban las semillas.

Sergio Ivanovich se sentó bajo el sauce, arreglando sus útiles de pesca. Levin ató el caballo no lejos de allí y se internó en el enorme mar verde oscuro del prado, inmóvil, no agitado por el menor soplo de viento. La hierba, suave como seda, en el lugar adonde alcanzaba, en primavera, el agua del río al salirse de madre, le llegaba hasta la cintura.
A través del prado, Constantino Levin saltó al camino y encontró a un viejo, con un ojo muy hinchado, que llevaba una colmena con abejas.

–¿Las has cogido, Tomich? –preguntó Levin.

–¡Quia, Constantino Dmitrievich! ¡Gracias si consigo guardar las mías! Ya se me han marchado por segunda vez. Menos mal que sus muchachos las alcanzaron. Los que están trabajando el campo… Desengancharon un caballo y las cogieron.

–Y qué, Tomich: ¿qué te parece? ¿Conviene segar ya o esperar más?

–A mi parecer, habrá que esperar hasta el día de San Pedro. Ésta es la costumbre. Claro que usted siega siempre antes. Si Dios quiere, todo irá bien. La hierba está muy crecida. Los animales quedarán contentos.

–¿Y qué te parece el tiempo?

–Eso ya depende de Dios. Quizá haga buen tiempo.

Levin se acercó otra vez a su hermano, que, con aire distraído, estaba con la caña en las manos. La pesca era mala, pero Sergio Ivanovich no se aburría y parecía hallarse de excelente buen humor.
Levin notaba que, animado por la charla con el médico, su hermano tenía deseos de hablar más. Pero él quería volver a casa lo antes posible para dar órdenes de que los segadores fueran al campo al día siguiente y resolver las dudas relativas a la siega, que constituían en aquel momento su mayor preocupación.

–Vámonos ––dijo.

–¿Para qué apresurarnos? Estemos aquí un rato más. Oye: estás muy mojado. En este sitio no se pesca nada, pero se encuentra uno muy bien. El encanto de estas ocupaciones consiste en que ponen a uno en contacto con la naturaleza. ¡Qué bella es esta agua! ¡Parece de acero! ––continuó–. Estas orillas de los ríos cubiertas de hierba me recuerdan siempre aquella adivinanza… ¿Recuerdas?, que dice: «la hierba dice al agua: vamos a forcejear, a forcejear»…

–No conozco esa adivinanza–respondió Constantino Levin con voz opaca.

LA CANCIÓN DEL TÉ DE WUYI ( 武夷茶 歌): 27 pasos para disfrutar del té

domingo, mayo 26th, 2013

DRAGON NEGRO

La región Wuyi de China es el lugar de donde provienen el té Oolong y el té de acantilados (llamado así porque los árboles crecen en las grietas de los acantilados del Monte Wuyi).

La letra de la canción fue escrita por un monje conocedor de té llamado Sik Chiu Chuen 释 超 全 en la dinastía Qing. De acuerdo con el Maestro Sik, debemos servir el té de Wuyi (o ser servidos) en estos 27 pasos, para disfrutarlo a la perfección. Independientemente de la adquisición de habilidades y destrezas, espero que puedan descubrir, aquí, los cuatro principios de la Cultura China del Té : «asequible, hermoso, armonioso y respetuoso (廉, 美, 和, 敬). »

(1) Dar la bienvenida a los invitados y hacerles tomar asiento (恭请 上座):
Se recibe calurosamente a los invitados y se los acompaña hasta sus asientos. El anfitrión normalmente se sienta mirando hacia el sur de la habitación (por ej., de cara a la entrada), mientras que el asiento que mira hacia el oeste se reserva para el invitado más respetado, el que mira hacia el este se reserva para alguien no tan importante y aquéllos que miran hacia el norte se destinan a los más humildes (de espaldas a la entrada: los más inseguros) . Para los chinos, en verdad, el comer y el beber están llenos de política y sutileza.

(2) Encender el incienso para purificar el alma (焚香 静 气):
El objetivo es crear un clima armonioso en la habitación. Algunos maestros de té practican meditación en este paso, mientras que otros toman esta oportunidad para rendir homenaje al sabio de té, Lu Yu.

(3) Seda y bambú cantan en armonía (丝竹 和 鸣):
Seda y bambú, cuando se usan juntos, constituyen un término poético para denominar a las cuerdas chinas como las de gujin (cítara de siete cuerdas) y guzheng (arpa de regazo china). Los músicos interpretan melodías chinas clásicas para permitir que los huéspedes se balanceen hasta el estado de ánimo espiritual deseado.

(4) Mostrar el «Yip Ka» a los invitados (叶 嘉 酬宾):
Mostrar las hojas de té a los huéspedes. El té de acantilado fue llamado «Yip Ka», metafóricamente, en un poema escrito por el poeta Su Dongpo en la dinastía Sung.

(5) Hervir el agua de manantial a fuego vivo (活 煮 山泉):
Hervir el agua de manantial con fuego fuerte. En chino, un fuego «vivo» es equivalente a un fuego fuerte. Para conocimiento de los bebedores de té chino, el agua de manantial eclipsa a todas las demás, gestando un buen té.

(6) El baño de Man Son (孟 臣 沐 霖):
Esto significa limpiar la tetera con agua caliente. Man Son fue el fabricante más famoso de teteras de la dinastía Ming. Luego, todas las teteras de buena calidad son denominadas Man Son.

(7) El dragón negro marcha al palacio (乌龙 入宫):
Esta es la parte donde se coloca la porción exacta de té en la tetera (el palacio). “Dragón Negro” tiene un doble sentido aquí porque a) es homófono de Oolong en chino y b) la utilización del término dragón impone una especie de sentimiento majestuoso hacia el té.

(8) La caída templada desde la tetera colgante (悬 壶 高挂):
En este paso, quien prepara el té vierte agua hirviendo en la tetera desde otra tetera en una posición de arco elevado para: a) mostrar su habilidad y b) porque abrir el té con agua hirviendo acelera el ascenso de su fragancia.

(9) La brisa de primavera roza la mejilla (春风 拂面):
Este es el paso en el que se remueve la espuma del té (suavemente) de la tetera con su tapa. El movimiento se realiza con un cuidado especial que recuerda la brisa primaveral acariciando una mejilla con suavidad.

(10) Se vuelve a lavar la cara de un ángel (重 洗 仙 颜):
Aquí se rocía la tetera con agua caliente para elevar su temperatura, así como para lavar el té que se derramó.

(11) El baño de Yu Shen (若 琛 出浴):
Limpieza de las tazas de té. Yu Shen fue el artesano más famoso en el negocio de tazas de té de la dinastía Qing. Luego, todas las tazas de té de buena calidad son denominadas Yu Shen.

(12) Alondra sobre las montañas y las aguas (游山玩水):
La tetera se hace girar alrededor de la bandeja para quitar raspando el agua de la base. Es muy descortés que se derrame agua, desde la base de las teteras hacia las tazas, al servir.

(13) Kuan Yu (el Dios de la Guerra) patrulla la fortaleza (关 公 巡城):
Este movimiento significa verter el té desde la tetera hacia las tazas. Conlleva el parecido con un general astuto que revisa todos los rincones de la fortaleza, meticulosamente. En lugar de verter el té desde una posición de arco elevado, como en el paso 8, la tetera besa los labios de las copas y el té se vierte lentamente, casi goteando, para garantizar que sólo el té, no las hojas, sea vertido en las tazas.

(14) Han Shin pasa lista (韩信 点 兵):
En este paso, se vierte té, nuevamente, en cada taza para igualar la porción. Han Shin pasa lista, es un término chino que se hizo famoso por la forma astuta en que este general desplegaba a su batallón. La segunda parte de este término, que no se usa aquí, es igualmente famosa – “cuanto más, mejor” – que de alguna manera refleja verdaderamente lo que está en la mente de cada aficionado al té durante la ceremonia del té.

(15) Tres dragones protegen el «ting» (三 龙 护 鼎):
Significa sostener el cuenco con los dedos pulgar, índice y medio. De esta manera puede tomarse con firmeza, sin perder la finura y elegancia. «Ting» es un contenedor de metal utilizado en las ceremonias del día de Confucio. El uso de la palabra «ting» aquí implica, más o menos que los invitados deben realizar este paso cortésmente para expresar gratitud al anfitrión.

(16) Apreciar los tres colores (鉴赏 三 色):
Un gurú del té diría que un buen té siempre muestra tres colores diferentes en las capas superior, media e inferior. Si esto es así o no, descubrilo por vos mismo.

(17) Inhalar el aroma cautivador (喜 闻 幽香):
Oler el aroma del té. Pero sin realizar el movimiento circular que se hace con la copa de vino aquí, por favor. Diferente camino, diferente equino.

(18) Probar el maravilloso té por primera vez (初 品 奇 茗):
Ya lo viste y oliste. Ahora degustalo!

(19) Volver a llenar el crepúsculo (再 斟 流霞):
Servir el té nuevamente. Dicen que el color es más claro que en la primera ronda con una semejanza viva a la del rojo crepúsculo.

(20) Sorber y degustar el dulce rocío (品 啜 甘露):
Probar la segunda ronda de té. Algunos dicen que la segunda vuelta es mejor que la primera. El dulce rocío es una metáfora para el té.

(21) Verter las gotas de piedra para una tercera ronda (三 斟 石 乳):
Servir el té por tercera vez. Las gotas de piedra han sido sinónimo de «té de acantilado» desde la dinastía Yu -relacionando a este té con algo tan raro como las estalactitas y estalagmitas-. El maestro vierte el té en una secuencia de tres veces hacia arriba y tres veces hacia abajo, movimiento que también se denominó en forma sarcástica «las tres reverencias del Fénix” (凤凰 三 叩头)».

(22) Deleitarse con el sabor del acantilado (领略 岩 韵):
Disfrutar el dejo/retrogusto/aftertaste del té.

(23) Servicio de dim sum (敬献 茶点):
En este momento se sirven los exquisitos dim sum (bocados ligeros y dulces para contrarrestar los taninos).

(24) Disfrutar del mar de té (自 斟 慢 饮):
Los invitados son animados a servirse y degustar el té a voluntad.

(25) Disfrutar de las canciones de té (欣赏 歌舞):
Se ejecutan canciones populares de la región Wuyi, especialmente las de los cultivadores de té, para entretener a los invitados.

(26) Diestros dragones juguetean en el agua (游龙 戏水):
Unos pocos invitados comienzan a despedirse, el anfitrión o el sirviente empiezan a revolotear a través de cuencos y teteras. Una forma amable de sugerir a los invitados que la fiesta está a punto de terminar.

(27) Apurar las copas por los viejos tiempos(尽 杯 谢 茶):
El final: captando la indirecta, los invitados se levantan y brindan terminando su té. Expresan su agradecimiento al anfitrión y se despiden.

DRAGON NEGRO 2

OO LONG (WU LONG). EL TÉ AZUL. (parte 4)

domingo, mayo 26th, 2013

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Wu Yi Shan Cha o Rock Wulong

Seguimos con la Historia del té azul y las teorías de su creación.

2) Teoría del Monte Wuyi
Según esta teoría, el té oolong se elaboró, por primera vez, en el monte Wuyi, provincia de Fujian, China, en el siglo 16 de la dinastía Ming.
Los primeros registros se remontan a dos fuentes literarias, ambas publicadas durante la dinastía Qing (1644-1911).

La primera, es La Canción de té de Wuyi (Wǔyíshān chá gē) por Yi Chaoqun:
En el siglo 15,
los campos de té fueron abandonados
a medida que éste empezaba a brotar de entre las rocas*.
A esas hojas les encanta cuando sopla el viento norte, en los días soleados
pero no les gusta el viento del sur ni la lluvia.
La fragancia se disipa,
la bella ciruela y el aroma a orquídeas
provienen del proceso de cocción final.
*se refiere al té de roca, que crece entre las grietas del Monte Wuyi

La segunda, es la Fábula del té (Chá shuō) por Wang Chaotang:
El té de Wuyi de deja primero en una canasta de bambú,
luego se tuesta y cocina.
El Longjing es puro porque se tuesta pero no se marchita.
Sólo el té de Wuyi es tostado y marchitado,
mitad rojo y mitad verde,
tostado verde y marchitado rojo.
Se deja marchitar y luego se sacude
y cuando la fragancia emerge, se tuesta.
El “timing” es precioso.

El té recibe el nombre de la parte del monte Wuyi en el que se produjo.

A punto de escribir sobre la tercera teoría del origen del nombre Oolong, me doy cuenta de que vuelvo al punto de partida. Como me parece lindo cerrar el círculo, aquí va:

3) Teoría del condado de Anxi
Anxi es un condado en la provincia de Fujian, China. Es famoso por la producción del té oolong Diosa de hierro de la Misericordia (Tie Guan Yin).
La variedad de la planta se llama Wulong, porque la persona que lo descubrió se llamaba Sulong. La mala interpretación en los dialectos locales, llevó a que Sulong se convirtiera en Wulong. Y no es tan inverosímil como puede sonar.
Wulong es una importante variedad de oolong, con hojas grandes, de hasta 10 centímetros de largo. Tiene de 10 a 20 sub-variedades.

Otra variación popular de la teoría «Anxi», es la del cazador llamado Dragon quien, por tener la piel oscura, fue apodado Dragón Negro.
Un día, mientras cazaba un ciervo, dejó el té en su bolsa durante demasiado tiempo. La persecusión del animal hizo que las hojas se machucaran y oxidaran.
El té resultó ser muy fragante y la gente decidió ponerle el nombre de él, en recuerdo de su descubrimiento accidental.

En DaCha, probalo en nuestro BAJO UN SERENO DAMASCO.

CHAEPÍTIE EN LA CAMA, CON CELIA

domingo, mayo 26th, 2013

Красный Куб

чаепитие по-английски – Красный Куб

Media mañana y toda la tarde en la cama, con Maia y Kolya, mirando «Celia», una serie basada en el libro homónimo creado por la escritora española Elena Fortún, en 1928. Imperdible producción de la TVE. Y ahora, un chaepítie na krovati (fiesta de té en la cama) con medialunas calentitas. Hermoso domingo con los pichones.

«Celia, lo que dice» es el primero en la serie de libros infantiles, escritos por la famosa escritora española Elena Fortún. El libro es una colección de cortas historias, originalmente publicadas en revistas, en 1928.
Las historias -escritas desde la perspectiva de una niña de siete años de edad llamada Celia Gálvez de Moltanbán- narraban la vida de la protagonista viviendo en Madrid con su familia. Celia, que era un personaje extremadamente popular desde su primera aparición hasta los años 1960, era caracterizada como una niña que de seguido cuestionaba el mundo que le rodeaba, en maneras que eran tanto ingeniosas como inocentes. La novela fue seguida por varias secuelas durante los años 1930 y 50, el último publicado en 1987, treinta y cinco años después de la muerte de la escritora. La primera de estas secuelas fue Celia en el colegio, originalmente publicada en 1932. Los libros fueron tan populares como exitosos durante el tiempo que seguía sus publicación y son hoy considerados clásicos de la literatura española. Los tres primeros libros fueron llevados a la televisión en 1992, en una serie producida por José Luis Borau titulada Celia, la cual protagonizaba a Cristina Cruz Mínguez en el papel de Celia.
(http://es.wikipedia.org/wiki/Celia,_lo_que_dice)

celia lo que dice

ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – RESUMEN Y ANÁLISIS

sábado, mayo 25th, 2013

anna tapa libro
Buenas noches, las dachas y Feliz día de la Patria. Hoy nos toca RESUMEN y ANÁLISIS de la SEGUNDA PARTE de ANNA KARENINA, para ayudar a los rezagados y para adelantarles un poco, a todos, de qué va la cosa. Están invitados a verter sus opiniones aquí, así que anímense a hacerlo. Mañana comenzaremos con la Tercera Parte. Cuando estén listos, preparen sus teteras y a compartir.

SEGUNDA PARTE
RESUMEN:
Kitty Shcherbatskaya queda destrozada al principio de esta sección; su desengaño se manifiesta en una serie de síntomas físicos. Toda su familia, especialmente su madre, se siente angustiada y culpable por su papel en forzar las propuestas de matrimonio de los dos hombres en cuestión. Kitty está especialmente emotiva en las primeras páginas de la segunda parte; irritable, angustiada y libre de decir lo que quiera bajo el manto de la enfermedad, ventila sus sentimientos a Dolly. Le dice que se siente grosera y vulgar y también afirma que ella nunca hará lo que ha hecho Dolly: seguir viviendo en la misma casa que un hombre que ha sido deshonesto. Kitty lamenta casi inmediatamente la crueldad de esta última afirmación, viniendo como viene en un momento en que Dolly ya se siente insegura acerca de las infidelidades pasadas y futuras de Oblonsky. Las dos hermanas tienen una reconciliación emotiva y Kitty vuelve a casa con su hermana para cuidar a los niños Oblonsky que atraviesan por un brote de escarlatina. Pero la propia salud de Kitty no mejora y su familia decide llevarla a un balneario en Alemania.

El Capítulo 4 se abre con una descripción detallada de los tres diferentes círculos sociales que Anna tiene a su disposición. El primero es el círculo de negocios de los socios de su marido, el segundo es un pequeño grupo de hombres y mujeres educados y piadosos, apodado «la conciencia de la sociedad de San Petersburgo» y el tercero es el mayor círculo de la alta sociedad: bailes, cenas, juegos de cartas, etc. Antes de su viaje a Moscú, Anna había convivido habitualmente con el segundo círculo pero a su regreso, comienza a circular con mayor frecuencia en el tercer círculo , donde está segura de encontrar a Vronsky. Comparten un amigo en común, la princesa Betsy Tverskoy, que es también prima de Vronsky y se deleita en ver el progreso de su pasión. Anna en un principio cree que ella sólo deja que Vronsky la persiga pero pronto se admite a sí misma que sus sentimientos constituyen toda la pasión de su existencia actual.
Su comportamiento escala, rápidamente, en el ámbito de lo Socialmente Inaceptable. Esto se hace evidente una noche, en la casa de la princesa Betsy. Mientras que los demás invitados se divierten en la conversación y la princesa Myagkaya cautiva a la corte con su ingenio y su sentido del humor contundente, Anna y Vronsky se retiran a su propia mesa y se internan en una larga conversación privada. Esto no sería grave si no lo hicieran en presencia de Karenin, el marido de Anna, y los demás se dan cuenta. Las cejas se empiezan a levantar en todo San Petersburgo.

Con su desinterés e ingenuidad típicas, Karenin no cree que haya nada malo en el comportamiento de Anna pero se da cuenta de los efectos de esa conversación en los demás. Karenin es un hombre que se preocupa mucho por las apariencias externas y es por esta razón que confronta con Anna acerca del incidente. Ella llega a casa muy tarde, muy a su disgusto y luego procede a ignorar alegremente su preocupación. Frustrado por su incapacidad de comunicarse con su esposa, Karenin se aparta de Anna y ella de él. A partir de ahora, el apego principal de Anna es Vronsky.

Vronsky y Ana consuman su amor en un lenguaje altamente codificado (que fue impactante para el tiempo y los censores) y Anna, con más claridad de la que nunca haya tenido sobre el asunto antes, dice: «Todo ha terminado para mí. Nada me queda sino tú. Recuérdalo.». Ella se va de inmediato y, cuando se va a la cama esa noche, sueña que está casada con Vronsky y Karenin y que es exitada por ellos al mismo tiempo. Se horroriza por este sueño.

Mientras tanto, Levin prepara su finca para la llegada de la primavera. A diferencia de muchos hacendados, Levin se deleita en hacer trabajos pesados en su finca; Tolstoy da muchas descripciones de la fisicalidad de Levin y sus acciones durante esta sección. Levin hace el trabajo, no sólo porque le da placer, sino también porque lo distrae de sus pensamientos acerca de Kitty. Un visitante llega a su finca: temiendo que se trate de su hermano Nicolás, Levin se alegra cuando resulta ser Oblonsky el visitante. Con su aplomo característico, Oblonsky anuncia sus tres intenciones: visitar, cazar y vender uno de sus bosques a un comerciante local llamado Ryabinin. A pesar de que Levin piensa que no debe venderle a este hombre, el acuerdo sigue adelante y Ryabinin se aprovecha de Oblonsky pagando mucho menos de lo que el bosque vale. Levin está furioso con Oblonsky y aprovecha la oportunidad para dar un espiche a Oblonsky sobre sus asuntos financieros. Oblonsky se le ríe a carcajadas. Antes de irse, Oblonsky dice a Levin que Kitty está enferma y que Vronsky se ha marchado de Moscú en búsqueda de Anna.

En San Petersburgo, el affair entre Vronsky y Anna se está volviendo, rápidamente, de dominio público. Aunque el asunto es tolerado porque siguen siendo discretos, las mujeres de la Sociedad Petersburguesa están esperando ansiosamente que Anna a cometa un error; a su vez, la familia de Vronsky se está empezando a preocupar por que este asunto lo está distrayendo de progresar en su carrera. En medio de toda esta preocupación, Vronsky se prepara para correr la carrera anual de caballos para oficiales de su regimiento. Justo antes de la carrera, Vronsky visita Anna en el jardín de su casa. Hace una pausa para admirarla, ya que luce hermosa y trágica en la terraza, pero ella le da una noticia sorprendente: que está embarazada. Él no percibe la importancia de este anuncio pero, temerariamente, le propone fugarse. Anna se niega, alegando que ella no puede soportar la idea de desatar la ira de la sociedad civil, política y religiosa sobre ella y su hijo. Hacen planes para reunirse más tarde y Vronsky se apresura para llegar a la carrera. Se encuentra con su hermano, que hace varios comentarios insinuantes acerca de su relación con Anna. Anna y su marido, ambos, asisten a la carrera, pero se sientan separados en las gradas. Vronsky comienza la carrera a la cabeza, pero falla con su nerviosa yegua Frou-Frou, en un obstáculo. La yegua se cae y se rompe la espalda; Vronsky, con ira, patea a la yegua deshauciada, a pesar de que él está ileso.

Karenin, que sostiene las relaciones con su esposa tanto como antes, ve a un médico antes de la carrera, por su salud. Para su disgusto, el médico le prescribe remedios imposibles: poca actividad intelectual y gran actividad física y luego se va, inquietando a Karenin. En la carrera, observa las reacciones de Anna desde el otro lado de las gradas. Está furioso al verla adular, abiertamente, a Vronsky mientras está en carrera y, más tarde, reaccionar físicamente cuando éste se cae. Con gran dificultad, porque Anna no sabe si Vronsky está herido o no, Karenin se las arregla para obligarla a volver a casa con él. En el carruaje, la increpa acerca de su relación, esta vez con más fuerza. Anna no sólo confiesa sus sentimientos hacia Vronsky, sino que arremete contra Karenin, diciendole que lo odia. Karenin le exige que guarde «las apariencias» hasta que él pueda poner a salvo su honor, presumiblemente a través de un divorcio.

En el balneario alemán, Kitty conoce a Vareñka, una joven que cuida de Madame Stahl, su madre adoptiva. Stahl es una figura misteriosa, un miembro de la alta sociedad que está muy enferma, y la princesa Shcherbatsky le exige a Kitty, orgullosa, confraternizar con otros rusos. Vareñka es piadosa, con un profundo sentido de la moralidad, y dedica gran parte de su tiempo al cuidado de los menos afortunados. Kitty se deslumbra con Vareñka y trata de imitar a su sentido de profunda espiritualidad. Nicolás Levin y su compañera, Masha, también están en el mismo complejo. Él está mal vestido y no tiene modales. Kitty lo rechaza, no sólo porque es desagradable sino porque le recuerda a Levin.

Vareñka asegura Kitty que hay cosas mucho más importantes en el mundo que el matrimonio. Kitty, avergonzada, aspira a ser caritativa y comienza a cuidar a Petrov, un pintor enfermizo. Esto resulta contraproducente cuando Petrov se enamora de Kitty y su esposa se enoja por las atenciones de la niña. Al principio Kitty está triste de no poder ser como Vareñka, pero luego conoce a la misterioso Madame Stahl y descubre que Stahl, quien dice ser piadosa, es realmente hipócrita y bastante cruel hacia Vareñka. Su padre se burla de Stahl y hace un gran esfuerzo por restaurar el espíritu de Kitty. Mejorada, Kitty se prepara para regresar a Moscú con una mayor comprensión de sí misma. Conserva intacto su amor por Vareñka y le ruega que vaya a visitarlos. Vareñka promete que lo hará tan sólo si Kitty contrae matrimonio.

ANÁLISIS:
La segunda parte ayuda a los lectores a comprender la gravedad del affair entre Anna y Vronsky. El tema de las relaciones familiares es fuerte en esta parte del libro. No sólo están los riesgos surgidos del embarazo de Anna, sino que la representación de las complicadas redes emocionales entre las familias que hace Tolstoy, muestra cómo el comportamiento de Anna y Vronsky le hará daño a la gente a su alrededor, además de a sí mismos.
A fin de comprender la profundidad de estas redes, es importante entender algunos aspectos legales, de Juro y de Facto, de la sociedad rusa. En ese momento, se concedía el divorcio sólo en los casos más graves de adulterio o abuso. Un divorcio sólo podía ser obtenido por la parte inocente y a la parte culpable no le era permitida ni la custodia de los hijos ni el derecho a casarse de nuevo. Para Anna, entonces, un divorcio significaba perder el acceso a su amado hijo. También significaba vivir como la amante de Vronsky. Como una amante, no sólo sería una paria social permanente, sino que carecería de poder legal en todas sus relaciones sociales. Los hijos de Vronsky no tendrían legitimidad y, por lo tanto, no podrían heredar ninguno de sus bienes o títulos.
Además de la legalidad, la sociedad rusa tenía sus propias reglas. Aunque las aventuras amorosas eran comunes y perfectamente aceptables tanto para hombres y mujeres, eran condonadas sólo mientras se guardaran lo Karenin llama «apariencias». La negligencia de la propia esposa, de prestarle atención a su amante en público, se consideraba un incumplimiento de esas condiciones, al igual que la obvia falta de respeto hacia el marido o la esposa agraviada. Si esas condiciones eran violadas, sobre todo por una mujer, la sociedad rusa le daría la espalda con toda su fuerza. Anna se arriesga no sólo a su propia humillación social y la ruina, sino a la de su hijo también.
Ante tales circunstancias extremas, es comprensible que Anna vacile frente a la sugerencia brusca de Vronsky. Vronsky, ya sea por ignorancia o ingenuidad, no entiende lo que estas dos normas de gran alcance significan para él y Anna y se va a la carrera apenas perturbado más allá de una grave sensación de «disgusto» a toda la situación.
La figura más poderosa en esta ecuación, entonces, es el esposo de Anna, Karenin. Aunque los críticos han demonizado a Karenin por su frialdad hacia Anna, su preocupación por las «apariencias» en lugar de «la realidad íntima» y su hipocresía, él es una de las figuras más complejas en el libro. Él podrá ser frío pero está dispuesto a sufrir la humillación pública si Anna, simplemente, se porta bien. Esto es verdaderamente generoso de su parte y habla bien de su abnegación. Anna siente la grandeza de su gesto y es ésta una de las razones por las que lo odia. De hecho, su sueño de tener a ambos hombres como maridos refleja su propio deseo de tener no a los dos hombres sino a ambos juegos de personalidades: la pasión de Vronsky y la generosidad de Karenin a su disposición. Por supuesto, esas cualidades no pueden fundirse en el mismo hombre y esto es parte de la tragedia de Anna.
Vronsky, por su parte, presenta algunos de sus aspectos menos favorecedores, durante la carrera. Se va apurado a la carrera tras el anuncio de Anna, sólo con una preocupación sobre de la condición nerviosa de su caballo. Y cuando, debido a su propio error, el caballo le falla, su crueldad es sorprendente. A pesar de su posterior arrepentimiento, Vronsky es mostrado como un hombre de grandes pasiones pero de profundidad emocional limitada.
Mientras Anna y Vronsky comienzan su descenso dentro del caos, Kitty crece, gradualmente, en madurez e independencia. A través de la figura de Vareñka, llega a entender otra visión de la vida que no está centrada en el matrimonio sino en las buenas obras, como propósito de vida de la mujer. A pesar de no elegir ese camino, su vivencia del mismo disminuye sus preocupaciones acerca de la humillación de Vronsky y le permite vislumbrar una nueva vida para ella. El rol de su familia, especialmente el de su padre, en apoyarla, constituye un retrato alternativo de las relaciones familiares a la debacle en San Petersburgo.

ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULOS 33 Y 34

viernes, mayo 24th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEGUNDA PARTE – Capítulo 33

Poco antes de concluir el período de cura de aguas, el príncipe Scherbazky vino a reunirse con su familia, que desde Carlsbad había ido a Baden y a Kessingen para visitar a unos amigos rusos, para respirar aire ruso, como él decía.

Las opiniones del Príncipe y de su esposa con respecto a la vida en el extranjero eran diametralmente opuestas. La Princesa lo encontraba todo admirable y, pese a su buena posición en la sociedad rusa, en el extranjero procuraba parecer una dama europea, lo que conseguía con dificultad, ya que, tratándose en realidad de una dama rusa, tenía que fingir y ello la cohibía bastante. El Príncipe, por el contrario, encontraba malo todo lo extranjero, le aburría la vida europea, conservaba sus costumbres rusas y fuera de su patria procuraba mostrarse, adrede, menos europeo de lo que lo era en realidad.

El Príncipe volvió más delgado, con la piel de las mejillas colgándole, pero en excelente disposición de ánimo, que aún mejoró al ver que Kitty había curado por completo.

Las referencias de la amistad de su hija con madame Stal y Vareñka y las observaciones de la Princesa sobre el cambio operado en Kitty impresionaron al Príncipe, despertando en él su habitual sentimiento de celos hacia todo cuanto atraía a su hija fuera del círculo de sus afectos. Le asustaba que Kitty pudiera substraerse a su influencia, alejándose hasta parajes inaccesibles para él. Pero tales noticias desagradables se hundieron en el mar de alegría y bondad que le animaba siempre y que había aumentado después de tomar las aguas de Carlsbad.

Al día siguiente de su regreso, el Príncipe, vestido con un largo gabán, con sus fofas mejillas sostenidas por el cuello almidonado, se dirigió al manantial con su hija en muy buen estado de espíritu. La mañana era espléndida; brillaba un sol radiante. Las casas limpias y alegres, con sus jardincitos, el aspecto de las sirvientas alemanas, joviales en su trabajo, de manos rojas, de rostros colorados por la cerveza; todo ello llenaba de gozo el corazón. Pero, al aproximarse al manantial, encontraban enfermos de aspecto mucho más deplorable aún, por contraste con las condiciones normales de la bien organizada vida alemana. A Kitty ya no le sorprendía tal contraste. El sol brillante, el vivo verdor, el son de la música, le resultaban el marco natural de toda aquella gente tan familiar para ella, con sus alternativas de peor o mejor salud, de buen o mal humor a que estaban sujetos. Pero al Príncipe la luz y el esplendor de la mañana de junio, el sonar de la orquesta que tocaba un alegre vals de moda y, sobre todo, el aspecto de las rozagantes sirvientas le parecían ilógicos y grotescos en contraste con aquellos muertos vivientes, llegados de toda Europa, que se movían con fatiga y tristeza. No obstante el sentimiento de orgullo que le inspiraba el llevar del brazo a su hija, lo que le daba la impresión de volver a la juventud, se sentía cohibido y molesto de su andar seguro, de sus miembros sólidos, de su cuerpo de robusta complexión. Experimentaba lo que un hombre desnudo sentiría encontrándose en una reunión de personas vestidas.

–Preséntame a tus nuevas amistades. ––dijo a su hija oprimiéndole el brazo con el codo– Hoy siento simpatía hasta por la asquerosa agua bicarbonatada que te ha repuesto de ese modo. ¡Pero es tan triste ver esto! Oye, ¿quién es ése?

Kitty iba nombrándole las personas conocidas y desconocidas que encontraban en el curso de su paseo. En la misma entrada del jardín hallaron a madame Berta, la ciega, y el Príncipe se sintió contento ante la expresión que animó el rostro de la anciana francesa al oír la voz de Kitty. Madame Berta habló al Príncipe con su exagerada amabilidad francesa, alabándole aquella hija tan bondadosa, ensalzándola hasta las nubes y calificándola de tesoro, perla y ángel de consuelo.

–En ese caso es el ángel número dos, –dijo el Príncipe sonriendo– porque, según ella, el ángel número uno es la señorita Vareñka.

–¡Oh, la señorita Vareñka es también un verdadero ángel! –afirmó madame Berta.

En la galería encontraron a la propia Vareñka, que se dirigió precipitadamente a su encuentro. Llevaba un espléndido bolso de costura.

–Ha venido papá –––dijo Kitty.

Vareñka hizo un ademán entre saludo y reverencia, con la sencillez y naturalidad que usaba siempre en todas sus cosas. Luego empezó a hablar con el Príncipe como con los demás, naturalmente, sin sentirse cohibida.

–Ya la conozco y bien. –dijo el Príncipe con una sonrisa de la que Kitty dedujo, con alegría, que su padre encontraba simpática a Vareñka– ¿Adónde va usted tan de prisa?

–Es que mamá está aquí. ––dijo la muchacha dirigiéndose a Kitty– No ha dormido en toda la noche y el doctor le ha aconsejado que saliera. Le llevo su labor.

–¿Así que éste es el ángel número uno? –dijo el Príncipe después de que Vareñka se hubo marchado.

Kitty notaba que su padre habría querido burlarse de su amiga pero que no se atrevía a hacerlo porque también él la había encontrado simpática y agradable.

–Vamos a ver a todas tus amigas; –añadió él– vamos incluso a saludar a madame Stal, si es que se digna acordarse de mí…

–¿La conoces, papá? –preguntó Kitty con cierto temor, reparando en el fulgor irónico que iluminó los ojos del Príncipe al mencionar a la Stal.

–La conocí, así como a su marido, cuando ella no se había inscrito aún entre los pietistas.

–¿Qué significa pietista, papá? –preguntó la joven, desasosegada al saber que lo que ella apreciaba tanto en madame Stal tenía semejante nombre.

–No lo sé bien, francamente… Sólo sé que ella da gracias a Dios por todas las desventuras que sufre… Por eso cuando murió su marido dio también gracias a Dios… Pero la cosa resulta algo cómica, porque ambos se llevaban muy mal. ¿Quién es ése? ¡Qué cara! ¡Da pena verle! –exclamó el Príncipe reparando en un hombre bajito, sentado en un banco, que vestía un abrigo castaño y pantalones blancos, que formaban extraños pliegues sobre los descarnados huesos de sus piernas.

Aquel señor se quitó el sombrero, descubriendo sus cabellos rizados y ralos y su ancha frente, de enfermizo matiz, levemente colorada ahora por la presión del sombrero.

–Es el pintor Petrov –respondió Kitty ruborizándose–. Y ésa es su mujer –añadió indicando a Ana Pavlovna.

La Petrova, como a propósito, al aproximarse ellos, se dirigió a uno de sus niños que jugaba al borde del paseo.

–¡Qué pena inspira ese hombre y qué rostro tan simpático tiene! ¿Por qué no te has acercado a él? Parecía querer hablarte.

–Entonces, vamos –dijo Kitty, volviéndose resueltamente–. ¿Cómo se encuentra hoy? –preguntó a Petrov.

Petrov se levantó, apoyándose en su bastón, y miró con timidez al Príncipe.

–Kitty es hija mía. –dijo Scherbazky– Celebro conocerle.

El pintor saludó, mostrando al sonreír su blanca dentadura que brillaba extraordinariamente.

–Ayer la esperábamos, Princesa –dijo a Kitty. Y al hablar se tambaleó y repitió el movimiento para fingir que lo hacía voluntariamente.

–Yo iba a ir, pero Vareñka me avisó que ustedes no salían de paseo.

–¿Cómo que no? –dijo Petrov, sonrojándose. Luego tosió y buscó a su mujer con los ojos–¡Anita, Anita! –gritó.

Y en su delgado cuello se hincharon sus venas, gruesas como cuerdas.

Ana Pavlovna se acercó.

–¿Cómo mandaste dar recado a la Princesa de que no íbamos de paseo? –preguntó Petrov irritado. La emoción ahogaba su voz.

–Buenos días, Princesa. –saludó Ana Pavlovna con fingida sonrisa, en tono harto distinto al que había empleado siempre cuando hablaba con ella– Mucho gusto en conocerle. –dijo al Príncipe– Hace tiempo que lo esperaban…

–¿Por qué has mandado decir a la Princesa que no iríamos de paseo? –repitió su marido en voz baja y ronca, más irritado aún al notar que le faltaba la voz y no podía hablar en el tono que quería.

–¡Dios mío! Creí que no iríamos –repuso su mujer enojada.

–¡Cómo que no! Sí, iremos porque… –y Petrov tosió otra vez y agitó la mano.

El Príncipe se quitó el sombrero y se apartó.

–¡Desgraciados! –murmuró afligido.

–Sí, papá. –contestó Kitty– Has de saber que tienen tres niños, que carecen de criados y que apenas poseen recursos. La Academia le envía algo. –seguía diciendo, con animación, para calmar el mal efecto que le produjera la actitud de la Petrova– Allí está madame Stal –concluyó, mostrando un cochecillo en el cual, entre almohadones, envuelta en ropas grises y azul celeste, bajo una sombrilla, se veía una figura humana.

Era madame Stal. Tras ella estaba un robusto y taciturno mozo alemán que empujaba el coche. A su lado iba un conde sueco, un hombre muy rubio a quien Kitty conocía de nombre, varios enfermos rodeaban el cochecillo, contemplando a madame Stal con veneración, como a algo extraordinario.

El Príncipe se acercó y en sus ojos vio Kitty, de nuevo, el irónico fulgor que tanto la intimidaba. Al llegar junto a madame Stal, el Príncipe le habló en excelente francés, como muy pocos lo hablan hoy, manifestándose con respeto y cortesanía.

–No sé si usted me recuerda; pero en todo caso me permito hacerme recordar para agradecerle sus bondades con mi hija –dijo Scherbazky quitándose el sombrero y conservándolo en la mano.

–Encantada, príncipe Alejandro Scherbazky –dijo la Stal, alzando hacia él sus ojos celestiales en los que Kitty observó cierto disgusto–. Quiero mucho a su hija.

–¿Sigue mal su salud?

–Sí, pero ya estoy acostumbrada –contestó madame Stal. Y presentó al Príncipe el conde sueco.

–Ha cambiado usted un poco ––dijo Scherbazky– desde hace diez u once años que no he tenido el honor de verla.

–Sí. Dios, que da la cruz, da también energías para soportarla. A menudo hace que uno piense: ¿para qué durará tanto esta vida? ¡Así no; de otro modo! –ordenó con irritación a Vareñka, que le envolvía los pies en la manta de una forma diferente a como ella quería.

–Seguramente dura para permitirle hacer el bien –––dijo el Príncipe riéndose con los ojos.

–Nosotros no somos quiénes para juzgarlo –repuso madame Stal, observando la expresión del rostro del Príncipe–. ¿Me enviará usted ese libro, querido Conde? Se lo agradeceré mucho –dijo, de repente, dirigiéndose ahora al conde sueco.

–¡Ah! –exclamó el Príncipe, divisando al coronel, que no estaba lejos de allí. Y, saludando con la cabeza a la señora Stal, se alejó con su hija y con el coronel, que se reunió con ellas.

–He aquí nuestra aristocracia, ¿verdad, Príncipe? –dijo en tono irónico el coronel, que se sentía molesto con la señora Stal porque no se relacionaba con él.

–Está igual que siempre –comentó el Príncipe.

–¿La conocía usted antes de enfermar? Me refiero a antes de que tuviera que guardar cama.

–Sí; la conocí precisamente cuando enfermó y hubo de guardar cama.

–Dicen que no se levanta desde hace diez años.

–No se levanta porque tiene las piernas muy cortas. Es contrahecha.

–¡Imposible, papá! –exclamó Kitty.

–Eso dicen las malas lenguas, querida. ¡Y qué mal trata a Vareñka! ¡Oh, estas señoras enfermas! –añadió.

–No, papá –replicó Kitty con calor–. Vareñka la adora. ¡Y madame Stal hace mucho bien! Pregunta a quien quieras. A ella y a Alina Stal todos los conocen.

–Puede ser. –dijo el Príncipe, apretándole el brazo con el codo– Pero yo encuentro mejor hacer el bien sin que nadie se entere.

Kitty calló no porque no supiera qué decir, sino porque no quería confiar a su padre sus pensamientos secretos. Por extraño que fuese, aunque no quería someterse a la opinión de su padre ni abrirle el camino de su santuario íntimo, notó que aquella imagen divina de madame Stal, que durante un mes entero llevara dentro de su alma, desaparecía definitivamente, como la figura que forma un vestido colgado desaparece definitivamente cuando se repara en que no se trata sino de eso: de un vestido colgado.

Ahora en su cerebro no persistía sino la visión de una mujer corta de piernas que permanecía acostada porque era deforme y que martirizaba a la pobre Vareñka porque no le arreglaba bien la manta en torno a los pies. Y ningún esfuerzo de su imaginación pudo reconstruir la anterior imagen de madame Stal.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 34

El buen estado de ánimo del Príncipe se contagió a su familia, a sus amigos y hasta al alemán dueño de la casa en que habitaban los Scherbazky.

Al volver del manantial, habiendo invitado al coronel, a María Evgenievna y a Vareñka a tomar café, el Príncipe ordenó que sacasen la mesa al jardín, bajo un castaño y que sirviesen allí el desayuno.

Al influjo de la alegría de su amo, los criados, que conocían la munificencia del Príncipe, se animaron también. Durante media hora un médico de Hamburgo, enfermo, que vivía en el piso alto, contempló con envidia a aquel alegre grupo de rusos, todos sanos, reunidos bajo el añoso árbol.

A la sombra movediza de las ramas, ante la mesa cubierta con el blanco mantel, con cafeteras, pan, mantequilla, queso y caza fiambre, estaba sentada la Princesa, tocada con su cofia de cintas lila, llenando las tazas y distribuyendo los bocadillos.

Al otro extremo de la mesa se sentaba el Príncipe, comiendo con apetito y hablando animadamente, en voz alta. A su alrededor se veían las compras que había hecho: cajitas de madera labrada, juguetitos, plegaderas de todas clases. Había comprado un montón de aquellas cosas y las regalaba a todos, incluso a Lisgen, la criada, y al casero, con el que bromeaba en su cómico alemán chapurreado, asegurando que no eran las aguas las que habían curado a Kitty, sino la buena cocina del dueño de la casa y sobre todo su compota de ciruelas secas.

La Princesa se burlaba de su marido por sus costumbres rusas, pero se sentía más animada y alegre de lo que había estado hasta entonces durante su permanencia en las aguas.

El coronel celebraba también las bromas del Príncipe, pero cuando se trataba de Europa, que él imaginaba haber estudiado a fondo, estaba de parte de la Princesa.

La bondadosa María Evgenievna reía de todo corazón con las ocurrencias de Scherbazky y Vareñka reía de un modo suave pero comunicativo, cosa que Kitty no le había visto nunca hasta entonces, ante las alegres chanzas del Principe.

Todo ello animaba a Kitty, pero, no obstante, se sentía preocupada. No sabía cómo resolver el problema que su padre le habla planteado involuntariamente con su modo de considerar a sus amigas y aquel género de vida que ella amaba, últimamente, con toda su alma. A este problema se unía el de sus relaciones con los Petrov, hoy puestas en claro de un modo harto desagradable. Viendo la alegría de los demás, Kitty sentía crecer su agitación y experimentaba un sentimiento análogo al que sufría en su infancia cuando la castigaban encerrándola en su cuarto, desde el que oía a sus hermanos reír alegremente.

–¿Por qué has comprado tantas chucherías? –preguntó la Princesa a su marido, sirviéndole una taza de café.

–Porque, al salir de paseo y acercarme a las tiendas, me rogaban que comprase diciendo: «Erlaucht, Exzellenz, Durchlaucht». Al oír decir Durjlaucht, me sentía incapaz de resistir y se me iban diez táleros (1) como por arte de magia.

–No es verdad. Lo comprabas porque te aburrías –dijo la Princesa.

–¡Claro que porque me aburría! Aquí todo es tan aburrido que no sabe uno dónde meterse.

–¿Es posible que se aburra, Príncipe, con el número de cosas interesantes que hay ahora en Alemania? – dijo María Evgenievna.

–Conozco todo lo interesante: la compota de ciruelas, la conozco; el salchichón con guisantes, lo conozco. ¡Lo conozco todo!

–Diga usted lo que quiera, Príncipe, las instituciones alemanas son muy interesantes –observó el coronel.

–¿Qué hay de interesante? Los alemanes palmotean y gritan como niños, de contento, porque acaban de vencer a sus enemigos; pero ¿por qué he de estar contento yo? Yo no he vencido a nadie y, en cambio, tengo que quitarme yo mismo las botas y, además, dejarlas junto a la puerta. Por las mañanas he de levantarme, vestirme a ir al salón para tomar un mal té. ¡Qué distinto es en casa! Se despierta uno sin prisas y si está enfadado o irritado, tiene tiempo de calmarse, de meditar bien las cosas, sin precipitaciones…

–Olvida usted que el tiempo es oro –dijo el coronel.

–¡Según el tiempo que sea! Hay tiempo que puede venderse a razón de un copeck por mes y en otras ocasiones no se daría media hora por nada del mundo… ¿No es verdad, Kateñka? Pero ¿qué te pasa? ¿Estás triste?

–No, no estoy triste.

–¿Se va ya? Quédese un poco –dijo el Principe a Vareñka.

–Tengo que volver a casa –repuso ella, levantándose y riendo aún gozosamente.

Cuando le pasó el acceso de risa, se despidió y entró en la casa para ponerse el sombrero. Kitty la siguió. Hasta la propia Vareñka se le presentaba ahora bajo un aspecto distinto. No es que le pareciera peor, sino diferente de como ella la imaginara antes.

–¡Hace tiempo que no había reído como hoy! –dijo Vareñka, cogiendo la sombrilla y el bolso–. ¡Qué simpático es su papá!

Kitty callaba.

–¿Cuándo nos veremos? –preguntó Vareñka.

–Mamá quería visitar a los Petrov. ¿Estará usted allí? –preguntó Kitty mirando a su amiga.

–Estaré –contestó Vareñka–. Están preparándose para marchar y les prometí acudir para ayudarles a hacer el equipaje.

–Entonces iré yo también.

–No. ¿Por qué va a ir usted?

–¿Por qué? ¿Por qué? –repuso Kitty abriendo desmesuradamente los ojos y asiendo la sombrilla de Vareñka para no dejarla marchar–. ¿Por qué no?

–¡Como ha venido su papá! Y además ellos se sienten cohibidos ante usted.

–No es eso. Dígame por qué no quiere que visite a los Petrov a menudo. ¡No, no quiere usted! Dígame el motivo.

–Yo no he dicho esto –replicó Vareñka, sin alterarse.

–Le ruego que me lo diga.

–¿Quiere de verdad que se lo diga todo? –preguntó la muchacha.

–¡Todo, todo! –aseguró Kitty.

–Pues no hay nada de particular, salvo que Mijail Alexievich –aquél era el nombre del pintor– antes quería marchar sin demora y ahora no se resuelve a partir.

–¿Y qué más? –apremió Kitty mirándola gravemente–.

–Pues que Ana Pavlovna dijo que su marido no quiere irse porque está usted aquí. Ello lo dijo sin razón alguna, pero por ese motivo, por usted, hubo una disputa muy violenta entre los esposos. Ya sabe lo irritables que son los enfermos…

Kitty, más taciturna cada vez, guardaba silencio. Vareñka seguía monologando, tratando de calmarla y suavizar la explicación, porque veía que Kitty estaba a punto de romper a llorar.

–Ya ve que es mejor que no vaya. Usted se hará cargo; no se ofenda, pero…

–¡Me lo merezco! ¡Me lo merezco! –dijo Kitty rápidamente, arrancando la sombrilla de manos de su amiga sin osar mirarla a los ojos.

Vareñka sentía impulsos de sonreír ante la infantil cólera de su amiga, pero se contuvo por no ofenderla.

–¿Por qué se lo merece? No comprendo –dijo.

–Lo merezco porque todo esto que he estado haciendo era falso, fingido y no me salía del corazón. ¿Qué tengo yo que ver con ese hombre ajeno a mí? ¡Y resulta que provoco una disputa por meterme a hacer lo que nadie me pedía! Es la consecuencia de fingir.

–¿Qué necesidad había de fingir? –preguntó, en voz baja, Vareñka.

–¡Qué estúpido y qué vil ha sido lo que he hecho! ¡No, no había necesidad de fingir nada! –insistía Kitty, abriendo y cerrando nerviosamente la sombrilla.

–Pero ¿con qué fin fingía?

–Para parecer más buena ante la gente, ante mí, ante Dios. ¡Para engañar a todos! No volveré a caer en ello. Es preferible ser mala que mentir y engañar.

–¿Por qué dice usted engañar? –dijo, con reproche, Vareñka–. Lo dice usted como si…

Pero Kitty, presa de un arrebato de excitación, no la dejó terminar.

–No lo digo por usted; no se trata de usted. ¡Usted es perfecta, lo sé! Sí, sé que todas ustedes son perfectas. Pero ¿qué puedo hacer yo si soy mala? Si yo no fuese mala, todo eso no habría sucedido. Seré la que soy, pero sin fingir. ¿Qué me importa Ana Pavlovna? Que ellos vivan como quieran y yo viviré también como me plazca. No puedo ser sino como soy. No es eso lo que quiero, no, no es eso…

–¿Qué es lo que no quiere? ¿A qué se refiere usted? –preguntó Vareñka, sorprendida.

–No, no es eso… No puedo vivir más que obedeciendo a mi corazón, mientras que ustedes viven según ciertas reglas… Yo las he querido a ustedes con el alma y ustedes sólo me han querido a mí para salvarme, para enseñarme…

–No es usted justa –observó Vareñka.

–No digo nada de los demás; hablo de mí.

–¡Kitty! –gritó la voz de su madre–. Ven a enseñar tu collar a papá.

Kitty, altanera, sin hacer las paces con su amiga, tomó de encima de la mesa la cajita con el collar y fue a reunirse con su madre.

–¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan encarnada? –le dijeron, a la vez, su padre y su madre.

–No es nada. –contestó Kitty– En seguida vuelvo. Y se precipitó de nuevo en la habitación.

«Aún está aquí», pensó. «¡Dios mío! ¿Qué he hecho, qué he dicho? ¿Por qué la he ofendido? ¿Y qué hará ahora? ¿Qué le diré?», y se detuvo junto a la puerta.

Vareñka, ya con el sombrero puesto, examinaba, sentada a la mesa, el muelle de la sombrilla que Kitty había roto en su arrebato. Al entrar ésta, alzó la cabeza.

–¡Perdóneme, Vareñka, perdóneme! –murmuró Kitty, acercándose–. No sé ni lo que le he dicho… Yo…

–Por mi parte le aseguro que no quise disgustarla… –dijo la muchacha, sonriendo.

Hicieron las paces.

Pero con la llegada de su padre había cambiado por completo todo el ambiente en que Kitty vivía. No renegaba de lo que había aprendido, pero comprendió que se engañaba a sí misma pensando que podría ser lo que deseaba. Le parecía haber despertado de un sueño. Reconocía ahora la dificultad de poder mantenerse a la altura de los hechos sin fingir ni enorgullecerse de su actitud. Sentía, además, el dolor de aquel mundo de penas, de enfermedades, aquel mundo de moribundos en el que vivía. Los esfuerzos que hacía sobre sí misma para amar lo que la rodeaba le parecieron una tortura y deseó volver pronto al aire puro, a Rusia, a Erguchovo, donde, según la habían informado, había ido a vivir con sus hijos su hermana Dolly.

Pero su cariño a Vareñka no disminuyó. Al despedirse, Kitty le rogó que fuera a visitarla y a pasar una temporada con ella.

–Iré cuando usted se case –dijo la muchacha.

–No me casaré nunca.

–Entonces nunca iré.

–En ese caso lo haré aunque sólo sea para que venga. ¡Pero recuerde usted su promesa! –dijo Kitty.

Los augurios del doctor se realizaron: Kitty volvió curada a su casa, en Rusia.

No era tan despreocupada y alegre como antes, pero estaba tranquila. El dolor que sufriera en Moscú no era ya para ella más que un recuerdo.

(1) Tálero: antigua moneda de plata de Alemania.

OO LONG (WU LONG). EL TÉ AZUL. (parte 3)

viernes, mayo 24th, 2013

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Torta de té Dragón-Phoenix

Más allá de la leyenda de Wu-Liang que vimos ayer, hay tres explicaciones ampliamente aceptadas sobre el origen del nombre del té azul Oolong.

1) La Teoría del Té de Tributo
El té chino era un artículo de lujo y los mejores tés se convertían, a menudo, en Té de tributo (un té que se cultivaba y procesaba para el consumo de los emperadores).
Según esta teoría, el té Oolong es un descendiente directo del té que se inventó en el siglo X, en torno a la dinastía Song del Norte.
Los emperadores Song fueron conocidos por sus diversos intereses artísticos, incluyendo el consumo de té, frecuentemente a expensas del gobierno. Ellos crearon el Jardín de té Imperial de Beiyuan, en la provincia de Fujian, que tiene un lugar muy importante en la historia del té de China y existió durante 458 años.
El Té de tributo de Beiyuan consistía en dos familias de té: el dragón y el fénix. El jardín de té se hizo famoso en la producción de la Torta de té Dragón-Fénix (Dragon-Phoenix Tea Cake/Longfong Tuancha)-.
Durante la dinastía Ming, los emperadores se volvieron hacia el té en hebras y la torta de té pasó de moda. Así, Beiyuan cambió la forma de producción y empezó a procesar las hebras sueltas, en lugar de comprimirlas en ladrillos o tortas. Como sus hebras eran brillantes, curvas y oscuras, el té fue llamado Dragón Negro (Oolong).

Continuará.

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