Se terminó el finde, espero que hayan disfrutado de muchos tés con sus seres queridos. Yo, con la última tacita de Maia y Kolya de esta semana, porque mañana largamos nueva promo. Vamos con los Capítulos 11, 12 y 13 de la Quinta Parte de Anna Karenina. En la última entrega del evento, en Facebook, elegí una obra de Kramskoy; hoy también, ya que, al parecer, el pintor, miembro de la Sociedad de Artistas Itinerantes y amigo de Tolstoy, fue quien inspiró a este último para componer a su personaje Mijailov. Kramskoy pintó esta obra, «Retrato de una desconocida», cinco años después de la publicación de la novela y una de las hipótesis es que la «desconocida» sería Anna. La pintura fue censurada, en su tiempo, por el descaro en la mirada de la dama. Buenas noches y dense una vueltita por la vida y la obra de este artista rebelde y progresista.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 11
Al entrar en el estudio, el pintor Mijailov miró una vez más a los visitantes. La expresión del rostro de Vronsky, sobre todo de sus pómulos, se grabó en su imaginación.
Aunque su sensibilidad artística trabajaba sin cesar, acumulando más y más materiales, aunque sentía una emoción cada vez mayor al acercarse el momento de exponer su cuadro, Mijailov, rápida y sutilmente, se formó una idea sobre aquellas tres personas basándose en apenas perceptibles indicios.
Sabía que Golenischev era un ruso que vivía en la ciudad. No recordaba su apellido ni dónde lo había visto, ni lo que había hablado con él. Sólo recordaba su rostro, como el de todas las personas que encontraba, y sabía que lo había clasificado ya en la inmensa categoría de los rostros sin expresión, a pesar de su falso aire de originalidad.
Los cabellos largos y la frente despejada daban una aparente individualidad a aquel semblante de expresión minúscula, infantil, inquieta y concentrada sobre el arranque de la nariz.
A juicio de Mijailov, Vronsky y Anna debían de ser rusos de la alta sociedad y muy ricos, artísticamente tan ignorantes como todos aquellos rusos opulentos que fingían amar y apreciar el arte.
«Seguramente han visto todas las antigüedades; ahora están visitando los estudios de los pintores modernos –el charlatán alemán, el prerrafaelista inglés– y han venido a ver mi estudio para completar la revista», pensaba.
Conocía bien las costumbres de los dilettanti –tanto peores cuanto más informados– de visitar los estudios de los pintores modernos sólo con el fin de poder decir que el arte decae y que cuanto más conocen a los modernos más se persuaden de lo inimitables que son los maestros antiguos.
Esperaba esto, lo veía en sus rostros, en la indiferente negligencia con que hablaban entre sí, mirando los maniquíes y bustos y paseando de un lado a otro en espera de que él descubriese su cuadro.
Y, no obstante, cuando removió sus estudios, levantó las cortinas y descubrió el lienzo, Mijailov se sintió invadido por una viva emoción, tanto más cuanto que, a pesar de su juicio de que todos los nobles y ricos rusos tenían forzosamente que ser unos estúpidos, Vronsky y, sobre todo, Anna, habían causado en él una excelente impresión.
–Aquí… ¿Quieren verlo? –dijo Mijailov, apartándose del cuadro con su andar balanceante– Es Cristo ante Pilatos… Mateo, capítulo XXVII –murmuró, sintiendo que sus labios empezaban a temblar de emoción.
Y retrocedió, colocándose detrás de ellos.
Durante los pocos segundos en que los visitantes miraron en silencio el cuadro, él lo contemplaba también con ojo indiferente e imparcial. Parecíale ahora que el juicio superior y justo sobre su pintura había de ser pronunciado por aquellos tres visitantes a quienes había despreciado un momento antes.
Olvidó cuanto había pensado de su cuadro anteriormente, en los tres o cuatro años que llevaba pintándolo; olvidó todos sus méritos, fuera de duda para él, contemplándolo con la mirada severa, crítica y desapasionada de sus visitantes y no hallaba en él nada bueno.
Veía en primer término el rostro de Pilatos, impaciente en su despecho, y el rostro sereno de Cristo; veía, después, las figuras de los criados de Pilatos y el semblante de Juan observando la escena.
Cada rostro lentamente surgido en su interior, en medio de búsquedas y errores, con su carácter peculiar; cada figura tantas veces cambiada de sitio, para la armonía del conjunto; los tonos, matices y colores conseguidos con tanto trabajo, todo, mirado por los ojos de sus visitantes, le parecía trivial y repetido ya mil veces.
Lo que más estimaba de él, el semblante de Cristo, centro del cuadro, que tanto le entusiasmara cuando lo descubrió, perdió todo su mérito al mirarlo con ojos ajenos.
Veía una repetición, bien pintada –y aún no muy bien, porque ahora notaba en ella muchos defectos– de los innumerables Cristos de Tiziano, Rafael, Rubens, de los mismos guerreros y del invariable Pilatos.
Todo aquello era trivial, mezquino y viejo e, incluso, mal pintado, con excesivo color y poca energía. Los visitantes tendrían razón en proferir algunas frases de fingido elogio en presencia del pintor y compadecerle y burlarse de él cuando quedaran solos.
Le pareció pesar durante largo rato aquel dilatado silencio, aunque en realidad no duró más de un minuto.
Para interrumpirles y mostrar que no estaba conmovido, Mijailov, con un esfuerzo sobre sí mismo, habló a Golenischev.
–Creo que ya he tenido el gusto de conocerle ––dijo, mirando con inquietud, ora a Anna, ora a Vronsky, a fin de no perder un detalle de la expresión de sus rostros.
–Así es: nos vimos en casa de Rossi. ¿No se acuerda? En la velada en que declamó aquella señorita italiana, la nueva Raquel… ––dijo con naturalidad Golenischev, apartando sin pesar los ojos del cuadro para hablar con el pintor.
Advirtiendo, sin embargo, que Mijailov esperaba su juicio sobre el lienzo, dijo:
–Su cuadro ha mejorado mucho desde la última vez que lo vi. Y como entonces, también ahora me sorprende extraordinariamente la figura de Pilatos. ¡Es tan comprensible este hombre, bueno, simpático, pero, en el fondo de su alma, un funcionario «que no sabe lo que se hace»! No obstante, me parece…
El movible rostro de Mijailov se iluminó de repente. Sus ojos brillaron. Fue a decir algo, pero la emoción no se lo permitió y fingió una tos.
A pesar de lo poco que apreciaba el gusto artístico de Golenischev, a pesar de la insignificancia de aquella justa observación sobre la expresión del rostro de Pilatos como funcionario, a pesar de lo humillante que pudiese parecer un comentario tan minúsculo silenciando lo principal, Mijailov se sintió entusiasmado de aquella observación.
Él opinaba sobre la figura de Pilatos lo mismo que Golenischev le había dicho. Que aquel comentario fuese uno de los millones de comentarios justos que pudieran hacerse sobre su pintura no disminuía a sus ojos la importancia de la observación de Golenischev. Sentía que sus palabras despertaban su simpatía hacia el otro y le hacían pasar del estado de abatimiento en que se encontraba a un estado de alegre entusiasmo.
El cuadro, en el acto, se animaba a sus ojos con inexplicable complejidad en cuanto tenía de vivo.
Trató de decir que él entendía también así a Pilatos, pero le temblaron los labios y fue incapaz de pronunciar una palabra.
Vronsky y Anna hablaban en voz baja, como suele hacerse en las exposiciones, en parte por respeto al pintor y en parte por no decir en voz alta alguna tontería, tan fácil de decir en cuestiones de arte.
Mijailov, pareciéndole que el lienzo les había impresionado también, se les acercó.
–¡Qué extraordinaria expresión la de Cristo! ––dijo Anna.
De cuanto veía, era aquello lo que más le gustaba. Le parecía, además, que, tratándose de la figura principal del cuadro, el elogio había de placer al pintor.
–Se le nota que siente compasión de Pilatos –añadió.
Tal observación pertenecía también a los millones de ellas que podían hacerse sobre un cuadro y sobre la figura de Cristo. Había dicho que sentía compasión de Pilatos y era lógico que se viera en él la expresión de amor, de serenidad ultraterrena, de sentimiento de la proximidad de la muerte y de conciencia de la inutilidad de las palabras.
Estaba claro que Pilatos debía tener una expresión de funcionario y Cristo había de tenerla de compasión, ya que uno encarnaba la vida mortal y otro la vida espiritual. Todo esto y mucho más pasó por la mente de Mijailov y, no obstante, su rostro volvió a iluminarse de entusiasmo.
–Sí. Está muy bien pintada esa figura. ¡Y cuánta atmósfera en torno de ella! Parece que habría de ser posible darle la vuelta –dijo Golenischev, seguramente queriendo signifcar que no estaba conforme con el significado e idea de la figura.
–Es de una maestría excepcional –afirmó Vronsky– ¡Cómo se destacan estas figuras del segundo término! ¡Esto tiene una técnica perfecta! –agregó, dirigiéndose a Golenischev, como dándole a entender, siguiendo su charla de antes, que él desesperaba de adquirir aquella habilidad.
–Sí, es excepcional –confirmaron Golenischev y Anna.
Pese al estado de exaltación en que se hallaba, la referencia a la técnica hirió dolorosamente a Mijailov.
Mirando con enojo a Vronsky, se puso serio de repente. Oía con frecuencia la expresión «técnica» e ignoraba por completo lo que la gente entendía por ella. Sabía que indicaban así la facultad mecánica de pintar y dibujar, completamente fuera de la idea del cuadro. Observaba a menudo, como en la presente alabanza, que contraponían la técnica al verdadero mérito, como si fuera posible pintar con arte una mala composición. Sabía que hay que tener mucha atención y esmero para, al quitar todas aquellas pinceladas que no expresaban nada interno, no estropear la obra de arte, pero en ello aquí no había ni arte pictórico ni técnica alguna.
Si a un niño o a una cocinera se les hubiera revelado lo que veía él, también ellos habrían podido expresar lo que veían. Y el más hábil y diestro pintor técnico no habría podido pintar nada sólo con su facultad mecánica, de no haber descubierto, antes, los límites del argumento y el contenido.
Además, sabía que, hablando de técnica, era imposible elogiarle por ella. En cuanto había pintado y pintaba, reconocía defectos que saltaban a la vista, hijos de la escasa atención con que corregía sus cuadros de detalles materiales y que ya no podía corregir sin estropear la obra. Y en casi todas las figuras y rostros veía aún restos de defectos no bien corregidos que afeaban el cuadro.
–Sólo objetaría una cosa, si me lo permitiera –notó Golenischev.
–Lo celebro y se lo ruego –dijo Mijailov esforzándose en sonreír.
–Que, en su cuadro, Cristo es un hombre–Dios y no un Dios-hombre. Aunque ya sé que era eso lo que usted se proponía.
–No puedo pintar un Cristo que no llevo en mi alma –repuso Mijailov, huraño.
–Sí; pero entonces permítame expresar mi idea. Su cuadro es tan bueno, que mi observación no puede perjudicarle y, además, es sólo mi opinión personal. En usted, el motivo mismo es diferente. Tomemos por ejemplo a Ivanov. Yo considero que si se reduce a Jesús al papel de figura histórica, habría sido preferible que Ivanov hubiese elegido otro tema histórico, más fresco, no tocado todavía por nadie.
–¡Pero si es el tema más grande que se presenta al arte!
–Sabiéndolos buscar se encuentran también otros. Sucede, no obstante, que el arte no admite discusión ni razones. Y ante el lienzo de Ivanov, tanto para el creyente como para el que no lo es, se presenta la misma duda: «¿Es Dios o no es Dios?». Y eso destruye el conjunto de la impresión.
–¿Por qué? A mí me parece –dijo Mijailov– que para las personas cultas no puede ya haber discusión.
Golenischev se mostró disconforme con esta opinión y, aferrándose a su primera idea sobre la unidad de impresión necesaria en el arte, venció a Mijailov, que, excitado, no supo decir nada en favor de su tesis.
QUINTA PARTE – Capítulo 12
Hacía tiempo que Anna y Vronsky cambiaban miradas, cansados de la erudita charla de su amigo.
Al fin, Vronsky se acercó a un pequeño cuadro sin esperar a que el pintor lo invitara.
–¡Oh, qué hermoso, qué hermoso! ¡Qué encanto! ¡Qué maravilla! –exclamaron al unísono él y Anna.
«¿Qué les habrá gustado tanto?», se preguntó Mijailov, que no se acordaba ya de aquel cuadro, pintado por él tres años antes. Los sufrimientos que le había costado y los entusiasmos que despertara en él, en aquellos meses que le tuvo absorbido noche y día, estaban olvidados, como los olvidaba siempre, apenas terminaba su obra. En cuanto a aquélla, incluso le desagradaba verla y la había expuesto únicamente porque esperaba la visita de un inglés que quería comprarlo.
–Es un estudio de hace tiempo –dijo.
–Es admirable –afirmó Golenischev, notándose que sentía con sinceridad la fascinación de aquel lienzo.
Dos niños, al pie de un alto arbusto, pescaban con caña. El mayor acababa de tender la suya y en aquel instante, colocado detrás de un arbusto, iba sacando el hilo con atención concentrada a fin de no perder el corcho de vista.
El otro, menor, tendido en la hierba y acodado en ella, con su cabecita de cabellos rubios y enmarañados apoyada en sus manos, miraba el agua con pensativos ojos azules. ¿En qué pensaba?
El entusiasmo ante aquel cuadro despertó en Mijailov la emoción de antes, pero no le placía aquel inútil sentimiento referente a algo ya pasado y así, aunque le halagaban los elogios, trató de desviar la atención de aquel cuadro y concentrarla en un tercero.
Pero Vronsky le preguntó si quería venderlo. A Mijailov, emocionado con la visita, le resultaba desagradable hablar ahora de dinero.
–Está expuesto para la venta, claro… –repuso con gravedad frunciendo el entrecejo.
Cuando todos los visitantes se hubieron ido, Mijailov se sentó frente al cuadro de «Cristo ante Pilatos» y, mentalmente, se repitió lo que le dijeran y lo que podía sobreentender en las palabras de los visitantes.
Y, cosa extraña, lo que tanto valor tenía para él cuando estaban presentes, perdía de pronto toda importancia ahora que, mentalmente, se ponía fuera del punto de vista de ellos.
Ahora, mirando el cuadro con ojo de artista, adquiría la certeza absoluta de su perfección y la seguridad de su transcendencia, sentimiento que necesitaba para alcanzar aquella tensión que excluía todo otro interés y sin la cual no le era posible trabajar.
No obstante, el pie de Cristo le parecía ahora algo desproporcionado. Cogió la paleta y empezó a trabajar.
Mientras corregía el pie, miraba sin cesar la figura de Juan, en segundo término y en el que no se fijaron los visitantes, pero que él sabía que era un modelo de perfección.
Concluido el pie, pensó en trabajar en aquella figura, pero se sentía demasiado conmovido para poder hacerlo. No podía trabajar ni en frío ni cuando se sentía emocionado y lo veía todo exageradamente. De la frialdad a la inspiración había sólo un peldaño y era entonces cuando le resultaba posible pintar. Hoy tuvo, pues, que abandonar el trabajo.
Fue a tapar el cuadro, pero se detuvo con el paño en la mano mirando embelesado la figura de Juan.
Al fin, apartó la mirada con pena, dejó caer el paño y, cansado pero feliz, volvió a su casa.
Vronsky, Anna y Golenischev, de regreso, iban animados y alegres.
Hablaban de Mijailov y de sus cuadros. La palabra «talento», que ellos definían como una facultad natural, casi física, independiente del alma y el corazón y con la que nombraban cuanto produjera el pintor, surgía en su charla con frecuencia, ya que necesitaban nombrar algo que no comprendían, pero de lo que deseaban hablar.
Afirmaban que no se podía negar talento a Mijailov, pero que tal talento no había podido desarrollarse por falta de cultura, desgracia común a los pintores rusos. Mas el cuadro de los niños quedó grabado en su memoria y de vez en cuando lo mencionaban de nuevo.
–¡Qué maravilla! ¡Qué bien logrado y qué sencillo es! Él mismo no comprende el mérito que tiene. No hay que perder la ocasión. Debemos comprarlo ––dijo Vronsky.
QUINTA PARTE – Capítulo 13
Mijailov vendió el cuadro a Vronsky y aceptó hacer el retrato de Anna.
El día fijado acudió y empezó a trabajar.
Desde la quinta sesión, el retrato sorprendió a todos y más que a nadie a Vronsky, no sólo por el parecido con el original sino, en especial, por su belleza.
Asombraba el acierto con que Mijailov había sabido reproducir la peculiar belleza de Anna.
«Parecía necesario conocerla y amarla como yo para encontrar lo más querido e íntimo de su expresión espiritual», pensaba Vronsky, aunque, en realidad, sólo a través de aquel retrato había conocido lo querido e ínfimo de tal expresión. Pero era tan exacta que a él y a otros les parecía conocerla desde mucho antes.
–¡Tanto tiempo luchando para no hacer nada! –decía Vronsky, refiriéndose al retrato de Anna que pintaba él– Y este hombre la ha captado apenas la ha visto. ¡He aquí lo que significa la técnica!
–Eso se adquiere –le consolaba Golenischev, a juicio del cual Vronsky tenía talento y, sobre todo, la cultura que da un concepto elevado del arte.
La convicción de que Vronsky tenía talento se afirmaba tanto más en Golenischev cuanto que él mismo necesitaba elogios y apoyo moral de parte de su amigo para obtener elogios de sus ideas en artículos de prensa. Y Golenischev opinaba que los elogios y ayuda debían ser recíprocos.
Mijailov, en casa ajena y, sobre todo en el palazzo de Vronsky, resultaba un hombre diferente por completo a como era en su estudio. Se mostraba desagradablemente respetuoso, cual si temiera mantener amistad con gente a quien no respetaba.
Trataba de excelencia a Vronsky y jamás, pese a las repetidas invitaciones de él y de Anna, se quedaba a comer cuando iba a las sesiones.
Ella mostraba a Mijailov, a causa de su retrato, una profunda gratitud y le trataba más amablemente que a los otros.
Vronsky iba más allá de la amabilidad y era evidente que le interesaba conocer la opinión que el pintor tenía sobre su cuadro. Golenischev no perdía ocasión de imbuir a Mijailov las verdaderas ideas sobre el arte.
Pero Mijailov era igualmente frío con todos. Anna notaba por su mirada que le agradaba contemplarla; pero él rehuía el conversar con ella. Y cuando Vronsky le hablaba de pintura, Mijailov callaba, tozudo, como igualmente calló ante el cuadro de Vronsky y ante las conversaciones de Golenischev, que, por lo que se comprendía, no le interesaban en absoluto.
En general, al conocer más a Mijailov le perdieron completamente la simpatía, por su carácter reservado y desagradable, casi hostil; y se sintieron todos satisfechos cuando, concluidas las sesiones, dejó de acudir al palacio, dejando un espléndido retrato en su poder.
Golenischev fue el primero en anunciar el pensamiento general de que Mijailov tenía celos y envidia de Vronsky.
–Si no envidia, ya que es hombre de talento, le irrita que un cortesano, un hombre rico, un conde (pues todos ésos odian estas cosas) haga sin esfuerzo especial lo mismo, si no mejor que él, a lo que ha consagrado toda su vida. Lo esencial es la cultura que él no posee.
Vronsky defendía a Mijailov, pero en el fondo de su alma creía lo mismo, ya que, según sus ideas, un hombre de más baja extracción que él debía necesariamente envidiarle.
El retrato de Anna, una figura pintada por ambos, debía mostrar sus respectivas diferencias, pero Vronsky no las veía. Mas, después de concluir Mijailov el retrato, dejó él de pintar el suyo, considerándolo superfluo.
Continuaba trabajando en su lienzo de tema medieval. Él, Golenischev y, sobre todo Anna, encontraban que el cuadro era excelente, porque se parecía mucho más a los cuadros célebres que el de Mijailov.
Mijailov, por su parte, a pesar de que el retrato de Anna le había proporcionado momentos deliciosos, estaba más satisfecho que ninguno de que hubieran concluido las sesiones y de no estar obligado a oír las disgresiones de Golenischev sobre arte, así como de poder olvidar la pintura de Vronsky.
Sabía que no era posible prohibir a Vronsky que jugase con la pintura, comprendía que éste y todos los aficionados tenían derecho a pintar cuanto quisieran pero ello le molestaba. Es imposible impedir a un hombre que haga una gran muñeca de cera y la bese. Pero si este hombre llega con su muñeca, se sienta ante dos enamorados y acaricia la figura como el enamorado a su amante, el enamorado se sentirá profundamente molesto. Este mismo sentimiento experimentaba Mijailov al ver la pintura de Vronsky, que encontraba ridícula; le producía enojo y piedad y le hacía sentirse ofendido.
La pasión de Vronsky por la pintura y la Edad Media duró poco. Tenía el suficiente buen gusto en cuestión de pintura para advertir que era mejor no continuar. Presentía vagamente que los defectos del lienzo, no muy visibles al principio, serían horribles si llegaba al final.
Le pasó lo mismo que a Golenischev, quien comprendía en el fondo que no tenía nada que decir y que se engañaba con la idea de que su pensamiento no estaba maduro y que debía desarrollarlo y elegir materiales.
Pero ello irritaba y fatigaba a Golenischev, mientras que Vronsky no se engañaba ni atormentaba y, sobre todo, no se irritaba contra sí mismo. Con su decisión característica, dejó de pintar sin explicarlo ni tratar de justificarse.
Pero, sin tal ocupación, su vida y la de Anna, que estaba extrañada del desengaño de Vronsky, le pareció tan monótona en la ciudad italiana que encontró de pronto el palacio tan viejo y sucio, tan desagradables las manchas de las cortinas, las grietas del suelo y el yeso desconchado de las cornisas; y le resultó tan ingrato tratar siempre, a Golenischev, al mismo profesor italiano y al mismo viajero alemán, que experimentaron una imperiosa necesidad de cambiar de existencia y decidieron regresar a Rusia.
Vronsky quería dividir las propiedades con su hermano y Anna deseaba ver a su hijo. Se proponían pasar el verano en la gran propiedad de la familia Vronsky.