Me preguntarán qué tiene que ver esto con el té. Pues bueno, una forma de ejercitar el escuchar y el leer hasta el final lo que otro nos quiere comunicar, es tomarnos un té juntos. Ahora, en serio:
«Se necesita coraje para pararse y hablar. Pero mucho más para sentarse y escuchar.» (Winston Churchill)
Según especialistas, la habilidad de “saber escuchar” es más difícil de encontrar y desarrollar, que la de ser “buen comunicador”, pero proporciona más autoridad e influencia que esta última. Si Ud. no sabe escuchar, corre el riesgo de comunicar muy bien cosas que no le interesan a la gente. Además va a privarse de recibir conocimientos que por otra vía no recibiría. En este trabajo se analizan diferentes enfoques, técnicas y comportamientos que pueden contribuir a desarrollar esta habilidad, tan importante, no sólo para las relaciones interpersonales sino también para la “gestión del conocimiento”.
Mirá: http://www.desarrolloyasistencia.org/web_dya/docs/saber_escuchar.pdf
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EL ARTE DE ESCUCHAR
domingo, junio 2nd, 2013EN OTOÑO TAMBIÉN SE ENTRENA
domingo, junio 2nd, 2013
Sí, sí, pleno otoño. Pero volviste de entrenar y querías algo frío. DaCha te da la posibilidad de los mejores blends helados.
De izquierda a derecha: Kaifeng Imperial, Jazmines en el pelo, Bajo un sereno damasco, Dunas del Magreb, Maia y Kolya.
Los preparás según las instrucciones pero con medidas de 3 gramos de hebras cada 150 ml + una medida para la tetera (misma temperatura y mismo tiempo de infusión). Colás o retirás el infusor de la tetera. Les agregás miel, azúcar, edulcorante a gusto, en caliente -o nada-. Los vertés en jarras llenas hasta la mitad de hielo y los llevás a la heladera.
Sano, rico, lleno de antioxidantes y minerales. Probá y contame.
ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 15, 16 Y 17
sábado, junio 1st, 2013
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 15
Aunque Anna contradecía a Vronsky, con terca irritación, cuando él le aseguraba que la situación presente era imposible de sostener, en el fondo de su alma también ella la consideraba como falsa y deshonrosa y de todo corazón deseaba modificarla.
Al volver de las carreras con su marido, en un momento de excitación se lo había dicho todo y, pese al dolor que experimentara al hacerlo, se sintió aliviada. Cuando Karenin se hubo ido, Anna se repetía que estaba contenta; que ahora todo quedaba aclarado y que ya no tendría necesidad de engañar y fingir. Le parecía indudable que su posición quedaría ya, a partir de ahora, definida para siempre; podría ser mala, pero era definida y en ella no habría ya sombras ni engaños. El daño que se había causado a sí misma y el que causara a su marido al decirle aquellas palabras sería recompensado por la mayor claridad en que habían quedado sus relaciones.
Cuando, aquella misma noche, se vio con Vronsky, no le contó lo sucedido entre ella y su marido, aunque habría debido decírselo para definir la situación. Al despertar, a la mañana siguiente, pensó antes que nada en lo que había dicho a su marido y le parecieron, de tal manera, duras y terribles sus palabras, que no podía comprender cómo se había decidido a pronunciarlas. Pero ahora estaban ya dichas y era imposible adivinar lo que podría resultar de aquello, ya que Alexis Alexandrovich se había ido sin decirle nada.
«He visto a Vronsky y no le he contado lo ocurrido», reflexionaba. «Incluso cuando se disponía a marchar estuve a punto de llamarle y decírselo todo, pero no lo hice porque pensé que encontraría extraño que no se lo hubiese explicado en el primer momento. ¿Por qué no se lo dije?»
Y al tratar de contestar a tal pregunta, el rubor encendió sus mejillas. Comprendió lo que se lo impedía, comprendió que sentía vergüenza. La situación, que le había parecido aclarada la tarde anterior, se le presentaba de repente no sólo como sin aclarar, sino, además, sin salida. Quedó aterrada ante el deshonor en que se veía hundida, cosa en la cual ni siquiera había pensado. Y al detenerse a reflexionar sobre lo que haría su marido, se le ocurrían las más terribles ideas.
Imaginaba que iba a llegar, ahora, el administrador, para echarla de casa y que su deshonra iba a ser publicada ante todos. Se preguntaba a dónde iría cuando la echaran de allí y no encontraba contestación.
Al recordar a Vronsky, se figuraba que él no la quería, que empezaba a sentirse cansado, que ella no podía ofrecérsele y esto le hacía experimentar animosidad contra él. Le parecía que las palabras dichas a su marido, que continuamente acudían a su imaginación, las hubiera dicho antr todos y todos las hubiesen oído.
No se atrevía a mirar a los ojos a quienes vivían con ella. No osaba llamar a la criada ni bajar a la planta baja para ver a la institutriz y a su hijo. La muchacha, que esperaba hacía tiempo en la puerta, escuchando, decidió entrar en la alcoba. Anna la miró interrogativamente a los ojos y, sintiéndose cohibida, se ruborizó. La criada pidió perdón, diciendo que creía que la señora la había llamado.
Traía la ropa y una nota de Betsy, quien recordaba a Anna que aquel día irían a su casa, por la mañana, Lisa Merkalova y la baronesa Stalz con sus admiradores: Kaluchsky y el viejo Stremov, para jugar una partida de cricket.
«Venga, aunque sea sólo para aprender algo de nuestras costumbres. La espero», concluía el billete.
Anna leyó y suspiró dolorosamente.
–No necesito nada, nada. –dijo a la muchacha, que colocaba frascos y cepillos en la mesita del tocador– Váyase. Voy a vestirme y salir. No necesito nada, nada…
Anuchka salió de la alcoba, pero Anna, sin vestirse, continuó sentada en la misma posición, con la cabeza baja y los brazos caídos, estremeciéndose de vez en cuando de pies a cabeza como si fuese a hacer o decir algo y se sintiera incapaz de ello. Repetía sin cesar, para sí: «¡Dios mío, Dios mío!». Pero tales palabras nada significaban para ella. La idea de buscar consuelo en la religión le resultaba tan extraña como la de buscar consuelo en su propio marido, aunque no dudaba de la religión en que la habían educado. Sabía bien que el consuelo de la religión sólo era posible a base de prescindir de aquello que era el único objeto de su vida. Y no sólo sentía dolor, sino que comenzaba a experimentar miedo ante aquel terrible estado de ánimo que nunca hasta entonces experimentara. Le parecía que todo en su alma comenzaba a desdoblarse, como a veces se desdoblan los objetos ante una vista cansada. A ratos no sabía ya lo que deseaba ni lo que temía, ni si temía o deseaba lo que era o más bien lo que había de ser después. Y no podía precisar qué era concretamente lo que deseaba.
«¿Qué hacer?», se dijo al fin, sintiendo que le dolían las sienes. Y al recobrarse se dio cuenta de que se había cogido con las dos manos sus cabellos cercanos a las sienes y tiraba de ellos. Se levantó de un salto y empezó a pasear por la habitación.
–El café está servido y mademoiselle y Sergio esperan –dijo Anuchka, que había entrado de nuevo, hallando a Anna en la misma posición.
–¿Sergio? ¿Qué hace Sergio? –preguntó Anna, animándose de repente y recordando, por primera vez durante la mañana, la existencia de su hijo.
–Parece que ha cometido una falta –dijo Anuchka sonriendo.
–¿Qué falta?
–Pues ha cogido uno de los melocotones que había en la despensa y se lo ha comido a escondidas.
El recuerdo de su hijo hizo que Anna saliese de aquella situación desesperada en que se encontraba. Se acordó del papel, en parte sincero, aunque más bien exagerado, de madre consagrada por completo a su hijo que viviera en aquellos últimos años y notó con alegría que en el estado en que se encontraba aún poseía una fuerza independiente de la posición en que se hallara respecto a su marido y a Vronsky y que esta fuerza era su hijo. Fuera la que fuera la situación en que hubiera de encontrarse, no podría dejar a su hijo; aun cuando su marido la cubriese de oprobio y aunque Vronsky continuara viviendo independiente de ella, –y de nuevo lo recordó con amargura y reproche– Anna no podría separarse de su Sergio. Tenía un objetivo en la vida. Debía obrar, obrar para asegurar su posición con su hijo, para que no se lo quitasen. Y había de actuar inmediatamente si quería evitarlo. Debía coger a su hijo y marchar. No le cabía hacer otra cosa.
Tenía que calmarse y salir de tan penosa situación. El pensamiento de que urgía hacer algo, que tenía que tomar a su hijo inmediatamente y marchar con él a cualquier sitio, le proporcionó la calma que necesitaba. Se vistió deprisa, bajó y con paso seguro entró en el salón, donde, como de costumbre, la esperaban el café y Sergio con la institutriz.
Sergio, vestido de blanco, estaba de pie ante la consola del espejo, con la espalda y cabeza inclinadas, expresando aquella atención concentrada que ella conocía y que señalaba más su semejanza con su padre, manipulando unas flores que había llevado del jardín.
La institutriz presentaba un aspecto severo. Sergio exclamó, chillando como solía:
–¡Mamá!
Y se interrumpió, indeciso. ¿Debía saludar primero a su madre, dejando las flores o terminar la corona antes y acercarse a su madre ya con las flores en la mano?
Después de saludar, la institutriz comenzó a relatar, lenta y detalladamente, la falta cometida por el niño. Pero Anna no la escuchaba y pensaba si convendría o no llevársela consigo.
«No, no la llevaré», decidió. «Me iré sola, con mi hijo.»
–Sí, eso está muy mal ––dijo Anna, tomando al niño por el hombro y mirándole no con severidad, sino con timidez, lo que confundió al pequeño y lo llenó de alegría.
Anna le dio un beso.
–Déjelo conmigo –indicó a la extrañada institutriz. Y, sin soltar las manos de Sergio, se sentó a la mesa en que estaba servido el café.
–Yo, mamá… no, no… –murmuró el niño, pensando en lo que podría esperarle por haber cogido sin permiso el melocotón.
–Sergio –dijo Anna, cuando la institutriz hubo salido del aposento–. Eso está muy mal pero no lo harás más, ¿verdad? ¿Me quieres?
Sentía que le acudían las lágrimas a los ojos. «¿Cómo puedo dejar de quererlo?», pensó, sorprendiendo la mirada, asustada y al mismo tiempo jubilosa, de su hijo. «¿Es posible que se una a su padre para martirizarme? ¿Es posible que no me compadezca?» Las lágrimas corrían ya por su rostro y, para disimularías, se levantó bruscamente y salió a la terraza. Después de las lluvias y tempestades de los últimos días, el tiempo era claro y frío. Bajo el sol radiante que iluminaba las hojas húmedas de los árboles, se sentía la frescura del aire. Al contacto con el exterior, el frío y el terror se adueñaron de ella con fuerza nueva y la hicieron estremecer.
–Ve, ve con Mariette –––dijo a Sergio, que la seguía.
Y comenzó a pasear arriba y abajo por la estera de paja que cubría el suelo de la terraza.
«¿Será posible que no me perdonen? ¿No comprenderán que esto no podía ser de otro modo?», se dijo.
Se detuvo, miró las copas de los olmos agitadas por el viento, con sus hojas frescas y brillantes bajo la fría luz del sol y le pareció que en ningún lugar del mundo hallaría piedad para ella, que todo había de ser duro y sin compasión, como aquel cielo frío y aquellos árboles… Y de nuevo sintió que su alma se desdoblaba.
«No, no pensemos en ello», se dijo. «He de preparar mi viaje: tengo que irme. ¿Adónde? ¿Y cuándo? ¿Quién me acompañará? Sí; me iré a Moscú en el tren de la noche, llevándome a Anuchka y a Sergio y las cosas más necesarias. Pero antes debo escribirles a los dos.»
Entró en casa precipitadamente, pasó a su gabinete, se sentó a la mesa y escribió a su marido:
«Después de lo sucedido, no puedo continuar en casa. Me marcho llevándome al niño.
Ignoro las leyes y no sé si el hijo debe quedarse con el padre o con la madre. Pero lo llevo conmigo porque no puedo vivir sin él. Sea generoso y déjemelo.»
Hasta llegar aquí escribió rápidamente y con naturalidad, pero la apelación a una generosidad que Anna no reconocía a su marido y la necesidad de terminar la carta con algo conmovedor la interrumpieron. «No puedo hablarle de mi culpa y de mi arrepentimiento, porque…» Se detuvo otra vez, no hallando conexión en sus pensamientos. «No», se dijo, «no es preciso escribir nada de esto».
Y rompiendo la hoja, la redactó de nuevo, excluyendo la alusión a la generosidad, y cerró la carta.
Tenía que escribir otra a Vronsky.
«He dicho a mi marido…», empezó y permaneció un rato sentada sin hallar fuerzas para continuar. ¡Aquello era tan indelicado, tan poco femenino…! «Además, ¿qué puedo escribirle?», se preguntó. Y otra vez la vergüenza cubrió de rubor sus mejillas.
Recordó la tranquilidad de Vronsky y un sentimiento de irritación contra él le hizo romper en pequeños pedazos la hoja con la frase ya escrita.
«No hay necesidad de escribir nada», se dijo. Y cerrando la carpeta, subió a anunciar a la institutriz y a la servidumbre que salía aquella noche para Moscú. Y comenzó a hacer los preparativos del viaje.
TERCERA PARTE – Capítulo 16
En todas las habitaciones de la casa de verano se movían lacayos, jardineros y porteros, llevando cosas de un lado a otro. Armarios y cómodas estaban abiertos y dos veces hubo que ir corriendo a la tienda a comprar cordel. Por el suelo se veían pedazos de periódicos esparcidos, dos baúles, sacos y mantas de viaje plegadas habían sido bajados al recibidor. El coche propio y dos de alquiler esperaban a la puerta.
Anna, olvidando con los preparativos del viaje su inquietud interna, estaba en pie ante la mesa de su gabinete, preparando su saco de viaje, cuando Anuchka llamó su atención sobre el ruido de un coche que se acercaba.
Anna miró por la ventana y vio junto a la escalera al ordenanza de Alexis Alexandrovich, que tocaba la campanilla de la puerta.
–Ve a ver de qué se trata –ordenó Anna.
Y serenamente dispuesta a todo, se sentó en la butaca, con las manos plegadas sobre las rodillas.
El lacayo llevó un abultado sobre con la dirección escrita de mano de Karenin.
–El ordenanza espera la contestación ––dijo el lacayo.
–Bien –repuso Anna.
Y en cuanto hubo salido el criado, abrió el sobre con trémulos dedos y un paquete de billetes sin doblar, sujetos por una cinta, cayó al suelo.
Anna separó la carta y la leyó empezando por el final.
«Se darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego que tenga en cuenta que doy especial importancia al cumplimiento de mi deseo…», leyó.
Siguió leyéndola al revés y volvió después a empezar la lectura desde el principio. Al terminar, se sintió helada, y tuvo la impresión de que una gran desgracia mucho mayor de lo que esperaba se abatía sobre ella.
Por la mañana estaba arrepentida de lo que había confesado a su marido y deseaba no haber pronunciado aquellas palabras. Y ahora la carta daba las palabras por no dichas: le concedía lo que ella deseaba. Pero ahora esta carta le parecía a Anna lo más terrible que podía imaginar.
«¡Tiene razón, tiene razón!», pronunció para sí. «¡Siempre, siempre tiene razón! Es cristiano, es generoso… Pero, ¡cuán vil y despreciable! ¡Y nadie lo comprende, excepto yo! Jamás podrán comprenderlo, ni yo explicarlo. Para los demás es un hombre religioso, moral, honrado, inteligente… Pero no ven lo que yo he visto. No saben que durante ocho años ese hombre ha ahogado mi vida, cuanto en mí había de vivo, sin pensar jamás que soy una mujer de carne y hueso que necesita amor. No saben que me ofendía constantemente y se sentía satisfecho de sí mismo. ¿No he procurado con todas mis fuerzas hallar la justificación de mi vida? ¿No he tratado de amarlo y luego de amar a mi hijo cuando ya no podía amarlo a él? Pero llegó el momento en que comprendí que no podía seguir engañándome, que vivo, que no tengo la culpa de que Dios me haya hecho así, que necesito vida y amor. Si me hubiera matado, si hubiera matado a Vronsky, yo lo habría soportado todo, lo habría perdonado… Pero él no es así…
¿Cómo no adiviné lo que iba a decidir? Hace lo que es propio de su ruin carácter. Seguirá viviendo conmigo ya caída. Él se quedará con la razón y a mí me hará sucumbir, me humillará cada vez más… –y recordó las palabras de la carta: «puede suponer lo que le espera a usted y a su hijo»– Esta es la amenaza por la que me va a quitar al niño y seguramente su ley estúpida lo hace posible. ¿Acaso no sé por qué me lo dice? No cree en mi amor a mi hijo o, más bien, lo desprecia. Siempre se burlaba de este amor. Sí, desprecia este sentimiento, pero sabe que no he de abandonar a mi hijo, porque sin él no me es posible vivir, ni siquiera con el hombre a quien amo; y, en todo caso, si le dejara y huyera, había de obrar como una mujer más baja y más deshonrada aún. Sí, lo sabe y le consta que no tendré fuerzas para hacerlo.
Nuestra vida debe seguir como antes. –continuó pensando, al recordar otra frase de la carta– ¡Pero esa vida, antes, era penosa y, últimamente, horrible! ¿Cómo será, pues, de ahora en adelante? Y él no lo ignora, sabe que no puedo arrepentirme de lo que siento, de lo que he hecho por amor. Sabe que nada puede resultar de esto sino mentira y engaño, pero él necesita continuar martirizándome. Lo conozco: se que goza y nada en la mentira como un pez en el agua. Pero no le proporcionaré ese placer. Romperé la red de mentiras en que quiere envolverme y será lo que Dios quiera… Todo, antes que la ficción y el engaño.
¿Pero, ¿cómo lo podré hacer? ¡Dios mío, Dios mío! ¿Habrá habido nunca en el mundo mujer tan desgraciada como yo?»
–¡Pero, basta: voy a romper con todo! –exclamó, levantándose de un salto y conteniendo las lágrimas. Y se acercó a la mesa para escribirle otra carta. Pero presentía, en el fondo, que no tendría fuerzas ya para romper nada, que no tendría fuerzas para salir de su situación anterior por falsa y deshonrosa que fuera.
Se sentó a la mesa, mas en vez de escribir apoyó los brazos en ella, ocultó la cabeza entre las manos y lloró, con sollozos y temblores que agitaban todo su pecho, como lloran los niños. Lloraba al pensar que su ilusión de que las cosas habían quedado aclaradas estaba destruida para siempre. Sabía de antemano que todo continuaría como antes o peor. Comprendía que la posición que ocupaba en el mundo aristocrático, y que por la mañana le parecía tan despreciable, le era muy preciosa y que no tendría fuerzas para cambiarla por la despreciable de una mujer que ha abandonado a su hijo y a su esposo para unirse a su amante. Y comprendía también que, por más que quisiera, no podría ser más fuerte de lo que era en realidad.
Jamás tendría libertad para amar y viviría eternamente como una mujer culpable, bajo la amenaza de ser descubierta a cada momento, una mujer que engaña a su marido a fin de continuar sus relaciones deshonrosas con un extraño, un hombre libre, cuya vida no podía ella compartir. Sabía que todo marcharía así, pero le parecía terrible y no imaginaba de qué modo podría terminar. Y Anna lloraba, sin contenerse, como llora un niño al que se castiga.
Oyó los pasos del lacayo y se recobró y, ocultando el rostro, fingió que escribía.
–El ordenanza pide la contestación –anunció el lacayo.
–¿La contestación? ––dijo Anna–. ¡Ah, sí! Que espere. Ya avisaré.
«¿Qué escribiré?», pensaba. «¿Qué puedo decidir por mí misma? ¿Sé yo acaso lo que quiero o lo que deseo?»
Otra vez le pareció que su alma se desdoblaba. Asustada de aquel sentimiento, se aferró al primer pretexto de actividad que se le ofrecía para no pensar en sí misma.
«Debo ver a Alexis», se dijo mentalmente, refiriéndose a Vronsky, al que siempre llamaba así, «él podrá decirme lo que conviene hacer. Iré a casa de Betsy. Quizá lo vea allí».
Olvidaba, absolutamente, que el día antes había dicho a Vronsky que no iría a casa de la princesa Tverskaya y que él había contestado que en tal caso no iría tampoco. Se acercó a la mesa y escribió a su marido.
«He recibido su carta–. A.»
Y llamando al lacayo, le dio la carta.
–Ya no nos vamos ––dijo a Anuchka cuando ésta entró.
–¿Definitivamente?
–No; no deshagan los paquetes hasta mañana y que me reserven el coche ahora. Voy a casa de la Princesa.
–¿Qué vestido debo preparar?
TERCERA PARTE – Capítulo 17
La reunión que iba a jugar la partida de cricket a la que la princesa Tverskaya había invitado a Anna, consistía en dos señoras con sus admiradores.
Aquellas dos señoras representaban un nuevo y muy selecto círculo que se autodenominaba, a imitación de no se sabía qué, Les sept merveilles du monde. A decir verdad, tales señoras pertenecían a una capa muy elevada de la sociedad, pero muy diferente a la que frecuentaba Anna. Además, el viejo Stremov, admirador de Lisa Merkalova y uno de los hombres más influyentes de San Petersburgo, era, ministerialmente, enemigo de Karenin. Por todas esas consideraciones, Anna no deseaba ir y a esas consideraciones aludían las indirectas de la carta de la Princesa. Pero ahora se resolvió a acudir con la esperanza de encontrar a Vronsky.
Llegó a casa de la Tverskaya antes que los otros invitados. En el momento en que entraba lo hacía también el lacayo de Vronsky, que, con sus patillas muy bien peinadas, casi parecía un caballero.
El criado se detuvo junto a la puerta y, quitándose su gorra de visera, le cedió el paso. Anna lo reconoció y sólo entonces recordó que Vronsky le había dicho que no iría. Probablemente enviaba aviso de ello.
Mientras se quitaba el abrigo en el recibidor, Anna oyó que el lacayo decía, pronunciando las enes a la manera de las personas distinguidas:
–Para la señora Princesa, de parte del señor.
Ella habría querido preguntarle dónde estaba ahora su señor; habría querido volverse y darle una carta pidiendo a Vronsky que fuese a su casa o bien, ir Anna misma a casa de él. Pero nada de lo que pensaba podía hacerse, porque ya sonaba la campanilla anunciando su llegada y ya el criado de la Princesa se colocaba, de pie, junto a la puerta abierta, esperando que Anna entrase en las habitaciones interiores.
–La Princesa está en el jardín. Ahora mismo le avisan. ¿Acaso la señora desea pasar al jardín? ––dijo otro lacayo en la siguiente estancia.
Sentía la misma impresión de inseguridad y vaguedad que sintiera en su casa. Era imposible ver a Vronsky; había que continuar aquí, en esta sociedad tan ajena y distante de su estado de ánimo.
Anna llevaba el vestido que sabía que le sentaba mejor; no estaba sola; la rodeaba ese ambiente de ociosidad suntuosa que le era habitual y en él se sentía más a gusto que en su casa, pues aquí no tenía que discurrir sobre lo que había de hacer. Aquí todo se hacía solo.
Cuando Betsy salió a recibirla, vestida de blanco y con una elegancia que la sorprendió, Anna le sonrió como siempre. A la princesa Tverskaya la acompañaban Tuchkevich y una señorita pariente suya que, con gran satisfacción de sus provincianos padres, pasaba el verano en casa de la célebre princesa.
Anna debía de tener un aspecto especial, porque Betsy manifestó notarlo en seguida.
–He dormido mal –repuso Anna, mientras miraba al lacayo que se les acercaba y que, como ella supusiera, traía la carta de Vronsky.
–¡Cuánto me alegro de que haya venido usted! –dijo Betsy–. Me siento fatigada. Quiero tomarme una taza de té mientras llegan los demás. Usted –––dijo a Tuchkevich– podría ir con Macha a ver cómo está el campo de cricket, ahí, donde han cortado la hierba. Entre tanto, nosotras podremos hacernos confidencias durante el té. We’ll have a cosy chat, ¿verdad? –sonrió a Anna, mientras le apretaba la mano con que ésta sujetaba la sombrilla.
–Pero no puedo quedarme mucho rato. Tengo que visitar a la vieja Vrede. Hace un siglo que se lo tengo prometido.
La mentira, tan ajena a su carácter, le resultaba ahora tan sencilla y natural en sociedad que hasta le daba placer. No habría podido explicarse por qué lo había dicho, ya que un segundo antes ni siquiera pensaba en ello. En realidad, sólo la movía el pensamiento de que, como Vronsky no estaba allí, debía asegurarse su libertad para poder verle. Pero decir por qué precisamente había nombrado a la vieja dama de honor, a la que no tenía más motivo de visitar que a muchas otras, era imposible para Anna. Sin embargo, resultó después que, por muchos medios que hubiese imaginado para ver a Vronsky, no habría podido dar con ninguno mejor.
–De ningún modo la dejaré marchar –repuso Betsy, escrutando el rostro de Anna–. Le aseguro que me molestaría con usted si no fuera por lo que la quiero. Parece que teme usted que el trato conmigo pueda comprometerla. Hagan el favor de servirnos el té en el saloncito –ordenó, entornando los ojos, como hacía siempre que hablaba a los criados.
Y tomando la carta la leyó.
–Alexis nos ha jugado una mala partida –dijo en francés–. Me escribe que no puede venir –añadió con un acento tan natural como si no pensara ni remotamente en que el cricket pudiera tener para Vronsky otro significado que el de ver a Anna.
Anna sabía que Betsy estaba enterada de todo, pero al oírla hablar así de Vronsky en presencia suya quiso persuadirse por un momento de que Betsy no sabía nada.
–¡Oh! –dijo Anna, con indiferencia, sonriendo y como si ello le interesara poco– ¿Cómo puede su trato comprometer a nadie?
Aquel juego de palabras, aquel ocultamiento de secretos, tenía para Anna, como para todas las mujeres, muchos atractivos. No era la necesidad de ocultar ni el fin para que se fingía, sino el proceso del fingimiento en sí lo que le agradaba.
–Yo no puedo ser más papista que el Papa –agregó–. Lisa Merkalova y Stremov son la crema de la sociedad. Además, a ellos los reciben en todas partes, y yo –y subrayó el yo– nunca he sido intolerante y severa. No me ha quedado tiempo para ello.
–¿Acaso no quiere usted encontrarse con Stremov? Déjele que rompa lanzas con su marido en la comisión. A nosotras no nos importa eso. Como hombre de mundo, es el más amable que conozco y un apasionado jugador de cricket, ya lo verá. Y a pesar de su ridícula situación de viejo galanteador de Lisa, hay que ver lo bien que afronta la situación. ¡Es un hombre simpatiquísimo! ¿No conoce usted a Safo Stolz? Es de un estilo nuevo, nuevo completamente.
Mientras Betsy hablaba así, Anna comprendía, por su mirada alegre e inteligente, que su amiga adivinaba en parte su situación y estaba tratando de inventar algo para ayudarla. Ahora se hallaban en el saloncito.
–Entre tanto escribiré a Alexis ––dijo Betsy.
Se sentó ante una mesa, escribió unas líneas en un papel y lo puso en un sobre.
–Le digo que venga a comer, si no, una de las señoras se quedará sin caballero. Espere, verá usted cómo le convenzo. Perdone que la deje sola un instante. Le suplico que me cierre la carta. –dijo desde la puerta– Yo tengo que dar algunas órdenes…
Anna, sin un instante de vacilación, se sentó a la mesa y escribió al pie de la carta de Betsy, sin leerla:
Necesito verle. Espéreme al lado del jardín de Vrede. Estaré allí a las seis.
Cerró la carta y Betsy, al volver, la entregó en presencia suya para que la llevasen.
Efectivamente, durante el té que sirvieron en una mesa bandeja en el saloncito, muy fresco entonces, entre las dos mujeres medió la cosy chat que había prometido la Tverskaya antes de que llegaran los invitados. Comenzaron a pasar revista a los que esperaban y la conversación se detuvo en Lisa Merkalova.
–Es muy agradable; siempre he simpatizado con ella –decía Anna.
–Hace usted bien en apreciarla, Lisa también la quiere mucho a usted. Ayer se me acercó después de las carreras, desesperada porque no la pudo ver. Dice que es usted una verdadera heroína de novela y que si ella fuera hombre habría cometido por usted mil locuras. Stremov le contesta siempre que ya las comete sin necesidad de serlo.
–Dígame, se lo ruego, porque no lo he comprendido nunca… –insinuó Anna, tras un corto silencio, con acento que indicaba claramente que lo que preguntaba era más importante para ella de lo que parecía– Dígame, se lo ruego: ¿qué clase de relaciones hay entre Lisa y el príncipe Kaluchsky? Ese a quien llaman Michka… ¡Apenas los he visto juntos! ¿Qué hay entre ellos?
Betsy, sonriendo con los ojos, miró atentamente a Anna.
–Es un nuevo estilo –dijo–. Todas lo han adoptado… Se han atado la manta a la cabeza. Ahora, que hay muchos modos de atársela…
–Sí, ya; pero ¿qué relaciones mantiene con el príncipe Kaluchsky`?
Betsy, súbitamente, rompió a reír con jovialidad y sin contenerse, lo que le acontecía muy contadas veces.
–Invade usted los dominios de la princesa Miágkaya. ¡Vaya una pregunta de niño travieso! –y Betsy, a pesar de sus esfuerzos, no pudo contenerse y estalló al fin en una risa contagiosa propia de la gente que ríe poco –¡Habría que preguntárselo a ellos! –añadió a través de las lágrimas que la risa arrancaba a sus ojos.
–Usted ríe –dijo Anna, contagiada contra su voluntad por aquella risa––– pero yo no he podido comprenderlo nunca. No comprendo el papel del marido…
–¿El marido? El marido de Lisa Merkalova lleva a su esposa la manta de viaje y se desvive por atenderla. En cuanto a lo demás, nadie quiere darse por enterado. ¿Usted sabe? En la sociedad selecta no se habla, ni se piensa siquiera, en ciertos detalles de tocador… En esto sucede lo mismo…
–¿Asistirá usted a la fiesta de Rolandaky? –preguntó Anna para cambiar de conversación.
–Creo que no –repuso Betsy sin mirar a su amiga. Y comenzó a llenar de té aromático las pequeñas tazas transparentes. Luego acercó una taza a Anna, sacó un cigarrillo y, ajustándolo a una boquilla de plata, empezó a fumar. –¿Ve usted? Yo soy feliz. –dijo, sin reír ya, sosteniendo su taza en la mano– La comprendo a usted y comprendo a Lisa. Lisa es una de esas naturalezas ingenuas que no distinguen el bien del mal. Al menos, no lo comprenden mientras son jóvenes. Además, ahora sabe que esa ignorancia le conviene y tal vez ponga en ello alguna intención… –agregó Betsy, con fina sonrisa– Sea lo que sea, le interesa no comprenderlo. Vera usted: una misma cosa se puede mirar desde un punto de vista trágico, convirtiéndola en un tormento, como cabe mirarla con sencillez y hasta con alegría. Acaso usted se incline a considerar las cosas demasiado trágicamente…
–Quisiera conocer a los demás como a mí misma. –dijo Anna, seria y reconcentrada– ¿Seré peor o mejor que las demás? Yo creo que peor…
–¡Es usted una niña! ¡Una verdadera niña! –exclamó Betsy–. ¡Mire: ya vienen!
SUNSHINE
sábado, junio 1st, 2013
Estar en cama tiene sus ventajas. Uno puede ver películas largas, sin culpa ni remordimiento de dejar cosas sin hacer. En estos días, en los que montones de sentimientos encontrados rondan mis tripas, en torno a la promesa de lealtad a la bandera que hará mi hija de 9 años, decidí mirar, nuevamente, SUNSHINE, un film de 1999, dirigido por István Szabó y extraordinariamente interpretado por Ralph Fiennes. La película cuenta la historia de una familia húngara, a lo largo de tres generaciones, desde fines del siglo XIX hasta la caída del comunismo.
Uno termina de ver la película y se pregunta: Sabiendo lo que sabemos y habiendo vivido lo que hemos vivido ¿Qué construcciones éticas debe utilizar una persona para definir sus lealtades? ¿Debe ser leal a su patria? ¿a su familia? ¿a su herencia religiosa, étnica o cultural? ¿a su cónyuge? ¿a su «amor verdadero»?¿Por qué el hombre sigue siendo el lobo del hombre, a través de los diferentes regímenes y eras? ¿Por qué la vida y los gobiernos pueden ser tan crueles y arbitrarios? y ¿cómo podemos definir nuestras acciones en medio de realidades tan incontrolables e injustas?
Cada uno de los personajes analiza preguntas difíciles y tiene que vivir las consecuencias de sus elecciones. Aún cuando carecen de poder para controlar sus destinos finales, sus decisiones los conducen hasta allí, inevitablemente, en la mayoría de los casos.
Para mí, una película imprescindible, con una única advertencia: dura 3 horas. Prepárense unas teteras y mírenla en familia. Les dejo dos enlaces:
– Ésta está doblada al español, pero muy bien: http://www.shurweb.es/videos/sunshine-1999/
– Ésta es para descargar, en idioma original con subtítulos en español: http://www.mejorenvo.com/descargar-pelicula-4549.html
COMPOSITE DE AMOR
sábado, junio 1st, 2013
Esto se llama «Amor de marido» y si bien es sólo té con limón y galletas con jalea de membrillos, para mí no hay mejor blend, para curar un resfrío, que la roja bandeja en la cama, armada por mi más querido.
Buenos días, les dejo un poema traducido de Carol Ann Duffy, hermosa poetisa británica.
TÉ
Me gusta servirte el té, levantando
la tetera pesada e inclinándola, para que
fluya el fragante líquido en tu taza de porcelana.
O cuando estás lejos o en el trabajo,
me gusta pensar en tus manos ahuecadas, mientras sorbes,
como sorbes, en la tenue semisonrisa de tus labios.
Me gusta preguntar -¿azúcar? -¿leche? –
y las respuestas que no sé de memoria, aún,
porque veo tu alma en tus ojos y me olvido.
Jasmine, Gunpowder, Assam, Earl Grey, Ceilán,
amo los nombres del té. -¿Cuál te gustaría?-digo
pero es «el que sea», para ti, «por favor», en cualquier momento,
como las mujeres recolectan de las laderas
las hojas más dulces, en el monte Wu-Yi,
y yo soy tu amante, enamorada, colando tu té.
“TEA
I like pouring your tea, lifting
the heavy pot, and tipping it up,
so the fragrant liquid streams in your china cup.
Or when you’re away, or at work,
I like to think of your cupped hands as you sip,
as you sip, of the faint half-smile of your lips.
I like the questions – sugar? – milk? –
and the answers I don’t know by heart, yet,
for I see your soul in your eyes, and I forget.
Jasmine, Gunpowder, Assam, Earl Grey, Ceylon,
I love tea’s names. Which tea would you like? I say
but it’s any tea, for you, please, any time of day,
as the women harvest the slopes
for the sweetest leaves, on Mount Wu-Yi,
and I am your lover, smitten, straining your tea.”
ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 13 Y 14
viernes, mayo 31st, 2013
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 13
Ni aun los más allegados a Alexis Alexandrovich sabían que aquel hombre de aspecto tan frío, aquel hombre tan razonable, tenía una debilidad: no podía ver llorar a un niño o a una mujer. El espectáculo de las lágrimas le hacía perder por completo el equilibrio y la facultad de razonar.
El jefe de su oficina y el secretario lo sabían y, cuando el caso se presentaba, avisaban a los visitantes que se abstuvieran en absoluto de llorar ante él si no querían echar a perder su asunto.
–Se enfadará y no querrá escucharles –decían.
Y, en efecto, en tales casos, el desequilibrio moral producido en Karenin por las lágrimas se manifestaba en una imitación que le llevaba a echar sin miramientos a sus visitantes.
–¡No puedo hacer nada! ¡Haga el favor de salir! –gritaba en tales ocasiones.
Cuando, al regreso de las carreras, Anna le confesó sus relaciones con Vronsky e, inmediatamente, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar, Alexis Alexandrovich, a pesar del enojo que sentía, notó a la vez que le invadía el desequilibrio moral que siempre despertaban en él las lágrimas. Comprendiéndolo, y comprendiendo también que la exteriorización de sus sentimientos estaría poco en consonancia con la situación que atravesaban, Alexis Alexandrovich procuró reprimir toda manifestación de vida, por lo cual no se movió para nada ni miró a Anna. Y aquél era el motivo de que ofreciese aquella extraña expresión como de muerto que sorprendiera a su mujer.
Al llegar, la ayudó a apearse y, dominándose, se despidió de ella con su habitual cortesía, pronunciando algunas frases que en nada lo comprometían y diciéndole que al día siguiente le comunicaría su decisión.
Las palabras de su mujer al confirmar sus sospechas dañaron profundamente el corazón de Karenin y el extraño sentimiento de compasión física hacia ella, que despertaban en él sus lágrimas, aumentaba todavía su dolor. Mas, al quedar solo en el coche, Alexis Alexandrovich, con gran sorpresa y alegría, se sintió absolutamente libre de aquella compasión y de las dudas y celos que le atormentaban últimamente. Experimentaba la misma sensación de un hombre a quien arrancan una muela que le hubiese estado atormentando desde mucho tiempo. Tras el terrible sufrimiento y la sensación de haberle arrancado algo enorme, algo más grande que la propia cabeza, el paciente nota de pronto, y le parece increíble, tal felicidad, que ya no existe lo que durante tanto tiempo le amargara la vida, lo que absorbía toda su atención y que, ahora, puede vivir de nuevo, pensar a interesarse en cosas distintas a su muela.
Tal era el sentimiento de Alexis Alexandrovich. El dolor fue terrible e inmenso pero ya había pasado y ahora sentía que podía vivir y pensar de nuevo sin ocuparse sólo de su esposa.
«Es una mujer sin honor, sin corazón, sin religión y sin moral. Lo he sabido y lo he visto siempre, aunque por compasión hacia ella procuraba engañarme», se dijo.
Y en efecto, le parecía haberlo visto siempre. Recordaba los detalles de su vida con ella y éstos, aunque antes no le parecieron malos, ahora, a su juicio, demostraban claramente la perversidad de su esposa.
«Me equivoqué al unir su vida a la mía, pero en mi equivocación no hay nada de indigno y por tal razón no he de ser desgraciado. La culpa no es mía, sino suya», se dijo. «Ella no existe ya para mí.»
Lo que pudiera ser de Anna y de su hijo, hacia el que experimentaba iguales sentimientos que hacia su mujer, dejó de interesarle. Lo único que le preocupaba era el modo mejor, más conveniente y más cómodo para él –y como tal, el más justo– de librarse del fango con que ella le contaminara en su caída, a fin de poder continuar su vida activa, honorable y útil.
«No puedo ser desgraciado por el hecho de que una mujer despreciable haya cometido un crimen. Únicamente debo buscar la mejor salida de la situación en que me ha colocado. Y la encontraré», reflexionaba, arrugando el entrecejo cada vez más. «No soy el primero, ni el último…» Y aun prescindiendo de los ejemplos históricos, entre los cuales le venía primero a la memoria el de la bella Elena y Menelao, toda una larga teoría de infidelidades contemporáneas de mujeres de alta sociedad surgieron en la mente de Alexis Alexandrovich.
«Darialov, Poltavky, el príncipe Karibanob, el conde Paskudin, Dram… Sí, también Dram, un hombre tan honrado y laborioso…, Semenov, Chagin, Sigonin… –recordaba– Cierto que el más necio ridiculo cae sobre estos hombres pero yo nunca he considerado eso más que como una desgracia y he tenido compasión de ellos», se decía Alexis Alexandrovich.
Esto no era verdad, pues nunca tuvo compasión de desgracias tales, y tanto más se había apreciado hasta entonces a sí mismo cuantas más traiciones de mujeres habían llegado a sus oídos.
«Es una desgracia que puede suceder a todos, y me ha tocado a mí. Sólo se trata de saber cómo puedo salir mejor de esta situación.»
Y comenzó a recordar cómo obraban los hombres que se hallaban en casos como el suyo de ahora.
«Darialov se batió en duelo.»
En su juventud el duelo le preocupaba mucho, precisamente porque físicamente era débil y le constaba. Alexis Alexandrovich no podía pensar sin horror en una pistola apuntada a su pecho y nunca en su vida había usado arma alguna. Tal horror le obligó a pensar en el duelo desde muy temprano y a calcular cómo había que comportarse al ponerse en frente de un peligro mortal. Luego, al alcanzar el éxito y una posición sólida en la vida, hacía tiempo que había olvidado aquel sentimiento. Y como la costumbre de pensar así se había hecho preponderante, el miedo a su cobardía fue ahora tan fuerte que Alexis Alexandrovich, durante largo tiempo, no pensó más que en el duelo, aunque sabía muy bien que en ningún caso se batiría.
«Cierto que nuestra sociedad, bien al contrario de la inglesa, es aún tan bárbara que muchos –y en el número de estos «muchos» figuraban aquellos cuya opinión Karenin apreciaba más– miran el duelo con buenos ojos. Pero ¿a qué conduciría? Supongamos que lo desafío», continuaba pensando. E imaginó la noche que pasaría después de desafiarlo, imaginó la pistola apuntada a su pecho y se estremeció, y comprendió que aquello no sucedería nunca. Pero seguía reflexionando: «Supongamos que me dicen lo que tengo que hacer, que me colocan en mi puesto y aprieto el gatillo», se decía, cerrando los ojos. «Supongamos que lo mato…»
Alexis Alexandrovich sacudió la cabeza para apartar tan necios pensamientos.
«Pero ¿qué tiene que ver que mate a un hombre con lo que he de hacer con mi mujer y mi hijo? ¿No tendré también entonces que pensar lo que he de decidir referente a ella? En fin: lo más probable, lo que seguramente sucederá, es que yo resulte muerto o herido. Es decir, yo, inocente de todo, seré la víctima. Esto es más absurdo. Pero, por otro lado, provocarlo a duelo no sería por mi parte un acto honrado. ¿Acaso ignoro que mis amigos no me lo permitirían, que no consentirían que la vida de un estadista, necesaria a Rusia, se pusiera en peligro? ¿Y qué pasaría entonces? Pues que parecerá que yo, sabiendo bien que el asunto nunca llegará a implicar riesgo para mí, querré darme un inmerecido lustre con este desafío. Esto no es honrado, es falso, es engañar a los otros y a mí mismo. El duelo es inadmisible y nadie espera que yo lo provoque. Mi objeto es asegurar mi reputación, que necesito para continuar mis actividades sin impedimento.»
Su trabajo político, que ya antes le parecía muy importante, ahora se le presentaba como de una importancia excepcional. Una vez descartado el duelo, Karenin estudió la cuestión del divorcio, salida que eligieran otros maridos que él conocía. Recordando los casos notorios de divorcios (y en la alta sociedad existían muchos que él conocía perfectamente), Alexis Alexandrovich no encontró ninguno en que el fin del divorcio fuera el mismo que él se proponía. En todos aquellos casos, el marido cedía o vendía a la mujer infiel; y la parte que, por ser culpable, no tenía derecho a casarse de nuevo, afirmaba falsas relaciones del esposo. En su propio caso, Alexis Alexandrovich veía imposible obtener el divorcio legal de modo que fuera castigada la esposa culpable. Comprendía que las delicadas condiciones de vida en que se movía no hacían posibles las demostraciones demasiado violentas que exigía la ley para probar la culpabilidad de una mujer.
Su vida, muy refinada en cierto sentido, no toleraba pruebas tan crudas, aunque existiesen, ya que el ponerlas en práctica lo rebajaría más a él que a ella ante la opinión general. El intento del divorcio no habría valido más que para provocar un proceso escandaloso que aprovecharían bien sus enemigos a fin de calumniarlo y hacerlo descender de su posición en el gran mundo.
De modo que el objeto esencial, obtener la solución del asunto con las mínimas dificultades, no lo llenaba el divorcio. Además, con el divorcio -o su planteamiento- se evidenciaba que la mujer rompía sus relaciones con el marido y nada le impedía ya unirse a su amante. Y en el alma de Karenin, pese a la completa indiferencia que hacia su mujer creía experimentar ahora, restaba aún un sentimiento que se expresaba por el deseo de que ella no pudiese unirse libremente con Vronsky, con lo que su delito habría redundado en beneficio de ella. Tal pensamiento irritaba tanto a Alexis Alexandrovich que sólo al imaginarlo se le escapó un gemido de íntimo dolor. Se irguió, cambió de sitio en el coche y durante un prolongado instante permaneció con el entrecejo fruncido mientras envolvía sus pies huesudos y friolentos en la suave manta de viaje.
En vez del divorcio legal podía, como Karibanov, Paskudin y el buen Dram, separarse de su mujer, siguió pensando Alexis Alexandrovich cuando se sintió un poco calmado. Pero este procedimiento tenía los mismos efectos deshonrosos que el divorcio y lo peor era que, como el divorcio legal, arrojaba a su mujer en brazos de Vronsky.
« ¡No: es imposible, imposible!», dijo en alta voz, mientras comenzaba a desenrollar otra vez la manta de viaje. «Yo no he de ser desgraciado, pero no quiero que ni él ni ella sean dichosos.»
El sentimiento de celos que experimentara mientras ignoraba la verdad se disipó en cuanto las palabras de su mujer le arrancaran la muela con dolor. A aquel sentimiento lo sustituía otro: el de que su mujer no sólo no debía triunfar, sino que debía ser castigada por el delito cometido. No reconocía que experimentara tal sentimiento, pero en el fondo de su alma deseaba que ella sufriese, en castigo a haber destruido la tranquilidad y mancillado el honor de su marido. Y, estudiando de nuevo las posibilidades de duelo, divorcio y separación, y rechazándolas todas otra vez, Alexis Alexandrovich concluyó que sólo quedaba una salida: retener a Anna a su lado, ocultar lo sucedido ante la sociedad y procurar por todos los medios poner fin a aquellas relaciones, lo que era el medio más eficaz de castigarla, aunque esto no quería confesárselo.
«Debo decirle que mi decisión es, una vez examinada la posición en que ha puesto a la familia, y considerando que cualquier otra medida sería peor para ambas partes, mantener el «statuto quo» exterior, con el cual estoy conforme, a condición inexcusable de que cumpla enteramente mi voluntad, es decir, suspenda toda relación con su amante.»
Y cuando hubo adoptado definitivamente esta resolución, acudió, como un refuerzo de ella, un pensamiento muy importante a la mente de Alexis Alexandrovich:
«Sólo con esta decisión obro de acuerdo con las prescripciones de la Iglesia», se dijo. «Únicamente con esta solución no arrojo de mi lado a la mujer criminal y le doy posibilidades de arrepentirse e incluso, aunque esto me sea muy penoso, consagro parte de mis fuerzas a su corrección y salvación.»
Alexis Alexandrovich sabía que carecía de autoridad moral sobre su mujer y que de aquel intento de corregirla no resultaría más que una farsa y, a pesar de que en todos aquellos tristes instantes no había pensado ni una sola vez en buscar orientaciones en la religión, ahora, cuando la resolución tomada le parecía coincidir con los mandatos de la Iglesia, esta sanción religiosa de lo que había decidido le satisfacía plenamente y, en parte, le calmaba. Le era agradable pensar que, en una decisión tan importante para su vida, nadie podría decir que había prescindido de los mandatos de la religión, cuya bandera él había sostenido muy alta en medio de la indiferencia y frialdad generales.
Reflexionando acerca de los demás detalles, Alexis Alexandrovich no veía motivo para que sus relaciones con su mujer no pudiesen continuar como antes. Cierto que jamás podría volver a respetarla, pero no había ni podía haber motivo alguno para que él destrozara su vida y sufriese porque ella fuera mala e infiel.
«Sí; pasará el tiempo, que arregla todas las cosas, y nuestras relaciones volverán a ser las de antes», se dijo Alexis Alexandrovich.
Y añadió:
«Es decir, esas relaciones se reorganizarán de tal modo que no experimentaré desorden alguno en el curso de mi vida. Ella debe ser desgraciada, pero yo no soy culpable y no tengo por qué ser desgraciado a mi vez».
TERCERA PARTE – Capítulo 14
Al acercarse a San Petersburgo, no sólo Karenin había adoptado su decisión de una manera definitiva, sino que hasta redactó mentalmente la carta que iba a escribir a su mujer. Entró en la portería, vio las cartas y documentos que le habían llevado del Ministerio y ordenó que los llevaran a su gabinete.
–Apaguen y no reciban a nadie –contestó a la pregunta del portero, con satisfacción que denotaba su buen humor, acentuando la frase «no reciban».
Ya en su gabinete, Karenin paseó recorriéndolo dos veces en toda su longitud y se detuvo ante su gran mesa escritorio, en la que había seis velas encendidas que había puesto allí su ayuda de cámara.
Luego hizo crujir las articulaciones de sus dedos, se sentó y comenzó a arreglar los objetos que había en el escritorio. Con los codos sobre la mesa y la cabeza inclinada de lado, reflexionó un momento y luego escribió sin detenerse ni un segundo. Escribía en francés, sin dirigirse directamente a ella y empleando el «usted», que no posee en aquel idioma la frialdad que posee en el ruso:
En nuestra última entrevista le indiqué mi intención de comunicarle lo que he decidido respecto a lo que hablamos.
Después de reflexionar detenidamente, le escribo como le prometí. Mi decisión es ésta: sea cual sea su proceder, no me considero autorizado a romper lazos con los que nos ha unido un poder superior. La familia no puede ser deshecha por el capricho, el deseo o incluso el crimen de uno de los cónyuges. Nuestra vida, pues, debe seguir como antes. Eso es necesario para usted, para mí y para nuestro hijo. Estoy seguro de que usted se arrepiente de lo que motiva la presente carta y que me ayudará a arrancar de raíz la causa de nuestra discordia y a olvidar el pasado. En caso contrario, puede suponer lo que le espera a usted y a su hijo. De todo ello espero hablarle en nuestra próxima entrevista. Como termina la temporada veraniega, le pido que vuelva a San Petersburgo lo antes posible, el martes a más tardar. Se darán las órdenes necesarias para su regreso. Le ruego que tenga en cuenta que doy una especial importancia al cumplimiento de este deseo mío.
A. Karenin.
P. D. Acompaño el dinero que pueda necesitar para sus gastos.
Releyó la carta y se sintió contento, sobre todo por haberse acordado de enviar dinero; no había un reproche ni una palabra dura, pero tampoco ninguna condescendencia. Lo principal era que en ella había como un puente dorado para que pudiese volver. Plegó y alisó la carta con la grande y pesada plegadera de marfil, la puso en un sobre, en el que metió el dinero, y llamó con la particular satisfacción que le producía el adecuado empleo de sus bien ordenados útiles de escritorio.
–Llévala al ordenanza para que la entregue mañana a Anna Arkadievna en la dacha–dijo, levantándose.
–Bien. ¿Tomará vuestra excelencia el té en el gabinete?
Alexis Alexandrovich ordenó que llevasen el té allí y, jugueteando con la plegadera, se dirigió a la butaca junto a la que había una lámpara y a su lado el libro francés que había empezado a leer, relativo a inscripciones antiguas. Sobre la butaca, en un marco dorado, pendía el magnífico retrato de Anna hecho por un célebre pintor. Alexis Alexandrovich lo miró. Los ojos impenetrables le miraban burlones, insolentes, como en aquella última noche en la que habían tenido la explicación.
Todo en aquel retrato le parecía impertinente y provocador: desde los encajes de la cabeza, con los cabellos negros, excelentemente pintados, hasta la hermosa mano blanca, cuyo dedo anular estaba cubierto de sortijas, todo le causaba la misma desagradable impresión. Después de mirarlo durante un instante, Karenin se estremeció de tal modo que sus labios temblaron y hasta emitieron un sonido casi imperceptible:
–¡Brrr!
Volvió la cabeza, se sentó precipitado en la butaca y abrió el libro. Trató de leer, pero en modo alguno consiguió que despertara en él su anterior interés por las inscripciones antiguas. Mientras miraba el libro, pensaba en otra cosa. No en su mujer, sino en una complicación de su actividad gubernamental que surgiera últimamente y en la que radicaba el interés principal de su trabajo del momento.
Ahora le parecía penetrar más profundamente que nunca en aquella complicación y parecíale que en su cerebro surgía la idea capital –lo podía decir sin presunción–, el pensamiento que debía aclarar todo el asunto, haciéndole ascender en su camera, abatiendo a sus enemigos, convirtiéndole más útil aún al Estado.
En cuanto el criado, después de llevarle el té, hubo salido del aposento, Alexis Alexandrovich se levantó y se dirigió a la mesa escritorio. Apartó a un lado la cartera que contenía los asuntos corrientes y, con una sonrisa de satisfacción apenas perceptible, sacó el lápiz y se sumió en la lectura de los documentos relativos a aquella complicación.
El rasgo característico de Alexis Alexandrovich como alto funcionario del Estado, el que le distinguía especialmente y el que, unido a su moderación, su probidad, su confianza en sí mismo y su amor propio excesivo, había contribuido más a encumbrarle, era su absoluto desprecio del papeleo oficial, su firme voluntad de suprimir en lo posible los escritos inútiles y tratar los asuntos directamente, solucionándolos con la mayor rapidez y con la máxima economía.
Ocurrió, con esto, que en la célebre Comisión del 2 de junio se expuso el asunto de la fertilización de la provincia de Zaraisk, asunto perteneciente al Ministerio de Karenin y que constituía un claro ejemplo de los gastos estériles que se hacían y de los inconvenientes de resolver los asuntos sólo en el papel. Alexis Alexandrovich sabía que eso era justo.
El asunto de la fertilización de Zaraisk había sido iniciado por el antecesor de Karenin. Y en él se habían gastado y gastaban muchos fondos totalmente en balde, ya que estaba fuera de duda que todo ello no había de conducir a nada. Al ocupar aquel cargo, Alexis Alexandrovich lo comprendió en seguida y pensó en ocuparse de ello.
Pero hacerlo al principio, cuando se sentía aún poco seguro, no era razonable, teniendo en cuenta que con ello lastimaba muchos intereses. Luego, absorbido ya por otros asuntos, simplemente se había olvidado de aquél, que, como tantos otros, seguía su camino por fuerza de inercia. Mucha gente comía en torno a él y en especial una familia muy honrada y distinguida por sus dotes musicales, ya que todas las hijas tocaban algún instrumento de cuerda (Alexis Alexandrovich no sólo los conocía, sino que incluso era padrino de boda de una de las hijas mayores). Los enemigos del Ministerio se ocuparon del asunto y se lo reprocharon, con tanta menos justicia cuanto que en todos los Ministerios los había mucho más graves y que nadie tocaba, por no faltar a las conveniencias en las relaciones interministeriales.
Pero, puesto que ahora le lanzaban aquel guante, él lo recogería gallardamente y pediría una comisión especial que estudiase el asunto de la fertilización de Zaraisk. No quería, sin embargo, que la cosa quedase en manos de aquellos señores, por lo cual exigió, ante todo, el nombramiento de otra comisión especial para estudiar el asunto de la organización de la población autóctona. Aquel asunto se había planteado también ante la Comisión del 2 de junio y Alexis Alexandrovich lo presentaba con energía como muy urgente por el deplorable estado de la citada población.
En la Comisión, el asunto motivó discusiones de varios Ministerios entre sí. El Ministerio enemigo de Karenin demostraba que el estado de los autóctonos era excelente y que los cambios propuestos podían resultar funestos para la prosperidad de aquellas poblaciones; que si algo iba mal, se debía a que el Ministerio de Alexis Alexandrovich no cumplía las disposiciones legales. Y ahora Karenin se proponía exigir: primero, que se nombrara otra comisión que estudiara sobre el terreno la situación de las poblaciones autóctonas; segundo, que si se demostraba que su situación era efectivamente la que se desprendía de los datos oficiales que poseía la Comisión, se formara un nuevo comité técnico que estudiara las causas de aquella situación desde el punto de vista político, administrativo, económico, etnográfico, material y religioso; tercero, que el Ministerio adversario presentase datos de las medidas adoptadas durante los últimos años para evitar las malas condiciones en que ahora se encontraban los autóctonos, y cuarto, que se pidiera a dicho Ministerio explicaciones sobre por qué –según informes presentados a la Comisión con los números 17017 y 18308, fechas 5 de diciembre de 1863 y 7 de junio de 1864– procedía abiertamente contra la ley orgánica, artículo 18 y observación en el 36.
Un animado color cubrió las mejillas de Alexis Alexandrovich mientras anotaba rápidamente aquellas ideas. Una vez escrita la primera hoja de papel, se levantó, llamó y mandó una nota al jefe de su despacho para que le enviasen los informes necesarios.
Y tras levantarse y pasear por la habitación, volvió a mirar el retrato, arrugó las cejas y sonrió con desprecio. Leyó de nuevo el libro sobre inscripciones antiguas y a las once se fue a dormir. Cuando, una vez en la cama, recordó lo sucedido con su mujer, ya no le pareció tan terrible.
CHAI LATTE, DE PASO POR PALERMO
viernes, mayo 31st, 2013
Tarde de lluvia. Nada más reconfortante que un Chai latte, preparado con PAMPA INDIA de DaCha ~Russkiĭ Sekret~ (Blends) y mucha espuma, servido en la barra de Home Hotel Buenos Aires, el hotel boutique más lindo de Palermo Hollywood.
A partir de ahora, podés probar tres de nuestros blends, con exquisitas tortas en el Té de la tarde. Un sekret? El nuevo diseño de DaCha, HOME, es precioso y sólo se sirve allí.
ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 10, 11 Y 12
jueves, mayo 30th, 2013
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 10
–Kitty me escribe que no desea sino soledad y silencio –dijo Dolly.
–¿Está mejor de salud? –preguntó Levin con emoción.
–Gracias a Dios se halla completamente bien. Yo no creí nunca que padeciera una afección pulmonar.
–¡Me alegra mucho saberlo! ––exclamó Levin.
Y Dolly, mirándole en silencio mientras hablaba, leyó en su rostro una expresión suave y conmovedora.
–Escuche, Constantino Dmitrievich ––dijo Daria Alejandrovna, con su sonrisilla bondadosa y un tanto burlona–: ¿está usted disgustado con Kitty?
–¿Yo? No –repuso Levin.
–Pues, si no lo está, ¿cómo no fue a vernos, ni a ellos ni a nosotros, cuando estuvo en Moscú?
–Daria Alejandrovna, -dijo Levin, sonrojándose hasta la raíz del pelo– me extraña que usted, que es tan buena, no comprenda… ¿Cómo no siente usted, por lo menos, compasión de mí, sabiendo que…?
–¿Sabiendo qué?
–Sabiendo que me declaré a Kitty y que ella me rechazó –dijo Levin. Y la emoción que un instante antes le inspiraba el recuerdo de Kitty se convirtió en irritación al pensar en el desaire sufrido.
–¿Por qué se figura que lo sé?
–Porque todos lo saben.
–Está usted en un error. Yo no lo sabía, aunque lo imaginaba.
–Pues ahora ya lo sabe.
–Yo sólo sabía que había algo que la apenaba y que Kitty me rogó que no hablara a nadie de su tristeza. Si no me contó a mí lo sucedido, es seguro que no se lo ha contado a nadie. Pero, dígame, ¿qué es lo que pasó entre ustedes?
–Ya se lo he dicho.
–¿Cuándo fue?
–La última vez que estuve en su casa.
–¿Sabe lo que voy a decirle? –repuso Dolly– Que Kitty me da mucha pena, mucha… En cambio, usted no siente más que el amor propio ofendido.
–Quizá, pero… –empezó Levin.
Dolly le interrumpió:
–En cambio, por la pobre Kitty siento mucha compasión. Ahora lo comprendo todo.
–Sí, sí, Daria Alejandrovna… Pues, nada, usted me dispensará, pero… –indicó Levin, levantándose– Hasta la vista, ¿eh?
–Espere, espere y siéntese –dijo ella cogiéndole por la manga.
–Le ruego que no hablemos más de eso –indicó Levin sentándose y sintiendo a la vez renacer en su corazón la esperanza que creía enterrada para siempre.
–Si yo no le apreciara y no le conociera como le conozco… –dijo Dolly, con lágrimas en los ojos.
El sentimiento que creyera muerto se adueñaba más cada vez del alma de Levin.
–Sí, ahora lo comprendo todo –repitió Dolly–. Ustedes, los hombres, que son libres y pueden siempre escoger, no pueden comprenderlo… Pero una joven, obligada a esperar, con su pudor femenino, con su recato virginal, una joven que sólo les trata a ustedes de lejos y ha de fiarse de su palabra… Una joven así puede experimentar un sentimiento sin saber explicárselo.
–Pero cuando el corazón habla…
–El corazón puede hablar, piénselo bien: cuando ustedes se interesan por una muchacha, van a su casa, la tratan, la miran, esperan, estudian lo que sienten, analizan sus impresiones y, si están seguros de que aman, entonces piden su mano.
–Las cosas no son precisamente así.
–Es igual. Ustedes se declaran cuando su amor ha madurado lo suficiente o cuando, entre dos que les interesan, su voluntad se inclina por una. Y a ella no se le pregunta nada. Ustedes desean que ella escoja; pero ella no puede escoger: sólo le cabe decir sí o no.
«Sí; la elección entre Vronsky y yo», pensó Levin. Y el sentimiento que resucitaba en su alma pareció morir de nuevo y atormentar su corazón.
–Mire, Daria Alejandrovna: así se eligen los vestidos, pero no el amor. La elección se hace por sí sola, y una vez hecha, hecha está. Las cosas no se repiten.
–¡Oh, cuánto orgullo! –exclamó Dolly– ¡cuánto orgullo! –repitió aún, como si despreciara aquel bajo sentimiento que se manifestaba en Levin, comparándolo al otro que sólo las mujeres conocen– Cuando usted se declaró a Kitty, ella no estaba en situación de poder decirle nada. Dudaba entre usted y Vronsky. A éste lo veía a diario, a usted hacía tiempo que no lo veía. Si Kitty hubiese tenido más edad, claro que… Yo, por ejemplo, en su lugar, no habría dudado. Vronsky a mí me fue siempre muy antipático. Y así salió.
Levin recordó la respuesta de Kitty. Le había dicho: «No, no puede ser».
–Aprecio en mucho su confianza, pero creo que no acierta usted. –expuso Levin con sequedad– Tenga yo razón o no, este orgullo que tanto censura usted en mí me hace imposible pensar en Catalina Alejandrovna, ¿comprende usted?, imposible del todo.
–Quiero decirle aún una cosa. Hágase cargo de que le hablo de mi hermana a la que quiero tanto como a mis hijos. No pretendo asegurarle que ella lo ama, pero sí que su negativa de entonces no significa nada.
–No sé. –repuso Levin casi con ira– Pero no sabe usted cuánto me hace sufrir con sus palabras. Esto es para mí como si a la madre de un niño muerto le estuvieran diciendo: «¿Ves?, tu niño ahora sería de esta o de aquella manera si no hubiese muerto y tú serías feliz mirando a tu niño…». ¡Pero el niño ha muerto, ha muerto!
–¡Me hace usted reír! ––dijo Dolly, considerando con melancólica ironía la emoción de Levin– Sí, ahora cada vez voy comprendiéndolo mejor. –continuó, pensativa– ¿Así que no vendrá usted a vernos cuando esté Kitty?
–No. No es que vaya a huir de Catalina Alejandrovna, pero siempre que me sea posible le evitaré el disgusto de mi presencia.
–Es usted el hombre más extraño. ––dijo Dolly, mirando a Levin, con dulzura, a la cara– En fin, como si no hubiéramos dicho nada… ¿Qué quieres? –preguntó en francés a la niña, que entraba en aquel momento.
–¿Dónde está mi paleta, mamá?
–Cuando te hable en francés, contéstame en francés.
La niña quería decirlo así, pero había olvidado cómo se llamaba la paleta en francés. La madre se lo recordó y luego le dijo, siempre en francés, dónde tenía que ir a buscarla. A Levin todo esto le disgustó. Al presente, nada de lo que había en aquella casa, ni siquiera los niños, le gustaba como antes.
«¿Por qué hablará a sus niños en francés?», pensaba. «¡Qué poco natural y qué falso es! Los niños lo presienten. ¡Les hacen aprender el francés y a desaprender la sinceridad!», continuaba pensando, sin saber que Daria Alejandrovna había pensado lo mismo mil veces y había creído necesario enseñar así a sus hijos aún a costa de la sinceridad.
–¿Va a marcharse tan pronto? Quédese un poco más.
Levin se quedó hasta el té, pero toda su alegría se había disipado y sentía cierto malestar.
Después del té, Levin salió al portal para mandar que engancharan los caballos y, al regresar, encontró a Dolly con el rostro descompuesto y llenos de lágrimas los ojos.
En el momento de subir él, había sucedido algo que destruyó toda la alegría y el orgullo de sus hijos que había experimentado Dolly aquel día. Gricha y Tania se habían peleado por una pelota. Ella oyó los gritos, corrió al cuarto de los niños y halló un espectáculo lamentable. Tania tenía cogido a Gricha por los cabellos y éste, con el rostro contraído por la cólera, daba a su hermana puñetazos a ciegas.
Al verlo, pareció como si algo se rompiese en el corazón de la madre y las tinieblas ensombrecieran su vida. Comprendió que aquellos niños de los que tan orgullosa se sentía no sólo eran niños como todos, sino hasta de los peores y más mal educados, llenos de inclinaciones brutales y perversas, niños malos…
Dolly ahora era incapaz de hablar ni pensar en otra cosa, y no pudo menos de referir sus desdichas a Levin.
Levin comprendió que Dolly sufría y trató de consolarla, asegurando que aquello no significaba nada, que todos los niños se pegan, pero, mientras lo decía, pensaba: «No, yo no fingiré ante mis hijos, ni les haré hablar en francés; mis hijos no serán así. No hay que forzarlos y echarlos a perder. Y cuando no se hace eso, los niños son excelentes. Si tengo hijos, no serán como éstos».
Levin se despidió para marcharse. Ella no le retuvo más.
TERCERA PARTE – Capítulo 11
A mediados de julio se presentó ante Levin el alcalde del pueblo de su hermano, situado a unas veinte verstas de Prokovskoie, para informarle acerca de cómo iban los asuntos de la siega. El principal ingreso de las fincas de su hermano consistía en los prados. Otros años, los aldeanos arrendaban los prados a razón de veinte rublos por deciatina. Cuando Levin asumió la dirección de la propiedad, encontró que valían más y fijó el precio en veinticinco rublos por deciatina. Los aldeanos no pagaron aquel precio y, como sospechara Levin, procuraron quitarle otros compradores.
Entonces Levin fue allí a hizo segar el heno contratando jornaleros y yendo a la parte con otros. Aunque los aldeanos se oponían con todas sus fuerzas a la innovación, la cosa marchó bien y el primer año ya se sacó de los prados casi el doble. En los años siguientes continuó la oposición de los campesinos, pero la siega se realizó del mismo modo.
Este año los aldeanos habían arrendado los prados yendo a la tercera parte en las ganancias y ahora el alcalde venía a comunicar a Levin que la siega estaba concluida y que él, en previsión de que lloviese, había llamado al encargado, en presencia del cual hizo el reparto y separó los once almiares (1) que pertenecían al propietario.
No obstante, por las respuestas inconcretas a la pregunta de cuánto heno había en el mayor de los prados, por la precipitación con que el alcalde había repartido el heno sin habérselo ordenado y por el acento del campesino en general, Levin comprendió que el reparto del heno no había sido cosa clara y decidió ir personalmente a comprobarlo.
Llegó al pueblo a la hora de comer. Dejó el caballo en casa de un anciano, esposo de la nodriza de su hermano, y pasó al colmenar para informarse de las pormenores de la siega.
El viejo Parmenov, hombre charlatán y de buen aspecto, acogió a Levin con júbilo, le habló de sus abejas y de la enjambrazón de aquel año. Pero a las preguntas sobre la siega respondió vagamente y con desgana.
Ello confirmó a Levin sus suposiciones. Fue al prado y examinó los almiares. En cada uno de ellos no podía haber cincuenta carretadas de heno. Para desenmascarar a los labriegos, mandó llamar a los carros que habían transportado el heno, ordenó que se cargase un almiar y se llevase a la era.
De cada almiar salieron treinta y dos carros. Pese a las afirmaciones del alcalde de que el heno estaba muy hinchado, de que se aplastaba al cargarlo en los carros, pese a sus juramentos de que todo había sido dividido como Dios manda, Levin insistió en que, habiéndose repartido el heno en ausencia suya, no lo aceptaba a razón de cincuenta carretadas por almiar.
Tras largas discusiones, se acordó que los aldeanos recibieran aquellos once almiares para ellos, contando en cada uno cincuenta carretadas, y que se separara de nuevo la parte de Levin.
Entre las discusiones y los trabajos de repartir el heno se llegó al mediodía. Una vez terminada la distribución, Levin, confiando la vigilancia de lo que faltaba por hacer a su encargado, se sentó sobre un almiar construido en torno a una alta pértiga y se hundió en la contemplación del prado y en la animación que ofrecía con las gentes en pleno trabajo.
Ante él, en el recodo que formaba el río tras un pequeño marjal, avanzaba llenando el aire con su alegre vocerío una abigarrada hilera de mujeres, entre el heno removido que se extendía por el rastrojo de un color verde claro en franjas grises y onduladas.
Tras las mujeres seguían hombres con horcas y los montones se convertían en altas y ligeras hacinas. A la izquierda, por el prado ya limpio, sonaba el ruido de los carros y, uno tras otro, alzados por las grandes horcas, desaparecían los haces y en vez de ellos se levantaban los enormes y pesados carros, cargados de tal modo de heno oloroso que la hierba desbordaba por las grupas de los caballos.
–Es preciso apresurarse mientras dura el buen tiempo. Si se hace así saldrá un heno excelente. ––dijo el viejo, que se había sentado junto a Levin– Mire, mire cómo trabajan los mozos. Lo recogen con tanto cuidado como si fuera té. ¡No van tan aprisa las aves cuando se les echa el grano, no! –añadió, indicando las gavillas ya cargadas en los carros– Desde la hora de comer habrán cargado como la mitad.
Y gritó a un mozo que, de pie en la parte delantera de uno de los carros y con las riendas en la mano, se disponía a marchar.
–¿Es el último?
–El último, padrecito –contestó el mozo, reteniendo el caballo. Y se volvió para mirar, sonriendo, a una mujer muy colorada y también sonriente que iba sentada en la parte trasera del carro y ambos continuaron su camino.
–¿Es hijo tuyo? –preguntó Levin.
–El más pequeño ––contestó el viejo con dulce sonrisa.
–¡Es un bravo mozo!
–No puede decirse mejor.
–¿Está casado ya?
–En la cuaresma de san Felipe hizo dos años.
–¿Tiene hijos?
–¡Hijos! ¡Si se me ha pasado un año entero sin saber nada de…! Hasta que nos burlamos de él y… ¡Pero qué heno tan hermoso! ¡Parece verdaderamente té! –continuó el viejo, queriendo cambiar de conversación.
Levin miró con más atención a Vanika Parmenov y a su mujer que, lejos de él, cargaba otro carro de heno. Iván Parmenov, de pie en el carro, recibía, igualaba y aplastaba los enormes haces de heno que, primero a brazadas y luego con la horca, le pasaba su mujer, que era joven y hermosa y trabajaba sin esfuerzo, con agilidad y alegría. Primero la joven lo ahuecaba, después hundía en él la horca y, con un movimiento rápido y flexible, cargaba sobre la horca todo el peso de su cuerpo, encorvando el busto, ceñido por un cinturón rojo. Luego se erguía mostrando su pecho lleno bajo el blanco corpiño y con un hábil ademán empujaba la horca a introducía el heno en el carro.
Rápidamente, para ahorrarle todo esfuerzo superfluo, Iván recogía en sus brazos el haz de heno que le pasaba su mujer y lo arrojaba en el carro.
Una vez que hubo levantado con el rastrillo el heno, la mujer se sacudió las briznas de hierba que le habían penetrado por el cuello de la camiseta, se arregló el pañuelo rojo sobre su blanca frente, no tostada por el sol, y subió al carro para ayudar a su marido a sujetar la carga. Iván le enseñaba el modo de hacerlo y a una observación de su mujer estalló en una franca carcajada. Sus rostros expresaban un amor intenso y juvenil despertado recientemente.
(1) Almiar: Pajar al descubierto, con un palo largo en el centro alrededor del cual se va amontonando la mies, la paja o el heno.
TERCERA PARTE – Capítulo 12
Una vez sujeto el heno en el carro, Iván bajó de un salto y comenzó a llevar por la brida a su caballo, excelente y bien nutrido.
La mujer echó el rastrillo en el carro y, con vivo paso, moviendo los brazos al andar, se dirigió al encuentro de las otras mujeres, que estaban sentadas en círculo. Iván, al llegar al camino, se unió a la fila de los demás carros. Las mujeres, con los rastrillos al hombro, radiantes en sus vivos colores, hablaban con voz alegre y sonora mientras seguían a los carros.
Una voz áspera y ruda de mujer entonó una canción repitiendo el estribillo. Entonces, todos a coro, medio centenar de voces sanas, altas y rudas, iniciaron el mismo cantar y lo concluyeron.
Las mujeres se acercaban, cantando, hacia Levin, que sentía la impresión de que una nube cargada de truenos de alegría se aproximaba a él.
Llegó la nube, le alcanzó y el montón de heno en el que estaba tendido y los demás montones y los carros y el prado y hasta los campos lejanos, todo se agitó y onduló bajo el ritmo de aquel cantar salvaje y atrevido, acompañados de gritos, silbidos y exclamaciones de entusiasmo.
Levin sintió envidia de aquella sana alegría. Le habría gustado participar de aquella expresión del júbilo de vivir. Pero no podía hacerlo, como lo hacían ellos, y tenía que permanecer allí tendido y mirar y escuchar.
Cuando la gente desapareció de su vista y las canciones no llegaban ya a sus oídos, Levin sintió el pesado dolor de su soledad, de su ociosidad física, de los sentimientos de hostilidad que experimentaba hacia aquel mundo de campesinos.
Algunos de ellos habían discutido con él sobre el asunto del heno, le habían tratado de engañar y él les había increpado. Y, sin embargo, le saludaban, alegres, en voz baja, y se veía que no sentían ni podían sentir rencor hacia él y que ni siquiera recordaban que habían tratado de engañarle. Todo se había hundido en el mar del alegre trabajo común. Dios ha dado el día, Dios ha dado las fuerzas; y el día y las fuerzas están consagrados al trabajo y en él se halla su propia recompensa.
El objeto que tuviera el trabajo y cuáles pudieran ser sus frutos, constituían ya cálculos mezquinos y extraños a aquella alegría.
Levin solía admirar esta vida y, con frecuencia, solía experimentar envidia de los que la vivían. Pero especialmente hoy, bajo la impresión de lo que viera en las relaciones de Iván Parmenov con su joven esposa, Levin pensó que de él dependía cambiar su vida de holganza, tan penosa, su vida artificial por vida de trabajo pura y alegre como la de los demás.
El viejo que estaba a su lado se había marchado a casa hacía rato. Los aldeanos habían desaparecido también: los que vivían más cerca se habían ido a sus hogares; los que vivían más lejos, se habían reunido para comer y pasar la noche en el prado.
Levin, sin que le vieran los labriegos, se tendió sobre el montón de heno, mirando, oyendo, pensando.
Los que quedaron en el prado velaron durante casi toda la corta noche de verano. Primero se sentía su alegre charla y sus risas mientras cenaban. Luego siguieron canciones y otra vez risas. El largo día de trabajo no había dejado en ellos más huellas que las de la alegría.
Poco antes de rayar el alba, todo calló. Sólo se oían los rumores nocturnos: el continuo croar de las ranas en los charcos y el resoplar de los caballos en la niebla matutina que se deslizaba sobre el prado.
Levin se recobró, se levantó de encima del heno y, mirando las estrellas, comprendió que ya había pasado la noche.
«Bueno, ¿qué haré y cómo lo haré?», se preguntó, tratando de aclarar ante sí mismo cuanto había pasado y sentido de nuevo en aquella noche. Cuanto pensara y sintiera, de nuevo, se dividía en tres directrices mentales: una, la renuncia a su vida anterior, a su cultura, que no le servía para nada. Esta renuncia le agradaba y la encontraba fácil y sencilla. Otra directriz era la de la vida que había de vivir desde ahora. La sencillez, pureza y legitimidad de esta vida las comprendía claramente y estaba seguro de encontrar en ellas la satisfacción, la paz y la dignidad cuya falta sentía tan dolorosamente. Pero la tercera directriz de sus pensamientos giraba en tomo a la manera en cómo había de cambiar su vida de antes y emprender su nueva vida. Y aquí no imaginaba nada que fuese claro.
«Tener una mujer. Trabajar y sentir la necesidad de hacerlo… Y entonces, ¿abandonar a Pokrovskoie? ¿Comprar tierras? ¿Inscribirse en la comunidad de los campesinos? ¿Casarse con una aldeana? Pero ¿cómo hacerlo?», se preguntaba sin hallar contestación. « No he dormido en toda la noche y no puedo ver las cosas con claridad», se dijo. «Ya lo aclararé todo después. Pero estoy seguro de que esta noche ha decidido mi suerte. Todas mis ilusiones de antes sobre la vida familiar son tonterías. No es aquello lo que necesito. Todo es más sencillo y mucho mejor.»
«¡Qué hermoso es esto!, pensó mirando la especie de extraña concha de nácar formada por blancas nubecillas retorcidas que se había detenido en el cielo sobre su cabeza. ¡Qué hermoso es todo en esta noche maravillosa! ¿Cuándo ha podido formarse esa concha de nubes? Hace poco he mirado el cielo y no había nada en él, salvo dos franjas blancas. De igual modo, imperceptiblemente, ha cambiado mi concepción de la vida.»
Salió del prado y, por el camino real, se dirigió al pueblo. Se levantó un vientecillo y todo a su alrededor tomó un aspecto apagado y sombrío. Era el momento oscuro que precede generalmente a la salida del sol, a la victoria definitiva de la luz sobre las tinieblas. Levin, temblando de frío, avanzaba rápidamente mirando al suelo.
«¿Quién vendrá», pensó al oír ruido de cascabeles. Y alzó la cabeza.
A unos cuarenta pasos de distancia avanzaba, a su encuentro, por el ancho camino cubierto de hierba que Levin seguía, un coche con cuatro caballos, enganchados en doble pareja. Los caballos del exterior se apartaban de las rodadas, apretándose contra las varas y el hábil cochero, sentado a un lado del pescante, guiaba de modo que las varas quedasen sobre el refleje, con lo que las ruedas giraban sobre el suelo liso.
Levin no reparó más que en este detalle y, sin pensar en quién pudiera ir en el coche, miró distraídamente al interior.
En un rincón del asiento dormitaba una viejecita y, junto a la ventanilla, una joven, que al parecer acababa de despertarse, se anudaba con ambas manos las cintas de su cofia blanca. Radiante y pensativa, rebosante de vida interior, elegante y complicada, muy ajena a Levin, miraba, por encima de él, la naciente aurora.
Y en el momento en que esta visión desaparecía, dos ojos límpidos y sinceros se posaron en él, ella lo reconoció y una alegría llena de sorpresa iluminó su rostro.
Levin no podía equivocarse. Aquellos ojos eran únicos en el mundo. Sólo un ser en la tierra podía concentrar para él toda la luz y todo el sentido de la vida. Era ella. Era Kitty, que, por lo que él comprendió, se dirigía a Erguchevo desde la estación del ferrocarril.
Y todo lo que había agitado a Levin en aquella noche de insomnio, cuantas decisiones tomara, todo desapareció de repente. Recordó con repugnancia sus ideas de casarse con una campesina. Sólo allí, en aquel coche que se alejaba por el otro lado del camino, estaba la posibilidad de solventar el problema de su vida, de hallar aquella solución que hacía tanto tiempo lo atormentaba.
Kitty no lo miró más. Ya no sonaba el ruido de los muelles del coche y apenas se sentía el rumor de los cascabeles. Por el ladrido de los perros, adivinó Levin que el coche pasaba por el pueblo. Y él quedó solo consigo mismo, entre los campos desiertos, cerca del pueblo, ajeno a todo, caminando por un ancho camino abandonado.
Miró al cielo, esperando hallar aquella concha de nubes que despertara su admiración y que simbolizaba sus pensamientos y sentimientos de la pasada noche. En las alturas inaccesibles se había operado un cambio misterioso. Ya no existían ni señales de la concha, sino sólo un tapiz de vellones que cubría la mitad del cielo, vellones que se iban empequeñeciendo a cada instante. El cielo fue volviéndose más claro y más azul; y con la misma ternura, pero también con la misma inaccesibilidad, contestaba a la mirada interrogadora de Levin.
«No», se dijo Levin. «Por hermosa que sea esta vida de trabajo y sencillez, no puedo vivirla. Porque la amo a «ella»…»
ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 7, 8 Y 9
miércoles, mayo 29th, 2013
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 7
Esteban Arkadievich había ido a San Petersburgo para cumplir con una obligación, tan comprensible para los que trabajan como incomprensible para los que no trabajan: obligación esencial y sin la cual no se puede trabajar y que consiste en hacerse recordar en el Ministerio.
Una vez cumplido este deber, como se había llevado casi todo el dinero que había en su casa, pasaba el tiempo muy alegre y divertido, asistiendo a las carreras hípicas y visitando las casas veraniegas de sus amistades.
Mientras tanto, Dolly, con sus hijos, se trasladaba al campo para disminuir, en lo posible, los gastos. Fue, pues, a Erguchevo, la finca que había recibido en dote, la misma de la cual la primavera pasada habían vendido el bosque y que distaba cincuenta verstas de Pokrovskoie, el pueblo de Levin.
La vieja casa señorial de Erguchevo estaba en ruinas hacía tiempo. Siendo dueño de la propiedad el príncipe, padre de Dolly, se había reparado y se amplió el pabellón inmediato a la casona. Veinte años atrás, cuando Dolly era niña, aquel pabellón era espacioso y cómodo, a pesar de que, como todas las viviendas de este género, estaba construido lateralmente a la avenida principal y mirando al mediodía. Ahora se derrumbaba por todas partes.
Cuando Oblonsky fue al pueblo para vender el bosque, Dolly le pidió que echase una ojeada a la casa y procurase repararla de manera que quedara habitable.
Como todos los maridos que se sienten culpables, Esteban Arkadievich se preocupaba mucho del bienestar de su esposa. Así, hizo lo que ella le había pedido y dio las órdenes que creyó imprescindibles. A su juicio, había que enfundar los muebles con cretona, colgar cortinas, limpiar el jardín, construir un puentecillo sobre el estanque y plantar flores.
Pero olvidó muchas otras cosas necesarias cuya falta constituyó después un tormento para Daria Alejandrovna.
A pesar de todos los esfuerzos de Oblonsky para ser buen padre y buen esposo, nunca conseguía recordar que tenía mujer a hijos. Sus inclinaciones eran las de un soltero y obraba siempre de acuerdo con ellas.
Al volver del pueblo declaró con orgullo a su mujer que todo estaba arreglado, que la casa quedaba preciosa y que le aconsejaba que fuese a vivir allí.
La marcha de su esposa al pueblo satisfacía a Esteban Arkadievich en todos los aspectos: por la salud de los niños, para disminuir los gastos y para tener él más libertad.
Daria Alejandrovna, por su parte, consideraba necesario el viaje al pueblo por la salud de los niños, especialmente de la niña, aún no restablecida del todo desde la escarlatina. Deseaba también huir de Moscú para eludir las humillaciones minúsculas de las deudas al almacenista de leña, al pescadero, al zapatero, etcétera, que la atosigaban; y le placía, en fin, ir al pueblo, porque contaba recibir allí a su hermana Kitty, que debía volver del extranjero a mediados de verano y a la que habían prescripto baños de río que podría tomar allí.
Kitty le escribía desde la estación termal diciendo que nada le gustaría tanto como poder pasar el verano con ella, en Erguchevo, lleno de recuerdos de la infancia para las dos hermanas.
Los primeros días en el pueblo fueron muy difíciles para Dolly. Había vivido allí siendo niña y conservaba la impresión de que el pueblo era un refugio contra todos los disgustos de la ciudad y de que la vida rural, aunque no espléndida (en lo que Dolly estaba de acuerdo), era cómoda y barata y saludable para los niños. Allí debía haber de todo y todo económico y al alcance de la mano. Pero al llegar al pueblo como ama de casa, comprobó que las cosas eran muy distintas de cómo las suponía.
Al día siguiente de llegar hubo una fuerte lluvia y por la noche el agua, calando por el techo, cayó en el corredor y en el cuarto de los niños, cuyas camitas hubo que trasladar al salón. No pudo encontrarse cocinera para los criados. De las nueve vacas del establo resultó que, según la vaquera, unas iban a tener crías, otras estaban con el primer ternero, otras eran viejas y las demás difíciles de ordeñar. No había, pues, manteca ni leche para los niños. No se encontraban huevos y era imposible adquirir una gallina. Sólo se cocinaban gallos viejos, de color salmón, todos fibras. Tampoco había modo de conseguir mujeres para fregar el suelo, porque estaban ocupadas en la recolección de las patatas. No se podían dar paseos en coche, pues uno de los caballos se desprendía siempre arrancando las correas de las varas.
Tampoco había manera de bañarse en el río, porque toda la orilla estaba pisoteada por los animales y abierta por el lado del camino. Ni siquiera era posible pasear, ya que los ganados penetraban en el jardín por la cerca rota y había un buey aterrador que bramaba de un modo espantoso y seguramente acometía. No existían armarios para la ropa y los pocos que había no cerraban bien y se abrían cuando uno pasaba ante ellos. En la cocina faltaban ollas de metal y calderos para la colada en el lavadero y en el cuarto de las criadas no había ni mesa de planchar.
Los primeros días, Daria Alejandrovna, que en lugar del reposo y la tranquilidad que esperaba se encontraba con tan gran número de dificultades y que ella veía como calamidades terribles, estaba desesperada: luchaba contra todo con todas sus energías, pero tenía la sensación de encontrarse en una situación sin salida y apenas podía contener sus lágrimas.
El encargado, un ex sargento de caballería al que Esteban Arkadievich había apreciado mucho, tomándolo de portero en atención a su porte arrogante y respetuoso, no compartía en nada las angustias de Dolly ni la ayudaba en cosa alguna, limitándose a decir, con mucho respeto:
–No puede hacerse nada, señora… ¡Es tan mala la gente!
La situación parecía insoluble. Mas en casa de Oblonsky, como en todas las casas de familia, había un personaje insignificante pero útil e imprescindible: Matrena Filimonovna. Ella calmó a la señora asegurándole que «todo se arreglaría» (tal era su frase, que Mateo había adoptado). Además, Matrena Filimonovna sabía obrar sin precipitarse ni agitarse.
Entabló inmediata amistad con la mujer del encargado y el mismo día de segar ya tomó el té con ellos en el jardín, bajo las acacias, tratando los asuntos que le interesaban. En breve se organizó bajo las acacias el club de María Filimonovna, compuesto por la mujer del encargado, del alcalde y del escribiente del despacho. A través de este club comenzaron a solventarse las dificultades y al cabo de una semana todo estaba, efectivamente, «arreglado».
Se reparó el techo, se halló una cocinera, comadre del alcalde, se compraron gallinas, las vacas empezaron a dar leche, se cerró bien el jardín con listones, el carpintero arregló una tabla para planchar, se pusieron en los armarios ganchos que les impedían abrirse solos y la tabla de planchar, forrada de paño de uniforme militar, se instaló entre el brazo de una butaca y la cómoda, mientras en el cuarto de las criadas se sentía ya el olor de las planchas calientes.
–¿Ve usted cómo no había por qué desesperarse así? –dijo Matrena Filimonovna a Dolly indicando la tabla de planchar.
Incluso les construyeron con paja y maderos una caseta de baño. Lily empezó a bañarse y Dolly, a ver realizadas sus esperanzas de una vida, si no tranquila, cómoda al menos, en el pueblo.
Tranquila, con sus seis hijos, no le era posible estarlo en realidad. Uno enfermaba, otro podía enfermar, al tercero le faltaba alguna cosa, el cuarto daba indicios de mal carácter, etcétera. Los períodos de tranquilidad eran, pues, siempre muy cortos y muy raros. Pero tales preocupaciones y quehaceres constituían la única felicidad posible para Daria Alejandrovna, ya que, de no ser por ellos, se habría quedado sola con sus pensamientos sobre su marido, que no la amaba.
Por otro lado, aparte de las enfermedades y de las preocupaciones que le causaban sus hijos y del disgusto de ver sus malas inclinaciones, los mismos niños la compensaban también de sus pesares con mil pequeñas alegrías. Cierto que esas alegrías eran tan minúsculas y poco visibles como el oro en la arena y que en algunos momentos ella sólo veía el pesar, sólo la arena; pero en otros, en cambio, veía únicamente la alegría, únicamente el oro.
Ahora, en la soledad del pueblo, reparaba más en tales alegrías. A menudo, mirando a sus hijos, hacía esfuerzos para convencerse de que se equivocaba y de que, como madre, era parcial al apreciar sus cualidades. Pero, pese a todo, no podía dejar de decirse que tenía unos hijos muy hermosos y que los seis, cada uno en su estilo, eran niños como había pocos. Y Dolly, orgullosa de sus hijos, era feliz.
TERCERA PARTE – Capítulo 8
A finales de mayo, cuando bien que mal todo había quedado arreglado, Dolly recibió respuesta de su marido a sus quejas sobre la situación en que encontrara la finca.
Oblonsky le rogaba que le perdonase el no haber pensado en todo y prometía ir al pueblo a la primera oportunidad. Pero la oportunidad tardó largo tiempo en llegar y hasta principios de junio Dolly tuvo que vivir sola en el pueblo.
Un domingo, durante la cuaresma de San Pedro, llevó a sus hijos a la iglesia para que comulgasen. En sus conversaciones íntimas con su madre, hermana y amigos, Daria Alejandrovna sorprendía a todos por sus ideas avanzadas en materia religiosa. Tenía su propia religión: la metempsicosis, en la que creía firmemente, preocupándose muy poco de los dogmas de la Iglesia. Pero en la vida familiar, no sólo por dar ejemplo, sino con toda su alma, cumplía todos los mandamientos de la Iglesia. Y a la sazón la inquietaba el hecho de que hiciera casi un año que los niños no hubiesen comulgado. Así, pues, con el apoyo y asenso absoluto de Matrena Filimonovna, resolvió que lo hiciesen ahora, en verano.
Desde algunos días antes, Dolly venía pensando en cómo vestir a los niños. Al efecto, cosieron, transformaron y lavaron los vestidos, quitaron las costuras y deshicieron los volantes, pegaron botones y prepararon cintas. La inglesa se encargó de hacer a Tania un vestido, cosa que costó a Dolly muchos disgustos; en efecto: la inglesa dispuso mal las piezas, cortó en exceso las mangas y casi estropeó el vestido, el cual caía sobre los hombros de Tania de tal modo que daba pena; pero Matrena Filimonovna tuvo la idea de añadir algunos pedazos a la cintura para ensancharla y hacer una esclavina, con lo que también esta vez «todo se arregló».
Cierto que hubo un disgusto con la inglesa, pero por la mañana el asunto quedó terminado y a las nueve, hora en que había dicho al sacerdote que acudirían, los niños, radiantes de alegría con sus vestidos de fiesta, estaban en la escalera ante el cabriolé, esperando a su madre.
Engancharon al coche, para la tranquilidad de Matrena Filimonovna, el caballo del encargado, «Pardo», en vez del «Voron», que era menos dócil. Daria Alejandrovna, entretenida largamente con su atavío, apareció al fin en la escalera llevando un vestido blanco de muselina.
Dolly se había peinado y vestido con gran esmero, casi con emoción. Antes lo hacía por sí misma, para parecer más bella y agradar a la gente; luego, a medida que crecía en edad, se arreglaba con menos placer, ya que veía que iba perdiendo la belleza. Ahora se vestía no para su satisfacción, para su propio adorno, sino porque, siendo madre de unos niños tan hermosos, no quería, descuidando su atavío, descomponer el conjunto.
Después de mirarse una vez más al espejo, quedó contenta de sí misma. Estaba muy bien. No bien en el sentido de antes, cuando tenía que estar bella para asistir a un baile, pero sí bien para lo que necesitaba ahora.
En la iglesia no había nadie más que aldeanos, mozos y mujeres del pueblo. Pero Daria Alejandrovna veía o creía ver que ella y sus hijos despertaban, en todos, admiración.
Los niños no sólo estaban muy hermosos con sus elegantes vestiditos, sino que se hacían también simpáticos por su buen comportamiento. A decir verdad, Alecha no procedía del todo correctamente. Se volvía sin cesar para examinar por detrás su casaquita, pero de todos modos resultaba muy gracioso. Tania, tan seria como una mujercita, vigilaba a los pequeños. Lily estaba bellísima con su ingenua admiración ante todas las cosas. Fue imposible no sonreír cuando, después de comulgar, dijo:
–Please some more.
De regreso a casa, los niños, comprendiendo que se había realizado algo solemne, iban muy quietecitos.
En casa marchó todo bien al principio, pero durante el desayuno Gricha comenzó a silbar, desobedeció a la inglesa y hubo que castigarlo privándolo del postre de dulce. Dolly no habría permitido que se lo castigase en un día como aquel de haber estado presente en el desayuno, pero como no podía desautorizar a la inglesa, confirmó el castigo de dejar a Gricha sin dulce, cosa que estropeó un tanto la alegría general.
Gricha lloraba afirmando que también Nicoleñka había silbado y que si él lloraba no era porque lo hubieran dejado sin dulce, lo cual le daba lo mismo, sino porque le disgustaba que se hubiese sido injusto con él.
La escena resultaba demasiado dolorosa, así que Dolly resolvió hablar con la inglesa a fin de perdonar a Gricha. Pero cuando iba a buscarla, al pasar por la sala, Dolly presenció una escena que le llenó el corazón de tal alegría que le asomaron lágrimas a los ojos y perdonó por sí misma al delincuente.
Éste se hallaba en la sala, sentado sobre el alféizar de la ventana del rincón, y a su lado estaba Tania en pie, con un plato en las manos. So pretexto de hacer comida para las muñecas, Tania consiguió que la inglesa le permitiese llevar su trozo de pastel al cuarto de los niños y, en lugar de hacerlo así, lo llevó a la sala y lo dio a su hermano. Sin dejar de llorar por lo injusto de su castigo, el chico comía el dulce, repitiendo, entre sollozos:
–Come tú también… Los dos…
Tania, al principio, permanecía bajo el influjo de la compasión hacia su hermano. Luego, con la consciencia de la buena acción que estaba realizando, le asomaron las lágrimas a los ojos y comenzó a comer también parte del dulce.
Al ver a su madre, los niños se asustaron, pero, fijándose en su rostro, comprendieron que obraban bien y rompieron a reír estrepitosamente, con las bocas llenas de dulce. Trataron inútilmente de limpiarse con la mano y, entre las lágrimas y la confitura, se ensuciaron por completo los radiantes rostros.
–¡Dios mío!, ¿qué hacéis? ¡El vestido blanco nuevo! ¡Tania, Gricha, por Dios! –decía su madre, tratando de salvar la integridad del traje nuevo, pero sonriendo entre sus lágrimas de felicidad y alegría.
Les quitaron los vestidos nuevos, ordenaron a las niñas que se pusiesen las blusitas de diario y a los niños las chaquetillas viejas y después se mandó enganchar la lineika y otra vez, con gran contrariedad del encargado, se puso en varas al caballo «Pardo» para ir a buscar setas y a bañarse después. Una explosión de gritos de entusiasmo llenó el cuarto de los niños y su ruidosa alegría no se calmó hasta que partieron.
Cogieron una cesta llena de setas. Incluso Lily encontró una magnífica. Ordinariamente era miss Hull quien tenía que indicárselas a Lily, pero ahora ésta la encontró por sí sola, lo que fue acogido con exclamaciones de entusiasmo.
–¡Lily ha encontrado una seta!
Luego se encaminaron al río, dejaron los caballos bajo los álamos y se dirigieron a la caseta de baño.
Una vez atado al árbol el caballo, que se resistía, el cochero Terenty se tendió en la hierba, después de mullirla, a la sombra de un abedul, y comenzó a fumar su tosco cigarrillo mientras oía los alegres gritos que los niños lanzaban en la caseta.
Daba mucho trabajo vigilar a todos los niños y evitar sus travesuras y era difícil no confundir todos aquellos pantaloncitos, medias y zapatos de diferentes piececillos, así como desatarlos, desabotonarlos, volverlos a atar y abotonar. Pero a pesar de todo, Dolly, que era muy amante del baño y lo consideraba también muy saludable para los niños, no conocía placer mayor que el de aquellas excursiones al río para bañarse con todos sus hijos.
Golpear los piececillos desnudos de los pequeños, poner las medias, coger en brazos sus cuerpecitos desnudos, oír sus exclamaciones, ya alegres, ya asustadas, ver sus rostros sofocados, con los ojos muy abiertos, a la vez joviales y como temerosos, al primer contacto con el agua, estrechar contra su pecho a sus querubines, era para ella una inexplicable felicidad.
Cuando la mitad de los niños tenían puestos ya los trajes de baño se acercaron, deteniéndose cerca, tímidamente, unas mujeres del pueblo, bien arregladas, que volvían del bosque de buscar borrajas y otras hierbas.
Matrena Filimonovna llamó a una de las mujeres para que pusiera a secar una sábana y una camisa que habían caído al agua y DariaAlejandrovna se puso a hablar con ellas. Al principio no hacían más que reír, tapándose la boca con la mano y sin comprender lo que les preguntaban. Pero pronto se sintieron más audaces y comenzaron a hablar, cautivando en seguida la simpatía de Dolly por la sincera admiración que mostraban hacia sus hijos.
–¡Hay que ver qué hermosura de niña! ¡Es blanca como el azúcar! –decía una de las mujeres, contemplando a Tania– Pero está muy delgadita.
–Sí. Ha estado enferma.
–¿También han bañado a ése? –preguntó otra, señalando al menor de todos.
–No. Éste no tiene más que tres meses –contestó Dolly con orgullo.
–¡Caramba!
–Y tú, ¿tienes hijos?
–Tenía cuatro. Me han quedado dos: chico y chica. En la última cuaresma he destetado al niño.
–¿Qué edad tiene?
–Más de un año.
–¿Cómo le has dado el pecho tanto tiempo?
–Es nuestra costumbre: tres cuaresmas.
Y se entabló la conversación que más interesante resultaba para Daria Alejandrovna. ¿Cómo había dado a luz? ¿Qué enfermadedes había tenido el niño? ¿Dónde estaba su marido? ¿Iba a casa a menudo?
Dolly no sentía deseo alguno de separarse de aquellas mujeres, tan agradable le resultaba la charla con ellas y tan parecidas eran sus preocupaciones. Lo que más agradable le resultaba era ver que aquellas mujeres la admiraban por tener tantos hijos y por lo hermosos que eran. Las mujeres hicieron incluso reír a Daria Alejandrovna ofendiendo a la inglesa, que era la causa de aquellas risas que ella no comprendía. Una de las mujeres estaba mirando a la inglesa, que se vestía la última de todos, y cuando la vio que se ponía la tercera falda no pudo contener una exclamación:
–Mirad: se pone faldas y más faldas y no acaba nunca de vestirse…
Y todas las mujeres soltaron la carcajada.
TERCERA PARTE – Capítulo 9
Daria Alejandrovna, rodeada de los niños acabados de salir del baño, con los cabellos húmedos y un pañuelo en la cabeza, se acercaba a su casa en la lineika cuando el cochero le dijo:
–Allí viene un señor. Me parece que es el dueño de Pokrovskoie.
Dolly miró el camino que se extendía ante ellos y se alegro al distinguir la bien conocida figura de Levin, vestido con sombrero y abrigo grises, que se dirigía a su encuentro.
Siempre le satisfacía saludarle, pero ahora le satisfacía más, ya que Levin iba a verla rodeada de cuanto constituía su orgullo, orgullo que nadie podía comprender mejor que él.
En efecto, Levin, al distinguirla, se halló ante uno de los cuadros de dicha, imaginados por él para su vida futura.
–¡Daria Alejandrovna! ¡Parece usted una gallina rodeada de sus polluelos!
–Celebro mucho verle –dijo ella, sonriendo y alargándole la mano.
–Claro: se siente usted tan feliz que no se le ocurrió ni darme noticias suyas. Ahora está mi hermano conmigo. Y he recibido carta de Esteban Arkadievich diciéndome que está usted aquí.
–¿De Esteban? –preguntó Dolly, extrañada.
–Sí. Me dice que se ha ido usted de la ciudad y supone que me permitirá ayudarla en lo que necesite – habló Levin. Y dicho esto, quedó confuso, se interrumpió y continuó andando al lado del coche, arrancando al pasar hojas de tilo y mordisqueándolas.
Se sentía turbado porque comprendía que a Daria Alejandrovna no había de serle agradable la ayuda de un extraño en las cosas que habría tenido que ocuparse su marido. Y, en efecto, a Dolly le disgustaba que Esteban Arkadievich confiase a otros sus asuntos familiares y adivinó en seguida que Levin lo consideraba también así. Era precisamente por esta facultad de hacerse cargo de las cosas y por su delicadeza por lo que Dolly le tenía en tanto aprecio.
–Yo he supuesto –siguió Levin– que lo que eso significaba es que a usted no le disgustaría verme. Y ello me place infinitamente. Está claro que usted, señora de ciudad, hallará aquí muchas incomodidades. Ya sabe que, si puedo servirla en algo, estoy a su disposición.
–Gracias. –repuso Dolly– Al principio nos faltaban muchas cosas, pero ahora todo marcha perfectamente merced a mi antigua niñera.
Y señaló a Matrena Filimonovna, que, comprendiendo que hablaban de ella, sonreía alegre y amistosamente a Levin. Lo conocía, pensaba que era un buen partido para la señorita Kitty y deseaba que todo terminase según sus deseos.
–Suba, suba. Podemos estrecharnos un poco en el asiento.
–Gracias. Prefiero andar. A ver: ¿cuál de los niños quiere apostar conmigo a correr?
Los niños conocían apenas a Levin y no lo recordaban cuando lo veían, pero no experimentaban ante él el sentimiento de timidez y aversión que suelen experimentar los niños ante los adultos que fingen y que, frecuentemente, los hace sufrir mucho. La ficción puede engañar a un hombre prudente y perspicaz, pero el niño menos despejado la descubre por hábilmente que se la encubran y experimenta ante ella un sentimiento de repugnancia. Levin podía tener muchos defectos, pero no el de fingir. Y por ello los niños le mostraron la misma simpatía que leyeron para él en el rostro de su madre.
Al oír su propuesta, los dos mayores saltaron del coche en seguida y se pusieron a correr con él, con tanta confianza como habrían corrido con la niñera, con miss Hull o con su madre. Lily quiso también descender y la madre accedió, entregándosela a Levin, quien la acomodó sobre sus hombros y se puso a correr con ella.
–No tenga miedo, Daria Alejandrovna; no la dejaré caer ––dijo a la madre sonriendo alegremente.
Y mirando sus movimientos hábiles, vigorosos y prudentes, Dolly se tranquilizó y, contemplándolo, sonreía alegre y aprobadora.
En el pueblo, con los niños y Dolly, por la que sentía gran simpatía, Levin encontró aquella disposición de ánimo, infantil y alegre, que tanto gustaba a Daria Alejandrovna. Corría con los niños, les enseñaba gimnasia, hacía reír a la señorita Hull con su inglés chapurreado y hablaba a Dolly de sus ocupaciones en el pueblo.
Después de comer, Dolly, a solas con él en el balcón, se puso a hablarle de Kitty.
–¿Sabe usted que Kitty va a venir a pasar el verano conmigo?
–¿De veras? –repuso él poniéndose rojo.
Y, para cambiar de conversación, añadió en seguida:
–¿Qué, le mando dos vacas o no? Si se empeña en pagármelas, puede darme cinco rublos al mes por cada vaca, si es que esto no ha de ser motivo de remordimiento.
–No, gracias. Ya nos hemos arreglado.
–Entonces voy a ver las vacas suyas y, si me lo permite, daré instrucciones sobre la manera en que hay que alimentarlas. Esto es lo más importante.
Y, para eludir la charla sobre Kitty, Levin explicó a Dolly la teoría de la economía pecuaria, que consiste en que la vaca no es sino una máquina para transformar el pienso en leche, etcétera.
Le estaba hablando de todo aquello, pero interiormente ardía en deseos de oír detalles sobre Kitty y a la vez lo temía. Porque, en el fondo, le horrorizaba perder la tranquilidad conseguida con tanto esfuerzo.
–Ya, ya, pero todo eso exige estar muy atentos a ello. ¿Y quién se encargaría de semejante cosa? – preguntó, con poco interés, Daria Alejandrovna.
A la sazón dirigía la casa según la organización establecida por Matrena Filimonovna y no quería cambiar nada. Tampoco, a decir verdad, confiaba demasiado en los conocimientos de Levin sobre economía doméstica.
Las ideas de que la vaca era una máquina de elaborar leche le resultaban extrañas, le parecían que sólo habrían de servir para crear dificultades.
Ella lo veía todo más simplemente: había que alimentar más a la «Pestruja» y a la «Bielopajaya», que era lo que decía Matrena Filimonovna, y evitar que el cocinero se llevara las sobras de la cocina para darlas a las vacas de la lavandera. Esto era claro.
En cambio, las especulaciones sobre alimento farináceo y vegetal le resultaban dudosas y turbias. Y, además, lo principal de todo era que quería hablar a Levin de Kitty.