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Posts etiquetados ‘Chaepítie – чаепитие – «Tetear» ;-)’

QUIERO SER TU SAMOVAR, TU MELENA Y TUS PLUMAS ;-)

miércoles, julio 17th, 2013

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Vamos cerrando esta tarde de invierno, medio otoñal, medio primaveral, con un tríptico de sueños. Tetera caliente para recibir a los que van llegando. ¿Me cuentan con qué secretos agasajan a sus seres queridos a la vuelta del trabajo?

Imagen: Piotr Frolov

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miércoles, julio 17th, 2013

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En la ceremonia rusa del té, no se usan infusores dentro del chainik (tetera), sino este tipo de pequeños coladores para filtrar las hebras, que se cuelgan del pico de la tetera. Me pareció algo complicado tratar de describírselos sin imágenes, así que aquí va un pequeño album en su honor.

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La obra que da inicio a este post: Натюрморт с самоваром – A R Batarshin

UN ABEDUL EN EL CAMPO – JAZZARELLA.

martes, julio 16th, 2013

Buenas tardes.
Desde esta dacha del sur, un poquito de Rusia para maridar con el té de la tarde.
Para completar nuestro tríptico musical, que comenzó con la Canción folclórica rusa y continuó, luego, con el Tema principal del cuarto movimiento de la 4ta Sinfonía de Tchaikovsky, les dejo la tradicional «En el campo había un abedul» en las variaciones de jazz del magnífico Johansson y este ejemplar del Tríptico «Abedules», de Kira Mamontova, acuarelista argentina, contemporánea, brillante.
Una merienda de lujo.

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TÉ PARA DOS. PABLO Y LA ODA.

viernes, julio 12th, 2013

Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, poeta chileno, nació un día como hoy pero de 1904. Activista político, senador, miembro del Comité Central del Partido Comunista, embajador en Francia y Premio Nobel de Literatura en 1971, entre muchas otras cosas que podríamos decir de él, ha sido y es uno de los más grandes poetas del S. XX.
Nosotros lo conocemos como Pablo Neruda. En su honor y para festejar su cumpleaños, compartimos dos acuarelas de un talentoso acuarelista español, Juan Valdivia y la Oda a la pereza, que en un día como hoy, es el maridaje perfecto para nuestro té de la tarde.
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«El Oceáno Pacífico se salía del mapa. No había donde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana»
Pablo Neruda (De Una Casa en la Arena)
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ODA A LA PEREZA

Ayer sentí que la oda
no subía del suelo.
Era hora, debía
por lo menos
mostrar una hoja verde.
Rasqué la tierra: “Sube,
hermana oda
-le dije-
te tengo prometida,
no me tengas miedo,
no voy a triturarte,
oda de cuatro hojas,
oda de cuatro manos,
tomarás té conmigo.
Sube,
te voy a coronar entre las odas,
saldremos juntos, por la orilla
del mar, en bicicleta.
Fue inútil.

Entonces,
en lo alto de los pinos,
la pereza
apareció desnuda,
me llevó deslumbrado
y soñoliento,
me descubrió en la arena
pequeños trozos rotos
de sustancias oceánicas,
maderas, algas, piedras,
plumas de algas marinas.
Busqué sin encontrar
ágatas amarillas.
El mar
llenaba los espacios
desmoronando torres,
invadiendo
las costas de mi patria,
avanzando
sucesivas catástrofes de espuma.
Sola en la arena
abría un rayo
una corola.
Vi cruzar los petreles plateados
y como cruces negras
los cormoranes
clavados en las rocas.
Liberté una abeja
que agonizaba en un velo de araña,
metí una piedrecita
en un bolsillo,
era suave, suavísima
como un pecho de un pájaro,
mientras tanto en la costa,
toda la tarde,
lucharon sol y niebla.
A veces
la niebla se impregnaba
de luz
como un topacio,
otras veces caía
un rayo de sol húmedo
dejando caer gotas amarillas.

En la noche,
pensando en los deberes de mi oda
fugitiva,
me saqué los zapatos
junto al fuego,
resbaló arena de ellos
y pronto fui quedándome
dormido.

Pablo Neruda

CEREMONIA DE TÉ

sábado, julio 6th, 2013

Chaĭnaya tseremoniya - Vladimir Fedotko
Dense una vuelta por la obra de Vladimir Fedotko. Vale la pena. Ésta pieza se llama «Ceremonia de té» (Chaĭnaya tseremoniya) y, personalmente, me parece maravillosa la metáfora de la mujer como samovar, fuente de agua y calor.
Nos dice el autor: cada nación tiene su propia cultura del té; Rusia decidió hervir agua en un samovar para conseguir un «hilo de plata» de 85 a 90°C; el samovar era una cosa muy valiosa en la familia y se heredaba, era tratado con mucho cuidado y respeto y hasta adornado y decorado; toda la familia se reunía alrededor de la mesa y se tomaban entre 6 y 8 rondas de té.

AL SAMOVAR (Leonid Utesov – 1920)

sábado, julio 6th, 2013

Leonid Osipovich Utyosov (o Utesov) fue un artista ucraniano, legendario en la cultura soviética. Notablemente polifacético, fue un brillante actor, cantante, conductor, organizador y narrador extraordinario.
El Jazz es un género que está abierto a todas las influencias, ya sea al impacto del folclore, la música académica o las bellas artes. Como las personas que, a menudo, se convierten en descubridores de nuevos caminos en las arte y las ciencias, Utyosov que era un dotado en muchos campos, se las arregló para no sólo crear, sino también preservar para los años por venir el precoz jazz soviético. La adorada banda «Tea-jazz» no podía aparecer sin su líder, quien ya había logrado un gran éxito como actor a la edad de 30 años. Esta banda ostentaba todas las características de una representación teatral; el teatro en sí es una profunda síntesis de literatura, plástica y pintura; la Ópera y opereta añaden música a estas artes; pero la orquesta de Utyosov, donde los músicos se convertían en actores, acrecentando la «penetración mutua» de las artes, era un nuevo tipo de expresión artística, un experimento nunca antes visto.
Durante los años de guerra Utyosov condujo numerosas actuaciones para los soldados en el frente, así como para los heridos en los hospitales. También, como muchos otros artistas, donó dinero para construir aviones para luchar contra los nazis. La mayoría de los clásicos de la época heroica, como «Noche Oscura», «Barón von der Pschick» y «Bombers» se tocaron por primera vez por la orquesta de Utyosov. El gran concierto de la banda, el 9 de mayo de 1945, marcó el final de la guerra.
A principios de los 50 muchos artistas en la Unión Soviética fueron atacados por el Partido Comunista durante la dictadura de Joseph Stalin. Utyosov fue censurado se le prohibió actuar en espectáculos públicos. Su canción «Shalandy» y otras fueron prohibidas hasta 1956, cuando Nikita Jruschov inicio el «deshielo».
Durante los años 50, 60 y 70, Utyosov dio cientos de conciertos a través de la Unión Soviética y en el extranjero. Su banda de jazz se convirtió en una escuela para muchos músicos jóvenes. En 1965, recibió el título de Artista del Pueblo de la URSS.
Murió en 1982.
Les dejo esta pieza bellísima, de 1920, que se llama Al samovar, con una traducción que puede mejorarse (quien pueda ayudar, será bienvenido, como siempre).

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Л Утесов У самовара я и моя Маша

AL SAMOVAR (Leonid Utesov – 1920)

Al samovar, mi Masha y yo
y ya oscureció completamente.
Y como en el samovar, nuestra pasión bulle!
Ella sonríe contenta, cada mes, por la ventana.

Masha me sirve té
y sus ojos prometen tanto:
al samovar, mi Masha y yo,
como un poquito de azúcar al té, será la noche.
(mientras «tomamos té» hasta el amanecer).

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 23, 24, 25 Y 26

viernes, junio 28th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 23

A la condesa Lidia Ivanovna la habían casado con un hombre rico, noble, más bueno que noble y más libertino que bueno. Ella era, entonces, una muchacha muy joven aún y de naturaleza exaltada. Al segundo mes, su marido la dejó, respondiendo a sus efusiones de ternura con la burla y hasta, muchas veces, con una hostilidad que los que conocían el buen corazón del Conde y no veían defecto alguno en el carácter entusiasta de Lidia, no podían comprender. Desde entonces, aunque no divorciados, vivían aparte y cuando el marido hallaba a su mujer, la trataba con una emponzoñada ironía cuya causa era difícil de comprender.
Hacía tiempo que la Condesa había dejado de amar a su marido pero desde entonces siempre había estado enamorada de alguien. Con frecuencia estaba enamorada de varias personas a la vez, tanto de hombres como de mujeres, generalmente de los que se destacaban por una determinada actividad. Se enamoraba de cuantos nuevos príncipes y princesas emparentaban con la familia imperial. Ahora estaba enamorada de un arzobispo, de un vicario, de un cura, de un periodista, de un eslavófilo, de Komisarov, de un ministro, de un médico, de un misionero inglés y de Karenin.
Todos estos amores, con sus alternativas de entusiasmo o enfriamiento, no le impedían sostener las más complicadas relaciones con la Corte y el mundo distinguido. Pero desde que, a raíz de la desgracia de Karenin, comenzó a ocuparse del bienestar de éste, Lidia Ivanovna comprendió que ninguno de aquellos amores era verdadero y que sólo de Alexis Alexandrovich estaba en realidad enamorada.
El sentimiento que experimentaba por él le parecía más fuerte que todos los precedentes. Analizándolo y comparándolo con aquéllos, veía claramente que no se habría enamorado de Komisarov si éste no hubiese salvado la vida del Zar, ni de Ristich Kudjizky de no existir la cuestión eslava, mientras que amaba a Karenin por sí mismo, por su alma elevada e incomprendida, por el querido sonido de su fina voz, de prolongadas entonaciones, por su mirada cansada, por su carácter, por sus manos blancas de hinchadas venas.
No sólo se alegraba al verlo, sino que buscaba en el rostro de él las muestras de la impresión que ella suponía que debía producirle. Quería agradarle no sólo por su conversación, sino también por su persona.
En obsequio a Karenin, cuidaba más su apariencia y se complacía en forjarse ilusiones sobre lo que habría podido pasar de no estar ella casada y de ser él libre.
Cuando él entraba en la estancia, se ruborizaba de emoción y no podía reprimir una sonrisa de gozo cuando le decía algo agradable.
Estos últimos días se había enterado de que Anna y Vronsky estaban en San Petersburgo y la Condesa vivía sus días de más intensa emoción. Tenía que salvar a Karenin impidiéndole ver a Anna; incluso debía evitarle la penosa noticia de que aquella terrible mujer se hallaba en la misma ciudad que él, donde a cada momento podía encontrarla.
Lidia Ivanovna, mediante sus conocidos, se informaba de lo que pensaba hacer aquella «gente asquerosa», como llamaba a Anna y Vronsky, y procuró durante aquellos días orientar todos los movimientos de su amigo de modo que no los encontrara.
Un joven ayudante de regimiento que facilitaba a Lidia Ivanovna las noticias de cuanto Vronsky hacía a cambio de una recomendación que esperaba de ella, le dijo que Anna y Vronsky, arreglados sus asuntos, se disponían a partir al día siguiente.
Lidia Ivanovna empezaba, pues, a tranquilizarse, cuando al día siguiente recibió una carta cuya letra reconoció en seguida: era de Anna.
El sobre era grueso como un libro y la carta, escrita en papel oblongo y amarillo, estaba muy perfumada.
–¿Quién la ha traído? –preguntó la Condesa.
–El criado de un hotel.
Lidia Ivanovna no pudo sentarse durante un rato para leer la carta. La emoción le produjo hasta un ataque del asma que padecía.
Una vez calmada, leyó la siguiente misiva en francés:
Madame la Comtesse:
Los sentimientos cristianos de su corazón me animan al imperdonable impulso de escribirle. La separación de mi hijo me hace muy desgraciada. Le ruego que me permita verlo por una vez antes de marchar. Perdóneme que le recuerde mi existencia. Me dirijo a usted y no a Alexis Alexandrovich, porque no quiero hacer sufrir a ese hombre generoso con un recuerdo mío. Conozco su amistad hacia Alexis Alexandrovich y sé que usted me comprenderá. ¿Me enviará usted a Sergei?, ¿voy yo a verle a la hora que usted me fije, o bien preferiría indicarme usted cuándo y dónde puedo verle fuera de casa?
Conociendo la grandeza de alma de aquel de quien depende la decisión de este asunto, estoy segura de que no se me negará. No puede usted imaginar el deseo que tengo de ver a mi hijo. Y por eso no puede usted figurarse la gratitud que despertará en mí su ayuda.
Anna.
Todo en aquella carta irritaba a Lidia Ivanovna: el contenido, la alusión a la grandeza de alma de Karenin y el tono desenvuelto con que le parecía estar escrita.
–Diga que no hay contestación –ordenó la Condesa.
Y en seguida se fue al escritorio y redactó una nota para Karenin, diciéndole que esperaba hallarle a la una en la recepción de Palacio.
«Necesito hablarle de un asunto grave y doloroso. Allí nos pondremos de acuerdo sobre dónde podemos vernos. Más vale que sea en mi casa donde haga preparar «su té». Es necesario. El nos da la cruz y las fuerzas para soportarla», añadió, a fin de prepararle poco a poco.
Generalmente, la Condesa enviaba dos o tres notas al día a Karenin. Le agradaba este procedimiento por estar para ella rodeado de cierta distinción y misterio de que carecían las comunicaciones personales.

QUINTA PARTE – Capítulo 24

La recepción de Palacio había terminado.
Al irse, todos comentaban las últimas noticias, los honores otorgados y los cambios de destino de varios altos funcionarios.
–¿Qué diría usted si a la condesa María Borisvna le hubieran dado el ministerio de la Guerra y nombrado jefe de Estado Mayor a la princesa Vatkovskaya? ––decía un anciano de uniforme bordado en oro a una dama de honor, alta y bella, que le preguntaba por los nuevos nombramientos.
–Que en este caso me habrían debido de nombrar a mí ayudanta de regimiento –repuso, sonriendo, la dama de honor.
–Para usted hay otro destino: el ministerio de Cultos, con Karenin como ayudante.
Y el anciano saludó a un hombre que se acercaba:
–Buenos días, Príncipe.
–¿Qué decían de Karenin? –preguntó el Príncipe.
–Que él y Putiakov han recibido la condecoración de Alexander Nevsky.
–¿No la tenía ya?
–No. Mírenle –dijo el anciano.
Y mostró con su sombrero bordado a Karenin, en uniforme de corte, con una nueva banda cruzada al hombro, que se había parado en una de las puertas de la sala con un alto miembro del Consejo Imperial.
–Se siente feliz y satisfecho como una moneda nueva –añadió el anciano apretando la mano de un arrogante chambelán que llegaba.
–Ha envejecido mucho –repuso el chambelán.
–Las preocupaciones… Siempre está redactando proyectos… Ahora, al desgraciado que atrapa no le suelta hasta habérselo explicado todo, punto por punto.
–¿Dice que ha envejecido? Claro. Il fait des passions. Creo que la condesa Lidia Ivanovna tiene ahora celos de su mujer.
–Vamos, no hable mal de Lidia Ivanovna…
–¿Es un mal que esté enamorada de Karenin?
–¿Es cierto que está aquí la Karenina?
–Aquí, en Palacio, no, pero sí en San Petersburgo. La encontré con Vronsky en la calle Morskaya, bras dessus, bras dessous…
–C’est un homme qui n’a pas… ––comenzó el chambelán.
Pero se detuvo para dejar paso y saludar a un personaje de la familia imperial.
Mientras así hablaban de Karenin, criticándole y burlándose de él, éste, cerrando el paso al miembro del Consejo Imperial de quien se había apoderado, no interrumpía ni por un momento la explicación de su proyecto financiero, a fin de que no pudiese marcharse.
Casi por los mismos días en que su mujer lo dejó, a Karenin le sucedió lo peor que puede ocurrirle a un funcionario: el dejar de ascender en la escala de su Ministerio.
Era un hecho real y todos, menos él, veían claramente que su carrera había terminado.
Fuera por su lucha con Stremov, por la desgracia sufrida con su mujer, o simplemente porque hubiese llegado al límite que había de alcanzar, aquel año era evidente, para todos, que no alcanzaría ya ningún ascenso en el servicio.
Cierto era que aún ocupaba un cargo elevado y que era miembro de muchos consejos y comisiones, pero se le consideraba un hombre acabado del que nadie esperaba nada ya.
Escuchaban cuanto hablaba y proponía como si fuera cosa conocida hacía mucho tiempo e innecesaria.
Mas él no lo notaba y, por el contrario, viéndose alejado de la actividad directa de la máquina gubernamental, apreciaba más claramente los defectos y errores en la actividad ajena y consideraba un deber mostrar los medios de corregirlos.
A poco de separarse de su mujer, escribió una memoria sobre los nuevos tribunales, la primera de toda una larga serie, que nadie le había pedido, sobre los diversos aspectos de la administración.
Alexis Alexandrovich no sólo no se daba cuenta de su situación en el mundo burocrático, lo que podría haberle afligido, sino que estaba más satisfecho que nunca de sus actividades.
«El casado se preocupa de las cosas mundanas y de cómo hacerse más agradable a su mujer, pero el no casado se preocupa de las cosas de Dios y de cómo servirle mejor», dice el apóstol San Pablo. Alexis Alexandrovich, que ahora se guiaba en todo por la Santa Escritura, recordaba a menudo aquel texto.
Parecíale que, desde que le abandonara su esposa, servía mejor que antes al Señor en todos sus proyectos.
La evidente impaciencia que mostraba el miembro del Consejo no molestaba a Karenin. Y no interrumpió sus explicaciones hasta que aquél, aprovechando que pasaba un miembro de la familia imperial, se le escapó.
Una vez solo, Karenin bajó la cabeza, se absorbió en sus pensamientos y miró distraídamente a su alrededor. Luego se dirigió hacia donde esperaba hallar a Lidia Ivanovna.
«¡Qué sanos están y qué fuertes están físicamente!», pensó Karenin mirando al chambelán de buen porte y bien peinadas patillas y al príncipe de rojo cuello oprimido en el uniforme, junto a los que debía pasar.
«Con razón se dice que todo va mal en el mundo», se dijo, mirando otra vez de reojo las piernas del chambelán.
Y moviendo los pies lentamente, con su habitual aspecto de fatiga y dignidad, Alexis Alexandrovich saludó a aquellos dos hombres que hablaban de él y buscó con los ojos, en la puerta, a la condesa Lidia Ivanovna.
–Alexis Alexandrovich, –le dijo el anciano, con un brillo maligno en los ojos, cuando Karenin pasó ante él, saludándole con una fría inclinación de cabeza– todavía no lo he felicitado.
Y señaló la condecoración.
–Gracias. –contestó Karenin– Hoy hace un día muy hermoso –añadió, subrayando, como acostumbraba, la expresión «hermoso».
Sabía que se burlaban de él, pero como no esperaba de ellos otra cosa, se mostraba perfectamente indiferente.
Al ver los amarillentos hombros de Lidia Ivanovna emergiendo del corsé –la Condesa llegaba en aquel instante a la puerta–, al ver sus hermosos ojos pensativos que le llamaban, Karenin sonrió mostrando sus dientes blancos y fuertes y se acercó a ella.
Lidia Ivanovna ––como siempre le sucedía últimamente- había tardado mucho en vestirse. El fin que perseguía haciéndolo con tanto esmero era ahora distinto del de treinta años atrás. Entonces, lo que quería era embellecerse con lo que fuera y cuanto más mejor. Ahora, por el contrario, había de adornarse forzosamente de un modo que no correspondía a sus años y aspecto y debía, por tanto, preocuparse de que el contraste de su atavío con su apariencia no fuera demasiado ostensible. Por lo que tocaba a Karenin, lo había conseguido; él, no sólo no lo notaba, sino que la encontraba incluso atractiva.
Para Alexis Alexandrovich, la Condesa era, en el mar de enemistad y burla que lo rodeaba, la única isla de buena disposición y hasta de amor hacia él.
A lo largo de toda una hilera de miradas irónicas, los ojos de Alexis Alexandrovich se dirigían a la enamorada mirada de ella con tanta naturalidad como una planta hacia la luz.
–Lo felicito –dijo ella indicándole la banda.
Karenin, conteniendo una sonrisa de placer, se encogió de hombros y cerró los ojos, como dando a entender que tal cosa no le importaba. Sin embargo, la Condesa sabía que él, aunque no lo confesara, hallaba en ello sus principales alegrías.
–¿Cómo está nuestro ángel? –preguntó Lidia Ivanovna, aludiendo a Sergei.
–No puedo decir que esté muy contento de él –repuso Karenin, arqueando las cejas y abriendo los ojos –Tampoco Sitnikov lo está.
Sitnikov era el profesor a quien estaba confiada la educación de Sergei.
–Como ya le he dicho, en Sergei hay cierta indiferencia hacia las cuestiones fundamentales que deben interesar el espíritu de todos los hombres y de todos los niños –siguió Alexis Alexandrovich, tratando de lo único que le interesaba después del servicio: la educación de su hijo.
Cuando Karenin, ayudado por la Condesa, volvió a la vida activa, lo primero en que hubo de pensar fue en la educación de aquel hijo que había quedado a su cuidado.
No habiéndose ocupado nunca antes de problemas de educación, Alexis Alexandrovich consagró algún tiempo al estudio teórico del asunto. Después de leer varios libros antropológicos, pedagógicos y didácticos, elaboró un plan de educación y, buscando al mejor profesor de San Petersburgo para instruir al niño, comenzó la obra, que le preocupaba constantemente.
–Pero, ¿y su corazón? Yo encuentro en el niño el corazón de su padre y, con un corazón así, no puede ser malo –dijo la Condesa afectuosamente.
–Tal vez tenga razón… En cuanto a mí, cumplo mi deber. No puedo hacer otra cosa.
–Venga a mi casa. –dijo Lidia Ivanovna tras un largo silencio– Tenemos que hablar de algo muy penoso para usted. Yo lo habría dado todo por librarlo de ciertos recuerdos, pero otros no opinan así. He recibido una carta de ella. Está aquí, en San Petersburgo.
Karenin se estremeció al oír aludir a su mujer pero en seguida se dibujó en su rostro la impasibilidad que expresaba su completa impotencia en aquel asunto.
–Lo esperaba –dijo.
La condesa Lidia Ivanovna lo miró extasiada. Lágrimas de admiración ante la grandeza de alma de aquel hombre asomaron a sus ojos.

QUINTA PARTE – Capítulo 25
Cuando Karenin entró en el pequeño y acogedor gabinete de la Condesa, lleno de porcelanas antiguas y con las paredes cubiertas de retratos, la dueña no se hallaba aún allí. Estaba cambiándose de traje. Sobre la mesa redonda había un mantel, un servicio de porcelana y una tetera de plata que funcionaba con alcohol.
Karenin miró, distraído, los innumerables y bien conocidos retratos que ornaban el gabinete y, sentándose a la mesa, abrió el Evangelio que había en ella.
El roce del vestido de seda de la Condesa lo distrajo de su ocupación.
–Ahora sentémonos tranquilamente. –dijo ella, sonriendo, al pasar con prisas entre la mesa y el diván– Y hablaremos durante el té.
Tras una palabras preparatorias, respirando con dificultad y ruborizándose, Lidia Ivanovna entregó a su amigo la carta que recibiera.
Él la leyó y luego guardó un prolongado silencio.
–Creo que no tengo derecho a negarle esto –dijo con timidez, alzando la vista.
–Usted no ve mal en nada, amigo mío.
–Por el contrario, todo me parece mal. Pero, ¿es justo esto?
Su rostro expresaba indecisión, súplica de consejo, ayuda y orientación en aquel asunto que no sabía resolver.
–¡No! –interrumpió la Condesa– Todo tiene sus límites. Comprendo la inmoralidad –no era sincera del todo, ya que nunca había comprendido lo que lleva a las mujeres a la inmoralidad– pero la crueldad, no. ¿Y con quién? ¿Con usted…? ¿Es posible que ose habitar en la misma ciudad que usted? Nunca se es demasiado viejo para aprender. Ahora empiezo a comprender su superioridad y la bajeza de ella.
–¿Quién puede tirar la primera piedra? –repuso Karenin, visiblemente satisfecho de su papel– Le he perdonado todo y no puedo privarla de una exigencia de su amor… su amor hacia su hijo.
–¿Amor realmente, amigo mío? ¿Es sincero eso? Supongamos que usted la ha perdonado y la perdona. Pero, ¿tenemos derecho a influir en el alma de ese ángel? Él imagina que su madre está muerta, reza por ella y pide a Dios que le perdone sus pecados. Y más vale que sea así… ¿Qué va a pensar el niño ahora?
–No sé –contestó Karenin visiblemente conturbado.
La Condesa se cubrió el rostro con las manos y calló. Rezaba.
–Si quiere usted oír mi consejo –dijo, después de haber rezado, descubriéndose el rostro– le diré que no le recomiendo que haga tal cosa. ¿Acaso no veo cómo sufre usted, cómo sangran de nuevo sus heridas? Admitamos que prescinda usted de sí mismo pero esto, ¿a qué le conduciría? A nuevos sufrimientos para usted y torturas para el niño. Si quedase en ella algo humano, ella misma lo debería desear. Así se lo aconsejo sin vacilaciones. Si me lo permite, le escribiré.
Karenin consintió y Lidia Ivanovna escribió, en francés, la siguiente carta:
Señora:
El hacer que su hijo la recuerde, puede provocar en él preguntas imposibles de contestar sin despertar en el alma del niño sentimientos reprobatorios de lo que debe ser sagrado para él. Le ruego por eso que considere la negativa de su marido en un sentido de amor cristiano.
Ruego a Dios Omnipotente que sea misericordioso con usted.
La Condesa Lidia.
La carta obtuvo el secreto fin que la Condesa se ocultaba incluso a sí misma: ofender a Anna en lo más profundo de su alma.
En cuanto a Karenin, al volver de casa de la Condesa, no pudo aquel día entregarse a sus ocupaciones habituales con la tranquilidad de ánimo propia de un creyente salvado, tal como antes se sentía.
El recuerdo de su mujer, tan culpable ante él y ante la que se había conducido como un santo, como con razón decía Lidia Ivanovna, no habría debido turbarle pero, a pesar de todo, no se sentía tranquilo, no comprendía el libro que estaba leyendo, no podía alejar de sí la evocación torturadora de sus relaciones con ella, de las faltas que con respecto a Anna le parecía haber cometido.
El recuerdo de cómo recibiera, volviendo de las cameras, la confesión de su infidelidad le atormentaba como un remordimiento, en especial al acordarse de que él únicamente le había pedido que guardase las apariencias y al pensar en que no había desafiado a Vronsky.
También lo torturaba el recuerdo de la carta que le escribiera entonces, sobre todo, el perdón que le había concedido, perdón completamente estéril, y el recuerdo de la piña del otro, que hacía arder su corazón de vergüenza y arrepentimiento.
El mismo sentimiento de vergüenza y arrepentimiento experimentaba ahora al evocar su pasado con ella y las torpes palabras con que, tras larga indecisión, había pedido su mano.
«¿Qué culpa tengo yo?», se preguntaba.
Tal pregunta motivaba siempre otra: ¿cómo sienten, aman y se casan hombres como Vronsky, Oblonsky o aquel chambelán de gruesas piernas?
Y recordaba toda una procesión de hombres de aquellos, fuertes, pictóricos, seguros de sí mismos, que siempre despertaban en todas partes su curiosa atención.
Apartaba de sí tales pensamientos, tratando de convencerse de que no vivía para la existencia terrestre, pasajera, sino para la eterna, y que en su alma reinaban la paz y el amor.
Mas el hecho de que en tal vida, pasajera e insignificante según le parecía, hubiera cometido algunos errores lo atormentaba tanto como si no existiese la salvación eterna en que creía. La tentación duró, no obstante, poco y de nuevo se restableció en el alma de Karenin la tranquilidad y elevación gracias a las cuales podía olvidar lo que no deseaba recordar para nada.

QUINTA PARTE – Capítulo 26

–Kapitonich –dijo Sergei, colorado y alegre, al volver de pasear la víspera del día de su cumpleaños, entregando su poddievska al viejo portero, que le sonreía desde lo alto de su estatura––– ¿Ha venido hoy aquel empleado de la mejilla vendada? ¿Lo ha recibido papá?
–Le recibió, señorito. En cuanto salió el secretario, lo anuncié. –dijo el portero, guiñando jovialmente el ojo– Déjeme que le ayude a quitarse…
–Sergei. –dijo el preceptor eslavo, parándose en la puerta que daba a las habitaciones interiores– Quítese usted mismo los chanclos.
Aunque Sergei oyó la voz débil del preceptor, no le hizo caso. De pie, agarrándose al cinturón del portero agachado, le miraba el rostro.
–¿Y le concedió papá lo que necesitaba?
Kapitonich hizo con la cabeza una señal afirmativa.
Tanto Sergei como el portero se interesaban por aquel empleado, que había ido allí ya siete veces a pedir no se sabía qué a Alexis Alexandrovich. El niño lo había encontrado en el vestíbulo y oyó cómo suplicaba con voz lastimera al portero que lo anunciase, diciendo que a él y a sus hijos no les quedaba otro recurso que dejarse morir.
Sergei encontró al funcionario otra vez y, a partir de entonces, se interesó por él.
–¿Y estaba muy alegre? –preguntó.
–Figúrese. Salía casi saltando…
–¿Han traído algo? –preguntó Sergei, después de una pausa.
–Una cosa de la Condesa, señorito –dijo el portero en voz baja.
Sergei comprendió en seguida que aquello de que hablaba el portero era el regalo que Lidia Ivanovna le hacía por su cumpleaños.
–¿Dónde está?
–Korney se lo llevó a papá. Debe de ser una cosa muy buena.
–¿Cómo es de grande? ¿Así?
–Algo menos, pero muy buena…
–¿Un libro?
–No, otra cosa… Ande, ande; lo está llamando Basilio Lukich ––dijo el portero, oyendo los pasos del preceptor, que se acercaba y librándose suavemente de la manita calzada a medias con un guante azul, que se asía a su cinturón, y señalando con la cabeza a Lukich.
–Voy en seguida, Basilio Lukich –dijo Sergei con la sonrisa alegre y afectuosa que desarmaba siempre al severo preceptor.
Sergei estaba muy alegre; se sentía demasiado feliz como para no compartir con el portero la satisfacción familiar de lo que le había informado en el jardín de Verano la sobrina de la condesa Lidia Ivanovna.
Tal alegría le parecía particularmente importante, sobre todo por coincidir con la del humilde funcionario y la que le proporcionaba la idea de los juguetes que le habían traído. A Sergei le parecía que en este día todos habían de estar alegres y satisfechos.
–¿Sabes que papá ha recibido la condecoración de Alexander Nevsky?
–Sí. Ya han venido a felicitarle.
–¿Y está contento?
–¡Cómo no va a estar contento recibiendo esa condecoración del Zar? Eso significa que lo merece – repuso el portero, severo y grave.
Sergei quedó pensativo y escudriñó el conocido rostro del portero hasta en sus menores detalles, en especial su barbita entre las dos patillas, en la que nadie reparaba excepto Sergei, que la miraba siempre desde abajo.
–¿Hace mucho que no te visita tu hija?
La hija del portero era bailarina en el Teatro Imperial.
–Entre semana no puede venir. También ellas estudian. Y usted tiene que estudiar igualmente. Váyase, señorito.
Entrando en la habitación, Sergei, en vez de sentarse a estudiar, expresó al maestro su suposición de que lo que le habían regalado debía de ser una máquina.
–¿Qué piensa usted? –le preguntó.
Basilio Lukich sólo pensaba que tenía que estudiar la lección de gramática, porque el profesor llegaba a las dos.
–Dígame, Basilio Lukich, –suplicó el niño, ya sentado a la mesa de estudio, con el libro en la mano –¿qué condecoración hay más importante que la de Alexander Nevsky? ¿Sabe usted que se la han otorgado a papá?
Basilio Lukich contestó que la condecoración superior era la de Vladimiro.
–¿Y más que ésa?
–La de Andrei Pervosvanny es superior a todas.
–¿Y no hay otra más alta?
–No lo sé.
–¿Cómo? ¿Tampoco usted lo sabe?
Sergei, apoyando los codos en la mesa, quedó pensativo.
Sus pensamientos eran complejos y varios. Imaginaba que su padre iba a recibir de repente las condecoraciones de Andrei y Vladimiro y que, en consecuencia, se mostraría mucho más indulgente para la lección de hoy; pensaba que cuando fuera mayor, recibiría él también todas aquellas condecoraciones y, asimismo, las que se crearan superiores a la de Andrei. Apenas las crearan, Sergei las merecería. Y si las creaban más altas aún, también él habría de obtenerlas al punto.
Pensando así, pasó el tiempo y, cuando llegó el profesor, la lección de tiempo, lugar y modo no estaba estudiada y el profesor quedó, no sólo descontento, sino hasta triste, ya que hizo afligirse al niño.
No se creía culpable de no haber estudiado la lección, ya que, a pesar de todo su deseo, no había podido hacerlo.
Mientras su maestro había estado con él, parecíale comprender; pero en cuanto quedó solo no pudo recordar ni entender más que una frase tan breve y obvia como que «de repente» era un modo adverbial; pero comprendió, en todo caso, que había disgustado al maestro.
Escogió un momento en que el profesor miraba, en silencio, el libro.
–Mijail Ivanovich, ¿cuándo es su santo? –le preguntó bruscamente.
–Mejor sería que atendiese usted a sus lecciones. El día del santo de uno no tiene importancia para una persona inteligente. Es un día como otro cualquiera en el que hay que trabajar como siempre.
Sergei miró atentamente al profesor, examinó su barba rala, sus lentes que descendían más abajo de la señal que le hacían sobre la nariz y quedó tan hundido en sus reflexiones que no entendió ya nada de lo que le explicaba.
Se hacía cargo de que el profesor no pensaba lo que decía y lo adivinaba por el tono en que habían sido pronunciadas aquellas palabras.
«¿Por qué se habrán puesto todos de acuerdo en hablar de un modo aburrido e inútil? ¿Por qué me rechaza? ¿Por qué no me quiere?»
Así se preguntaba con tristeza sin hallar contestación.

«…Y UN PERFUME EN EL AIRE, COMO DE MANDARINAS.»

viernes, junio 28th, 2013

tangerinetea angela sekerak
Tarde linda para un MANDARÍN IMPERIAL (que, además, esta semana está en promo).
Té negro Pu Erh, piel de mandarina, pimpollos de jazmín y esencia de clavo. El maridaje que te sugerimos: Lemon pie, Mandarine pie, tartas de frutas, Strudeln, torta Sacher y postres con chocolate negro. En DaCha, nos encanta agregar unas hebras de este blend a nuestro mate de yerba, un aliado en las dietas para bajar de peso.
Si lo querés probar, te lo sirven en Halina Café, que reinauguró ayer a la mañana, más grande y lindo que nunca (Juncal esq. Aráoz). Si querés encargar una lata, podés hacerlo a través del formulario de contacto de la web: http://www.dachablends.com.ar/contacto/
Para titular esta entrada, le tomé prestado un final a nuestro querido Víctor Heredia.
La obra que elegí, se llama Tangerine tea y es de Angela Sekerak

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 21 Y 22

jueves, junio 27th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 21

Desde que Alexis Alexandrovich comprendió por las palabras de Betsy y Oblonsky que lo que se exigía de él era que dejase tranquila a su mujer y no la importunara con su presencia, cosa que también ella deseaba, se sintió tan anonadado que nada pudo decir por sí mismo.
Él mismo no sabía lo que quería y, entregándose en manos de los que tanto placer hallaban en organizar sus asuntos, aceptaba cuanto le proponían.
Únicamente cuando Anna se fue de casa y la inglesa envió a preguntarle si ella debía comer con él o sola, comprendió su situación por primera vez y se horrorizó.
Lo que era peor en su situación es que en modo alguno podía unir y relacionar lo pasado con lo que ahora sucedía. No le atormentaba el recuerdo de aquellos días en que viviera feliz con su mujer, pues el tránsito de aquel pasado, el estado presente de cosas, al saber de la infidelidad de ella, lo había sobrepasado con sus sufrimientos y si bien aquella situación se había hecho penosa para él, también, por otra parte, se le había hecho comprensible.
Si en aquel momento, al anunciarle su infidelidad, su mujer le hubiera abandonado, se habría sentido desgraciado y triste pero no en la situación sin salida, inexplicable para él mismo, en que se hallaba al presente.
Le era imposible desde todo punto, ahora, relacionar su reciente perdón, su ternura, su amor a la esposa enferma y a la niña de otro, con lo que al presente sucedía, en que, como recompensa a todo ello, se veía solo, cubierto de oprobio, deshonrado, inútil para todo y objeto del desprecio general.
Los dos primeros días siguientes a la huida de su mujer, Karenin recibió visitas, vio al encargado del despacho, asistió a la comisión y fue al comedor, como de costumbre. Sin darse cuenta de por qué lo hacía, concentraba todas las fuerzas de su alma en simular aspecto tranquilo y hasta indiferente.
Contestando a las preguntas del servicio sobre el destino que debía darse a los efectos y habitaciones de Anna, Alexis Alexandrovich se esforzaba en afectar la actitud de un hombre para quien lo sucedido no tenía nada de imprevisto ni salía en nada de la órbita de los sucesos corrientes. Y preciso es confesar que lo lograba: nadie pudo descubrir en él el menor síntoma de desesperación.
Al día siguiente de la huida de Anna, cuando Korney le presentó la cuenta de un almacén de modas que ella olvidara pagar, anunciándole que estaba allí el encargado, Alexis Alexandrovich dio orden de hacerlo pasar.
–Perdone, Excelencia, que me permita molestarle. Pero si debo dirigirme a su señora esposa, le ruego que me dé su dirección.
Karenin quedó pensativo, así le pareció al menos al encargado y, de pronto, volviéndose, se sentó a la mesa; permaneció un rato en la misma actitud, con la cabeza entre las manos, probó a hablar repetidas veces, pero no lo consiguió.
Comprendiendo los sentimientos de su señor, Korney rogó al encargado que volviera otro día.
Una vez solo, Karenin se dio cuenta de que le faltaban las fuerzas para seguir mostrándose firme y tranquilo como se había propuesto. Dio orden de desenganchar el coche, que lo esperaba, dijo que no recibiría a nadie y no salió a comer.
Reconocía que era imposible soportar la presión del desprecio general, la animosidad que leía en el rostro del encargado de la tienda, de Korney y de todos, sin excepción, de cuantos encontraba desde hacía dos días.
Comprendía que no podría hacer frente al odio de la gente concitado contra él, porque tal odio procedía, no de que él hubiera sido malo (en cuyo caso podía procurar ser mejor), sino de que era vergonzosa y despreciablemente desgraciado. Sabía que por lo mismo que su corazón estaba destrozado, la gente no tendría compasión de él. Tenía la impresión de que sus semejantes le aniquilarían como los perros ahogan al animal herido que aúlla de dolor.
Le constaba que su única salvación respecto a la gente, consistía en ocultarles sus heridas. Y eso había intentado durante dos días pero ahora le faltaban las fuerzas para proseguir lucha tan desigual.
Su desesperación aumentaba con la conciencia que tenía de encontrarse completamente solo con su dolor. Ni en San Petersburgo ni fuera de allí tenía persona alguna a quien pudiera hacer partícipe de sus sentimientos, alguien que pudiese comprenderlo, no como a un alto funcionario y miembro del gran mundo, sino simplemente como a un hombre afligido.
Alexis Alexandrovich había crecido huérfano. Eran dos hermanos. No recordaba a su padre y su madre había muerto cuando él no contaba diez años aún. No eran ricos. El tío Karenin, alto funcionario y favorito del Zar en otros tiempos, había cuidado de su educación.
Terminados los cursos en el instituto y la universidad, con diplomas, Alexis Alexandrovich, ayudado por el tío, emprendió una brillante carrera y, a partir de entonces, se consagró por entero a la ambición del cargo oficial.
Ni en el instituto, ni en la universidad, ni en el trabajo entabló Karenin amistad con nadie. Su hermano, el más cercano a él en espíritu, empleado en el ministerio de Asuntos Exteriores, que había vivido casi siempre en el extranjero, murió a poco del casamiento de Alexis Alexandrovich.
Siendo Karenin gobernador, la tía de Anna, señora rica de su provincia, se ingenió para poner en relación con su sobrina a aquel hombre que, aunque ya no joven, lo era todavía para ser gobernador y lo puso en tal situación que no le quedó otra alternativa que declararse o dejar la ciudad.
Alexis Alexandrovich dudó mucho. Midió todos los aspectos en pro y en contra y observó que no había motivo alguno que lo obligase a prescindir de su regla general: la de abstenerse en la duda.
Pero la tía de Anna le hizo saber, mediante un conocido, que había comprometido ya la reputación de la joven y que su deber de caballero lo obligaba a pedir su mano. Alexis Alexandrovich lo hizo así, pidió la mano de Anna y le consagró, de novia y de esposa, todo el afecto de que era capaz.
Aquel sentimiento de cariño hacia Anna excluyó de su corazón sus últimas necesidades de mantener relaciones cordiales con los hombres. Y ahora no tenía íntimo alguno entre sus conocidos. Contaba con muchas de las llamadas relaciones pero no con amistades. Había numerosas personas a las que podía invitar a comer, a participar en algo que le interesase, recomendar a algún protegido suyo, criticar con ellas en confianza a otras personas y a los miembros más destacados del Gobierno pero las relaciones con esas personas estaban limitadas por un círculo muy definido por las costumbres y las conveniencias y del que era imposible salir.
Tenía, es verdad, un íntimo amigo de la universidad con el que conservó amistad a través del tiempo y con el que habría podido hablar de sus amarguras personales pero ese amigo era inspector de Enseñanza de un distrito universitario lejano de la capital. De modo que las personas más allegadas y con quienes parecía más posible desahogar su tristeza eran su médico y el jefe de su departamento.
Mijail Vasilievich Sliudin, el jefe de su departamento, era un hombre sencillo, inteligente, bueno y honrado, por el que Alexis sentía simpatía y afecto pero un trabajo continuado en común, durante cinco años, había levantado entre ellos una barrera que impedía las explicaciones cordiales.
Karenin, al terminar de firmar los documentos, guardó silencio largo rato, mirando a Mijail Vasilievich, a punto de desahogarse con él, pero no se supo decidir. Ya había preparado la frase: «¿Ha oído hablar de lo que me pasa?», pero terminó diciéndole, como siempre:
–Bien; prepáremelo todo para mañana.
Y con esto le despidió.
La otra persona bien dispuesta hacia él, el médico, había acordado un pacto tácito con Karenin: que los dos tenían mucho que hacer y no podían perder tiempo en bagatelas.
En sus amigas, empezando por la condesa Lidia Ivanovna, Karenin no pensó siquiera. Las mujeres, por el hecho de serlo, no despertaban en él sino sentimientos de repulsión.

QUINTA PARTE – Capítulo 22
Karenin olvidaba a la condesa Lidia Ivanovna pero ella no se olvidaba de él y, en aquel momento de terrible desesperación y soledad, acudió a casa de Alexis Alexandrovich y entró en su despacho sin hacerse anunciar.
Le encontró sentado, con la cabeza entre las manos.
–J’ai forcé la consigne –dijo ella, entrando con pasos rápidos y respirando con dificultad por la emoción y por la rapidez de su marcha –Lo sé todo, Alexis Alexandrovich, amigo mío –continuó, apretando con fuerza la mano de él y poniendo en los de Karenin sus ojos hermosos y pensativos.
Alexis Alexandrovich, con el entrecejo arrugado, se levantó, soltó su mano y le ofreció una silla.
–Haga el favor de sentarse, Condesa. No recibo porque me encuentro mal…
Y sus labios temblaron.
–¡Amigo mío! –repitió la Condesa sin apartar su mirada de él.
De pronto sus cejas se levantaron por su extremo interior formando un triángulo sobre su frente; su rostro amarillo y feo se afeó todavía más pero Alexis Alexandrovich comprendió que ella le compadecía y que estaba a punto de llorar.
Se sintió conmovido; cogió la mano regordeta de la Condesa y se la besó.
–Amigo mío –siguió ella, con voz entrecortada por la emoción –no se entregue al dolor. Su pena es muy grande, pero debe consolarse.
–Estoy deshecho, muerto, ya no soy un hombre. –respondió Karenin, soltando la mano de la Condesa, sin dejar de mirar sus ojos llenos de lágrimas– Mi situación es terrible, porque no encuentro en ninguna parte, ni aun en mí mismo, un punto de apoyo.
–Ya lo encontrará… No lo busque en mí, aunque le pido que crea en mi sincera amistad –dijo ella con un suspiro– Nuestro apoyo es el amor divino, el amor que Él nos legó… ¡Su carga es fácil!… –agregó con la mirada entusiasta que tan bien conocía Karenin– Él le ayudará y le socorrerá.
Aunque en tales palabras había aquella exagerada humildad ante los propios sentimientos y aquel estado de espíritu místico, nuevo, exaltado, introducido desde hacía poco en San Petersburgo y que a Karenin le parecía superfluo, el oírlas en labios de la Condesa y en aquel momento, lo conmovió.
–Me siento débil, aniquilado. No pude prever nada y tampoco ahora comprendo nada.
–¡Amigo mío! –repetía Lidia Ivanovna.
–No me apena lo que he perdido, no… No lo siento pero no puedo dejar de avergonzarme, ante la gente, de la situación en que me hallo. Es lamentable, pero no puedo, no puedo…
–No fue usted quien realizó aquel acto sublime. ¡Fue Él quien lo dictó a su corazón! ¡Aquel acto de perdón que ha despertado la admiración de todos! –––exclamó la condesa Lidia Ivanovna, alzando la vista, exultante– ¡Por esto no puede usted avergonzarse de su acto!
Alexis Alexandrovich frunció el entrecejo y juntando los dedos comenzó a hacer crujir las articulaciones.
–Es preciso conocer todos los pormenores. –dijo con su voz delgada––– Las fuerzas de un hombre tienen su límite, Condesa, y yo he llegado al de las mías. Todo el día de hoy he tenido que dar órdenes en casa, derivadas –recalcó la palabra «derivadas» –de mi nuevo estado de hombre solo. Los criados, la institutriz, las cuentas… Este fuego minúsculo me ha abrasado y no puedo más. Ayer mismo, durante la comida… casi abandoné la mesa. No podía sostener la mirada de mi hijo. No me preguntaba qué era lo que había pasado pero quería preguntármelo y no me atrevía a mirarlo… y aún esto no es todo…
Karenin iba a hablar de la cuenta que le habían llevado pero su voz tembló y se interrumpió. El recordar aquella cuenta en papel azul, por un sombrero y unas cintas, le fue tan penoso que sintió lástima de sí mismo.
–Comprendo, amigo mío. –dijo la condesa Lidia Ivanovna– Lo comprendo. Espero que usted reconozca la sinceridad de mis sentimientos hacia usted. En todo caso, sólo he venido para ofrecerle mi ayuda, si en algo lo puedo ayudar. ¡Si pudiera librarlo de esas pequeñas y humillantes preocupaciones!… Lo que hace falta aquí es una mujer, una mano femenina. ¿Permite que me encargue de ello?
Karenin, en silencio, le apretó la mano con gratitud.
–Ocupémonos de Sergei. Yo no estoy fuerte en asuntos prácticos pero lo haré. Seré su ama de llaves. No me lo agradezca. No soy yo quien lo hago.
–No puedo dejar de agradecerle…
–Y ahora, amigo mío, no se entregue al sentimiento de que me ha hablado, no se avergüence de lo que representa el más alto grado de la perfección cristiana. «Los que se humillan, serán ensalzados.» Y no me agradezca nada. Hay que agradecérselo todo a Él y pedir su ayuda. Sólo en Él encontraremos calma, consuelo, salvación y amor ––dijo ella, alzando los ojos al cielo. Y Karenin, de su silencio, dedujo que rezaba. Alexis Alexandrovich la había escuchado atentamente y las mismas expresiones que antes, si no desagradables, le parecían superfluas, ahora le resultaban naturales y consoladoras. Cierto que no le placía la exageración puesta de moda en aquellos días. Era un creyente que se interesaba por la religión ante todo en el sentido político y la nueva doctrina, que permitía ciertas interpretaciones nuevas, abriendo la puerta a discusiones y análisis, le era desagradable por principio.
Antes le habló de ella con frialdad y hasta con aversión, nunca discutía con la Condesa, una de las más fervientes adeptas y contestaba siempre con un silencio obstinado a todas sus insinuaciones. Pero hoy escuchaba todas sus palabras con placer, sin que se levantara en su alma la menor objeción.
–Le estoy infinitamente agradecido, tanto por lo que hace como por sus palabras ––dijo ella cuando acabó de rezar. La condesa Lidia Ivanovna estrechó una vez más las dos manos de su amigo. –Ahora empezaremos a obrar –dijo, tras un silencio, secándose los restos de sus lágrimas.
Y prosiguió:
–Voy a ver a Sergei. Sólo en caso de extrema necesidad apelaré a usted.
Y dicho esto, se levantó y salió.
Subió al cuarto de Sergei y, cubriendo de lágrimas las mejillas del asustado niño, le dijo que su padre era un santo y que su madre había muerto.
La Condesa cumplió lo prometido, tomando sobre sí todas las preocupaciones relacionadas con la casa.
Mas no había exagerado al decir que no estaba fuerte en asuntos prácticos. Cuantas órdenes daba tenía que rectificarlas después por imposibles de cumplir. Korney, el criado de Karenin, sin que nadie lo observase, era el que ahora llevaba en realidad la dirección de la casa de su amo y era, también él, quien anulaba las órdenes de la Condesa.
Pero, con todo, la ayuda de Lidia Ivanovna era efectiva: dio un apoyo moral a Alexis Alexandrovich en la conciencia del cariño y el respecto que sentía por él y, sobre todo, en el hecho de que ella lo hubiese convertido, de creyente frío a indiferente, en un adepto de la nueva doctrina cristiana tan en boga últimamente en San Petersburgo, lo que le proporcionaba un gran consuelo. La conversión no fue nada difícil, ya que él, como Lidia Ivanovna y otros que compartían tales ideas, carecían por completo de profundidad de imaginación, facultad en virtud de la cual las mismas representaciones de la imaginación exigen, para hacerse aceptar, una cierta verosimilitud.
No le parecía imposible y absurdo que la muerte eterna, existente para los incrédulos, no existiera para él y que, una vez poseedor de la fe completa, de la que él mismo era juez, su alma se hallase libre de pecado y tuviese, aun en vida, la certeza de la salvación.
Cierto que Alexis Alexandrovich sentía vagamente la ligereza y error de tal doctrina. Sabía que cuando perdonó a su mujer, sin pensar que lo hacía obedeciendo a una fuerza superior, se entregó a tal sentimiento por completo y experimentó más felicidad que ahora que pensaba a cada momento que Cristo estaba en su alma y que él cumplía su voluntad, incluso cuando firmaba documentos. Pero ahora le era necesario pensar así, sentir en su humillación aquella elevación imaginaria desde la que, despreciado por los demás, podía despreciarlos a su vez, aferrándose a su quimérica salvación, como si fuese verdadera.

LA RISA, FUEGO INTERIOR

jueves, junio 27th, 2013

té de maconia
Nosotros no vendemos de esto. Pero un poco de humor ruso para calentar una tarde gris, nunca viene mal.
La imagen me hizo acordar tanto de mis dos abuelas, tomando el té, contándose chistes en idish, riéndose juntas a carcajadas, con ese gesto igualito, que no pude evitar subirla. Ojalá lleguemos a viej@s así.

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