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Posts etiquetados ‘DaCha Russkiĭ Sekret’

DOS ARTISTAS. ¿LA MISMA MUJER? II

viernes, diciembre 13th, 2013

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CARTA PENDIENTE PARA ANNA AJMATOVA

Vieja amiga,
cuánto samovar ha sonado entre tú y yo,
cuánta dinastía ha estallado en la larga estepa
por donde nos hemos arrastrado
para, ahora, descubrir
que no sólo erramos el mismo camino
sino que el fin de todos los caminos
tendía a ser el mismo,
con la misma bebida
y los mismos rebaños.
Los que asaltaron la ciudad,
creyendo decidir en buena hora
la herencia de la tierra,
luego volvieron a su sombra
buscando las migajas,
descifrando en una historia
—ya muy antigua—
que aquéllas no eran las señales, al menos todavía,
de esa estación que les dijeron,
sino una primavera inventada por un dios,
inventado a su vez por otros dioses;
que ellos también destruyeron lo soñado
porque no todo era odio de clases
sino también amor,
el inmenso amor de unos
por el sitio de otros.
Que en la mañana del juicio
fueron de nuevo sus espaldas
—aderezadas entonces para el júbilo—
las que soportaron el orgasmo,
porque ellos se quedaron por la puerta del fondo
esperando el hedor de las migajas
(ese acto donde el hombre siempre muere
y es el espectro de su hambre).
Pero tal vez no sea tan tarde, vieja amiga,
porque estamos tú y yo,
tratando de encontrarnos
cuando los colosos
se han aburrido de apedrearse
y necesitan de los labios,
como única manera
de cruzar el precipicio.
Estamos tú y yo, amiga,
tratando de que, por primera vez
en esta historia,
el asesino no regrese
al lugar del crimen,
borrando las huellas
para que, si vuelve,
al menos no recuerde el olor de la víctima

Alexis Castañeda Pérez de Alejo – 1999

GYOKURO Y KABUSE CHA

domingo, diciembre 8th, 2013

GYOKURO
GYOKURO (玉露)es uno de los tés más finos y caros de Japón. Su nombre significa “rocío de jade”. Está clasificado como un té verde Sencha, que crece a la sombra en lugar de a pleno sol pero, además, mientras que la mayoría de los Sencha vienen de la variedad Yabukita, Gyokuro está hecho con una especializada variedad de arbustos como Asahi, Okumidori, Yamakai y Saemidori.
JARDÍN GYOKURO
De acuerdo con su método de producción, las hojas de esta variedad se protegen del sol, mediante redes de caña o paja, al menos durante veinte días antes de ser cosechadas. Al limitar la cantidad de luz que llega a los nuevos brotes durante su crecimiento, se altera el proceso de fotosíntesis y la generación de catequinas a partir de aminoácidos (teanina) se suprime, lo cual reduce la astringencia y le confiere al té un rico y complejo sabor, similar a las algas nori.

KABUSE CHA
KABUSE CHA (冠茶,literalmente, té cubierto), tiene un sabor tan fino como Gyokuro y se cultiva a partir de mismo tipo de árbol de té que este último. La única diferencia entre ellos es que los arbustos de Kabusecha se cubren uno por uno por «kulemona”, que es una red negra especial, sólo una semana antes de la cosecha, dando como resultado una hoja más oscura y un licor de sabor más dulce, a umami, menos astringente, de gran cuerpo y final bien largo.
JARDÍN KABUSE CHA

RECOMENDACIONES DE PREPARACIÓN PARA NO MORIR EN EL INTENTO U ODIARLOS PARA SIEMPRE

Primera infusión: en frío

El té.
Echar una cucharada sopera llena de Gyokuro en una tetera de 350 ml de capacidad con una filtro. No se debe utilizar infusor.

El agua.
Utilizar agua filtrada a temperatura ambiente. Agregar lo suficiente para apenas cubrir las hojas, cerca de 60 ml.

Dejar reposar por 7 minutos.
Despejar la mente. Respirar. Abrir los sentidos. Sus paladares se lo agradecerán.

Filtrar.
Las hojas absorberán la mayor parte del agua. Al verter en los cuencos, permitir que la infusión gotee hasta obtener aproximadamente una cucharada de té del licor. (Si se obtiene más de una cucharada de té, es que se ha añadido demasiada agua.)

No se dejen engañar por la pequeña cantidad de té de la primera infusión. El color verde pálido da a este té su nombre de «rocío de jade». El aroma es una reminiscencia de un día cálido y húmedo en el mar. El té es viscoso y caldoso; de gran cuerpo. El sabor a umami es puro. La primera infusión es la única con este intenso sabor a umami, difícil de describir; tiene un profundo, rico y complejo sabor, casi dulce y terroso. Sólo hay una primera infusión. Cuídenlo. Compartan con sus amigos. No hay nada que se le parezca.

Las infusiones posteriores

El agua.
Usar agua caliente, a unos 50 a 70°C (La temperatura es la adecuada cuando se puede tocar la tetera con la mano, y dejarla allí sin quemarse –como con el mate-). Añadir alrededor de 180 ml de agua.

La infusión.
Ahora el té se prepara mucho más rápidamente. Este té puede dar de tres a cinco o más infusiones calientes.
Infundir 15 segundos para la primera y, luego, añadir unos segundos más para cada infusión posterior, dejando que sus paladares los guíen –a mayor cantidad de tiempo, mayor intensidad de sabor-.

Filtrar.
Estas infusiones producirán más té que la primera, en frío, ya que las hebras ya estarán hidratadas y no absorberán el agua. El color es un verde más oscuro, el sabor más herbal y mucho menos a umami, y el final es levemente astringente.

RECOMENDACIONES DE MARIDAJE
El mejor maridaje, a mi modo de sentir, es con temaki sushi. También va bien con botarga o canapés con caviar. En cuanto a cosas dulces, sólo maridarlo con pastelería suave.

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con bottarga

RELACIONES SUSTENTABLES VS. RELACIONES DESCARTABLES

jueves, diciembre 5th, 2013

Kintsugi collage bis
«Cuando los japoneses reparan objetos rotos, enaltecen la zona dañada rellenando las grietas con oro. Ellos creen que cuando algo ha sufrido un daño y tiene una historia, se vuelve más hermoso.» B. Bloom(1)
El arte tradicional japonés de la reparación de la cerámica rota con un adhesivo fuerte, rociado, luego, con polvo de oro, se llama Kintsugi. El resultado es que la cerámica no sólo queda reparada sino que es aún más fuerte que la original. En lugar de tratar de ocultar los defectos y grietas, estos se acentúan y celebran ya que ahora se han convertido en la parte más fuerte de la pieza. Kintsukuroi es el término japonés que designa al arte de reparar con laca de oro o plata, entendiendo que el objeto es más bello por haber estado roto.
Llevemos esta imagen al terreno de lo humano, al mundo del contacto con los seres que amamos y que, a veces, lastimamos. ¡Cuán importante resulta el enmendar! Cuánto, también, el entender que los vínculos lastimados pueden repararse con los hilos dorados del amor, y volverse más fuertes.
Aquí les dejo unos cuencos bellísimos para compartir el té y un abrazo.
Gabriela

(1) Barbara Bloom es una artista que se acerca a cuestionar y criticar la naturaleza de la mirada y la construcción de sentido, empleando una variedad de medios de comunicación que incluyen fotografía, libros, diseño gráfico e instalaciones cuidadosamente montadas. Las preguntas que se hace la han llevado a una fascinación por la ausencia, la presencia, y lo invisible -temas que aparecen a lo largo de su obra-. Bloom incorpora, a menudo, el apropiacionismo (de imágenes y objetos encontrados), y por esto, se la asocia con «The Pictures Generation».

En este post, y con la construcción de esta foto, quise hacer un homenaje al té, al kintsugi japonés y a ese Movimiento artístico, que utiliza para crear el producto de la Era de la saturación mediática, en donde todo pasa tan velozmente, todo se mira sin ver, todo es tan descartable.

AGUAS DE PRIMAVERA – CAPÍTULO 43 – LECTURA

martes, diciembre 3rd, 2013

TÉ LITERARIO – AGUAS DE PRIMAVERA – ÚLTIMO CHAEPÍTIE DEL AÑO

domingo, diciembre 1st, 2013

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Quiero agradecer con todo mi corazón a todos los amigos que ayer compartieron con nosotros el último chaepítie del año, muchos de los cuales hicieron gran esfuerzo para poder estar, corriendo después de exámenes, viajando desde lejos, moviendo sus doloridos cuerpos o almas, ubicando hijos, maridos, esposas. Comimos rico, bebimos rico, leímos juntos, debatimos, nos reímos y nos emocionamos con el final de estas «Aguas de primavera» tan movilizadoras. Gracias gigante a La Biblioteca Café y su gente, que estuvieron impecables, al Prof. Mauricio Stelkic que nos cuenta la Historia de la historia con seriedad y humor, a Martín Weiskind -mi compañero incondicional- que me banca todas las chinches y desencantos que, a veces, este proyecto también trae, a Larisa Segovia que es la asistente perfecta, a Colectivo Felix que con toda celeridad deshidrató los duraznos para Coup de foudre, a Laban Catering Personalizado y Marta´s Cakes que cocinaron deliciosamente para que todo estuviera perfecto, a Rica Comida Rusa Por Pedido que siempre está presente, a Trippelheim Hidromiel Artesanal que llenó nuestro botellón de cristal para brindar por la vida y el inicio de un año mejor, a La Pé Patisserie que cocinó kilos de matrioshkas, glaseadas y pintadas, una por una, para poner en los arbolitos, a Gustavo García Melieni que con todo su amor y amistad tomó decenas de fotos y sostuvo, con su mirada, mi cadera rotita y a Iván Turguéniev que, con su obra, me inspiró a crear un hijo más de esta DaCha, del que estoy orgullosa. Hasta que tengamos las imágenes del evento, le robo algunas a Miru Pozzo (Miru qué suerte que subís las fotos «on the spot»!). Hasta el próximo Té Literario. Los quiero mucho. Gabriela
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AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULOS 42 Y 43

domingo, diciembre 1st, 2013

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Bonjour!!! Domingo de madrugada, ya repuesta de la maratón de ayer, les dejo los dos últimos capítulos de Aguas de primavera para maridar con el «Coup de foudre» del desayuno. Parece que será un domingo lleno de sol. Disfrútense, que la vida es muy cortita

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 42

Todo esto fue lo que se le vino a la memoria a Dmitri Sanin cuando, en el silencio del gabinete, revolviendo entre sus papeles antiguos, tropezó con la crucecita de granates. Los acontecimientos que acabamos de referir desfilaron con claridad ante los ojos de su alma… Pero al llegar al momento en que había dirigido a la señora Pólozov aquella humillante súplica, en que había comenzado su esclavitud, en que se había puesto a los pies de aquella mujer, ahuyentó las imágenes evocadas y ya no quiso recordar más. Y no es que le fuese infiel la memoria, no; sabía bien, harto bien, lo que siguió a aquella hora fatal; pero la vergüenza lo ahogaba, aun ahora, al cabo de tantos años; le daba horror el invencible desprecio que sentía por sí mismo, le parecía que esa sensación acabaría por apoderarse de todo él, anegando sin remedio, como una ola, todos los demás sentimientos si no lograba acallar su memoria. Pero por grande que fuera su empeño en luchar contra los recuerdos que ante él se alzaban, no podía ahogarlos por completo. Se acordaba de aquella lastimosa y miserable carta, llena de mentiras y de lágrimas viles, que había escrito a Gemma y que no tuvo ninguna respuesta… En cuanto a presentarse delante de ella, volver a su lado después de tal engaño, después de semejante traición, ¡no, eso no!, todo lo que aún quedaba en él de conciencia y de honradez se había opuesto a ello. Y luego, ¿no había perdido toda confianza en sí mismo, toda estima de su persona? ¿Cómo se atrevería, en lo sucesivo, a dar su palabra de honor?

Se acordaba también Sanin, ¡oh, vergüenza!, de cómo había enviado a uno de los lacayos de Pólozov a Francfort en busca de su equipaje; cómo, en su cobarde inquietud, sólo pensaba en una cosa, en partir cuanto antes, en marchar a París; cómo, por orden de María Nikoláevna, se había esforzado en granjearse el afecto de Hipólito Sídorovich, y se había hecho amigo de Dönhof, en cuyo dedo había visto un anillo de hierro ¡completamente igual al que le dio a él la señora Pólozov!

Después vinieron los recuerdos más dolorosos, más humillantes aún… Un criado le trae una tarjeta de visita que dice: “Pantaleone Cippatola, cantante de cámara de Su Alteza Real el duque de Módena”. Se niega a recibir al viejo, pero no puede evitar encontrarlo en el corredor; ve aparecer ante sus ojos aquella cabeza iracunda, cuya melena gris se riza flamígera, cuyos ojos rodeados de arrugas brillan como ascuas encendidas; oye rezongar exclamaciones amenazadoras, imprecaciones de “Maledizione!”, terribles insultos: “Cobardo! Infame traditore!”
Sanin cierra los ojos y mueve la cabeza para intentar otra vez ahuyentar sus recuerdos, pero en vano: vuelve a verse sentado en la estrecha banqueta delantera de una magnífica silla de postas, mientras que María Nikoláevna e Hipólito Sídorovich se arrellanan en la mullida testera… y cuatro caballos, trotando con paso igual por el empedrado de Wiesbaden, los conducen a París. ¡París! Hipólito Sídorovich se come una pera que Sanin le ha mondado, y María Nikoláevna, al mirar a aquel hombre convertido en una cosa suya, sonríe con esa sonrisa que ya conoce él, sonrisa de amo y señor…

Pero, ¡santo Dios! ¿Qué ve allá lejos, en la esquina de una calle, poco antes de salir de la ciudad? ¿No es Pantaleone? Alguien lo acompaña: ¿será Emilio? Sí, es él: su amiguito devoto y entusiasta. Pocos días atrás, ese corazón juvenil lo veneraba como a un héroe, como a un ideal, y ahora el desprecio y el odio encienden ese noble rostro, pálido y bello, tan bello que hasta María Nikoláevna se ha fijado en él y se asoma por la ventanilla de la portezuela. Sus ojos, tan parecidos a los de “ella”, a los ojos de su hermana, están fijos en Sanin, y sus labios comprimidos se separan de pronto para proferir una injuria…

Y Pantaleone extiende el brazo y le señala a Sanin ¿a quién?, a Tartaglia, que está a su lado. Y Tartaglia le ladra a Sanin, y hasta el ladrido del honrado perro resuena en sus oídos como un intolerable insulto… ¡Horrible pesadilla!

Luego, la vida en París, y todos los rebajamientos, todos los oprobiosos suplicios del esclavo a quien ni siquiera se le permite estar celoso ni quejarse, ¡y al que por fin se arroja como un vestido viejo…!

Después, el regreso a la patria, una existencia envenenada y vacía, mezquinos cuidados y agitaciones, un arrepentimiento amargo y estéril, un olvido no menos estéril ni menos amargo; un castigo vago, pero incesante y eterno, análogo a un sufrimiento poco agudo, pero incurable, a una deuda que se paga ochavo a ochavo sin poder cancelarla nunca.

El cáliz estaba lleno hasta los bordes… ¡Basta!

¿Por qué casualidad conservaba Sanin la crucecita que Gemma le había dado? ¿Por qué no la había devuelto? ¿Cómo hasta ese día no la había visto nunca? Largo tiempo estuvo absorto en sus pensamientos, y aunque instruido por la experiencia, después de tantos años, no pudo llegar a comprender cómo había podido abandonar a Gemma, querida tan tierna y apasionadamente, por una mujer a quien no amaba ni mucho ni poco, sino nada…

Al día siguiente produjo enorme asombro en sus amigos y conocidos al anunciarles que salía para el extranjero sin indicar a dónde. En Petersburgo cundió el estupor. Sanin abandonaba la ciudad en pleno invierno, en el momento en que acababa de alquilar y amueblar un espléndido apartamento y hasta había adquirido un abono para la Ópera Italiana, en la que cantaba la señora Patti, la misma, la mismísima Patti, ¡ese ideal, esa última palabra de la tabaquera de música! Sus amigos y conocidos estaban perplejos; pero la gente, por lo general, no se ocupa, largo tiempo, de los asuntos ajenos, y cuando Sanin salió para el extranjero, la única persona que lo acompañó a la estación del ferrocarril fue su sastre francés, y eso porque esperaba cobrar el resto de una cuenta “pour un saute-en-barque en velours noir, tout à fair chic” (3).
(3) En francés: Por un abrigo de viaje de terciopelo negro, elegantísimo.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 43

Sanin dijo a sus amigos que salía para el extranjero, pero no a dónde.

No costará trabajo a los lectores adivinar que se fue directamente a Francfort. Gracias a los ferrocarriles que surcan toda Europa, llegó a los tres días de haber salido de Petersburgo.

Era su primera visita a Francfort desde 1840. La fonda El Cisne Blanco no había cambiado de sitio y continuaba prosperando, aunque no fuese ya de las primeras; la Zeile, la avenida principal de Francfort, había sufrido pocos cambios, pero ya no quedaban vestigios de la casa Roselli, ni aun de la calle donde estuvo la confitería. Sanin anduvo errante como un loco por aquellos lugares, con los cuales tan familiarizado estuvo antaño, sin conseguir orientarse: las antiguas construcciones habían desaparecido, las reemplazaban nuevas calles de apretadas hileras de grandes casas y elegantes palacetes; y en el mismo jardín público donde había tenido su entrevista decisiva con Gemma, habían crecido tanto los árboles, y se había transformado todo hasta tal punto, que Sanin se preguntaba si aquel jardín era, en efecto, el mismo.

¿Qué hacer? ¿Qué curso seguir en sus indagaciones? Habían transcurrido desde entonces treinta años… ¡Y cuántas dificultades! Ni uno solo de aquellos a quienes se dirigió había oído siquiera pronunciar el nombre de Roselli. El dueño de la fonda le aconsejó que fuese a informarse a la biblioteca pública, donde podría encontrar todos los periódicos antiguos. Pero le costó sumo trabajo explicarle de qué podrían servirle esos periódicos viejos.

A la desesperada, preguntó Sanin por Herr Klüber. Nuevo desengaño, por más que el dueño de la fonda conocía mucho este apellido. El elegante tendero había prosperado al principio, elevándose a la alcurnia de capitalista; después, los negocios le fueron mal y concluyó por declararse en quiebra, y murió en la cárcel… Por supuesto, esa noticia no causó ninguna pena a Sanin.

Comenzaba a convencerse de que había emprendido muy apresuradamente el viaje, cuando un día, recorriendo el Anuario de direcciones, se topó con el apellido de von Dönhof, mayor retirado (Major v. D.). Enseguida tomó un coche para dirigirse a la casa indicada. Nada le probaba que “ese” Dönhof fuera “aquel” a quien había conocido, y, por otra parte, aun suponiendo que fuese el mismo, ¿cómo podría darle noticias de la familia Roselli? No importa: un hombre que se ahoga, se agarra del menor tallo de hierba.

Sanin encontró en su casa al comandante von Dönhof, y reconoció a su antiguo adversario en este hombre de cabellos grises que lo recibió. También éste lo reconoció y hasta se puso contentísimo de volver a verlo, pues le recordaba su juventud y sus calaveradas de antaño. Hizo saber a Sanin que hacía mucho tiempo que la familia Roselli había emigrado a América y se había establecido en Nueva York; que Gemma se había casado con un negociante; que, él, Dönhof, tenía un amigo, también del comercio, y que probablemente sabría las señas del marido de Gemma, porque tenía muchos negocios con América. Sanin suplicó a Dönhof que fuese a ver a ese caballero, y, ¡oh, dicha!, Dönhof le trajo la dirección: “M. J. Slocum, New York, Broadway, No. 501”. Sólo que esas señas eran del año 1863.

—¡Esperemos —exclamó Dönhof— que nuestra antigua hermosura francfortesa viva aún, y no haya abandonado Nueva York! A propósito, —añadió, bajando la voz— ¿vive todavía aquella dama rusa, recuerda usted, que estaba en Wiesbaden por aquel entonces, la señora Bo… von Bólozov.

—No, —respondió Sanin— hace mucho que murió.

Dönhof levantó los ojos; pero al ver que Sanin había vuelto la cara con aire sombrío, se retiró sin añadir una palabra.

Aquel mismo día Sanin escribió a la señora Gemma Slocum, en Nueva York. Le dijo en su carta que le escribía desde Francfort, donde había ido exclusivamente para buscar sus huellas; que sabía muy bien hasta qué punto había perdido el derecho a pedir alguna respuesta; que por nada era merecedor de su perdón, y que sólo tenía una esperanza, y era que en medio de la ventura de que ella gozaba, hubiese perdido desde largo tiempo hasta el recuerdo de su existencia. Añadió que, sin embargo, se había atrevido a escribir a consecuencia de una circunstancia fortuita que despertó en él, vivamente, la memoria del pasado; le habló de su vida solitaria, sin familia, sin goces; le suplicó que comprendiese los motivos que lo impelían a dirigirse a ella, que no le dejase llevar a la tumba la amarga conciencia de una culpa expiada desde mucho tiempo atrás, pero no perdonada aún, y que se dignase dirigirle cuatro letras para decirle cuál era su vida en ese nuevo mundo donde se había establecido.

“Escribiendo esas cuatro letras”, terminaba Sanin, “hará usted una buena obra, digna de su hermosa alma, y le daré las gracias por ello hasta mi último suspiro. Permaneceré aquí, en la fonda «El Cisne Blanco»”, subrayó estas tres palabras, “esperando con ansiedad su respuesta hasta la primavera próxima”.

Mandó la carta y se dispuso a esperar. Vivió seis semanas enteras en el hotel sin salir casi de su habitación, y sin ver a nadie. Nadie podía escribirle de Rusia ni de ninguna parte. Y eso le agradaba. Cuando llegase alguna carta a su nombre, él sabría de antemano que era “esa” la que esperaba. Leía de la mañana a la noche, no revistas, sino libros viejos, ensayos históricos. Esas prolongadas lecturas, ese silencio, esa vida claustral de caracol, encajaba muy bien con la disposición de su ánimo: ¡esto era ya suficiente para que Gemma mereciera su gratitud! ¿Pero vivía aún? ¿Le contestaría?

Por fin recibió una carta con sello de Norteamérica, una carta de Nueva York. El carácter de la letra del sobre era inglés… No lo reconoció, y se le oprimió el pecho. Vaciló antes de abrirla, y luego buscó ante todo la firma: “¡Gemma!” Brotaron lágrimas de sus ojos. Ese nombre bautismal solo, sin apellido de familia, era para él una prenda de perdón y de reconciliación. Desdobló el pliego de papel, fino y azulado… y cayó una fotografía. La recogió enseguida y se quedó estupefacto. ¡Gemma, la misma Gemma, joven, tal como la había conocido treinta años antes! ¡Los mismos ojos, los mismos labios, el mismo tipo de cara! En el dorso del retrato leyó: “mi hija Mariana”.

Toda la carta era muy sencilla y muy bondadosa. Gemma daba las gracias a Sanin por no haber dudado en dirigirse a ella, por haber tenido confianza; no le ocultaba que, en efecto, después de aquella brusca ruptura, había pasado momentos muy penosos; pero añadía que, a pesar de todo, consideraba y había considerado siempre su encuentro con él como una cosa feliz, pues era lo que le había impedido casarse con Herr Klüber; y, por consiguiente, aunque de una manera indirecta, aquel encuentro había sido causa de su enlace con su marido actual, de quien era, desde hacía veintisiete años, compañera perfectamente dichosa. Su casa era rica y muy conocida en toda Nueva York. Gemma agregaba que tenía cuatro hijos varones y una hija de dieciocho años, prometida ya, cuyo retrato le enviaba, puesto que, según opinión general, se parecía mucho a su madre. Gemma había reservado para el final de su carta las noticias aflictivas. Frau Lenore había muerto en Nueva York, adonde había ido con su hija y su yerno; pero antes de morir tuvo tiempo de gozar de la felicidad de sus hijos y las caricias de sus nietos. También Pantaleone había querido partir para América, pero murió antes de poder salir de Francfort. “Y Emilio, nuestro querido, nuestro incomparable Emilio, cayó gloriosamente en Sicilia por la independencia de la patria. Formaba parte de los «mil» que mandaba el gran Garibaldi. Hemos llorado amargamente la muerte de nuestro adorable hermano; pero, al llorarlo, estábamos orgullosos de él, y siempre lo estaremos de conservar su memoria, sagrada para nosotros. ¡Su alma noble y generosa era digna de la corona del martirio!” Después, expresaba Gemma su pesar porque la vida de Sanin, por lo que él decía, fuese tan triste; le deseaba ante todo el sosiego y la paz del alma, y le decía que hubiera tenido sumo gusto en verlo, aunque confesaba que semejante entrevista tenía pocas probabilidades de realización…

No describiremos los sentimientos que la lectura de esta carta despertó en Sanin. Ninguna expresión sería capaz de transmitir exactamente esos sentimientos profundos y poderosos; pero demasiado imprecisos para poder expreasarse con palabras: sólo la música podría traducirlos.

Sanin respondió en el acto y envió a Mariana Slocum, como regalo para la joven desposada, de parte de un amigo desconocido, la crucecita de granates pendiente de un collar de perlas. Este regalo, aunque muy valioso, no lo arruinó. Durante los treinta años transcurridos desde su primera estancia en Francfort, había reunido una bonita fortuna.

Regresó a Petersburgo en los primeros días de mayo, sin duda, no por mucho tiempo. Se dice que vende todas sus propiedades y se dispone a partir para América.

FIN

TÉ LITERARIO – AGUAS DE PRIMAVERA – IVAN TURGUENIEV

sábado, noviembre 30th, 2013

Un evento feliz empieza por el sueño de hacerlo. Hemos leído juntos la última novela compartida del año. Cerramos de manera hermosa. Nuevamente, les agradezco a todos con mi alma y brindo a vuestra salud. <3
*Todas las fotos, con excepción de aquéllas robadas de los jardines primaverales de la Sra. Miriam Susana Pozzo y la Sra. Norma Ramirez, fueron tomadas por el Sr. Gustavo García Melieni en un acto de arrojo y cariño incondicional.

HOY, GRAN TÉ LITERARIO, HOY, OY, OY, OY!

sábado, noviembre 30th, 2013

Preparando todo, todito para nuestro Té Literario. A los amigos dacheros que van, los espero 15 minutos antes de que el reloj marque las 4 de la tarde (que en punto, empezamos), en La Biblioteca -Marcelo T. de Alvear 1155-. Tenemos tanto por compartir, que espero no tener que brindar en la Plaza Libertad!
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BLOMSTENE I NYVEIEN

domingo, noviembre 24th, 2013

Flower Perfume
Hermosa tarde de primavera. Hay quienes salen a andar en bicicleta, se van de compras, se trasladan en caravana a los clubes de campo. A mí, nada me saca más las penas que la música y un poco de alquimia. Canto, me curo las heridas, pienso, vuelo con la imaginación, escribo, mezclo hebras, enlato, etiqueto, revivo en las tripas el perfume de las peonías sobre la almohada de Nyveien… El amor que recibí es el amor que entrego cada vez que juego a hacer magia en la dacha. Disfruten de este hermoso fin de semana, preparen y compartan muchas chashki chayu, muchas tazas de té.

~Hagan click sobre la imagen. No se van a arrepentir.~ Perfume de flores, de Piotr Frolov

DEJAME QUE TE CUEN TE

sábado, noviembre 23rd, 2013

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Noche de té y cuentos en nuestra dacha. ¡Anímense! Lean en voz alta para sus familias, mientras se extingue la última tetera del día. Les dejo un cuento mágico, lleno de secretos, de Marguerite Yourcenar, que nos empuja a descubrir el valor y el poder del arte, y nos hace comprender el escaso valor real de las cosas materiales. Buenas noches a todos y todas.

CÓMO SE SALVÓ WANG-FÔ

El anciano pintor Wang-Fô y su dis­cípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.

Avanzaban lentamente pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su dis­cípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosa­mente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apo­deraba de la aurora y apresaba el crepúscu­lo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las in­seguridades. Aquella existencia, cuidadosa­mente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cum­plió quince años, su padre le escogió una es­posa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo con­solaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos pro­tege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailari­nas y acróbatas.

Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borra­cho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel arte­sano taciturno, y aquella noche, Wang habla­ba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadur­narla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas ca­lientes, el esplendor tostado de las carnes la­midas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por el manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero pe­netró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni mora­da, le ofreció humildemente un refugio. Hi­cieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma deli­cada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar va­cilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sen­tía por aquellos bichitos se desvaneció. Enton­ces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.

Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, pues­to que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe ten­sando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes del poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Des­de que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchi­taba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la en­contraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.

Ling vendió sucesivamente sus escla­vos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púr­pura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maes­tro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.

Su reputación los precedía por los pue­blos, en el umbral de los castillos fortifica­dos y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores que­rían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.

Wang se alegraba de estas diferencias de opi­niones que le permitían estudiar a su alre­dedor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.

Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avan­zada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.

Un día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasi­llos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en du­da que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.

Entraron los soldados provistos de fa­roles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.

Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupa­dos, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desespe­rado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.

Llegaron a la puerta del palacio impe­rial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pro­nunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Final­mente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cor­tina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.

Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Ce­leste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido ad­mitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.

El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque ape­nas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero im­pasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su iz­quierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no ten­go más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.

—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Em­perador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transforma­ban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Em­perador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arra­bales de las cortesanas y las tabernas del mue­lle en las que disputan los estibadores.

—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, in­clinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para poner­te en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colec­ción de tus pinturas en la estancia más es­condida del palacio, pues sustentaba la opi­nión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los pro­fanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contempla­ba, cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una al­fombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fa­tales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una pie­dra al caer no puede por menos de con­vertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puer­tas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a lu­ciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me im­piden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis solda­dos me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Cur­vas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio he dispues­to que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mella­do y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.

Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se lleva­ron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.

El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.

—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben per­manecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto, ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admi­rable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pa­saba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pin­tura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan pró­ximas a caer, temblarán sobre la seda y el in­finito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos hu­manos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus espe­ranzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una conse­cuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hom­bre que va a morir.

A una seña del dedo meñique del Em­perador, dos eunucos trajeron respetuosamen­te la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura del alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había con­templado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos des­nudos, ni tampoco se había empapado lo su­ficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su dis­cípulo Ling.

Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singu­larmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó sua­vemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el bra­sero del verdugo. Con el agua hasta los hom­bros, los cortesanos, inmovilizados por la eti­queta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón im­perial. El silencio era tan profundo que hu­biera podido oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella ma­ñana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo dulcemente, mientr­as continuaba pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosa­mente Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el in­terior de una gruta. Las trenzas de los cor­tesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Em­perador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancó­licamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?

—No temas, Maestro— murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Empera­dor conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están he­chas para perderse por el interior de una pintura. Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el timón y Ling se in­clinó sobre los remos. La cadencia de los mis­mos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresio­nes del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un del­gado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debili­tándose y luego cesó, borrada por la distan­cia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha im­perceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borrose el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desapare­cieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

(de Cuentos orientales)

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