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Posts etiquetados ‘DaCha Russkiĭ Sekret’

UN TÉ PARA APRENDER A MIRARNOS A LA CARA

lunes, agosto 26th, 2013

A_Storm_and_a_Whisper_by_curiousmoth
Tomar té y leer, siempre ayudan. No importa de qué tamaño sea la tempestad ni nuestro modo de percibirla. Buenas noches.

LAS CARAS DE LA MEDALLA

A la que un día lo leerá, ya tarde como siempre.

Las oficinas del CERN daban a un pasillo sombrío, y a Javier le gustaba salir de su despacho y fumar un cigarrillo yendo y viniendo, imaginando a Mireille detrás de la puerta de la izquierda. Era la cuarta vez en tres años que iba a trabajar como temporero a Ginebra, y a cada regreso Mireille lo saludaba cordialmente, lo invitaba a tomar té a las cinco con otros dos ingenieros, una secretaria y un mecanógrafo poeta y yugoslavo. Nos gustaba el pequeño ritual porque no era diario y por tanto mecánico; cada tres o cuatro días, cuando nos encontrábamos en un ascensor o en el pasillo, Mireille lo invitaba a reunirse con sus colegas a la hora del té que improvisaban sobre su escritorio. Tal vez Javier le caía simpático porque no disimulaba su aburrimiento y sus ganas de terminar el contrato y volverse a Londres. Era difícil saber por qué lo contrataban, en todo caso los colegas de Mireille se sorprendían ante su desprecio por el trabajo y la leve música del transistor japonés con que acompañaba sus cálculos y sus diseños. Nada parecía acercarnos en ese entonces, Mireille se quedaba horas y horas en su escritorio y era inútil que Javier intentara cábalas absurdas para verla salir después de treinta y tres idas y venidas por el pasillo; pero si hubiera salido, sólo habrían cambiado un par de frases cualquiera sin que Mireille imaginara que él se paseaba con la esperanza de verla salir, así como él se paseaba por juego, por ver si antes de treinta y tres Mireille o una vez más fracaso. Casi no nos conocíamos, en el CERN casi nadie se conoce de veras, la obligación de coexistir tantas horas por semana fabrica telarañas de amistad o enemistad que cualquier viento de vacaciones o de cesantía manda al diablo. A eso jugamos durante esas dos semanas que volvían cada año, pero para Javier el retorno a Londres era también Eileen y una lenta, irrestañable degradación de algo que alguna vez había tenido la gracia del deseo y el goce, Eileen gata trepada a un barrilete, saltarina de garrocha sobre el hastío y la costumbre. Con ella había vivido un safari en plena ciudad, Eileen lo había acompañado a cazar antílopes en Piccadilly Circus, a encender hogueras de vivac en Hampstead Heath, todo se había acelerado como en las películas mudas hasta una última carrera de amor en Dinamarca, o había sido en Rumania, de pronto las diferencias siempre conocidas y negadas, las cartas que cambian de posición en la baraja y modifican las suertes, Eileen prefiriendo el cine a los conciertos o viceversa, Javier yéndose solo a buscar discos porque Eileen tenía que lavarse el pelo, ella que sólo se lo había lavado cuando realmente no había otra cosa que hacer, protestando contra la higiene y por favor enjuagame la cara que tengo champú en los ojos. El primer contrato del CERN había llegado cuando ya nada quedaba por decirse salvo que el departamento de Earl’s Court seguía allí con las rutinas matinales, el amor como la sopa o el Times, como tía Rosa y su cumpleaños en la finca de Bath, las facturas del gas. Todo eso que era ya un turbio vacío, un presente pasado de contradictorias recurrencias, llenaba el ir y venir de Javier por el pasillo de las oficinas, veinticinco, veintiséis, veintisiete, tal vez antes de treinta la puerta y Mireille y hola, Mireille que iría a hacer pipí o a consultar un dato con el estadígrafo inglés de patillas blancas, Mireille morena y callada, blusa hasta el cuello donde algo debía latir despacio, un pajarito de vida sin demasiados altibajos, una madre lejana, algún amor desdichado y sin secuelas, Mireille ya un poco solterona, un poco oficinista pero a veces silbando un tema de Mahler en el ascensor, vestida sin capricho, casi siempre de pardo o de traje sastre, una edad demasiado puesta, una discreción demasiado hosca.
Sólo uno de los dos escribe esto pero es lo mismo, es como si lo escribiéramos juntos aunque ya nunca más estaremos juntos, Mireille seguirá en su casita de las afueras ginebrinas, Javier viajará por el mundo y volverá a su departamento de Londres con la obstinación de la mosca que se posa cien veces en un brazo, en Eileen. Lo escribimos como una medalla es al mismo tiempo su anverso y su reverso que no se encontrarán jamás, que sólo se vieron alguna vez en el doble juego de espejos de la vida. Nunca podremos saber de verdad cuál de los dos es más sensible a esta manera de no estar que para él y para ella tiene el otro. Cada uno de su lado, Mireille llora a veces mientras escucha un determinado quinteto de Brahms, sola al atardecer en su salón de vigas oscuras y muebles rústicos, al que por momentos llega el perfume de las rosas del jardín. Javier no sabe llorar, sus lágrimas eligen condensarse en pesadillas que lo despiertan brutalmente junto a Eileen, de las que se despoja bebiendo coñac y escribiendo textos que no contienen forzosamente las pesadillas aunque a veces sí, a veces las vuelca en inútiles palabras y por un rato es el amo, el que decide lo que será dicho o lo que resbalará poco a poco al falso olvido de un nuevo día.
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A nuestra manera los dos sabemos que hubo un error, una equivocación restañable pero que ninguno fue capaz de restañar. Estamos seguros de no habernos juzgado nunca, de simplemente haber aceptado que las cosas se daban así y que no se podía hacer más que lo que hicimos. No sé si pensamos entonces en cosas como el orgullo, la renuncia, la decepción, si solamente Mireille o solamente Javier las pensaron mientras el otro las aceptaba como algo fatal, sometiéndose a un sistema que los abarcaba y los sometía, es demasiado fácil ahora decirse que todo pudo depender de una rebeldía instantánea, de encender el velador al lado de la cama cuando Mireille se negaba, de guardar a Javier a su lado toda la noche cuando él buscaba ya sus ropas para volver a vestirse; es demasiado fácil echarle la culpa a la delicadeza, a la imposibilidad de ser brutal u obstinado o generoso. Entre seres más simples o más ignorantes eso no hubiera sucedido así, acaso una bofetada o un insulto hubieran contenido la caridad y el justo camino que el decoro nos vedó cortésmente. Nuestro respeto venía de una manera de vivir que nos acercó como las caras de la medalla; lo aceptamos cada cual de su lado, Mireille en un silencio de distancia y renuncia, Javier murmurándole su esperanza ya ridícula, callándose por fin en mitad de una frase, en mitad de una última carta. Y después de todo sólo nos quedaba, nos queda la lúgubre tarea de seguir siendo dignos, de seguir viviendo con la vana esperanza de que el olvido no nos olvide demasiado.
Un mediodía nos encontramos en casa de Mireille, casi como por obligación ella lo había invitado a almorzar con otros colegas, no podía dejarlo de lado cuando Gabriela y Tom habían aludido al almuerzo mientras tomaban el té en su oficina, y Javier había pensado que era triste que Mireille lo invitara por una simple presión social pero había comprado una botella de Jack Daniel’s y conocido la cabaña de las afueras de Ginebra, el pequeño rosedal y el barbecue donde Tom oficiaba entre cócteles y un disco de los Beatles que no era de Mireille, que ciertamente no estaba en la severa discoteca de Mireille pero que Gabriela había echado a girar porque para ella y Tom y medio CERN el aire era irrespirable sin esa música. No hablamos mucho, en algún momento Mireille lo llevó por el rosedal y él le preguntó si le gustaba Ginebra y ella le contestó con sólo mirarlo y encogerse de hombros, la vio afanarse con platos y vasos, le oyó decir una palabrota porque una chispa en la mano, los fragmentos se iban reuniendo y tal vez fue entonces que la deseó por primera vez, el mechón de pelo cruzándole la frente morena, los blue-jeans marcándole la cintura, la voz un poco grave que debía saber cantar lieder, decir las cosas importantes como un simple murmullo musgoso. Volvió a Londres al fin de la semana y Eileen estaba en Helsinki, un papel sobre la mesa informaba de un trabajo bien pagado, tres semanas, quedaba un pollo en la heladera, besos.
La vez siguiente el CERN ardía en una conferencia de alto nivel, Javier tuvo que trabajar de veras y Mireille pareció tenerle lástima cuando él se lo dijo lúgubremente entre el quinto piso y la calle; le propuso ir a un concierto de piano, fueron, coincidieron en Schubert pero no en Bartok, bebieron en un cafecito casi desierto, ella tenía un viejo auto inglés y lo dejó en su hotel, él le había traído un disco de madrigales y fue bueno saber que no lo conocía, que no sería necesario cambiarlo. Domingo y campo, la transparencia de una tarde casi demasiado suiza, dejamos el auto en una aldea y anduvimos por los trigales, en algún momento Javier le contó de Eileen, así por contarlo, sin necesidad precisa, y Mireille lo escuchó callada, le ahorró la compasión y los comentarios que sin embargo él hubiera querido de alguna manera porque esperaba de ella algo que empezara a parecerse a lo que sentía, su deseo de besarla dulcemente, de apoyarla contra el tronco de un árbol y conocer sus labios, toda su boca. Casi no hablamos de nosotros a la vuelta, nos dejábamos ir por los senderos que proponían sus temas a cada recodo, los setos, las vacas, un cielo con nubes plateadas, la tarjeta postal del buen domingo. Pero cuando bajamos corriendo una cuesta entre empalizadas, Javier sintió la mano de Mireille cerca de la suya y la apretó y siguieron corriendo como si se impulsaran mutuamente, y ya en el auto Mireille lo invitó a tomar el té en su cabaña, le gustaba llamarla cabaña porque no era una cabaña pero tenía tanto de cabaña, y escuchar discos. Fue un alto en el tiempo, una línea que cesa de pronto en el ritmo del dibujo antes de recomenzar en otra parte del papel, buscando una nueva dirección.
Hicimos un balance muy claro esa tarde: Mahler sí, Brahms sí, la edad media en conjunto sí, jazz no (Mireille), jazz sí (Javier). Del resto no hablamos, quedaban por explorar el renacimiento, el barroco, Pierre Boulez, John Cage (pero Mireille no Cage, eso era seguro aunque no hubieran hablado de él, y probablemente Boulez músico no, aunque director sí, esos matices importantes). Tres días después fuimos a un concierto, cenamos en la ciudad vieja, había una postal de Eileen y una carta de la madre de Mireille pero no hablamos de ellas, todo era todavía Brahms y un vino blanco que a Brahms le hubiera gustado porque estábamos seguros de que el vino blanco tenía que haberle gustado a Brahms. Mireille lo dejó en el hotel y se besaron en las mejillas, quizá no demasiado rápido como cuando en las mejillas, pero en las mejillas. Esa noche Javier contestó la postal de Eileen, y Mireille regó sus rosas bajo la luna, no por romanticismo porque nada tenía de romántica, sino porque el sueño tardaba en venir.
Faltaba la política, salvo comentarios aislados que mostraban poco a poco nuestras diferencias parciales. Tal vez no habíamos querido afrontarla, tal vez cobardemente; el té en la oficina desató la cosa, el mecanógrafo poeta golpeó duro contra los israelíes, Gabriela los encontró maravillosos, Mireille dijo solamente que estaban en su derecho y qué demonios, Javier le sonrió sin ironía y observó que exactamente lo mismo podía decirse de los palestinos. Tom estaba por un arreglo internacional con cascos azules y el resto de la farándula, lo demás fue té y previsiones sobre la semana de trabajo. Alguna vez hablaríamos en serio de todo eso, ahora solamente nos gustaba mirarnos y sentirnos bien, decirnos que dentro de poco tendríamos una velada Beethoven en el Victoria Hall; de ella hablamos en la cabaña, Javier había traído coñac y un juguete absurdo que según él tenía que gustarle muchísimo a Mireille pero que ella encontró sumamente tonto aunque lo mismo lo puso en un estante después de darle cuerda y contemplar amablemente sus contorsiones. Esa tarde fue Bach, fue el violonchelo de Rostropovich y una luz que descendía poco a poco como el coñac en las burbujas de las copas. Nada podía ser más nuestro que ese acuerdo de silencio, jamás habíamos necesitado alzar un dedo o callar un comentario; sólo después, con el gesto de cambiar el disco, entraban las primeras palabras. Javier las dijo mirando al suelo, preguntó simplemente si alguna vez le sería dado saber lo que ella ya sabía de él, su Londres y su Eileen de ella.
Sí, claro que podía saber pero no, en todo caso no ahora. Alguna vez, de joven, nada que contar salvo que bueno, había días en que todo pesaba tanto. En la penumbra Javier sintió que las palabras le llegaban como mojadas, un instantáneo ceder pero secándose ya los ojos con el revés de la manga sin darle tiempo a preguntar más o a pedirle perdón. Confusamente la rodeó con un brazo, buscó su cara que no lo rechazaba pero que estaba como en otra parte, en otro tiempo. Quiso besarla y ella resbaló de lado murmurando una excusa blanda, otro poco de coñac, no había que hacerle caso, no había que insistir.
Todo se mezcla poco a poco, no nos acordaríamos en detalle del antes o el después de esas semanas, el orden de los paseos o los conciertos, las citas en los museos. Acaso Mireille hubiera podido ordenar mejor las secuencias, Javier no hacía más que poner sus pocas cartas boca arriba, la vuelta a Londres que se acercaba, Eileen, los conciertos, descubrir por una simple frase la religión de Mireille, su fe y sus valores precisos, eso que en él no era más que esperanza de un presente casi siempre derogado. En un café, después de pelearnos riendo por una cuestión de quién pagaría, nos miramos como viejos amigos, bruscamente camaradas, nos dijimos palabrotas privadas de sentido, zarpas de osos jugando. Cuando volvimos a escuchar música en la cabaña había entre nosotros otra manera de hablar, otra familiaridad de la mano que empujaba una cintura para franquear la puerta, el derecho de Javier de buscar por su cuenta un vaso o pedir que Telemann no, que primero Lotte Lehmann y mucho, mucho hielo en el whisky. Todo estaba como sutilmente trastrocado, Javier lo sentía y algo lo perturbó sin saber qué, un haber llegado antes de llegar, un derecho de ciudad que nadie le había dado. Nunca nos mirábamos a la hora de la música, bastaba con estar ahí en el viejo sofá de cuero y que anocheciera y Lotte Lehmann. Cuando él le buscó la boca y sus dedos rozaron la comba de sus senos, Mireille se mantuvo inmóvil y se dejó besar y respondió a su beso y le cedió durante un segundo su lengua y su saliva, pero siempre sin moverse, sin responder a su gesto de levantarla del sillón, callando mientras él le balbuceaba el pedido, la llamaba a todo lo que estaba esperando en el primer peldaño de la escalera, en la noche entera para ellos.
También él esperó, creyendo comprender, le pidió perdón pero antes, todavía con la boca muy cerca de su cara, le preguntó por qué, le preguntó si era virgen, y Mireille negó agachando la cabeza, sonriéndole un poco como si preguntar eso fuera tonto, fuera inútil. Escucharon otro disco comiendo bizcochos y bebiendo, la noche había cerrado y él tendría que irse. Nos levantamos al mismo tiempo, Mireille se dejó abrazar como si hubiera perdido las fuerzas, no dijo nada cuando él volvió a murmurarle su deseo; subieron la estrecha escalera y en el rellano se separaron, hubo esa pausa en que se abren puertas y se encienden luces, un pedido de espera y una desaparición que se prolongó mientras en el dormitorio Javier se sentía como fuera de sí mismo, incapaz de pensar que no hubiera debido permitir eso, que eso no podía ser así, la espera intermedia, las probables precauciones, la rutina casi envilecedora. La vio regresar envuelta en una bata de baño de esponja blanca, acercarse a la cama y tender la mano hacia el velador. «No apagues la luz», le pidió, pero Mireille negó con la cabeza y apagó, lo dejó desnudarse en la oscuridad total, buscar a tientas el borde de la cama, resbalar en la sombra contra su cuerpo inmóvil.
No hicimos el amor. Estuvimos a un paso después que Javier conoció con las manos y los labios el cuerpo silencioso que lo esperaba en la tiniebla. Su deseo era otro, verla a la luz de la lámpara, sus senos y su vientre, acariciar una espalda definida, mirar las manos de Mireille en su propio cuerpo, detallar en mil fragmentos ese goce que precede al goce. En el silencio y la oscuridad totales, en la distancia y la timidez que caían sobre él desde Mireille invisible y muda, todo cedía a una irrealidad de entresueño y a la vez él era incapaz de hacerle frente, de saltar de la cama y encender la luz y volver a imponer una voluntad necesaria y hermosa. Pensó confusamente que después, cuando ella ya lo hubiera conocido, cuando la verdadera intimidad comenzara, pero el silencio y la sombra y el tictac de ese reloj en la cómoda podían más. Balbuceó una excusa que ella acalló con un beso de amiga, se apretó contra su cuerpo, se sintió insoportablemente cansado, tal vez durmió un momento.
Tal vez dormimos, sí, tal vez en esa hora quedamos abandonados a nosotros mismos y nos perdimos. Mireille se levantó la primera y encendió la luz, envuelta en su bata volvió al cuarto de baño mientras Javier se vestía mecánicamente, incapaz de pensar, la boca como sucia y la resaca del coñac mordiéndole el estómago. Apenas hablaron, apenas se miraban, Mireille dijo que no era nada, que en la esquina había siempre taxis, lo acompañó hasta abajo. Él no fue capaz de romper la rígida cadena de causas y consecuencias, la rutina obligada que desde mucho más atrás de ellos mismos le exigía agachar la cabeza y marcharse de la cabaña en plena noche; sólo pensó que al otro día hablarían más tranquilos, que trataría de hacerle comprender, pero comprender qué. Y es verdad que hablaron en el café de siempre y que Mireille volvió a decir que no era nada, no tenía importancia, otra vez acaso sería mejor, no había que pensar. Él se volvía a Londres tres días más tarde, cuando le pidió que lo dejara acompañarla a la cabaña ella le dijo que no, mejor no. No supimos hacer ni decir otra cosa, ni siquiera supimos callarnos, abrazarnos en cualquier esquina, encontrarnos en cualquier mirada. Era como si Mireille esperara de Javier algo que él esperaba de Mireille, una cuestión de iniciativas o de prelaciones, de gestos de hombre y acatamientos de mujer, la inmutabilidad de las secuencias decididas por otros, recibidas desde fuera; habíamos avanzado por un camino en el que ninguno había querido forzar la marcha, quebrar la armoniosa paridad; ni siquiera ahora, después de saber que habíamos errado ese camino, éramos capaces de un grito, de un manotón hacia la lámpara, del impulso por encima de las ceremonias inútiles, de las batas de baño y no es nada, no te preocupes por eso, otra vez será mejor. Hubiera sido preferible aceptarlo entonces, enseguida. Hubiera sido preferible repetir juntos: por delicadeza perdemos nuestra vida; el poeta nos hubiera perdonado que habláramos también por nosotros.
Dejamos de vernos durante meses. Javier escribió, por supuesto, y puntualmente le llegaron unas pocas frases de Mireille, cordiales y distantes. Entonces él empezó a telefonearle por las noches, casi siempre los sábados cuando la imaginaba sola en la cabaña, disculpándose si interrumpía un cuarteto o una sonata, pero Mireille respondía siempre que había estado leyendo o cuidando el jardín, que estaba muy bien que llamara a esa hora. Cuando viajó a Londres seis meses más tarde para visitar a una tía enferma, Javier le reservó un hotel, se encontraron en la estación y fueron a visitar los museos, King’s Road, se divirtieron con una película de Milos Forman. Hubo esa hora como de antaño, en un pequeño restaurante de Whitechapel las manos se encontraron con una confianza que abolía el recuerdo, y Javier se sintió mejor y se lo dijo, le dijo que la deseaba más que nunca pero que no volvería a hablarle de eso, que todo dependía de ella, del día en que decidiera volver al primer peldaño de la primera noche y simplemente le tendiera los brazos. Ella asintió sin mirarlo, sin aquiescencia ni negativa, solamente encontró absurdo que él siguiera rechazando los contratos que le proponían en Ginebra. Javier la acompañó hasta el hotel y Mireille se despidió en el lobby, no le pidió que subiera pero le sonrió al besarlo livianamente en la mejilla, murmurando un hasta pronto.
Sabemos tantas cosas, que la aritmética es falsa, que uno más uno no siempre son uno sino dos o ninguno, nos sobra tiempo para hojear el álbum de agujeros, de ventanas cerradas, de cartas sin voz y sin perfume. La oficina cotidiana, Eileen convencida de prodigar felicidad, las semanas y los meses. Otra vez Ginebra en el verano, el primer paseo al borde del lago, un concierto de Isaac Stern. En Londres quedaba ahora la sombra menuda de María Elena que Javier había encontrado en un cóctel y que le había dado tres semanas de livianos juegos, el placer por sí mismo allí donde el resto era un amable vacío diurno con María Elena volviéndose infatigable al tenis y a los Rolling Stones, un adiós sin melancolía después de un último week-end gozado como eso, como un adiós sin melancolía. Se lo dijo a Mireille, y sin necesidad de preguntárselo supo que ella no, que ella la oficina y las amigas, que ella siempre la cabaña y los discos. Le agradeció sin palabras que Mireille lo escuchara con su grave, atento silencio comprensivo, dejándole la mano en la mano mientras miraban anochecer sobre el lago y decidían el lugar de la cena.
Después fue el trabajo, una semana de encuentros aislados, la noche en el restaurante rumano, la ternura. Nunca habían hablado de eso que nuevamente estaba ahí en el gesto de verter el vino o mirarse lentamente al término de un diálogo. Fiel a su palabra, Javier esperaba una hora que no se creía con derecho a esperar. Pero la ternura, entonces, algo allí presente entre tanta otra cosa, un gesto de Mireille al bajar la cabeza y pasarse la mano por los ojos, su simple frase para decirle que lo acompañaría a su hotel. En el auto volvieron a besarse como la noche de la cabaña, él ciñó su cuerpo y sintió abrirse sus muslos bajo la mano que subía y acariciaba. Cuando entraron en la habitación Javier no pudo esperar y la abrazó de pie, perdiéndose en su boca y su pelo, llevándola paso a paso hacia la cama. La escuchó murmurar un no ahogado, pedirle que esperara un momento, la sintió separarse de él y buscar la puerta del baño, cerrarla y tiempo, silencio y agua y tiempo mientras él arrancaba el cobertor y dejaba solamente una luz en un ángulo, se sacaba los zapatos y la camisa, dudando entre desnudarse del todo o esperar porque su bata estaba en el baño y si la luz encendida, si Mireille al volver lo encontraba desnudo y de pie, grotescamente erecto o dándole la espalda todavía más grotescamente para que ella no lo viera así como realmente hubiera tenido que verlo ahora que entraba con una toalla de baño envolviéndola, se acercaba a la cama con la mirada gacha y él estaba con los pantalones puestos, había que quitárselos y quitarse el slip y entonces sí abrazarla, arrancarle la toalla y tenderla en la cama y verla dorada y morena y otra vez besarla hasta lo más hondo y acariciarla con dedos que acaso la lastimaban porque gimió, se echó hacia atrás tendiéndose en lo más alejado de la cama y parpadeando contra la luz, una vez más pidiéndole una oscuridad que él no le daría porque nada le daría, su sexo repentinamente inútil buscando un paso que ella le ofrecía y que no iba a ser franqueado, las manos exasperadas buscando excitarla y excitarse, la mecánica de gestos y palabras que Mireille rechazaría poco a poco, rígida y distante, comprendiendo que tampoco ahora, que para ella nunca, que la ternura y eso se habían vuelto inconciliables, que su aceptación y su deseo no habían servido más que para dejarla de nuevo junto a un cuerpo que cesaba de luchar, que se pegaba a ella sin moverse, que ni siquiera intentaba recomenzar.
Puede ser que hayamos dormido, estábamos demasiado distantes y solos y sucios, la repetición se había cumplido como en un espejo, sólo que ahora era Mireille la que se vestía para irse y él la acompañaba hasta el auto, la sentía despedirse sin mirarlo y el leve beso en la mejilla, el auto que arrancaba en el silencio de la alta noche, el regreso al hotel y ni siquiera saber llorar, ni siquiera saber matarse, solamente el sofá y el alcohol y el tictac de la noche y del alba, la oficina a las nueve, la tarjeta de Eileen y el teléfono esperando, ese número interno que en algún momento habría que marcar porque en algún momento habría que decir alguna cosa. Pero sí, no te preocupes, bueno, en el café a las siete. Pero decirle eso, decirle no te preocupes, en el café a las siete, venía después de ese viaje interminable hasta la cabaña, acostarse en una cama helada y tomar un somnífero inútil, volver a ver cada escena de esa progresión hacia la nada, repetir entre náuseas el instante en que se habían levantado en el restaurante y ella le había dicho que lo acompañaría al hotel, las rápidas operaciones en el baño, la toalla para ceñirse la cintura, la fuerza caliente de los brazos que la llevaban y la acostaban, la sombra murmurante tendiéndose sobre ella, las caricias y esa sensación fulgurante de una dureza contra su vientre, entre los muslos, la inútil protesta por la luz encendida y de pronto la ausencia, las manos resbalando perdidas, la voz murmurando dilaciones, la espera inútil, el sopor, todo de nuevo, todo por qué, la ternura por qué, la aquiescencia por qué, el hotel por qué, y el somnífero inocuo, la oficina a las nueve, sesión extraordinaria del consejo, imposible faltar, imposible todo salvo lo imposible.
Nunca habremos hablado de esto, la imaginación nos reúne hoy tan vagamente como entonces la realidad. Nunca buscaremos juntos la culpa o la responsabilidad o el acaso no inimaginable recomienzo. En Javier hay solamente un sentimiento de castigo, pero qué quiere decir castigo cuando se ama y se desea, qué grotesco atavismo se desencadena ahí donde estaba esperando la felicidad, por qué antes y después este presente Eileen o María Elena o Doris en el que un pasado Mireille le clavará hasta el fin su cuchillo de silencio y de desprecio. De silencio solamente aunque él piense en desprecio a cada náusea de recuerdo, porque no hay desprecio en Mireille, silencio sí y tristeza, decirse que ella o él pero también ella y él, decirse que no todo hombre se cumple en la hora del amor y no toda mujer sabe encontrar en él a un hombre. Quedan las mediaciones, los últimos recursos, la invitación de Javier a irse juntos de viaje, pasar dos semanas en cualquier rincón lejano para romper el maleficio, variar la fórmula, encontrarse por fin de otra manera sin toallas ni esperas ni emplazamientos. Mireille dijo que sí, que más adelante, que le telefoneara desde Londres, tal vez podría pedir dos semanas de licencia. Se estaban despidiendo en la estación ferroviaria, ella se volvía en tren a la cabaña porque el auto tenía un desperfecto. Javier ya no podía besarla en la boca pero la apretó contra él, le pidió otra vez que aceptara el viaje, la miró hasta hacerle daño, hasta que ella bajó los ojos y repitió que sí, que todo saldría bien, que se fuera tranquilo a Londres, que todo terminaría por salir bien. También a los niños les hablamos así antes de llevarlos al médico o hacerles cosas que les duelen, Mireille de su lado de la medalla ya no esperaría nada, no volvería a creer en nada, simplemente retornaría a la cabaña y a los discos, sin siquiera imaginar otra manera de correr hacia lo que no habían alcanzado. Cuando él le telefoneó desde Londres proponiéndole la costa dálmata, dándole fechas e indicaciones con una minucia que apenas escondía el temor de una negativa, Mireille contestó que le escribiría. Desde su lado de la medalla Javier sólo pudo decir que sí, que se quedaría esperando, como si de alguna manera supiera ya que la carta sería breve y gentil y no, inútil recomenzar algo perdido, mejor ser solamente amigos; en apenas ocho líneas un abrazo de Mireille. Cada cual de su lado, incapaces de derribar la medalla de un empujón, Javier escribió una carta que hubiera querido mostrar el único camino que les quedaba por inventar juntos, el único que no estuviera ya trazado por otros, por el uso y los acatamientos, que no pasara forzosamente por una escalera o un ascensor para llegar a un dormitorio o a un hotel, que no le exigiera quitarse la ropa en el mismo momento en que ella se quitaba la ropa; pero su carta no era más que un pañuelo mojado, ni siquiera pudo terminarla y la firmó en mitad de una frase, la enterró en el sobre sin releerla. De Mireille no hubo respuesta, las ofertas de trabajo de Ginebra fueron cortésmente rechazadas, la medalla está ahí entre nosotros, vivimos distantes y nunca más nos escribiremos, Mireille en su casita de las afueras, Javier viajando por el mundo y volviendo a su departamento con la obstinación de la mosca que se posa cien veces en un brazo. En algún atardecer Mireille ha llorado mientras escuchaba un determinado quinteto de Brahms, pero Javier no sabe llorar, sólo tiene pesadillas de las que se despoja escribiendo textos que tratan de ser como las pesadillas, allí donde nadie tiene su verdadero nombre pero acaso su verdad, allí donde no hay medallas de canto con anverso y reverso ni peldaños consagrados que hay que subir; pero, claro, son solamente textos.

Julio Cortázar (26/8/1914 – 12/2/1984)

Imagen: a Storm and a Whisper – Curiousmoth

CUCHARITEANDO EN LAS DACHAS

lunes, agosto 26th, 2013

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¡Qué frío!
Está para té con cucharita…
Primero té.
Y después, cucharita 😉

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HOME

domingo, agosto 25th, 2013

Home collage para web
Como las matrioshkas rusas, que encierran secretos una dentro de otra, dentro de otra y otra más, así nos abrigan en Home Hotel Buenos Aires, haciendo DaCha en una dacha entre otras dachas.

Nuestro «sekret» está bien guardado allí. Vayan a descubrirlo, todas las tardes, en el Té de la tarde, de 16 a 19 hs. Estos días helados, no hay mejor opción.

HOME ~FLOWERY TARTAN BLEND~, de DaCha Russkiĭ Sekret… «where the heart is».

LOS SÁBADOS, PERLAS.

sábado, agosto 24th, 2013

dsc03852COLLAR DE PERLAS…

El té de perlas de dragón Fenix es como una joya. Su método de elaboración es complejo e impecable y se lo considera uno de los más exquisitos tés del mundo.
En primavera, un brote + una hoja de té verde de los árboles de más de 100 años que viven en la región de Fujian, China, se enrollan a mano, en forma de perla y se envuelve, cada una, en papel blanco para ayudarla a mantener su forma. Las perlas se guardan hasta el verano, cuando empieza la temporada de jazmín. Es entonces cuando se perfuman nueve veces con pimpollos frescos de esta flor.
El té resultante, tiene un aroma a jazmín extremadamente sutil, que es liberado en la taza, al abrirse las perlas durante la infusión.

La leyenda del Dragón y el Fénix
Cuenta la leyenda que hace mucho, muchísimo tiempo, había un dragón de jade tan blanco como la nieve, que vivía en una cueva en la roca, en la orilla este del río Celestial y un hermoso fénix dorado, que vivía en el bosque, al otro lado del río.

Al dejar su casa cada mañana, el dragón y el fénix se encontraban antes de ir cada uno por su lado, uno a volar en el cielo y el otro a nadar en el río Celestial. Un día, ambos llegaron a una isla encantada, en donde encontraron una piedrita brillante que los fascinó con su belleza.
-Mira qué hermosa es esta piedra- le dijo el fénix dorado al dragón de jade.
-Vamos a pulirla y darle forma, para que se convierta en una perla- dijo el dragón de jade.
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Se pusieron a trabajar la piedra, el dragón utilizando sus garras y el fénix su pico. La pulieron día tras día, mes tras mes, hasta que al final la convirtieron en una pequeña y perfecta esfera. Emocionado, el dragón voló hacia la montaña sagrada, para recoger las gotas de rocío de la mañana y el fénix recogió agua clara del río Celestial, para rociar y lavar la esfera que, gradualmente, se convirtió en una perla deslumbrante.

Ambos se habían hecho tan amigos que ninguno quería volver a su hogar, por lo que se establecieron en la isla encantada, guardando la perla.
La perla era mágica: cada vez que brillaba, todo iba mejor, los árboles se volvían verdes todo el año, las flores de todas las estaciones florecían a la vez y la tierra daba sus mejores cosechas.
Jasmine_Pearls_Handrolling

Un día, la Reina Madre del Paraíso, al salir de su palacio, vio a lo lejos los brillantes rayos que irradiaba la perla. Impresionada por la visión, se propuso poseerla. Envió a uno de sus guardianes, en mitad de la noche, a robársela al dragón de jade y al fénix dorado, mientras dormían. Cuando el guardián volvió con ella, la Reina Madre estaba tan encantada que decidió que no se la mostraría a nadie e, inmediatamente, la escondió en el cuarto más recóndito del palacio, para llegar al cual había que atravesar nueve puertas con cerrojos.

Cuando el dragón de jade y el fénix dorado se despertaron por la mañana, se encontraron con que la perla no estaba allí. Desesperadamente, se pusieron a buscarla por todas partes: el dragón escrudiñó cada rincón del fondo del río Celestial, mientras que el fénix dorado barría cada pulgada de la montaña sagrada, pero todo fue en vano. Continuaron su búsqueda día y noche, con la esperanza de recuperar su valioso tesoro.
Jasmine_Pearls_in_Paper

El día del cumpleaños de la Reina Madre, todos los dioses y diosas del Paraíso fueron a su palacio para felicitarla. Ella preparó una gran fiesta, entreteniendo a sus invitados con néctar y damascos celestiales, la fruta de la inmortalidad. Los dioses y las diosas le dijeron:
-Ojalá que tu fortuna sea tan grande como el Mar del Este y tu vida dure más que la Montaña del Sur-
La Reina Madre estaba emocionada y, con un súbito impulso, declaró:
-Mis queridos amigos inmortales, quiero enseñaros una preciosa perla que no se puede encontrar ni en el Paraíso ni en la Tierra-
Entonces, sacó las nueve llaves de su bolsillo y abrió una por una las nueve puertas. Del más recóndito cuarto del palacio sacó la perla brillante, la colocó en una bandeja de oro y, cuidadosamente, la llevó al centro del salón de baile, que inmediatamente quedó iluminado por sus destellos. Todos los invitados quedaron fascinados por su brillo y la admiraban embobados.
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Mientras tanto, el dragón de jade y el fénix dorado continuaban su infructuosa búsqueda, cuando, de repente, el fénix dorado vio su brillo y resplandor de la perla, en la distancia, y llamó al dragón de jade: -Mira, ¿no es nuestra perla?-. El dragón de jade sacó su cabeza del río Celestial, miró y dijo: -Por supuesto que lo es, no hay duda, vamos a recuperarla-.

Volaron hacia la luz, que les condujo al palacio de la Reina Madre. Cuando aterrizaron allí, encontraron a todos los dioses y diosas inmortales apiñados alrededor de la perla, alabándola admirados. Empujando y abriéndose camino entre la multitud, el dragón de jade y el fénix dorado gritaron a la vez:-¡Esta es nuestra perla!-. La Reina Madre se puso furiosa y exclamó:-Tonterías, yo soy la madre del Emperador del Paraíso y todos los tesoros me pertenecen-.
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El dragón de jade y el fénix dorado se enfadaron mucho por lo que la reina decía y protestaron: -El paraíso no ha creado esta perla, ni ha nacido de la tierra: fuimos nosotros quienes le dimos forma y la pulimos, nos llevó muchos años de duro trabajo-.

Avergonzada y furiosa, la Reina Madre agarró fuertemente la bandeja y ordenó a los guardianes del palacio que expulsaran al dragón de jade y al fénix dorado pero ellos lucharon con todas sus fuerzas, con la determinación de arrebatarle la perla a la Reina Madre. Los tres pelearon por la bandeja dorada, que, al ser zarandeada en la pelea, salió disparada y con ella la perla, que rodó hasta el borde de la escalera, para luego caer al vacío.
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El dragón de jade y el fénix dorado salieron corriendo como una exhalación, intentando evitar que la perla se rompiera en pedazos. Volaron en su búsqueda, hasta que ésta se posó con suavidad en la tierra. Al tocar el suelo, la perla se convirtió, inmediatamente, en un claro y verde lago. El dragón de jade y el fénix dorado no podían soportar la idea de separarse de él y se convirtieron en dos montañas, quedando para siempre al lado del lago.
Desde entonces, la Montaña Dragón de Jade y la Montaña Fénix Dorado permanecen, serenamente, a ambos lados del Lago del Oeste.

FIN

17 Collar de Perlas A
COLLAR DE PERLAS, de DaCha ~Russkiĭ Sekret~, es un té PREMIUM KING GRADE, 100% ORGÁNICO.
Para prepararlo, colocar 4 perlas por taza o 10 por tetera y verter, sobre ellas, agua a 95°C. Esperar 1 o 2 minutos, disfrutando del espectáculo, mientras las perlas se abren. Rinde hasta 3 servicios.

TÉ CENA CON RAY BRADBURY (22/8/1920 – 5/6/2012)

jueves, agosto 22nd, 2013

Qué tempranamente entró Bradbury a mi vida, gracias a mi madre. Hoy, en el aniversario de su cumpleaños, nos mira desde las estrellas (y qué merecido lugar para este extraordinario hacedor de historias).
¿Compartimos, en esta tarde fría, una taza de té caliente y un cuento?
«La máquina voladora» es una historia que considera la naturaleza de la paz y el progreso, en tanto explora, sutilmente, los temas de la responsabilidad personal y política. La historia narra los acontecimientos de un único día y la difícil decisión tomada por un emperador ficticio en la China del Siglo V.
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LA MÁQUINA VOLADORA (Ray Douglas Bradbury)
En el año 400 de nuestra era, los dominios del emperador Yuan se extendían junto a la Gran Muralla china y las pacíficas tierras, húmedas de lluvia, eran verdes y los súbditos ni demasiado felices ni demasiado desgraciados. En la mañana del primer día de la primera semana del segundo mes del nuevo año, el emperador Yuan sorbía un poco de té y se abanicaba protegiéndose del calor de la brisa, cuando un sirviente cruzó corriendo las losas rojas y azules del jardín, gritando:
—Oh, emperador, emperador, ¡un milagro!
—Sí —dijo el emperador—, el aire es suave esta mañana.
—¡No, no, un milagro! —dijo el sirviente con rápidas reverencias.
—Y el té tiene muy buen sabor. Esto es ciertamente un milagro.
—No, no, excelencia.
—Déjame pensar entonces… Se ha levantado el sol y estamos en un nuevo día. O el mar es azul. Éste es, sin duda, el más hermoso de los milagros.
—¡Excelencia! ¡Un hombre está volando!
El emperador dejó de abanicarse. —¿Qué?
—Lo vi, en el aire, con alas. Oí una voz que venía del cielo y cuando alcé los ojos, allí estaba, un dragón con un hombre en la boca, un dragón de papel y bambú, del color del sol y la hierba.
—Es temprano —dijo el emperador— y acabas de despertar de un sueño.
—¡Es temprano, pero lo he visto! Venid y lo veréis también.
—Siéntate aquí conmigo —dijo el emperador— Bebe un poco de té. Debe de ser algo raro, indudablemente, ver volar a un hombre. Tienes que pensarlo un tiempo y yo también tengo que prepararme.— Bebieron té.
—Por favor —dijo al fin el sirviente— o el hombre se irá.
El emperador se incorporó pensativamente —Bueno, puedes mostrarme ahora lo que has visto.
Se internaron en un jardín, cruzaron un prado, pasaron por un puentecito, entre un grupo de árboles, y subieron a una colina.
—¡Ahí está! —dijo el sirviente.
El emperador miró el cielo. Y en el cielo, riéndose, tan arriba que uno apenas podía oírlo, había un hombre; y el hombre estaba vestido con papeles brillantes y cañas como alas y una hermosa cola amarilla y volaba de un lado a otro, como el mayor de los pájaros en un universo de pájaros, como un nuevo dragón en una región de antiguos dragones.
El hombre les gritó desde lo alto en los frescos vientos de la mañana. —¡Vuelo! ¡Vuelo!
El sirviente lo saludó con la mano. —¡Sí, sí!
El emperador Yuan no se movió. Miró la Gran Muralla que asomaba ahora entre las nieblas lejanas, sobre las verdes colinas, la espléndida serpiente de piedras que se retorcía majestuosamente a lo largo de todo el país. La maravillosa muralla que los protegía desde tiempos inmemoriales de las hordas enemigas y había preservado la paz durante innumerables años. Vio la ciudad, recogida en sí misma junto a un río, un camino y una loma, que empezaba a despertar. —Dime —le dijo al sirviente— ¿ha visto algún otro a este hombre volador?
—Sólo yo, excelencia —dijo el sirviente sonriendo al cielo, agitando las manos.
El emperador miró el cielo otro minuto y luego dijo: —Dile que baje.
—¡Eh, baja, baja! ¡El emperador quiere verte! —llamó el sirviente con las manos a los lados de la boca.
El emperador miró en todas direcciones mientras el hombre volador bajaba, deslizándose en el viento de la mañana. Vio un labrador que miraba el cielo y se fijó dónde estaba. El hombre alado descendió con un susurro de papeles y un crujido de cañas de bambú. Se acercó orgullosamente al emperador, tropezando con su aparejo, e inclinándose al fin ante el anciano.
—¿Qué has hecho? —preguntó el emperador.
—He volado por el cielo, excelencia —replicó el hombre.
—¿Qué has hecho? —dijo otra vez el emperador.
—¡Acabo de decirlo!
—No me has dicho nada. El emperador extendió una delgada mano para tocar el bonito papel y la quilla depájaro del aparato. Olía a la frescura del viento.
—¿No es hermoso, excelencia?
—Sí, demasiado hermoso.
—¡Es único en el mundo! —sonrió el hombre—. Y yo soy el inventor.
—¿Único en el mundo?
—¡Lo juro!
—¿Algún otro sabe de esto?
—Nadie. Ni siquiera mi mujer, que creería que me ha trastornado el sol. Creyó que yo estaba haciendo una cometa. Me levanté de noche y caminé hasta los acantilados lejanos. Y cuando sopló la brisa de la mañana y se levantó el sol, me hice de coraje, excelencia y salté del acantilado. ¡Volé! Pero mi mujer no sabe nada.
—Mejor para ella, entonces —dijo el emperador—. Vamos.
Regresaron al palacio. El sol estaba alto en el cielo ahora y de las hierbas subía un olor refrescante. El emperador, el sirviente y el hombre volador se detuvieron un momento en el vasto jardín. El emperador golpeó las manos.
—¡Eh, guardias!— Los guardias vinieron corriendo.—Apresad a este hombre.— Los guardias apresaron al hombre alado.—Llamad al verdugo.
—¿Qué es esto? —gritó el hombre alado, sorprendido— ¿Qué he hecho? Se echó a llorar y el hermoso papel del aparato se movió susurrando.
—He aquí un hombre que ha inventado una cierta máquina —dijo el emperador— y todavía nos pregunta qué ha hecho. No lo sabe él mismo. Ha inventado sin saber por qué y sin saber para qué servirá su invento.
El verdugo vino corriendo con una afilada hacha de plata. Se detuvo y se quedó allí, inmóvil, preparados los brazos desnudos y musculosos y la cara cubierta con una serena máscara blanca.
—Un momento —dijo el emperador. Se volvió hacia una mesa cercana donde había una máquina que él mismo había creado. El emperador sacó una llavecita dorada que le colgaba del cuello. Metió la llave en la minúscula y delicada máquina y le dio cuerda y la máquina funcionó. La máquina era un jardín de metal y joyas. En marcha, los pájaros cantaban en pequeños árboles, los lobos se paseaban por bosques en miniatura y unos hombrecitos corrían del sol a la sombra y de la sombra al sol, abanicándose con abanicos diminutos, escuchando menudos pájaros de esmeralda o inmóviles junto a unas fuentecitas susurrantes, aunque increíblemente pequeñas.
—¿No es hermoso? —dijo el emperador— Si me preguntas qué he hecho aquí, puedo responderte. He hecho que unos pájaros cantasen, he hecho que murmurasen unos bosques, he hecho que la gente se paseara entre estos árboles, disfrutando de las hojas, las sombras y las canciones. Eso he hecho.
—¡Pero oh, emperador! —suplicó el hombre alado, de rodillas, con lágrimas que le rodaban por la cara— ¡He hecho algo parecido! He descubierto belleza. He volado con el viento de la mañana. He contemplado las casas dormidas y los jardines. He olido el mar y hasta lo he visto más allá de las montañas. Y me he deslizado en el aire como un pájaro; oh, no puedo decir qué hermoso era estar allá arriba, en el cielo, con el viento alrededor, el viento que soplaba sobre mí ora como una pluma, ora como un abanico y cómo olía el cielo en la mañana. ¡Y qué libre me sentía! ¡Eso es hermoso, emperador, eso también es hermoso!
—Sí —dijo el emperador tristemente— Sé que debe de ser así. Pues sentí que mi corazón se movía contigo en el aire y me pregunté: ¿Cómo será eso? ¿Cómo se sentirá uno? ¿Qué parecerán los lagos desde allá arriba? ¿Y mis casas y sirvientes? ¿Como hormigas? ¿Y las ciudades lejanas que aún no han despertado?
—¡Entonces, perdóname la vida!
—Pero a veces —dijo el emperador aún más tristemente— uno debe renunciar a ciertas pequeñas bellezas si se quiere conservar la que se tiene. No te temo a ti pero temo a otro hombre.
—¿Qué hombre?
—Algún otro hombre que al verte hará una máquina de bambú y papeles brillantes como la tuya. Pero ese otro hombre tendrá una cara malvada y un corazón malvado y la belleza habrá desaparecido. Temo a ese hombre.
—¿Por qué? ¿Por qué?
—¿Quién puede decir que ese hombre, un día, no volará en un aparato de papel y cañas y arrojará grandes piedras sobre la Gran Muralla china— preguntó el emperador. Nadie se movió o habló.
—Córtale la cabeza —dijo el emperador. El verdugo dejó caer el hacha de plata. —Quemad la cometa y el cuerpo del inventor y enterrad juntas las cenizas —dijo el emperador. Los guardias se retiraron a cumplir las órdenes.
El emperador se volvió hacia el sirviente que había visto volar al hombre. —Cierra la boca. Todo fue un sueño. Un sueño muy triste y muy hermoso. Y a aquel labrador que también vio, dile que le pagaré para que piense que fue sólo una visión. Si esto se divulga alguna vez, tú y el labrador moriréis inmediatamente.
—Sois misericordioso, emperador.
—No, no soy misericordioso —dijo el anciano.
Más allá del jardín, vio a los guardias que quemaban la hermosa máquina de papel y cañas, que olía al viento de la mañana. Vio que el humo oscuro subía al cielo. Sólo perplejo y temeroso. Vio que los guardias cavaban un pozo para enterrar las cenizas.
—¿Qué es la vida de un hombre contra la de millones? Debo consolarme con este pensamiento.
Sacó la llave de la cadena que llevaba al cuello y dio cuerda, una vez más, al hermoso jardín en miniatura. Se quedó mirando las tierras que llegaban a la Gran Muralla, la pacífica ciudad, los prados verdes, los ríos y arroyos. Suspiró. En el jardincito susurró la oculta y delicada maquinaria y se puso en movimiento; los hombrecitos paseaban por los bosques, las caritas asomaban en las sombras matizadas por el sol y entre los arbolitos unos brillantes trocitos de canción azules y amarillos, volaban, volaban en aquel pequeño cielo.
—Oh —dijo el emperador, cerrando los ojos— mira los pájaros, mira los pájaros.

MÚSICA INSPIRADORA MIENTRAS CAE LA LLUVIA

martes, agosto 20th, 2013

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No sé cómo se llama esta canción rusa, ni quienes la cantan. Sólo sé que, después de unas horas de furia contra el manoseo de aquéllos que ejercen distintas formas de plusvalía, pretendiendo obtener ganancias obscenas por la comercialización de buenos productos, comprándolos a precios irrisorios y vendiéndolos al 1000%, siempre me hace bien prepararme un té y sentarme a mirar la lluvia caer, hasta que se me pasa la chinche, escuchando algo como esto.

Para escuchar la música del enlace que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

MÚSICA INSPIRADORA MIENTRAS CAE LA LLUVIA

AL AGUA PATO.

lunes, agosto 19th, 2013

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Pero con un té.
Que empiecen una semana laboral hermosa ♥

 

Imagen: Grzegorz Ptak

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 17

domingo, agosto 18th, 2013

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Queridas dachas lectoras: ésta es la última entrega que hago, hasta el evento del 31 de Agosto, en el que les leeré los dos últimos capítulos de nuestra novela que, en principio, iba a titularse «Dos familias». Miles de gracias a todos aquellos que siguieron conmigo la lectura de la misma, cada noche, desde hace cuatro meses. Fue una empresa ambiciosa pero lo logramos. Hasta el día que nos veamos para tomar té juntos, comer cosas ricas, leer, analizar y debatir, iré subiendo algunas características de los distintos personajes que hemos ido conociendo. Ahora sí, vaso de Maia y Kolya en mano, Capítulo 17 de la Octava Parte de Anna Karenina.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 17

El Príncipe y Sergio Ivanovich subieron al cochecillo, mientras que los otros, apresurando el paso, emprendían a pie el regreso hacia la casa.

Pero las nubes, unas claras, otras oscuras, se acercaban con acelerada rapidez, y debían correr mucho más si querían llegar a casa antes de que descargase la lluvia.

Las nubes delanteras, bajas y negras como humo de hollín, avanzaban por el cielo con enorme velocidad.

Ahora sólo distaban de la casa unos doscientos pasos, pero el viento se había levantado ya y el aguacero podía sobrevenir de un momento a otro.

Los niños, entre asustados y alegres, corrían delante, gritando. Dolly, luchando con las faldas que se le enredaban a las piernas, ya no andaba, sino que corría, sin quitar la vista de sus hijos.

Los hombres avanzaban a grandes pasos, sujetándose los sombreros. Cerca ya de la escalera de la entrada, una gruesa gota golpeó y se rompió en el canalón de metal. Niños y mayores, charlando jovialmente, se guarecieron bajo techado.

–¿Dónde está Catalina Alejandrovna? –preguntó Levin al ama de llaves, que salió a su encuentro en el recibidor con pañuelos y mantas de viaje.

–Creíamos que estaba con usted.

–¿Y Mitia?

–En el bosque, en Kolok. El aya debe de estar con él.

Levin, cogiendo las mantas, se precipitó al bosque.

Entre tanto, en aquel breve espacio de tiempo, las nubes habían cubierto de tal modo el sol que había oscurecido como en un eclipse. El viento soplaba con violencia como con un propósito tenaz, rechazaba a Levin, arrancaba las hojas y flores de los tilos, desnudaba las ramas de los blancos abedules y lo inclinaba todo en la misma dirección: acacias; arbustos, flores, hierbas y las copas de los árboles.

Las muchachas que trabajaban en el jardín corrían, gritando, hacia el pabellón de la servidumbre. La blanca cortina del aguacero cubrió el bosque lejano y la mitad del campo más próximo, acercándose rápidamente a Kolok. Se distinguía en el aire la humedad de la lluvia, quebrándose en múltiples y minúsculas gotas.

Inclinando la cabeza hacia adelante y luchando con el viento que amenazaba arrebatarle las mantas, Levin se acercaba al bosque a la carrera.

Ya distinguía algo que blanqueaba tras un roble, cuando de pronto todo se inflamó, ardió la tierra entera, y pareció que el cielo se abría encima de él.

Al abrir los ojos, momentáneamente cegados, Levin, a través del espeso velo de lluvia que ahora lo separaba de Kolok, vio inmediatamente, y con horror, la copa del conocido roble del centro del bosque que parecía haber cambiado extrañamente de posición.

«¿Es posible que lo haya alcanzado?», pudo pensar Levin aun antes de que la copa del árbol, con movimiento más acelerado cada vez, desapareciera tras los otros árboles, produciendo un violento ruido al desplomarse su gran mole sobre los demás.

El brillo del relámpago, el fragor del trueno y la impresión de frío que sintió repentinamente se unieron, contribuyendo a producirle una sensación de horror.

–¡Oh, Dios mío, Dios mío! Haz que no haya caído el roble sobre ellos –pronunció.

Y aunque pensó en seguida en la inutilidad del ruego de que no cayera sobre ellos el árbol que ya había caído, él repitió su súplica, comprendiendo que no le cabía hacer nada mejor que elevar aquella plegaria sin sentido.

Al llegar al sitio donde ellos solían estar, Levin no halló a nadie.

Estaban en otro lugar del bosque, bajo un viejo tilo, y lo llamaban. Dos figuras vestidas de oscuro –antes vestían de claro– se inclinaban hacia el suelo.

Eran Kitty y el aya. La lluvia ahora cesó casi del todo. Comenzaba a aclarar cuando Levin corrió hacia ellas. El aya tenía seco el borde del vestido, pero el de Kitty estaba todo mojado y se le pegaba al cuerpo.

Aunque no llovía, continuaban en la misma postura que durante la tempestad: inclinadas sobre el cochecito, sosteniendo la sombrilla verde.

–¡Están vivos! ¡Gracias a Dios! –exclamó Levin, corriendo sobre el suelo mojado con sus zapatos llenos de agua.

Kitty, con el rostro mojado y enrojecido, se volvía hacia él, sonriendo tímidamente bajo el sombrero, que había cambiado de forma.

–¿No te da vergüenza? ¡No comprendo que seas tan imprudente!

–Te juro que no tuve la culpa. En el momento en que nos disponíamos a regresar, tuvimos que cambiar al pequeño. Cuando terminamos, la tempestad ya… –se disculpó Kitty.

Mitia estaba sano y salvo, bien seco y dormido.

–¡Loado sea Dios! No sé lo que me digo…

Recogieron los pañales mojados, el aya sacó al niño del cochecito y lo llevó en brazos. Levin caminaba junto a su mujer, reprochándose la irritación con que le hablara y, a escondidas del aya, apretaba su brazo contra el propio.

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 16

sábado, agosto 17th, 2013

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Un poco de Historia en el Capítulo 16 de la Octava Parte de Anna Karenina. La imagen que elegí es «Invitados del extranjero», de Nicholas Roerich (1899) que representa a los Varegos en la Rus de Kiev (y aquí me adivinan el Alma de noruega y el Invierno en Kiev). Vamos llegando a las últimas páginas de esta novela. Recuerden que el Gran Finale se hace el 31 de Agosto en La Biblioteca Café, en el marco de un Chaepítie al mejor estilo ruso, con debate incluído.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 16

Experto en dialéctica, Sergio Ivanovich, sin replicar a la última objeción de Levin, llevó la conversación a otro punto de vista.

–Si quieres averiguar, –dijo– por un medio aritmético, el espíritu del pueblo, es claro que será muy difícil que llegues a conocerlo. En nuestro país no está aún implantado el sufragio, y no puede ser introducido, porque no expresaría la voluntad popular; pero para saber cuál es ésta existen otros caminos: se percibe en el ambiente, se siente en el corazón. Ya no hablo de aquellas corrientes bajo el agua que se mueven en el mar muerto del pueblo y que son claras para toda persona que no tenga prevención, miras particulares en el estricto sentido de la palabra. Todos los partidos del mundo intelectual, antes enemigos irreconciliables, ahora se han fundido en una sola idea, las discordias se han terminado. Toda la prensa dice lo mismo; todos han sentido una fuerza titánica que los empuja en la misma dirección.

–Sí, lo dicen todos los periódicos. –repuso el Príncipe– Esto es verdad. Pero de tal modo dicen todos lo mismo, que semejan las ranas en el pantano antes de la tempestad. Hacen tanto ruido, que no se oye ningún otro…

–Si son ranas o no lo son, no lo discuto. Yo no edito periódicos y no quiero defenderlos. Pero sí he de señalar la unidad de opiniones en el mundo intelectual –digo Sergio Ivanovich, dirigiéndose a su hermano.

Levin iba a contestar, pero el viejo Príncipe se le adelantó.

–En cuanto a esa unidad de opiniones se puede decir otra cosa. –dijo– Tengo un yerno –Esteban Arkadievich, ustedes ya lo conocen–. Ahora se le nombra miembro de no sé qué comisión y algo más que ahora no recuerdo. En este puesto no hay nada que hacer, pero Dolly –esto no es un secreto– percibirá un sueldo de ocho mil rublos. Vayan ustedes a preguntarle si ese cargo tiene alguna utilidad; él les demostrará que no hay otro más necesario. Y no es un hombre embustero; pero le es imposible no creer en la utilidad de los ocho mil rublos.

–Sí, es verdad, Stiva me ha pedido que diga a Daria Alejandrovna que obtuvo el puesto –dijo Sergio Ivanovich, con visible desagrado, producido por las palabras del Príncipe.

–Pues así es, también, la unanimidad en las opiniones de los periódicos. Me han explicado que cuando hay guerra, duplican la tirada. Entonces, ¿cómo pueden dejar de considerar trascendentales la suerte del pueblo, la situación de los eslavos, etcétera, etcétera, etcétera?

–Confieso que no tengo demasiada afición a los periódicos, pero hablar así me parece injusto –dijo Sergio Ivanovich.

–Yo les pondría una sola condición. –continuó el Príncipe -Alfonso Karr lo dijo muy bien antes de la guerra con Prusia: «¿Usted piensa que la guerra es necesaria? Muy bien. Quien predica la guerra, que vaya en una legión especial, delante de todos, en los ataques, en los asaltos».

–¡Estarían muy bien los redactores de los periódicos en esa posición!–comentó Katavasov, riéndose a carcajadas porque se imaginaba a los periodistas conocidos suyos en aquella legión escogida.

–Como que huirían al primer disparo, no servirían más que de estorbo –dijo Dolly.

–Si trataran de huir –completó el Príncipe– se les colocarían detrás las ametralladoras o los cosacos con látigos.

–Eso es una broma, y una broma de dudoso gusto, perdonadme que os lo diga, Príncipe –dijo Sergio Ivanovich con acritud.

–No veo que sea una broma… –empezó Levin. Pero Sergio Ivanovich lo interrumpió:

–Cada miembro de la sociedad está llamado a cumplir la obra que le corresponde y los intelectuales cumplen la suya orientando a la opinión pública, y la unánime y completa expresión de la opinión pública es lo que honra a la prensa y al mismo tiempo es un hecho que ha de llenarnos de alegría. Hace veinte años habríamos callado; pero ahora se oye la voz del pueblo ruso, que está pronto a levantarse como un hombre y a sacrificarse por sus hermanos oprimidos. Es un gran paso y una patente demostración de la fuerza de…

–Pero es que no se trata de sacrificarse, sino también de matar turcos. –insinuó tímidamente Levin– El pueblo está presto a sacrificarse por su alma, pero no a matar –añadió con firmeza, relacionando esta conversación con los pensamientos que le preocupaban.

–¿Cómo por su alma? Explíqueme esto. Comprenda que para un especialista en ciencias naturales esta expresión ofrece algunas dificultades –dijo Katavasov con sonrisa irónica.

–Ya sabe usted muy bien lo que quiero decir.

–Pues le juro que no tengo ni la más mínima idea –contestó con risa sonora Katavasov.

–«No traigo la paz, sino la espada», dijo Cristo –replicó por su parte, Sergio Ivanovich, citando, como cosa clara, aquella parte del Evangelio que más confundía a Levin.

–Eso es… Sí, señor –dijo el viejo criado Mijailich, contestando a la mirada que casualmente le había dirigido Sergio.

Levin se ruborizó de enojo, no porque se sintiera vencido, sino porque no había podido contenerse y evitar la discusión.

«No, no debo discutir con ellos», pensó. « Ellos están protegidos por una coraza impenetrable, y yo estoy desnudo. Habría debido callarme.»

Comprendía que le era imposible persuadir a su hermano y a Katavasov, y aún menos veía la posibilidad de estar de acuerdo con ellos. Lo que ellos predicaban era aquel orgullo de espíritu que casi le había hecho perecer a él. No podía estar conforme con que ellos, tomando en consideración lo que decían los charlatanes voluntarios que venían de las capitales, dijeran que éstos, junto con los periódicos, expresaban la voluntad y el pensamiento populares, pensamiento y voluntad que se basaban en la venganza y en la muerte. No podía estar conforme con esto porque no veía la expresión de tales pensamientos en el pueblo, entre el cual vivía, ni tampoco encontraba estos pensamientos en sí mismo (y no podía considerarse de otro modo sino como uno más entre los miembros que constituían el pueblo ruso) y, sobre todo, porque, junto con el pueblo, no podía comprender en qué consiste el bien general; pero sí creía firmemente que alcanzar este bien general era posible solamente cumpliendo severamente la ley del Bien. Y por ello, no podía desear la guerra ni hablar en su favor. Levin veía su opinión junto a la de Mijailich y el verdadero pueblo, cuyo pensamiento había quedado plasmado en la leyenda de la llamada a los Varegos (1): «Venid sobre nosotros y gobernadnos. En cambio os prometemos obediencia. Todo el trabajo, todas las humillaciones, todos los sacrificios, los tomamos sobre nosotros; vosotros juzgad y decidid». Y ahora, según Sergio Ivanovich, el pueblo renunciaba a este derecho comprado a un precio tan elevado.

Levin habría querido decir también que si la opinión pública es un juez impecable, ¿por qué la revolución no era igualmente tan legal como el movimiento en pro de los eslavos?

Pero todo esto no eran más que pensamientos que no podían decidir nada. Una sola cosa se veía palpable: que la discusión sobre este punto irritaba a Sergio Ivanovich y que era mejor, por lo tanto, no discutir. Y Levin calló y atrajo la atención de sus huéspedes hacia las oscuras nubes que habían acabado de cubrir amenazadoramente todo el cielo. Y comprendiendo que la lluvia no iba a tardar, se dirigieron todos a la casa.

(1) Varegos: Los varegos (variâgi, en eslavo antiguo) constituyen el primer pueblo mencionado en la Crónica de Néstor (la Primera crónica rusa –ucraniana-) que exigió por el año 859 el pago de tributos (el llamado danegeld u ‘oro de los daneses’ en las crónicas británicas) a las tribus eslavas y fino-ugrias del centro y norte de la actual Rusia. En 862 estas tribus se rebelaron contra los varegos, pero enseguida empezaron las luchas intestinas, lo que los llevó a invitar a los nórdicos a gobernarlos y traer la paz a la región. Dirigidos por Rúrik/Riúrik y sus hermanos Sineus y Truvor, se asentaron alrededor de la ciudad de Nóvgorod, Beloozero e Izborsk respectivamente. A la muerte de sus hermanos, Rúrik dominó la región como único caudillo en jefe y delegó el gobierno local de los asentamientos de Polotsk, Rostov y Beloozero entre sus seguidores.
Estos varegos era también conocidos como Rus’ o Rhos y cuyo origen se menciona en las crónicas contemporáneas como Svie (suecos), Normane (noruegos), Angliane (anglos) y Gote (gotlandeses).

UN TÉ PUEDE SALVARNOS EL ALMA

sábado, agosto 17th, 2013

«Hay que hacer una distinción entre erotismo y pornografía; los medios de comunicación han difuminado esta disparidad hasta un grado imperdonable…» David Hamilton.

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Es sábado a la noche, los chamanes del invierno danzan alrededor del fuego, dejándonos mostrar la piel. Más arriba les dejé una frase y una imagen del genial fotógrafo inglés y abajo, un bellísimo poema del escritor mansi -siberiano- Yuvan Shestálov, que no hubiera podido traducir sin la ayuda de mi estimado Vitaliy Nesterenko.

Fuego dorado, crepita,
¡calienta nuestro corazón!
Más blancos que el pescado congelado,
sin tí podríamos desaparecer!
Sálvanos, sálvanos,
¡hierve omnipotente té!
Desde la primera gota, ¡con sólo tocarla!,
vamos a arder con el fuego;
con la segunda, supongamos,
nos levantaremos fuertes como alces;
a partir de la tercera, ¡milagros!,
volaremos sobre los bosques;
dejaremos caer la cuarta,
bailando, para hacer feliz al pueblo;
con la quinta, en la noche de invierno,
desearemos besarnos;
en la sexta, se enciende la sangre,
¡el amor cantará en el pecho!
Y en la séptima gota caliente
viviremos por siempre, ¿no es cierto?
Oye, crepita, fuego, crepita,
¡apasiona nuestro corazón!
Sálvanos, sálvanos,
¡hierve omnipotente té!

Yuvan Shestálov (1937-2011)

Золотой огонь, трещи,
Сердце нам разгорячи!
Мы, белее мерзлой рыбы,
Без тебя пропасть могли бы!
Выручай, выручай,
Кипяти всесильный чай!
С первой каплей – только тронь! –
Будем жечься, как огонь;
Со второй-то мы небось
Станем быстрыми, как лось;
С третьей капли – чудеса! –
Полетим через леса;
Мы с четвертой капли будем
Танцевать на радость людям;
С пятой капли ночью зимней
Целоваться захотим мы,
А с шестой – вспыхнет кровь,
Запоет в груди любовь!
А с седьмой горячей капли
Будем вечно жить, не так ли?
Эй, трещи, огонь, трещи,
Сердце нам разгорячи!
Выручай, выручай,
Кипяти всесильный чай!

Шесталов Юван (1937-2011)

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