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ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 1 Y 2

lunes, junio 10th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 1

Los Karenin, marido y mujer, seguían viviendo en la misma casa y se veían a diario pero eran completamente extraños entre sí. Alexis Alexandrovich se impuso la norma de ver diariamente a su esposa para evitar que los criados adivinasen lo que sucedía, aunque procuraba no comer en casa.

Vronsky no visitaba nunca a los Karenin pero Anna le veía fuera y su esposo lo sabía.

La situación era penosa para los tres y ninguno la habría soportado un solo día de no esperar que cambiase, como si se tratara de una dificultad pasajera y amarga que había de disiparse sin tardar.

Karenin confiaba en que aquella pasión pasaría, como pasa todo, que todos habían de olvidarse de ella y que su nombre continuaría sin mancha.

Anna, de quien dependía principalmente aquella situación y a quien le resultaba más penosa que a nadie, la toleraba porque, no sólo esperaba, sino que creía firmemente que iba a tener un pronto desenlace y a quedar clara. No sabía cómo iba a producirse tal desenlace, pero estaba absolutamente convencida de que ocurriría sin tardar.

Vronsky, involuntariamente sometido a Anna, confiaba también en una intervención exterior que había de zanjar todas las dificultades.

A mediados de invierno, Vronsky pasó una semana muy aburrida. Fue destinado a acompañar a un príncipe extranjero que visitó San Petersburgo y al que debía llevar a ver todo lo digno de ser visto en la ciudad. Este honor, merecido por su noble apostura, el gran respeto y dignidad con que sabía comportarse y su costumbre de tratar con altos personajes, le resultó bastante fastidioso. El Príncipe no quería pasarse por alto ninguna de las cosas de interés que pudiera haber en Rusia y sobre las cuales pudiera ser preguntado después en su casa. Quería, además, no perder ninguna de las diversiones de allí. Era preciso, pues, orientarle en ambos aspectos. Así, por las mañanas, salían a visitar curiosidades y por las noches participaban en las diversiones nacionales. El Príncipe gozaba de una salud excelente y hasta extraordinaria en hombres de su alta jerarquía y, gracias a la gimnasia y a los buenos cuidados había infundido a su cuerpo un vigor tal, que, pese a los excesos con que se entregaba en los placeres, estaba tan lozano como uno de esos enormes pepinos holandeses, frescos y verdes.

Viajaba mucho y opinaba que una de las grandes ventajas de las modernas facilidades de comunicación consistía en la posibilidad de gozar sobre el terreno de las diferentes diversiones de moda en cualquier país.

En sus viajes por España había dado serenatas y había sido el amante de una española que tocaba la guitarra. En Suiza, había matado un rebeco en una cacería. En Inglaterra, vestido con una levita roja, saltó cercas a caballo y mató, en una apuesta, doscientos faisanes. En Turquía, visitó los harenes, en la India montaba elefantes y ahora, llegado aquí, esperaba saborear todos los placeres típicos de Rusia.

A Vronsky, que era a su lado una especie de maestro de ceremonias, le costaba mucho organizar todas las diversiones rusas que diferentes personas ofrecían al Príncipe. Hubo paseos en veloces caballos, comidas de blinis, cacerías de osos, troikas, gitanas y francachelas acompañadas de la costumbre rusa de romper las vajillas. El Príncipe asimiló el ambiente ruso con gran facilidad: rompía las bandejas con la vajilla que contenían, sentaba en sus rodillas a las gitanas y parecía preguntar:

«¿No hay más? ¿Sólo consiste en esto el espíritu ruso?»

A decir verdad, de todos los placeres rusos, el que más agradaba al Príncipe eran las artistas francesas, una bailarina de bailes clásicos y el champaña carta blanca. Vronsky estaba acostumbrado a tratar a los príncipes pero, bien porque él mismo hubiera cambiado últimamente o por tratar demasiado de cerca a aquel personaje, la semana le pareció terriblemente larga y penosa. Durante toda ella experimentaba el sentimiento de un hombre al lado de un loco peligroso, temiendo, a la vez, la agresión del loco y perder la razón por su proximidad.

Se hallaba, pues, en la continua necesidad de no aminorar ni un momento su aire de respeto protocolario y severo para no mostrarse ofendido. Con gran sorpresa suya, el Príncipe solía tratar despectivamente a las personas que se afanaban en ofrecerle diversiones típicas. Sus opiniones sobre las mujeres rusas, a las que se proponía estudiar, más de una vez encendieron de indignación las mejillas de Vronsky.

La causa principal de que el Príncipe le resultase tan insoportable era que Vronsky, sin él quererlo, se veía reflejado en el otro, y lo que veía en aquel espejo no halagaba en manera alguna su amor propio. Veía a un hombre necio muy seguro de sí mismo, rebosante de salud y esmerado en el cuidado de su persona y nada más. Era, es verdad, un caballero y eso Vronsky no podía negarlo. Era, como él, llano y no adulador con sus superiores, natural y sencillo con sus iguales y despectivamente bondadoso con sus inferiores.

Vronsky era también así y lo consideraba como un gran mérito; pero como, en comparación con el Príncipe, él era inferior, el trato despectivamente bondadoso que se le dispensaba lo ofendía.

«¡Qué necio! ¿Es posible que también yo sea así?», se preguntaba.

Fuese como fuese, al séptimo día, en una estación intermedia, de regreso de una cacería de osos en la que durante toda la noche había el Príncipe ensalzado la bravura rusa, pudo al fin Vronsky despedirse de él, que partía para Moscú; el joven, después de haberle oído expresar su agradecimiento, se sintió feliz de que aquella situación enojosa hubiese concluido y de no tener que mirarse más en aquel espejo detestable.

CUARTA PARTE – Capítulo 2

Al volver a casa, Vronsky halló una nota de Anna, que le escribía:

«Estoy enferma y soy muy desgraciada. No puedo salir, pero tampoco vivir sin verle.
Venga esta noche. A las siete, Alexis Alexandrovich sale para ir a un consejo y estará fuera hasta las diez. »

Vronsky reflexionó un momento. La invitación de Anna a que fuera a verle a su casa, a pesar de la prohibición de su marido, le parecía extraña pero, no obstante, decidió ir.

Aquel invierno, Vronsky, nombrado coronel, había dejado el regimiento y vivía solo. Después de almorzar, se tendió en el diván y, a los cinco minutos, los recuerdos de las grotescas escenas que viviera en los últimos días, se mezclaron en su cerebro con imágenes de Anna y del campesino que desempeñara el papel de batidor en la caza del oso y se durmió.

Despertó en la oscuridad, sobrecogido de terror y encendió precipitadamente una bujía.

«¿Qué pasa? ¿Qué he soñado ahora? ¡Ah, sí! El campesino que organizaba la batida, aquel campesino sucio, de barbas desgreñadas, hacía no sé qué cosa, inclinándose y de pronto empezó a hablar en francés… Unas palabras muy extrañas… Pero no había en ello nada terrible. ¿Por qué me lo pareció tanto?», se dijo.

Recordó vivamente al campesino y las incomprensibles palabras en francés que pronunciara y un escalofrío de horror le hizo estremecer. «¡Qué tontería!», pensó.

Miró el reloj. Eran las ocho y media. Llamó al criado, se vistió precipitadamente y salió, olvidando el sueño y con la sola preocupación de que acudía tarde. Cuando llegaba a casa de los Karenin, eran las nueve menos diez. Un coche estrecho y alto, con dos caballos grises, estaba parado junto a la puerta y Vronsky reconoció el carruaje de Anna.

«Se proponía ir a mi casa», pensó. «Y hubiera sido mejor. Me es desagradable entrar aquí. Pero, es igual. No puedo esconderme.» Y con la desenvoltura, adquirida desde la infancia, del hombre que no tiene nada de qué avergonzarse, descendió del trineo y se acercó a la puerta. Ésta se abrió en aquel momento. El portero, con la manta de viaje bajo el brazo, apareció llamando el coche.

Vronsky, aunque no solía fijarse en pormenores, notó la expresión de sorpresa con que aquél le miraba.

Casi en el umbral, el joven tropezó con Alexis Alexandrovich, cuyo rostro, exangüe y enflaquecido bajo el sombrero negro y la corbata blanca que brillaba entre la piel de su abrigo de nutria, quedaron un momento iluminados por la luz del gas.

Karenin fijó por un momento sus ojos apagados e inmóviles en el rostro de Vronsky, movió los labios, como si masticase, se tocó el sombrero con la mano y pasó. Vronsky vio cómo, sin volver la cabeza, subía al coche, cogía por la ventanilla la manta y los prismáticos y desaparecía.

El joven entró en el recibidor, con el entrecejo fruncido y los ojos brillantes de orgullo y de animosidad.

«¡Qué situación!», pensaba. «Si este hombre se hubiera decidido a luchar, a defender su honor, yo habría podido obrar, expresar mis sentimientos… Pero, por debilidad o bajeza, me coloca en la desairada posición de un burlador, cosa que no soy ni quiero ser.»

Desde su entrevista con Anna junto al jardín de Vrede, los sentimientos de Vronsky habían experimentado un cambio. Imitando involuntariamente la debilidad de Anna, que se había entregado toda a él y de él esperaba la decisión de su suerte, resignada a todo de antemano, hacía tiempo que había dejado de pensar que aquellas relaciones pudieran terminar, como había creído en aquel momento. Sus planes ambiciosos quedaron de nuevo relegados y, reconociendo que había salido de aquel círculo de actividad en el que todo estaba definido, se entregaba cada vez más a sus sentimientos, y sus sentimientos le ligaban más y más a Anna.

Ya desde el recibidor, Vronsky sintió los pasos de ella alejándose y comprendió que le esperaba, que había estado escuchando y que ahora volvía al salón.

–¡No! –exclamó Anna al verle y, apenas lo hubo dicho, las lágrimas afluyeron a sus ojos–No, si esto continúa, lo que ha de pasar pasará muchísimo antes de lo debido.

–¿A qué te refieres, querida?

–¿A qué? Llevo esperando y sufriendo una o dos horas. No, no continuaré así. Pero no quiero enfadarme contigo. Seguramente no habrás podido venir antes. Me callaré…

Le puso ambas manos en los hombros y le contempló con profunda y exaltada mirada, aunque escrutadora a la vez. Estudiaba el rostro de Vronsky buscando los cambios que pudieran haberse producido en el tiempo que hacía que no se habían visto. Porque, en todos sus encuentros con Vronsky, Anna confundía la impresión imaginaria –incomparablemente superior, excesivamente buena para ser verdadera–, que él le producía, con la impresión real.

MI TAZA DE TÉ, MY CUP OF TEA, моя чашка чая

domingo, junio 9th, 2013

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«Mi taza de té» (My cup of tea) es sólo una de las muchas frases relacionadas con el té, que siguen siendo de uso común en el Reino Unido, tales como «Ni por todo el té en China», «Podría matar por una taza de té», «Más té, vicario?»,»Té y simpatía»,»Una tormenta en una taza de té» y así sucesivamente. Es usada para referirse a algo o alguien que nos es placentero.

A principios del siglo 20, una «taza de té» era tal sinónimo de aceptabilidad, que se convirtió en el sobrenombre obligado para un amigo favorito, especialmente uno de naturaleza alegre y buen estilo de vida.
William de Morgan, el artista y novelista Eduardiano, usó la frase en la novela Somehow good de 1908 y pasó a explicar su significado:
«Él puede ser un poco temperamental e impulsivo… de lo contrario, es simplemente imposible que uno guste de él.» A lo que Sally respondió, tomando prestada una expresión de Ann la criada, que Fenwick era una taza de té. Fue una metáfora descriptiva de algo vigorizante.

Las personas o cosas con las que uno sentía afinidad comenzaron a ser llamadas «mi taza de té», en la década de 1930. Nancy Mitford parece ser la primera en registrar ese término en la prensa, en la novela cómica Christmas Pudding de 1932:
«No estoy para nada seguro de que no preferir casarme con la tía Loudie. Ella es mucho más mi taza de té, en muchos sentidos.»

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En consonancia con el alto respeto por el té, la mayor parte de las primeras referencias a «una taza de té», como descripción de alguien conocido, son positivas (por ejemplo para decir que alguien es agradable, bueno, fuerte, etc).
En estos días, la expresión que más a menudo se utiliza es «no es mi taza de té». Este uso negativo se inició en la Segunda Guerra Mundial. Un ejemplo temprano de la misma, se encuentra en la columna de Hal Boyle Leaves From a War Correspondent’s Notebook, que describió la vida y modales ingleses para la audiencia americana. La columna proveyó la contraparte estadounidense en Letter from America de Alister Cooke y fue distribuida en varios periódicos estadounidenses. En 1944, escribió:
[En Inglaterra] no decís que alguien es un dolor en el cuello, sólo decís: No es mi taza de té.

El cambio de la primeramente positiva «mi taza de té», a la desdeñosa «no es mi taza de té», no refleja el gusto nacional británico por la bebida misma. El té sigue siendo «la taza de té» del Reino Unido, en donde se beben hasta 160 millones de tazas de té por día.

En Rusia, ¿será el vaso con podstakannik? Y la suya, ¿cuál es? Buenas tardes, amigos dacheros.
original

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 26, 27 Y 28

viernes, junio 7th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 26

Sviajsky era el representante de la nobleza de su distrito. Tenía muchos más años que Levin y estaba casado hacía ya tiempo. Vivía en su casa su joven cuñada, mujer muy simpática a Levin, quien no ignoraba que Sviajsky y su mujer deseaban casarlo con aquella joven.

Lo sabía con certeza, como lo saben siempre los jóvenes considerados casaderos, aunque no hubiera osado decirlo a nadie, y sabía también que, aunque él deseaba casarse y creía que aquella joven habría sido una excelente esposa en todos los sentidos, tenía tantas probabilidades de casarse con ella, aun no estando enamorado de Kitty Scherbazkaya, como de subir al cielo.

Este pensamiento le amargaba un tanto la satisfacción que se había prometido de aquel viaje a las tierras de Sviajsky.

Al recibir la carta de éste invitándolo a cazar, Levin pensó en ello en seguida pero también pensó que tales miras de su amigo eran un mero deseo sin fundamento y resolvió ir. Además, en el fondo de su alma, deseaba probarse una vez más, volviendo a ver de cerca a la joven cuñada de Sviajsky.

La vida de su amigo era muy grata y el propio Sviajsky, el mejor prototipo de miembro activo de zemstvo que conociera Levin, le resultaba muy interesante.

Sviajsky era uno de esos hombres, incomprensibles para Levin, cuyos pensamientos, eslabonados y nunca independientes, siguen un camino fijo y cuya vida, definida y firme en su dirección, sigue un camino completamente distinto y hasta opuesto al de sus ideas.

Sviajsky era muy liberal. Despreciaba a la nobleza y consideraba que la mayoría de los nobles eran, in petto, partidarios de la servidumbre y que sólo por cobardía no lo declaraban. Creía a Rusia un país perdido, una segunda Turquía, y al Gobierno lo tenía por tan malo que ni siquiera llegaba a criticar sus actos en serio. Esto no le impedía, por otra parte, ser un modelo de representante de la nobleza ni cubrirse, siempre en sus viajes, con la gorra de visera con escarapela y el galón rojo distintivos de la institución.

Creía que sólo era posible vivir bien en el extranjero, adonde se iba siempre que tenía ocasión y, a la vez, dirigía en Rusia una propiedad por procedimientos muy complejos y perfeccionados, siguiendo con extraordinario interés todo lo que se hacía en su país.

Opinaba que el aldeano ruso, por su desarrollo mental, pertenecía a un estadio intermedio entre el mono y el hombre y, sin embargo, en las elecciones para el zemstvo estrechaba con gusto la mano de los aldeanos y escuchaba sus opiniones. No creía en Dios ni en el diablo, pero le preocupaba mucho la cuestión de mejorar la suerte del clero. Y era partidario de la reducción de las parroquias sin dejar de procurar que su pueblo conservase su iglesia.

En el aspecto feminista, estaba al lado de los más avanzados defensores de la completa libertad de la mujer y sobre todo de su derecho al trabajo; pero vivía con su esposa de tal modo que todos admiraban la vida familiar de aquella pareja sin hijos en la que él se había arreglado para que su mujer no hiciera ni pudiese hacer nada, fuera de la ocupación, común a ella y a su marido, de pasar el tiempo lo mejor posible.

Si Levin no hubiera tenido la facultad de querer ver a los hombres por su lado mejor, el carácter de Sviajsky no habría ofrecido para él la menor dificultad ni enigma. Hubiera pensado: «Es un miserable o un tonto» y el asunto hubiera quedado claro. Pero no podía decir «tonto» porque Sviajsky era, sin duda, además de inteligente, muy instruido y sabía llevar su cultura con una extraordinaria naturalidad. No había ciencia que no supiese, pero sólo mostraba sus conocimientos cuando se veía obligado.

Menos aún podía Levin calificarle de miserable, porque Sviajsky era, indudablemente, un hombre honrado, bueno e inteligente, consagrado con ánimo alegre a una labor muy estimada por cuantos lo rodeaban y que nunca, a sabiendas, había hecho ni podía hacer mal alguno.

Levin se esforzaba, pues, en comprenderlo y no lo comprendía, considerándolo como un enigma y su modo de vivir como no menos enigmático.

Eran amigos y, por tanto, Levin tenía ocasiones de sondar a Sviajsky, de llegar hasta la base misma de su concepto de la vida. Pero siempre sus esfuerzos resultaban vanos. Cada vez que Levin trataba de penetrar más allá de las habitaciones de recepción del cerebro de Sviajsky, notaba que éste se turbaba algo, que su mirada expresaba un recelo casi imperceptible, como si temiera que Levin lo comprendiese. E iniciaba una resistencia jovial.

A raíz de su desengaño en sus actividades de propietario, Levin experimentó particular placer en visitar a su amigo. El solo hecho de ver aquella pareja de tórtolos felices y contentos de sí mismos y de su nido confortable, satisfacía ya a Levin, el cual, ahora que se sentía tan descontento de su propia vida, trataba de descubrir el secreto de Sviajsky, que daba una claridad, una alegría y un sentido tan preciso a su vida.

Además, Levin sabía que en casa de Sviajsky vería a los propietarios vecinos y esto le permitiría lo que tanto le interesaba: discutir, escuchar sus conversaciones sobre cosechas, contratos de jornaleros, etcétera.

Aunque consideradas algo vulgares, como no ignoraba Levin, estas charlas le parecían a la sazón muy importantes.

«Acaso esto no tuviera importancia en los tiempos de la servidumbre o ahora en Inglaterra. En ambos casos, las condiciones son definidas, pero aquí, en nuestro país, cuando todo está trastornado y apenas empieza a organizarse el nuevo orden, saber en qué condiciones se hará es el único problema importante que existe en Rusia», pensaba.

La caza resultó peor de lo que él esperaba. El pantano estaba ya seco y las chochas habían huido. Tras un día entero de caza, sólo trajo tres piezas y, como siempre, un excelente apetito, muy buena disposición de ánimo y el estado mental de grata excitación que despertaba en él el ejercicio físico.

Incluso durante la caza, cuando aparentemente no había que pensar en nada, recordaba, de vez en cuando, al viejo y a su familia y, al evocarlos, parecía despertar no sólo su atención, sino una especie de decisión relacionada con ella.

Por la noche, al tomar el té, en compañía de algunos propietarios de tierras que visitaban a Sviajsky por asuntos de tutelaje, se entabló, como Levin esperaba, una interesante conversación.

En la mesa de té, Levin se sentaba junto a la dueña y hubo de hablar con ella y con la cuñada, instalada frente a él. La dueña era una mujer de rostro redondo, rubia y bajita, toda radiante de sonrisas y hoyuelos.

Levin trataba de indagar, por mediación de ella, la solución del problema que constituía para él su marido, pero no poseía su completa libertad de ideas; no se sentía lo suficientemente desembarazado porque ante él se sentaba la cuñada. Ésta llevaba un vestido muy especial, que a Levin le pareció que se había puesto por él y en el cual se abría un escote en forma de trapecio.

Aquel escote cuadrangular, a pesar de la blancura del pecho y acaso por ello, privaba a Levin de la facultad de pensar. Imaginaba, errando probablemente, que aquel escote tendía a influirle y no se consideraba con derecho a mirarlo y procuraba no hacerlo; pero tenía la impresión de ser culpable, aunque sólo fuera por el simple hecho de que aquel escote existiese, que era preciso que explicara algo y le era imposible hacerlo. Y, a causa de esto, se sonrojaba y se sentía torpe e inquieto. Su estado de ánimo se comunicaba también a la linda cuñada. La dueña, en cambio, parecía no reparar en ello y, a propósito, la obligaba a entrar en el tema de la conversación.

–Decía usted –manifestaba continuando la charla iniciada– que a mi marido no le interesa nada ruso… ¡Al contrario! En el extranjero está alegre, pero nunca tanto como cuando vive aquí. Aquí se halla en su ambiente. ¡Como tiene tanto que hacer y se interesa por todo! ¿No ha estado usted en nuestra escuela?

–La he visto. ¿No es esa casa cubierta de hiedra?

–Sí. Es obra de Nastia–dijo, señalando a su hermana.

–¿Les enseña usted misma? –preguntó Levin, esforzándose en no mirar el escote, pero sintiendo que mirase o no hacia allí, tendría que verlo igualmente.

–Sí: enseñaba y enseño pero tenemos, además, una buena maestra. Hemos introducido también clases de gimnasia.

–Gracias, no quiero más té –dijo Levin.

Y, a pesar de reconocer que cometía una incorrección, pero sintiéndose incapaz de continuar aquella charla, se levantó sonrojándose.

–Oigo una conversación muy interesante –añadió– y…

Se acercó al otro extremo de la mesa, donde estaba sentado el dueño con dos propietarios.

Sviajsky, acomodado de lado a la mesa, sostenía la taza con la mano y apoyaba el codo sobre la madera. Con la otra mano empujaba su barba, subiéndola hasta la nariz como para olerla y dejándola luego caer. Sus brillantes ojos negros miraban a un propietario de canosos bigotes que hablaba con agitación y, a juzgar por su rostro, debía de encontrar divertido lo que decía.

El propietario se quejaba de los aldeanos. Levin veía claramente que Sviajsky podía contestar muy bien a aquellas quejas y aniquilar a su interlocutor con pocas palabras, pero su posición se lo impedía y por ello escuchaba, no sin placer, las cómicas lamentaciones del propietario.

El hombre de los bigotes canosos era un evidente partidario de la servidumbre, un hombre que no había salido de su pueblo y a quien apasionaba dirigir los trabajos de su finca. Esto se deducía por su vestido, una levita anticuada y algo raída en la que el propietario no se sentía a gusto; por sus ojos, entornados y perspicaces; por su conversación, en buen ruso; por el tono imperativo adquirido a través de una larga práctica de mando; por los ademanes seguros de sus manos, grandes y bien formadas, tostadas por el sol, con un único y antiguo anillo de boda en su dedo anular.

TERCERA PARTE – Capítulo 27

–De no inspirarme pena dejar esto, tan bien arreglado y en lo que he puesto tantos afanes, lo habría abandonado todo, vendiéndolo y marchando como hizo Nicolás Ivanovich. Sí, me habría ido a oír «La bella Elena» –––dijo el propietario con una sonrisa agradable que iluminó su rostro viejo e inteligente.

–Pero cuando no lo deja ––dijo Nicolás Ivanovich Sviajsky– es señal de que le va bien.

–Me va bien porque la casa donde vivo es mía, porque no he de comparar nada ni alquilar brazos para el trabajo, porque no he perdido aún la esperanza de que el pueblo acabe teniendo sensatez. Pero ¿han visto ustedes qué manera de beber, qué libertinaje?… Todos han repartido sus bienes… Nadie posee un caballo ni una vaca. Se mueren de hambre, pero tome usted a uno como jornalero y verá cómo aprovecha la primera ocasión para estropeárselo todo y lo demanda todavía ante el juez.

–Pues la solución es que también lo demande usted –dijo Sviajsky.

–¿Quejarme yo? ¡Por nada del mundo! Contestan a uno de tal modo que hasta lo hacen arrepentirse de haberse quejado. Y si no, un ejemplo: los obreros de la fábrica pidieron dinero adelantado y luego se fueron. ¿Y qué hizo el juez? ¡Los absolvió! Los únicos que sostienen con firmeza la autoridad son el Juzgado comarcal y el síndico mayor. Éste sí; les ajusta las cuentas como en el buen tiempo antiguo y, si no fuera así, más valdría dejarlo todo y huir al otro extremo del mundo.

Era evidente que el propietario trataba, con sus palabras, de excitar a Sviajsky, pero éste, en vez de excitarse, se divertía.

–Pues nosotros, Levin aquí presente, el señor, yo… –dijo, señalando al otro propietario y sonriendo– dirigimos nuestras tierras sin esos procedimientos.

–Sí, las cosas van bien en la finca de Mijail Petrovich, pero pregúntele cómo… ¿Es eso por ventura una explotación «racional»? –exclamó el viejo, al parecer envanecido por haber empleado la palabra «racional».

–Mi modo de administrar la finca es muy sencillo –dijo Mijail Petrovich– y he de dar gracias a Dios. Toda mi preocupación es preparar dinero para las contribuciones de otoño. Luego vienen los aldeanos: «Padrecito, por Dios, ayúdenos». Vienen todos, amigos míos, y me dan lástima. Yo les doy para pasar el próximo trimestre y les digo: «Muchachos, acuérdense de que los he ayudado y ayúdenme cuando los necesite para sembrar avena, arreglar el heno o segar». Y así les pongo condiciones por cada contribución que les pago. Es verdad que también hay desagradecidos entre ellos…

Levin, que conocía desde mucho atrás aquellos métodos «patriarcales», cambió una mirada con Sviajsky e interrumpió a Mijail Petrovich, dirigiéndose al de los bigotes canosos.

–¿Cómo opina usted –preguntó– que hay que dirigir las fincas?

–Como lo hace Mijail Petrovich, o dando las tierras a medias o arrendándolas a los campesinos. Todo esto es posible, pero con ello se destruye la riqueza del país. Allí donde la tierra, bien cuidada durante la servidumbre, me daba nueve, a medias me da tres. ¡La emancipación ha arruinado a Rusia!

Sviajsky miró a Levin sonriendo y hasta le hizo una leve señal irónica.

Pero Levin no hallaba en las palabras del propietario ningún motivo de risa. Lo comprendía mejor que a Sviajsky. Y lo demás que agregó el propietario, demostrando por qué Rusia estaba arruinada por la emancipación, le pareció incluso muy justo, nuevo para él e indiscutible.

Se veía que aquel hombre expresaba sus propios pensamientos –cosa que sucede con poca frecuencia– y que tales ideas no nacían en un cerebro ocioso en el deseo de buscarse una ocupación, sino que tenían su origen en las condiciones de su vida y habían sido larga y profundamente meditadas en su soledad rural.

–La cosa es ésta: todo progreso se introduce desde arriba. –decía el propietario, con evidente deseo de probar que no era un hombre inculto– Fijémonos en las reformas de Pedro, Catalina y Alejandro; fijémonos en la historia europea… Cuantas más reformas se introducen desde arriba, más mejoras hay en la vida rural. La misma patata ha sido introducida en nuestro país a la fuerza. Tampoco se ha labrado siempre con el arado de madera. Probablemente éste fue introducido a la fuerza en tiempo de los señores feudales.

En nuestra época, durante la servidumbre, nosotros, los propietarios, introdujimos innovaciones: secadoras, aventadoras y otras máquinas modernas. Estas cosas las hemos implantado gracias a nuestra autoridad y los aldeanos, que al principio se resistían, nos imitaban después. Pero, al suprimir la servidumbre nos han quitado la autoridad, y nuestras propiedades, que estaban a un nivel muy alto, bajarán a un estado primitivo y salvaje. Ésta es mi opinión.

–Pero ¿por qué? Si la explotación es racional, puede usted recurrir a los jornaleros –dijo Sviajsky.

–¿Con qué poder, quiere usted decírmelo? ¿De quién podré servirme para ello?

« Claro: el trabajo del obrero es el primer factor de la economía rural», pensó Levin.

–De los jornaleros.

–Los jornaleros no quieren trabajar bien ni con buenas máquinas. Nuestro obrero sólo piensa en una cosa: en beber como un cerdo y, en estando borracho, estropear cuanto se le confía. A los caballos les da demasiada agua, rompe las buenas guarniciones, cambia una rueda enllantada por otra y se bebe el dinero, afloja el tomillo principal de la trilladora mecánica para estropearla… Le repugna todo lo que no se hace según sus ideas. Y por ello ha bajado tanto el nivel de la economía rural. Las tierras se abandonan, se deja crecer el ajenjo en ellas o se regalan a los campesinos, y allí donde se producía un millón de cuarteras ahora se producen sólo unos pocos centenares de miles. La riqueza general ha disminuido. Si hubiésemos hecho lo mismo, pero con tino…

Y comenzó a explicar un plan para la manumisión de siervos con el que se habrían remediado tales males.

A Levin esto no le interesaba. Pero cuando el viejo terminó, Levin volvió a sus primeros propósitos y dijo a Sviajsky, para forzarle a dar su opinión en serio:

–Que el nivel de nuestra economía baja y que con nuestras relaciones con los campesinos es imposible dirigir las propiedades es cosa que no está fuera de duda –afirmó.

–Yo no lo veo así –repuso seriamente Sviajsky–. Sólo veo que no sabemos administrar bien nuestras fincas y que, por el contrario, el nivel de la economía durante la servidumbre no era elevado, sino muy bajo. No tenemos buenas máquinas ni buenos animales de labor, ni buena dirección, ni sabemos hacer cálculos. Pregunte a un propietario y no sabrá decirle lo que es ventajoso y lo que no.

–¡Sí: contabilidad a la italiana! –repuso el propietario irónicamente– Pero, cuente usted como quiera, si se lo estropean todo, no sacará ningún beneficio.

–¿Por qué van a estropeárselo? Una porquería de trilladora, una apisonadora rusa, se la estropearán, pero no mi máquina de vapor. Un caballejo ruso… ¿cómo se llaman? los de esa endiablada raza a los que hay que arrastrar por la cola, esos podrán estropeárselos, pero si tiene usted buenos percherones, no se los estropearán. Y todo así. Es preciso elevar el nivel de la vida rural.

–Para eso hay que tener dinero, Nicolás Ivanovich. En usted está bien, pero yo tengo un hijo, a quien debo educar en la Universidad y otros pequeños a quienes pago el colegio. De modo que no puedo comprar percherones.

–Para eso están los bancos.

–¿Para que me vendan en pública subasta lo último que me quede? No, gracias.

–No estoy conforme con que sea posible y necesario elevar el nivel de la economía rural. –dijo Levin– Yo me ocupo de ello, tengo medios, y, sin embargo, no consigo nada. Ni sé para quién son útiles los bancos. Por mi parte, en todo lo que he gastado dinero he tenido pérdidas: en los animales, pérdidas; en las máquinas, pérdidas.

–Lo que dice usted es muy cierto –afirmó, riendo con satisfacción, el propietario de los bigotes canosos.

–Y no sólo me pasa a mí. –continuó Levin– Puedo nombrar otros propietarios que dirigen sus propiedades de una manera racional. Todos, con raras excepciones, tienen pérdidas en sus fincas. Díganos: ¿gana usted con su propiedad? –preguntó a Sviajsky. Y en seguida notó en los ojos de éste la momentánea expresión de temor que notaba siempre que trataba de penetrar más allá de las habitaciones de recibir del cerebro de Sviajsky.

Además, tal pregunta no era muy leal por parte de Levin. Durante el té, la dueña le había dicho que habían hecho venir aquel verano de Moscú a un contable alemán que por quinientos rublos hizo el balance de las cuentas de la propiedad, del que resultaba que habían tenido tres mil rublos de pérdida y algo más.

Ella no lo recordaba con exactitud, pero el alemán, al parecer, había contado hasta el último cuarto de copeck.

El viejo propietario sonrió al oír hablar de las ganancias de Sviajsky. Se veía claramente que sabía muy bien las ganancias que su vecino y jefe de la nobleza podía tener.

–Quizá yo no obtenga beneficios, –contestó Sviajsky– pero ello sólo indicaría que soy un mal propietario o que invierto el capital para aumentar la renta.

–¡La rental –exclamó Levin, horrorizado– Puede ser que exista renta en Europa, donde ha mejorado la tierra a fuerza de trabajarla, pero nuestra tierra empeora cuanto más trabajo ponemos en ella, es decir que la agotamos y en este caso ya no hay renta.

–¿Cómo que no hay renta? Pues la ley…

–Nosotros estamos fuera de la ley. La renta, para nosotros, no aclara nada; al contrario, lo confunde todo. Dígame: ¿cómo el estudio de la renta puede …?

–¿Quieren leche cuajada? Macha, haz que nos traigan leche cuajada y frambuesas –dijo Sviajsky a su mujer––– Este año tenemos una gran abundancia de frambuesas.

Y Sviajsky se levantó y se alejó en inmejorable disposición de espíritu, dando por terminada la conversación donde Levin la daba por empezada.

Al quedarse sin interlocutor, Levin continuó la charla con el propietario, tratando de demostrarle que la dificultad estribaba en que no se querían conocer las cualidades y costumbres del obrero.

Pero, como todos los hombres que piensan con independencia y viven aislados, el propietario era muy reacio a admitir las opiniones ajenas y se atenía en exceso a las propias. Insistía en que el aldeano ruso es un cerdo y le gustan las porquerías, y que para sacarle de ellas se necesitaba autoridad y, a falta de ésta, palo; pero que como entonces se era tan liberal, se había sustituido el palo, que durara mil años, por abogados y conclusiones con cuya ayuda se alimentaba con buena sopa a aquellos campesinos sucios e inútiles y hasta se les medían los pies cúbicos de aire que necesitaban.

–¿Cree usted –respondía Levin, tratando de volver a la cuestión– que no se puede encontrar un aprovechamiento de la energía del trabajador que haga productivo su trabajo?

–Con el pueblo ruso, no teniendo autoridad, no será posible nunca –contestó el propietario.

–¿Cómo es posible encontrar nuevas condiciones? ––dijo Sviajsky, después de tomar la leche cuajada, encendiendo un cigarrillo y acercándose a los que dialogaban– Todos los modos de emplear la energía de los trabajadores han sido definidos y estudiados. Ese resto de barbarie, la comunidad primitiva de caución solidaria, se descompone por sí sola; la esclavitud ha sido aniquilada; el trabajo es libre; sus formas, concretas, y hay que aceptarlas así. Hay peones, jornaleros, colonos, y fuera de eso, nada.

–Pues Europa está descontenta de tales formas. Tan descontenta, que trata de hallar otras.

–Yo sólo digo esto –intervino Levin–. ¿Por qué no buscar nosotros por nuestra parte?

–Porque sería igual que si pretendiéramos volver a inventar procedimientos para la construcción de ferrocarriles. Estos procedimientos están ya inventados.

–Pero ¿si no convienen a nuestro país, si resultan perjudiciales? –insistió Levin. Y otra vez observó la expresión de temor en los ojos de Sviajsky.

–¡En este caso celebremos nuestro triunfo y proclamemos que hemos encontrado lo que Europa buscaba! Todo eso está muy bien, pero ¿saben ustedes lo que se ha hecho en Europa referente a la organización obrera?

–Muy poco.

–La cuestión apasiona ahora a los mejores cerebros europeos. Tenemos la escuela de Schulze–Delich… Existe además una amplia literatura sobre la cuestión obrera en el sentido más liberal, debida a Lassalle. En cuanto a la organización de Mulhouse, es un hecho. Seguramente no la ignoran ustedes.

–Tengo una idea… pero muy vaga.

–Aunque diga eso, seguramente lo sabe tan bien como yo. No soy un profesor de sociología, pero eso me interesa y le aconsejo que, si le interesa también, la estudie.

–Y ¿a qué conclusiones ha llegado?

–Perdón, pero…

Los propietarios se levantaron. Sviajsky, habiendo detenido una vez más a Levin en su molesta costumbre de escrutar en las habitaciones interiores de su cerebro, saludó a los invitados que se marchaban.

TERCERA PARTE – Capítulo 28

–Aquella noche Levin se aburría terriblemente en compañía de las señoras; le agitaba el pensamiento de que la insatisfacción que sentía por los asuntos de sus tierras no era exclusiva suya sino general en toda Rusia; que encontrar una organización en la que los obreros trabajasen como en la propiedad del campesino que vivía a mitad de camino de casa Sviajsky no era una ilusión, sino un problema que había que resolver, que era posible resolver y que había que intentarlo.

Después de saludar a las señoras y haber prometido quedarse todo el día siguiente, para ir juntos a caballo a ver un derrumbamiento que se había producido en un bosque del Estado, Levin, antes de retirarse, pasó al despacho de su amigo para coger los libros sobre cuestiones obreras que Sviajsky le había ofrecido.

El despacho era una pieza enorme, con muchas estanterías de libros y dos mesas, una grande, de escritorio, en el centro de la habitación, y otra redonda, con periódicos y revistas en todos los idiomas dispuestos en círculo en tomo a la lámpara.

Junto a la mesa escritorio se veía un archivador en cuyos cajones rótulos dorados indicaban los distintos documentos que contenían.

Sviajsky cogió unos libros y se sentó en una mecedora.

–¿Qué busca usted? –preguntó a Levin, que, parándose junto a la mesa redonda, miraba las revistas– ¡Ah, sí! Ahí hay un artículo muy interesante –agregó, refiriéndose a la revista que Levin tenía en la mano– Resulta –añadió con alegre animación– que el principal culpable del reparto de Polonia no fue Federico. Parece que…

Y Sviajsky, con su peculiar claridad, refirió brevemente aquellos nuevos e interesantes descubrimientos de indudable importancia.

Aunque a Levin le importaba sobre todo lo de la propiedad rural, oyendo a su huésped, se preguntaba: «¿Cómo será el interior de este hombre? ¿En qué puede interesarle la división de Polonia?».

Y cuando terminó, Levin le preguntó, involuntariamente:

–Bueno, ¿y qué?… Pero no pudo obtener nada más.

Lo único interesante era que «resultaba»… Sviajsky no explicó, sin embargo, ni lo creyó necesario, por qué le interesaba aquello.

–Me interesó mucho ese propietario rural tan enfadado –dijo Levin suspirando–. Es muy inteligente y en muchas de sus cosas tiene razón.

–¿Qué dice usted? Es un antiguo partidario de la servidumbre, como todos ellos –repuso Sviajsky.

–Todos ellos son los que usted representa…

–Sí, soy el representante de la nobleza, pero los llevo en otra dirección diferente a la que desean –rió Sviajsky.

–El asunto me interesa mucho ––dijo Levin–. Ese hombre acierta en que el cultivo racional de fincas va mal y que las únicas que prosperan son las de usureros, como las de aquel otro, tan callado y la pequeña propiedad. ¿Quién tiene la culpa?

–Sin duda nosotros mismos. Y, además, no es cierto que la propiedad racional no prospere. Por ejemplo, Vasilchikov…

–Prospera la fábrica, no las tierras.

–No sé por qué se extraña, Levin. El pueblo ruso está a un nivel moral y material tan bajo que es natural que se resista a aceptar lo que necesita. En Europa la propiedad racional prospera porque el pueblo está educado, lo cual significa que nosotros debemos educar al pueblo y nada más.

–¿Es posible, acaso, educar al pueblo?

–Para educar al pueblo se necesitan tres cosas: escuelas, escuelas y escuelas.

–Usted ha dicho que el pueblo tiene un nivel muy bajo de desarrollo material. ¿En qué pueden servirle para eso las escuelas?

–Me recuerda usted la anécdota de los consejos sobre la enfermedad. «Pruebe a dar al enfermo un purgante.» «Ya se lo hemos dado y se siente peor.» «Póngale sanguijuelas.» «También, y empeora.» «Recen.» «Ya hemos rezado, y empeora…» Nosotros somos así. Yo le menciono la economía política y usted dice que eso es peor. Le hablo de socialismo y me contesta que es peor. Le hablo de la educación y me dice que es peor.

–¿De qué pueden servir las escuelas?

–Las escuelas despertarán en el pueblo nuevas necesidades.

–Eso no he podido comprenderlo nunca –repuso Levin con animación–. ¿Cómo van a ayudar las escuelas al pueblo a mejorar su estado material? Dice usted que las escuelas y la educación despertarán en el pueblo otras necesidades? Pues peor que peor, porque el pueblo no podrá satisfacerlas. En qué el sumar y restar y el catecismo puedan servir para mejorar el estado material no he podido entenderlo jamás. Anteayer encontré a una aldeana con un niño de pecho en brazos y le pregunté de dónde venía. Me contestó que el niño tenía tos ferina y lo había llevado a la curandera para que lo curase. «¿Y qué ha hecho la mujer para curar la tos ferina a la criatura?», le pregunté. «Ha puesto el niñito sobre la pértiga del gallinero y ha murmurado no sé qué palabras.»

–¿Lo ve usted? ¡Usted mismo lo ha dicho! Para que la aldeana no lleve a curar a su niño a la pértiga de un gallinero es preciso…

–¡No! ––dijo Levin irritado––– Esa curación del niño en la pértiga es para mí como la curación del pueblo en las escuelas. El pueblo es pobre e inculto. Eso lo vemos ambos con tanta claridad como la mujer ve la tos ferina porque el niño tose. Pero es tan incomprensible que las escuelas puedan hacer algo por la incultura y la miseria del pueblo como lo es que el niño cure de la tos ferina por ponérsele en la pértiga del gallinero. Lo que hay que aclarar es el motivo de la miseria del labriego.

–En eso, al menos, coincide usted con Spencer, que tan poco le gusta. También opina que la cultura sólo puede ser el resultado del bienestar y las comodidades de la vida y los frecuentes baños, como dice él, pero nunca del saber leer y contar.

–Celebro, o mejor dicho lamento, coincidir con Spencer. Pero sabía lo que dice hace mucho… Las escuelas no valen para nada; sólo serán útiles cuando el pueblo, siendo más rico y teniendo más tiempo libre, pueda frecuentarlas.

–Sin embargo, ahora, en toda Europa la enseñanza es obligatoria.

–¿Está usted de acuerdo en eso con Spencer o no? –repuso Levin.

Pero en los ojos de su amigo brilló otra vez la expresión de temor y dijo sonriendo:

–¡Lo que usted me ha contado de la tos ferina es maravilloso! ¿Es posible que lo haya oído usted mismo?

Levin comprendió que no podría hallar la relación entre la vida de aquel hombre y sus ideas. Se comprendía que le era indiferente la conclusión a la que le llevaran sus razonamientos; él necesitaba únicamente el proceso de pensar. Y se molestaba cuando éste lo conducía a un callejón sin salida. Esto era lo único que no quería admitir y lo evitaba, cambiando la conversación con alguna sugestión graciosa y agradable.

Todas las impresiones del día, empezando por la del aldeano en cuyas tierras se había detenido y la cual le servía de base de todas sus ideas y sensaciones de hoy, agitaron profundamente a Levin. Aquel amable Sviajsky, que sostenía opiniones sólo para uso general y que, evidentemente, poseía otros fundamentos de vida, ocultos para Levin, formaba parte de una innumerable legión de gente que dirigía la opinión pública mediante ideas que no sentían. Aquel enfadado propietario, acertado en sus reflexiones, deducidas a través de su experiencia de la vida, era injusto en sus apreciaciones sobre una clase entera –y la mejor– de los habitantes de Rusia. Todo ello, más el descontento de sus ocupaciones y la vaga esperanza de que se hallara a todo remedio, se fundía en Levin en un sentimiento de interior inquietud y la espera de una pronta resolución.

Al quedar solo en el cuarto que le habían destinado, sobre el colchón de muelles que le hacía saltar inesperadamente pies y brazos a cada movimiento, Levin permaneció despierto largo rato. La conversación con Sviajsky, a pesar de haber dicho cosas muy atinadas, no logró en ningún momento interesarle, pero las ideas del viejo propietario merecían que se pensase en ellas. Involuntariamente recordaba sus palabras y corregía las respuestas que él le diera.

«Sí», pensaba, «debí decirle: Usted afirma que nuestras propiedades van mal porque el aldeano odia todos los perfeccionamientos y en eso tiene razón. Pero el asunto va bien donde el aldeano obra según sus costumbres, como en la casa del viejo que vive a la mitad del camino. Nuestro descontento de las cosas demuestra que los culpables somos nosotros y no los trabajadores. Ya hace tiempo que obramos al modo europeo sin considerar las cualidades de la mano de obra. Probemos a reconocer la fuerza obrera no como una fuerza ideal de trabajadores, sino como un conjunto de aldeanos rusos, con sus instintos propios, y organicemos la explotación de nuestras propiedades con arreglo a ello. Imagine usted –debí decirle– que usted llevara su propiedad como el viejo del camino y que hubiera sabido interesar en el éxito de la labor a los trabajadores y que hubiese aplicado el sistema de trabajo que ellos admiten. Entonces obtendría usted, sin agotar la tierra, dos o tres veces más que ahora. Divídalo en dos, dé la mitad a los obreros y usted recibirá más y la mano de obra también. Para ello hay que disminuir el nivel de ganancias a interesar a los obreros en el éxito. El cómo es cuestión de detalles, pero indudablemente esto es posible».

Aquellas ideas agitaban de un modo extraordinario a Levin. Pasó sin dormir la mitad de la noche, reflexionando sobre la manera de realizar su pensamiento. No pensaba volver a casa al día siguiente, pero ahora resolvió marchar de madrugada. Además, aquella cuñada del escote le despertaba un sentimiento análogo a la vergüenza y al arrepentimiento de haber hecho algo malo.

Sobre todo, tenía que volver pronto a casa para presentar a los campesinos un nuevo proyecto, antes de la sementera de otoño, a fin de poder sembrar ya en las nuevas condiciones.

Había decidido cambiar radicalmente el modo de dirigir su propiedad.

FERTILIZAR TE

viernes, junio 7th, 2013

Vladimir Fedotko Fertilizar-te
Comparto esta foto del genial Владимир Федотко (Vladimir Fedotko).
La espera de un hijo es (o debería ser) alegría, incertidumbre, maravilla, deseo, ansia, antojo y -casi siempre- amor.
Contenta por la Ley de Fertilización Asistida, celebro un pasito más hacia la equidad.

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 24 Y 25

miércoles, junio 5th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 24

La noche pasada por Levin sobre el montón de heno no dejó de tener consecuencias.

Los trabajos de la propiedad en que hasta entonces se ocupara, le aburrían y perdieron todo interés para él.

A pesar de la excelente cosecha, nunca, a su parecer, se habían producido tantos choques ni tantas disputas con los labriegos como este año y la causa de todo ello se le ofrecía ahora con claridad. El placer que sintiera en las tareas agrícolas, la aproximación que a causa de ella se había producido entre él y los campesinos, la envidia que tenía de la vida sencilla de aquellos seres, el deseo de adoptarla, que en aquella noche pasó de deseo a intención y sobre cuyos detalles meditara, todo ello cambió de tal modo su punto de vista respecto al modo de llevar su propiedad que ya no podía encontrar en estos trabajos el interés de antes, ni podía dejar de ver su actitud desagradable ante los trabajadores, que eran la base de todo.

Los rebaños de vacas seleccionadas, como «Pava»; la tierra bien labrada y bien abonada; los nueve campos rastrillados y encambronados; las noventa deciatinas de tierra cubierta de estiércol bien preparado; las sembradoras mecánicas, etcétera, todo habría salido espléndido si lo hubiese hecho él mismo o con compañeros que tuvieran las mismas ideas que él.

Pero ahora veía claramente (mientras escribía su libro sobre economía rural, que se basaba en que el principal elemento de ella era el trabajador, lo comprendía más) que aquel modo de llevar las cosas de la propiedad se reducía a una lucha feroz y tenaz entre él y los trabajadores, en la que había de su lado un continuo deseo de transformar las cosas, de acuerdo con el sistema que él consideraba mejor, mientras que los obreros se inclinaban a mantenerlas en su estado natural.

Y Levin observaba que en esta lucha, llevada con el máximo esfuerzo por su parte y sin esfuerzo ni intención siquiera por la otra, lo único que se conseguía era que la explotación no diese resultado alguno y se echasen a perder, en cambio, de un manera totalmente inútil, unas máquinas y una tierra magníficas y unos animales excelentes.

Lo más grave era que no sólo se perdía estérilmente la energía empleada en ello, sino que él mismo no podía dejar de reconocer, ahora que el sentido de su obra aparecía claro ante sus ojos, que el fin de sus actividades no era lo suficientemente digno. Porque ¿en qué consistía la lucha? Él defendía hasta la última migaja (no podía, por otra parte, dejar de hacerlo, porque por poco que aflojara no habría tenido con qué pagar a los trabajadores), mientras ellos sólo defendían la posibilidad de trabajar tranquila y agradablemente, es decir, según como estaban acostumbrados.

Convenía a su interés que cada hombre trabajara cuanto más mejor, que no se distrajera ni se precipitara, procurando no estropear las aventadoras, rastrillos, trilladoras, etcétera y, por tanto, que pensase siempre en lo que hacía.

En cambio, el obrero quería trabajar del modo más fácil y agradable, sin preocupaciones sobre todo, sin pensar en nada, sin detenerse un momento a reflexionar. Este verano, Levin lo había visto a cada paso.

Mandaba guadañar el trébol para heno, escogiendo las peores deciatinas, en que había mezcladas hierba y cizaña, y los trabajadores guadañaban a la vez las mejores deciatinas, destinadas para el grano, disculpándose con que se lo había mandado el encargado y tratando de consolarle con decirle que el heno sería magnífico. Pero él sabía que la verdad consistía en que aquellas deciatinas eran más fáciles de guadañar. Cuando enviaba una aventadora para aventar el heno, la estropeaban en seguida, porque al aldeano le parecía aburrido estar sentado en la delantera mientras las aletas se movían tras él. Y le decían: «No se apure; las mujeres lo aventarán en un momento».

Los arados quedaban inservibles, porque el labrador no acertaba a bajar la reja y, al moverla, cansaba los caballos y estropeaba la tierra. Y, sin embargo, aseguraban a Levin que no había por qué preocuparse.

Dejaban a los caballos invadir el trigo, porque ningún trabajador quería ser guarda nocturno. Y cuando una vez, a pesar de sus órdenes en contra, los trabajadores velaron por turno, Vañka, que había trabajado todo el día, se durmió y luego pedía perdón de su falta diciendo: «Usted lo ha querido».

Llevaron las tres mejores terneras a pastar al campo de trébol guadañado, sin darles antes de beber, y los animales enfermaron. No querían creer que las terneras estuvieran hinchadas por el trébol y contaban como consuelo que el propietario vecino había perdido en tres días ciento doce cabezas de ganado.

Todo ello no era porque desearan mal a Levin o a su finca. Al contrario, él sabía que los labriegos lo apreciaban y lo consideraban un propietario sin orgullo, lo que es entre ellos la mejor alabanza. Todo sucedía porque deseaban trabajar alegremente, sin preocupaciones y los intereses de Levin no sólo les resultaban ajenos e incomprensibles, sino fatalmente contrarios a los suyos, que eran los más justos.

Hacía tiempo que Levin se sentía descontento de cómo llevaba su propiedad. Veía que su barco hacía agua pero no encontraba ni buscaba por dónde, acaso engañándose voluntariamente, ya que nada le habría quedado en la vida si dejaba de creer en su trabajo. Pero ahora no podía seguir engañándose. Su actividad no sólo había dejado de tener interés para él, sino que le repugnaba y le resultaba imposible ocuparse de ella.

A esto se añadía la presencia, a treinta verstas de él, de Kitty Scherbazkaya, a la que quería y no podía venr. Cuando estuvo en casa de Dolly, ella lo invitó a ir, sin duda para que pidiese la mano de su hermana, que ahora, según le daba a entender Daria Alejandrovna, lo aceptaría. Al ver a Kitty, Levin comprendió que seguía amándola; pero no podía ir a casa de Oblonsky sabiendo que Kitty estaba allí. El hecho de que él se hubiese declarado y ella lo rechazara creaba entre ambos un obstáculo insuperable.

«No puedo pedirle que sea mi esposa sólo porque no ha podido serlo de aquel a quien amaba», se decía Levin.

Y este pensamiento enfriaba sus sentimientos y experimentaba casi hostilidad hacia Kitty.

«No sabré hablar con ella sin hacerle sentir mi reproche, no podré mirarla sin aversión y entonces ella me odiará más, como es natural. Y luego, ¿cómo puedo ir allí después de lo que me ha dicho Daria Alejandrovna? ¿Cómo fingir que ignoro lo que ella me contó? Parecerá que voy en plan de hombre magnánimo para perdonarla. ¿Y cómo puedo mostrarme ante ella en el papel de un hombre generoso que se digna ofrecerle su amor? ¿Para qué me habrá dicho eso Daria Alejandrovna? Habría podido ver a Kitty por casualidad y entonces todo habría sucedido de una manera natural. Pero ahora es imposible, imposible…»

Dolly le envió una carta pidiéndole una silla de montar de señora para su hermana. «Me han dicho que tiene usted una excelente. Espero que la traiga en persona», escribía. Aquello le pareció insoportable. ¿Cómo era posible que una mujer inteligente y delicada pudiese rebajar a su hermana hasta aquel punto? Escribió una decena de esquelas, las rompió todas y envió la silla sin contestación. No quería prometer que iría porque no podía ir y escribir que no iba por algún impedimento o porque se marchaba, le parecía peor.

Mandó, pues, la silla sin respuesta, convencido de que procedía mal y al día siguiente, dejando los asuntos de la finca, que tan ingratos le eran ahora, en manos de su encargado, se fue a ver a su amigo Sviajsky, que vivía en un distrito provincial muy alejado, poseía unos espléndidos pantanos, llenos de chochas y le había escrito hacía poco pidiéndole que cumpliese su promesa de ir a visitarle.

Las chochas de los pantanos del distrito de Surovsk tentaban a Levin desde mucho antes pero, absorto en los asuntos de su finca, había aplazado siempre el viaje. Ahora le placía ir allí, huyendo de la vecindad de las Scherbazky y de las actividades de su hacienda, para entregarse a la caza, que en sus pesares había sido siempre el mejor consuelo.

TERCERA PARTE – Capítulo 25

Para ir al distrito de Surovsk no había ferrocarril ni camino de postas, así que Levin hizo el viaje en coche descubierto, con sus propios caballos.

A medio camino se detuvo, para darles pienso, en casa de un labrador rico. Un viejo calvo y fresco, de ancha barba roja, canosa en las mejillas, le abrió los portones, apretándose contra la pared para dejar pasar la troika.

Después de haber indicado al cochero un lugar bajo el sobradillo en el amplio patio, nuevo, limpio y bien arreglado, en el cual se veían algunos arados inservibles, el viejo invitó a Levin a pasar a la casa.

Una mujer joven, muy limpia, calzando zuecos en los pies desnudos, fregaba el suelo de la entrada. Al ver entrar corriendo al perro, que seguía a Levin, se asustó y dio un grito. Pero en seguida se rió de su susto, ya que sabía que nada tenía que temer.

Y después de indicar a Levin, con su brazo con las mangas de su blusa recogidas, la puerta de la casa, ocultó de nuevo su hermoso rostro inclinándose para seguir lavando.

–¿Quiere el samovar? –preguntó el viejo.

–Sí, hágame el favor.

La habitación era espaciosa y en ella se veía una estufa holandesa enladrillada y una mampara. Bajo los íconos, en el rincón santo, había una mesa pintada con motivos rurales, una banqueta y dos sillas y, junto a la entrada, se veía un pequeño armario con vajilla. Los postigos estaban cerrados, había pocas moscas y todo se hallaba tan limpio que Levin procuró que «Laska» que, mientras corría por los caminos, se bañaba en los charcos, no ensuciase el suelo y le mostró un lugar en el rincón próximo a la puerta.

Después de examinar la habitación, Levin salió al patio de detrás de la casa. La gallarda moza de los zuecos, balanceando en el aire los cubos vacíos, le adelantó corriendo para sacar agua del pozo.

–¡Hazlo en seguida! –gritó el viejo, jovialmente. Y se dirigió a Levin–: ¿Qué, señor, va a ver a Nicolás Ivanovich Sviajsky? También él viene a veces por aquí –empezó, con evidentes ganas de charlar, acodándose en la balaustrada de la escalera.

Mientras el viejo le estaba contando que conocía a Sviajsky, llegaron los labriegos, con rastrillos y arados.

Los caballos que tiraban de éstos eran grandes y robustos. Dos de los mozos, vestidos con camisas de indiana y gorras de visera, debían seguramente de pertenecer a la familia. Los otros dos, uno de edad y joven el otro, eran, sin duda, jornaleros y vestían camisas de tela basta.

El viejo, separándose de la escalera, se acercó a los caballos y comenzó a desenganchar.

–¿Qué, han arado? –preguntó Levin.

–Hemos arado las patatas. Tenemos también algunas tierras. Fedor, no dejes escapar al caballo grande; átale al poste. Engancharemos otro caballo.

–Padrecito, ¿han traído las rejas de arado que encargaste? –preguntó uno de los mozos, de enorme estatura, probablemente hijo del viejo.

–Están en el trineo. –contestó el anciano, arrollando las riendas quitadas a los caballos y echándolas al suelo– Arréglalas mientras éstos comen.

La moza de antes, sonriente, con las espaldas inclinadas bajo el peso de los cubos, se paró en el zaguán.

De no se sabía dónde salieron más mujeres, jóvenes y hermosas, de mediana edad y viejas feas, algunas con niños.

El samovar hirvió en la chimenea. Los mozos y la gente de la casa, una vez arreglados los caballos, se fueron a comer.

Levin sacó del coche sus provisiones e invitó al viejo a tomar el té juntos.

–Ya lo hemos tomado hoy, pero por acompañarle… –dijo el viejo, con evidente satisfacción.

Mientras tomaban el té, Levin se enteró de toda la historia del viejo. Diez años atrás, éste había arrendado a la propietaria de las tierras ciento veinte deciatinas y el año anterior las había comprado, arrendando, además, trescientas deciatinas al propietario vecino. La parte más pequeña de las tierras, la peor, la subarrendaba, y él mismo con su familia y dos jornaleros, araba cuarenta deciatinas. El viejo se quejaba de que las cosas iban mal. Pero Levin adivinó que lo hacía por disimular y que en realidad su casa prosperaba.

De haber ido mal las cosas, el viejo no habría comprado la tierra a ciento cinco rublos, no habría casado a sus tres hijos y a un sobrino ni habría reconstruido tres veces la casa después de haberse incendiado tres veces y cada vez mejor.

A pesar de las quejas, se veía que el labrador estaba justamente orgulloso de su bienestar, de sus hijos, de su sobrino, de sus nueras, de sus caballos, de sus vacas y, sobre todo, de la prosperidad de su casa.

Por la conversación, Levin dedujo que el anciano no era enemigo de las innovaciones. Sembraba mucha patata, que Levin, al llegar, vio que acababa ya de florecer, mientras que la suya sólo comenzaba entonces a echar flor. El viejo labraba la tierra de patata con «la arada», según decía, que le prestaba el propietario.

También sembraba trigo candeal y uno de los detalles que más impresionó a Levin en las explicaciones del viejo fue el que éste aprovechase para las caballerías el centeno recogido al escardar. Levin, viendo cómo se perdía tan magnífico forraje, había pensado muchas veces en aprovecharlo, pero nunca lo había podido conseguir. Aquel hombre, en cambio, lo hacía y no se cansaba de alabar la excelencia de aquel forraje.

–¡En algo han de ocuparse las mujeres! Sacan los montones al camino y el carro los recoge.

–A nosotros, los propietarios, todo nos va mal con los trabajadores –dijo Levin, ofreciéndole un vaso de té.

–Gracias. –dijo el viejo, tomándolo, pero negándose a coger el azúcar y mostrando un terrón ya mordisqueado por él– ¡Es imposible entenderse con los jornaleros; son la ruina! Vea, por ejemplo, al señor Sviajsky: tiene una tierra como una flor, pero nunca puede coger buena cosecha. ¡Y es que falta el ojo del amo!

–¡Pero tú también trabajas con jornaleros!

–Sí, pero nosotros somos aldeanos; y trabajamos nosotros mismos, y si el jornalero es malo, lo echamos en seguida y nos arreglamos solos.

–Padrecito, Finogen necesita alquitrán –dijo, entrando, la mujer de los zuecos.

–Sí, señor, sí… –dijo el viejo disponiéndose a salir.

Se levantó, persignóse lentamente, dio las gracias a Levin y salió.

Cuando Levin entró en el cuarto de los trabajadores para llamar al cochero, vio a todos los hombres de la familia sentados a la mesa. Las mujeres, en pie, servían.

El joven y robusto hijo del viejo contaba, con la boca llena de espesa papilla, algo muy chistoso y todos reían, y en especial la mujer de los zuecos, que añadía en aquel momento sopa de coles en el tazón.

Era muy posible que el atrayente rostro de la mujer de los zuecos contribuyese mucho a aquella sensación de bienestar que produjo en Levin la casa de los labriegos; pero, en todo caso, tal impresión había sido tan fuerte, que no podía olvidarla.

Durante todo el camino hacia la finca de Sviajsky fue recordando aquella casa, como si hubiese algo en la impresión sentida digno de un interés especial.

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 22 Y 23

martes, junio 4th, 2013

anna tapa libro

ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 22

Eran más de las cinco y, para llegar a tiempo y no ir con sus caballos, conocidos por todos, Vronsky tomó el coche de alquiler que llevara a Jachvin y le ordenó ir lo más deprisa posible. El viejo coche de alquiler, de cuatro asientos, era muy espacioso. Vronsky se sentó en un ángulo, extendió las piernas sobre el asiento delantero y quedó pensativo.

La vaga conciencia de la claridad con que había planteado sus asuntos, el confuso recuerdo de la amistad y alabanzas de Serpujovskoy, que le consideraba como un hombre necesario y, principalmente, la espera de la próxima entrevista, todo se unió para infundirle una viva impresión general de la alegría de vivir. Y aquella impresión era tan fuerte que Vronsky, sin querer, sonreía.

Bajó las piernas, pasó una sobre otra y con la mano se palpó la fuerte pantorrilla que se había lastimado el día antes al caer. Después, reclinándose en el respaldo, respiró varias veces a pleno pulmón.

« Bien, muy bien…», se dijo.

Antes de ahora había experimentado, también con frecuencia, la alegre consciencia de su cuerpo, pero nunca se había querido a sí mismo, a su cuerpo, como hoy. Le era agradable sentir aquel ligero dolor en su vigorosa pierna, le era agradable la sensación del movimiento de los músculos de su pecho al respirar.

El mismo día, claro y frío, de agosto, que tanta desesperación infundía en Anna, a él le excitaba y le refrescaba el rostro y el cuello, ardiente aún por el lavado reciente. En aquel aire fresco, el perfume del cosmético que se aplicara en el bigote resultábale particularmente agradable. Todo lo que veía por la ventanilla, en el ambiente frío y puro, a la pálida luz del ocaso, era lozano, alegre y fuerte como él mismo.

Los tejados de los edificios, brillantes a los rayos del sol poniente, las líneas destacadas de muros y esquinas, las figuras de los transeúntes y los coches que encontraban de vez en cuando, el inmóvil verdor de árboles y hierbas, los campos de patatas, con sus surcos regulares y las sombras oblicuas que árboles, arbustos y casas proyectaban sobre aquellos mismos surcos, todo era hermoso, como un lienzo de paisaje recién terminado y acabado de barnizar.

–¡Deprisa, más deprisa! –dijo al cochero, sacando la cabeza por la ventanilla y dándole un billete de tres rublos. La mano del cochero hurgó un instante en el farol asegurando el cierre, chasqueó el látigo y el coche se deslizó veloz por el liso camino empedrado.

«No necesito nada, nada, excepto esta felicidad. –pensaba Vronsky, mirando el tirador de hueso de la campanilla, que pendía entre ambas portezuelas a imaginando a Anna tal como la viera por última vez– Y cuanto más pasa el tiempo, más la amo. Aquí está el jardín de la casa veraniega oficial en que vive Vrede. ¿Dónde estará Anna? ¿Qué habrá sucedido? ¿Por qué me habrá citado aquí escribiendo en la carta de Betsy?», se dijo Vronsky al llegar. Pero ya no quedaba tiempo para pensar en ello. Mandó parar antes de llegar a la avenida que conducía a la casa, abrió la portezuela y saltó a tierra.

En la avenida no había nadie, pero al volver el rostro a la derecha la descubrió. Tenía el semblante cubierto con un velo, pero por su manera de andar, inconfundible, por la inclinación de su espalda, por el modo de levantar la cabeza, la reconoció, y le pareció en el acto que una sacudida eléctrica estremecía todo su cuerpo. Se sintió de nuevo ser él mismo con una fuerza renovada, desde los movimientos elásticos de las piernas hasta el de sus pulmones al respirar y una sensación especial de cosquilleo en los labios. Acercose a Anna y le estrechó fuertemente la mano.

–¿No te ha molestado que te llame? Necesitaba verte –dijo ella.

Y el modo grave y severo con que plegó los labios y que Vronsky percibió bajo el velo, hizo cambiar en el acto su estado de ánimo.

–¿Molestarme dices? Pero ¿por qué has venido aquí?

–Eso nada importa. –dijo Anna, poniendo su brazo sobre el de él– Vamos. Necesito hablarte.

Vronsky comprendió que pasaba algo y que la entrevista no sería alegre. En presencia de ella carecía de voluntad propia; desconocía la causa de la inquietud de Anna, pero notaba ya que, a su pesar, se le comunicaba.

–¿Qué pasa, pues? –preguntaba, apretando el brazo de ella con el codo y procurando leerle en el rostro los pensamientos.

Anna dio algunos pasos en silencio, cobrando ánimo, y de pronto se detuvo.

–Ayer no te dije –empezó, respirando precipitada y dificultosamente– que, al volver a casa con mi marido, se lo conté todo. Le dije que no podía ser su mujer y que… Se lo dije todo…

Vronsky la escuchaba, inclinando el cuerpo hacia ella sin darse cuenta, como deseando así suavizarle las dificultades de su situación.

–Vale más, mil veces más, –dijo– pero comprendo lo penoso que te habrá sido.

Anna no escuchaba sus palabras; le miraba sólo al rostro, tratando de leer en él sus pensamientos. No adivinaba que lo que el rostro de Vronsky reflejaba era el primer pensamiento que se le había ocurrido: la inminencia del duelo. Anna no pensaba nunca en semejante cosa y por ello dio una explicación diferente a aquella expresión de momentánea gravedad.

Al recibir la carta de su marido comprendió en el fondo que todo iba a seguir como antes, que le faltarían fuerzas para renunciar a su posición en el gran mundo, abandonar a su hijo y unirse a su amante. La mañana pasada en casa de Betsy la afirmó más aún en esta convicción. No obstante, la entrevista con Vronsky tenía para ella una importancia excepcional, pues confiaba en que después de ella variaría su situación y ella se sentiría salvada.

Si al recibir la noticia, Vronsky, sin vacilar un momento, decidido y apasionado, hubiese contestado: «déjalo todo y huyamos juntos», ella habría abandonado a su hijo y se habría ido con él. Pero la noticia no produjo en Vronsky la impresión que esperaba Anna; él parecía sólo sentirse ofendido por algo.

–No me fue nada penoso. Todo sucedió del modo más natural. –dijo Anna con irritación– Y mira… ––dijo sacando del guante la carta de su marido.

–Comprendo, comprendo. –interrumpió Vronsky, tomando la carta, pero sin leerla y esforzándose en calmar a Anna– Yo sólo deseaba una cosa y te la he pedido: terminar con esta situación para poder consagrar mi vida a tu felicidad.

–¿Por qué me lo dices? –repuso ella– ¿Cómo puedo dudarlo? Si lo dudara…

–¡Allí viene alguien! –exclamó Vronsky de pronto, mostrando a dos señoras que avanzaban hacia ellos– Acaso nos conozcan.

Y precipitadamente se dirigió a un paseo lateral arrastrando a Anna.

–Me es igual –dijo ésta, y sus labios temblaban. A Vronsky le pareció que sus ojos le examinaban con extraña irritación bajo el velo– Te digo que no se trata de eso, ni lo dudo, pero lee lo que me escribe. Léelo.

Y Anna volvió a detenerse.

De nuevo, como en el primer momento de recibir la noticia de que Anna había roto con su marido, Vronsky, leyendo la carta, se entregó involuntariamente a la impresión espontánea que sintiera respecto al esposo ultrajado. Ahora, mientras tenía en las manos la carta, imaginaba involuntariamente aquel desafío que irían a proponerle hoy o mañana en su casa, se figuraba el mismo duelo, en el cual, con la misma expresión fría y orgullosa que ahora mostraba su rostro, dispararía al aire, esperando la bala del ofendido. Y en seguida pasó por su cerebro el recuerdo de lo que acabara de decirle Serpujovskoy por la mañana: más valía no estar ligado. Pero sabía bien que no podía comunicar a Anna tal pensamiento.

Después de leer la carta, Vronsky alzó la vista. En sus ojos no había firmeza. Anna comprendió en seguida que Vronsky había pensado antes en aquella posibilidad. Ella sabía que, por mucho que Vronsky pudiera decirle, nunca le diría lo que pensaba. Y comprendió también que su última esperanza estaba perdida. No era esto lo que esperaba.

–¿Ya ves de qué clase de hombre se trata? ––dijo, con voz temblorosa– Ya lo ves…

–Perdona, pero yo me alegro de ello –repuso Vronsky– Déjame explicarme, por Dios… –añadió, rogándole con la mirada que le diese tiempo de aclarar sus palabras– Me alegro porque las cosas en ningún modo pueden quedar como él supone.

–¿Por qué no? –dijo Anna, conteniendo las lágrimas y evidenciando que no daba ya ninguna importancia a lo que él pudiera decirle. Adivinaba que su suerte estaba ya decidida.

Vronsky quería decir que después del duelo, inminente a su juicio, aquello no podría seguir así, pero dijo otra cosa.

–No puede seguir así. Supongo que ahora lo abandonarás… –y Vronsky se sonrojó– supongo que ahora me dejarás arreglar nuestra vida, pensar en ella… Mañana… ––dijo.

Pero Anna no le dio tiempo a terminar:

–¿Y mi hijo? –exclamó–. ¿No ves lo que me escribe? Tendría que abandonar a mi hijo y esto no quiero ni puedo hacerlo.

–¡Por Dios! ¿Qué vale más? ¿Dejar a tu hijo o continuar esta situación humillante?

–¿Humillante para quién?

–Para todos y en especial para ti.

–No digas que es humillante… no me lo digas. Esas palabras para mí carecen de sentido. ––dijo Anna, con voz temblorosa, deseando ahora que Vronsky hablase con sinceridad, ya que sólo le quedaba su amor y deseaba seguir amándolo– Comprende que desde el día en que lo acepté, todo ha cambiado para mí. Sólo tengo una cosa: tu amor. Siendo mío tu cariño, me siento tan elevada y tan firme que nada puede humillarme. Estoy orgullosa de mi situación porque… porque… orgullosa por… por… –y no supo decir por qué se sentía orgullosa. Lágrimas de vergüenza y desesperación ahogaron su voz; se detuvo y estalló en sollozos.

Vronsky sintió también la sensación de algo que subía a su garganta, le cosquilleaba la nariz y le hacía sentirse, por primera vez en su vida, a punto de llorar. No podía decir qué era concretamente lo que lo había conmovido. Sentía lástima de Anna, sabía que no podía ayudarla y a la vez reconocía que él era la causa de su desgracia y que había procedido mal.

–¿Acaso no es posible el divorcio? –preguntó. Anna movió la cabeza en silencio.–¿No es posible llevarte a tu hijo y dejar a tu marido?

–Sí, pero todo eso depende de él. Por ahora debo vivir en su casa –dijo Anna secamente.

No la habían engañado sus presentimientos. Las cosas quedaban como antes.

–El martes iré yo a San Petersburgo y se decidirá todo –indicó Vronsky.

–Sí. –repuso Anna– Pero no hablemos más de esto.

El coche de Anna, que ella había despedido con orden de ir a buscarla junto a la verja del jardin de Vrede, llegaba en aquel momento.

Anna se despidió de Vronsky y se fue a casa.

TERCERA PARTE – Capítulo 23

El lunes celebraba sesión extraordinaria la Comisión del 2 de junio.

Alexis Alexandrovich entró en la sala de reunión, saludó a los miembros y al presidente, como de costumbre y ocupó su puesto, poniendo las manos sobre los documentos que había preparados ante él. Entre ellos estaban los informes que necesitaba, el resumen de la declaración que se proponía formular.

En realidad le sobraban los informes. Lo recordaba todo y no creía necesario repetir en su memoria lo que había de decir. Sabía que, llegado el momento y viendo ante sí el rostro del adversario, que en vano trataba de aparentar una expresión indiferente, el discurso saldría por sí solo mejor que todo lo que pudiera preparar.

Pensaba que el fondo de su discurso sería grandioso y que cada palabra tendría suma importancia. Y, sin embargo, mientras escuchaba el informe oficial, el aspecto de Karenin no podía ser más inocente y más inofensivo. Nadie pensaba, mirando sus manos blancas, de hinchadas venas, que tan suavemente acariciaban con sus largos dedos las hojas de papel blanco puestas ante él, y viendo su cabeza, inclinada de lado, con expresión de cansancio, que iban a brotar inmediatamente de su boca palabras que producirían una tempestad, obligando a gritar a los miembros, a interrumpirse unos a otros y al presidente a reclamar orden.

Cuando la declaración concluyó, Karenin anunció, con su voz suave y fina, que tenía que manifestar algo relativo al asunto de los autóctonos.

La atención se concentró en él.

Alexis Alexandrovich tosió y, sin mirar a su adversario, escogiendo, como hacía siempre al pronunciar sus discursos, la primera persona sentada ante él –un viejecito tranquilo y menudo que nunca exponía en la Comisión opiniones propias–, comenzó él a explicar con voz firme y muy clara sus ideas.

Cuando aludió a la ley básica y orgánica, su adversario se levantó de un salto y empezó a formular objeciones. Stremov, miembro también de la Comisión, herido en lo vivo, empezó igualmente a justificarse. La sesión se hizo tempestuosa. Pero Karenin triunfaba y su proposición fue aceptada; quedaron nombradas nuevas comisiones y al día siguiente, en determinados círculos de San Petersburgo, no se hablaba más que de aquella sesión. El éxito de Alexis Alexandrovich fue mayor de lo que él mismo esperaba.

A la mañana siguiente, martes, Karenin, al despertar, recordó con placer su victoria del día antes; y a pesar de querer mostrarse indiferente, no pudo menos que sonreír cuando el jefe de su despacho, queriendo halagarle, le habló de los rumores que corrían referentes a su triunfo en la Comisión.

Ocupado en su trabajo cotidiano, Karenin olvidó por completo que hoy, martes, era el día fijado por él para el regreso de Anna Arkadievna, por lo que quedó sorprendido y desagradablemente impresionado cuando un sirviente le anunció su llegada.

Anna había llegado a San Petersburgo por la mañana; al recibir su telegrama se le había mandado el coche.

Alexis Alexandrovich debía, pues, de estar enterado de su llegada. Sin embargo, cuando llegó él no fue a recibirla. Le dijeron que estaba ocupado con el jefe del despacho.

Anna ordenó que le avisasen de su regreso, pasó a su gabinete y comenzó a arreglar sus cosas, esperando que él fuese a verla.

Transcurrió una hora sin que Karenin apareciese. Anna salió al comedor, con el pretexto de dar órdenes y habló en voz alta con intención, esperando que su marido acudiese. Pero él no fue, a pesar de que Anna le oía acercarse a la puerta de su despacho acompañado de su jefe de oficina.

Sabía que su esposo había de salir en seguida por asuntos del servicio y quería hablarle antes de que se fuera para concretar sus relaciones.

Cruzó, pues, la sala y se dirigió con decisión a su gabinete. Cuando entró, Alexis Alexandrovich, de medio uniforme y al parecer ya pronto a salir, estaba sentado a una mesita sobre la que tenía apoyados los codos y miraba ante sí con tristeza. Anna le vio antes de que él la viera y comprendió que era en ella en quien pensaba.

Al verla, él inició un movimiento para levantarse, cambió de decisión, su rostro se sonrojó, lo que nunca viera antes Anna y al fin, incorporándose precipitadamente, se dirigió a su encuentro, mirándola no a los ojos, sino más arriba, a la frente y al cabello.

Acercándose a su mujer, le tomó la mano y le pidió que se sentara.

–Me alegro de que haya usted llegado –dijo, y se sentó a su lado y quiso decirle algo pero no pudo.

Varias veces intentó de nuevo hacerlo, pero siempre se interrumpía. A pesar de esperar esta entrevista, Anna estaba preparada para despreciar e inculpar a su marido, pero ahora no sabía qué decirle y le compadecía… El silencio, pues, duró largo rato.

–¿Está bien Sergio? –preguntó él, añadiendo, sin esperar respuesta: – No como hoy en casa; tengo que salir.

–Yo quería irme a Moscú ––dijo Anna.

–No; ha hecho usted mejor viniendo aquí ––dijo él y calló de nuevo.

Anna, en vista de que su esposo no tenía fuerzas para empezar, se decidió a hacerlo ella misma.

–Alexis Alexandrovich, –dijo, mirándole y sin bajar los ojos, mientras él dirigía los suyos al cabello de su esposa– soy una mujer culpable, una mujer mala; pero soy la misma que era, la misma que le dije y he venido para decirle que no puedo cambiar.

–Nada le pregunto de eso. –respondió él de pronto, con decisión, mirándola con odio a los ojos– Demasiado lo suponía.

Se advertía que, bajo la influencia de su irritación, él había recobrado el dominio de sus facultades.

–Pero, como le dije ya por escrito, –habló crudamente con su voz delgada– le repito, ahora, que no estoy obligado a saberlo. Lo ignoro. No todas las esposas son tan amables como para apresurarse a comunicar a sus maridos esa «agradable» noticia. –y Karenin acentuó la palabra «agradable»– Lo ignoraré mientras el mundo lo ignore, mientras mi nombre no quede deshonrado. Y por eso le advierto que nuestras relaciones deben ser las de siempre y sólo en caso de que usted se «comprometa» tomaré medidas para salvaguardar mi honor.

–Sin embargo, nuestras relaciones no pueden ser las de siempre –dijo Anna, tímidamente, mirándole con temor.

Cuando ella vio de nuevo aquellos gestos tranquilos, aquella voz infantil, penetrante e irónica, su repugnancia hacia él hizo desaparecer su compasión. Y sólo tenía miedo, pero quería aclarar su situación costara lo que costase.

–No puedo ser su mujer, mientras yo… –empezó.

Alexis Alexandrovich rió con risa malévola y fría.

–Sin duda la clase de vida que usted ha escogido ha influido en sus concepciones. Respeto y desprecio una y otra cosa tan vivamente… respeto tanto su pasado y desprecio tanto su presente… que estaba muy lejos de indicar lo que usted ha creído interpretar en mis palabras.

Anna, suspirando, bajó la cabeza.

–En todo caso, –continuó él, exaltándose– no comprendo cómo, poseyendo la desenvoltura suficiente para declarar su infidelidad a su marido y no encontrando en ello, a lo que parece, motivo alguno de vergüenza, lo encuentra, en cambio, en el cumplimiento de sus deberes de esposa con respecto a su marido.

–Alexis Alexandrovich, ¿qué quiere usted de mí?

–Necesito que ese hombre no la visite y que usted proceda de modo que ni el mundo ni los criados puedan criticarla, quiero que deje de ver a ese hombre. Creo que no pido mucho. Y a cambio de ello, disfrutará usted de los derechos de esposa honrada sin cumplir sus deberes. Es cuanto tengo que decirle. Y ahora debo salir. No como en casa.

Y dicho esto, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Anna se levantó también. Saludándola en silencio, su marido la dejó pasar delante.

TOMA UNA TAZA DE TÉ

martes, junio 4th, 2013

zhauzhou
Emulo al viejo Zhau-Zhou
«¡Toma una taza de té!» [1]
la estantería ha estado llena por añares,
pero nadie viene a comprar.
Si pasaras por aquí
y tomaras un buen trago,
las viejas angustias mentales
cesarían de inmediato.

Cuanto más viejo me hago, más aguda
siento mi torpeza nativa;
viejos amigos compitiendo
por ser los primeros en el mundo
se compadecen de mí: «solo y pobre,
su sombra su único amigo,
tiene que mantenerse vivo
vendiendo té en la vereda».

de «Baisao» – El viejo vendedor de té – Vida y poesía Zen en el siglo XVIII – Doce poemas improvisados (pag. 153).

[1]»Toma una taza de té» es una frase pedagógica, asociada al maestro Zen de la dinastía T’ang, Zhau-Zhou. Él le preguntaba a un monje recién llegado: «¿Has estado aquí antes?»; el monje respondía afirmativamente y Zhau-Zhou le decía: «Toma una taza de té». Luego, cuándo le hacía a otro monje, recién llegado, la misma pregunta y éste contestaba negativamente, Zhau-Zhou le decía: «Toma una taza de té». Cuando un tercer monje le preguntaba por qué contestaba con la misma frase a dos respuestas diametralmente opuestas, Zhau-Zhou gritaba el nombre de éste último; cuando el tercer monje le respondía «Sí, maestro», Zhau-Zhou le decía: «Toma una taza de té».

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Baisao con su puesto de té portable, como se muestra en una delicada caricatura japonesa de finales de siglo XIX / principios de siglo XX

Baisao fue una figura influyente y poco convencional en un período de gran riqueza cultural en Kyoto. Un poeta y sacerdote budista, que dejó atrás las constricciones de la vida del templo y, a los 49 años, viajó a Kyoto, donde comenzó a ganarse la vida mediante la venta de té en las calles y lugares pintorescos de la ciudad. Pero Baisao vendía mucho más que té: aunque nunca quiso aparentar ser un maestro Zen, su clientela, que consistía en artistas influyentes, poetas y pensadores, consideraba un viaje a su tienda como de importancia religiosa. Sus grandes cestos de mimbre de bambú, le daban a Baisao y a sus clientes una oportunidad para la conversación y la poesía, tanto como un excepcional té.

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 20 Y 21

lunes, junio 3rd, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 20

La vida de Vronsky era tanto más feliz cuanto que poseía un código particular de reglas que definían lo que debía y no debía hacer. Este código contenía las reglas en un número muy limitado y Vronsky, dentro de ese círculo, no vacilaba un momento en hacer lo que debía. Sus reglas definían claramente que debía pagar a los fulleros y no al sastre; que no debía mentir a los hombres, aunque sí podía mentir a las mujeres; que no era lícito engañar a nadie, mas sí a los maridos; que era imposible perdonar las ofensas y que estaba permitido ofender, etc. Tales reglas podían ser ilógicas y malas pero eran concretas y Vronsky, cumpliéndolas, se sentía tranquilo y con derecho a llevar la cabeza muy alta.

Pero últimamente, a causa de sus relaciones con Anna, Vronsky empezaba a notar que el código de sus reglas de vida no preveía todas las posibilidades y que se le presentaban, en el futuro, complicaciones y dudas y que, para vencerlas, no hallaba el halo conductor que lo guiara.

Sus relaciones del momento con Anna y su marido se le aparecían sencillas y claras y el código que le servía de norma las definía con precisión.

Ella era una mujer honrada que le había hecho presente de su amor y que, por tanto, puesto que él, además, la amaba, merecía su máximo respeto: tanto, si no más, como habría merecido su mujer legal. Antes se habría dejado cortar una mano que permitirse ni siquiera a sí mismo, ni aun con una palabra, no sólo ofenderla, sino no guardarle todo el respeto que puede exigir una mujer.

Sus relaciones con la sociedad también eran claras. Todos podían sospechar y saberlo pero nadie debía atreverse a decírselo. De lo contrario, estaba dispuesto a hacer callar a los que hablasen y a obligarles a respetar el inexistente honor de la mujer a quien amaba.

Sus relaciones con el marido eran más claras aún. Puesto que Anna quería a Vronsky, él consideraba su derecho a ella como indiscutible. El marido no era más que un personaje gomoso que estaba de sobra. Cierto que se hallaba en una situación lamentable, pero ¿qué podía hacerse? A lo único que el marido tenía derecho era a exigirle una satisfacción con las arenas, a lo que Vronsky se había sentido siempre dispuesto.

Últimamente habían surgido, sin embargo, entre él y Anna, relaciones nuevas que le asustaban por su aspecto indefinido. Hasta ayer, ella no le había dicho que estaba embarazada. Y Vronsky comprendió que esta noticia y lo que Anna esperase de él, exigían algo que no estaba previsto en el código que regulaba su vida. La noticia, en efecto, le había cogido desprevenido. Al principio de anunciarle ella su estado, el corazón de Vronsky le dictó que Anna debía abandonar a su marido y así se lo había manifestado. Pero ahora, al reflexionar, comprendió que era preferible no hacerlo, sin dejar de temer obrar mal al pensarlo.

«Si le he dicho que deje a su marido, ello significa que ha de unirse a mí. ¿Y estoy en condiciones de hacerlo? ¿Cómo puedo mantenerla si no tengo dinero? Pero supongamos que arreglo esa cuestión material. ¿Cómo llevármela si tengo que ocuparme de mi carrera? Para decidir eso tendría que haber estado preparado antes: es decir tener dinero y pedir el retiro.»

Quedó pensativo. La cuestión de si debía o no pedir el retiro lo hizo meditar en otro interés secreto de su vida, sólo conocido para él, pero que era el principal estímulo que le guiaba: la ambición, ilusión acariciada desde su infancia y su juventud. Y su ambición, que ni a sí mismo se confesaba, era tan fuerte que aun ahora mismo luchaba con su amor. Sus primeros pasos en el mundo y en su carrera habían sido afortunados; pero dos años antes había cometido un gran error: queriendo demostrar su independencia y ascender más, renunció a un cargo que le ofrecían, suponiendo que la negativa le daría más valor aún.
Pero resultó que había sido demasiado audaz y lo dejaron de lado; y como quiera que, a pesar suyo, se había creado con ello la posición de un hombre independiente, la soportaba lo mejor que podía, con inteligencia y sagacidad, procediendo como si no se sintiera ofendido por nadie y no deseara otra cosa que vivir tranquilo su alegre existencia.
Pero la verdad era que, desde que el año pasado había vuelto de Moscú, ya no se sentía alegre. Notaba que aquella posición independiente de hombre que lo ha podido tener todo y no quiere nada perdía mérito y que muchos empezaban ya a pensar que nunca habría conseguido otra cosa que ser un joven bueno y honorable.

Sus relaciones con la Karenina, que habían provocado tantos comentarios, atrajeron sobre él la atención general y le dieron un nuevo brillo, en que se calmó por algún tiempo el gusano de la ambición que le roía. Mas, desde hacía una semana, aquel gusano despertaba con nuevo brío. Un amigo de la infancia, hombre de su misma sociedad y círculo, camarada suyo en el cuerpo de cadetes y oficial de la misma promoción, Serpujovskoy, con el que Vronsky rivalizara en las clases, en el gimnasio, en las diabluras y en las ilusiones ambiciosas, aquel amigo había vuelto en aquellos días del Asia central, habiendo logrado allí dos ascensos seguidos, distinción pocas veces obtenida por los militares tan jóvenes.

En cuanto Serpujovskoy llegó a San Petersburgo, empezó a hablarse de él como de una estrella de primera magnitud en curso ascendente. De la misma edad de Vronsky y perteneciente a la misma promoción, Serpujovskoy era ya general y esperaba un nombramiento que le diese autoridad en los asuntos públicos, mientras Vronsky, aunque independiente, brillante y amado por una admirable mujer, no era más que un simple capitán de caballería al que se le dejaba ser tan libre como quisiera.

«Por supuesto, no envidio ni puedo envidiar a Serpujovskoy», pensó, «pero su elevación me demuestra que hay que moverse y que entonces la carrera de un hombre como yo puede ser muy rápida. Hace años, él estaba en mi misma situación. Si pido el retiro, quemo mis naves. Quedándome en el servicio, no pierdo nada. Anna misma me ha dicho que no quiere alterar mi situación. Y yo, poseyendo su amor, no tengo nada que envidiar a Serpujovskoy».

Atusándose lentamente los bigotes, se levantó y comenzó a pasear por la habitación. Sus ojos brillaban vivamente. Se sentía en aquel estado de ánimo fuerte, tranquilo y alegre que tenía siempre después de aclarar su situación. Todo estaba tan neto y despejado como sus deudas después de haberlas revisado.

Vronsky se afeitó, tomó un baño frío, se vistió y se fue.

TERCERA PARTE – Capítulo 21

–Vengo a buscarte. Tu aseo ha durado hoy mucho ––dijo Petrizky–. ¿Qué? ¿Has terminado?

–Sí –respondió Vronsky, sonriendo sólo con los ojos y atusándose las puntas del bigote con tanto esmero como si, después del orden en que había dejado sus asuntos, cualquier movimiento brusco pudiese destruirlo.

–Tras esa ocupación, quedas siempre como después de un buen baño. –siguió Petrizky–Vengo de ver a Crisko, –llamaba así al coronel del regimiento– que lo está esperando.

Vronsky miraba a su compañero sin contestarle, pensando en otra cosa.

–¡Ah! ¿Viene de su casa esta música? –preguntó, sintiendo las notas del trombón, en valses y polkas, que llegaban a sus oídos–. ¿Dan alguna fiesta?

–Es que ha llegado Serpujovskoy.

–¡Ah, no lo sabía! –dijo Vronsky.

Una vez decidido que era feliz con su amor, sacrificando a él su ambición, Vronsky no podía sentir ni envidia de Serpujovskoy ni enojo al pensar que, al llegar al cuartel, su camarada no hubiera ido a visitarle antes que a ninguno. Serpujovskoy era un buen amigo y Vronsky se alegraba de su triunfo.

–Me satisface mucho…

Denin, el coronel del regimiento, ocupaba una gran casa perteneciente a unos propietarios rurales. Los reunidos estaban en el amplio mirador del piso bajo.
Lo primero que atrajo la atención de Vronsky al entrar en el patio fueron los cantores militares vistiendo sus uniformes blancos de verano, todos de pie junto a un pequeño barril de aguardiente y, con ellos, la figura sana y alegre del coronel del regimiento rodeado de los oficiales. Saliendo al primer peldaño, el coronel, en voz alta que dominaba el son de la orquesta, que tocaba entonces un rigodón de Offenbach, daba órdenes y hacía señales con el brazo a unos soldados que estaban algo separados.

El grupo de soldados, un sargento de caballería y algunos oficiales, se acercaron al balcón a la vez que Vronsky. El coronel, que había vuelto a la mesa, reapareció de nuevo con una copa en la mano y pronunció un brindis:

–A la salud de nuestro ex compañero, el bravo general Serpujovskoy. ¡Hurra!

Tras el coronel, y también con la copa en la mano, salió Serpujovskoy a la escalera.

–Estás cada vez más joven, Bondarenko ––dijo, dirigiéndose al sargento de caballería que estaba ante él, hombre de buena presencia y coloradas mejillas que prestaba servicio como reenganchado.

Vronsky, que no había visto a Serpujovskoy desde hacía tres años, ahora le notaba un aspecto más varonil. Se había dejado crecer las patillas; se había hecho más hombre, pero conservaba su esbeltez de siempre e impresionaba tanto por su belleza como por la dulzura y nobleza de su rostro y aspecto. El único cambio que Vronsky observó en él fue el brillo radiante, tranquilo y persistente, aquel brillo que Vronsky conocía bien y que había observado en seguida en su amigo, que adquieren los rostros de los que triunfan y están convencidos además de que los demás no ignoran su éxito.

Serpujovskoy, al bajar la escalera, vio a Vronsky y una sonrisa alegre iluminó su rostro. Alzó la cabeza y levantó el vaso, saludándole y mostrando con este gesto que no podía dejar de acercarse primero al sargento de caballería, que ya se estiraba conmovido y plegaba los labios para besar al General.

–¡Ya está aquí! –gritó el coronel–. Jachvin me ha dicho que estás de mal humor.

Serpujovskoy besó los labios frescos y húmedos del gallardo sargento y, secándose la boca con el pañuelo, se acercó a Vronsky.

–¡Cuánto me alegro de verte! –dijo, estrechándole la mano y llevándole aparte.

–¡Ocúpese de él! –gritó el coronel a Jachvin, mostrándole a Vronsky.

Y se dirigió a los soldados.

–¿Cómo es que no se te vio ayer en las carreras? Pensaba haberte visto allí –dijo Vronsky, mirando a su amigo.

–Estuve, pero llegué tarde, perdona –añadió, volviéndose hacia el ayudante para decirle–: Haga el favor de ordenar que se distribuya esto de mi parte, a lo que toquen cada uno, entre la tropa.

Y, sonrojándose, sacó precipitadamente de su cartera tres billetes de cien rublos.

–Vronsky. ¿Quieres tomar algo? –preguntó Jachvin–. ¡Hola: traed algo de comer para el Conde! ¡Y bébete esto!

La orgía en casa del coronel continuó largo rato. Mantearon a Serpujovskoy y al coronel. Luego, ante los cantores, bailaron el coronel y Petrizky. Finalmente, aquél, algo cansado ya, se sentó en el banco del patio y empezó a demostrar a Jachvin la superioridad de Rusia sobre Prusia, sobre todo en las cargas de caballería.

El bullicio se calmó por un momento. Serpujovskoy pasó un instante al tocador de la casa para lavarse las manos y halló allí a Vronsky, que, habiéndose quitado la guerrera y poniendo su cuello, sobre el que caían abundantes cabellos, bajo el grifo del lavabo, se frotaba con las manos cuello y cabeza.

Una vez que Vronsky hubo terminado de lavarse, sentóse junto a Serpujovskoy y, acomodados los dos allí mismo en un pequeño diván, empezaron una charla muy interesante para ambos.

–Estaba informado de todos tus asuntos por mi mujer –dijo Serpujovskoy–. Me alegro de que la hayas visitado a menudo.

–Es muy amiga de Varia. Son las únicas mujeres de San Petersburgo a las que me agrada tratar –contestó Vronsky, sonriendo, al prever el tema que iba a tocar la conversación y que le era en extremo agradable.

–¿Las únicas? –dijo Serpujovskoy sonriendo igualmente.

–También yo sabía de ti por tu mujer. –repuso Vrosnky, con el rostro serio, cortando así la alusión– Me alegro mucho de tus éxitos, pero no me han sorprendido. Esperaba tanto o más de ti.

Serpujovskoy sonrió de nuevo. Era evidente que le halagaba que se tuviese de él tal opinión y no creía necesario ocultarlo.

–Yo, al contrario: confieso que esperaba menos. Pero estoy muy satisfecho. Mi debilidad es ser ambicioso, lo confieso.

–Acaso no te confesaras de no haber triunfado –––dijo Vronsky.

–No lo creo. –contestó Serpujovskoy sonriendo otra vez– No diré que no valiera la pena vivir sin esto, pero sí que sería muy aburrido. Claro que, aunque puede que me equivoque, creo tener algunas facultades para el campo de actividad que he escogido y que el mando en mis manos estará sin duda mejor que en las de otros muchos que conozco ––dijo, con radiante conciencia de su éxito–. Y por ello, cuanto más me acerco a eso, más satisfecho estoy.

–Quizá te pase a ti así, pero no a todos. Antes también pensaba yo lo mismo; mas ahora encuentro que no vale la pena vivir sólo por eso ––dijo Vronsky.

–¡Claro, claro! –––exclamó Serpujovskoy, riendo– Ya he oído hablar de tu negativa a aceptar un cargo. Te aprobé, naturalmente que sí; pero hay modos de hacer las cosas… Creo que está bien lo que hiciste, aunque no del modo que…

–Lo hecho, hecho. Ya sabes que no me arrepiento jamás. Y, por otra parte, me encuentro admirablemente bien así.

–Sí, por algún tiempo. Pero no te pasará siempre lo mismo. No hablo de lo que renunciaste en favor de tu hermano. Es un buen chico, como este «huésped nuestro». ¿Oyes? –añadió escuchando los hurras– También él está alegre. Mas a ti esto sólo no te satisface.

–No digo que me satisfaga.

–Además, no es eso únicamente. Hombres como tú son necesarios…

–¿A quién?

–¡A quién! A la sociedad a Rusia. Rusia necesita gente, necesita un partido. Si no, todo se irá al diablo.

–¿Así que crees que es necesario un partido como el de Bertenev contra los comunistas rusos?

–No. –contestó Serpujovskoy, rechazando, con una mueca, que le atribuyesen tal necedad– Tout ça est une blague. Lo ha sido y lo será siempre. No hay tales comunistas. Pero los intrigantes necesitan inventar partidos peligrosos, dañinos. Es un truco viejo. No, no: lo necesario es un partido de la gente independiente, como tú y yo.

–¿Mas, para qué? –y Vronsky nombró a algunos que ejercían autoridad– ¿Acaso esos no son independientes?

–No lo son porque, desde su nacimiento, no tienen ni han tenido una situación independiente. No nacieron en esa proximidad a las alturas en que hemos nacido tú y yo. A ellos se les puede comprar con dinero o con halagos. Y, para poder sostenerse, tienen que inventar la necesidad de una doctrina, desarrollar un programa o un pensamiento en el que no creen y que es pernicioso. Pero para ellos sus doctrinas son el modo de gozar de un sueldo y de una residencia oficial. Cela n’est pas plus malin que ça, cuando ves su juego. Quizá yo sea más tonto y peor que ellos, aunque no veo por qué lo voy a ser. Pero tú y yo tenemos una ventaja muy importante: que a nosotros es más difícil compramos. Y gente así es más necesaria que nunca.

Vronsky escuchaba con atención, menos atento al sentido de las palabras que al modo que tenía Serpujovskoy de exponerlas, a su pensamiento de luchar ya contra el poder y a la manifestación de sus simpatías y antipatías en este punto. Mientras el otro poseía ideas al respecto, Vronsky no ponía interés más que en los asuntos de su escuadrón.

Vronsky reconocía que Serpujovskoy podía ser fuerte por su facultad de pensar, de ver las cosas claras. Por aquella inteligencia y don de palabra tan raros en el ambiente en que vivía. Y, por vergüenza que le causara, Vronsky en este sentido envidiaba a su camarada.

–En todo caso, para ello me haría falta una cosa esencial: –contestó Vronsky– el deseo del poder. Lo he sentido antes, pero ahora se me ha disipado.

–Dispensa, pero no es verdad –dijo Serpujovskoy, sonriendo.

–Es verdad, es verdad… por ahora al menos; te lo digo con sinceridad –añadió Vronsky.

–Ese «por ahora» ya es otra cosa. Y no durará siempre.

–Puede ser –repuso Vronsky.

–Dices «puedes ser» –continuó Serpujovskoy, como adivinando sus pensamientos– y yo te digo que es seguro. Por eso quería verte. Tú has obrado como debías. Pero no debes «perseverar». Sólo te ruego que me des carte blanche… No trato de protegerte, aunque, ¿por qué no habría de hacerlo? ¿Cuántas veces no me has protegido tú? Pero nuestra amistad está sobre todo eso. Sí. ––dijo con una dulzura femenina, sonriéndole– Dame carte blanche, deja el regimiento y te situaré sin que se den cuenta…

–Pero ¡si no necesito nada! Con que las cosas sigan como hasta ahora… –dijo Vronsky.

Serpujovskoy, incorporándose, se plantó ante él.

–Dices que con que las cosas sigan como hasta ahora te basta. Te comprendo. Pero escúchame: ambos somos de la misma edad y quizá tú hayas conocido más mujeres que yo. –la sonrisa y los ademanes de Serpujovskoy indicaban que Vronsky no debía temer nada, ya que él iba a tocar con suavidad y prudencia el punto neurálgico– Pero soy casado y créeme que (como ha escrito no sé quién), conociendo sólo a una mujer a la que ames, sabes más que si hubieras conocido millares de mujeres.

–Ahora vamos –dijo Vronsky al oficial que se presentó en la habitación para decirles que el Coronel les llamaba. Vronsky deseba ahora escuchar hasta el final lo que Serpujovskoy iba a decirle.

–Mi opinión es ésta: la mujer es la piedra de toque esencial en la actividad del hombre. Es difícil amar a una mujer y hacer a la vez algo útil. Para ello hay un remedio: desviar el amor por ellas casándose. ¿Cómo te diría…? –agregó Serpujovskoy, al que le gustaba hacer comparaciones– Espera, espera… Llevar un paquete en la mano y hacer algo a la vez no es posible, pero sí lo es si te lo echas a la espalda. El matrimonio es así. Lo he visto cuando me he casado. Me sentí de pronto con las manos libres. Pero sin estar casado y llevando ese fardo contigo, estás con las manos tan ocupadas que no puedes hacer nada de provecho. Fíjate en Masankov y en Krupov, que han estropeado sus carreras por las mujeres…

–¡Vaya unas mujeres! –dijo Vronsky, recordando a la francesa y a la artista con las que tenían relaciones los dos mencionados.

–Tanto peor cuanto más alta es la posición de la mujer en la sociedad, porque entonces no se tratará ya de llevar el paquete, sino de quitárselo a otro.

–Tú no has amado jamás –le dijo Vronsky suavemente, mirando ante sí y pensando en Anna.

–Puede ser. Pero acuérdate de lo que te he dicho. Y, además, piensa que todas las mujeres son más materialistas que los hombres. Nosotros miramos el amor como algo inmenso y ellas lo consideran siempre terre–à–terre… ¡Ahora, ahora! –––dijo al lacayo, que se acercaba.

Pero el lacayo no iba a llamarles, como Serpujovskoy había imaginado, sino que llevaba una carta para Vronsky.

–La trajo el criado de la princesa Tverskaya.

Vronsky abrió la carta y se ruborizó.

–Me duele la cabeza; me voy a casa ––dijo a Serpujovskoy.

–Entonces, adiós. ¿Me das carte blanche?

–Ya hablaremos después. Nos veremos en San Petersburgo.

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 18 Y 19

domingo, junio 2nd, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 18

Se oyeron pasos, una voz de hombre, luego otra femenina y risas y, a continuación, entraron los invitados que se esperaban: Safo Stolz y un joven llamado Vaska, radiante, rebosando salud, y en quien se advertía que le aprovechaba la nutrición de carne cruda, trufas y vino de Borgoña.

Vaska saludó a las señoras y las miró, pero sólo por un momento. Entró en el salón siguiendo a Safo y ya en él la siguió constantemente, sin apartar de ella sus brillantes ojos, como si quisiera comérsela.

Safo Stolz era una rubia de ojos negros. Entró andando a pasos rápidos y menudos sobre sus pies calzados con zapatitos de altos tacones y estrechó fuertemente, como un hombre, las manos de las señoras.

Anna no había visto nunca, hasta entonces, a esta nueva celebridad y le sorprendían tanto su belleza como la exageración de su vestido y el atrevimiento de sus modales. Con sus cabellos propios y los postizos, de un color suavemente dorado, se había levantado un monumento tal de peinados sobre su cabeza, que ésta había adquirido un volumen casi mayor que el del busto, bien modelado y firme y bastante escotado por delante.

Sus movimientos, al caminar, eran tan impetuosos que a cada uno de ellos se dibujaban bajo su vestido las formas de sus rodillas y de la parte superior de sus piernas. Involuntariamente, el que la veía se preguntaba dónde, en aquella mole artificial, empezaba y terminaba su lindo cuerpo, menudo y bien formado, de movimientos vivos, tan descubierto por delante y tan disimulado y envuelto por debajo y por detrás.

Betsy se apresuró a presentarlas.

–¿No sabe? Casi hemos aplastado a dos soldados. –empezó Safo a contar en seguida, haciendo guiños con los ojos, sonriendo y echando hacia atrás la cola de su vestido, que había quedado algo torcida– He venido con Vaska… ¡Ah, sí!, es verdad que no se conocen. Se me olvidaba.

Y, después de nombrar a la familia del joven, lo presentó. Ruborizándose de su indiscreción al llamarle Vaska ante una señora desconocida, rió sonoramente.

Vaska saludó a Anna una vez más, pero ella, sin decirle nada, se dirigió a Safo:

–Ha perdido usted la apuesta. Hemos llegado antes. Págueme –dijo, sonriendo.

Safo rió con más júbilo aún.

–Supongo que no pretenderá que lo haga ahora –dijo.

–Es igual… Lo recibiré luego…

–Bueno, bueno… ¡Ah! –dijo Safo, dirigiéndose a Betsy– Se me olvidaba decirle que le he traído un invitado: mírelo.

El inesperado y joven invitado al que Safo había traído y olvidara presentar, era, sin embargo, un huésped tan importante que, a pesar de su juventud, ambas señoras se levantaron para saludarle. Era el nuevo admirador de Safo y, como Vaska, la cortejaba también.

Llegaron luego el príncipe Kaluchsky y Lisa Merkalova con Stremov. Lisa era una morena delgada, de tipo y rostro orientales, indolente, de hermosos ojos enigmáticos, según todos decían. Su oscuro vestido armonizaba con su belleza, como Anna notó con agrado en seguida. Todo lo que Safo tenía de brusca y viva, lo tenía Lisa de suave y negligente. Pero para el gusto de Anna, Lisa resultaba mucho más atractiva.

Betsy aseguraba a Anna que Lisa era como un niño ignorante pero Anna, al verla, comprendió que Betsy no decía verdad. Lisa era en efecto una mujer viciosa e ignorante pero suave y resignada. Su estilo, eso sí, era el de Safo: como a Safo, la seguían, cual cosidos a ella, dos admiradores devorándola con los ojos, uno joven y otro viejo; pero había en Lisa algo superior a lo que la rodeaba; algo que era como el resplandor brillante de aguas puras entre un montón de vidrios vulgares.

Aquel resplandor brotaba de sus hermosos ojos, verdaderamente enigmáticos. La mirada cansada y al mismo tiempo llena de pasión de aquellos ojos rodeados de un círculo oscuro, sorprendía por su absoluta sinceridad. Mirando sus ojos, sentíase la impresión de conocerla toda y, una vez conocida, parecía imposible no amarla.

Al ver a Anna, su rostro se iluminó con una clara sonrisa.

–Celebro mucho conocerla. –dijo, acercándose a ella– Ayer, en las carreras, intenté acercarme hasta usted, pero ya se había ido. Tenía mucho interés en verla y precisamente ayer. ¿Verdad que fue una cosa terrible? –dijo mirando a Anna con una expresión que parecía descubrir toda su alma.

–Sí. Nunca me imaginé que una cosa así pudiera ser tan emocionante –contestó Anna ruborizándose.

Los invitados se levantaron en aquel momento para salir al jardín.

–Yo no voy. –dijo Lisa, sonriendo y sentándose al lado de Anna– ¿Usted no va tampoco? ¡Mire que gustarles jugar al cricket!

–A mí me gusta –aseguró Anna.

–¿Cómo se arregla para no aburrirse? Sólo con mirarla a usted, ya se siente uno alegre. Usted vive y yo me aburro.

–¿Se aburre usted, que pertenece a la sociedad más animada de la capital? –preguntó Anna.

–Acaso los que no son de nuestro círculo se aburran aún más pero nosotros, y desde luego yo, nos aburrimos… Me aburro horriblemente…

Safo encendió un cigarrillo y salió al jardín con dos de los jóvenes. Betsy y Stremov quedaron ante las tazas de té.

–Sí: ¡qué aburrido es todo! –dijo Betsy–. Pero Safo dice que ayer se divirtieron mucho en su casa.

–¡Pero si fue aburridísimo! –afirmó Lisa Merkalova– Fuimos todos a mi casa después de las carreras. ¡Y siempre la misma gente, la misma y siempre lo mismo!… Pasamos el tiempo tendidos en los divanes. ¿Hay alguna diversión en eso? No. ¿Qué hace usted para no aburrirse? –siguió, dirigiéndose a Anna de nuevo– Basta mirarla para comprender que es usted una mujer que puede ser feliz o desgraciada, pero que no se aburre. Dígame, ¿cómo se arregla para ello?

–No hago nada –contestó Anna ruborizándose ante preguntas tan llenas de equívoco.

–Es el mejor modo de no aburrirse –intervino Stremov.

Stremov era un hombre de unos cincuenta años, entrecano, lozano aún, muy feo, pero de rostro inteligente y de fuerte personalidad. Lisa Merkalova era sobrina de su mujer y él pasaba con ella todas sus horas libres. Ahora, al hallar a Anna Karenina, la esposa de su enemigo ministerial Alexis Alejandrovich, procuró, como hombre de mundo e inteligente, mostrarse especialmente amable con la mujer de su adversario.

–No hacer nada es el mejor remedio para no aburrirse. –continuó, sonriendo cortésmente– Hace tiempo que le digo –añadió, dirigiéndose a Lisa Merkalova– que para no sentir el aburrimiento lo mejor es no pensar que va a aburrirse. Es como cuando uno teme sufrir de insomnio: lo mejor es no pensar en que no va a dormir. Es esto precisamente lo que ha dicho Anna Arkadievna…

–Me habría gustado decirlo, porque no sólo es muy ingenioso, sino también la pura verdad –repuso Anna, sonriendo.

–Le ruego que me diga cómo ha de hacerse para dormir cuando se tiene sueño y para no aburrirse constantemente.

–Para dormir, lo mejor es haber trabajado y para no aburrirse, también.

–¿Y para qué voy a trabajar si nadie necesita mi trabajo? Por eso finjo, a propósito, que no sé ni quiero trabajar.

–¡Es usted incorregible! –dijo Stremov, sin mirarla, volviéndose hacia Anna de nuevo.

Como veía pocas veces a Anna Karenina, no podía decirle más que vulgaridades y ahora se las decía, a propósito de su vuelta a San Petersburgo, preguntándole cuándo sería y hablándole del aprecio en que la tenía la condesa Lidia Ivanovna; pero se lo decía de un modo que demostraba el interés que tenía en hacérsele agradable y más aún en mostrarle su respeto.

Entró Tuchkevich anunciando que la reunión aguardaba a los jugadores para el cricket.

–¡No se vaya, por favor! –dijo Lisa, al enterarse de que Anna se iba.

Stremov unió su súplica a la de Lisa.

–Es un contraste demasiado vivo –dijo– pasar de esta reunión a casa de la vieja Vrede. Además, usted allí no será sino un motivo de murmuración, mientras que aquí inspira usted sentimientos mucho mejores. Es decir, completamente opuestos –concluyó Stremov.

Anna, indecisa, reflexionó un momento.

Las palabras lisonjeras de aquel hombre tan inteligente, la simpatía ingenua e infantil que le mostraba Lisa Merkalova, todo este ambiente habitual del gran mundo resultaba tan agradable, en comparación con las terribles dificultades que la esperaban, que por un momento vaciló. ¿No sería mejor quedarse, alejando más, así, el espinoso instante de las explicaciones?

Pero recordando lo que la aguardaba luego, a solas en su casa, si no adoptaba una decisión, recordando aquel gesto, terrible para ella, con que se había asido los cabellos con las manos, se despidió y se fue.

TERCERTA PARTE – Capítulo 19

Vronsky, a pesar de su vida en el gran mundo, aparentemente superficial, era un hombre que odiaba el desorden. En su primera juventud, estando todavía en el Cuerpo de Pajes, experimentó la humillación de una negativa cuando, habiéndose endeudado, pidió prestado dinero. Desde entonces procuró no colocarse nunca en una situación como aquella. Para ello, con cierta frecuencia, variable según las circunstancias, aunque generalmente unas cinco veces al año, se apartaba de la sociedad y ponía orden en todas sus cosas. A esto lo llamaba hacer cuentas o faire la lessive.

Al día siguiente de la cita se despertó tarde. Sin afeitarse ni bañarse, se vistió la guerrera blanca del uniforme de verano, puso sobre la mesa dinero, cartas y cuentas y comenzó a ocuparse en ello.

Petrizky, que sabía que, mientras efectuaba tal operación, su amigo solía estar irritado, viéndole al despertar ocupado en el escritorio se vistió sin hacer ruido y se fue para no estorbarle.

Todo hombre sabe con detalle las complicaciones que le rodean y supone, sin querer, que esas complicadas condiciones y su aclaración son una particularidad personal suya, sin sospechar que los demás viven también entre condiciones personales tan complicadas como las propias.

Así le sucedía a Vronsky. Y, no sin orgullo íntimo y tampoco sin motivo, pensaba que cualquier otro, de haberse encontrado con tantas y tan grandes dificultades, se habría visto perdido y obligado a obrar del peor modo. Vronsky, en cambio, comprendía que precisamente ahora debía estudiar el estado de sus asuntos y su situación para no complicar las cosas. Primero, y como más fácil, estudió los asuntos de dinero.
Con su letra menuda apuntó lo que debía sobre un pliego de papel de escribir. Sumó y halló que sus deudas alcanzaban diecisiete mil rublos y algunos centenares, de los que prescindió para más claridad.
Luego contó su dinero y examinó las notas del banco, y halló que sólo poseía mil ochocientos rublos y que no tendría ingreso alguno hasta año nuevo.
Volvió a leer la lista de deudas y la copió, dividiéndola en tres categorías. A la primera categoría pertenecían las que había de pagar en seguida o para las cuales, por lo menos, había de tener el dinero preparado, por no permitir su pago ni un minuto de dilación. Estas deudas ascendían a unos cuatro mil rubios. Mil quinientos por el caballo y dos mil quinientos de una fianza por su joven compañero Venevsky, que en presencia suya los había perdido jugando con un tramposo. Vronsky había querido pagar el dinero en el momento, puesto que lo llevaba encima, pero Venevsky y Jachvin insistieron en que pagarían ellos y no Vronsky, que no jugaba. Todo ello estaba muy bien, pero Vronsky sabía que con motivo de aquel sucio negocio, y a pesar de no haber tenido en él otra participación que el responder de palabra por Venevsky, tenía que tener preparados dos mil quinientos rublos para echárselos al rostro al fullero y no discutir más con él. De modo que para esta primera y principal clase de deudas necesitaba disponer de cuatro mil rubios.
Otro grupo, de ocho mil, comprendía deudas también importantes, en su mayoría relativas a su cuadra de carreras: el proveedor de heno y avena, el inglés, el guarnicionero, etc. De éstas, necesitaba pagar al menos dos mil rubios si quería quedar tranquilo.
Y quedaba la última clase de débitos –tiendas, hoteles, sastre, etcétera – de las que no tenía que preocuparse.

Necesitaba, de todos modos, un mínimo de seis mil rubios para los gastos corrientes y sólo poseía mil ochocientos. Para un hombre con cien mil de renta, como todos le atribuían, parecía que no había de tener importancia. Pero en realidad no poseía los cien mil rubios. Los inmensos bienes de su padre, que representaban por sí solos doscientos mil, eran propiedad indivisa de los dos hermanos. Cuando su hermano mayor, cargado de deudas, se casó con la princesa Varia Chirkova, hija de un decembrista, sin dinero alguno, Alexis le cedió todas las rentas de la propiedad de su padre, reservándose únicamente veinticinco mil rubios al año. Vronsky dijo entonces a su hermano que le bastaría con este dinero mientras no se casara, lo que probablemente no haría nunca. Y su hermano, comandante, por aquellos días, de uno de los regimientos de lanceros más caros para un aristócrata y recién casado, no pudo rechazar aquel regalo.

Su madre, que poseía un capital propio, daba a Alexis anualmente veinte mil rubios más, que, añadidos a aquellos veinticinco mil, no bastaban aún para sus gastos. Últimamente, habiendo su madre discutido con él por su marcha de Moscú y sus relaciones con Anna, dejó de enviarle dinero. Como consecuencia, estando Vronsky acostumbrado a gastar cuarenta y cinco mil rubios anuales y no habiendo recibido este año más que veinticinco mil, se encontraba en una situación algo apurada. No había que pensar en recurrir a su madre.

La última carta de ella, recibida el día antes, lo irritó aún más, porque contenía la insinuación de que estaba dispuesta a ayudarle para que obtuviera éxitos en el mundo y en su carrera, pero no para que llevase aquella vida que escandalizaba a toda la buena sociedad.

Aquella tentativa de su madre para comprarlo lo ofendió hasta lo más profundo de su alma y enfrió todavía más el poco afecto que sentía por ella.

No podía, sin embargo, desdecirse de su generosidad hacia su hermano, a pesar de presentir ahora vagamente, previendo alguna posibilidad de nuevos gastos en sus relaciones con la Karenina, que aquella generosidad había sido concedida demasiado irreflexivamente; y que él, aun soltero, podía tener muy bien necesidad de los cien mil rubios de renta. Era imposible, sin embargo, retirar la palabra dada. Le bastaba recordar a la mujer de su hermano, la dulce y simpática Varia, que le hacía presente, siempre que venía al caso, cuánto estimaba su generosidad y cuánto lo apreciaba, para que Vronsky se sintiera en la imposibilidad de dar el menor paso en aquel sentido. Hacerlo le parecía entonces tan imposible como pegar a una mujer, robar o mentir.

Lo que sí podía y debía hacer, y así lo decidió Vronsky inmediatamente, sin ninguna vacilación, era pedir diez mil rubios a un usurero, cosa que encontraría sin dificultad, disminuir sus gastos generales y vender su cuadra de carreras. Esto resuelto, envió en seguida una carta a Rolandaky, que le había ofrecido más de una vez comprarle los caballos, mandó buscar al inglés y a un usurero e hizo cuentas sobre el dinero que tenía.

Terminados todos estos asuntos escribió a su madre, dándole una respuesta áspera y fría. Sacó al fin de la cartera tres notas de Anna, las quemó y quedó pensativo al recordar la conversación sostenida el día anterior con ella.

VISITANDO AL CABALLO BLANCO

domingo, junio 2nd, 2013

c7b00412d50cВ гостях у белой лошади
¡Buenas tarde, las dachas del campo y la ciudad! ¿Tienen pensado algo para la Hora del Té? Dos lugares lindos para ir a tomar un té de DaCha ~Russkiĭ Sekret~ (Blends) con cosas ricas, estos últimos días de otoño: Halina Café (en la esquinita de Juncal y Aráoz), que tiene mesas en la calle para disfrutar del sol y Home Hotel Buenos Aires en Palermo Hollywood, que tiene un jardín divino y excelente música.
A mí, ya me sale el té con limón por las orejas… pero en casa me lo preparan con tanto cariño que me lo tomo sin chistar.
La obra que elegí hoy es de Piotr Frolov, artista ruso de mis preferidos. Se llama «Visitando al caballo blanco». En muchas culturas, el caballo blanco -fundamentalmente las yeguas blancas- era sagrado y considerado símbolo de prosperidad, luz y fecundidad. Así pienso de los lugares a donde dejo a DaCha y así deseo que sea su destino: próspero, fecundo y lleno de luz.

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