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TÉ Y CULTURAS

viernes, mayo 24th, 2013

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Креативные фотографии: Манипуляции с молоком от Egor N

Y al que le guste con leche o crema, ¡pues con leche o crema! Que el té nos sirva para integrar, no para excluir.
And for the one who likes it with milk or cream, milk or cream it! Let tea help us to integrate, not to exclude.

ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULOS 32 Y 33

jueves, mayo 23rd, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEGUNDA PARTE – Capítulo 32

Los detalles de los que se enteró la Princesa, relativos al pasado de Vareñka y de sus relaciones con madame Stal y que supo por ésta, eran los siguientes:

Madame Stal, de quien unos decían que había amargado la vida de su marido, mientras otros afirmaban que era él quien la atormentaba con su conducta crapulosa, era una mujer que estaba siempre enferma y excitada.

Después de divorciarse de su marido dio a luz a un niño, que murió a poco de nacer. Los parientes de madame Stal, conociendo su sensibilidad y temiendo que la noticia la matase, suplantaron el niño muerto por una niña que había nacido la misma noche en San Petersburgo y que era hija del cocinero de la Corte.

La niña era Vareñka. Más adelante, madame Stal averiguó que ésta no era hija suya pero continuó criándola. Vareñka quedó muy pronto sola en el mundo, por muerte de sus padres.

Madame Stal vivía hacía más de dos años en el extranjero, en el sur, sin moverse de la cama. Unos afirmaban que madame Stal fingía y se hacia un pedestal de su fama de mujer virtuosa y piadosa, mientras otros sostenían que en realidad, en el fondo de su alma, era un ser virtuoso y de moral acendrada, que vivía sólo para el bien del prójimo como aparentaba. Nadie sabía si su religión era católica, protestante u ortodoxa pero una cosa era cierta: que mantenía una estrecha amistad con los altos dignatarios de todas las iglesias y confesiones. Vareñka vivía siempre con ella en el extranjero y cuantos trataban a la Stal estimaban y querían a mademoiselle Vareñka como la llamaban.

Enterada de tales detalles, la Princesa no vio inconveniente en el trato de su hija con aquella joven, tanto más cuanto que los modales y la educación de la muchacha eran excelentes y hablaba el francés y el inglés a la perfección. En fin, lo principal era que madame Stal había asegurado que sentía mucho que su enfermedad la privase de tratar íntimamente a la Princesa como era su deseo.

Kitty, después de conocer a Vareñka, se sentía cada vez más cautivada por su amiga y cada día descubría en ella nuevas cualidades. Sabiendo que Vareñka cantaba bien, la Princesa le pidió que fuera a su casa una tarde para cantar.

–Tenemos piano, Kitty lo toca. Cierto que no es muy bueno pero nos complacerá mucho oírla a usted – dijo la Princesa con una sonrisa forzada, tanto más desagradable a Kitty que advirtió que Vareñka no tenía ganas de cantar.

No obstante, la joven acudió por la tarde llevando algunas piezas de música. La Princesa invitó también a María Evgenievna y su hija y al coronel.

Vareñka, indiferente por completo a que hubiese gente que no conocía, se acercó al piano. No sabía acompañarse, pero leía las notas muy bien. Kitty, que tocaba el piano a la perfección, la acompañaba.

–Tiene usted un talento extraordinario de cantante –afirmó la Princesa, después que la muchacha hubo cantado de un modo admirable la primera pieza.

María Evgenievna y su hija alabaron a la muchacha y le dieron las gracias por su amabilidad.

–Miren –dijo el coronel, asomándose a la ventana– cuánta gente ha venido a escucharla.

Salieron y vieron que, en efecto, al pie de la ventana se había reunido mucha gente.

–Celebro infinitamente que les haya gustado –dijo simplemente Vareñka.

Kitty miraba a su amiga con orgullo. Le entusiasmaban el arte, la voz, el rostro y, más que nada, el carácter de Vareñka, que no daba importancia alguna a lo que había hecho y recibía las alabanzas con indiferencia, con el aspecto de limitarse a preguntar: «¿Canto más o no?».

«Si yo estuviese en su lugar, ¡qué orgullosa me habría sentido!», pensaba Kitty. «¡Cuánto me hubiese satisfecho saber que había gente escuchándome bajo la ventana! Y a ella todo eso la deja fría. Sólo la mueve el deseo de no negarse y de complacer a mamá. ¿Qué hay en esta mujer? ¿Qué es lo que le da fuerza para prescindir de todos y permanecer independiente y serena? ¡Cuánto daría por saberlo y poder imitarla!», se decía Kitty, examinando el rostro tranquilo de su amiga.

La Princesa pidió a la joven que cantase más y ella cantó con la misma perfección y serenidad, de pie junto al piano, llevando el compás sobre el instrumento, con su mano fina y morena.

La segunda pieza del papel era una canción italiana. Kitty tocó la introducción y miró a Vareñka.

–Pasemos esto de largo –dijo ruborizándose.

Kitty detuvo la mirada, interrogativa y temerosa, en el rostro de su amiga.

–Bueno, bueno, pasemos a otra cosa… ––dijo precipitadamente Kitty, volviendo las hojas y adivinando que Vareñka tenía algún recuerdo relacionado con aquella canción.

–No –dijo la muchacha, poniendo la mano sobre la partitura y sonriendo–. Cantemos esto.

Y lo cantó tan serena y fría y con tanta perfección como había cantado antes.

Cuando Vareñka acabó, todos le dieron las gracias y se aprestaron a tomar el té. Las dos jóvenes salieron a un jardincillo que había junto a la casa.

–¿No es cierto que tiene usted algún recuerdo relacionado con esa canción? –preguntó Kitty–. No me explique nada –se apresuró a añadir–: dígame sólo si es verdad.

–¿Por qué no? Se lo contaré todo. –repuso Vareñka con sencillez –Tengo, sí, un recuerdo que en tiempos me fue muy penoso. He amado a un hombre y solía cantarle esa romanza.

Kitty, en silencio, con los ojos muy dilatados, miraba conmovida a su amiga.

–Yo lo quería a él y él a mí, pero su madre se oponía a nuestra boda y se casó con otra. Ahora vive cerca de nosotros y a veces lo veo. ¿No había imaginado usted que yo pudiera también tener mi novelita de amor? ––dijo Vareñka.

Y su rostro se iluminó con un débil resplandor que, según presumió Kitty, en otro tiempo debía de iluminarlo por completo.

–¿Que no lo he pensado? Si yo fuera hombre, después de conocerla a usted no podría amar a otra. No comprendo cómo pudo olvidarla y hacerla desgraciada por complacer a su madre. ¡Ese hombre no tiene corazón!

–¡Oh, sí! Es un hombre muy bueno y yo no soy desgraciada; al contrario: soy muy feliz. ¿No cantamos más por hoy? –agregó, aproximándose a la casa.

–¡Qué buena es usted, qué buena! –exclamó Kitty. Y, deteniendo a Vareñka, la besó–. ¡Si yo pudiese parecerme a usted un poco!

–¿Para qué necesita parecerse a nadie? Es usted muy buena tal como es –replicó Vareñka con su sonrisa suave y fatigada.

–No, no soy buena… Pero dígame… Sentémonos aquí, se lo ruego –dijo Kitty, haciéndola sentarse otra vez en el banco, a su lado–. Dígame: ¿acaso no es una ofensa que un hombre desprecie el amor de una, que no la quiera?

–¡Si no me ha despreciado! Estoy segura de que me amaba, pero era un hijo obediente…

–¿Y si no lo hubiese hecho por voluntad de su madre, sino por la suya propia? –repuso Kitty, comprendiendo que descubría su secreto y notando que su rostro, encendido con el rubor de la vergüenza, la traicionaba.

–Entonces se habría comportado mal y yo no sufriría al perderle –repuso Vareñka con firmeza, adivinando que ya no se trataba de ella, sino de Kitty.

–¿Y la ofensa? –preguntó Kitty–. La ofensa es imposible de olvidar…

Hablaba recordando cómo había mirado a Vronsky en el intervalo de la mazurca.

–¿Dónde está la ofensa? Usted no ha hecho nada malo.

–Peor que malo. Estoy avergonzada.

Vareñka movió la cabeza y puso su mano sobre la de Kitty.

–¿Avergonzada de qué? –dijo– Supongo que no diría usted al hombre que le mostró indiferencia que le quería…

–¡Claro que no! Nunca le dije una palabra. Pero él lo sabía. Hay miradas que… Hay modos de obrar… ¡Aunque viva cien años no olvidaré esto nunca!

–Pues no lo comprendo. Lo importante es saber si usted lo ama ahora o no ––concretó Vareñka.

–¡Lo odio! No puedo perdonarme…

–¿Por qué?

–Porque la vergüenza, la ofensa…

–¡Si todas fueran tan sensibles como usted! –repuso Vareñka–. No hay joven que no pase por eso. ¡Y tiene tan poca importancia!

–Entonces, ¿cuáles son las cosas importantes? –preguntó Kitty escrutándole con mirada sorprendida.

–Hay muchas cosas importantes.

–¿Cuáles son?

–¡Oh, muchas! –dijo Vareñka, como no sabiendo qué contestar.

En aquel momento se oyó la voz de la Princesa que llamaba desde la ventana:

–¡Kitty, hace fresco! Toma el chal o entra en casa.

–Cierto; ya es hora de entrar. ––dijo Vareñka, levantándose– Tengo que visitar aún a madame Berta que me lo suplicó…

Kitty la retenía por la mano y la miraba apasionadamente, como si le preguntase: «¿Cuáles son esas cosas importantes? ¿Qué es lo que le infunde tanta serenidad? Usted lo sabe: ¡dígamelo!». Pero Vareñka no comprendía la pregunta de Kitty, ni en qué consistía. Sólo recordaba que tenía que ver a madame Berta y volver a casa de madame Stal a la hora del té, que allí se tomaba a las doce de la noche.

Entró, pues, en la casa, recogió sus papeles de música, se despidió de todos y se dispuso a marchar.

–Permítame que la acompañe –dijo el coronel.

–Claro. ¿Cómo va ir sola por la noche? –apoyó la Princesa–. Por lo menos enviaré a Paracha con usted.

Kitty observaba la sonrisa que Vareñka reprimía con dificultad al oír considerar necesario que la acompañaran.

–No; siempre voy sola y nunca me pasa nada –dijo, tomando el sombrero. Y, besando una vez más a Kitty y omitiendo decirle lo que eran aquellas cosas importantes, desapareció con su paso rápido y sus papeles de música bajo el brazo en la oscuridad de la noche de verano, llevándose consigo el secreto de aquellas cosas importantes y de lo que le proporcionaba aquella dignidad y aquella calma tan envidiables.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 33

Kitty conoció también a madame Stal y esta amistad, unida a la de Vareñka, influyó mucho en ella, consolándola en su aflicción.

El consuelo consistía en que, merced a aquella amistad, se abrió un nuevo mundo para ella, un mundo sin nada de común con el suyo anterior, un mundo elevado desde cuya altura se podía mirar el pasado con tranquilidad. Había descubierto que, además de la vida instintiva a que hasta entonces se entregara, existía una vida espiritual.

Esa vida se descubría gracias a la religión, pero una religión que no tenía nada de común con la que profesaba Kitty desde su infancia y que consistía en asistir a oficios y vísperas en el «Asilo de Viudas Nobles», donde se encontraba gente conocida y en aprender de memoria con los «padrecitos» ortodoxos los textos religiosos eslavos.

La nueva idea que ahora recibía de la religión era elevada, mística, unida a sentimientos y pensamientos hermosos. Así cabía creer en la religión no porque estuviera ordenado, sino porque la creencia resultaba digna de ser amada.

Kitty no llegó a tal conclusión porque se lo dijeran. Madame Stal hablaba con Kitty como con una niña simpática, admirándola, hallando en ella los recuerdos de su propia juventud. Sólo una vez le dijo que en todas las penas humanas no hay consuelo sino en el amor de Dios y la fe y que Cristo, en su infinita compasión por nosotros, no encuentra penas tan pequeñas que no merezcan su consuelo. Y poco después, madame Stal cambió de conversación.

Pero en cada uno de sus movimientos, de sus palabras, de sus miradas celestiales, como calificaba Kitty las miradas de madame Stal, y sobre todo en la historia de su vida, que Kitty conoció por Vareñka, aprendió la joven «lo más importante», hasta entonces ignorado por ella.

Así, notó que, al preguntarle por sus padres, la Stal sonreía con desdén, lo que era contrario a la caridad cristiana. También advirtió que, una vez que Kitty halló allí a un cura católico, madame Stal procuraba mantener su rostro fuera de la luz de la lámpara mientras sonreía de un modo peculiar.

Por insignificantes que fueran estas observaciones, perturbaban a Kitty, despertando dudas en ella sobre madame Stal. Vareñka, en cambio, sola en el mundo, sin parientes ni amigos, con su triste desengaño, no esperando nada de la vida ni sufriendo ya por nada, era el tipo de la perfección con que la Princesita soñaba.

Kitty llegó a comprender que a Vareñka le bastaba olvidarse de sí misma y amar a los demás para sentirse serena, buena y feliz. Así habría deseado ser ella. Comprendiendo ya con claridad qué era «lo más importante», Kitty no se limitó a admirarlo, sino que se entregó en seguida con toda su alma a aquella vida nueva que se abría ante ella. Por las referencias de Vareñka respecto a cómo procedían madame Stal y otras personas que le nombraba, Kitty trazó el plan de su vida para el futuro. Como la sobrina de madame Stal, Alina, de la que Vareñka le hablaba mucho, Kitty se propuso, doquiera que estuviese, buscar a los desgraciados, auxiliarles en la medida de sus fuerzas, regalarles evangelios y leerlos a los enfermos, criminales y moribundos. La idea de leer el Evangelio a los criminales, como hacía Alina, era lo que más seducía a Kitty. Pero la joven guardaba en secreto estas ilusiones sin comunicarlas ni a Vareñka ni a su madre.

En espera del momento en que pudiera realizar sus planes con más amplitud, Kitty encontró en el balneario, donde había tantos enfermos y desgraciados, la posibilidad de practicar las nuevas reglas de vida que se imponía, a imitación de Vareñka.

La Princesa, al principio, no observó sino que su hija estaba muy influida por su engouement, como ella decía, hacia madame Stal y sobre todo hacia Vareñka. Notaba que no sólo Kitty imitaba a la muchacha en su actividad, sino que la imitaba, sin darse cuenta, en su modo de andar, de hablar, hasta de mover las pestañas. Pero después, la Princesa reparó en que se operaba en Kitty, aparte de su admiración por Vareñka, un importante cambio espiritual.

Veía a su hija leer por las noches el Evangelio francés que le regalara madame Stal, cosa que antes no hacía nunca; reparaba en que rehuía las amistades del gran mundo y en que trataba mucho a los enfermos protegidos de Vareñka y, en especial, a una familia pobre: la del pintor Petrov, que estaba muy enfermo. Kitty se mostraba orgullosa de desempeñar el papel de enfermera en aquella familia.

Todo ello estaba bien y la Princesa no tenía nada que objetar contra aquella actividad de su hija, tanto más cuanto que la mujer de Petrov era una persona distinguida y que la princesa alemana, al enterarse de lo que hacía Kitty, la había elogiado, llamándola un ángel consolador.

Sí, todo habría estado muy bien de no ser exagerado. Pero la Princesa advertía que su hija tendía a exagerar y hubo de advertirla.

–Il ne faut jamais rien outrer.

Kitty, no obstante, nada contestaba, sino que se limitaba a pensar que no puede haber exageración en hacer obras caritativas. ¿Acaso es exagerado seguir el precepto de presentar la mejilla izquierda al que nos abofetea la derecha o el de dar la camisa a quien le quita a uno el traje?

Pero a la Princesa le desagradaban tales extremos y, más aún, el comprender que su hija ahora no le abría completamente el corazón. En realidad, Kitty ocultaba a la Princesa sus nuevas impresiones y sentimientos no porque no quisiera o no respetara a su madre, sino precisamente por ser madre suya.

Mejor habría abierto su corazón ante cualquiera que ante ella.

–Hace mucho tiempo que Ana Pavlovna no viene a casa –dijo una vez la Princesa, refiriéndose a la Petrova–. La he invitado a venir pero me ha parecido que estaba algo disgustada conmigo…

–No lo he notado ––dijo Kitty ruborizándose.

–¿Hace mucho que no las has visto?

–Mañana tenemos que ir a dar un paseo hasta las montañas –repuso Kitty.

–Bien; id –dijo la Princesa, contemplando el rostro turbado de su hija y esforzándose en adivinar las causas de su confusión.

Aquel mismo día Vareñka comió con ellos y anunció que la Petrova desistía del paseo a la montaña. La Princesa notó que Kitty volvía a ruborizarse.

–¿Te ha sucedido algo desagradable con los Petrov, Kitty? –preguntó la Princesa cuando quedaron a solas, ¿Por qué no envía aquí a los niños ni viene nunca?

Kitty contestó que no había pasado nada y que no comprendía que Ana Pavlovna pudiera estar disgustada con ella. Y decía verdad. No conocía en concreto el motivo de que la Petrova hubiera cambiado de actitud hacia ella pero lo adivinaba. Adivinaba algo que no podía decir a su madre, una de esas cosas que uno sabe pero que no puede ni confesarse a sí mismo por lo vergonzoso y terrible que sería cometer un error.

Recordaba sus relaciones con la familia Petrov. Evocaba la ingenua alegría que se pintaba en el bondadoso rostro redondo de Ana Pavlovna cuando se encontraban, recordaba sus conversaciones secretas respecto al enfermo, sus invenciones para impedirle trabajar, lo que le habían prohibido los médicos, y para sacarle de paseo. Se acordaba del afecto que le tenía el niño pequeño, que la llamaba «Kitty mía» y no quería acostarse si ella no estaba a su lado para hacerlo dormir.

¡Qué agradables eran aquellos recuerdos! Luego evocó la figura delgada de Petrov, su cuello largo, su levita de color castaño, sus cabellos ralos y rizados, sus interrogativos ojos azules que al principio asustaban a Kitty y recordó también los esfuerzos que hacía para aparentar fuerza y animación ante ella.

Además se acordaba de la repugnancia que él le inspiraba al principio –como se la inspiraban todos los tuberculosos- y el cuidado con que escogía las palabras que le tenía que decir. Volvía a ver la mirada tímida y conmovida que le dirigía Petrov y experimentaba de nuevo el extraño sentimiento de compasión y humildad, unido a la consciencia de obrar bien, que la embargaba en aquellos instantes.

Sí: todo ello se había deslizado perfectamente en los primeros días. Ahora, desde hacía poco, todo había cambiado. Ana Pavlovna recibía a Kitty con amabilidad fingida y vigilaba sin cesar a su marido y a la joven.

¿Era posible que la conmovedora alegría que experimentaba Petrov, al llegar ella, fuera la causa de la frialdad de Ana Pavlovna?

« Sí», pensaba Kitty; había algo poco natural en Ana Pavlovna, algo que no era propio de su bondad en el acento con que dos días antes le dijera enojada:

–Mi marido la esperaba; no quería tomar el café hasta que usted llegase, aunque sentía debilidad…

«Sí; quizá la Petrova se disgustó conmigo por haberle dado la manta a su marido. El hecho en sí carece de importancia… Pero él la cogió turbándose y me dio tantas veces las gracias que quedé confundida… Y luego ese retrato mío que ha pintado tan admirable… Y lo peor es su mirada, tan dulce, tan tímida… Sí, sí; eso es», se repetía Kitty, horrorizada. «Pero no debe, no puede ser. ¡El pobre me inspira tanta compasión…!»

Aquella duda envenenaba, ahora, el encanto de su nueva vida.

OO LONG (WU LONG). EL TÉ AZUL. (parte 2)

jueves, mayo 23rd, 2013

Todo el té proviene de la misma especie de la planta Camellia Sinensis. Es el proceso de oxidación el que genera la gran variedad de tés, maravillosamente diferentes en sabor y aroma.
El Oolong (té azul) es un té parcialmente oxidado que se encuentra entre las familias de té verde -no oxidado- y rojo (o negro, como le decimos en occidente) -totalmente oxidado-. Las hojas de té se marchitan a la luz del sol y allí se dejan para lograr una oxidación parcial (de entre el 15 y el 85%) hasta que los bordes de las mismas enrojecen. Es debido a los diferentes procesos de elaboración, los distintos cultivares de los cuales se obtienen las hojas y los diversos grados de oxidación, que tenemos un colorido abanico de «azules». Por otra parte, el largo proceso de marchitado hace que se liberen gran cantidad de compuestos aromáticos, que es lo que hace a estos tés super fragantes, tan buscados y preciados.

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Oolong TieGuanYin – Iron Goddesss of Mercy

El té azul se cultiva en China, concretamente, en las regiones del sur, como Guangdong, Fujian y Taiwán.
Oolong (o Wu Long) significa, literalmente,»dragón negro», pero dicen que el nombre no tiene nada que ver con dragones, sino con su descubridor Wu-Liang.

Un día, después de recoger una buena carga de hojas de té, Wu-Liang se vio sorprendido por un ciervo de río. Se detuvo para matar a la bestia y, cuando llegó a casa, se distrajo limpiándola, olvidando secar su precioso té.
Para el momento en que se acordó de las hojas, uno o dos días más tarde, el té había comenzado a cambiar de color. A Wu Liang le preocupaba que su tesoro se hubiera echado a perder pero no lo quería desperdiciar, por lo que decidió completar la elaboración, de todos modos. Al terminar de sartenearlo, se preparó una taza y se encontró con que había descubierto un nuevo sabor! Su sorprendente «nuevo té» era suave y aromático, a diferencia de todos los que había probado antes.
Cuando invitó a sus vecinos con el té, todos quisieron saber cómo hacerlo y él se puso feliz de compartir la técnica. Muy pronto, el té de Wu-Liang se hizo conocido en toda la provincia. Con el tiempo y, de boca en boca, llegó a ser conocido como Wu-Long Cha, o té del Dragón Negro.

oolong milk jinyan

JinXuan Oolong de Lishan

Hay otras tres teorías, no tan pintorezcas… pero se las cuento mañana. Buenas noches, amigos de esta dacha urbana. Tómense un té calentito en la cama!

TOMÁTELO CON TÉ

jueves, mayo 23rd, 2013

Llamándome a silencio… Me acuerdo de una de las mujeres sabias de mi vida, cuando nos decía «¡tomátelo con soda!», refiriéndose al hacer más ligero el peso de la tristeza o la rabia por alguna injusticia infantil.
Yo me lo tomo con té. Que me lo hace un poco más dulce. 😉
DaCha 08

ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULOS 30 Y 31

miércoles, mayo 22nd, 2013

anna tapa libro
SEGUNDA PARTE – Capítulo 30

Como en todas partes donde se reúne gente, en la pequeña estación balnearia adonde habían ido los Scherbazky se realizó esa especie de cristalización habitual en la sociedad, que hace que cada uno de sus miembros ocupe un lugar definido.

Así como el frío da una forma invariable y fija a cada partícula de agua, convirtiéndola en un fragmento determinado de nieve, así cada nuevo cliente que llegaba al balneario ocupaba su correspondiente lugar.

El príncipe Scherbazky, junto con su esposa e hija se habían cristalizado en el puesto definido que les correspondía, teniendo en cuenta el lugar que ocuparon, su nombre y las relaciones que se habían creado.

Aquel año había llegado a las aguas una verdadera princesa alemana, gracias a la cual la cristalización se realizó más rápidamente.

La princesa Scherbazky se obstinó totalmente en presentar a Kitty a la princesa alemana y al segundo día de llegar efectuó la ceremonia.

Kitty, ataviada con un vestido muy sencillo, es decir muy lujoso, que había sido encargado expresamente a París, saludó profunda y graciosamente a la Princesa.

La princesa alemana dijo: –Espero que las rosas iluminen en breve ese hermoso rostro.

Y los caminos de la vida de los Scherbazky en el balneario quedaron tan fijamente trazados que ya no les fue posible salirse de ellos. Los Scherbazky conocieron a una lady inglesa, a una condesa alemana y a su hijo, herido en la última guerra, a un sabio sueco y al señor Canut y a una hermana suya que le acompañaba.

Pero a quien más trataban los Scherbazky era a una señora de Moscú, Marla Evgenievna Rtischeva, a su hija, antipática a Kitty por estar enferma, como ella, de un amor desgraciado y a un coronel moscovita al que Kitty veía y trataba desde niña y al que recordaba siempre de uniforme y con espuelas, aunque ahora llevaba el cuello al descubierto y usaba corbata de color. Este hombre, de pequeños ojos, era extraordinariamente ridículo y se hacía pesado porque resultaba imposible desembarazarse de él.

Una vez establecido aquel régimen de vida fijo, Kitty se sintió muy aburrida y más aún cuando su padre marchó a Carlsbad y quedó sola con su madre.

Kitty no se interesaba por los conocidos, ya que no esperaba nada nuevo de ellos. Su interés principal en el balneario consistía en observar a los que no conocía y hacer conjeturas sobre ellos. Por inclinación natural de su carácter, Kitty suponía siempre buenas cualidades en los demás y sobre todo en los desconocidos. Y ahora, al hacer suposiciones sobre quien pudiera ser aquella gente, sus relaciones mutuas y sus caracteres, imaginaba que éstos eran agradables y excepcionales y en sus observaciones creía encontrar la confirmación de su creencia.

Le interesaba en especial una joven rusa que acompañaba a una señora enferma, rusa también, a quien todos llamaban madame Stal. Esta dama pertenecía a la alta sociedad. Estaba tan enferma que no podía andar y sólo los días muy buenos se la veía en un cochecillo. No trataba nunca con rusos, lo que, según la princesa Scherbazky, no se debía a su enfermedad, sino al excesivo orgullo que alentaba en ella.

Como Kitty pudo observar, la joven rusa que la cuidaba trataba a todos los enfermos graves, muy abundantes allí, y les atendía con la mayor naturalidad. Siempre con arreglo a sus observaciones, la joven no debía de ser ni pariente de madame Stal ni una enfermera a sueldo. La señora Stal la llamaba Vareñka y los otros mademoiselle Vareñka.

Aparte de que a Kitty le interesaban las relaciones entre madame Stal y Vareñka, así como entre ellas y otras personas a quienes no conocía, Kitty sentía por la joven una simpatía explicable, como sucede a menudo, y, por las miradas que Vareñka le dirigía, se veía que también a ella le agradaba la Princesita.

Vareñka no era lo que puede decirse una muchacha. Parecía un ser sin juventud, a quien tanto se le podían atribuir treinta años como diecinueve. Pero, a juzgar por las líneas de su rostro y pese a su color enfermizo, Vareñka era más bien linda que fea. Habría incluso sido esbelta a no ser por la delgadez extremada de su cuerpo y el volumen de su cabeza, que no guardaba proporción con su estatura; pero no resultaba atrayente para los hombres. Dijérasela una hermosa flor que aún conservara sus pétalos, pero ya mustia y sin perfume… Finalmente, no podía cautivar a los hombres porque le faltaba lo que le sobraba a Kitty: un reprimido ardor vital y la consciencia de sus encantos. Vareñka parecía estar ocupada siempre por algún trabajo que realizaba y le impedía, al parecer, interesarse por ninguna otra cosa.

Era precisamente esta circunstancia, que las hacía distintas, lo que atraía a Kitty más vivamente. Parecía a ésta que en Vareñka, en su manera de vivir, encontraría el modelo de lo que buscaba con tanto ahínco: un interés en la vida, un sentimiento de dignidad personal que nada tuviera en común con aquellas relaciones establecidas en el gran mundo entre muchachos y muchachas y que, ahora, le repugnaban pareciéndole una exhibición humillante, como de mercadería en espera del comprador.

Cuanto más observaba Kitty a su desconocida amiga, tanto más creía que era el ser perfecto que ella imaginaba y tanto más deseaba conocerla personalmente. Cada una de las varias veces que las dos jóvenes se encontraban durante el día, los ojos de Kitty parecían decir:

«¿Quién y qué es usted? ¿Acaso un ser tan bello moralmente como imagino? ¡Pero no piense, por Dios, que deseo imponerle mi amistad! Me basta con quererla y admirarla». «Yo la quiero también, es usted muy gentil. Y la querría más si tuviese tiempo…», se diría que contestaba la joven rusa con la mirada.

Efectivamente, Kitty veía muy ocupada a Vareñka; ora acompañaba a casa a los niños de una familia rusa, ora llevaba una manta a una enferma y la envolvía en ella, ora trataba de calmar a un enfermo excitado, ora iba a comprar pastas de té (1) para alguien…

A poco de la llegada de los Scherbazky hizo su aparición en el manantial una pareja de nuevos personajes que atrajeron la atención general sin despertar ninguna simpatía. El era un hombre algo encorvado, de enormes manazas, vestido con un viejo gabán que le quedaba corto, de ojos negros a la vez ingenuos y feroces; y ella una mujer agraciada, de rostro pecoso, vestida pobremente y con escaso gusto.

Kitty, notando que aquella pareja era rusa, empezó a inventar a su propósito una novela bella y enternecedora.

Pero la Princesa, informada por la Kurlist, el diario local, de que los nuevos viajeros eran Nicolás Levin y María Nicolaevna, informó a Kitty que aquel hombre era una persona poco recomendable, de modo que todas las ilusiones de la muchacha sobre los recién llegados se desvanecieron. No tanto por los informes de su madre como por ser aquel Levin hermano de Constantino, la pareja se hizo todavía más desagradable a Kitty. Para colmo, la costumbre de Nicolás de estirar la cabeza producía en la joven una repulsión instintiva.

Le parecía, por otra parte, que en aquellos ojos grandes y feroces, que la contemplaban con insistencia, se expresaban sentimientos de odio y de burla, por lo que Kitty procuraba evitar a Nicolás Levin siempre que podía.

(1) Pastas de té (pastas de té rusas): aparecieron en Rusia en el siglo XVIII, como dulce para tomar en la ceremonia del té. Tienen una receta relativamente simple, que consiste, generalmente, en frutos secos molidos, harina y agua o, más frecuentemente, mantequilla. Tras hornearlas, se recubren con azúcar impalpable mientras aún están calientes y de nuevo cuando se han enfriado.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 31

Era un día desapacible, había llovido toda la mañana y los enfermos, provistos de paraguas, llenaban la galería.

Kitty paseaba con su madre y el coronel moscovita, que presumía mucho con su americana a la moda europea comprada en Francfort. Iban de un lado a otro de la galería, procurando evitar a Levin, que paseaba por el extremo opuesto.

Vareñka, con su vestido oscuro y su sombrero negro de alas bajas, paseaba con una francesa ciega. Cada vez que se cruzaba con Kitty, ambas cambiaban miradas amistosas.

–¿Puedo hablarle, mamá? –preguntó Kitty, siguiendo con la mirada a su desconocida amiga y observando que se dirigía al manantial donde podrían coincidir.

–Si tanto empeño tienes en conocerla, me informaré primero de quién y cómo es, hablándole yo antes – repuso su madre–. ¿Qué encuentras en ella de particular? Si quieres, te presentaré a madame Stal. He conocido a sa belle soeur –añadió la Princesa irguiendo la cabeza con orgullo.

Kitty sabía que su madre estaba ofendida de que madame Stal fingiera no reconocer a los rusos; no quiso, por lo tanto, insistir.

–¡Es verdaderamente encantadora ––dijo Kitty viendo a Vareñka ofrecer un vaso de agua a la francesa– Cuanto hace resulta en ella espontáneo, agradable…

–Me dan risa tus engouements –dijo la Princesa– Vale más que nos volvamos –agregó, viendo a Levin que avanzaba en su dirección con su compañera y con el médico alemán, a quien hablaba en alta y enojada voz.

Al volver la espalda oyeron, no ya una voz fuerte, sino gritos. Levin gritaba y el doctor alemán estaba irritado también. La gente les rodeó. La Princesa y Kitty se alejaron precipitadamente y el coronel se unió al corro para saber de qué se trataba. Instantes más tarde, el coronel alcanzó a las Scherbazky.

–¿Qué pasaba? –preguntó la Princesa.

–¡Una vergüenza! –repuso el coronel–. ¡Es terrible encontrar a un ruso en el extranjero! Ese señor ruso ha disputado con el médico, diciéndole mil barbaridades, acusándole de que no le cura como debe y hasta amenazándole con el bastón. ¡Es vergonzoso!

–¡Qué cosa tan desagradable! –comentó la Princesa–. ¿Y en qué ha terminado la cosa?

–Gracias a la intervención de aquélla… esa del sombrero que parece una seta. Creo que es una rusa –dijo el coronel.

–¿Mademoiselle Vareñka? –preguntó Kitty con admiración.

–Sí: fue más hábil que todos. Cogió al señor ruso por el brazo y se lo llevó.

–¿Ve, mamá? –dijo Kitty a su madre–. ¡Y todavía le extraña a usted que la admire!

Observando al siguiente día a aquella amiga a quien no trataba aún, Kitty comprobó que Vareñka estaba ya en tan buenas relaciones con Levin y su mujer como con sus demás protégés. La muchacha se acercaba a ellos, les hablaba y servía de intérprete a la mujer, que no sabía ningún idioma extranjero.

Kitty insistió a su madre para que le permitiese tratar a Vareñka. Y, pese a lo desagradable que le parecía a la Princesa ser ella quien iniciase el trato con la señora Stal, que adoptaba aquella actitud orgullosa no se sabía por qué, le habló y se informó de cuanto concernía a nada malo en conocerla. Acercándose, pues, ella misma a la joven, la interrogó. Escogió al efecto un momento en que Kitty había ido al manantial y Vareñka se había detenido junto a un vendedor ambulante de dulces y la abordó.

–Permítame presentarme personalmente. –dijo la Princesa, con una sonrisa llena de dignidad- Mi hija está enamorada de usted. Quizá usted no me conozca. Soy…

–Ese sentimiento es recíproco, Princesa –contestó Vareñka inmediatamente.

–Se portó usted muy bien ayer con nuestro pobre compatriota ––comentó la Princesa.

Vareñka se ruborizó.

–No recuerdo haber hecho nada –repuso.

–¿Cómo no? Evitó usted un lance desagradable a Levin.

–¡Ah, sí! Su compañera me llamó y yo procuré calmarle. El está muy enfermo y se encuentra descontento de su médico. Estoy acostumbrada a tratar enfermos así.

–Sé que vive usted en Menton con su tía. Creo que madame Stal es tía suya, ¿no? He conocido a la belle soeur de su parienta…

–No es tía mía. Aunque la llamo mamam, no soy parienta suya. –dijo Vareñka volviendo a ruborizarse- Pero he sido educada por ella.

Lo dijo con tal sencillez, con tanta suavidad y franqueza en su rostro, que la Princesa justificó al punto que Kitty estuviese enamorada de aquella muchacha.

–¿Y qué va a hacer ahora ese Levin? –preguntó la Princesa.

–Se marcha –respondió Vareñka.

Kitty, radiante de alegría al ver que su madre trataba ya a su desconocida amiga, volvía en aquel momento del manantial.

–Como ves, Kitty, tu ardiente deseo de conocer a la señorita…

–Vareñka –precisó ésta, con una sonrisa–. Así me llaman todos.

Kitty, ruborizándose de alegría, apretó durante largo rato la mano de su nueva amiga, quien no correspondió al apretón, dejando su mano inerte entre los dedos de Kitty. Pero, aunque su mano no correspondiese al apretón de la joven, su rostro se iluminó con una viva sonrisa, alegre y a la vez algo melancólica, que dejaba al descubierto unos dientes grandes pero magníficos.

–También yo deseaba conocerla –dijo Vareñka.

–¡Pero está usted siempre tan ocupada…!

–¡Quia; no tengo nada que hacer! –aseguró la muchacha.

Mas en aquel mismo instante hubo de dejar a sus recientes amigas viendo a dos niñitas rusas, hijas de un enfermo, que corrían hacia ella.

–¡La llama mamá, Vareñka! –gritaban.

Y Vareñka las siguió.

OOLONG (WU LONG). EL TÉ AZUL.

miércoles, mayo 22nd, 2013

oolongs 12
El TÉ AZUL no es azul, por supuesto, pero esa es la denominación clásica de lo que conocemos como té Oolong (Wu Long). Los Oolongs son tés artesanales; mientras que el té rojo es, esencialmente, té verde sobreoxidado, los productores de Oolong toman el té verde y alteran su proceso de «acabado» mediante algún proceso artístico, de una manera única, para crear un té más oscuro y más rico, que no es té rojo. Estos procesos pueden ser muy simples o minuciosamente complejos y en la mayoría de los casos no se dan a conocer (los métodos de producción son, a menudo, secretos de la familia fuertemente custodiados durante muchas generaciones). Los Oolongs puede variar, de acuerdo al grado de oxidación de las hebras, entre el verde oscuro y el rojo oscuro y parece que, para los chinos, el color azul estaba entre el rojo y el verde y se convirtió, por lo tanto, en una etiqueta para la familia Oolong. Existe una amplia variedad de Oolongs que, en general, son tés excepcionales, de características únicas y una profundidad delicada y sutil de sabor y aroma. En los próximos días iremos hablando de los más ricos y conocidos.

Probá una exquisita versión de este tipo de té en el blend BAJO UN SERENO DAMASCO de DaCha ~Russkiĭ Sekret~ (Blends).

XINGLIN o BAJO UN SERENO DAMASCO

miércoles, mayo 22nd, 2013

Bajo un sereno damasco
Este bello poema de Wang Wei, ha sido fuente de inspiración para la creación de un querido hijo de esta DaCha. La traducción es personal, por lo que si alguien puede mejorarla, bienvenido será.

El damasco tiene su origen en el Turquestán, que es una zona del Asia central, comprendida entre el Desierto de Gobi, en Mongolia, y los límites orientales del Mar Caspio. Sin embargo, las primeras referencias acerca del cultivo de esta fruta se recogieron en el noroeste de China, en la Manchuria, cerca del límite con Rusia, concretamente en el año 3000 a.C.
La ruta de la seda y la de las especias, que comunicaban Asia y Europa, lo llevaron hasta Armenia, de donde deriva su nombre: Prunus armeniaca y desde allí fue llevado, por los romanos, hacia el sur de Europa.
Es una de las frutas más ricas en vitamina A, por lo que es muy adecuado en caso de deficiencias de dicha vitamina, sobre todo en alteraciones de la piel y mucosas, infecciones cutáneas, ceguera nocturna, convalecencias, especialmente de enfermedades de carácter infeccioso, debilidad y astenia.
Dentro de China, era considerado amuleto y símbolo de éxito: en el ancestral Sistema de Exámenes Imperiales, tener éxito se traducía en ser nombrado para una posición oficial del gobierno, que garantizaba una vida holgada de bienestar e influencia; la primera celebración en honor a los candidatos exitosos, habría tenido lugar en un campo de damascos.

Dicho todo esto, les voy a contar el próximo “sekret”, que tiene que ver con el arte de curar, al cual pertenezco.

Los orígenes de la Medicina China provienen de historias reales, leyendas y mitos.

Cuenta una leyenda, que el Emperador Amarillo (Huang Di) se impuso como gobernante supremo del Universo. Ocupó de éste, el centro, dejando el sur para el Emperador de Fuego (Yandi), también conocido como el Emperador Rojo, de quien se decía que tenía el cuerpo de un hombre y la cabeza de un toro.

El Emperador de Fuego enseñó a los humanos cómo cultivar los granos, lo que le valió el título de Agricultor Divino. Poseía un batidor mágico, que utilizaba para descubrir si una planta era venenosa o no y para determinar la naturaleza de cada planta; él mismo probaba cada planta para examinar sus efectos, ya que su cuerpo celestial le permitía neutralizar cualquier materia venenosa. Hasta que un día, el veneno pudo más que su habilidad.

Al rival del Emperador de Fuego, el Emperador Amarillo, también se le atribuían habilidades terapéuticas. De hecho, la mayoría de las cosas se les atribuyen al Emperador Amarillo y a sus ministros: las escalas de música, el mortero, las armas, los espejos y las matemáticas, por nombrar algunos. Uno de los ministros del Emperador Amarillo, Wu Peng, fue pionero en el arte de la medicina y otro ministro, Lei Gong, fue pionero en el arte de la cirugía. Un tercer ministro, Qi Bo, aparece en el Huang Di Nei Jing, Clásico de Medicina Interna del Emperador Amarillo.

Independientemente de la validez histórica de las habilidades científicas de estos dos emperadores, ambos han dado sus nombres a dos obras médicas con las que todavía se estudia en las Escuelas de Medicina China y de Acupuntura: Huang Di Nei Jing (Clásico de Medicina Interna del Emperador Amarillo) y Shen Nong Bencaojing (Clásico de Medicina Herbaria del Agricultor Divino).

“Honorarios de damascos” o “Xinglin, el huerto de los damascos”

Durante el gobierno de los Tres Reinos, vivió un famoso médico, llamado Dong Feng, considerado uno de los tres médicos más extraordinarios de la antigua China. Al final de su vida, Dong Feng, como un buen taoísta, se retiró a vivir a las montañas Lu y, dada su gran compasión y amor por sus semejantes, continuó viendo a sus pacientes cuando era necesario, pero adoptó la práctica de negarse a cualquier tipo de recompensa monetaria. Cuando sus pacientes, agradecidos, insistían en retribuirle de algún modo, él les aconsejaba plantar árboles de damasco en su jardín familiar; el número de árboles variaba de acuerdo a la gravedad de la enfermedad y, mientras los curados de una enfermedad grave plantaban cinco árboles, aquéllos con dolencias menores, plantaban sólo uno. El número de árboles de damasco del jardín de Dong Feng creció y creció hasta que tuvo un huerto y, al cabo de unos años, su casa fue rodeada por un centenar de miles de ellos, formando una importante plantación.
En épocas de cosecha, el Dr. Dong trocaba los damascos por grano; separaba la cantidad de cereal para consumo personal y entregaba el resto a los campesinos pobres.
La plantación pronto se ganó el nombre de Xinglin (Huerto de los damascos) y esta expresión fue utilizada, desde entonces, en alabanza a un buen médico, altamente calificado, de espíritu recto y noble. También es muestra del “espíritu de la tierra” que tienen los campesinos, quienes retribuyen la bondad con gran respeto, aprecio y elogio.

El Clásico de Medicina Interna del Emperador Amarillo, afirma que: «El médico debe poseer una conciencia moral, una conducta ética y una actitud compasiva hacia aquéllos que necesitan de su atención. Cuando médico y paciente se encuentran en un estado de armonía, la enfermedad no persiste ni se convierte en terminal».
sereno damasco
Probá BAJO UN SERENO DAMASCO de DaCha ~Russkiĭ Sekret~ (Blends). Té azul Oolong Tie Guan Yin jade y Tie Guan Yin de otoño, salpicado con delicadas flores de osmanthus y damascos turcos. Una explosión de orquídeas y damascos en tu boca!

ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULO 29

martes, mayo 21st, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEGUNDA PARTE – Capítulo 29

Todos expresaban su desaprobación en voz alta, repitiendo la frase lanzada por alguien.

–Después de eso, no falta ya más que el circo romano…

El horror se había apoderado de todos, por lo cual el grito de espanto que brotó de los labios de Anna en el momento de la caída de Vronsky a nadie llamó la atención: no había en ello nada extraordinario. Pero poco después, el rostro de Anna expresó un sentimiento más vivo de lo que permitía el decoro, Perdido por completo el dominio de sí misma, comenzó a agitarse como un ave en la trampa, ya queriendo levantarse para ir no se sabía adónde, ya dirigiéndose a Betsy y diciéndole:

–Vámonos, vámonos.

Pero Betsy, inclinada hacia abajo, hablaba con un general y no la oía.

Alexis Alexandrovich se acercó a Anna y le ofreció el brazo galantemente.

–Vayámonos, si quiere –dijo en francés.

Anna escuchaba al general y no reparó en su marido.

–Dicen que se ha roto la pierna. ¡Eso es una barbaridad! ––comentaba el general.

Anna, sin contestar a su marido, tomó los prismáticos y miró hacia el lugar donde Vronsky había caído. Pero estaba bastante lejos y se había precipitado allí tanta gente que era imposible distinguir nada. Anna, bajando los gemelos, se dispuso a marchar. Pero en aquel momento llegó un oficial a caballo a informó al Emperador. Anna se inclinó hacia adelante para escuchar lo que decía.

–¡Stiva, Stiva! –gritó, llamando a su hermano. Mas él, aunque no estaba lejos, no la oyó y ella se dispuso de nuevo a marchar.

–Insisto en ofrecerle mi brazo si quiere irse –dijo su marido, tocando el brazo de Anna.

Ésta se separó de él con repulsión y contestó, sin mirarle a la cara:

–No, no, déjame; me quedo.

Veía ahora que, desde donde cayera Vronsky, un oficial corría a través del campo hacia la tribuna. Betsy le hizo una señal con el pañuelo. El oficial anunció que el jinete estaba ileso, pero que el caballo se había roto la columna vertebral.

Al oírle, Anna se sentó y ocultó el rostro tras el abanico. Karenin veía que su mujer no sólo no podía reprimir las lágrimas, sino que ni siquiera los sollozos que henchían su pecho. Entonces se puso ante ella, para darle tiempo a reponerse sin que los demás notaran su llanto.

–Le ofrezco mi brazo por tercera vez ––dijo a Anna al cabo de un instante.

Ella le miraba, sin saber qué decir. La princesa Betsy corrió en su ayuda.

–No, Alexis Alexandrovich. Anna y yo hemos venido juntas y le he prometido acompañarla a casa– intervino Betsy.

–Perdón, Princesa –dijo Karenin, sonriendo con respeto, pero mirándola fijamente a los ojos– Observo que Anna no se encuentra bien y quiero que regrese a casa conmigo.

Anna se volvió asustada, se puso en pie sumisa y pasó el brazo bajo el de su marido.

–Enviaré a preguntar cómo está Vronsky y se lo avisaré –le dijo Betsy en voz baja.

Al salir de la tribuna, Karenin hablaba, como de costumbre, con los conocidos que iba encontrando. Anna tenía también que hablar y proceder como siempre, pero se sentía muy agitada y avanzaba del brazo de su marido como en una pesadilla.

«¿Se habría matado o no? ¿Sería cierto lo que decían?» Se sentó en silencio en el coche de Karenin, que destacó en breve de entre los demás coches.

A despecho de lo que había visto, Alexis Alexandrovich se negaba a pensar en la verdadera situación de su mujer. No apreciaba más que los signos externos. Ella se había comportado de una manera inconveniente y ahora él consideraba un deber suyo el decírselo. Pero era muy difícil hacerlo sin ir más lejos. Abrió la boca para decir a Anna que su conducta era digna de censura, mas sin querer él dijo una cosa totalmente distinta.

–¡Parece imposible cómo, en el fondo, nos gustan a todos esos espectáculos tan bárbaros! ––comentó– Observo…

–¿Qué? No le comprendo –repuso Anna.

Karenin se sintió ofendido, e inmediatamente comenzó a hablarle de lo que quería.

–He de decirle… –comenzó.

«Ahora viene la explicación», pensó Anna asustada.

–He de decirle que su conducta de hoy no ha sido nada correcta –le dijo su marido en francés.

–¿Por qué no ha sido correcta? –preguntó Anna en voz alta, volviendo rápidamente la cabeza y mirándole a los ojos pero no con la fingida alegría de otras veces, sino con una resolución bajo la cual difícilmente ocultaba sus temores.

–Cuidado –dijo Alexis Alexandrovich señalando la abierta ventanilla delantera por la que podía oírles el cochero. Y, levantándose, subió el cristal.

–¿Qué halla usted de incorrecto en mi conducta? –repitió Anna.

–La desesperación que no supo usted ocultar cuando cayó uno de los jinetes.

Karenin esperaba una réplica, pero Anna callaba, mirando fijamente ante sí.

–Ya le he rogado antes que se comporte correctamente en sociedad, para que las malas lenguas no tengan que murmurar de usted. Hace tiempo le hablé del aspecto espiritual de estas cosas. Ahora ya no me refiero a tal aspecto. Hablo de las conveniencias exteriores. Usted se ha comportado incorrectamente y espero que esto no se repita.

Anna apenas oía la mitad de aquellas palabras. Temía a su marido y a la vez se preguntaba si Vronsky se habría matado o no y si se habrían referido a él al decir que el jinete estaba ileso y el caballo se había roto la columna vertebral. Sólo acertó a sonreír con fingida ironía cuando su marido acabó de hablar. Pero no pudo contestarle nada, porque apenas había entendido nada de lo que él le dijera.

Karenin había comenzado a hablar con mucha energía, mas cuando se dio cuenta de lo que estaba diciendo a su mujer, el temor que ésta experimentaba se le contagió. Vio la sonrisa irónica de Anna y una extraña confusión se apoderó de su mente.

«Sonríe de mis dudas. Ahora va a decirme lo mismo que me dijo entonces: que mis sospechas son infundadas y ridículas…»

Sintiéndose amenazado de oír la verdad, Karenin deseaba vivamente que su mujer le contestase como lo había hecho entonces, que le dijese que sus sospechas eran estúpidas y sin fundamento. Era tan terrible lo que sabía y sufría tanto por ello, que en aquel instante estaba pronto a creerlo todo. Pero la expresión temerosa y sombría del rostro de Anna ahora ni siquiera le prometía el engaño.

–Puede que me equivoque –siguió él– y en ese caso, le ruego que me perdone.

–No se equivoca usted. –dijo lentamente Anna, mirando con desesperación el semblante impasible de su marido– No se equivoca… Estaba y estoy desesperada. Mientras lo escucho a usted estoy pensando en él. Lo amo; soy su amante. No puedo soportarlo a usted; lo aborrezco. Haga conmigo lo que quiera.

E, inclinándose en un ángulo del coche, Anna rompió en sollozos, ocultando la cara entre las manos.

Karenin no se movió ni cambió la dirección de su mirada. Su rostro adquirió de pronto la solemne inmovilidad del de un muerto y aquella expresión no se modificó durante todo el trayecto hasta la dacha. Una vez ante ella, Karenin volvió el rostro hacia su mujer, siempre con la misma expresión.

–Bien. Exijo que guarde usted las apariencias hasta que… –y la voz de Karenin tembló– hasta que tome las medidas apropiadas para dejar a salvo mi honor. Ya se las comunicaré.

Salió del coche y ayudó a Anna a apearse. Le apretó la mano, de modo que los criados lo vieran, se sentó en el coche y volvió a San Petersburgo.

Poco después, llegaba el criado de la Princesa con una nota para Anna. «He mandado una carta a Alexis preguntándole cómo se encuentra. Me contesta que está ileso, pero desesperado.»

«Entonces vendrá», pensó Anna. «¡Cuánto celebro habérselo dicho todo a mi marido!»

Miró el reloj. Faltaban tres horas aún para la cita. Los recuerdos de la última entrevista la llenaban de emoción.

«¡Dios mío, cuánta claridad aún! Es terrible, pero, ¡me gusta ver su rostro y me gusta esta luz fantástica! ¿Y mi marido? ¡Ah, sí! Gracias a Dios todo ha terminado entre nosotros…»

ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULOS 26, 27 Y 28

lunes, mayo 20th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEGUNDA PARTE – Capítulo 26

Las relaciones de Alexis Alexandrovich con su mujer eran, en apariencia, las mismas de antes. La única diferencia consistía en que él estaba, ahora, más ocupado que nunca.

Como en años anteriores, al llegar la primavera, Karenin fue al extranjero para una cura de aguas, a fin de fortalecer su salud, agotada por el exceso de trabajo del invierno.

Volvió en julio, según acostumbraba y se entregó, con redobladas energías, a su labor habitual. Y también, como siempre, su esposa fue a la casa de veraneo, mientras él quedaba en San Petersburgo.

Después de la conversación sostenida al regreso de la velada en casa de la princesa Tverskaya, Karenin no habló de sus sospechas y celos; pero el tono ligeramente burlón habitual en él y con el cual parecía remedar a alguien, le resultaba ahora muy cómodo para sus relaciones con su mujer. Se mostraba más frío y parecía que estuviera algo descontento a causa de aquella primera conversación nocturna que ella no quiso continuar. En su trato con ella apenas exteriorizaba un leve signo de descontento.

«No quisiste explicarte conmigo… Bien: peor para ti… Ahora serás tú quien pida la explicación y yo me negaré a ella… Sí: peor para ti.»

Así parecía hablar consigo mismo, al modo de un hombre que, esforzándose en vano en apagar un incendio, se irritara contra su propia impotencia y dijese: «¡Ahora vas a quemarte, en justo castigo!».

Karenin, hombre inteligente y experto en los asuntos oficiales, no comprendía, sin embargo, el error de tratar así a su mujer. Y no lo comprendía porque era demasiado terrible, porque para él era insoportable intuir la realidad de su presente situación. Había, pues, cerrado aquel secreto cajón de su alma en el que guardaba sus sentimientos hacia su familia, es decir, hacia su mujer y su hijo. Aunque padre cariñoso, desde fines de aquel invierno estaba muy frío con su hijo y le trataba del mismo modo irónico que a su mujer.

–¡Eh, muchacho! –solía decir para dirigirse al pequeño.

Alexis Alexandrovich, al reflexionar, se decía que ningún año había tenido tanto trabajo como aquél en su oficina, sin reparar en que él mismo inventaba el trabajo para no abrir el cajón en que guardaba los sentimientos hacia su mujer y su hijo, tanto menos naturales cuanto más tiempo los guardaba encerrados en él.

Si alguien se hubiera atrevido a preguntarle lo que pensaba por entonces sobre la conducta de su esposa, el sereno y reposado Alexis Alexandrovich no habría contestado nada, pero se habría incomodado con el que le hubiese dirigido semejante pregunta. De aquí la altiva y seca expresión de su rostro cuando le interrogaban sobre la salud de su mujer, Alexis Alexandrovich deseaba no pensar en los sentimientos y la conducta de Anna; y lo lograba, en efecto.

La dacha de los Karenin estaba en Peterhof. Generalmente, la condesa Lidia Ivanovna pasaba también el verano allí, vecina a Anna y en continuo trato con ella. Pero aquel año, la Condesa no quiso vivir en Peterhof, no visitó a Anna ni una vez e hizo entender a Alexis Alexandrovich que consideraba inconveniente la amistad de Anna con Betsy y Vronsky. Alexis Alexandrovich la interrumpió severamente, diciéndole que Anna estaba por encima de todas las sospechas y, desde entonces, evitó todo trato con Lidia Ivanovna.

Se empeñaba en no ver y por tanto no lo veía, que muchas personas de la alta sociedad miraban con cierta prevención a su mujer. Tampoco quería comprender ni comprendía por qué Anna se obstinaba en ir a vivir a Tsarskoie Selo, donde residía Betsy, cerca del campamento de la unidad de Vronsky. Se prohibía pensarlo y no lo pensaba; pero en el fondo de su alma, aunque no se lo confesase ni lo demostrara, no dejando traslucir ni siquiera la más leve sospecha, sabía con certeza que era un marido burlado y ello le colmaba de desventura.

Antes, muchas veces, durante los ocho años de su vida de casado, tan dichosa, Alexis Alexandrovich, observando a las esposas infieles y a los maridos engañados, se había dicho: «¿Cómo es posible llegar a esto? ¿Cómo pueden vivir sin aclarar tan horrorosa situación?». Mas, ahora que la desgracia se abatía sobre él, no sólo no pensaba en aclarar situación alguna, sino que no quería darse por enterado de ella. Y no quería precisamente porque la situación era horrorosa en exceso, en exceso ilógica.

Desde su regreso del extranjero había estado dos veces en la dacha. Una vez comió allí y otra pasó la tarde con los invitados, pero en ninguna ocasión se quedó por la noche, como hacía en años anteriores.

El día de las carreras, Karenin estuvo muy ocupado. Por la mañana, se trazó el plan de la jornada, resolviendo ir a ver a su mujer, a la dacha, inmediatamente después de comer. De allí se dirigió a las carreras, a las que, por asistir toda la Corte, Karenin no podía faltar. El ir a ver a su esposa se debía a que había resuelto visitarla una vez por semana para guardar las apariencias. Además, aquel día necesitaba entregar a su mujer el dinero preciso para los gastos de la quincena, como acostumbraba hacer. Con su habitual dominio de sus pensamientos, una vez que hubo pensado en todo lo que se refería a Anna, prohibió a su imaginación ir más adelante en lo que a ella se refería.

Karenin pasó la mañana muy ocupado. El día anterior Lidia Ivanovna le había mandado un folleto de un viajero célebre por sus viajes en China que estaba, a la sazón, en San Petersburgo. Lidia Ivanovna acompañaba el envío de una carta, pidiéndole que recibiese al viajero, hombre interesante y útil en muchos sentidos. Alexis Alexandrovich no tuvo tiempo de leer el folleto la tarde antes y hubo de terminarlo por la mañana.

Después empezaron a acudir solicitantes, le presentaron informes, hubo visitas, destinos, despidos, asignación de pensiones, de sueldos, correspondencia… En fin, el trabajo, aquel «trabajo de los días laborables», como decía Alexis Alexandrovich, que le ocupaba tanto tiempo.

Después siguieron dos asuntos personales: recibir al médico y al administrador. Éste no le robó mucho tiempo; no hizo más que entregarle el dinero necesario y un informe sobre el estado de sus asuntos, los cuales no marchaban demasiado bien. Este año habían salido mucho y gastado, en consecuencia, mucho más, de modo que existía déficit. El doctor, célebre médico de la capital, amigo de Karenin, le ocupó, en cambio, bastante tiempo.

Alexis Alexandrovich, que no le esperaba, quedó extrañado de su visita y, sobre todo, de la manera minuciosa con que le preguntó por su salud. Luego le auscultó, le dio algunos golpecitos en el pecho y le palpó finalmente el hígado. Alexis Alexandrovich ignoraba que Lidia Ivanovna, observando que la salud de su amigo no marchaba bien aquel año, había pedido al médico que le examinase cuidadosamente.

–Hágalo por mí –había dicho Lidia Ivanovna.

–Lo haré por Rusia, Condesa –repuso el médico.

–¡Es un hombre inapreciable! –concluyó Lidia Ivanovna.

El médico quedó preocupado por Karenin. El hígado estaba muy dilatado, la nutrición era insuficiente y la cura de aguas no había hecho efecto alguno. Le prescribió el mayor ejercicio físico posible y el mínimo de esfuerzo cerebral. En especial, le dijo que evitara todo disgusto, lo que era tan imposible para Alexis Alexandrovich como prescindir de la respiración. Finalmente, el médico se fue, dejando a Karenin la desagradable impresión de que en su organismo había algo que no marchaba bien y que era imposible remediarlo. El médico, al salir, encontró al administrador de Karenin, Sludin, hombre a quien conocía mucho. Habían sido compañeros de universidad y, aunque se veían raras veces, se estimaban recíprocamente y eran buenos amigos. A nadie, pues, mejor que a Sludin podía exponer el doctor su opinión sobre el enfermo.

–Me alegro de que le haya visitado –dijo Sludin–. Creo que no está bien. ¿Qué le parece?

–Opino –repuso el médico haciendo, por encima de la cabeza de Sludin, señal a su cochero de que acercase el coche– lo siguiente…

Cogió con sus manos blancas uno de los dedos de su guante de piel y lo estiró.

–Es como este guante. Si usted, sin estirarlo, trata de romperlo, le parecerá difícil. Pero tire cuanto pueda, oprima con el dedo y se romperá. Karenin, con su amor al trabajo, su honradez y su tarea, está estirando hasta el máximo… ¡Y hay una presión ajena y bastante fuerte! –concluyo el doctor, arqueando las cejas, significativo.

–¿Estará usted en las carreras? –añadió, mientras bajaba la escalera dirigiéndose a su coche–. ¡Sí, sí, ya comprendo que eso ocupa mucho tiempo! –exclamó en respuesta a algo que le dijera Sludin y no había entendido bien.

Tras el doctor, que estuvo largo rato, como dijimos, llegó el viajero célebre y Alexis Alexandrovich, gracias al folleto que acaba de leer y a su erudición en la materia, sorprendió al visitante con la profundidad de sus conocimientos y la amplitud de su visión en aquel asunto. A la vez que al viajero, le anunciaron la visita del mariscal de la nobleza de una provincia, llegado a San Petersburgo para hablar con Karenin. Cuando éste se hubo marchado, Karenin despachó los asuntos del día con su secretario. Debía, además, hacer una visita a una relevante personalidad para un asunto de importancia.

A duras penas llegó a casa a las cinco, hora justa de comer. Comió con su administrador y le invitó a que le acompañase a su casa veraniega, para ir después a las carreras de caballos.

Alexis Alexandrovich, sin darse cuenta, procuraba ahora que las visitas a su mujer fuesen ante terceros.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 27

Anna estaba en el piso alto, ante el espejo, prendiendo con alfileres un último lazo a su vestido, con ayuda de Anuchka, cuando sintió crujir la grava a la entrada bajo las ruedas de un carruaje.

«Para ser Betsy, es demasiado temprano», pensó.

Asomándose a la ventana, vio el coche, el sombrero negro que se destacaba en él y las orejas tan conocidas de Alexis Alexandrovich.

«¡Qué inoportuno! ¿Será posible que venga a pasar la noche aquí?», pensó Anna.

Y le parecieron tan horribles los resultados que podían derivarse de ello que, para no reflexionar, se apresuró a salir al encuentro de los recién llegados con el rostro radiante y alegre, sintiéndose llena de aquel espíritu de engaño y fingimiento que se apoderaba de ella con frecuencia y bajo cuya influencia comenzó a hablar, sin saber ella misma lo que diría.

–Te agradezco la atención de haber venido –dijo Anna, dando la mano a su esposo y saludando a su acompañante, Sludin, el amigo de confianza, con una sonrisa–. Espero que te quedarás a dormir, ¿no?

Decía lo primero que le inspiraba su espíritu de falsedad.

–Iremos juntos a las carreras… Siento haber quedado con Betsy en que… Vendrá ahora a buscarme.

Alexis Alexandrovich hizo una mueca al oír el nombre de Betsy.

–No separaré a las inseparables –dijo con su habitual acento burlón–. Yo iré con Mijail Vasilievich. Los médicos me recomiendan que pasee. Daré un paseo, pues, y me imaginaré que estoy en el balneario…

–No hay por qué apresurarse; tenemos tiempo –repuso Anna–. ¿Quieres tomar el té?

Y tocó el timbre.

–Sirvan el té y digan a Sergio que ha llegado su papá. ¿Cómo estás de salud? No había usted estado aquí nunca, Mijail Vasilievich… ¡Mire, qué terraza más espléndida tenemos! ¡Vaya usted a verla! –decia Anna, dirigiéndose, ya a uno, ya a otro.

Hablaba con sencillez y naturalidad, pero demasiado y muy deprisa. Ella misma lo notaba, tanto más cuanto que en la mirada de curiosidad de Mijail Vasilievich le pareció leer que trataba de escudriñarla.

Mijail Vasilievich salió a la terraza. Anna se sentó junto a su marido.

–No tienes buena cara –le dijo.

–Hoy me ha visitado el doctor durante una hora –dijo Karenin–. Supongo que le envió alguno de mis amigos. ¡Les preocupa tanto mi salud!

–¿Qué te ha dicho el médico?

Le preguntaba por su salud, por su trabajo; le aconsejaba que fuese a vivir con ella para descansar. Lo decía alegre y rápidamente, con un brillo peculiar en los ojos. Pero Alexis Alexandrovich no daba importancia alguna a su acento. Escuchaba las palabras de Anna, dándoles la significación literal que tenían, contestándole con sencillez, medio en broma. Y aunque en aquella conversación no había nada de particular, jamás en lo sucesivo pudo Anna recordar aquella escena sin experimentar un doloroso sentimiento de vergüenza.

Entró Sergio, precedido de su institutriz. Si Alexis Alexandrovich se hubiera permitido a sí mismo observarle, habría reparado en la mirada temerosa y confusa con que el niño contemplaba primero a su padre y a su madre después. Pero Karenin no quería ver nada y no lo veía.

–¡Hola, muchacho! Has crecido. Te estás haciendo un hombre. ¿Cómo estás, muchacho?…

Y tendió la mano al asustado Sergio.

Éste era antes ya tímido en sus relaciones con su padre, pero ahora, desde que Karenin le llamaba muchacho y desde que el niño empezó a meditar en si Vronsky era amigo o enemigo, tendía a apartarse de su padre. Miró a su madre como buscando protección, ya que sólo a su lado se sentía a gusto. Entre tanto, Alexis Alexandrovich ponía una mano sobre el hombro de su hijo y hablaba con la institutriz. El pequeño se sentía penosamente cohibido y Anna temía que rompiese a llorar.

Al entrar el niño y verle tan inquieto y temeroso, Anna se había sonrojado. Ahora se levantó con premura, quitó la mano de su esposo del hombro del pequeño, besó a éste, le llevó a la terraza y volvió en seguida.

–Ya es hora –dijo, mirando su reloj–. ¿Cómo tardará tanto Betsy?

–Sí, sí –dijo Alexis Alexandrovich.

Se levantó y cruzándose unos con otros los dedos de las manos hizo crujir las articulaciones.

–He venido a traerte dinero, –dijo– porque el pájaro no se mantiene sólo de cantos… Supongo que tendrás ya necesidad de él.

–No, no lo necesito… Digo, sí… –replicó Anna, sin mirarle, ruborizándose hasta la raíz del cabello– ¿Volverás después de las carreras?

–¡Oh, sí! –contestó Alexis Alexandrovich–. ¡Ahí está la beldad de Peterhof, la princesa Tverskaya! – añadió, mirando por la ventana y viendo el coche inglés, con llantas de goma, de caja muy alta y pequeña– ¡Qué elegancia! ¡Qué riqueza! ¡Es admirable! Entonces también nosotros nos vamos.

La Princesa no salió del coche. Su lacayo, calzado con botines, vistiendo esclavina y tocado con un sombrero negro, se apeó al llegar a la puerta.

–Me voy. –dijo Anna– Adiós.

Y después de besar a su hijo, se acercó a su marido y le dio la mano.

–Has sido muy amable visitándome ––dijo.

Alexis Alexandrovich le besó la mano.

–Bien; hasta luego. ¡No dejes de venir a tomar el té! –concluyó su esposa. Y salió, radiante y alegre.

Pero apenas perdió de vista a su marido, recordó la impresión de sus labios en el lugar de su mano que la habían tocado y se estremeció de repugnancia.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 28

Cuando Alexis Alexandrovich llegó a las carreras, Anna estaba sentada, ya al lado de Betsy, en la tribuna donde se congregaba la alta sociedad.

Anna vio a su marido desde muy lejos.

Dos hombres –su marido y su amante– formaban como dos centros de su vida. Sentía su proximidad aun sin ayuda de sus sentidos corporales.

Desde lejos presintió la llegada de su esposo e, involuntariamente, le siguió con los ojos entre las olas de muchedumbre en medio de las cuales se movía.

Le veía acercarse a la tribuna, ora correspondiendo, condescendiente, a los saludos humildes; ora contestando, amistosamente, pero con cierta distracción, a sus iguales; ora espiando con atención la mirada de los poderosos y quitándose su amplio sombrero hongo, calado hasta las puntas de las orejas.

Anna conocía muy bien todas aquellas maneras de saludar a la gente y todas despertaban en ella el mismo sentimiento de antipatía.

«En su alma no hay más que amor a los honores, ambición de triunfar», pensaba. «Las ideas elevadas, el amor a la cultura, a la religión y todo lo demás no son sino medios de llegar a la cumbre.»

Por las miradas que su esposo dirigía a la tribuna, Anna comprendió que la buscaba. Pero Alexis Alexandrovich no lograba descubrir a su mujer entre el mar de muselina, cintas, plumas, sombrillas y colores. Anna, aún sabiendo que la buscaba, fingió deliberadamente no verle.

–¡Alexis Alexandrovich! –gritó la condesa Betsy–. Observo que no encuentra usted a su mujer. Está aquí.

Karenin sonrió con su sonrisa fría.

–Deslumbran ustedes tanto que no sabe uno adónde mirar –repuso. Y se dirigió a la tribuna.

Sonrió a su mujer como debe hacerlo un marido a la esposa que ha visto minutos antes y saludó a la Princesa y a otros conocidos, tratando a cada uno como había de tratarse: es decir, bromeando con las señoras y cambiando cumplidos con los hombres.

Abajo, junto a la tribuna, estaba un ayudante general muy apreciado de Alexis Alexandrovich y muy conocido por su talento e instrucción. Alexis Alexandrovich le habló. Estaban en un intermedio entre dos carreras y nada dificultaba su charla. El ayudante general criticaba el deporte hípico. Alexis Alexandrovich lo elogiaba. Anna escuchaba su voz fina y monótona sin perder una palabra y cada una de ellas le sonaba a falsa y le hería desagradablemente el oído.

Al empezar la carrera de cuatro verstas con obstáculos, Anna se inclinó hacia adelante sin quitar los ojos de Vronsky, que en aquel momento se acercaba a la yegua y montaba. A la vez oía la voz de su marido, aquella voz repulsiva que hablaba sin parar. El miedo de que Vronsky sufriese algún daño la atormentaba y la atormentaba más aún, sin embargo, el percibir la aguda voz incansable de Alexis Alexandrovich con sus entonaciones tan conocidas para ella.

«Soy una mala mujer, una mujer caída», pensaba Anna, «pero no me gusta mentir y no puedo con la mentira. ¡Y mi marido se alimenta de ella! Lo sabe todo, lo adivina todo… ¿Cómo puede, pues, hablar con tanta tranquilidad? Si me hubiese matado o matado a Vronsky, le apreciaría. Pero no. No le interesan más que la mentira y las apariencias».

Así reflexionaba, sin concretar cómo le habría agradado que fuera su marido y lo que habría deseado hallar en él. No comprendía tampoco que la facundia de Alexis Alexandrovich, que tanto la irritaba, era, aquel día, una expresión de su desasosiego y su inquietud interna.

Como un niño que habiéndose hecho daño ejercita sus músculos para calmar el dolor, Alexis Alexandrovich necesitaba aquella actividad cerebral para apagar los recuerdos relativos a su mujer, que en presencia de ella y de Vronsky y oyendo repetir este último nombre sin cesar, reclamaban su constante atención. Y así como para un niño es natural saltar, para él era natural hablar bien y con inteligencia.

Ahora decía:

–El peligro es la condición imprescindible de las cameras de caballos entre militares. Si Inglaterra es la nación que puede exhibir en su historia militar los más brillantes hechos de tropas de caballería, se debe a que ha procurado desarrollar desde siempre el vigor de animales y jinetes. En mi opinión, el deporte tiene mucha importancia. Pero nosotros no vemos nunca más que lo superficial…

–¿Dice usted superficial? –interrumpió la Tverskaya–. Me han dicho que un oficial se rompió una vez dos costillas.

Alexis Alexandrovich sonrió con aquella sonrisa suya que descubría los dientes pero no expresaba más.

–Admitamos, Princesa, que no es superficial, sino profundo. Pero no se trata de eso…

Y Karenin se dirigió de nuevo al ayudante general, con el que hablaba en serio.

–No olvidemos que quienes corren son militares, hombres que han elegido esa carrera. ¡Y cada vocación tiene el correspondiente reverso de la moneda! El peligro entra en las obligaciones del militar. El terrible deporte del boxeo o el riesgo que afrontan los toreros españoles podrá quizá ser signo de barbarie. Pero el deporte sistematizado es signo de civilización.

–No volveré a estas carreras; son demasiado impresionantes, ¿verdad, Anna? –dijo la princesa Betsy.

–Impresionantes, pero subyugan el ánimo –repuso otra señora–. Si yo hubiese sido romana, no habría perdido ni uno de los espectáculos del circo.

Anna, en silencio, miraba con los prismáticos hacia un solo punto.

En aquel momento pasaba por la tribuna un general muy alto. Interrumpiendo la conversación, Alexis Alexandrovich se levantó a toda prisa, aunque no sin dignidad y saludó profundamente al militar.

–¿No corre usted? –le preguntó el general en broma.

–Mi carrera es mucho más difícil –contestó respetuosamente Karenin.

Y aunque la respuesta no significaba gran cosa, el general tomó el aspecto de quien ha oído algo muy ingenioso de boca de un hombre inteligente y en cuyas palabras sabía él percibir bien la pointe de la sauce…

–En estas cosas –seguía Karenin– hay dos puntos a considerar: los actores y los espectadores. Convengo en que el amor a estos espectáculos es signo indudable del bajo nivel mental del público, pero…

–¡Una apuesta, Princesa! –gritó desde abajo la voz de Esteban Arkadievich–. ¿Por quién apuesta usted?

–Anna y yo apostamos por el príncipe Kuzovlev –contestó Betsy.

–Y yo por Vronsky. ¿Va un par de guantes?

–Va.

–¡Qué hermoso espectáculo! ¿Verdad?

Alexis Alexandrovich calló mientras hablaban junto a él y luego recomenzó:

–Conforme con que los juegos no varoniles…

Iba a continuar, pero en aquel momento dieron la salida a los jinetes y todos se levantaron y miraron hacia el riachuelo. Karenin no se interesaba por las carreras. No miró, pues, a los corredores. Sus ojos cansados se dirigieron distraídamente al público y se posaron en Anna. El rostro de su mujer estaba pálido y serio. Se notaba que Anna no veía sino a uno solo de los corredores. Contenía la respiración y su mano oprimía convulsivamente el abanico.

Karenin, después de haberla mirado, volvió precipitadamente la cabeza, dirigiendo la vista a otros semblantes. «Aquella otra señora… y esas otras también… Están muy emocionadas; es natural», se dijo Alexis Alexandrovich.

No quería mirar a Anna, pero involuntariamente sus ojos se volvieron hacia ella. Estudiaba su rostro tratando, y no queriendo a la vez, leer lo que en él estaba tan claramente escrito y, contra su deseo, leía lo que deseaba ignorar.

La primera caída –la de Kuzovlev en el riachuelo– impresionó a todos, pero Karenin leía en el pálido y radiante rostro de Anna el júbilo de que aquel a quien ella miraba no hubiera caído. Cuando Majotin y Vronsky saltaron la valla grande y el oficial que les seguía cayó de cabeza quedando muerto en el acto, Karenin observó que Anna no lo veía ni casi reparaba en el murmullo de horror que agitaba a los espectadores y que apenas sentía los comentarios que se hacían en torno a ella.

Alexis Alexandrovich la miraba cada vez con más insistencia. Anna, aunque absorta en seguir la carrera de Vronsky, sintió la fría mirada de su marido, que la contemplaba de soslayo. Se volvió un momento y le miró a su vez, interrogadora, arrugando ligeramente el entrecejo. Luego volvió a contemplar el espectáculo.

«Me da igual», parecía haber contestado a su esposo. Y no le miró ni una vez más.

Las carreras resultaron desafortunadas. De diecisiete hombres que intervinieron en la última, cayeron y se lesionaron más de la mitad. Al terminar la última carrera, todos estaban muy impresionados. Y la impresión aumentó cuando se supo que el Emperador estaba descontento del resultado de la prueba.

INVIERNO EN KIEV o «Si quieres una dama, empieza por la abuela.»

domingo, mayo 19th, 2013

DaCha 10
¡Qué importante es, en la vida de un niño, la experiencia de los abuelos! Así como yo evoco la memoria de los míos, mi madre (que lleva el nombre de la abuela de su abuela), evoca la memoria de la única abuela que conoció y me sumerge, nuevamente, en un viaje de ensueño por la historia y la tradición:

“Mi primera infancia transcurrió en nuestra casa de Canning 84″ -cuenta Zulema, mi madre-. «Recuerdo que visitaba con mucha frecuencia a mi Bobe Brane, a quien adoraba. Me encantaba jugar a disfrazarme con las ropas y zapatos de mi tía Feliza y gozar de las dulzuras que preparaba mi Bobe, quien, por la tarde, servía su té en los vasos de vidrio y mi leche en sus tazas de loza inglesa, sobre el mantel de color rojizo que cubría la mesa del comedor, de estilo Chippendale, que había traído de Inglaterra. Yo esperaba, ansiosa, a que abriera la puerta del aparador, del que sacaba una bandejita de loza, que luego llenaba de kemish broit y schtrudel de membrillo y un botellón de cristal con vishnik, del que sólo me servía una copita, ya te contaré por qué. Calculo que mi Bobe debía tener en esa época no más de 60 años pero parecía muchos más porque peinaba su larga cabellera canosa con un rodete y jamás se maquillaba.”

Brane, mi bisabuela, nació en Kiev, Ucrania, en el año 1876. En esa época, Ucrania, que fuera dominada, ya por Lituania, ya por Polonia o bien, subyugada por cosacos y tártaros, estaba bajo el dominio ruso del Zar Alejandro II, quien ese año promulgó un edicto secreto, el Ucase de Ems, por el que se prohibía el uso del idioma ucraniano en la prensa escrita, así como también en representaciones teatrales y en la enseñanza, en un intento por eliminar cualquier vestigio de cultura o nacionalismo ucraniano. Por lo tanto, Brane se consideraba rusa y hablaba ruso e idish. Su padre era rebe (maestro) y su abuela “se vestía como una reina y usaba un tocado como una corona” (sarafan y kokoshnik). No hablaba mucho de esa primera etapa de su vida. Sus recuerdos felices del terruño natal eran esos y que en verano juntaban cerezas e iban al Mar Negro. Los otros, los tristes, los que marcaron su joven corazón de un frío invierno, fueron los que la obligaron a emigrar, a los 14 años, hacia Inglaterra, sola… pero con samovar.

Brane llegó a Londres en 1890, siguiendo a un hermano que la precedió, años antes, en la partida de Kiev y se estableció en el East London, barrio que recibía a los inmigrantes pobres, fundamentalmente a irlandeses y judíos de la Europa Oriental. Su hermano trabajaba en una carpintería y suponemos que así fue como mi bisabuela conoció y se enamoró de Louis, mi bisabuelo, quien también era ebanista. De la misma manera, se enamoró de Londres, tanto, que siempre recordó esos años como los más felices de su vida. Fue testigo de la última década de la era victoriana (1837-1901), que logró el gran desarrollo económico e imperial e incluso la hegemonía mundial de Gran Bretaña, que transformaron al liberalismo en algo mucho más profundo que un sistema político: liberalismo y Parlamento vinieron a ser, al cabo del siglo XIX, debido a aquella «evolución ordenada», el fundamento de la cultura política moderna del pueblo inglés. Esa impregnación liberal de la conciencia colectiva contribuyó a que la política británica se adaptara sin violencia, casi naturalmente, a la irrupción de las masas en la vida pública, y que la transición hacia la democracia moderna fuera allí tan ordenada como había sido la evolución liberal a lo largo del siglo XIX. La muerte de la reina Victoria dio lugar a la Era eduardiana. El pueblo adoraba a Eduardo VII, quien, según Brane, “caminaba por la calle sin guardia y se sentaba en un banco de la plaza”; esta ya mujer de 25 años, respetaba el protocolo londinense, salía siempre a la calle con sombrero y amaba a una ciudad en la que “los pisos eran como espejos: uno se podía ver en el piso” y gozó de un período en el que sectores de la sociedad que habían sido siempre excluidos de la vida política, como los obreros plebeyos y las mujeres, se volvían cada vez más politizados y participativos.
Lamentablemente, Louis enfermó y, en 1908, con tres hijos vivos y otros dos en camino, ambos se embarcaron rumbo a la Argentina, en busca de los “buenos aires”, con todos sus muebles, sus cubiertos y vajilla y, por supuesto, el samovar. Pocos años más tarde, Brane enviudó y se quedó sola, con cinco chicos, en una Argentina turbulenta. Su corazón entró en el invierno para siempre, hasta la llegada de los nietos.
Brane
“Cuando mi tía Feliza se casó, yo tenía seis años” -sigue mi mamá-. “Después del casamiento, mi Bobe con mi tío Samuel, que era minervista, se mudaron a nuestra casa. Allí, en la muy amplia cocina, fui testigo de la preparación de las comidas y bebidas que preparaba mi abuela. Me encantaba verla cocinar toda clase de manjares dulces y salados, aunque yo prefería los dulces. Me asombraba la cantidad de cerezas que compraban en primavera y verano y su colocación, junto con azúcar y algo de alcohol, en unos botellones grandísimos de color verde oscuro que se llamaban damajuanas y que colocaban en el gran patio soleado de mi casa, en el que había muchas plantas y una gran pajarera con canarios, que cuidaba mi papá. Luego, cuando en las damajuanas se formaba una espuma, las guardaban en un lugar oscuro hasta el invierno. Cuando las cerezas estaban completamente maceradas, mi Bobe pasaba, con la ayuda de mi mamá, el licor color borravino a los botellones y a las cerezas, las comíamos en compota. El vishnik era mi bebida preferida, a tal punto que una vez, en una reunión de Fin de Año que festejamos en el patio de mi casa, tomé tantos vasitos que me emborraché!”
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La vida de los inmigrantes no es fácil; nunca lo ha sido. Dejar atrás la casa natal, la tierra, la familia, los amigos, es desgarrador y exige una enorme dosis de coraje. Gracias a ese coraje, parte de mi familia sobrevivió. Gracias a ese coraje es que yo existo. Hay un común denominador a todos los inmigrantes: para calmar el frío que siente el corazón en el exilio, hacen de la tradición un conjuro y cantan sus canciones, bailan sus danzas, cocinan sus delicias como lo hacían sus madres y abuelas y las madres y abuelas de sus madres y abuelas.

Kiev fue la cuna y el punto de partida hacia el destino errante en la vida de mi bisabuela. Pero también, las cerezas del verano para endulzar hasta a los más amargos inviernos.
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Probá «INVIERNO EN KIEV«, de DaCha ~Russkiĭ Sekret~ (Blends). Té rojo Assam, té rojo chino BOP, pimpollos de rosas, cacao y licor de cerezas (vishnik). Compañero perfecto para cualquier torta de chocolate, incluso de chocolate blanco. Este es EL blend para quienes gustan tomarlo con un toque de leche o crema 😉
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