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AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 23

viernes, octubre 18th, 2013

Capricho Florentino_D
Dios mío! Qué capítulo maravilloso, el 23, para dejarlos con ganas de más todo el fin de semana, hasta reencontrarnos el lunes por la noche! Aguas de primavera y terceros, con intereses, interfiriendo en el nacimiento del amor… ring a bell? Con un Capricho florentino en mi taza, como único postre, aquí va:
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 23

Durmió varias horas seguidas sin despertarse. Luego se puso a soñar que se batía otra vez a duelo, pero con Herr Klüber por adversario, y que Pantaleone, encaramado sobre un abeto y como un papagayo, repetía haciendo chasquear el pico: Una… due e tre! Una… due e tre!

«¡Uno, dos, tres!» oyó aún, pero tan claramente, que abrió los ojos y levantó la cabeza… Llamaban a la puerta.

—¡Adelante! —gritó Sanin.

Era el camarero, quien le anunció que una dama insistía en verlo al momento.

«¡Gemma!», pensó en el acto…, pero la dama no era Gemma, sino su madre, Frau Lenore. Apenas hubo entrado, se dejó caer en una silla y se puso a llorar.

—¿Qué tiene usted, mi buena y querida señora Roselli? —se interesó Sanin, sentándose a su lado y acariciándole con dulzura las manos —¿Qué le ocurre? Sosiéguese usted, se lo suplico.

—¡Ah, Herr Dmitri, soy muy desgraciada, desgraciadísima!

—¿Desgraciada usted?

—¡Ah, sí! ¿Cómo había de figurármelo? De repente, como el trueno en un cielo sereno…

Apenas podía respirar.

—Pero ¿qué pasa? ¡Explíquese usted! ¿Quiere un vaso de agua?

—No, gracias.

Frau Lenore se enjugó los ojos con el pañuelo y se puso a llorar más fuerte que nunca.

—Lo sé todo… ¡Todo!

—Es decir…, ¿cómo todo?

—¡Todo lo que ha sucedido! Y la causa… ¡la conozco también! Se ha conducido usted como un hombre de honor…; pero ¡qué desdichado concurso de circunstancias! ¡Razón tenía yo para no ver con buenos ojos ese paseo a Soden…, sobrada razón! —Frau Lenore no había manifestado nada semejante el día del paseo, pero entonces le parecía en realidad que «todo» lo había presentido —He venido en su busca porque es usted un hombre de honor, un amigo, aun cuando sólo hace cinco días que lo vi por primera vez… Pero, ¡soy viuda, estoy sola en el mundo! Mi hija…

Las lágrimas ahogaron la voz de Frau Lenore. Sanin no sabía qué pensar.

—¿Su hija? —repitió.

—Mi hija Gemma… —estas palabras salieron como un gemido por debajo del pañuelo empapado en lágrimas —Gemma me ha declarado hoy que no quiere casarse con Herr Klüber, y que es preciso que yo se lo participe a él.

Sanin tuvo un ligero sobresalto; no se esperaba aquello.

—No hablo de la vergüenza, —continuó Frau Lenore —porque eso de que una prometida se niegue a casarse con su prometido es una cosa que no se ha visto jamás; pero para nosotros ¡es la ruina, Herr Dmitri! —Frau Lenore convirtió cuidadosamente su pañuelo en un pequeño, en un diminuto tapón muy duro, como si quisiera encerrar en él todo su dolor —¡No podemos vivir de lo que nos produce la tienda, Herr Dmitri! Klüber es muy rico y se enriquecerá aún más. ¿Y por qué romper con él? ¿Porque no ha defendido a su novia? Admitamos que eso no esté bien por su parte; pero, después de todo, es un particular, no ha hecho estudios en la Universidad, y en su calidad de comerciante serio debía menospreciar esa calaverada tonta de un oficialito desconocido. ¿Y qué ofensa ve usted en eso, Herr Dmitri?

—Dispénseme usted, Frau Lenore, pero a quien condena usted es a mí…

—A usted no lo condeno, no lo condeno de ninguna manera. ¡En usted eso es otro asunto! Usted es ruso, usted es un militar…

—Dispénseme usted, pero no lo soy, ni por asomo…

—Es usted un extranjero, un viajero, y le estoy muy agradecida —continuó Frau Lenore sin escuchar a Sanin. Estaba jadeante, abría y cerraba las manos; luego desdobló el pañuelo y se sonó la nariz; nada más por la manera de expresar su dolor podía verse que no había nacido bajo el cielo del norte —¿Cómo realizaría Herr Klüber sus negocios en la tienda, si se batiese con los compradores? ¡Eso no puede ni imaginarse! ¿Y ahora es preciso que yo lo despida? Pero ¿de qué viviremos? En otro tiempo sólo nosotros hacíamos pasta de malvavisco y almendrado de alfónsigos, y venían a comprarnos mucho a casa; pero ahora, ¡todo el mundo hace pasta de malvavisco en la suya! Piénselo usted; se hablará bastante de su duelo en la ciudad… ¿Pueden ocultarse esas cosas? ¡Y ahí tiene usted roto el matrimonio! ¡Eso es un chasco, una verdadera campanada, un escándalo! Gemma es una excelente hija, me quiere mucho; pero es una terca republicana, desafía la opinión de los demás. ¡Sólo usted puede persuadirla!

El asombro de Sanin aumentó.

—¿Yo, Frau Lenore?

—Sí, sólo usted…, usted sólo. Por eso he venido a verlo; no se me ha podido ocurrir nada mejor. ¡Es usted tan sabio, es usted un joven tan bueno! Ha tomado usted su defensa; creerá lo que usted le diga. «Debe» creerlo, porque usted ha arriesgado su vida por ella. ¡Persuádala usted; yo no puedo más! ¡Demuéstrele que sería la causa de la perdición de todos nosotros y de ella misma! ¡Ya ha salvado a mi hijo; sálveme también a mi hija! Dios lo ha enviado a usted aquí. Estoy dispuesta a pedírselo de rodillas…

Frau Lenore estaba ya medio levantada del asiento para caer de rodillas a los pies de Sanin; pero este la contuvo.

—¡Frau Lenore! En nombre del cielo, ¿qué hace usted?

Ella le tomó convulsivamente las manos, diciendo:

—¿Me lo promete usted?

—Frau Lenore, fíjese usted: ¿en calidad de qué iría yo…?

—¿Me lo promete? ¿No quiere que me caiga muerta ante sus ojos, aquí mismo?

Sanin ya no sabía lo que le pasaba. Era la primera vez en su vida que tenía que habérselas con el acalorado temperamento italiano.

—¡Haré todo lo que usted quiera! —exclamó —Hablaré a Gemma…

Frau Lenore dio un grito de alegría.

—Pero, verdaderamente, —prosiguió Sanin —no sé de ningún modo qué resultado…

—¡Ah, no se niegue usted, no se niegue usted! —dijo Frau Lenore con voz suplicante —¡Ya me lo ha prometido usted! De seguro dará un resultado excelente. En todo caso, ¡yo no puedo hacer nada más! ¡No me obedece!

—¿Le ha declarado a usted, de una manera terminante, que se niega a casarse con Herr Klüber? —preguntó Sanin después de un breve silencio.

—¡Oh, ha cortado la cuestión como con un cuchillo! ¡Es el vivo retrato de su padre! ¡No se anda con paños calientes!

—¿Ella? —se extrañó Sanin.

—Sí…, sí… Pero, aparte de eso, es un ángel. Lo atenderá a usted, hará lo que usted le diga. ¿Va usted a venir? ¿Ahora mismo? ¡Oh, mi querido amigo ruso! —Frau Lenore se levantó bruscamente de la silla y tomó, no menos bruscamente, la cabeza de Sanin, sentado delante de ella —Reciba usted la bendición de una madre… y deme un poco de agua.

Sanin presentó un vaso de agua a la señora Roselli, y le prometió, por su honor, ir enseguida. La acompañó hasta la calle, y de regreso en su cuarto juntó las manos y abrió cuanto pudo los ojos.

«¡Bueno!», pensó, «¡ahora sí que ha dado otra vuelta la rueda de mi vida! Gira tan veloz, que me da vértigo».

No intentó leer dentro de sí mismo para comprender lo que pasaba. Era insensato, laberíntico.

«¡Qué día!», murmuraban involuntariamente sus labios. «No se anda con paños calientes, según la madre. ¿Y es preciso que yo le dé consejos? Aconsejarle ¿qué?»

Le daba vueltas la cabeza, en efecto. Pero, por encima de aquella vorágine de impresiones diversas, de sentimientos y de ideas fragmentarias, flotaba la imagen de Gemma, esa imagen que se había grabado indeleble en su memoria durante esa cálida noche, cargada de electricidad, en aquella ventana oscura, bajo el fulgor de innumerables estrellas.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 22

jueves, octubre 17th, 2013

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Buenas noches, a todas las dachas! les dejo el Capítulo 22 de Aguas de primavera y me voy, yo también, a dormirme en un sueño profundo. Que hoy ha sido un día demasiado largo y mañana, creo que también lo será. Tomen té rico y léanse en voz alta, que no hay nada más lindo que las voces de nuestros queridos leyéndonos antes de dormir.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 22

El bosquecito elegido para teatro de duelo se encontraba a un cuarto de milla de Hanau. Sanin y Pantaleone llegaron primero, como éste había previsto; dejaron el carruaje en el lindero del bosque y se dirigieron más allá, bajo la sombra de una espesura bastante frondosa. Aguardaron como una hora…

Aquella espera no tuvo nada de penosa para Sanin; se paseaba de arriba abajo por el sendero, escuchando el canto de las aves, siguiendo con la vista el vuelo de las libélulas. Y como la mayor parte de los rusos en semejantes circunstancias, se esforzaba por no pensar absolutamente en nada. Sólo una vez hizo una triste reflexión al ver en su camino un tilo joven, tronchado acaso por la borrasca de la víspera. El árbol estaba muriéndose: todas sus hojas colgaban, marchitas ya… «¿Qué significa eso? ¿Un presagio?» Esta idea cruzó por su mente como un relámpago fugaz; pero se puso a silbar una melodía, y, saltando por encima del tilo tronchado, siguió adelante. Pantaleone rezongaba, gruñía, maldecía a los alemanes, y se frotaba ora los hombros, ora las rodillas. Hasta bostezaba de agitación nerviosa, lo cual daba a su carita avellanada la expresión más cómica del mundo. Al mirarlo, le costaba trabajo a Sanin no soltar la carcajada.

Se oyó al fin un traqueteo de ruedas por el arenoso camino.

—¡Ya están aquí! —dijo Pantaleone, enderezándose, no sin un rápido temblor nervioso que se apresuró a disimular diciendo:

—¡Brr!, ¡vaya mañanita fresca que hace!

Un abundante rocío bañaba aún la hierba y las hojas, pero el calor penetraba ya en el bosque.

Bien pronto aparecieron los dos oficiales, acompañados por un hombrecito regordete, de rostro flemático, casi dormido; era un cirujano del ejército. Llevaba en la mano una jarra de barro llena de agua, para cualquier evento; de su hombro izquierdo colgaba una cartera llena de instrumentos quirúrgicos y de vendajes. Se veía fácilmente que estaba acostumbrado a estas excursiones, que formaban una de sus fuentes de ingresos; cada duelo le producía ochenta rublos, que los combatientes pagaban a medias. El caballero von Richter portaba la caja de las pistolas, el caballero von Dönhof hacía molinetes con un junquillo entre los dedos, sin dudas, para parecer más chic.

—Pantaleone, —susurró Sanin al viejo —si… si resulto muerto, que todo es posible, tome usted un papel que hay en el bolsillo interior. Ese papel contiene una flor. Désela usted a la signorina Gemma. ¿Oye usted? ¿Me lo promete?

El viejo lo miró con tristeza e hizo con la cabeza una señal afirmativa. Pero sabe Dios si había comprendido las palabras de Sanin. Los adversarios y sus testigos cruzaron el saludo de rigor. El doctor no pestañeó y se sentó en el césped bostezando, como si se dijese: «¿Qué necesidad tengo de alardear de una cortesía caballeresca?» El caballero von Richter propuso al caballero Tschibadola que eligiera sitio. El señor Tschibadola, a quien le costaba trabajo mover la lengua, respondió: «Caballero, hágalo usted, que yo lo examinaré…» Se hubiera dicho que «el muro» volvía a empezar a derrumbarse en su interior.

Von Richter puso manos a la obra. Encontró en el bosque una linda praderita salpicada de flores; contó los pasos, indicó los dos puntos extremos con dos varitas cortadas en un segundo, sacó del estuche las armas, se agachó para meter las balas; en una palabra, trabajó con todas sus fuerzas, enjugándose sin cesar el rostro bañado en sudor, con un pañuelito blanco. Pantaleone, que no se separaba de él, parecía, por el contrario, tiritar. Durante el curso de esos preparativos, los dos adversarios se mantenían apartados como dos colegiales castigados, que están bravos con el profesor de estudios…

Llegó el momento decisivo… Como dice el poeta ruso:

«Cada cual empuñó su pistola…»

Pero, al llegar aquí, el caballero von Richter advirtió a Pantaleone que, según las reglas del duelo, antes de pronunciar el fatal «Uno, dos, tres», le correspondía a él, como testigo de más edad, dirigir a los combatientes la postrera exhortación para que se reconciliaran, aunque esta proposición nunca surte efecto alguno, ni tiene más importancia que la de una simple formalidad; sin embargo, al cumplir con ella, el caballero Cippatola se liberaría de cierta responsabilidad. Por lo demás -añadió-, pronunciar esa perorata era deber de un «testigo desinteresado» (un parteiischer Zeuge); pero, como no habían tenido tiempo de proporcionarse uno, él, el caballero von Richter, cedía con sumo gusto ese privilegio a su honorable colega. Pantaleone, que había conseguido ya ocultarse detrás de unas matas para no ver al oficial causante de todo el daño, comenzó por no entender una palabra del discurso del caballero von Richter, tanto más cuanto que este hablaba con un terrible acento nasal; luego, se estremeció de pronto, dio con rapidez dos pasos adelante, y, dándose convulsivamente un puñetazo en el pecho, gruñó con voz ahogada en la mezcolanza de su jerga:

—A la la la… Che bestialitá! Deux zeun’hommes comme ça que si battono, perchè? Che diàvolo? Andate a casa!(1)

—No acepto ninguna reconciliación —se apresuró a decir Sanin.

—Ni yo tampoco —añadió su adversario.

—Entonces, grite usted… ¡Uno, dos, tres! —dijo von Richter al trastornado Pantaleone.

Pantaleone volvió a ocultarse en la maleza y, desde el fondo de ese refugio, todo encorvado, los ojos cerrados y vuelta a un lado la cabeza, gritó a voz en cuello:

—Una… due… e tre!

Sanin tiró primero y erró el tiro; se oyó el impacto de su bala en un árbol. El barón von Dönhof disparó inmediatamente después, pero al aire y con deliberado propósito.

Hubo un penoso momento de silencio. Nadie se movía. Pantaleone exhaló un débil gemido.

—¿Quiere usted continuar? —dijo por fin Dönhof.

—¿Por qué ha disparado usted al aire? —preguntó Sanin.

—Eso es asunto mío.

—¿Tirará usted al aire la segunda vez?

—Acaso; pero no sé.

—Permitan, permitan ustedes, caballeros. —dijo von Richter —Los combatientes no tienen derecho a hablar entre sí; eso es, desde todo punto, contrario a las reglas.

—Renuncio a mi segundo disparo —dijo Sanin, tirando la pistola a tierra.

—Yo tampoco quiero continuar el duelo. —exclamó Dönhof, arrojando también su arma —Y ahora, concluido el lance, estoy pronto a reconocer que anteayer procedí mal.

Hizo un movimiento y alargó vacilante la mano a Sanin, quien se acercó con presteza y se la estrechó. Ambos jóvenes se miraron sonriéndose y se pusieron encarnados.

—¡Bravi, bravi! —exclamó de repente Pantaleone y, palmoteando enloquecido, salió de entre las malezas como un huracán.

El doctor, que estaba sentado sobre un tronco de árbol caído, se levantó enseguida, derramó el jarro de agua sobre el césped, y se dirigió, con perezoso andar, al lindero del bosque.

—El honor queda satisfecho; el duelo ha terminado —anunció pomposamente von Richter.

—¡Fuori! —vociferó Pantaleone, animado por un viejo recuerdo.

Al sentarse en su coche, Sanin, después de cruzar un saludo de despedida con los caballeros oficiales, preciso es confesar que sintió en todo su ser, ya que no satisfacción, al menos esa vaga impresión de alivio que sucede a una operación bien soportada. Pero otro sentimiento se mezclaba con este: un sentimiento parecido a la vergüenza… El duelo en el cual acababa de representar un papel, le produjo el efecto de una farsa estudiantil, de una broma de guarnición, amañada de antemano. Sanin se acordó del flemático doctor y del modo que tuvo de sonreírse, o mejor dicho, de fruncir la nariz, al ver a los adversarios salir del bosque casi del brazo. ¡Y más tarde, cuando Pantaleone pagó los cuarenta rublos a aquel doctor…! Decididamente, más valía no pensar en ello.

Sí, Sanin estaba algo confuso, algo abochornado. Por otra parte, ¿qué hubiera podido hacer? No podía dejar impune la impertinencia de aquel oficialete; hubiera sido rebajarse al nivel de Herr Klüber. Había protegido a Gemma, la había defendido… Sea; pero, a pesar de todo, no estaba satisfecho, se sentía confuso y hasta avergonzado.

Pantaleone, en cambio, iba como en triunfo. Un inmenso orgullo lo había invadido de repente. ¡Jamás general victorioso, al regreso de una batalla ganada, paseó en torno suyo miradas más altivas y más satisfechas! La conducta de Sanin durante el duelo lo había llenado de entusiasmo. Hacía de él un héroe, sin querer oír sus amonestaciones ni sus ruegos. ¡Lo comparaba, como un monumento de mármol o de bronce, con la estatua del comendador en Don Juan!(2) En cuanto a sí mismo, confesaba haber sentido alguna turbación.

—Pero yo soy un artista, una naturaleza nerviosa; —decía —en cambio usted… ¡Usted es hijo de las nieves y de las rocas!

Sanin no sabía cómo calmar la exaltación del artista.

Casi en el mismo sitio del camino donde dos horas antes habían encontrado a Emilio, nuestros viajeros lo vieron salir, de un salto, de detrás de un árbol, gritando y brincando de gozo, agitando la gorra por encima de la cabeza. Corrió hacia el coche, y, a riesgo de caer bajo las ruedas, sin esperar a que pararan los caballos, saltó por la portezuela, cayó sobre Sanin y se agarró a él exclamando:

—¿Está usted vivo? ¿No está usted herido? Perdóneme que no lo obedeciera y que no haya vuelto a Francfort… ¡No podía! Lo he esperado aquí. ¡Cuénteme usted lo sucedido! ¿Lo ha matado usted?

A Sanin le costó mucho trabajo tranquilizar a Emilio y hacerlo sentarse. Pantaleone, radiante de satisfacción, le refirió con caudalosas palabras todos los detalles del duelo, y no perdió, claro está, la ocasión de citar el monumento de bronce y la estatua del comendador. Hasta se levantó, y, separando las piernas para conservar el equilibrio, se cruzó de brazos, sacando el pecho y mirando desdeñosamente por encima del hombro, para representar con exactitud al «comendador Sanin».

Emilio escuchaba arrobado, ya interrumpiendo el relato con una exclamación, ya levantándose de un modo brusco y arrojándose al cuello de su heroico amigo para abrazarlo.

Las ruedas del carruaje resonaron en el empedrado de Francfort y concluyeron por detenerse delante de la fonda donde vivía Sanin. Seguido de sus dos compañeros de camino, al llegar al primer tramo de la escalera, vio a una mujer, cubierta con un velo, salir rápidamente de un pequeño corredor oscuro. Se detuvo ante él, pareció vacilar un instante, exhaló un largo suspiro, bajó corriendo la escalera y desapareció en la calle, con gran asombro del camarero, quien aseguró que «aquella dama esperaba desde hacía más de una hora la vuelta del señor extranjero».

Aunque fue muy breve la aparición, Sanin tuvo tiempo de reconocer a Gemma: había entrevisto sus ojos bajo el tupido velo de gasa negra.

—¡Con que lo sabía Fräulein Gemma! —dijo en alemán y con voz enojosa a Emilio y a Pantaleone, que lo seguían paso a paso.

Emilio se puso todo rojo y se turbó.

—Me vi en el caso de decírselo por fuerza —tartamudeó —ella lo había adivinado, y yo no pude… Pero ahora ya no importa; —añadió con viveza —todo ha concluido lo mejor posible, y ella lo ha visto a usted sano y salvo.

Sanin se volvió a un lado.

—¡Qué parlanchines son ustedes! —dijo con mal humor, y entró en su cuarto y se sentó.

—No se enfade usted, se lo ruego —imploró Emilio.

—Pues bien, ¡pase! no me enfadaré —Sanin no tenía verdaderas ganas de incomodarse, y en último término, ¿podía desear con sinceridad que Gemma no supiese absolutamente nada? —Bueno, concluyan ustedes de abrazarme. Ahora retírense. Quiero quedarme solo. Voy a dormir: estoy fatigado.

—¡Excelente idea! —exclamó Pantaleone —Necesita usted descanso. ¡Bien se lo merece, nobile signore! Salgamos de puntillas, Emilio, silencio. ¡Chiss…!

Sanin había dicho que tenía ganas de dormir, por la sencilla razón de que deseaba desembarazarse de sus compañeros. Pero cuando se quedó solo, sintió realmente un gran cansancio en todos los miembros; apenas había cerrado los ojos la noche anterior. Por eso, nada más echarse en la cama, se quedó dormido con un sueño profundo.

(1) En italiano y francés deformado: ¡Qué barbaridad! Dos hombres jóvenes que se baten, ¿por qué? ¡Qué demonio! ¡Márchense a casa!
(2) Don Juan Tenorio, drama en verso compuesto en 1844 por el poeta y dramaturgo español José Zorrilla y Moral (1817-1893).

Y UN AROMA A JAZMÍN…

jueves, octubre 17th, 2013

jazmines en el pelo octubre 2013
Flamante y perfumadísimo lote de Jazmines en el pelo. Sólo le faltan los jazmines y unas semanas de guarda. Amo reeditar éste, uno de los hijos más queridos de nuestra dacha (si eso es posible, hablando de hijos). <3

JAZMINES EN EL PELO, ROSAS EN LA CARA Y MUCHO HIELO

jueves, octubre 17th, 2013

-Миргород, Игорь Петрович-
Ya es hora de un té? Se viene un infierno para esta tarde; unos «Jazmines en el pelo» bien helados no vendrían nada mal.

Éste es un blend de tés verdes Pi Lo Chung, Jasmine y Darjeeling verde orgánico, pimpollos de jazmín, pétalos de rosas, cascaritas de naranjas dulces, piel de limón y azahares. Es fantástico para preparar TÉ HELADO y NO NECESITA AZÚCAR!

Consejito para prepararlo: Colocar en una tetera de 1 litro de capacidad, 8 cucharaditas de té del blend. Calentar un poco más de 1 litro de agua hasta el primer hervor, dejar enfriar 8 minutos (hasta que llegue a aproximadamente 75 a 79 °C) y verter sobre las hebras. Tapar la tetera y dejar reposar por 3 minutos. Colar, pasarlo a una jarra de vidrio y llevarlo a la heladera hasta que enfríe. Servir en vasos de trago largo, con mucho hielo!

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 21

miércoles, octubre 16th, 2013

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Buenas noches, dachas lectoras y las más vaguitas, también. Les dejo el Capítulo 21 de Aguas de primavera, mientras sirvo unos cuencos de Jazmines en el pelo, heladísimo.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 21

No se durmió hasta el alba; nada tiene esto de particular. Con la racha de aquel cálido torbellino que tan repentinamente pasó sobre ellos, había sentido también, de repente, no que Gemma era hermosa y que la admiraba, porque esto ya lo sabía, sino que estaba casi… que estaba, sin casi, enamorado. Aquel amor lo había envuelto de pronto, como el torbellino de la víspera. ¡Y ahora ese duelo estúpido! Fúnebres presentimientos lo asaltaron. Aun suponiendo que no resultase muerto, ¿qué podía ser de su amor hacia aquella joven, futura esposa de otro? Ese «otro» era poco de temer: conformes. Gemma podía amar a Sanin y quizás lo amase ya… Pero, aun así, ¿en qué podía terminar todo aquello? ¡Qué importa! Cuando se trata de una belleza como ella…

Dio algunas vueltas por el cuarto, se sentó ante la mesa, tomó un pliego de papel, escribió algunas líneas y las borró enseguida. Le parecía que volvía a ver en aquella ventana, a oscuras, bajo la claridad de las estrellas, la figura de Gemma, ondulando entre el cálido torbellino; sus marmóreos brazos dignos de las diosas del Olimpo; sentía su palpitante peso sobre los hombros… Enseguida tomó la rosa que Gemma le había entregado y se imaginó que sus pétalos, medio marchitos, exhalaban un aroma más sutil que el de las demás rosas.

¿Y si lo mataban o quedaba desfigurado?

No se fue a la cama; se durmió vestido sobre el diván. Alguien lo tocó en el hombro. Abrió los ojos y vio a Pantaleone.

—¡Duerme como Alejandro de Macedonia la víspera del combate de Babilonia! —exclamó el viejo pobre hombre.

—¿Qué hora es? —preguntó Sanin.

—Las siete menos cuarto. Desde aquí hay dos horas de carruaje hasta Hanau, y es preciso que lleguemos primero: los rusos se anticipan siempre a sus enemigos. He alquilado el mejor coche de Francfort.

Sanin comenzó a arreglarse, y dijo:

—¿Y las pistolas?

—Ese ferroflucto tedesco las llevará, como también a un cirujano.

Pantaleone se las daba de valiente, como la víspera. Pero cuando se hubo sentado en el coche con Sanin, cuando el cochero hizo restallar la fusta y los caballos partieron a galope, se produjo un cambio repentino en el antiguo cantante y amigo de los dragones de Padua. Se sintió turbado, le entró miedo; se diría que algo se derrumbaba en su interior como un muro mal construido.

—¡Pero qué hacemos, gran Dios, santissima Madonna! —exclamó de pronto con voz lacrimosa, tirándose de los pelos —¡Qué hago yo, viejo imbécil, viejo loco, frenético!

Sanin, asombrado al principio, se echó a reír, y abrazando ligeramente por la cintura a Pantaleone, le recordó el proverbio francés: “Le vin est tiré, il faut le boire” (cuando se ha echado el vino, hay que beberlo).

—Sí, sí, —respondió el viejo —participaremos del cáliz; pero eso no quita que yo sea un insensato. ¡Sí, un insensato! Todo estaba tan tranquilo, tan agradable, y de pronto ¡patatrás, tralará!

—Como en un tutti(1) de orquesta. —añadió Sanin, con risa forzada —Pero usted no tiene la culpa.

—¡Ya sé que no tengo la culpa! ¡Pues no faltaba más! Sin embargo… aquel proceder incalificable… Diàvolo, diàvolo! —repitió suspirando y sacudiendo la melena.

Y el coche rodaba, rodaba sin parar.

Hacía una magnífica mañana. Las calles de Francfort, que empezaban a animarse apenas, tenían un aspecto limpio y hospitalario; las ventanas de las casas brillaban y relucían como papel dorado, y, no bien salió el coche a las afueras, del cielo, pálido aún, descendieron los trinos sonoros de las alondras. De pronto, por un recodo del camino, apareció, tras un gran álamo blanco, una figura conocida, dio unos pasos adelante y se detuvo. Miró Sanin… ¡Santo Dios, era Emilio!

—¿De modo que lo sabía? —preguntó Sanin a Pantaleone.

—¡Cuando le decía a usted que soy un loco! —farfulló desesperadamente, y casi con un grito de dolor, el infeliz italiano —¡Ese malhadado muchacho me atormentó toda la noche y, a la postre, esta mañana se lo he dicho todo!

“¡Vaya con su segretezza!”, pensó Sanin.

El carruaje había alcanzado a Emilio. Sanin hizo parar y llamó al “malhadado muchacho”. Emilio, pálido, tan pálido como el día de su desmayo, se acercó con paso incierto. Apenas podía tenerse en pie.

—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó con severidad Sanin —¿Por qué no está usted en casa?

—Permita… permítame que vaya con usted —tartamudeó Emilio con voz trémula, juntando las manos y castañeteándole los dientes como en un acceso de fiebre —¡No estorbaré! Pero, ¡lléveme! ¡Oh, lléveme usted consigo!

—Si me tiene usted el menor aprecio, el menor cariño, —contestó Sanin —vuélvase enseguida a su casa o al almacén de Klüber, no diga nada a nadie y espere usted mi regreso.

—¡Su regreso! —dijo Emilio con voz parecida a un gemido —Pero, ¡¿y si usted…?!

—Emilio —interrumpió Sanin, señalando al cochero con la vista —¡Tenga usted cuidado! Emilio, se lo suplico, váyase a casa. Óigame, amigo mío. Dice usted que me quiere; pues bien, váyase, se lo ruego.

Y le tendió la mano. Se precipitó Emilio hacia él sollozando, apretó aquella mano contra sus labios, y, apartándose del camino, huyó a campo traviesa en dirección a Francfort.

—¡Noble corazón también! —murmuró Pantaleone.

Pero Sanin lo miró con aire de reconvención. El viejo se acurrucó en el ángulo del coche, comprendiendo su falta. Además, su asombro iba en aumento por minutos: ¿era verdaderamente él quien iba a ser testigo de un duelo, quien había encargado los caballos, tomado todas las disposiciones y abandonado su apacible morada a las seis de la mañana? Y al mismo tiempo empezaban a dolerle los pies aquejados por la gota.

Sanin se creyó en el deber de consolarlo, y halló precisamente lo que convenía decirle.

—¿Dónde está tu antiguo valor, respetable signor Cippatola? ¿L’antico valor?

Se irguió il signor Cippatola y sacudió la melena.

—¿L’antico valor? —dijo con voz de bajo —¡Non è ancora spento l’antico valor! (¡Aún no se ha extinguido el antiguo valor!)

Tomó un aire digno, habló de su carrera, de la Ópera, del gran tenor García, y llegó a Hanau con arrogancia. ¡Lo que somos…! No hay nada en la tierra tan fuerte… ni tan débil, como la palabra.

(1) Palabra italiana que se emplea para designar la participación de toda la
orquesta.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 20

martes, octubre 15th, 2013

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Empezó la semana y, con ella, la lectura de nuestra novela. Y, en verdad, la semana ya había empezado ayer pero, fíjate tú, que yo viví todo el día creída que era domingo! En fin, podemos decir que, ahora sí, en el Capítulo 20, l’amour a commencé
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 20

El cielo estaba colmado de estrellas cuando salió Sanin. ¡Y cuántas por todas partes: grandes, pequeñas, amarillas, azules, rojas, blancas, que centelleaban e irradiaban cruzando sus resplandores intermitentes! No había luna en el cielo, pero no por eso se veían peor los objetos en aquella semioscuridad transparente y sin sombras. Sanin llegó hasta el final de la calle… No tenía ganas de regresar tan temprano a la fonda; sentía la necesidad de tomar el aire. Volvió sobre sus pasos y, antes de llegar a la casa donde estaba la confitería de Roselli, se abrió bruscamente una de las ventanas de la planta baja que daba a la calle. En el rectángulo oscuro —no había luz en el cuarto—, apareció una forma femenina, y oyó que lo llamaban:

—Monsieur Dmitri.

Se precipitó hacia la ventana… Era Gemma, acodada en el alféizar con el busto hacia delante.

—Monsieur Dmitri, —dijo en voz baja —durante todo el día he querido darle a usted una cosa…, pero no me he atrevido. Ahora, al verlo de una manera tan inesperada, me he dicho que probablemente es el destino…

Sin que su voluntad interviniese para nada en ello, Gemma se detuvo en esta palabra. Le impidió proseguir una cosa extraordinaria que ocurrió en aquel momento.

En medio de aquella profunda tranquilidad y bajo el cielo completamente sin nubes, se alzó, de pronto, un ventarrón tan fuerte que la misma tierra tembló; la tenue claridad de las estrellas se estremeció y onduló, la atmósfera pareció rodar sobre sí misma. Un torbellino, no frío, sino cálido y casi ardiente, descargó sobre los árboles y el tejado de la casa, chocó contra las fachadas de toda la calle, se llevó de un golpe el sombrero de Sanin y agitó y enmarañó los negros rizos del cabello de Gemma. Sanin tenía la cabeza a la altura de la repisa de la ventana; involuntariamente se encaramó a ella, y Gemma, que lo tomó por los hombros con ambas manos, cayó de pecho sobre el rostro de él. Toda aquella confusión, aquella batahola y aquel estruendo duraron apenas un minuto… Luego, huyó tumultuosamente el torbellino, como una bandada de enormes aves, y se restableció la más profunda tranquilidad.

Sanin levantó la cabeza y vio encima de sí unos grandes ojos tan espléndidos, magníficos y terribles, una cara tan maravillosamente hermosa en su expresión de turbación y espanto, que sintió desmayársele el alma; oprimió contra los labios un fino rizo de cabellos que se había soltado sobre el pecho de ella, y no pudo decir más que dos palabras:

—¡Oh, Gemma!

—¿Qué ha sucedido? ¿Un relámpago? —preguntó ella, abriendo muchísimo los ojos y sin retirar los desnudos brazos de encima de los hombros de Sanin.

—¡Gemma! —repitió él.

Se estremeció ella, miró tras de sí a la estancia, y, con rápido ademán, sacándose del corset una rosa marchita, se la entregó a Sanin.

—Quería darle a usted esa flor…

Sanin reconoció la rosa que él había reconquistado la víspera… Pero la ventana se había cerrado ya, y no se veía ninguna forma blanca detrás de las vidrieras oscuras.

Sanin regresó a la fonda sin sombrero; ni siquiera notó que se le había perdido.

A TEA. ON YOUR KNEE. AND MY LIFE FOR THEE.

lunes, octubre 14th, 2013

A tea on your knee.

Tarde en el Parque, con niños y perro Chay. A la vuelta pasamos por Malvón y nos compramos medialunas, alfajores, arrollados de canela y tartas de limón, y nos volvimos contentos a casa a preparar el té, cantando Tea for two. Y ahora, les dejo mi propia versión de una foto del maravilloso artista escocés Bruce McLean y la letra de la canción (más el audio), que me parece que maridan perfecto, para cerrar este fin de semana largo.

Oh honey,
picture me upon your knee
with tea for two and two for tea,
just me for you and you for me, alone!

Nobody near us
to see us or hear us,
no friends or relations
on weekend vacations.
We won’t have it known, dear,
that we own a telephone, dear.

Day will break and I’m gonna wake
and start to bake a sugar cake
for you to take, for all the boys to see.

We will raise a family,
a boy for you and a girl for me.
Can’t you see how happy we will be?

Picture you upon my knee,
tea for two and two for tea,
me for you and you for me, alone!

Nobody near us,
to see us or hear us,
no friends or relations
on weekend vacations.
We won’t have it known, dear,
That we own a telephone, dear.

Day will break and I’m gonna wake
and start to bake a sugar cake
for you to take, for all the boys to see.

We will raise a family,
a boy for you and a girl for me.
Oh, can’t you see how happy we will be?
How happy we will be…

Para escuchar la música del enlace que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

HACER EL (TÉ) BIEN, SIN MIRAR A QUIÉN

domingo, octubre 13th, 2013

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El término japonés “Ichi-go, Ichi-e” significa, literalmente, “un encuentro, una oportunidad”. Es un término que deriva del budismo zen, del concepto de transitoriedad, y nos enseña a atesorar cada encuentro porque puede no volver a repetirse.
En el marco de la ceremonia del té, «Ichi-go, Ichi-e» recuerda a los participantes que cada reunión para tomar el té es única, que nunca se repetirá en la vida de uno, y que, por lo tanto, debe ser tratada con la mayor presencia, en términos de estar conectado con lo que sucede, íntimamente.

Cada cultura le da al té y a la ceremonia para prepararlo, servirlo y beberlo, distintos sentidos, todos válidos. En el culto oriental, está dirigida a la introspección y a la comunicación con el mundo interior; la cultura del desierto se enfoca en la hermandad, la igualdad, el compartir lo mejor que se tiene con los propios y los extraños; el té de las cinco hace hincapié en el intercambio protocolar, en las formas y la elegancia; la ceremonia rusa del té está destinada a generar la unificación del mundo espiritual de la gente, el descubrimiento de cada alma en particular ante la sociedad, la familia, los amigos y crear las condiciones para la conversación íntima. Desde este punto de vista, cada encuentro es una oportunidad singular e irrepetible que merece ser honrada.

El maestro japonés de té Sen no Rikyū (1522-1591) propuso siete reglas para el Camino del Té:
-Preparar una buena tetera.
-Colocar el carbón de forma que caliente bien el agua.
-Arreglar las flores como si estuvieran creciendo en el campo.
-En verano sugerir frescura; en invierno, calidez.
-Estar listo antes de hora.
-Prepararse para la lluvia, por si acaso.
-Estar atento a las necesidades de los invitados.
Esencialmente, todas sus reglas nos dicen que la hospitalidad se basa en la consideración para con los demás.

Ser anfitrión es un privilegio y una gran responsabilidad. En cada paso, es fundamental honrar a nuestro huésped, tanto en la preparación adecuada de los utensilios, la presentación de las hebras, el respeto por la secuencia y su explicación si es necesaria, como en la disposición de ánimo, la entrega y la generosidad. Perderse esa oportunidad de compartir el té o de colaborar a que otros puedan tener la experiencia de un momento de comunión con su familia o amigos, es una pena. ¿No les parece?

Que empiecen una hermosa semana. Compartan su mejor té.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 19

viernes, octubre 11th, 2013

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Viaje a Šipan de sobremesa, un Toblerone y el Capítulo 19 de Aguas de primavera. Con éste, los dejo en suspenso hasta el lunes. Les dejo una foto de la dacha de Turguéniev en Bougival, a 15 km del centro de París. Que pasen un hermoso fin de semana.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 19

Emilio salió al encuentro de Sanin —lo estaba acechando hacía más de una hora— y le dijo rápido, al oído, que su madre ignoraba todos los disgustos de la víspera y que era preciso no hablar de ellos; que a él lo mandaban de nuevo al almacén, pero que, en vez de ir allá, se escondería en cualquier parte. Después de haber dado estas noticias en pocos segundos, se arrojó bruscamente al cuello de Sanin; lo abrazó con entusiasmo y desapareció corriendo. Sanin encontró a Gemma en la tienda. Quería decirle ella alguna cosa, pero no pudo hablar. Le temblaban los labios ligeramente, y sus párpados oscilaban sobre los inciertos ojos. Para tranquilizarla, se apresuró a asegurarle que todo había terminado, que aquel asunto no era más que una chiquillada.

—¿No ha ido a verlo nadie? —preguntó ella.

—Estuvo un caballero, nos explicamos, y… hemos llegado al acuerdo más satisfactorio.

Gemma volvió detrás del mostrador.

«No me cree2, pensó Sanin. Sin embargo, pasó al aposento inmediato, donde encontró a Frau Lenore.

Ésta ya no tenía jaqueca, pero se encontraba en una melancólica disposición de ánimo. Sonriéndole con cordialidad, le previno que se aburriría aquel día, pues no se sentía capaz de ocuparse de él. Al sentarse junto a ella, notó que tenía rojos e hinchados los párpados.

—¿Qué le pasa Frau Leonore? ¿Ha llorado usted?

—¡Silencio! —dijo, indicando con la cabeza la estancia donde se encontraba su hija —¡No diga usted eso… en voz alta!

—Pero, ¿por qué ha llorado usted?

—¡Ah, señor Sanin, yo misma no lo sé!

—¿Alguien le ha dado a usted algún disgusto?

—¡Oh, no…! Me he sentido triste de repente… he pensado en Giovanni Battista…, ¡en mi juventud! ¡Qué pronto pasó todo eso! Me hago vieja, amigo mío, y no puedo acostumbrarme a esta idea. Me parece que soy siempre la misma de antes… y llega la vejez… ¡Ya la tengo encima! —brotaron las lágrimas en los ojos de Frau Lenore —Me mira usted con extrañeza, lo veo… ¡También usted se hará viejo, amigo mío, y verá cuán amargo es eso!

Sanin se esforzó por consolarla, hablándole de sus hijos, en los cuales veía revivir su juventud. Hasta trató de bromear, diciéndole que buscaba el medio de hacer que le dijesen piropos. Pero ella le impuso silencio en tono serio; y por primera vez comprendió Sanin que nada puede consolar ni distraer de la pena el ver acercarse la vejez; hay que esperar a que esa pena se calme por sí misma. Sanin propuso a Frau Lenore jugar al tressette; no hubiera podido imaginar nada mejor. Ella consintió enseguida y pareció aclararse su negro humor.

Sanin jugó con ella antes y después de la comida. También Pantaleone tomó parte en el juego. ¡Nunca le había caído tan abajo el capote sobre la frente, nunca se le había hundido tan en lo hondo de la corbata la barbilla! Todos sus movimientos denotaban una importancia tan reconcentrada, que al mirarlo, se preguntaba cualquiera:

«¿Qué secreto podrá ser el que con tanto celo guarda este hombre?»

Pero segretezza, segretezza.

Durante todo el día se esforzó por manifestar a Sanin la más extrema consideración; en la mesa le servía primero, antes que a las damas, con aire solemne y resuelto; durante la partida de naipes, le cedió su turno y no se permitió obligarlo a plantarse; por último, declaró en redondo, sin venir a cuento, que la nación rusa era la más magnánima, la más valerosa y la más audaz del mundo. “¡Anda, viejo cómico!”, se dijo Sanin para sus adentros.

Si la disposición de ánimo de la señora Roselli lo asombraba, no menos lo sorprendía el modo de conducirse Gemma con él. Y no porque lo evitase. Antes, por el contrario, nunca se sentaba muy lejos, y lo oía hablar mirándolo; ahora, decididamente, no quiso entablar conversación con él, y en cuanto Sanin le dirigía la palabra, se levantaba ella con dulzura y se alejaba unos instantes; volvía después y se sentaba en algún rincón, donde permanecía inmóvil como quien medita, o más bien, como quien duda. Por fin la misma Frau Lenore notó lo extraño de sus maneras y en dos ocasiones le preguntó qué le ocurría.

—No es nada; —contestó Gemma —ya sabes que algunas veces soy así.

—Es verdad —asintió la madre.

De ese modo transcurrió aquel largo día, ni animado, ni languideciente, ni alegre, ni triste. Si Gemma se hubiese conducido de otro modo, ¿quién puede asegurar que Sanin no hubiera cedido a la tentación de dárselas un poco de valiente? Quizás se hubiera abandonado sencillamente a la tristeza, al pensar en una separación que podía ser eterna… Pero, falto de la oportunidad de hablar con Gemma, tuvo que limitarse, antes de tomar el café por la noche, a tocar unos acordes, en tono menor, durante un cuarto de hora, en el piano.

Emilio volvió tarde, y para evitar toda pregunta relativa a Herr Klüber, se retiró enseguida. Llegó en el momento de marcharse Sanin.

Al decir adiós a Gemma, recordó la separación de Lenski y Olga, en Eugenio Oneguin. Le apretó con mucha fuerza la mano y trató de verle de frente la cara; pero ella se volvió un poco y retiró los dedos.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 18

jueves, octubre 10th, 2013

aguas de primavera dibujo
Buenas noches, dachas primaverales. Les dejo el Capítulo 18 de la novela que nos convoca… con un tilo.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 18

Al cabo de una hora el mozo entregó a Sanin una tarjeta vieja, mugrienta, que decía:

PANTALEONE CIPPATOLA DI VARESE
Cantante di Camera di S.A.R.(1) il Duca di Modena

Y Pantaleone en persona entró en pos del camarero. Se había cambiado de ropa de pies a cabeza. Llevaba un frac negro con las costuras de color de ala de mosca y un chaleco de piqué blanco, sobre el cual zigzagueaba una cadena de cobre dorado. Un pesado sello de cornerina bajaba hasta sus negros pantalones ajustados, de antigua moda, «de puente». Tenía en la mano derecha un sombrero negro de pelo de conejo y en la mano izquierda un par de grandes guantes de gamuza. La corbata era aún más ancha y más alta que de costumbre, y en su almidonada pechera brillaba un alfiler adornado con un ojo de gato. El índice de la mano derecha ostentaba un anillo formado por dos manos enlazadas alrededor de un corazón echando llamas.
Toda la persona del viejo exhalaba olor a baúl, a alcanfor y almizcle; y la preocupación, la solemnidad de su porte, hubiera chocado hasta al espectador más indiferente. Sanin se levantó y salió a su encuentro.

—Seré su testigo —dijo Pantaleone en francés, e inclinó todo el cuerpo hacia delante después de lo cual puso los pies en primera posición, como un maestro de baile. —Vengo a tomar sus instrucciones. ¿Desea usted batirse sin cuartel?

—¿Por qué sin cuartel, mi querido señor Pantaleone? ¡Por nada del mundo retiraría las expresiones que ayer proferí, pero no soy un bebedor de sangre! Por lo demás, aguarde usted; pronto va a venir el testigo de mi adversario, me retiraré a la habitación contigua y él se entenderá con usted. Quede usted convencido de que nunca olvidaré este servicio, por el cual le doy las gracias con todo mi corazón.

—¡El honor ante todo! —respondió Pantaleone, y se arrellanó en una butaca sin esperar a que Sanin lo invitara a sentarse —¡Si ese ferroflucto spiccebubbio, ese mercachifle de Klüber, no sabe comprender el primero de sus deberes, o si tiene miedo, tanto peor para él…! ¡Alma vil! Eso es todo. En cuanto a las condiciones del duelo, soy testigo de usted y sus intereses son sagrados para mí. Cuando vivía yo en Padua, había allí un regimiento de dragones blancos y estaba relacionado con varios oficiales… Todo su código me es familiar, y a menudo he hablado de estos asuntos con un compatriota suyo, il principe Tarbusskiy… ¿Vendrá pronto ese testigo?

—Lo espero de un momento a otro…, y aquí viene ya —añadió, mirando por la ventana.

Pantaleone se levantó, consultó la hora en su reloj, se arregló el cabello, y se apresuró a meter dentro del zapato una cinta que le salía por debajo del pantalón. Entró el alférez, siempre tan encendido y tan turbado.

Sanin presentó uno a otro los testigos.

—Von Richter, alférez… El señor Cippatola, artista…

El alférez experimentó alguna sorpresa al ver al viejo… ¡Qué hubiera dicho si alguien le hubiese cuchicheado al oído que «el artista» en cuestión practicaba también el arte culinario…! Pero Pantaleone tenía tal prosopopeya, que un duelo parecía ser para él una cosa habitual y corriente. En aquella circunstancia, los recuerdos de su carrera teatral vinieron probablemente en su auxilio, y representó el papel de testigo precisamente como un papel. El alférez y él guardaron silencio un instante.

—¡Vamos, empecemos! —dijo por fin Pantaleone, jugando, al descuido, con su sello de cornerina.

—¡Comencemos! —respondió el alférez —Pero… la presencia de uno de los adversarios…

—Señores, los dejo a ustedes —anunció Sanin, saludándolos, y entró en su dormitorio y cerró la puerta.

Se echó en la cama y se puso a pensar en Gemma. Pero la conversación de los testigos, a pesar de estar cerrada la puerta, llegaba a sus oídos. Hablaban en francés, destrozándolo ambos sin compasión, cada cual a su antojo. Pantaleone mencionaba a los dragones de Padua y de il principe Tarbusskiy; el alférez insistía en lo de las exghizes léchères (ligeras excusas) y los goups de bisdolet à l’amiaple (pistoletazos de amigo). Pero el viejo no quiso oír hablar de ningún género de exghizes. Con gran espanto de Sanin, se puso de pronto a hablar de «una joven señorita inocente, cuyo dedo meñique vale más que todos los oficiales del mundo» (oune zeune damigella innoucenta qu’a ella sola dans soun peti doa vale pinque toutt le zouffissié del mondo). Y varias veces repitió con calor: “È ouna onta, ouna onta!” (¡Es una vergüenza, una vergüenza!) Al principio, el alférez no prestó a ello ninguna atención; pero después se oyó la voz del joven, temblorosa de cólera, haciendo observar que no había venido a oír sentencias morales…

—A la edad de usted siempre es útil oír cosas justas —exclamó Pantaleone.

La discusión llegó varias veces a ser tempestuosa. Al cabo de una hora de disputas, convinieron las condiciones siguientes: «el barón von Dönhof y el señor Sanin se encontrarían al día siguiente, a las diez de la mañana, en un bosquecito cerca de Hanau; tirarían a veinte pasos, teniendo cada uno derecho a hacer dos disparos, a la señal de los testigos. Se servirían de pistolas corrientes».

Von Richter se retiró. Pantaleone abrió la puerta de la alcoba y comunicó a Sanin el resultado de la entrevista, exclamando:

—Bravo russo! Bravo giovanotto! ¡Saldrás vencedor!

Pocos instantes después se encaminaron a la confitería Roselli.

Sanin tuvo la precaución de exigir a Pantaleone el más profundo secreto acerca del duelo. Como respuesta, el viejo alzó un dedo y repitió dos veces guiñando los ojos:

—Segretezza!

Se había rejuvenecido visiblemente y andaba con paso más firme. Todos aquellos sucesos extraordinarios, aunque poco agradables, le recordaban con viveza la época en que enviaba y recibía él mismo cartas de desafío… en escena. A los barítonos, como se sabe, les gusta gallear en sus papeles.

(1)S.A.R.: Abreviatura de Su Alteza Real, igual que en español.

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