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DOS ARTISTAS. ¿LA MISMA MUJER?

lunes, octubre 28th, 2013

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Obra: Majestic reflection (2009) de Zayasaikhan Sambuu

¡Adiós mujer oriental amada!

¡Adiós mujer oriental amada!
Poco faltó y contra mi extravagancia,
el hábito que me dicta todo o nada
casi me arrastra a las estepas, a la errancia
detrás de las huellas de tu carpa.
Tienes rasgados los ojos,
la naricita chata, la frente amplia,
no balbuceas en francés tus antojos,
las piernas no vistes de seda,
y junto al samovar, a la inglesa
no sirves el té, ni las galletas,
no admiras a San Marón,
Shakespeare no te inquieta,
no te abrumas de melancolía
cuando la cabeza se queda vacía,
no tarareas ma dov’ é,
el baile último no conoces…
¿Qué fue necesario? – Apenas media hora.
Mientras alistaban los caballos,
entregué corazón y mente
a tus ojos, tu belleza salvaje.
¿No es igual amigos míos:
extraviar al alma ociosa
entre espejos brillantes, en un cuadro de moda,
que en una carpa nómada?

Alexandr Pushkin, 1829

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 28

viernes, octubre 25th, 2013

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Buenas noches, las dachas! Disculpen la demora, ha sido un día muuuuy largo. Afuera llueve y aquí adentro, está ideal para un Pampa India y el Capítulo 28 de Aguas de primavera. Vamos ya, y nos reencontramos el lunes (tiempo de sobra para que se pongan al día).
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 28

Sanin marchaba, ya al lado de Gemma, ya un poco detrás de ella, mirándola siempre, sin cesar de sonreír. Gemma parecía a la vez apresurarse y contenerse. A decir verdad, ambos, él todo pálido y ella toda encendida de emoción, andaban como entre la niebla. Ese trueque de sus almas que acababan de hacer, producía en ellos una impresión tan nueva y tan fuerte, que casi era penosa: todo había sufrido tal cambio en su existencia, que no podían encontrar el equilibrio. Sólo notaban una cosa: que iban envueltos en un torbellino análogo a aquel otro torbellino nocturno que casi los había arrojado en brazos uno del otro. Sanin, al caminar en pos de ella, sentía que miraba a Gemma con otros ojos; en un instante advirtió, en el paso y los movimientos de ella, muchas particularidades en las cuales hasta entonces no había reparado. ¡Qué adorables y hechiceros le parecían todos esos detalles! Y ella, por su parte, percibía que Sanin la miraba «así».

Ambos amaban por vez primera; todas las maravillas del primer amor se revelaban en ellos. Un primer amor se parece a una revolución. El orden regular y monótono de la vida queda roto y destruido en un momento; la juventud sube a la barricada, hace ondear en el aire su esplendente bandera, y sea lo que fuere lo que le reserve el porvenir, la muerte o una nueva vida, lanza a todo y a todos su llamamiento apasionado.

—¡Mira, se diría que es Pantaleone! —dijo Sanin, apuntando con el dedo una figura embozada que se deslizó rápidamente por una callejuela, como para evitar ser vista.

En el colmo de su felicidad, Sanin experimentaba la necesidad de hablar con Gemma, no de su amor, puesto que era cosa convenida, consagrada, sino de cosas indiferentes.

—Sí, es Pantaleone —respondió Gemma con tono alegre y placentero —Probablemente ha salido a espiarme: ayer, todo el día estuvo siguiéndome los pasos… Algo sospecha.

—¡Algo sospecha! —repitió Sanin con arrobamiento. Por supuesto, con el mismo embeleso hubiera repetido cualquier otra frase de Gemma. Luego le rogó que le contase con detalles todo lo acontecido la víspera.

Al instante comenzó con premura un relato algo embrollado, entremezclando sonrisas y suspiritos, mientras que sus límpidos ojos cruzaban con Sanin miradas furtivas y radiantes. Le contó cómo su madre, después de la conversación de anteayer, había querido obtener de ella algo positivo; cómo a la postre se había separado de Frau Lenore con la promesa de comunicarle su resolución antes de concluir el día; cómo le había costado sumo trabajo obtener ese plazo moratorio; cómo, de una manera enteramente inesperada, había llegado Klüber con más humos y más bambolla que nunca; cómo había manifestado su descontento contra ese ruso desconocido, cuya conducta era imperdonable, digna de un chiquillo y hasta profundamente ofensiva (así decía) para él, Klüber.

—Aludía a «tu» duelo, —advirtió Gemma —y exigía que inmediatamente se «te» cerrase la puerta de esta casa. «Porque, decía él, —y aquí Gemma remedó un poco la voz y los modales del negociante —esto echa una mancha sobre mi honor, ¡como si yo no fuese capaz, también como cualquier otro, de defender a mi novia si lo creyese necesario o simplemente útil! Todo Francfort sabrá mañana que un extranjero se ha batido con un oficial por mi prometida. ¿Cómo puede interpretarse eso? ¡Eso mancha mi honor!» Mamá era de su parecer, ¡figúrate! Pero yo le dije sin rodeos que hacía mal en inquietarse por su honor y por su persona, y en ofenderse por lo que dijesen acerca de su prometida, porque yo no lo era ya, ¡y nunca sería su mujer! A decir verdad, hubiera querido, en primer término, hablar con usted… «contigo», antes de darle las calabazas en regla; pero vino, y no pude contenerme. Mamá prorrumpió en gritos de espanto; yo me fui a otra habitación y le traje su anillo (¿no has notado que desde hace dos días no lo llevo puesto?) y se lo devolví. Se ofendió terriblemente; mas como también tiene un amor propio y una presunción terribles, partió sin darnos la lata. Naturalmente, he tenido que aguantar muchas reconvenciones de mamá; me daba pena verla tan afligida, y me dije que me había dejado llevar muy de prisa por mis prontos, pero tenía tu carta, y además, sabía yo antes…

—¿Que te amo?

—¡Sí, que ya me amabas tú!

Así hablaba Gemma, confusa y sonriente, bajando la voz y aun callándose de pronto cuando alguien pasaba junto a ellos. Sanin escuchaba en éxtasis y admiraba el sonido de aquella voz, como la víspera había admirado el carácter de la letra de Gemma.

—Mamá está que la ahogan con un cabello. —prosiguió la joven, y afluían rápidas las palabras a sus labios —No quiere comprender que Herr Klüber me era odioso; que lo había aceptado, no porque lo amase, sino por acceder a las súplicas de ella… Sospecha de usted… digo de «ti»… o, más bien, para no mentir, está convencida de que yo te amo, y eso la contraría tanto más, cuanto que anteayer aún no se le había ocurrido nada semejante, e incluso, te había encomendado que me hicieses reflexionar… Era una extraña embajada, ¿no es así? Ahora te tilda de hombre astuto y solapado; dice que defraudaste su confianza, y me predice que defraudarás la mía…

—Pero, Gemma —protestó Sanin—, ¿acaso no le has dicho…?

—Nada le he dicho. ¿Tenía derecho a hablar yo antes de haberte visto?

Sanin palmoteó de gozo.

—Gemma, espero que al menos ahora se lo dirás todo y me presentarás a ella… ¡Quiero probarle que yo no engaño!

Mientras decía esas palabras, se henchía su pecho, lleno hasta desbordarse de sentimientos apasionados y generosos. Gemma lo miró de hito en hito.

—¿De veras quieres venir conmigo a casa a ver a mi madre? Ella pretende que… «eso, todo eso»…, es imposible entre nosotros y nunca podrá realizarse.

Había una palabra que Gemma no podía resolverse a decir, aunque le abrasaba los labios. Se apresuró Sanin a pronunciarla.

—Casarme contigo, Gemma; ser tu marido. No conozco en el mundo una felicidad más grande que esa.

No veía límites a su amor, a los nobles impulsos de su alma, a la energía de sus resoluciones.

Al oír estas palabras, Gemma, que había retardado un instante su andar, lo aceleró aún más que antes… Se hubiera dicho que trataba de huir de esa aventura, harto grande y harto inesperada.

Pero, de pronto, le flaquearon las piernas: Herr Klüber, engalanado con un sombrero y un paletot nuevos, flamantes, tieso como un poste y rizado como un perro de aguas, acababa de aparecer a la vuelta de una esquina, en una callejuela, a cinco o seis pasos de ellos. Reconoció a Gemma y reconoció a Sanin. Rezongando por dentro, digámoslo así, e irguiendo el flexible talle, les salió al encuentro, contoneándose con aire descarado.

Sanin vaciló un segundo, pero echó una mirada al rostro de Herr Klüber, quien afectaba un aire desdeñoso y hasta de lástima; miró aquella cara rubicunda y vulgar…, una oleada de ira le subió al corazón, y dio un paso adelante.

Gemma lo tomó con presteza de la mano. Tranquila y resuelta, se aferró del brazo de Sanin, mirando cara a cara a su antiguo novio. Los ojos de éste parpadearon indecisos y se contrajeron sus facciones. Se apartó a un lado, mascullando entre dientes: «¡Así concluye siempre la canción!» (Das alte Ende von Liede!), y se alejó con el mismo paso presuntuoso y saltarín.

—¿Qué ha dicho el majadero? —preguntó Sanin.

Quiso correr tras Klüber, pero Gemma lo contuvo y prosiguió su marcha sin retirar la mano que había pasado bajo el brazo de Sanin.

Apareció ante ellos la confitería Roselli. Gemma se detuvo por última vez, y dijo:

—Dmitri, aún no hemos entrado, aún no hemos visto a mamá… Si aún quieres reflexionar, si… Todavía eres libre, Dmitri.

Por única respuesta, Sanin apretó con fuerza el brazo de Gemma contra su pecho, y la impulsó adelante.

—Mamá, —dijo ella, entrando con Sanin en la estancia donde se hallaba Frau Lenore —¡te traigo a mi verdadero prometido!

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 27

jueves, octubre 24th, 2013

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Buenas noches a todas, dachas del campo y la ciudad! Qué linda noche de primavera! Qué lindas hojas vamos leyendo! Les dejo el Capítulo 27. Kaifeng Imperial, para la sobremesa, no está nada mal.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 27

A las cinco de la mañana, Sanin estaba ya de pie; a las seis, completamente vestido; a las siete y media se paseaba por el jardín público frente al cenadorcito(1) de que Gemma le hablaba en su esquela.

La mañana era serena, tibia, húmeda. A veces se hubiera jurado que llovía, pero extendiendo la mano se advertía el error, y sólo mirándose la ropa se podía notar la presencia de finas gotas semejantes a menudas cuentas de vidrio; aun así, aquella humedad no duró largo tiempo. En cuanto al viento, como si nunca hubiera existido en el mundo. Los sonidos, más que volar, se expandían en todas direcciones a la vez. Un ligero vapor blanquecino flotaba en lontananza, y el aire estaba saturado del aroma de las resedas y de las flores de la acacia blanca.

En las calles no estaban abiertas aún las tiendas; sin embargo, había ya transeúntes, y a intervalos se oía el rodar de algún coche… En el parque, ni un solo paseante; un jardinero rastrillaba con desgano una senda, y una anciana decrépita, envuelta en un mantón negro, cruzaba cojeando la arboleda. Claro está que Sanin no podía tomar nunca a Gemma por aquella horrible vieja; sin embargo, le palpitó el corazón, y siguió atentamente con la vista la forma oscura que se alejaba.

Dieron las siete en el reloj de la torre.

Sanin se detuvo. «¡Si no viniese!» Tuvo como un escalofrío. Un instante después volvió a estremecerse, pero esta vez por otra causa… Sanin oía detrás de sí un paso menudo y el susurro de una falda… Se volvió: era ella.

Gemma lo seguía por el estrecho sendero. Llevaba un abriguito gris y un sombrerito de color oscuro. Miró a Sanin, volvió la cabeza y se le adelantó con rapidez.

—¡Gemma! —musitó él.

Hizo ella una imperceptible señal con la cabeza, y continuó adelante. La siguió Sanin.

Respiraba anhelante, las piernas se negaban a moverse.

Gemma dejó atrás el cenador, torció a la derecha, bordeó una fuentecita en la que un gorrión se bañaba salpicándolo todo, y se dejó caer en un banco tras una espesura de lilas. El sitio era cómodo y al resguardo de las miradas. Sanin se sentó junto a ella.

Transcurrió un minuto, y ninguno de los dos pronunció una sola palabra. Ella no lo miraba; y él miraba, no su rostro, sino sus dos manos juntas, que sostenían una sombrilla pequeña. ¿Para qué hablar? ¿Qué palabras podrían ser más elocuentes que su presencia en aquel sitio, juntos, a solas, a una hora tan de mañana y tan cerquita el uno del otro?

—¿No se enfadó usted conmigo por eso? —dijo al cabo Sanin. Difícilmente hubiera podido decir nada menos oportuno… Lo comprendía él mismo… Pero, al menos, quedaba roto el silencio.

—¿Yo? —respondió ella —¡No! ¿Por qué había de enfadarme?

—¿Y me cree usted…? —prosiguió él.

—¿Lo que usted me ha escrito?

—Sí.

Gemma bajó la cabeza y no contestó. Se le escapó de entre las manos la sombrillita; pero la tomó con presteza, sin dejarla llegar al suelo.

—¡Ah, créame usted, créame lo que le he escrito! —exclamó Sanin. Toda su timidez había desaparecido; hablaba con calor —Si hay en el mundo una verdad, cierta, sagrada, superior a toda sospecha, es la de que la amo, Gemma; es la de que la amo a usted, apasionadamente.

Ella le echó ella una mirada furtiva, y faltó poco para que otra vez dejase caer la sombrilla.

—Créame, tenga usted fe en mí —repetía suplicante y con las manos extendidas hacia ella, sin atreverse a tocarla —¿Qué quiere usted que haga para convencerla?

Lo miró ella de nuevo, y por fin dijo:

—Dígame usted, monsieur Dmitri, cuando anteayer fue usted a exhortarme, ¿no sabía usted con evidencia… no sentía usted…?

—Sentía —interrumpió Sanin —pero aún no sabía. ¡Yo la amaba a usted desde la primera vez que la vi, pero no comprendí enseguida lo que para mí significaba usted! Y luego, sabía que estaba usted comprometida… En cuanto a la comisión que su madre me encomendó, de pronto, ¿cómo negarme a ella? Y, además, he cumplido esa comisión de tal suerte, que ha podido usted adivinar…

Se dejaron oír pesados pasos. Un hombre bastante robusto, con una cartera de viaje apretada contra el pecho, evidentemente un extranjero, desembocó por detrás de las lilas, y con el desparpajo de un viajero de paso, dejó caer a plomo una mirada sobre la pareja, tosió con estrépito y prosiguió su camino.

—Su madre —continuó Sanin en cuanto hubo cesado el ruido de los pasos —me había dicho que la negativa de usted causaría escándalo —Gemma frunció ligeramente el entrecejo —que en parte había dado yo pretexto para juicios desfavorables, y que, por consiguiente, hasta cierto punto, estaba yo obligado a exhortarla a usted a que no rechazase a su futuro Herr Klüber.

—Monsieur Dmitri, —dijo Gemma, pasándose con lentitud la mano por los cabellos del lado que estaba Sanin —se lo suplico: no llame usted a Herr Klüber mi futuro… Nunca seré su mujer: me he negado.

—¿Lo ha despedido usted? ¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Se lo dijo usted a él mismo?

—A él mismo, en casa… Volvió a presentarse.

—Gemma, entonces ¿me ama usted?

Se volvió ella de cara hacia él y murmuró:

—Si así no fuera, ¿estaría yo aquí?

Y sus dos manos abiertas cayeron sobre el banco.

Sanin se apoderó de ambas manos inertes y las apretó contra sus ojos, contra sus labios… ¡El velo que había visto la víspera en sus sueños se levantaba! ¡Aquella era la dicha, su faz resplandeciente!

Alzó la cabeza, y miró a Gemma a los ojos, con atrevimiento. Ella también lo miró un poco fija. Apenas brillaban sus ojos semiabiertos, ligeramente húmedos con lágrimas de placer. No sonreía… se reía con una risa muda y dichosa.

Quiso él atraerla hacia su pecho; ella se desprendió, sin interrumpir su muda risa moviendo la cabeza con ademán negativo. «¡Espera!», parecían decir sus ojos arrobados.

—¡Oh, Gemma! —exclamó Sanin —¿Podía yo pensar que tú… —su corazón vibró como la cuerda de un arpa, cuando sus labios pronunciaron ese «tú» por vez primera —que tú me amarías?

—Yo misma no lo esperaba —dijo Gemma en voz baja.

—¿Podía yo pensar —continuó Sanin —al llegar a Francfort, donde sólo pensaba permanecer unas cuantas horas, que había de encontrar aquí la felicidad de toda la vida?

—¿De toda la vida? ¿De veras?

—De toda mi vida, ¡hasta el último instante! —exclamó Sanin en un nuevo arrebato.

De pronto, a dos pasos de su banco, se dejó oír el ruido de la pala del jardinero.

—Volvamos a casa; —murmuró Gemma —entremos juntos. ¿Quieres?

Si le hubiese dicho en aquel momento «¡Arrójate al mar! ¿Quieres?», se hubiera tirado de cabeza al abismo, antes de que ella hubiese concluido la última palabra.

Salieron juntos del jardín y se encaminaron a casa, dando un rodeo por extramuros.

(1) Cenadorcito: Espacio casi siempre redondo que suele haber en los jardines, cercado y vestido de plantas trepadoras, parras o árboles.

SOÑAR A LA HORA DEL TÉ

jueves, octubre 24th, 2013

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La primavera… como empezar de nuevo. Me vine todas las cuadras tarareando Just like starting over, de John Lennon, feliz, con el viento y los últimos rayitos de sol del día, en los ojos. Les dejo dos cosas: 1) la letra de la canción y 2) Afternoon Tea, de John Lennon; un dibujo realizado durante unas vacaciones de verano en Japón, en 1977; representa a John y a Yoko disfrutando del té de la tarde. Lleva la inscripción «Tengamos un sueño» …

(JUST LIKE) STARTING OVER
Our life, together, is so precious, together.
We have grown, we have grown.
Although our love is still special,
Let’s take a chance and fly away, somewhere, alone.

It’s been too long since we took the time,
no-one’s to blame, I know time flies so quickly,
but when I see you, darling,
it’s like we both are falling in love again.
It’ll be just like starting over, starting over.

Everyday we used to make it, love,
why can’t we be making love nice and easy?
It’s time to spread our wings and fly,
don’t let another day go by, my love.
It’ll be just like starting over, starting over!

Why don’t we take off alone?!
Take a trip somewhere far, far away.
We’ll be together, all alone again,
like we used to in the early days.
Well, well, well darling.

It’s been too long since we took the time,
no-one’s to blame, I know time flies so quickly,
but when I see you, darling,
it’s like we both are falling in love again.
It’ll be just like starting over, starting over.

Our life, together, is so precious, together.
We have grown, we have grown.
Although our love is still special,
let’s take a chance and fly away, somewhere…

Starting over

Para escuchar la música del enlace que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 26

miércoles, octubre 23rd, 2013

te + cantuccini
Buenas noches, dachas lectoras y compañeras. Les dejo el Capítulo 26 de nuestras Aguas de primavera, para el postre. Hoy está lindo para un blend bien chocolatoso. ¿Probaron Capricho florentino? Con unos biscotti-cantuccini-kemish broit marida tan bien!

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 26

Al día siguiente, con Tartaglia sujeto de una cuerda, se dirigió Emilio a casa de Sanin. Si hubiese sido alemán de pura cepa no se hubiera presentado con más puntualidad. En casa había mentido, diciendo que iba de paseo con Sanin hasta la hora del almuerzo, y que después se presentaría en el almacén.

Mientras Sanin se vestía, Emilio, no sin vacilar mucho, intentó sacar conversación acerca de Gemma y de su ruptura con Herr Klüber. Pero Sanin, por única respuesta, se limitó a guardar un adusto silencio. Emilio, queriendo demostrar que comprendía por qué no debía mentarse siquiera ese grave asunto, no hizo la menor alusión a él, adoptando, de cuando en cuando, un aire circunspecto y hasta serio.

Después de tomar el café, ambos amigos —naturalmente, a pie— se dirigieron hacia Hausen, pueblecito poco lejano de Francfort y rodeado de bosques. Toda la cordillera del Taunus se veía desde allí como en la palma de la mano. El tiempo era magnífico: brillaba el sol y expandía su calor, pero sin quemar; un viento fresco rumoreaba alegre entre el verde follaje; las sombras de algunas nubecitas que se cernían en lo alto del cielo corrían sobre la tierra como manchitas redondas, con un movimiento uniforme y rápido. Bien pronto se hallaron los jóvenes fuera de la ciudad, y anduvieron con paso firme y alegre por la carretera esmeradamente barrida. Ya en el bosque, dieron mil vueltas por él; después almorzaron fuerte en una posada de aldea. Enseguida subieron por la montaña, admirando el paisaje; echaron a rodar pedruscos por la pendiente, batiendo palmas al verlos rebotar como conejos, con saltos extravagantes y cómicos, hasta que un transeúnte, invisible para ellos, los increpó desde el camino de abajo, con voz recia y sonora. Se tumbaron encima de un musgo ralo y seco, de un color amarillo violáceo; tomaron cerveza en otro figón, después corrieron y saltaron a cuál más. Descubrieron un eco y le dieron conversación; cantaron, gritaron, lucharon, rompieron ramas de árboles, se adornaron los sombreros con guirnaldas de helecho, y hasta acabaron por bailar.

Tartaglia tomaba parte en todas esas diversiones en cuanto se lo permitían sus facultades y su inteligencia. Verdad es que no tiró piedras, pero se precipitaba dando volteretas en pos de las que lanzaban los jóvenes; aulló mientras estos cantaban, y hasta bebió cerveza, aunque con una repugnancia visible. Esta última ciencia se la había enseñado un estudiante que con anterioridad tuvo por dueño. Por lo demás, no obedecía a Emilio —éste no era su amo sino Pantaleone—; y cuando el mocito le decía que «hablase» o que «estornudase», se limitaba a menear el rabo y hacer un cucurucho con su lengua.

También hablaron entre sí los jóvenes. Al comienzo del paseo, Sanin, en calidad de mayor y, por consiguiente, más capacitado para discurrir, había comenzado un discurso acerca del fatum, el destino del hombre y de lo que éste representa; pero bien pronto la conversación tomó un giro menos sesudo. Emilio se puso a interrogar a su amigo y protector sobre los destinos de Rusia; le preguntó cómo se batían en duelo en ese país, si eran lindas las mujeres, cuánto tiempo sería preciso para aprender el idioma ruso y qué impresiones había sentido cuando el oficial le apuntó con la pistola. A su vez, Sanin preguntó a Emilio por su padre, por su madre, por los asuntos de su familia, guardándose muy bien de pronunciar el nombre de Gemma, aunque no pensaba más que en ella. En realidad, no era en ella en lo que pensaba, sino en el día siguiente, en aquel mañana misterioso que debía traerle una ventura indecible, inaudita. Le parecía ver flotar ante su vista un cortinaje fino y ligero, y detrás de esa cortina sentía… sentía la presencia de un rostro juvenil, inmóvil, divino rostro de labios tiernamente risueños y párpados severamente caídos —severidad fingida—. ¡Ese rostro no era el de Gemma, sino el de la misma felicidad! Pero al fin ha llegado su hora; se corre la cortina, se entreabren los labios, los párpados se levantan; la divinidad lo ha visto, ¡y llega un deslumbramiento y una claridad semejante a la del sol, una embriaguez y una dicha sin límites y sin fin! Pensaba en ese mañana y su alma se moría de gozo, en medio de la creciente angustia de la espera.

Esa espera, esa impaciencia, no eran penosas para él: acompañaban todos sus movimientos, pero sin estorbarlos; no le impidieron comer perfectamente con Emilio en un tercer mesón. Sólo de vez en cuando, como fugaz relámpago, cruzaba esta idea por su mente: ¡si alguien lo supiese! Esto no le impidió jugar al salto en rango con Emilio, después de comer, en una verde pradera… ¡Y cuál no fue el asombro, la confusión de Sanin, cuando, advertido por los ladridos furiosos de Tartaglia, en el momento en que con las piernas, graciosamente separadas, saltaba como un ave por encima de la espalda de Emilio, doblado por la cintura, vio, de pronto, delante de él, en el extremo de la pradera, a dos oficiales, en quienes reconoció a su enemigo de la víspera, el caballero von Dönhof, y su testigo el caballero von Richter. Llevaba cada uno el monóculo encajado en un ojo, y lo miraban burlones… Al caer de pie Sanin, se apresuró a ponerse el paletot que se había quitado, dijo con presteza dos palabras a Emilio, quien se puso a toda prisa la chaqueta, y se alejaron con paso rápido.

Regresaron a Francfort al atardecer.

—Me regañarán; —dijo Emilio al despedirse de Sanin —pero lo mismo me da… ¡He pasado un día tan bueno, tan bueno!

De regreso a la fonda, Sanin encontró en ella una carta de Gemma, citándolo para el día siguiente, a las siete de la mañana, en uno de los jardines públicos que por todas partes rodean a Francfort.

¡Qué brinco le dio el corazón! ¡Cómo se felicitaba por haberla obedecido sin vacilar! ¡Ah, santo Dios!

¿Qué le prometía ese día de mañana, inaudito, único, inconcebible? O más bien, ¿qué no le prometía?

Devoraba con los ojos la carta de Gemma. El elegante perfil curvo de la G, letra inicial de su nombre, que aparecía como firma, le recordaba los lindos dedos, la mano de la joven… Se dijo a sí mismo que aún no había acercado nunca esa mano a sus labios…

«Digan lo que quieran», pensó, «las italianas son castas y severas… ¡pero Gemma es algo más! Es una emperatriz… una diosa… un mármol puro y virginal… Pero un día llegará… Y ese día está próximo…»

Aquella noche no hubo en todo Francfort un hombre más feliz que él. Durmió, pero hubiera podido decir, como el poeta:

«Es cierto que estoy dormido, mas vela mi corazón…»

Le palpitaba el corazón tan ligero como bate las alas una mariposa puesta sobre una flor y bañada por el sol.

TOMAREMOS TÉ

miércoles, octubre 23rd, 2013

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Tarde lluviosita para compartir canciones íntimas, apoltronarse y tomar té. La imagen divina de hoy es de Curiousmoth y se llama Canciones para las criaturas del pantano. El videíto es del grupo ruso Aquarium: Tomaremos té.

Bailamos toda la noche,
bailar todo el día en el aire, de nuevo, un disparate,
y no es de extrañar,
aunque tal vez, como sin querer.
La armonía del mundo no sabe de límites:
justo ahora,
tomaremos té.

Eres hermosa, suficiente para mí;
tal vez nosotros… -pobre familia-,
y no es de extrañar,
aunque quizás, por descuido.
La armonía del mundo no sabe de límites:
justo ahora,
tomaremos té.

Creo que nosotros -como en viejos films-
deberíamos convertir el agua en vino (casarnos);
y no es en vano,
aunque tal vez, sin darnos cuenta.
La armonía del mundo conoce límites:
justo ahora,
tomaremos té.

Para escuchar la música del enlace que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 25

martes, octubre 22nd, 2013

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¡Cómo adoro este libro! Capítulo 25 de Aguas de primavera y el batir del corazón. Prepárense un DaCha y leamos juntos. A los ansiosos: no se adelanten mucho, caramba! No los puedo dejar solos!

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 25

Sanin regresó a la fonda casi a la carrera. Comprendía muy bien que únicamente a solas podría desentrañar el caos que dentro de sí se agitaba. En efecto, apenas hubo entrado en su cuarto, se sentó detrás del escritorio, se puso de codos en él, escondiendo la cara entre las manos, y exclamó con voz sorda y dolorosa:

—¡La amo! ¡La amo locamente!

Y todo su ser interior se abrasó como un carbón hecho ascua, cuya envoltura de muertas cenizas dispersa un rápido soplo.

Transcurrido un instante, no comprendía ya cómo pudo permanecer sentado junto a ella, ¡junto a ella!, y hablarle, y no sentir que adoraba hasta la cenefa de su vestido, que estaba dispuesto «a morir a sus pies», como dicen los jóvenes. Aquella última entrevista en el jardín lo decidió todo. Desde entonces, al pensar en ella, no se la representaba ya con los rizos sueltos, a la serena claridad de las estrellas, sino que la veía, sentada en el banco, echarse atrás el sombrero con un rápido ademán y mirarlo con sus hermosos ojos confiados… Aquella imagen hacía correr por sus venas el hervor, la sed de la pasión. Se acordó de la rosa que había conservado en el bolsillo desde la antevíspera, la tomó y se la llevó a los labios con tal frenesí, que involuntariamente hizo un gesto de dolor. ¡Para pensar y reflexionar, para calcular y prever estaba entonces! Desprendiéndose de todo el pasado, se lanzaba de lleno al porvenir. Desde la ribera triste y solitaria de su vida de soltero se zambullía en ese torrente espumoso, alegre y rápido, sin preocuparse por saber a dónde lo llevaría y si no lo estrellaría contra algún peñasco. No eran ya las apacibles ondas de la poesía de Uhland, sobre las cuales se mecía en otro tiempo… ¡Eran olas no domadas, irresistibles, que se precipitaban saltando hacia delante y lo arrastraban con ellas!

Tomó un pliego de papel y, sin una tachadura, casi de una plumada, escribió:

«Querida Gemma:

Ya sabe usted cuál era el consejo que me había comprometido a darle, y también sabe lo que desea su madre y lo que me había pedido; pero lo que usted no sabe, lo que ahora le digo, es que la amo a usted, que la amo con toda la pasión de un alma que ama por vez primera. ¡Este fuego me ha abrasado de pronto, pero con tal fuerza, que no hallo palabras con qué decirlo! Cuando su madre vino a pedirme que hablase con usted, aún estaba envuelto en cenizas, sin lo cual, como hombre honrado, no hubiera admitido esa comisión. La declaración que ahora le hago, también es la de un hombre honrado. Es preciso que sepa con quién trata; entre nosotros no deben existir malentendidos. Ya ve usted que no puedo darle ningún consejo. ¡La amo! ¡La amo!, y no tengo más que esto en la cabeza y en el corazón.

Dm. Sanin»

Después de doblar y cerrar la esquela, Sanin se disponía a llamar al mozo para que la llevara… ¡No, eso no podía ser…! ¿Por conducto de Emilio…? Pero tampoco era posible ir a buscarlo a la tienda, entre los otros dependientes. Además, había llegado la noche y tal vez hubiera salido ya del comercio. Mientras hacía estas reflexiones, Sanin se puso el sombrero y salió. Dio vuelta a una esquina, después a otra, y, ¡gozo indecible!, vio a Emilio delante de sí. Con la cartera debajo del brazo y un rollo de papeles en la mano, el joven entusiasta regresaba con paso rápido a su domicilio.

«¡Razón hay para decir que cada enamorado tiene su estrella!», dijo Sanin para sus adentros, y llamó a Emilio, quien se volvió e inmediatamente le echó los brazos al cuello.

Sin darle tiempo de alegrarse, Sanin le entregó la carta y le explicó a quién y cómo tenía que entregársela… Emilio lo escuchaba con atención.

—¿Es preciso que nadie la vea? —preguntó, dando a su rostro una expresión misteriosa y significativa, como si dijese: «¡Comprendo la cosa!»

—Sí, mi querido amigo —respondió Sanin un poco confuso, dándole un golpecito cariñoso en la mejilla —Y si hay respuesta… me la traerá usted, ¿no es así? Estaré en casa.

—No se preocupe usted por eso —murmuró Emilio con aire jovial, saliendo a la carrera y haciéndole señas con la cabeza, mientras corría.

Sanin regresó a la fonda, y, sin encender la luz, se echó en el diván, cruzó las manos bajo la nuca y se abandonó a esas impresiones del amor recién revelado, impresiones que es inútil describir: quien las ha sentido, conoce sus ansias y dulzuras; quien no las ha experimentado, no las comprendería.

Se abrió la puerta y apareció el rostro de Emilio…

—¡La traigo! —dijo en voz baja —Aquí está la respuesta —enseñaba y movía por encima de la cabeza un papelito doblado.

Sanin saltó del diván y se lo arrancó de la mano. La pasión lo dominaba; no pensaba en la discreción, ni en las conveniencias, ni siquiera ante aquel niño, hermano de ella. Hubiera querido contenerse, tener vergüenza de conducirse así delante de Emilio, pero no podía.

Se aproximó a la ventana, y, a la luz de un farol que había en la calle delante de la casa, leyó las siguientes líneas:

«Le ruego, le suplico que no venga a casa, que no se presente en todo el día de mañana. Es preciso, absolutamente preciso, y entonces todo se resolverá. Sé que no me negará esto, porque…

Gemma»

Sanin leyó dos veces aquella carta. ¡Qué bonita y atractiva le pareció su letra! Meditó un momento, se dirigió a Emilio (quien, para demostrar que era un joven reservado, estaba de cara a la pared, raspándola con las uñas) y lo llamó en voz alta.

Emilio acudió al instante, diciendo:

—¿Qué quiere usted?

—Escuche, mi querido amigo…

—Señor Dmitri —interrumpió Emilio con voz plañidera —¿por qué no me tutea usted?

Sanin se echó a reír.

—Bueno, conforme. Oye, mi querido amigo… —Emilio dio un brinquito de alegría— oye, «allá abajo», ¿comprendes?, dirás «allá abajo» que todo se cumplirá escrupulosamente. —Emilio frunció los labios y movió la cabeza con aire grave — Y tú, ¿qué haces mañana?

—¿Qué hago yo? ¿Qué desea usted que haga?

—Si puedes, ven por la mañana temprano, y nos iremos de paseo por los alrededores de Francfort, hasta la noche. ¿Quieres?

Emilio dio otro brinco.

—¡Que si quiero! ¿Hay algo más agradable en el mundo? Pasear con usted… ¡eso es encantador! Vendré, sin falta.

—¿Y si no te lo permiten?

—Me lo permitirán.

—Oye… no digas «allá abajo» que te he rogado que vengas por todo el día.

—¿Por qué decirlo? Me iré sin permiso. ¡Valiente cosa!

Emilio abrazó a Sanin con todas sus fuerzas y se marchó corriendo.

Sanin estuvo largo tiempo paseándose por el cuarto y se acostó tarde. Se sumergía en esas impresiones penosas y dulces, en esa ansiedad jubilosa que precede a una etapa nueva. Además, Sanin estaba contentísimo de su idea de haber invitado a Emilio a pasar con él el día siguiente; se parecía mucho a su hermana.

«Emilio me recordará a Gemma», se dijo.

Pero lo que más lo asombraba era pensar que la víspera él no era el mismo de hoy. Le parecía haber amado «eternamente» a Gemma, y haberla amado precisamente como la amaba hoy.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 24

lunes, octubre 21st, 2013

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Qué Capítulo hermoso para leer tomando Invierno en Kiev! Vamos, que ya es tarde.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 24

Sanin se aproximó con irresoluto paso a la casa de la señora Roselli. Le palpitaba con fuerza el corazón, lo sentía claramente golpear contra sus costillas. ¿Qué le iba a decir a Gemma? ¿De qué modo iba a hablarle? Entró en la casa, no por la tienda, sino por la puerta trasera. Encontró a Frau Lenore en la primera piecita; ella se puso muy contenta al verlo y a la vez algo intranquila.

—Lo esperaba ya. —dijo en voz baja, apretándole la mano entre las suyas —Está en el jardín, vaya usted. Cuidadito, que con usted cuento.

El joven se encaminó al jardín.

Gemma, sentada en un banco, al borde de un paseo de árboles, estaba eligiendo de un pequeño cesto las cerezas más maduras y apartándolas en un plato. El sol estaba bajo, sobre el horizonte; eran cerca de las siete de la tarde, y en los anchos rayos oblicuos con que inundaba la luz el jardincito de la señora Roselli había más púrpura que oro. De vez en cuando, se oía el cuchicheo, apenas perceptible y como perezoso, de las hojas entre sí, el breve zumbido de las abejas retrasadas volando de flor en flor, y el arrullo monótono e infatigable de alguna tórtola lejana.

Gemma llevaba puesto en la cabeza el mismo sombrero que el día del paseo a Soden. Miró a Sanin por debajo del ala inclinada del sombrero y se dobló de nuevo sobre el cesto.

Sanin se aproximó a ella, acortando involuntariamente el paso… y no se le ocurrió decir nada mejor que esto:

—¿Por qué elige usted esas cerezas?

Gemma no se dio prisa en contestarle.

—Éstas, las más maduras, —explicó por fin —se pondrán confitadas; y con esas otras se rellenan pastelitos, ¿sabe usted?, de esos pastelitos redondos que vendemos.

Mientras decía estas palabras, Gemma inclinó aún más la cabeza y su mano derecha, que tenía dos cerezas entre los dedos, se detuvo en el aire, entre el canasto y el plato.

—¿Puedo sentarme junto a usted? —preguntó Sanin.

—Sí.

Gemma se hizo un poco a un lado, para dejarle sitio en el banco. Sanin se sentó junto a ella. «¿Por dónde comenzaré?», pensaba. Pero Gemma lo sacó de apuros.

—¿Conque se ha batido usted en duelo? —dijo la joven con vivacidad, volviendo hacia él su hermoso rostro encendido de rubor. ¡Y qué profunda gratitud brillaba en sus ojos! —¿Y se halla usted tan tranquilo? ¿De modo que para usted no existe el peligro?

—Dispense usted… No he corrido ningún peligro. Todo ha pasado de la manera más feliz e inofensiva por completo.

Gemma movió el dedo índice a derecha e izquierda delante de la cara. Éste es otro ademán italiano.

—No, no diga usted eso. ¡No me engaña usted! Pantaleone me lo ha contado todo.

—¡Vaya un testigo digno de confianza! ¿Me ha comparado a la estatua del Comendador?

—Las expresiones que emplea pueden ser cómicas, pero no sus sentimientos. No puede pasar por alto lo que usted ha hecho hoy. Y todo eso por mí… por mí. No lo olvidaré jamás.

—Le aseguro a usted, Fräulein Gemma…

—No lo olvidaré —repitió después de una pequeña pausa, mirándolo fijamente; luego se volvió de lado.

Sanin podía ver en aquel momento su perfil fino y puro, y se dijo que nunca había contemplado nada semejante, ni sentido impresión comparable a la que sentía entonces. Iba a hablar… Un relámpago cruzó por su mente: «¿y mi promesa?»

—Fräulein Gemma… —dijo, después de breve vacilación.

—¿Qué?

En lugar de volverse hacia él, continuó escogiendo las cerezas, quitando las hojas y tomándolas delicadamente por los rabitos… Pero qué afectuosa confianza respiraba esa sola palabra… «¿Qué?»

—¿No le ha dicho a usted nada su madre… a propósito de…?

—¿A propósito de quién?

—De mí.

Gemma echó otra vez bruscamente en el canasto las cerezas que tenía en la mano.

—¿Ha hablado con usted? —preguntó ella.

—Sí.

—¿Y qué le ha dicho?

—Me ha dicho que usted… que usted ha resuelto de pronto cambiar sus primeras intenciones.

La cabeza de Gemma se inclinó de nuevo y desapareció del todo bajo su sombrero: sólo se veía su cuello flexible y grácil como el tallo de una gran flor.

—¿Mis intenciones? ¿Cuáles?

—Sus intenciones… respecto al futuro arreglo de su vida.

—Es decir… ¿habla usted… de Herr Klüber?

—Sí.

—¿Le ha dicho a usted mamá que no quiero casarme con Herr Klüber?

—Sí.

Gemma hizo un movimiento en el banco. Se deslizó el pequeño canasto, calló al suelo y algunas cerezas rodaron por el sendero. Pasó un minuto, después otro…

—¿Por qué le ha hablado a usted de eso? —dijo al fin.

Como un momento antes, ya no veía Sanin más que el cuello de ella. El pecho de Gemma subía y bajaba más de prisa.

—¿Por qué…? Como en tan poco tiempo hemos llegado a ser, puede decirse, amigos; como ha demostrado usted alguna confianza en mí, su madre ha pensado que tal vez pudiera yo darle a usted algún consejo útil y que pudiera usted seguirlo.

Las manos de Gemma resbalaron lentamente sobre sus rodillas. Se puso a arreglarse los pliegues de la falda.

—¿Qué consejo me da usted, monsieur Dmitri? —preguntó tras un corto silencio.

Sanin veía temblar los dedos de Gemma sobre sus rodillas… Si arreglaba los pliegues de la falda, era sólo para disimular aquella agitación. Puso él, con dulzura, la mano sobre esos dedos pálidos y temblorosos, y dijo:

—Gemma, ¿por qué no me mira usted?

Se echó vivamente atrás el sombrero y fijó en él sus ojos, llenos de gratitud y de confianza como antes. Esperaba la respuesta de Sanin, pero este se quedó trastornado, o más bien, literalmente deslumbrado por el aspecto de sus facciones: la cálida luz del sol poniente iluminaba aquel rostro juvenil, cuya expresión era aún más luminosa y más resplandeciente que aquella claridad.

—Lo escucho a usted, señor Dmitri. —dijo con una sonrisa insegura y enarcando un poco las cejas —¿Qué consejo va usted a darme?

—¿Qué consejo? —repitió Sanin —Mire usted, su madre piensa que rechazar a Herr Klüber, únicamente porque anteayer no dio muestras de un gran valor…

—¿Únicamente por eso? —interrumpió Gemma. Se inclinó, levantó el canasto y lo puso en el banco junto a ella.

—No, desde todos los puntos de vista… en general, rechazarlo sería por parte de usted una cosa poco razonable. Su madre añade que ese es un paso cuyas consecuencias deben pesarse cuidadosamente; en fin, que el mismo estado de los negocios de ustedes impone ciertas obligaciones a cada uno de los miembros de la familia.

—Todas esas son las ideas de mamá; —interrumpió de nuevo Gemma —son sus propias palabras. Todo eso ya lo sé. Pero ¿cuál es su parecer?

—¿El mío?

Sanin se calló un momento. Sentía en la garganta algo que le cortaba la respiración.

—Yo también pienso… —dijo con esfuerzo.

Gemma se levantó.

—¡Usted…! ¿También usted?

—Sí… es decir…

Positivamente Sanin no podía pronunciar una palabra más.

—Bien. —decidió Gemma —Si usted, como amigo, me aconseja que renuncie a lo que tenía resuelto, es decir, que no modifique mi primera decisión, lo pensaré.

Sin advertirlo, la muchacha empezó a poner de nuevo en el canastito las cerezas del plato.

—Mamá —continuó— espera que siga los consejos de usted… ¿Por qué no? Es posible que los siga.

—Permítame usted, Fräulein Gemma, quisiera saber en primer término las razones que la han inducido…

—Seguiré sus consejos, lo obedeceré —repitió Gemma, con las cejas fruncidas, pálidas las mejillas y mordiéndose el labio inferior —Ha hecho usted tanto por mí, que me veo obligada a hacer lo que usted quiera, obligada a doblegarme a sus deseos. Diré a mamá… lo pensaré. Pero, precisamente, aquí viene.

En efecto, apareció Frau Lenore en el quicio de la puerta que daba al jardín. Acuciada por la impaciencia, no pudo permanecer en su sitio. Según sus cálculos, Sanin debía de haber concluido largo tiempo antes su conversación con Gemma, aun cuando sólo duraba menos de un cuarto de hora.

—¡No, no, no! —exclamó Sanin precipitado y casi con temor —¡Por el amor de Dios, no le diga nada todavía! Espere usted; yo le diré a usted… yo le escribiré… Hasta entonces, no tome ninguna resolución… ¡Espere usted!

Apretó la mano de Gemma, se levantó del banco y con suma sorpresa de Frau Lenore se cruzó con ella sin detenerse; limitándose a saludarla con el sombrero, tartamudeó algunas palabras ininteligibles y se fue.

Frau Lenore se aproximó a su hija, diciendo:

—Gemma, dime, te lo suplico…

La muchacha se levantó bruscamente, y, abrazando a la madre, exclamó:

—Mi querida mamá, ¿puede usted esperar un poco… un poquito… hasta mañana? ¿Sí? ¿Y no decirme hasta mañana ni una palabra de esto…? ¡Ah…!

De pronto, sin que ella misma lo esperase, brotaron de sus ojos cristalinas lágrimas, tan ligeras como gotas de rocío. Frau Lenore se extrañó tanto más cuanto que el rostro de la joven, muy lejos de parecer triste, irradiaba júbilo.

—¿Qué te sucede? —le dijo —Tú, que nunca lloras, nunca, ahora de pronto…

—Esto no es nada, mamá, no es nada. Sólo que espere usted. Las dos tenemos que esperar. No me pregunte usted nada hasta mañana, y mientras no se oculte el sol, escojamos las cerezas.

—Pero ¿serás razonable?

—¡Oh, sí, muy razonable! —prometió Gemma, moviendo la cabeza con gesto significativo.

Se puso de nuevo a hacer ramitos de cereza, levantándolos a la altura de su cara encendida. No enjugó sus lágrimas… se secaron ellas solas.

TÉ HELADO PARA MARIDAR CON EL AMOR DE MAMÁ

sábado, octubre 19th, 2013

Té helado DaCha octubre COMPRIMIDA
Para el brunch o almuerzo de mañana, atrévanse a maridar con té helado, para variar. Algunos consejos para que les salga perfecto: Se prepara en una proporción de 2 a 3 gramos por cada 150 cm3 de agua a la temperatura adecuada para cada puro o blend; se deja en infusión el tiempo necesario (idem anterior) y se retiran las hebras. Puede consumirse sin ningún tipo de endulzante pero a mí me gusta agregarle, en caliente, 3 cucharadas soperas de buena miel o azúcar rubio por cada litro de té preparado, mezclarlo bien y llevarlo a frío muy frío durante 20 horas. Si tienen poco tiempo pueden verterlo directamente en jarras con mucho hielo y llevarlo unas pocas horas a una heladera súper fría; en este caso, la proporción hebras/agua debe ser sí o sí de 3 gramos por cada 150 cm3.
Si me preguntan por los blends de DaCha ~Russkiĭ Sekret~ (Blends), los más adecuados para consumir de esta forma son: Sweet Heather, Alma de noruega, Jazmines en el pelo, Kaifeng Imperial, Dunas del Magreb, Bajo un sereno damasco, Tierra de colonos, Maia y Kolya, Old lavender 1932. Todos estos más Historias de humo, sin endulzar, también pueden ser utilizados para preparar cocktails, proporcionando 2 partes de alcohol (vodka, gin, algún licor, etc), 3 partes de té y 5 partes de bebida sin alcohol, en vasos de trago largo llenísimos de hielo.
Disfruten el Domingo en familia.

EL TÉ DE LA MAÑANA Y UN RATO MÁS EN LA CAMA

sábado, octubre 19th, 2013

MARIANA KALACHEVA 7
Buenos días, las dachas!!! Ya prepararon el té? Se quedaron un rato más en la cama? Aquí, en DaCha Russkiĭ Sekret, le estamos dando amor a COUP DE FOUDRE, el blend excluusivo que presentaremos el 30 de Noviembre en el Té Literario «Aguas de primavera». Que tengan un fin de semana lleno de sol y felicidad!
La imagen de hoy es de la preciosa artista Mariana Kalacheva.

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