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ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 9 Y 10

domingo, agosto 11th, 2013

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Capítulos 9 y 10 de la Octava Parte de Anna Karenina. Levin contradictorio; Levin adorable; Levin conservador; Levin progresista; Levin presa de la moral y las costumbres de su tiempo… habrá alguien que no se haga estos planteos? Y, si tuviéramos que elegirlo, no nos gustaría saber qué piensa y siente íntimamente? Una cosa clara: Levin con contradicciones pero sincero. Vamos, con una tacita de té.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 9

Semejantes pensamientos lo torturaban con mayor o menor intensidad pero no lo abandonaban nunca.

Leía y meditaba y cuanto más lo hacía, más se alejaba del fin perseguido.

En los últimos tiempos, en Moscú y en el pueblo, persuadido de que no podía hallar la solución en los materialistas, leyó y releyó a Platón, Espinoza, Kant, Schelling, Hegel y Schopenhauer, los filósofos que explican la vida según un criterio no materialista.

Sus ideas le parecían fecundas cuando las leía o cuando buscaba él mismo refutaciones de otras doctrinas, en especial contra el materialismo. Pero cuando leía o afrontaba la resolución de problemas, le sucedía siempre lo mismo. Los términos imprecisos tales como «espíritu», «voluntad», «libertad», «sustancia», ofrecían, en cierto modo, a su inteligencia, un determinado sentido sólo en la medida en que él se dejaba prender en la sutil red que le tendían con sus explicaciones. Pero apenas olvidaba la marcha artificial del pensamiento y volvía a la vida real, para buscar en ella la confirmación de sus ideas, toda aquella construcción artificiosa se derrumbaba como un castillo de naipes y le era forzoso reconocer que se le había deslumbrado por medio de una perpetua transposición de las mismas palabras, sin recurrir a ese «algo» que, en la práctica de la existencia, importa más que la razón.

Durante una época, leyendo a Schopenhauer, Levin substituyó la palabra «voluntad» por «amor», y esta nueva filosofía le resultó satisfactoria durante un par de días mientras no se alejaba de ella. Pero luego, también ésta decayó al enfrentarla con la vida y la vio revestida de unos ropajes de muselina que no calentaban el cuerpo.

Su hermano le aconsejó que leyera las obras teológicas de Jomiakov.

Levin leyó el segundo tomo y, pese a su estilo polémico, elegante e ingenioso, se sintió sorprendido por sus ideas sobre la Iglesia. Le asombró al principio la manifestación de que la comprensión de las verdades teológicas no está concedida al hombre, sino a la unión de hombres reunidos por el amor, esto es, a la Iglesia.

Esta teoría reanimó a Levin: primero la Iglesia, institución viva que une en una todas las esencias humanas, que tiene a Dios a su cabeza y que, por este motivo, es sagrada e indiscutible; luego aceptar sus enseñanzas sobre Dios, la creación, la caída, la redención, le pareció mucho más fácil que empezar por Dios, lejano y misterioso y pasar luego a la creación, etc. Pero después, leyendo la historia de la Iglesia por un escritor católico y la historia de la Iglesia por un escritor ortodoxo, y viendo cómo las dos Iglesias combatían entre sí, Levin perdió la confianza en la doctrina de Jomiakov sobre la Iglesia, y también aquella construcción se derrumbó ante él como las filosóficas.

Vivió aquella primavera momentos terribles y no parecía el mismo.

«No puedo vivir sin saber lo que soy y por qué estoy aquí. Y puesto que no puedo saberlo, no puedo vivir», se decía.

« En el tiempo infinito, en la infinidad de la materia, en el infnito espacio, una burbuja se desprende de un organismo, dura algún tiempo y luego estalla. Y esa burbuja humana soy yo…»

Se trataba de una ficción atormentadora, pero en ella consistía el último y único resultado de todos los trabajos realizados durante siglos por el pensamiento humano en aquella dirección; era ésta la última doctrina que se encuentra en la base de casi todas las actividades científicas. Era ésta la convicción dominante y Levin la adoptó –sin que él mismo supiese explicarse ni cuándo ni cómo–, como la interpretación más clara.

Mas no sólo le pareció que no podía ser verdad, sino que constituía una ironía cruel de una fuerza malévola y abominable a la que resultaba imposible someterse.

Era preciso liberarse de aquella fuerza. Y la liberación estaba en manos de cada uno. Había que cortar tal dependencia del mal y no había sino un medio: la muerte.

Y Levin, aquel hombre feliz en su hogar, fuerte y sano, se sentía muchas veces tan cerca del suicidio que hasta llegó a ocultar las cuerdas para no estrangularse y temió salir a cazar por miedo a que le acometiese la idea de dispararse contra sí mismo con la escopeta.

Pero ni se estranguló ni se disparó un tiro, sino que continuó viviendo.

OCTAVA PARTE – Capítulo 10

Cuando Levin pensaba qué cosa era él y por qué vivía, no encontraba contestación y se desesperaba; mas cuando dejaba de hacerse estas preguntas, sabía quién era él y para qué vivía, porque su vida era recta y sus fines estaban bien definidos, e incluso en los últimos tiempos, su vida era más firme y decidida que nunca.

Al regresar al campo en los primeros días del mes de junio, Levin volvió a sus habituales ocupaciones; y los trabajos agrícolas, sus tratos con los labriegos, sus relaciones con familiares, amigos y conocidos, los pequeños problemas de su casa, los asuntos que sus hermanos le tenían encargados, la educación de su hijo, la nueva obra en el colmenar que había comenzado aquella primavera, todo esto ocupaba totalmente su tiempo.

Se interesaba en tales ocupaciones, no porque las justificara con puntos de vista sobre el bien común como lo hacía antes; al contrario, desengañado, por una parte, por el fracaso de sus empresas anteriores en favor de la comunidad, y demasiado ocupado, por la otra, por sus pensamientos y por la gran cantidad de asuntos que llovían sobre él de todos lados, Levin dejaba a un lado todas sus antiguas ideas sobre el bien general y se dedicaba por completo a aquellos asuntos simplemente porque le parecía que debía hacerlo así y que no podía obrar de otro modo.

En otros tiempos (es decir, en su infancia, y ahora estaba ya en plena madurez) cuando hacía o procuraba hacer algo que fuera un bien para el pueblo, para Rusia, e incluso para la Humanidad, Levin sentía que aquel impulso lo llenaba de satisfacción; pero la misma actividad que antes le parecía tan grande, útil y hermosa, ahora se le figuraba empequeñecida y aun a punto de desaparecer.

Después de su casamiento, que empezó a limitar sus actividades a los asuntos o cuestiones particulares suyas o de sus allegados, no sentía aquella satisfacción, pero sí la de saber que su obra era necesaria y ver que sus intereses o los que le confiaban iban bien y mejoraban constantemente.

Ahora, incluso contra su voluntad, penetraba cada vez más en los problemas de la tierra, pensando que, como el arado, no podía librarse del surco.

Indudablemente, era necesario que la familia viviera como lo hicieran los padres y los abuelos y educar en los mismos principios a los hijos. Esto lo consideraba Levin tan necesario como el comer cuando se siente hambre, y era igualmente tan preciso como preparar la comida, o llevar la máquina económica de la propiedad que tenía en Pokrovskoie de modo que produjera beneficios.

Así, consideraba un deber indiscutible el pagar sus deudas, y no menos que éste el de mantener la tierra recibida de los padres en tal estado que el hijo, al heredarla, sintiera agradecimiento hacia su padre por ello, como Levin lo había sentido hacia el suyo por todo lo que había plantado y edificado.

Y para esto no había que dar en arriendo las tierras, sino ocuparse por sí mismo del cultivo, abono de los campos, cuidar los bosques y plantar nuevos árboles, criar animales…

Creía también un deber suyo cuidar de los asuntos de Sergio Ivanovich y de su hermana; ayudar a los campesinos que acudían a él en busca de consejo, siguiendo la antigua costumbre; cosas todas estas que no podía dejar de hacer, como no puede dejarse caer a un niño que se tiene en los brazos.

Tenía que ocuparse de preparar un cómodo alojamiento a su cuñada, con sus niños a quienes habían invitado a pasar con ellos el verano. Tenía también que atender a las necesidades de su mujer y de su hijo y pasar algún rato con ellos, cosa que, por otra parte, no requería de él esfuerzo alguno, ya que cada día le costaba más pasar mucho tiempo alejado de aquellos seres queridos.

Y todo esto, junto con la caza y el cuidado de las abejas, llenaba por completo la vida de Levin, aquella vida que él consideraba a veces sin sentido.

Pero, además de que Levin conocía perfectamente lo que debía hacer, sabía también cómo había que hacerlo, cuál asunto era el más importante y cómo debía atenderlo y desarrollarlo.

Sabía que tenía que contratar la mano de obra cuanto más barata mejor, pero no debía esclavizar a los obreros adelantándoles dinero y pagándoles jornales inferiores al precio normal, como sabía que podía hacerse. Podía venderse paja a los campesinos en los años malos, aunque inspirasen piedad; pero era preciso suprimir la posada y la taberna, aunque diesen ganancias, para evitarles gastos que contribuían a su ruina. Había que castigar severamente la tala de árboles; pero le era imposible imponer una multa porque los animales ajenos entraran en sus prados o labrantíos; y, aunque eso irritaba a los guardias y hacía desaparecer el miedo a las multas, Levin dejaba marchar tranquilamente a los animales ajenos que penetraban en su propiedad.

Prestaba dinero a Pedro para librarlo de las garras de un usurero que le exigía un rédito del diez por ciento mensual, pero no cancelaba ni aplazaba el pago del arrendamiento a los campesinos que se resistían a satisfacerlo en su día. No perdonaba al encargado que no se hubiese segado una pradera a tiempo, perdiéndose la hierba, pero comprendía y disculpaba que no se hubiese segado antes la hierba del nuevo bosque, que era muy extenso y presentaba grandes dificultades para aquella labor. Era imposible condonar al obrero los jornales que perdía no yendo al trabajo. La muerte del padre le parecía una causa muy justificada y la lamentaba; pero había que hacer el descuento correspondiente a los días no trabajados.

Ahora bien, no se podía dejar de pagar su mensualidad a los viejos criados de la casa aunque no fuesen ya útiles para ningún trabajo.

Levin sabía, también, que al volver a su casa encontraría en su despacho a muchos campesinos que estaban esperándolo desde hacía varias horas para consultarle sus asuntos, pero sentía que su primer deber era ver a su esposa, que se encontraba mal de salud, aunque aquellos campesinos hubieran de esperar algún tiempo más. En cambio, si acudían a verlo en el momento de instalar las abejas, que era la ocupación que más le gustaba, la dejaba en manos del viejo criado y los atendía aunque no le interesase en lo más mínimo su conversación.

Si obrando así hacía bien o mal no quería saberlo, y hasta huía las conversaciones y pensamientos sobre estos temas. Sabía que las discusiones le llevaban a la duda y que ésta entorpecía la labor que había de realizar. No obstante, cuando no pensaba, vivía y sentía constantemente en su alma la presencia de un juez implacable que le señalaba cuándo obraba bien y qué era lo que hacía mal; y en este caso su conciencia se lo advertía en seguida.

Sin embargo, Levin continuamente, muchas veces, se preguntaba qué era él y por qué y para qué estaba en el mundo; y el no hallar una contestación concreta lo atormentaba hasta tal punto que pensaba en el suicidio. Pero, a pesar de ello, continuaba firme en su camino.

TORRE DE TÉ PARA ELEGIR o De puros y blends

domingo, agosto 11th, 2013

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Anochece este Domingo. Regreso de ejercer mi derecho/deber ciudadano, un poco desilusionada pero feliz, de todos modos, por poder transitar mi adultez en democracia. Me hubiera gustado un poco menos de mezcla rara. Me hubiera gustado que mi elección histórica del corazón hubiera estado presente en las boletas…

¿Preparamos un samovar de tres chaĭniki (teteras)? Una con Keemun, una con Lapsang y una con Matsesta rojo, todos bien concentrados para diluirlos con el agua caliente. Si vertemos un poquito de cada en una tetera de porcelana y completamos con kipyatok (agua a punto de ebullición), tendremos un blend de tipo Russian Caravan. Quien no guste de tomar blends, puede servirse sólo la variedad deseada.

Esta forma de preparación puede requerir azúcar, miel o jaleas para endulzar. Los resultados que esperamos, también.

La imagen que elijo hoy: чаепитие в Париже Эдуард Улан/ Chaepítie en París – Eduard Ulan

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 7 Y 8

sábado, agosto 10th, 2013

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Las contradicciones de los agnósticos… ¡Cómo lo quiero a Levin, realmente! Prepárense una teterita para esta noche y recuerden que la promo de 10 de nuestros blends está en vigencia hasta el final del evento. Les dejo los Capítulos 7 y 8 de la Octava Parte de Anna Karenina, junto al anuncio de nuestro Té Literario del 31 de Agosto.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 7

Agafia Mijailovna salió de puntillas. El aya bajó la cortina, ahuyentó las moscas que se habían introducido bajo el velo de muselina de la camita, logró expulsar a un moscardón que se debatía contra los vidrios de la ventana y se sentó, agitando una rama de álamo blanco medio marchita sobre la madre y el niño.

–¡Qué calor hace! –comentó– ¡Si al menos mandara Dios una lluvia!

–Sí. ¡Chist! –repuso Kitty, meciéndose suavemente y oprimiendo con cariño la manita regordeta –que parecía atada con un hilo a la muñeca–, que Mitia movía sin cesar, abriendo y cerrando los ojos.

Aquella manita atraía a Kitty; habría querido besarla pero se contenía por temor de despertar al pequeño.

Al fin la mano dejó de moverse y los ojos del niño se cerraron. Sólo de vez en cuando Mitia, sin dejar de mamar, alzaba sus largas y curvas pestañas y miraba a su madre con ojos que, a media luz, parecían negros y húmedos.

El aya dejó de mover la rama y se adormeció.

Arriba sonaba la voz del Príncipe y se oía a Kosnichev reír a carcajadas.

«Hablan animadamente ahora que yo no estoy», pensaba Kitty. «Siento que Kostia no esté. Debe de haber ido a visitar las colmenas. Aunque me entristece que se vaya con tanta frecuencia, no me parece mal, puesto que lo distrae. Está más animado y mejor que en primavera. ¡Se lo veía tan concentrado en sí mismo, sufría tanto! Me daba miedo, temía por él… ¡Qué tonto es!» pensó riendo.

Sabía que lo que atormentaba a su marido era su incredulidad. Pero, a pesar de que ella, en su fe ingenua, creía que no había salvación para el incrédulo, y que, por lo tanto, su marido estaba condenado, la falta de fe de aquel cuya alma le era más cara que cuanto existía en el mundo, no le producía la menor inquietud.

Cada vez que pensaba en ello sonreía y se repetía para sí misma: «Es un tonto».

« ¿Por qué pasará el año leyendo libros filosóficos?», pensaba. «Si todo está explicado en esos libros, puede comprenderlo rápidamente. Y si no lo está, ¿para qué los lee? Él mismo afirma que desearía creer. Pues, ¿por qué no cree? Seguramente porque piensa demasiado. Y piensa tanto porque está mucho a solas.

Siempre a solas, siempre… Con nosotros no puede hablar de todo. Estos huéspedes le agradarán, sobre todo Katavasov. Le gustará discutir con él», se dijo.

Y en seguida se puso a pensar en dónde sería más cómodo preparar el lecho para Katavasov, bien solo o con Sergio Ivanovich.

De pronto la asaltó una idea que la estremeció de inquietud, desasosegando incluso a Mitia, que la miró con severidad.

«Me parece que la lavandera no ha traído aún la ropa. Si no lo advierto, Agafia Mijailovna es capaz de poner a Sergio Ivanovich ropa ya usada sin lavar…»

Aquel pensamiento hizo afluir la sangre al rostro de Kitty.

«Voy a dar órdenes», decidió.

Y, volviendo a sus pensamientos de un momento antes, recordó que se referían a algo sobre el alma, en lo que no había acabado de reflexionar. Trató de concretar sus ideas.

«¡Ah! Kostia es un incrédulo», se dijo con una sonrisa.

«Pues que se quede sin fe, ya que no la tiene… Es mejór que ser como la señora Stal, o como yo fui en el extranjero. El no es capaz de fingir.» Y a su imaginación se presentó un rasgo de la bondad de su esposo.

Dos semanas antes Dolly había recibido una carta de su marido en la que, pidiéndole disculpas, le rogaba que salvase su honor, vendiendo su parte en la propiedad para pagar las deudas que él tenía contraídas.

Dolly se desesperó. Sentía hacia su marido odio, desprecio y compasión; resolvió separarse de él y negarse a lo pedido, pero al fin consintió en vender parte de la propiedad.

Fue entonces cuando Levin se acercó a su mujer y le propuso, lleno de confusión, y no sin grandes precauciones, cuyo recuerdo la hacía sonreír conmovida, un medio, en el que ella no había pensado, de ayudar a Dolly sin ofenderla y que consistía en ceder a su hermana la parte de la propiedad que correspondía a Kitty.

«¿Cómo puede ser un incrédulo, si posee ese corazón, ese temor de ofender a nadie, ni siquiera a un niño? Lo hace todo para los demás y nada para sí mismo. Sergio Ivanovich considera deber de mi marido ser su administrador, Dolly con sus hijos está bajo su protección. Y luego, los campesinos que acuden diariamente a él, como si Kostia estuviera obligado a servirlos… ¡Ojalá seas como tu padre!», murmuró para sí, entregando el niño al aya y rozando con los labios su mejilla.

OCTAVA PARTE – Capítulo 8

Desde que, viendo morir a su hermano predilecto, Levin examinó los conceptos de la vida y la muerte, a través de aquéllas que él llamaba nuevas ideas, es decir, aquéllas que desde los veinte a los treinta y cuatro años suplieron a sus opiniones infantiles y de adolescente, quedó horrorizado, no tanto ante la muerte como ante la vida, de la cual no conocía ni en lo más mínimo lo que era, por qué existe y de dónde procede.

El organismo, su descomposición, la indestructibilidad de la materia, la ley de la conservación de la energía, la evolución, eran las expresiones que sustituían a su fe de antes.

Aquellas palabras y las concepciones que expresaban eran, sin duda, interesantes desde el punto de vista intelectual, pero en la realidad de la vida no acababan nada.

Levin se sintió como un hombre al que hubieran reemplazado su gabán de invierno por un traje de muselina y el cual, al notar frío, sintiera, no en virtud de razonamientos, sino por la sensación física de todo su ser, que se hallaba desnudo y condenado a sucumbir.

Desde entonces, aunque casi inconscientemente y continuando su vida de antes, Levin no dejó un momento de experimentar aquel temor de su ignorancia. Reconocía, además, vagamente, que las que él llamaba «sus convicciones» no sólo eran producto de la ignorancia, sino que le hacían, además, inaccesibles los conocimientos que tan imperiosamente necesitaba.

Al principio su matrimonio y las obligaciones y alegrías inherentes a él, ahogaron sus meditaciones; pero últimamente, después del parto de su mujer, cuando vivía ocioso en Moscú, aquella cuestión que requería ser resuelta se presentaba ante Levin con redoblada insistencia y cada vez más a menudo.

El problema se planteaba así para él: «Si no admito las explicaciones que da el cristianismo a las cuestiones de mi vida, ¿qué admito?».

Y en todo el arsenal de sus ideas no hallaba ni remotamente la respuesta.

Era como un hombre que en tiendas de juguetes y almacenes de armas buscase alimentos.

Involuntariamente, inconscientemente, buscaba en sus lecturas, en sus conversaciones, en los hombres que lo rodeaban, una relación con aquellos problemas y su resolución.

Lo que más le extrañaba y afligía era que la mayoría de los hombres de su ambiente y edad, después de cambiar, como él, sus antiguas creencias por las nuevas ideas, iguales a las suyas, no veían mal alguno en tal cambio y vivían completamente tranquilos y contentos.

De modo que a la cuestión principal se unían otras dudas para atormentar todavía más. ¿Sería sincera aquella gente o fingiría? ¿Acaso ellos comprendían mejor y más claramente que él las respuestas que da la ciencia a las preguntas que lo preocupaban? Y Levin se ponía a estudiar con interés las ideas de aquella gente y los libros que podían contener las soluciones tan deseadas.

Lo único que encontró desde que empezó a ocuparse de aquello, fue que se engañaba al suponer, a través de los recuerdos de su época universitaria y juvenil, que la religión no existía y que su época había pasado.

Todos los hombres buenos que conocía y con quienes mantenía relaciones, eran creyentes. El anciano Príncipe, Lvov, a quien tanto estimaba, Sergio Ivanovich, todas las mujeres y hasta su propia esposa, creían lo que él creyera en su infancia y adolescencia, y lo mismo el noventa y nueve por ciento del pueblo ruso, aquel pueblo cuya vida le inspiraba tanto respeto y que era creyente casi en su totalidad.

Después de haber leído muchos libros, Levin se convenció de que los materialistas, cuyas ideas compartía, no daban a éstas ninguna significación particular, y en lugar de explicar estas cuestiones –sin cuya solución él no podía vivir–, se aplicaban a resolver otros problemas que no ofrecían para él el menor interés, como la evolución de los organismos, la explicación mecánica del alma y otras cosas por el estilo.

Además, durante el parto de su mujer, le había sucedido una cosa extraordinaria. El incrédulo se había puesto a rezar y entonces rezaba con fe. Pero pasado aquel momento, su estado de ánimo de entonces no consiguió hallar lugar alguno en su vida.

No podía reconocer que entonces había alcanzado la verdad y que ahora se equivocaba, porque en cuanto comenzaba a reflexionar serenamente, todo se le desmoronaba. Tampoco podía reconocer que había errado al rezar, porque el recuerdo de aquel estado de ánimo le era querido y, considerándolo como una prueba de debilidad, le habría parecido que profanaba la emoción de aquellos instantes.

Esta lucha interior pesaba dolorosamente en su ánimo y Levin buscaba con todas sus fuerzas la solución.

KATYUSHA

sábado, agosto 10th, 2013

Katyusha (Катюша) es una canción rusa de tiempos de guerra, sobre una chica que añoraba a su amado, que estaba en el servicio militar. La música fue compuesta en 1938 por Matvey Blanter y la letra fue escrita por Mijaíl Isakovski. Fue interpretada por la célebre cantante folclórica Lidiya Ruslanova. Algunos críticos creen que Katyusha no fue una composición de Blanter, apuntando que una tonada similar fue usada por Ígor Stravinski en su ópera Mavra (1922), que más tarde adaptó a Chanson Russe (1937).

Para ver el video y escuchar la música, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

Katyusha es un diminutivo tierno del nombre femenino Yekaterina (Catalina). En ruso, muchos nombres tienen diminutivos (aparte de los apodos). Por ejemplo, el diminutivo de Natalia es Natasha, y el hipocorístico de Natasha es Natashenka. En el caso de Yekaterina (Catalina), Katia es el apodo y Katyusha, el hipocorístico.

La canción rusa también dio nombre a los lanzacohetes BM-8, BM-13, y BM-31 «Katyusha», que se construyeron y usaron por el Ejército Rojo en la Segunda Guerra Mundial.

KATYUSHA

Manzano y peral ofrecían sus flores,
y la niebla matinal suspendía sobre el río,
cuando la joven Katyusha subió la alta ribera,
también nebulosa y empinada…

Y caminando comenzó a cantar,
del águila azul de la estepa,
y de su Amor tan profundo
del que guardaba las cartas.

¡Oh, brillante canción de la doncella,
vuela sobre el sol radiante
hacia el soldado en el lejano frente,
y llévale el saludo de Katyusha!

Que recuerde una humilde muchacha,
y que escuche su claro cantar,
pues guardará la tierra de su cara patria
y su fuerte amor mantendrá.

Manzano y peral ofrecían sus flores,
y la niebla matinal suspendía sobre el río,
cuando la joven Katyusha subió la alta ribera,
también nebulosa y empinada…

A LO LARGO DEL CAMINO… UNA DACHA

sábado, agosto 10th, 2013

Jørgen Holen - Langs Veien
© Jørgen Holen – «Langs Veien» (A lo largo del camino) – Óleo 80×60

Conocer a Jørgen Holen. Artista noruego, pintor ecléctico, investigador de la textura, los colores, todos los materiales. Tuve el honor de estar en su casa, ver su atelier, oler sus óleos, disfrutar de su obra. Yo no sé si aquí fue su intención pintar una dacha (él dice que es justo llamarla así) pero mi alma de noruega se acaba de mudar a esa tela ♥ con un vaso de té, por supuesto!

http://www.fineart.no/kunstner/jorgen-holen

http://www.guldenkunstverk.com/sider/tekst.asp?side=280

Moete Jørgen Holen. Norsk artist, eklektisk maler, forsker ved tekstur, fargene, alle materialer. Jeg var en aere aa vaere i hans hjem, aa se hans atelier, aa lukte hans oljer, aa nyte hans arbeid. Jeg vet ikke om det var hans intensjon, her, for aa male en dacha men min norske sjel har nettopp flyttet til det canvas ♥ med et glass te, naturligvis!

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 6

viernes, agosto 9th, 2013

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¡Tolstoy, Tolstoy, genial traductor de las almas! Si a alguna madre no le ha pasado esto que él tan bien muestra aquí, en relación a las mujeres que la rodeaban cuando, primeriza, trataba de criar a su bebé, me lo cuenta. Cuenco de rojo té en mano, vamos con el Capítulo 6 de la Octava Parte de Anna Karenina.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 6

Como ignoraba cuándo saldría de Moscú, Sergey Ivanovich no había telegrafiado a su hermano para que le mandase el coche a la estación.

Levin no se hallaba en casa cuando su hermano y Katavasov, negros de polvo, llegaron, sobre el mediodía, en el coche alquilado en la estación, a la entrada de la casa de Pokrovskoie.

Kitty, sentada en el balcón con su padre y su hermana, reconoció a su cuñado y bajó corriendo a recibirlo.

–¿No le da vergüenza no habernos avisado de su llegada? ––dijo, dando la mano a su cuñado y presentándole la frente para que se la besase.

Así les hemos ahorrado molestias y de todos modos hemos llegado bien. –respondió Sergey Ivanovich –Pero estoy tan cubierto de polvo, que me asusta tocarla. Andaba muy ocupado y no sabía cuándo podría marcharme… Sigue usted como siempre –añadió sonriendo: –gozando de su tranquila felicidad, fuera de las corrientes vertiginosas, en este sereno remanso. Nuestro amigo Teodoro Vassilievich se ha decidido también a venir al fin…

–Pero conste que no soy un negro. –indicó Katavasov– Voy a lavarme para ver si me convierto en algo semejante a un hombre. –Hablaba con su humor habitual. Tendió la mano a Kitty y sonrió con sus dientes que brillaban en su rostro ennegrecido por el polvo.

–Kostia se alegrará mucho. Ha ido a la granja. Ya debía estar de vuelta.

–Él siempre ocupado en las cosas de su propiedad… Claro, en este tranquilo rincón –dijo Katavasov –En cambio, nosotros, en la ciudad, no vemos nada fuera de la guerra serbia. ¿Qué opina de eso nuestro amigo? Seguramente de un modo distinto a los demás.

–No… Opina como todos. –repuso, confusa, Kitty, mirando a su cuñado– Voy a mandar a buscarlo. Papá está aquí con nosotros. Ha llegado hace poco del extranjero.

Dio orden de que fuesen a buscar a Levin y de que condujeran a los recién llegados a lavarse, uno en el gabinete y otro en la habitación de Dolly. Luego, una vez dadas instrucciones para preparar el desayuno de los huéspedes, Kitty, aprovechando la libertad de movimientos de que había estado privada durante su embarazo, se dirigió, corriendo, al balcón.

–Son Sergey Ivanovich y el profesor Katavasov –dijo. –Sólo ellos nos faltaban con este calor… –respondió el anciano Príncipe.

–No, papá. Son muy simpáticos y Kostia los quiere mucho –afirmó Kitty, sonriente, con aire implorador, al observar la expresión irónica del rostro de su padre.

–Si no digo nada…

–Vete con ellos, querida –rogó Kitty a su hermana– y hazles compañía. Han visto a tu marido en la estación y dicen que está bien. Voy corriendo a ver a Mitia. No le he dado de mamar desde la hora del té. Ahora habrá despertado y estará llorando.

Y Kitty, sintiendo que a su pecho afluía abundante la leche, se dirigió rápidamente al cuarto del pequeño.

El lazo que unía a la madre con el niño era todavía tan íntimo, que por el solo aumento de la leche conocía Kitty cuando su hijo tenía necesidad de alimento. Antes de entrar en el cuarto, sabía ya que el pequeño estaría llorando. Y así era, en efecto. Al oírlo, Kitty apresuró el paso. Cuanto más deprisa iba, más gritaba el niño. Su voz era sana pero impaciente, famélica.

–¿Hace mucho que está gritando? –preguntó Kitty al aya, sentándose y disponiéndose a amamantarlo –Démelo ¡Pronto! ¡Oh, qué lenta es usted! ¡Traiga! Ya le anudará el gorro después.

El niño se ahogaba llorando.

–No, no, querida señora –intervino Agafia Mijailovna, que apenas se movía del cuarto del niño– Hay que arreglarlo bien… «¡Ahaaa, ahaaa!» –decía tratando de calmar al pequeño, casi sin mirar a la madre. El aya llevó al niño a Kitty, mientras Agafia la seguía con el rostro enternecido.

–Me conoce, me conoce. Créame, madrecita Catalina Alejandrovna… Tan cierto como hay Dios que me ha conocido –aseguraba la anciana refiriéndose al niño.

Kitty no la atendía. Su impaciencia aumentaba al compás de la impaciencia del niño. Con las prisas todo se hacía más difícil y el pequeño no lograba encontrar lo que buscaba y se desesperaba.

Al fin, tras unos ruidos sofocados, que demostraban que había chupado en falso, consiguió lo que quería y la madre y el hijo, sintiéndose calmados, callaron.

–El pobre está completamente sudado –dijo Kitty, en voz baja, tocándolo– Y, ¿por qué dice usted que la reconoce? –preguntó mirando al niño de reojo.

Y le parecía que su mirada, bajo el gorrito que le caía sobre los ojos, evidenciaba cierta malicia, mientras sus mejillas se hinchaban rítmicamente y sus manitas de palmas rojizas describían movimientos circulares.

–No es posible. De conocer a alguien, habría sido primero a mí –siguió Kitty, contestando a Agafia Mijailovna.

Y sonrió.

Sonreía porque, a pesar de lo que decía, en el fondo de su corazón le constaba, no sólo que el niño conocía a Agafia Mijailovna, sino que conocía y comprendía muchas cosas que todos ignoraban y que ella, su propia madre, sólo había llegado a saber gracias a él. Para Agafia Mijailovna, para el aya, para el abuelo, para su padre, Mitia era simplemente un ser vivo, sólo necesitado de cuidados materiales, pero para su madre era ya un ente de razón con el que le unía una historia entera de relaciones espirituales.

–Ya lo verá usted, si Dios quiere, cuando despierte. Cuando yo le haga así, el rostro se le pondrá claro como la luz de Dios–dijo Agafia Mijailovna.

–Bien. Ya lo veremos entonce.s –repuso Kitty– Ahora váyase. El niño quiere dormir.

TÉ EN LA COCINA

jueves, agosto 8th, 2013

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¡Llegué! ¿Llegaron? ¡Buenas tardes, dachas del campo y la ciudad! ¡Preparen ricos tés para tomar la merienda con sus niños! Y, si pueden, salgan al jardín, al patio, al balcon que, por suerte, el sol se equivocó y pensó que era primavera 😉

La imagen que elegí hoy: En la cocina – Vladimir Makovsky – 1913

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 5

miércoles, agosto 7th, 2013

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Buenas noches! Tardísimo, ya sé. Vamos con el Capítulo 5 de la Octava Parte de Anna Karenina. De a uno? Sí. Es que nos falta tan poco! Vayan guardándose el 31 de agosto.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 5

En las largas sombras que a la luz del sol proyectaban las pilas de sacos sobre el andén, Vronsky paseaba con el largo abrigo puesto, el sombrero calado sobre los ojos y las manos metidas en los bolsillos. Cada veinte pasos se detenía y daba una rápida vuelta. Sergey Ivanovich, al aproximársele, creyó notar que Vronsky, aunque lo veía, fingía no reparar en él. Pero tal actitud lo dejó indiferente, porque ahora se sentía muy por encima de aquellas susceptibilidades.

A sus ojos, Vronsky, en aquellos momentos, era un hombre de importancia para las actividades de la causa y Sergey Ivanovich consideraba deber suyo animarlo y estimularlo. Así, se acercó a él sin vacilar.

Vronsky se detuvo, lo miró, lo reconoció y, avanzando unos pasos hacia él, le dio un fuerte apretón de manos con efusión.

–Tal vez no tenga usted deseos de ver a nadie. –dijo Kosnichev– ¿Podría serle útil en algo?

–A nadie me sería menos desagradable de ver que a usted.–repuso Vronsky– Perdone, pero es que no me queda nada agradable en la vida.

–Lo comprendo y por eso quería ofrecerle mi ayuda. ––dijo Sergey Ivanovich, escudriñando el rostro, visiblemente dolorido, de su interlocutor– ¿No necesita usted alguna carta de recomendación para Risich o Milán?

Vronsky pareció comprender con dificultad lo que le decía. Al fin contestó:

–¡Oh, no! Si no le importa, demos un paseo. En los coches el aire está muy cargado. ¿Una carta? No; gracias. Para morir no hacen falta recomendaciones. ¿Acaso me sirven para los turcos? –dijo, sonriendo sólo con los labios mientras sus ojos conservaban una expresión grave y dolorida.

–Quizá le facilitará las cosas al entrar en relaciones, necesarias en todo caso, con alguien ya preparado.
En fin, como guste… Celebré saber su decisión. Se critica tanto a los voluntarios, que la resolución de un hombre como usted influirá mucho en la opinión pública.

–Como hombre, sirvo, porque mi vida a mis ojos no vale nada. –dijo Vronsky– Y tengo bastante energía física para penetrar en las filas enemigas y matar o morir. Ya lo sé. Me alegra que exista algo a lo que poder ofrendar mi vida, esta vida que no deseo, que me pesa… Así, al menos, servirá para algo.

Y Vronsky hizo con la mandíbula un movimiento de impaciencia provocado por un dolor de muelas que lo atormentaba sin cesar, impidiéndole incluso hablar como quería.

–Renacerá usted a una vida nueva, se lo vaticino. –dijo Kosnichev, conmovido– Librar de la esclavitud a nuestros hermanos es una causa digna de dedicarle la vida y la muerte. ¡Que Dios le conceda un pleno éxito en esta empresa y que devuelva a su alma la paz que tanto necesita! –añadió. Y le tendió la mano.

Vronsky la estrechó con fuerza.

–Como instrumento, puedo servir de algo. Pero como hombre soy una ruina –contestó recalcando las palabras.

El tremendo dolor de una muela le llenaba la boca de saliva y le impedía hablar. Calló y examinó las ruedas del ténder, que se acercaba lentamente deslizándose por los railes.

Y de improviso, un malestar interno, más vivo aún que su dolor, lo hizo olvidarse de sus sufrimientos físicos. Mirando el ténder y la vía, bajo el influjo de la conversación con aquel conocido a quien no hallara desde su desgracia, Vronsky de repente la recordó a «ella» , es decir, lo que quedaba de ella cuando él, corriendo como un loco, había penetrado en la estación.

Allí, en la mesa del puesto de gendarmería, tendido, impúdicamente, entre desconocidos, estaba el ensangrentado cuerpo en el que poco antes palpitaba aún la vida. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, con sus pesadas trenzas y sus rizos sobre las sienes; y en el bello rostro, de roja boca entreabierta, había una expresión inmóvil, rígida, extraña, dolorosa sobre los labios y terrible en los ojos quietos, entornados. Se diría que estaba pronunciando las tremendas palabras que dirigiera a Vronsky en el curso de su última discusión: «¡Te arrepentirás de esto!» .

Y Vronsky procuraba recordarla tal como era cuando la encontró por primera vez, también en la estación, misteriosa, espléndida, enamorada, buscando y procurando felicidad, no ferozmente vengativa como la recordaba en el último momento.

Trataba de evocar sus más bellas horas con Anna pero aquellos momentos habían quedado envenenados para siempre. Ya no podía recordarla sino triunfante, cumpliendo su palabra, su amenaza de hacerlo sentir aquel arrepentimiento profundo e inútil ya. Y Vronsky había dejado de sentir el dolor de muelas y los sollozos desfiguraban ahora su cara.

Después de dar un par de paseos a lo largo de los montones de sacos, Vronsky, una vez sereno, dijo a Kosnichev:

–¿No tiene usted nuevas noticias desde ahora? Los turcos han sido batidos por tercera vez y se espera un encuentro decisivo.

Y después de discutir sobre la proclamación de Milan como rey y de las enormes consecuencias que podía acarrear semejante hecho, al sonar la segunda campanada se separaron y se dirigieron a sus coches.

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 3 Y 4

martes, agosto 6th, 2013

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En los añitos en que cada viernes nos juntábamos a cantar con Marcelo Loustau, cuando los ánimos estaban caldeados o cuando la tristura más grande apretaba el alma, él me decía: Por suerte existe la música. Cuando leo estos capítulos de Anna Karenina pienso que por suerte existe el té. Prepárense una taza de DaCha Russkiĭ Sekret y vengan a leer los Capítulos 3 y 4 de la Octava Parte conmigo. Hasta mañana, dachas queridas.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCATAVA PARTE – Capítulo 3

Después de haberse despedido de la Condesa, Sergey Ivanovich y Katavasov, que ya se habían juntado, entraron en el vagón totalmente lleno y el tren se puso en marcha.

En la estación de Zarizino un grupo de jóvenes rodeó el tren cantando: «Gloria al Zar.» Otra vez los voluntarios se mostraron en los vagones y saludaron, pero Kosnichev no detenía ya en ellos su atención. Había tenido tanto que ver con este tipo que gente, que no lograban ya despertar su atención. En cambio, Katavasov, que, dadas sus ocupaciones, no había tenido ocasión de observarlos hasta entonces, estaba muy interesado en ellos y hacía constantes preguntas a su amigo.

Sergey Ivanovich le aconsejó que pasara a segunda clase y hablara allí personalmente con ellos.

Katavasov siguió su consejo.

En la primera parada, pasó a segunda clase y vio a los voluntarios. Cuatro de ellos iban sentados en un rincón del coche, hablando en voz alta, convencidos de la atención de los viajeros y Katavasov, que acababa de entrar, estaba concentrado en ellos. Un joven alto, de pecho hundido, hablaba más fuertemente que ninguno. Parecía estar algo borracho y explicaba un episodio que le había ocurrido en la escuela. Frente a él se sentaba un oficial ya no joven, con la chaqueta austríaca del uniforme de la Guardia. Escuchaba, sonriendo, el relato y, a veces, hacía callar al joven. Un tercero, con uniforme de artillería, se sentaba en un baúl, a su lado y un cuarto dormitaba.

Katavasov trabó conversación con el joven y supo que era un rico comerciante moscovita que había disipado su fortuna antes de cumplir los veintidós años. No agradó a Katavasov, porque era un joven mimado, poco varonil y de débil salud. Se le notaba seguro, sobre todo ahora que había bebido, de realizar un hecho heroico y se vanagloriaba de él de una manera harto desagradable.

El oficial retirado también causó a Katavasov mal efecto. Era uno de esos hombres que lo han visto todo. Había servido en los ferrocarriles, sido procurador, poseído fábricas y hablaba de todo ello sin venir a cuento, empleando inadecuadamente expresiones técnicas.

En cambio el artillero despertó la simpatía de Katavasov. Hombre modesto y reposado, se le notaba respetuoso ante la sabiduría del ex oficial de la Guardia y la heroica abnegación del ex comerciante y no hablaba de sí mismo. Cuando Katavasov le preguntó el motivo de que fuese a Serbia, repuso con sencillez:

–Como van todos… Hay que ayudar a los servios. Me dan lástima.
–Precisamente faltan artilleros ––dijo Katavasov.

–Pero he servido poco en artillería. Quizá me destinen a caballería o infantería.

–¿Cómo van a mandarle a infantería cuando lo que más necesitan son artilleros? –respondió Katavasov, calculando, por la edad de su interlocutor, que debía de tener algún grado.

–He servido poco en artillería. –repitió– Soy sargento retirado.

Y comenzó a explicar los motivos de no haberse presentado a los exámenes.

Todo ello en conjunto produjo en Katavasov una impresión ingrata y cuando los voluntarios se apearon a beber en una estación, resolvió contrastar su impresión desfavorable con la de algún otro. Había allí un viajero, un anciano vestido con capote militar, que había estado escuchando todo aquel rato la charla de Katavasov con los voluntarios y ahora, al quedar solos los dos, se dirigió a él:

–¡Qué posiciones tan diferentes las de estos hombres que marchan a la guerra! –dijo con vaguedad, deseando expresar su opinión y deseando conocer la del viajero.

El anciano era un militar que había hecho dos campañas. Sabía apreciar lo que es un buen soldado y por el aspecto y charla de aquellos señores y por la desenvoltura con que aplicaban los labios a la bota en el camino, deducía que eran malos militares.

Además, el viajero vivía en una ciudad provinciana y habría deseado contar a Katavasov que de su población se había ido voluntario un recluta expulsado del servicio, borracho y ladrón, al que nadie quería dar trabajo. Pero sabiendo por experiencia que en el estado de exaltación en que estaba la gente era peligroso exponer su opinion, opuesta a la de los demás y sobre todo peligroso criticar a los voluntarios, el viejecito quedó observando a su interlocutor.

–Sí, allí necesitan hombres –dijo, sonriendo con los ojos.

Hablaron del último parte y los dos ocultaron la sorpresa que les producía el hecho de que, estando los turcos batidos en todas partes, se aguardase para el día siguiente un combate decisivo. Y se separaron sin haberse expresado sus opiniones.

Katavasov, al entrar en su coche, contra sus costumbres, no se sintió con valor para exponer su opinión con sinceridad y dijo a Sergey Ivanovich que los voluntarios le habían parecido unos excelentes muchachos.

En una de las estaciones importantes, nuevamente se recibió a los que iban a la guerra con canciones y gritos de entusiasmo, nuevamente aparecieron postulantes de ambos sexos y señoras provincianas con ramos de flores acompañando a los voluntarios a la fonda de la estación. Pero estas manifestaciones no podían ya compararse con la de Moscú.

OCTAVA PARTE – Capítulo 4

Durante la parada en una capital de provincia, Kosnichev, en vez de ir a la fonda, se quedó paseando en el andén.

Al pasar la primera vez ante el camarote de Vronsky, vio echada la cortina de la ventanilla pero la segunda vez distinguió en ella a la anciana Condesa, que lo llamó.

–Ya lo ve usted; también hago el viaje. Acompaño a Alexis hasta Kursk.

–Me lo habían dicho –repuso Sergey Ivanovich, parándose ante la ventanilla y mirando al interior– ¡Qué hermoso rasgo! –añadió, al ver que Vronsky no estaba dentro.

–Sí, pero, ¿qué iba a hacer después de su desgracia?

–¡Qué horrible ha sido! ––exclamó Kosnichev.

–¡No sabe lo que yo he sufrido! Entre, entre… ¡No sabe lo que yo he sufrido! –repitió cuando Sergey Ivanovich se hubo sentado a su lado en el diván– ¡No puede figurárselo! Alexis pasó seis semanas sin hablar con nadie y sin comer más que cuando yo se lo suplicaba. Era imposible dejarlo solo un momento. Vivíamos en el piso de abajo y tuvimos cuidado en quitarle todo aquello con que pudiera suicidarse. Pero, ¿quién puede preverlo todo? Ya sabe usted que ya una vez había intentado suicidarse, por ella también… – agregó la anciana, frunciendo las cejas al recordarlo– Ella ha terminado como debía terminar una mujer así. Incluso eligió una muerte baja, vil…

–No somos nosotros quienes hemos de juzgarla, Condesa. –dijo Sergey Ivanovich suspirando– Pero reconozco que todo eso habrá sido muy penoso para usted.

–¡Horrible! Figúrese que yo estaba en nuestra finca. Y Alexis, ese día, se hallaba en casa. Trajeron una carta. Él escribió la respuesta y la envió. No sabíamos que ella estaba en la estación. Apenas entró en la habitación por la noche, Mary me dijo que una señora se había lanzado bajo el tren en la estación. Me pareció que se me caía el mundo encima. ¡Mi primer pensamiento fue que era ella! Lo primero que mandé fue que no se dijese nada a mi hijo. Pero ya se lo habían dicho. Su cochero se encontraba allí y lo había visto todo. Cuando entré en su cuarto, corriendo, él estaba como loco; daba miedo verle. Corrió a la estación sin decir palabra. No sé lo que pasó allí pero lo trajeron a casa como muerto… No le habría usted reconocido. El médico dijo: Prostration complète. Luego, casi cayó en la locura. En fin, ¿a qué hablar? –dijo la Condesa haciendo un ademán– Era un cosa horrible. Diga usted lo que quiera, ella ha obrado como una mala mujer. Pasiones tan desesperadas no conducen a nada bueno. ¿Qué quiso probar con su muerte, quiere usted decírmelo? Se ha perdido a sí misma y ha causado la perdición de dos hombres excelentes: su marido y mi hijo…

–¿Y qué hace su marido? –preguntó Kosnichev.

–Se llevó a la niña. Aliocha, al principio, estaba conforme con todo. Pero ahora le duele mucho haber entregado su hija a un extraño… Y no puede retirar su palabra. Karenin acudió al entierro. Procuramos que no se encontrara con Aliocha. ¡Había de ser tan penoso para él verse con el marido! En cuanto a Karenin la cosa era más soportable, pues la muerte de su esposa lo ha dejado libre. En cambio mi pobre hijo lo ha sacrificado todo por ella: el servicio, su madre, su posición… Y ni aun así tuvo ella compasión de él y le aniquiló por completo y deliberadamente. Usted podrá pensar lo que quiera, pero hasta en su muerte se ha mostrado una mala mujer, sin religión, sin nada… Dios me perdone pero, viendo el estado de mi hijo, no puedo dejar de maldecir su memoria.

–Y él, ¿cómo está ahora?

–Dios nos ha ayudado con esto de la guerra de Serbia. Soy una vieja y no entiendo nada de estas cosas pero estoy segura de que esto lo ha enviado Dios. Claro que, como madre, tengo miedo y, además, según dicen, ce n’est pas très bien vu à Saint–Petersbourg. Pero, ¿qué vamos a hacer? Sólo esto podia reanimarle. Su amigo Jachvin perdió su fortuna a las cartas y resolvió ir a Serbia. Visitó a mi hijo y lo persuadió. Y él, ahora está interesado. Hable con mi hijo, se lo ruego. Lo alegrará mucho verlo. Háblele, por favor… Mire:
está paseando por allí…

Sergey Ivanovich contestó que lo haría con mucho gusto y pasó al otro lado del tren.

¿TOMAMOS UN TÉ CON BARANKI?

martes, agosto 6th, 2013

Семейное чаепитие.
¡Qué hora divina para compartir esta foto de nuestro admirado Vladimir Fedotko! CEREMONIA DE TÉ EN FAMILIA (Семейное чаепитие~Semeynoye chayepitiye). Él, que la mira con amor y picardía, le ofrece té del plato, para que ella no se queme los labios. Las rosquitas que ven en el empapelado son baranki y a la izquierda, debajo del cuadro, pirozhki.
Si sos ruso o descendiente de rusos, sabés de qué hablamos. Si no, te cuento:
los baranki son rosquitas de la familia de distintos productos de masa hervida, entre los que están los «bubliki» -parecidos a los bagels- que tienen su origen en la Zona de Asentamiento (región fronteriza occidental del Imperio Ruso en que el asentamiento de judíos estaba permitido e incluía a Lituania, Bielorrusia, Polonia, Moldavia y Ucrania… y que, por suerte, no es tema de esta foto porque terminamos todos llorando) y los «sushki»-rosquitas pequeñas y más secas-.
Los baranki son un plato original ruso y deben su nombre a la palabra «obvaranok» que significa escaldado, porque la masa se hierve antes de hornearla. Se preparan con harina de trigo, manteca, leche, azúcar y clara de huevo. Pueden ser simples o cubiertos de semillas de amapola, levemente dulces o muy dulces. No son tiernos sino más bien duritos y sequitos y es la costumbre rusa, mojarlos en el té antes de comerlos. Se atan de a docenas y se suelen ver colgados del cuello de los samovares.
Los que sostiene Maia, mi nena, en la foto, fueron preparados con muchísimo cariño por Natasha, nuestra hada madrina de la Rica Comida Rusa.
baranki maia
MUY PRONTO TENDREMOS NUESTRA PROPIA CEREMONIA DE TÉ, COMO SE HACE EN LAS MEJORES DACHAS

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