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AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 25

martes, octubre 22nd, 2013

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¡Cómo adoro este libro! Capítulo 25 de Aguas de primavera y el batir del corazón. Prepárense un DaCha y leamos juntos. A los ansiosos: no se adelanten mucho, caramba! No los puedo dejar solos!

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 25

Sanin regresó a la fonda casi a la carrera. Comprendía muy bien que únicamente a solas podría desentrañar el caos que dentro de sí se agitaba. En efecto, apenas hubo entrado en su cuarto, se sentó detrás del escritorio, se puso de codos en él, escondiendo la cara entre las manos, y exclamó con voz sorda y dolorosa:

—¡La amo! ¡La amo locamente!

Y todo su ser interior se abrasó como un carbón hecho ascua, cuya envoltura de muertas cenizas dispersa un rápido soplo.

Transcurrido un instante, no comprendía ya cómo pudo permanecer sentado junto a ella, ¡junto a ella!, y hablarle, y no sentir que adoraba hasta la cenefa de su vestido, que estaba dispuesto «a morir a sus pies», como dicen los jóvenes. Aquella última entrevista en el jardín lo decidió todo. Desde entonces, al pensar en ella, no se la representaba ya con los rizos sueltos, a la serena claridad de las estrellas, sino que la veía, sentada en el banco, echarse atrás el sombrero con un rápido ademán y mirarlo con sus hermosos ojos confiados… Aquella imagen hacía correr por sus venas el hervor, la sed de la pasión. Se acordó de la rosa que había conservado en el bolsillo desde la antevíspera, la tomó y se la llevó a los labios con tal frenesí, que involuntariamente hizo un gesto de dolor. ¡Para pensar y reflexionar, para calcular y prever estaba entonces! Desprendiéndose de todo el pasado, se lanzaba de lleno al porvenir. Desde la ribera triste y solitaria de su vida de soltero se zambullía en ese torrente espumoso, alegre y rápido, sin preocuparse por saber a dónde lo llevaría y si no lo estrellaría contra algún peñasco. No eran ya las apacibles ondas de la poesía de Uhland, sobre las cuales se mecía en otro tiempo… ¡Eran olas no domadas, irresistibles, que se precipitaban saltando hacia delante y lo arrastraban con ellas!

Tomó un pliego de papel y, sin una tachadura, casi de una plumada, escribió:

«Querida Gemma:

Ya sabe usted cuál era el consejo que me había comprometido a darle, y también sabe lo que desea su madre y lo que me había pedido; pero lo que usted no sabe, lo que ahora le digo, es que la amo a usted, que la amo con toda la pasión de un alma que ama por vez primera. ¡Este fuego me ha abrasado de pronto, pero con tal fuerza, que no hallo palabras con qué decirlo! Cuando su madre vino a pedirme que hablase con usted, aún estaba envuelto en cenizas, sin lo cual, como hombre honrado, no hubiera admitido esa comisión. La declaración que ahora le hago, también es la de un hombre honrado. Es preciso que sepa con quién trata; entre nosotros no deben existir malentendidos. Ya ve usted que no puedo darle ningún consejo. ¡La amo! ¡La amo!, y no tengo más que esto en la cabeza y en el corazón.

Dm. Sanin»

Después de doblar y cerrar la esquela, Sanin se disponía a llamar al mozo para que la llevara… ¡No, eso no podía ser…! ¿Por conducto de Emilio…? Pero tampoco era posible ir a buscarlo a la tienda, entre los otros dependientes. Además, había llegado la noche y tal vez hubiera salido ya del comercio. Mientras hacía estas reflexiones, Sanin se puso el sombrero y salió. Dio vuelta a una esquina, después a otra, y, ¡gozo indecible!, vio a Emilio delante de sí. Con la cartera debajo del brazo y un rollo de papeles en la mano, el joven entusiasta regresaba con paso rápido a su domicilio.

«¡Razón hay para decir que cada enamorado tiene su estrella!», dijo Sanin para sus adentros, y llamó a Emilio, quien se volvió e inmediatamente le echó los brazos al cuello.

Sin darle tiempo de alegrarse, Sanin le entregó la carta y le explicó a quién y cómo tenía que entregársela… Emilio lo escuchaba con atención.

—¿Es preciso que nadie la vea? —preguntó, dando a su rostro una expresión misteriosa y significativa, como si dijese: «¡Comprendo la cosa!»

—Sí, mi querido amigo —respondió Sanin un poco confuso, dándole un golpecito cariñoso en la mejilla —Y si hay respuesta… me la traerá usted, ¿no es así? Estaré en casa.

—No se preocupe usted por eso —murmuró Emilio con aire jovial, saliendo a la carrera y haciéndole señas con la cabeza, mientras corría.

Sanin regresó a la fonda, y, sin encender la luz, se echó en el diván, cruzó las manos bajo la nuca y se abandonó a esas impresiones del amor recién revelado, impresiones que es inútil describir: quien las ha sentido, conoce sus ansias y dulzuras; quien no las ha experimentado, no las comprendería.

Se abrió la puerta y apareció el rostro de Emilio…

—¡La traigo! —dijo en voz baja —Aquí está la respuesta —enseñaba y movía por encima de la cabeza un papelito doblado.

Sanin saltó del diván y se lo arrancó de la mano. La pasión lo dominaba; no pensaba en la discreción, ni en las conveniencias, ni siquiera ante aquel niño, hermano de ella. Hubiera querido contenerse, tener vergüenza de conducirse así delante de Emilio, pero no podía.

Se aproximó a la ventana, y, a la luz de un farol que había en la calle delante de la casa, leyó las siguientes líneas:

«Le ruego, le suplico que no venga a casa, que no se presente en todo el día de mañana. Es preciso, absolutamente preciso, y entonces todo se resolverá. Sé que no me negará esto, porque…

Gemma»

Sanin leyó dos veces aquella carta. ¡Qué bonita y atractiva le pareció su letra! Meditó un momento, se dirigió a Emilio (quien, para demostrar que era un joven reservado, estaba de cara a la pared, raspándola con las uñas) y lo llamó en voz alta.

Emilio acudió al instante, diciendo:

—¿Qué quiere usted?

—Escuche, mi querido amigo…

—Señor Dmitri —interrumpió Emilio con voz plañidera —¿por qué no me tutea usted?

Sanin se echó a reír.

—Bueno, conforme. Oye, mi querido amigo… —Emilio dio un brinquito de alegría— oye, «allá abajo», ¿comprendes?, dirás «allá abajo» que todo se cumplirá escrupulosamente. —Emilio frunció los labios y movió la cabeza con aire grave — Y tú, ¿qué haces mañana?

—¿Qué hago yo? ¿Qué desea usted que haga?

—Si puedes, ven por la mañana temprano, y nos iremos de paseo por los alrededores de Francfort, hasta la noche. ¿Quieres?

Emilio dio otro brinco.

—¡Que si quiero! ¿Hay algo más agradable en el mundo? Pasear con usted… ¡eso es encantador! Vendré, sin falta.

—¿Y si no te lo permiten?

—Me lo permitirán.

—Oye… no digas «allá abajo» que te he rogado que vengas por todo el día.

—¿Por qué decirlo? Me iré sin permiso. ¡Valiente cosa!

Emilio abrazó a Sanin con todas sus fuerzas y se marchó corriendo.

Sanin estuvo largo tiempo paseándose por el cuarto y se acostó tarde. Se sumergía en esas impresiones penosas y dulces, en esa ansiedad jubilosa que precede a una etapa nueva. Además, Sanin estaba contentísimo de su idea de haber invitado a Emilio a pasar con él el día siguiente; se parecía mucho a su hermana.

«Emilio me recordará a Gemma», se dijo.

Pero lo que más lo asombraba era pensar que la víspera él no era el mismo de hoy. Le parecía haber amado «eternamente» a Gemma, y haberla amado precisamente como la amaba hoy.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 24

lunes, octubre 21st, 2013

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Qué Capítulo hermoso para leer tomando Invierno en Kiev! Vamos, que ya es tarde.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 24

Sanin se aproximó con irresoluto paso a la casa de la señora Roselli. Le palpitaba con fuerza el corazón, lo sentía claramente golpear contra sus costillas. ¿Qué le iba a decir a Gemma? ¿De qué modo iba a hablarle? Entró en la casa, no por la tienda, sino por la puerta trasera. Encontró a Frau Lenore en la primera piecita; ella se puso muy contenta al verlo y a la vez algo intranquila.

—Lo esperaba ya. —dijo en voz baja, apretándole la mano entre las suyas —Está en el jardín, vaya usted. Cuidadito, que con usted cuento.

El joven se encaminó al jardín.

Gemma, sentada en un banco, al borde de un paseo de árboles, estaba eligiendo de un pequeño cesto las cerezas más maduras y apartándolas en un plato. El sol estaba bajo, sobre el horizonte; eran cerca de las siete de la tarde, y en los anchos rayos oblicuos con que inundaba la luz el jardincito de la señora Roselli había más púrpura que oro. De vez en cuando, se oía el cuchicheo, apenas perceptible y como perezoso, de las hojas entre sí, el breve zumbido de las abejas retrasadas volando de flor en flor, y el arrullo monótono e infatigable de alguna tórtola lejana.

Gemma llevaba puesto en la cabeza el mismo sombrero que el día del paseo a Soden. Miró a Sanin por debajo del ala inclinada del sombrero y se dobló de nuevo sobre el cesto.

Sanin se aproximó a ella, acortando involuntariamente el paso… y no se le ocurrió decir nada mejor que esto:

—¿Por qué elige usted esas cerezas?

Gemma no se dio prisa en contestarle.

—Éstas, las más maduras, —explicó por fin —se pondrán confitadas; y con esas otras se rellenan pastelitos, ¿sabe usted?, de esos pastelitos redondos que vendemos.

Mientras decía estas palabras, Gemma inclinó aún más la cabeza y su mano derecha, que tenía dos cerezas entre los dedos, se detuvo en el aire, entre el canasto y el plato.

—¿Puedo sentarme junto a usted? —preguntó Sanin.

—Sí.

Gemma se hizo un poco a un lado, para dejarle sitio en el banco. Sanin se sentó junto a ella. «¿Por dónde comenzaré?», pensaba. Pero Gemma lo sacó de apuros.

—¿Conque se ha batido usted en duelo? —dijo la joven con vivacidad, volviendo hacia él su hermoso rostro encendido de rubor. ¡Y qué profunda gratitud brillaba en sus ojos! —¿Y se halla usted tan tranquilo? ¿De modo que para usted no existe el peligro?

—Dispense usted… No he corrido ningún peligro. Todo ha pasado de la manera más feliz e inofensiva por completo.

Gemma movió el dedo índice a derecha e izquierda delante de la cara. Éste es otro ademán italiano.

—No, no diga usted eso. ¡No me engaña usted! Pantaleone me lo ha contado todo.

—¡Vaya un testigo digno de confianza! ¿Me ha comparado a la estatua del Comendador?

—Las expresiones que emplea pueden ser cómicas, pero no sus sentimientos. No puede pasar por alto lo que usted ha hecho hoy. Y todo eso por mí… por mí. No lo olvidaré jamás.

—Le aseguro a usted, Fräulein Gemma…

—No lo olvidaré —repitió después de una pequeña pausa, mirándolo fijamente; luego se volvió de lado.

Sanin podía ver en aquel momento su perfil fino y puro, y se dijo que nunca había contemplado nada semejante, ni sentido impresión comparable a la que sentía entonces. Iba a hablar… Un relámpago cruzó por su mente: «¿y mi promesa?»

—Fräulein Gemma… —dijo, después de breve vacilación.

—¿Qué?

En lugar de volverse hacia él, continuó escogiendo las cerezas, quitando las hojas y tomándolas delicadamente por los rabitos… Pero qué afectuosa confianza respiraba esa sola palabra… «¿Qué?»

—¿No le ha dicho a usted nada su madre… a propósito de…?

—¿A propósito de quién?

—De mí.

Gemma echó otra vez bruscamente en el canasto las cerezas que tenía en la mano.

—¿Ha hablado con usted? —preguntó ella.

—Sí.

—¿Y qué le ha dicho?

—Me ha dicho que usted… que usted ha resuelto de pronto cambiar sus primeras intenciones.

La cabeza de Gemma se inclinó de nuevo y desapareció del todo bajo su sombrero: sólo se veía su cuello flexible y grácil como el tallo de una gran flor.

—¿Mis intenciones? ¿Cuáles?

—Sus intenciones… respecto al futuro arreglo de su vida.

—Es decir… ¿habla usted… de Herr Klüber?

—Sí.

—¿Le ha dicho a usted mamá que no quiero casarme con Herr Klüber?

—Sí.

Gemma hizo un movimiento en el banco. Se deslizó el pequeño canasto, calló al suelo y algunas cerezas rodaron por el sendero. Pasó un minuto, después otro…

—¿Por qué le ha hablado a usted de eso? —dijo al fin.

Como un momento antes, ya no veía Sanin más que el cuello de ella. El pecho de Gemma subía y bajaba más de prisa.

—¿Por qué…? Como en tan poco tiempo hemos llegado a ser, puede decirse, amigos; como ha demostrado usted alguna confianza en mí, su madre ha pensado que tal vez pudiera yo darle a usted algún consejo útil y que pudiera usted seguirlo.

Las manos de Gemma resbalaron lentamente sobre sus rodillas. Se puso a arreglarse los pliegues de la falda.

—¿Qué consejo me da usted, monsieur Dmitri? —preguntó tras un corto silencio.

Sanin veía temblar los dedos de Gemma sobre sus rodillas… Si arreglaba los pliegues de la falda, era sólo para disimular aquella agitación. Puso él, con dulzura, la mano sobre esos dedos pálidos y temblorosos, y dijo:

—Gemma, ¿por qué no me mira usted?

Se echó vivamente atrás el sombrero y fijó en él sus ojos, llenos de gratitud y de confianza como antes. Esperaba la respuesta de Sanin, pero este se quedó trastornado, o más bien, literalmente deslumbrado por el aspecto de sus facciones: la cálida luz del sol poniente iluminaba aquel rostro juvenil, cuya expresión era aún más luminosa y más resplandeciente que aquella claridad.

—Lo escucho a usted, señor Dmitri. —dijo con una sonrisa insegura y enarcando un poco las cejas —¿Qué consejo va usted a darme?

—¿Qué consejo? —repitió Sanin —Mire usted, su madre piensa que rechazar a Herr Klüber, únicamente porque anteayer no dio muestras de un gran valor…

—¿Únicamente por eso? —interrumpió Gemma. Se inclinó, levantó el canasto y lo puso en el banco junto a ella.

—No, desde todos los puntos de vista… en general, rechazarlo sería por parte de usted una cosa poco razonable. Su madre añade que ese es un paso cuyas consecuencias deben pesarse cuidadosamente; en fin, que el mismo estado de los negocios de ustedes impone ciertas obligaciones a cada uno de los miembros de la familia.

—Todas esas son las ideas de mamá; —interrumpió de nuevo Gemma —son sus propias palabras. Todo eso ya lo sé. Pero ¿cuál es su parecer?

—¿El mío?

Sanin se calló un momento. Sentía en la garganta algo que le cortaba la respiración.

—Yo también pienso… —dijo con esfuerzo.

Gemma se levantó.

—¡Usted…! ¿También usted?

—Sí… es decir…

Positivamente Sanin no podía pronunciar una palabra más.

—Bien. —decidió Gemma —Si usted, como amigo, me aconseja que renuncie a lo que tenía resuelto, es decir, que no modifique mi primera decisión, lo pensaré.

Sin advertirlo, la muchacha empezó a poner de nuevo en el canastito las cerezas del plato.

—Mamá —continuó— espera que siga los consejos de usted… ¿Por qué no? Es posible que los siga.

—Permítame usted, Fräulein Gemma, quisiera saber en primer término las razones que la han inducido…

—Seguiré sus consejos, lo obedeceré —repitió Gemma, con las cejas fruncidas, pálidas las mejillas y mordiéndose el labio inferior —Ha hecho usted tanto por mí, que me veo obligada a hacer lo que usted quiera, obligada a doblegarme a sus deseos. Diré a mamá… lo pensaré. Pero, precisamente, aquí viene.

En efecto, apareció Frau Lenore en el quicio de la puerta que daba al jardín. Acuciada por la impaciencia, no pudo permanecer en su sitio. Según sus cálculos, Sanin debía de haber concluido largo tiempo antes su conversación con Gemma, aun cuando sólo duraba menos de un cuarto de hora.

—¡No, no, no! —exclamó Sanin precipitado y casi con temor —¡Por el amor de Dios, no le diga nada todavía! Espere usted; yo le diré a usted… yo le escribiré… Hasta entonces, no tome ninguna resolución… ¡Espere usted!

Apretó la mano de Gemma, se levantó del banco y con suma sorpresa de Frau Lenore se cruzó con ella sin detenerse; limitándose a saludarla con el sombrero, tartamudeó algunas palabras ininteligibles y se fue.

Frau Lenore se aproximó a su hija, diciendo:

—Gemma, dime, te lo suplico…

La muchacha se levantó bruscamente, y, abrazando a la madre, exclamó:

—Mi querida mamá, ¿puede usted esperar un poco… un poquito… hasta mañana? ¿Sí? ¿Y no decirme hasta mañana ni una palabra de esto…? ¡Ah…!

De pronto, sin que ella misma lo esperase, brotaron de sus ojos cristalinas lágrimas, tan ligeras como gotas de rocío. Frau Lenore se extrañó tanto más cuanto que el rostro de la joven, muy lejos de parecer triste, irradiaba júbilo.

—¿Qué te sucede? —le dijo —Tú, que nunca lloras, nunca, ahora de pronto…

—Esto no es nada, mamá, no es nada. Sólo que espere usted. Las dos tenemos que esperar. No me pregunte usted nada hasta mañana, y mientras no se oculte el sol, escojamos las cerezas.

—Pero ¿serás razonable?

—¡Oh, sí, muy razonable! —prometió Gemma, moviendo la cabeza con gesto significativo.

Se puso de nuevo a hacer ramitos de cereza, levantándolos a la altura de su cara encendida. No enjugó sus lágrimas… se secaron ellas solas.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 23

viernes, octubre 18th, 2013

Capricho Florentino_D
Dios mío! Qué capítulo maravilloso, el 23, para dejarlos con ganas de más todo el fin de semana, hasta reencontrarnos el lunes por la noche! Aguas de primavera y terceros, con intereses, interfiriendo en el nacimiento del amor… ring a bell? Con un Capricho florentino en mi taza, como único postre, aquí va:
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 23

Durmió varias horas seguidas sin despertarse. Luego se puso a soñar que se batía otra vez a duelo, pero con Herr Klüber por adversario, y que Pantaleone, encaramado sobre un abeto y como un papagayo, repetía haciendo chasquear el pico: Una… due e tre! Una… due e tre!

«¡Uno, dos, tres!» oyó aún, pero tan claramente, que abrió los ojos y levantó la cabeza… Llamaban a la puerta.

—¡Adelante! —gritó Sanin.

Era el camarero, quien le anunció que una dama insistía en verlo al momento.

«¡Gemma!», pensó en el acto…, pero la dama no era Gemma, sino su madre, Frau Lenore. Apenas hubo entrado, se dejó caer en una silla y se puso a llorar.

—¿Qué tiene usted, mi buena y querida señora Roselli? —se interesó Sanin, sentándose a su lado y acariciándole con dulzura las manos —¿Qué le ocurre? Sosiéguese usted, se lo suplico.

—¡Ah, Herr Dmitri, soy muy desgraciada, desgraciadísima!

—¿Desgraciada usted?

—¡Ah, sí! ¿Cómo había de figurármelo? De repente, como el trueno en un cielo sereno…

Apenas podía respirar.

—Pero ¿qué pasa? ¡Explíquese usted! ¿Quiere un vaso de agua?

—No, gracias.

Frau Lenore se enjugó los ojos con el pañuelo y se puso a llorar más fuerte que nunca.

—Lo sé todo… ¡Todo!

—Es decir…, ¿cómo todo?

—¡Todo lo que ha sucedido! Y la causa… ¡la conozco también! Se ha conducido usted como un hombre de honor…; pero ¡qué desdichado concurso de circunstancias! ¡Razón tenía yo para no ver con buenos ojos ese paseo a Soden…, sobrada razón! —Frau Lenore no había manifestado nada semejante el día del paseo, pero entonces le parecía en realidad que «todo» lo había presentido —He venido en su busca porque es usted un hombre de honor, un amigo, aun cuando sólo hace cinco días que lo vi por primera vez… Pero, ¡soy viuda, estoy sola en el mundo! Mi hija…

Las lágrimas ahogaron la voz de Frau Lenore. Sanin no sabía qué pensar.

—¿Su hija? —repitió.

—Mi hija Gemma… —estas palabras salieron como un gemido por debajo del pañuelo empapado en lágrimas —Gemma me ha declarado hoy que no quiere casarse con Herr Klüber, y que es preciso que yo se lo participe a él.

Sanin tuvo un ligero sobresalto; no se esperaba aquello.

—No hablo de la vergüenza, —continuó Frau Lenore —porque eso de que una prometida se niegue a casarse con su prometido es una cosa que no se ha visto jamás; pero para nosotros ¡es la ruina, Herr Dmitri! —Frau Lenore convirtió cuidadosamente su pañuelo en un pequeño, en un diminuto tapón muy duro, como si quisiera encerrar en él todo su dolor —¡No podemos vivir de lo que nos produce la tienda, Herr Dmitri! Klüber es muy rico y se enriquecerá aún más. ¿Y por qué romper con él? ¿Porque no ha defendido a su novia? Admitamos que eso no esté bien por su parte; pero, después de todo, es un particular, no ha hecho estudios en la Universidad, y en su calidad de comerciante serio debía menospreciar esa calaverada tonta de un oficialito desconocido. ¿Y qué ofensa ve usted en eso, Herr Dmitri?

—Dispénseme usted, Frau Lenore, pero a quien condena usted es a mí…

—A usted no lo condeno, no lo condeno de ninguna manera. ¡En usted eso es otro asunto! Usted es ruso, usted es un militar…

—Dispénseme usted, pero no lo soy, ni por asomo…

—Es usted un extranjero, un viajero, y le estoy muy agradecida —continuó Frau Lenore sin escuchar a Sanin. Estaba jadeante, abría y cerraba las manos; luego desdobló el pañuelo y se sonó la nariz; nada más por la manera de expresar su dolor podía verse que no había nacido bajo el cielo del norte —¿Cómo realizaría Herr Klüber sus negocios en la tienda, si se batiese con los compradores? ¡Eso no puede ni imaginarse! ¿Y ahora es preciso que yo lo despida? Pero ¿de qué viviremos? En otro tiempo sólo nosotros hacíamos pasta de malvavisco y almendrado de alfónsigos, y venían a comprarnos mucho a casa; pero ahora, ¡todo el mundo hace pasta de malvavisco en la suya! Piénselo usted; se hablará bastante de su duelo en la ciudad… ¿Pueden ocultarse esas cosas? ¡Y ahí tiene usted roto el matrimonio! ¡Eso es un chasco, una verdadera campanada, un escándalo! Gemma es una excelente hija, me quiere mucho; pero es una terca republicana, desafía la opinión de los demás. ¡Sólo usted puede persuadirla!

El asombro de Sanin aumentó.

—¿Yo, Frau Lenore?

—Sí, sólo usted…, usted sólo. Por eso he venido a verlo; no se me ha podido ocurrir nada mejor. ¡Es usted tan sabio, es usted un joven tan bueno! Ha tomado usted su defensa; creerá lo que usted le diga. «Debe» creerlo, porque usted ha arriesgado su vida por ella. ¡Persuádala usted; yo no puedo más! ¡Demuéstrele que sería la causa de la perdición de todos nosotros y de ella misma! ¡Ya ha salvado a mi hijo; sálveme también a mi hija! Dios lo ha enviado a usted aquí. Estoy dispuesta a pedírselo de rodillas…

Frau Lenore estaba ya medio levantada del asiento para caer de rodillas a los pies de Sanin; pero este la contuvo.

—¡Frau Lenore! En nombre del cielo, ¿qué hace usted?

Ella le tomó convulsivamente las manos, diciendo:

—¿Me lo promete usted?

—Frau Lenore, fíjese usted: ¿en calidad de qué iría yo…?

—¿Me lo promete? ¿No quiere que me caiga muerta ante sus ojos, aquí mismo?

Sanin ya no sabía lo que le pasaba. Era la primera vez en su vida que tenía que habérselas con el acalorado temperamento italiano.

—¡Haré todo lo que usted quiera! —exclamó —Hablaré a Gemma…

Frau Lenore dio un grito de alegría.

—Pero, verdaderamente, —prosiguió Sanin —no sé de ningún modo qué resultado…

—¡Ah, no se niegue usted, no se niegue usted! —dijo Frau Lenore con voz suplicante —¡Ya me lo ha prometido usted! De seguro dará un resultado excelente. En todo caso, ¡yo no puedo hacer nada más! ¡No me obedece!

—¿Le ha declarado a usted, de una manera terminante, que se niega a casarse con Herr Klüber? —preguntó Sanin después de un breve silencio.

—¡Oh, ha cortado la cuestión como con un cuchillo! ¡Es el vivo retrato de su padre! ¡No se anda con paños calientes!

—¿Ella? —se extrañó Sanin.

—Sí…, sí… Pero, aparte de eso, es un ángel. Lo atenderá a usted, hará lo que usted le diga. ¿Va usted a venir? ¿Ahora mismo? ¡Oh, mi querido amigo ruso! —Frau Lenore se levantó bruscamente de la silla y tomó, no menos bruscamente, la cabeza de Sanin, sentado delante de ella —Reciba usted la bendición de una madre… y deme un poco de agua.

Sanin presentó un vaso de agua a la señora Roselli, y le prometió, por su honor, ir enseguida. La acompañó hasta la calle, y de regreso en su cuarto juntó las manos y abrió cuanto pudo los ojos.

«¡Bueno!», pensó, «¡ahora sí que ha dado otra vuelta la rueda de mi vida! Gira tan veloz, que me da vértigo».

No intentó leer dentro de sí mismo para comprender lo que pasaba. Era insensato, laberíntico.

«¡Qué día!», murmuraban involuntariamente sus labios. «No se anda con paños calientes, según la madre. ¿Y es preciso que yo le dé consejos? Aconsejarle ¿qué?»

Le daba vueltas la cabeza, en efecto. Pero, por encima de aquella vorágine de impresiones diversas, de sentimientos y de ideas fragmentarias, flotaba la imagen de Gemma, esa imagen que se había grabado indeleble en su memoria durante esa cálida noche, cargada de electricidad, en aquella ventana oscura, bajo el fulgor de innumerables estrellas.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 22

jueves, octubre 17th, 2013

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Buenas noches, a todas las dachas! les dejo el Capítulo 22 de Aguas de primavera y me voy, yo también, a dormirme en un sueño profundo. Que hoy ha sido un día demasiado largo y mañana, creo que también lo será. Tomen té rico y léanse en voz alta, que no hay nada más lindo que las voces de nuestros queridos leyéndonos antes de dormir.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 22

El bosquecito elegido para teatro de duelo se encontraba a un cuarto de milla de Hanau. Sanin y Pantaleone llegaron primero, como éste había previsto; dejaron el carruaje en el lindero del bosque y se dirigieron más allá, bajo la sombra de una espesura bastante frondosa. Aguardaron como una hora…

Aquella espera no tuvo nada de penosa para Sanin; se paseaba de arriba abajo por el sendero, escuchando el canto de las aves, siguiendo con la vista el vuelo de las libélulas. Y como la mayor parte de los rusos en semejantes circunstancias, se esforzaba por no pensar absolutamente en nada. Sólo una vez hizo una triste reflexión al ver en su camino un tilo joven, tronchado acaso por la borrasca de la víspera. El árbol estaba muriéndose: todas sus hojas colgaban, marchitas ya… «¿Qué significa eso? ¿Un presagio?» Esta idea cruzó por su mente como un relámpago fugaz; pero se puso a silbar una melodía, y, saltando por encima del tilo tronchado, siguió adelante. Pantaleone rezongaba, gruñía, maldecía a los alemanes, y se frotaba ora los hombros, ora las rodillas. Hasta bostezaba de agitación nerviosa, lo cual daba a su carita avellanada la expresión más cómica del mundo. Al mirarlo, le costaba trabajo a Sanin no soltar la carcajada.

Se oyó al fin un traqueteo de ruedas por el arenoso camino.

—¡Ya están aquí! —dijo Pantaleone, enderezándose, no sin un rápido temblor nervioso que se apresuró a disimular diciendo:

—¡Brr!, ¡vaya mañanita fresca que hace!

Un abundante rocío bañaba aún la hierba y las hojas, pero el calor penetraba ya en el bosque.

Bien pronto aparecieron los dos oficiales, acompañados por un hombrecito regordete, de rostro flemático, casi dormido; era un cirujano del ejército. Llevaba en la mano una jarra de barro llena de agua, para cualquier evento; de su hombro izquierdo colgaba una cartera llena de instrumentos quirúrgicos y de vendajes. Se veía fácilmente que estaba acostumbrado a estas excursiones, que formaban una de sus fuentes de ingresos; cada duelo le producía ochenta rublos, que los combatientes pagaban a medias. El caballero von Richter portaba la caja de las pistolas, el caballero von Dönhof hacía molinetes con un junquillo entre los dedos, sin dudas, para parecer más chic.

—Pantaleone, —susurró Sanin al viejo —si… si resulto muerto, que todo es posible, tome usted un papel que hay en el bolsillo interior. Ese papel contiene una flor. Désela usted a la signorina Gemma. ¿Oye usted? ¿Me lo promete?

El viejo lo miró con tristeza e hizo con la cabeza una señal afirmativa. Pero sabe Dios si había comprendido las palabras de Sanin. Los adversarios y sus testigos cruzaron el saludo de rigor. El doctor no pestañeó y se sentó en el césped bostezando, como si se dijese: «¿Qué necesidad tengo de alardear de una cortesía caballeresca?» El caballero von Richter propuso al caballero Tschibadola que eligiera sitio. El señor Tschibadola, a quien le costaba trabajo mover la lengua, respondió: «Caballero, hágalo usted, que yo lo examinaré…» Se hubiera dicho que «el muro» volvía a empezar a derrumbarse en su interior.

Von Richter puso manos a la obra. Encontró en el bosque una linda praderita salpicada de flores; contó los pasos, indicó los dos puntos extremos con dos varitas cortadas en un segundo, sacó del estuche las armas, se agachó para meter las balas; en una palabra, trabajó con todas sus fuerzas, enjugándose sin cesar el rostro bañado en sudor, con un pañuelito blanco. Pantaleone, que no se separaba de él, parecía, por el contrario, tiritar. Durante el curso de esos preparativos, los dos adversarios se mantenían apartados como dos colegiales castigados, que están bravos con el profesor de estudios…

Llegó el momento decisivo… Como dice el poeta ruso:

«Cada cual empuñó su pistola…»

Pero, al llegar aquí, el caballero von Richter advirtió a Pantaleone que, según las reglas del duelo, antes de pronunciar el fatal «Uno, dos, tres», le correspondía a él, como testigo de más edad, dirigir a los combatientes la postrera exhortación para que se reconciliaran, aunque esta proposición nunca surte efecto alguno, ni tiene más importancia que la de una simple formalidad; sin embargo, al cumplir con ella, el caballero Cippatola se liberaría de cierta responsabilidad. Por lo demás -añadió-, pronunciar esa perorata era deber de un «testigo desinteresado» (un parteiischer Zeuge); pero, como no habían tenido tiempo de proporcionarse uno, él, el caballero von Richter, cedía con sumo gusto ese privilegio a su honorable colega. Pantaleone, que había conseguido ya ocultarse detrás de unas matas para no ver al oficial causante de todo el daño, comenzó por no entender una palabra del discurso del caballero von Richter, tanto más cuanto que este hablaba con un terrible acento nasal; luego, se estremeció de pronto, dio con rapidez dos pasos adelante, y, dándose convulsivamente un puñetazo en el pecho, gruñó con voz ahogada en la mezcolanza de su jerga:

—A la la la… Che bestialitá! Deux zeun’hommes comme ça que si battono, perchè? Che diàvolo? Andate a casa!(1)

—No acepto ninguna reconciliación —se apresuró a decir Sanin.

—Ni yo tampoco —añadió su adversario.

—Entonces, grite usted… ¡Uno, dos, tres! —dijo von Richter al trastornado Pantaleone.

Pantaleone volvió a ocultarse en la maleza y, desde el fondo de ese refugio, todo encorvado, los ojos cerrados y vuelta a un lado la cabeza, gritó a voz en cuello:

—Una… due… e tre!

Sanin tiró primero y erró el tiro; se oyó el impacto de su bala en un árbol. El barón von Dönhof disparó inmediatamente después, pero al aire y con deliberado propósito.

Hubo un penoso momento de silencio. Nadie se movía. Pantaleone exhaló un débil gemido.

—¿Quiere usted continuar? —dijo por fin Dönhof.

—¿Por qué ha disparado usted al aire? —preguntó Sanin.

—Eso es asunto mío.

—¿Tirará usted al aire la segunda vez?

—Acaso; pero no sé.

—Permitan, permitan ustedes, caballeros. —dijo von Richter —Los combatientes no tienen derecho a hablar entre sí; eso es, desde todo punto, contrario a las reglas.

—Renuncio a mi segundo disparo —dijo Sanin, tirando la pistola a tierra.

—Yo tampoco quiero continuar el duelo. —exclamó Dönhof, arrojando también su arma —Y ahora, concluido el lance, estoy pronto a reconocer que anteayer procedí mal.

Hizo un movimiento y alargó vacilante la mano a Sanin, quien se acercó con presteza y se la estrechó. Ambos jóvenes se miraron sonriéndose y se pusieron encarnados.

—¡Bravi, bravi! —exclamó de repente Pantaleone y, palmoteando enloquecido, salió de entre las malezas como un huracán.

El doctor, que estaba sentado sobre un tronco de árbol caído, se levantó enseguida, derramó el jarro de agua sobre el césped, y se dirigió, con perezoso andar, al lindero del bosque.

—El honor queda satisfecho; el duelo ha terminado —anunció pomposamente von Richter.

—¡Fuori! —vociferó Pantaleone, animado por un viejo recuerdo.

Al sentarse en su coche, Sanin, después de cruzar un saludo de despedida con los caballeros oficiales, preciso es confesar que sintió en todo su ser, ya que no satisfacción, al menos esa vaga impresión de alivio que sucede a una operación bien soportada. Pero otro sentimiento se mezclaba con este: un sentimiento parecido a la vergüenza… El duelo en el cual acababa de representar un papel, le produjo el efecto de una farsa estudiantil, de una broma de guarnición, amañada de antemano. Sanin se acordó del flemático doctor y del modo que tuvo de sonreírse, o mejor dicho, de fruncir la nariz, al ver a los adversarios salir del bosque casi del brazo. ¡Y más tarde, cuando Pantaleone pagó los cuarenta rublos a aquel doctor…! Decididamente, más valía no pensar en ello.

Sí, Sanin estaba algo confuso, algo abochornado. Por otra parte, ¿qué hubiera podido hacer? No podía dejar impune la impertinencia de aquel oficialete; hubiera sido rebajarse al nivel de Herr Klüber. Había protegido a Gemma, la había defendido… Sea; pero, a pesar de todo, no estaba satisfecho, se sentía confuso y hasta avergonzado.

Pantaleone, en cambio, iba como en triunfo. Un inmenso orgullo lo había invadido de repente. ¡Jamás general victorioso, al regreso de una batalla ganada, paseó en torno suyo miradas más altivas y más satisfechas! La conducta de Sanin durante el duelo lo había llenado de entusiasmo. Hacía de él un héroe, sin querer oír sus amonestaciones ni sus ruegos. ¡Lo comparaba, como un monumento de mármol o de bronce, con la estatua del comendador en Don Juan!(2) En cuanto a sí mismo, confesaba haber sentido alguna turbación.

—Pero yo soy un artista, una naturaleza nerviosa; —decía —en cambio usted… ¡Usted es hijo de las nieves y de las rocas!

Sanin no sabía cómo calmar la exaltación del artista.

Casi en el mismo sitio del camino donde dos horas antes habían encontrado a Emilio, nuestros viajeros lo vieron salir, de un salto, de detrás de un árbol, gritando y brincando de gozo, agitando la gorra por encima de la cabeza. Corrió hacia el coche, y, a riesgo de caer bajo las ruedas, sin esperar a que pararan los caballos, saltó por la portezuela, cayó sobre Sanin y se agarró a él exclamando:

—¿Está usted vivo? ¿No está usted herido? Perdóneme que no lo obedeciera y que no haya vuelto a Francfort… ¡No podía! Lo he esperado aquí. ¡Cuénteme usted lo sucedido! ¿Lo ha matado usted?

A Sanin le costó mucho trabajo tranquilizar a Emilio y hacerlo sentarse. Pantaleone, radiante de satisfacción, le refirió con caudalosas palabras todos los detalles del duelo, y no perdió, claro está, la ocasión de citar el monumento de bronce y la estatua del comendador. Hasta se levantó, y, separando las piernas para conservar el equilibrio, se cruzó de brazos, sacando el pecho y mirando desdeñosamente por encima del hombro, para representar con exactitud al «comendador Sanin».

Emilio escuchaba arrobado, ya interrumpiendo el relato con una exclamación, ya levantándose de un modo brusco y arrojándose al cuello de su heroico amigo para abrazarlo.

Las ruedas del carruaje resonaron en el empedrado de Francfort y concluyeron por detenerse delante de la fonda donde vivía Sanin. Seguido de sus dos compañeros de camino, al llegar al primer tramo de la escalera, vio a una mujer, cubierta con un velo, salir rápidamente de un pequeño corredor oscuro. Se detuvo ante él, pareció vacilar un instante, exhaló un largo suspiro, bajó corriendo la escalera y desapareció en la calle, con gran asombro del camarero, quien aseguró que «aquella dama esperaba desde hacía más de una hora la vuelta del señor extranjero».

Aunque fue muy breve la aparición, Sanin tuvo tiempo de reconocer a Gemma: había entrevisto sus ojos bajo el tupido velo de gasa negra.

—¡Con que lo sabía Fräulein Gemma! —dijo en alemán y con voz enojosa a Emilio y a Pantaleone, que lo seguían paso a paso.

Emilio se puso todo rojo y se turbó.

—Me vi en el caso de decírselo por fuerza —tartamudeó —ella lo había adivinado, y yo no pude… Pero ahora ya no importa; —añadió con viveza —todo ha concluido lo mejor posible, y ella lo ha visto a usted sano y salvo.

Sanin se volvió a un lado.

—¡Qué parlanchines son ustedes! —dijo con mal humor, y entró en su cuarto y se sentó.

—No se enfade usted, se lo ruego —imploró Emilio.

—Pues bien, ¡pase! no me enfadaré —Sanin no tenía verdaderas ganas de incomodarse, y en último término, ¿podía desear con sinceridad que Gemma no supiese absolutamente nada? —Bueno, concluyan ustedes de abrazarme. Ahora retírense. Quiero quedarme solo. Voy a dormir: estoy fatigado.

—¡Excelente idea! —exclamó Pantaleone —Necesita usted descanso. ¡Bien se lo merece, nobile signore! Salgamos de puntillas, Emilio, silencio. ¡Chiss…!

Sanin había dicho que tenía ganas de dormir, por la sencilla razón de que deseaba desembarazarse de sus compañeros. Pero cuando se quedó solo, sintió realmente un gran cansancio en todos los miembros; apenas había cerrado los ojos la noche anterior. Por eso, nada más echarse en la cama, se quedó dormido con un sueño profundo.

(1) En italiano y francés deformado: ¡Qué barbaridad! Dos hombres jóvenes que se baten, ¿por qué? ¡Qué demonio! ¡Márchense a casa!
(2) Don Juan Tenorio, drama en verso compuesto en 1844 por el poeta y dramaturgo español José Zorrilla y Moral (1817-1893).

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 21

miércoles, octubre 16th, 2013

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Buenas noches, dachas lectoras y las más vaguitas, también. Les dejo el Capítulo 21 de Aguas de primavera, mientras sirvo unos cuencos de Jazmines en el pelo, heladísimo.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 21

No se durmió hasta el alba; nada tiene esto de particular. Con la racha de aquel cálido torbellino que tan repentinamente pasó sobre ellos, había sentido también, de repente, no que Gemma era hermosa y que la admiraba, porque esto ya lo sabía, sino que estaba casi… que estaba, sin casi, enamorado. Aquel amor lo había envuelto de pronto, como el torbellino de la víspera. ¡Y ahora ese duelo estúpido! Fúnebres presentimientos lo asaltaron. Aun suponiendo que no resultase muerto, ¿qué podía ser de su amor hacia aquella joven, futura esposa de otro? Ese «otro» era poco de temer: conformes. Gemma podía amar a Sanin y quizás lo amase ya… Pero, aun así, ¿en qué podía terminar todo aquello? ¡Qué importa! Cuando se trata de una belleza como ella…

Dio algunas vueltas por el cuarto, se sentó ante la mesa, tomó un pliego de papel, escribió algunas líneas y las borró enseguida. Le parecía que volvía a ver en aquella ventana, a oscuras, bajo la claridad de las estrellas, la figura de Gemma, ondulando entre el cálido torbellino; sus marmóreos brazos dignos de las diosas del Olimpo; sentía su palpitante peso sobre los hombros… Enseguida tomó la rosa que Gemma le había entregado y se imaginó que sus pétalos, medio marchitos, exhalaban un aroma más sutil que el de las demás rosas.

¿Y si lo mataban o quedaba desfigurado?

No se fue a la cama; se durmió vestido sobre el diván. Alguien lo tocó en el hombro. Abrió los ojos y vio a Pantaleone.

—¡Duerme como Alejandro de Macedonia la víspera del combate de Babilonia! —exclamó el viejo pobre hombre.

—¿Qué hora es? —preguntó Sanin.

—Las siete menos cuarto. Desde aquí hay dos horas de carruaje hasta Hanau, y es preciso que lleguemos primero: los rusos se anticipan siempre a sus enemigos. He alquilado el mejor coche de Francfort.

Sanin comenzó a arreglarse, y dijo:

—¿Y las pistolas?

—Ese ferroflucto tedesco las llevará, como también a un cirujano.

Pantaleone se las daba de valiente, como la víspera. Pero cuando se hubo sentado en el coche con Sanin, cuando el cochero hizo restallar la fusta y los caballos partieron a galope, se produjo un cambio repentino en el antiguo cantante y amigo de los dragones de Padua. Se sintió turbado, le entró miedo; se diría que algo se derrumbaba en su interior como un muro mal construido.

—¡Pero qué hacemos, gran Dios, santissima Madonna! —exclamó de pronto con voz lacrimosa, tirándose de los pelos —¡Qué hago yo, viejo imbécil, viejo loco, frenético!

Sanin, asombrado al principio, se echó a reír, y abrazando ligeramente por la cintura a Pantaleone, le recordó el proverbio francés: “Le vin est tiré, il faut le boire” (cuando se ha echado el vino, hay que beberlo).

—Sí, sí, —respondió el viejo —participaremos del cáliz; pero eso no quita que yo sea un insensato. ¡Sí, un insensato! Todo estaba tan tranquilo, tan agradable, y de pronto ¡patatrás, tralará!

—Como en un tutti(1) de orquesta. —añadió Sanin, con risa forzada —Pero usted no tiene la culpa.

—¡Ya sé que no tengo la culpa! ¡Pues no faltaba más! Sin embargo… aquel proceder incalificable… Diàvolo, diàvolo! —repitió suspirando y sacudiendo la melena.

Y el coche rodaba, rodaba sin parar.

Hacía una magnífica mañana. Las calles de Francfort, que empezaban a animarse apenas, tenían un aspecto limpio y hospitalario; las ventanas de las casas brillaban y relucían como papel dorado, y, no bien salió el coche a las afueras, del cielo, pálido aún, descendieron los trinos sonoros de las alondras. De pronto, por un recodo del camino, apareció, tras un gran álamo blanco, una figura conocida, dio unos pasos adelante y se detuvo. Miró Sanin… ¡Santo Dios, era Emilio!

—¿De modo que lo sabía? —preguntó Sanin a Pantaleone.

—¡Cuando le decía a usted que soy un loco! —farfulló desesperadamente, y casi con un grito de dolor, el infeliz italiano —¡Ese malhadado muchacho me atormentó toda la noche y, a la postre, esta mañana se lo he dicho todo!

“¡Vaya con su segretezza!”, pensó Sanin.

El carruaje había alcanzado a Emilio. Sanin hizo parar y llamó al “malhadado muchacho”. Emilio, pálido, tan pálido como el día de su desmayo, se acercó con paso incierto. Apenas podía tenerse en pie.

—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó con severidad Sanin —¿Por qué no está usted en casa?

—Permita… permítame que vaya con usted —tartamudeó Emilio con voz trémula, juntando las manos y castañeteándole los dientes como en un acceso de fiebre —¡No estorbaré! Pero, ¡lléveme! ¡Oh, lléveme usted consigo!

—Si me tiene usted el menor aprecio, el menor cariño, —contestó Sanin —vuélvase enseguida a su casa o al almacén de Klüber, no diga nada a nadie y espere usted mi regreso.

—¡Su regreso! —dijo Emilio con voz parecida a un gemido —Pero, ¡¿y si usted…?!

—Emilio —interrumpió Sanin, señalando al cochero con la vista —¡Tenga usted cuidado! Emilio, se lo suplico, váyase a casa. Óigame, amigo mío. Dice usted que me quiere; pues bien, váyase, se lo ruego.

Y le tendió la mano. Se precipitó Emilio hacia él sollozando, apretó aquella mano contra sus labios, y, apartándose del camino, huyó a campo traviesa en dirección a Francfort.

—¡Noble corazón también! —murmuró Pantaleone.

Pero Sanin lo miró con aire de reconvención. El viejo se acurrucó en el ángulo del coche, comprendiendo su falta. Además, su asombro iba en aumento por minutos: ¿era verdaderamente él quien iba a ser testigo de un duelo, quien había encargado los caballos, tomado todas las disposiciones y abandonado su apacible morada a las seis de la mañana? Y al mismo tiempo empezaban a dolerle los pies aquejados por la gota.

Sanin se creyó en el deber de consolarlo, y halló precisamente lo que convenía decirle.

—¿Dónde está tu antiguo valor, respetable signor Cippatola? ¿L’antico valor?

Se irguió il signor Cippatola y sacudió la melena.

—¿L’antico valor? —dijo con voz de bajo —¡Non è ancora spento l’antico valor! (¡Aún no se ha extinguido el antiguo valor!)

Tomó un aire digno, habló de su carrera, de la Ópera, del gran tenor García, y llegó a Hanau con arrogancia. ¡Lo que somos…! No hay nada en la tierra tan fuerte… ni tan débil, como la palabra.

(1) Palabra italiana que se emplea para designar la participación de toda la
orquesta.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 20

martes, octubre 15th, 2013

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Empezó la semana y, con ella, la lectura de nuestra novela. Y, en verdad, la semana ya había empezado ayer pero, fíjate tú, que yo viví todo el día creída que era domingo! En fin, podemos decir que, ahora sí, en el Capítulo 20, l’amour a commencé
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 20

El cielo estaba colmado de estrellas cuando salió Sanin. ¡Y cuántas por todas partes: grandes, pequeñas, amarillas, azules, rojas, blancas, que centelleaban e irradiaban cruzando sus resplandores intermitentes! No había luna en el cielo, pero no por eso se veían peor los objetos en aquella semioscuridad transparente y sin sombras. Sanin llegó hasta el final de la calle… No tenía ganas de regresar tan temprano a la fonda; sentía la necesidad de tomar el aire. Volvió sobre sus pasos y, antes de llegar a la casa donde estaba la confitería de Roselli, se abrió bruscamente una de las ventanas de la planta baja que daba a la calle. En el rectángulo oscuro —no había luz en el cuarto—, apareció una forma femenina, y oyó que lo llamaban:

—Monsieur Dmitri.

Se precipitó hacia la ventana… Era Gemma, acodada en el alféizar con el busto hacia delante.

—Monsieur Dmitri, —dijo en voz baja —durante todo el día he querido darle a usted una cosa…, pero no me he atrevido. Ahora, al verlo de una manera tan inesperada, me he dicho que probablemente es el destino…

Sin que su voluntad interviniese para nada en ello, Gemma se detuvo en esta palabra. Le impidió proseguir una cosa extraordinaria que ocurrió en aquel momento.

En medio de aquella profunda tranquilidad y bajo el cielo completamente sin nubes, se alzó, de pronto, un ventarrón tan fuerte que la misma tierra tembló; la tenue claridad de las estrellas se estremeció y onduló, la atmósfera pareció rodar sobre sí misma. Un torbellino, no frío, sino cálido y casi ardiente, descargó sobre los árboles y el tejado de la casa, chocó contra las fachadas de toda la calle, se llevó de un golpe el sombrero de Sanin y agitó y enmarañó los negros rizos del cabello de Gemma. Sanin tenía la cabeza a la altura de la repisa de la ventana; involuntariamente se encaramó a ella, y Gemma, que lo tomó por los hombros con ambas manos, cayó de pecho sobre el rostro de él. Toda aquella confusión, aquella batahola y aquel estruendo duraron apenas un minuto… Luego, huyó tumultuosamente el torbellino, como una bandada de enormes aves, y se restableció la más profunda tranquilidad.

Sanin levantó la cabeza y vio encima de sí unos grandes ojos tan espléndidos, magníficos y terribles, una cara tan maravillosamente hermosa en su expresión de turbación y espanto, que sintió desmayársele el alma; oprimió contra los labios un fino rizo de cabellos que se había soltado sobre el pecho de ella, y no pudo decir más que dos palabras:

—¡Oh, Gemma!

—¿Qué ha sucedido? ¿Un relámpago? —preguntó ella, abriendo muchísimo los ojos y sin retirar los desnudos brazos de encima de los hombros de Sanin.

—¡Gemma! —repitió él.

Se estremeció ella, miró tras de sí a la estancia, y, con rápido ademán, sacándose del corset una rosa marchita, se la entregó a Sanin.

—Quería darle a usted esa flor…

Sanin reconoció la rosa que él había reconquistado la víspera… Pero la ventana se había cerrado ya, y no se veía ninguna forma blanca detrás de las vidrieras oscuras.

Sanin regresó a la fonda sin sombrero; ni siquiera notó que se le había perdido.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 19

viernes, octubre 11th, 2013

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Viaje a Šipan de sobremesa, un Toblerone y el Capítulo 19 de Aguas de primavera. Con éste, los dejo en suspenso hasta el lunes. Les dejo una foto de la dacha de Turguéniev en Bougival, a 15 km del centro de París. Que pasen un hermoso fin de semana.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 19

Emilio salió al encuentro de Sanin —lo estaba acechando hacía más de una hora— y le dijo rápido, al oído, que su madre ignoraba todos los disgustos de la víspera y que era preciso no hablar de ellos; que a él lo mandaban de nuevo al almacén, pero que, en vez de ir allá, se escondería en cualquier parte. Después de haber dado estas noticias en pocos segundos, se arrojó bruscamente al cuello de Sanin; lo abrazó con entusiasmo y desapareció corriendo. Sanin encontró a Gemma en la tienda. Quería decirle ella alguna cosa, pero no pudo hablar. Le temblaban los labios ligeramente, y sus párpados oscilaban sobre los inciertos ojos. Para tranquilizarla, se apresuró a asegurarle que todo había terminado, que aquel asunto no era más que una chiquillada.

—¿No ha ido a verlo nadie? —preguntó ella.

—Estuvo un caballero, nos explicamos, y… hemos llegado al acuerdo más satisfactorio.

Gemma volvió detrás del mostrador.

«No me cree2, pensó Sanin. Sin embargo, pasó al aposento inmediato, donde encontró a Frau Lenore.

Ésta ya no tenía jaqueca, pero se encontraba en una melancólica disposición de ánimo. Sonriéndole con cordialidad, le previno que se aburriría aquel día, pues no se sentía capaz de ocuparse de él. Al sentarse junto a ella, notó que tenía rojos e hinchados los párpados.

—¿Qué le pasa Frau Leonore? ¿Ha llorado usted?

—¡Silencio! —dijo, indicando con la cabeza la estancia donde se encontraba su hija —¡No diga usted eso… en voz alta!

—Pero, ¿por qué ha llorado usted?

—¡Ah, señor Sanin, yo misma no lo sé!

—¿Alguien le ha dado a usted algún disgusto?

—¡Oh, no…! Me he sentido triste de repente… he pensado en Giovanni Battista…, ¡en mi juventud! ¡Qué pronto pasó todo eso! Me hago vieja, amigo mío, y no puedo acostumbrarme a esta idea. Me parece que soy siempre la misma de antes… y llega la vejez… ¡Ya la tengo encima! —brotaron las lágrimas en los ojos de Frau Lenore —Me mira usted con extrañeza, lo veo… ¡También usted se hará viejo, amigo mío, y verá cuán amargo es eso!

Sanin se esforzó por consolarla, hablándole de sus hijos, en los cuales veía revivir su juventud. Hasta trató de bromear, diciéndole que buscaba el medio de hacer que le dijesen piropos. Pero ella le impuso silencio en tono serio; y por primera vez comprendió Sanin que nada puede consolar ni distraer de la pena el ver acercarse la vejez; hay que esperar a que esa pena se calme por sí misma. Sanin propuso a Frau Lenore jugar al tressette; no hubiera podido imaginar nada mejor. Ella consintió enseguida y pareció aclararse su negro humor.

Sanin jugó con ella antes y después de la comida. También Pantaleone tomó parte en el juego. ¡Nunca le había caído tan abajo el capote sobre la frente, nunca se le había hundido tan en lo hondo de la corbata la barbilla! Todos sus movimientos denotaban una importancia tan reconcentrada, que al mirarlo, se preguntaba cualquiera:

«¿Qué secreto podrá ser el que con tanto celo guarda este hombre?»

Pero segretezza, segretezza.

Durante todo el día se esforzó por manifestar a Sanin la más extrema consideración; en la mesa le servía primero, antes que a las damas, con aire solemne y resuelto; durante la partida de naipes, le cedió su turno y no se permitió obligarlo a plantarse; por último, declaró en redondo, sin venir a cuento, que la nación rusa era la más magnánima, la más valerosa y la más audaz del mundo. “¡Anda, viejo cómico!”, se dijo Sanin para sus adentros.

Si la disposición de ánimo de la señora Roselli lo asombraba, no menos lo sorprendía el modo de conducirse Gemma con él. Y no porque lo evitase. Antes, por el contrario, nunca se sentaba muy lejos, y lo oía hablar mirándolo; ahora, decididamente, no quiso entablar conversación con él, y en cuanto Sanin le dirigía la palabra, se levantaba ella con dulzura y se alejaba unos instantes; volvía después y se sentaba en algún rincón, donde permanecía inmóvil como quien medita, o más bien, como quien duda. Por fin la misma Frau Lenore notó lo extraño de sus maneras y en dos ocasiones le preguntó qué le ocurría.

—No es nada; —contestó Gemma —ya sabes que algunas veces soy así.

—Es verdad —asintió la madre.

De ese modo transcurrió aquel largo día, ni animado, ni languideciente, ni alegre, ni triste. Si Gemma se hubiese conducido de otro modo, ¿quién puede asegurar que Sanin no hubiera cedido a la tentación de dárselas un poco de valiente? Quizás se hubiera abandonado sencillamente a la tristeza, al pensar en una separación que podía ser eterna… Pero, falto de la oportunidad de hablar con Gemma, tuvo que limitarse, antes de tomar el café por la noche, a tocar unos acordes, en tono menor, durante un cuarto de hora, en el piano.

Emilio volvió tarde, y para evitar toda pregunta relativa a Herr Klüber, se retiró enseguida. Llegó en el momento de marcharse Sanin.

Al decir adiós a Gemma, recordó la separación de Lenski y Olga, en Eugenio Oneguin. Le apretó con mucha fuerza la mano y trató de verle de frente la cara; pero ella se volvió un poco y retiró los dedos.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 18

jueves, octubre 10th, 2013

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Buenas noches, dachas primaverales. Les dejo el Capítulo 18 de la novela que nos convoca… con un tilo.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 18

Al cabo de una hora el mozo entregó a Sanin una tarjeta vieja, mugrienta, que decía:

PANTALEONE CIPPATOLA DI VARESE
Cantante di Camera di S.A.R.(1) il Duca di Modena

Y Pantaleone en persona entró en pos del camarero. Se había cambiado de ropa de pies a cabeza. Llevaba un frac negro con las costuras de color de ala de mosca y un chaleco de piqué blanco, sobre el cual zigzagueaba una cadena de cobre dorado. Un pesado sello de cornerina bajaba hasta sus negros pantalones ajustados, de antigua moda, «de puente». Tenía en la mano derecha un sombrero negro de pelo de conejo y en la mano izquierda un par de grandes guantes de gamuza. La corbata era aún más ancha y más alta que de costumbre, y en su almidonada pechera brillaba un alfiler adornado con un ojo de gato. El índice de la mano derecha ostentaba un anillo formado por dos manos enlazadas alrededor de un corazón echando llamas.
Toda la persona del viejo exhalaba olor a baúl, a alcanfor y almizcle; y la preocupación, la solemnidad de su porte, hubiera chocado hasta al espectador más indiferente. Sanin se levantó y salió a su encuentro.

—Seré su testigo —dijo Pantaleone en francés, e inclinó todo el cuerpo hacia delante después de lo cual puso los pies en primera posición, como un maestro de baile. —Vengo a tomar sus instrucciones. ¿Desea usted batirse sin cuartel?

—¿Por qué sin cuartel, mi querido señor Pantaleone? ¡Por nada del mundo retiraría las expresiones que ayer proferí, pero no soy un bebedor de sangre! Por lo demás, aguarde usted; pronto va a venir el testigo de mi adversario, me retiraré a la habitación contigua y él se entenderá con usted. Quede usted convencido de que nunca olvidaré este servicio, por el cual le doy las gracias con todo mi corazón.

—¡El honor ante todo! —respondió Pantaleone, y se arrellanó en una butaca sin esperar a que Sanin lo invitara a sentarse —¡Si ese ferroflucto spiccebubbio, ese mercachifle de Klüber, no sabe comprender el primero de sus deberes, o si tiene miedo, tanto peor para él…! ¡Alma vil! Eso es todo. En cuanto a las condiciones del duelo, soy testigo de usted y sus intereses son sagrados para mí. Cuando vivía yo en Padua, había allí un regimiento de dragones blancos y estaba relacionado con varios oficiales… Todo su código me es familiar, y a menudo he hablado de estos asuntos con un compatriota suyo, il principe Tarbusskiy… ¿Vendrá pronto ese testigo?

—Lo espero de un momento a otro…, y aquí viene ya —añadió, mirando por la ventana.

Pantaleone se levantó, consultó la hora en su reloj, se arregló el cabello, y se apresuró a meter dentro del zapato una cinta que le salía por debajo del pantalón. Entró el alférez, siempre tan encendido y tan turbado.

Sanin presentó uno a otro los testigos.

—Von Richter, alférez… El señor Cippatola, artista…

El alférez experimentó alguna sorpresa al ver al viejo… ¡Qué hubiera dicho si alguien le hubiese cuchicheado al oído que «el artista» en cuestión practicaba también el arte culinario…! Pero Pantaleone tenía tal prosopopeya, que un duelo parecía ser para él una cosa habitual y corriente. En aquella circunstancia, los recuerdos de su carrera teatral vinieron probablemente en su auxilio, y representó el papel de testigo precisamente como un papel. El alférez y él guardaron silencio un instante.

—¡Vamos, empecemos! —dijo por fin Pantaleone, jugando, al descuido, con su sello de cornerina.

—¡Comencemos! —respondió el alférez —Pero… la presencia de uno de los adversarios…

—Señores, los dejo a ustedes —anunció Sanin, saludándolos, y entró en su dormitorio y cerró la puerta.

Se echó en la cama y se puso a pensar en Gemma. Pero la conversación de los testigos, a pesar de estar cerrada la puerta, llegaba a sus oídos. Hablaban en francés, destrozándolo ambos sin compasión, cada cual a su antojo. Pantaleone mencionaba a los dragones de Padua y de il principe Tarbusskiy; el alférez insistía en lo de las exghizes léchères (ligeras excusas) y los goups de bisdolet à l’amiaple (pistoletazos de amigo). Pero el viejo no quiso oír hablar de ningún género de exghizes. Con gran espanto de Sanin, se puso de pronto a hablar de «una joven señorita inocente, cuyo dedo meñique vale más que todos los oficiales del mundo» (oune zeune damigella innoucenta qu’a ella sola dans soun peti doa vale pinque toutt le zouffissié del mondo). Y varias veces repitió con calor: “È ouna onta, ouna onta!” (¡Es una vergüenza, una vergüenza!) Al principio, el alférez no prestó a ello ninguna atención; pero después se oyó la voz del joven, temblorosa de cólera, haciendo observar que no había venido a oír sentencias morales…

—A la edad de usted siempre es útil oír cosas justas —exclamó Pantaleone.

La discusión llegó varias veces a ser tempestuosa. Al cabo de una hora de disputas, convinieron las condiciones siguientes: «el barón von Dönhof y el señor Sanin se encontrarían al día siguiente, a las diez de la mañana, en un bosquecito cerca de Hanau; tirarían a veinte pasos, teniendo cada uno derecho a hacer dos disparos, a la señal de los testigos. Se servirían de pistolas corrientes».

Von Richter se retiró. Pantaleone abrió la puerta de la alcoba y comunicó a Sanin el resultado de la entrevista, exclamando:

—Bravo russo! Bravo giovanotto! ¡Saldrás vencedor!

Pocos instantes después se encaminaron a la confitería Roselli.

Sanin tuvo la precaución de exigir a Pantaleone el más profundo secreto acerca del duelo. Como respuesta, el viejo alzó un dedo y repitió dos veces guiñando los ojos:

—Segretezza!

Se había rejuvenecido visiblemente y andaba con paso más firme. Todos aquellos sucesos extraordinarios, aunque poco agradables, le recordaban con viveza la época en que enviaba y recibía él mismo cartas de desafío… en escena. A los barítonos, como se sabe, les gusta gallear en sus papeles.

(1)S.A.R.: Abreviatura de Su Alteza Real, igual que en español.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 17

miércoles, octubre 9th, 2013

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En medio de estas aguas de primavera, que dan de beber a la tierra para que florezca, les dejo el Capítulo 17 de nuestra novela nocturna. Últimos días de promo de Alma de noruega a $100 (no se lo pierdan).

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 17

«Aguardaré las explicaciones del caballero oficial hasta las diez», pensaba, al arreglarse por la mañana, al día siguiente, «y después, que me busque si le da la gana».

Pero los alemanes se levantan temprano; y antes de que el reloj marcase las nueve, el criado entró a anunciar a Sanin que el señor alférez (der Herr Seconde Lieutenant) von Richter(1) deseaba verlo.

Sanin se puso raudamente un redingote(2) y le dijo que lo hiciese pasar. En contra de lo que Sanin esperaba, von Richter era un jovenzuelo, casi un niño; se esforzaba en vano por dar un aire de importancia a su rostro imberbe; ni siquiera lograba ocultar su emoción, y habiéndosele enredado los pies en el sable, por poco se cae al sentarse. Después de muchas vacilaciones, y con notable tartamudeo, comunicó a Sanin, en muy mal francés, que era portador de un mensaje de su amigo, el barón von Dönhof; que su misión consistía en exigir excusas al caballero von Sanin por las expresiones ofensivas empleadas por él la víspera, y que en el caso de que el caballero von Sanin se negase a ello, el barón von Dönhof exigía satisfacción.

Sanin respondió que no tenía el propósito de presentar excusas, y que sostenía lo dicho.

Entonces, el caballero von Richter, siempre tartamudeando, le preguntó con quién, dónde y a qué hora podrían celebrarse las conferencias indispensables.

Sanin le respondió que podía volver dentro de un par de horas, y que de allí a entonces trataría de hallar un testigo.

«¿A quién diablos tomaré de testigo?», pensaba mientras tanto.

El caballero von Richter se levantó y saludó para despedirse. Pero al llegar al umbral, se detuvo como presa de un remordimiento de conciencia, y dirigiéndose a Sanin, le dijo que su amigo el barón von Dönhof no dejaba de comprender que hasta cierto punto habían sido culpa suya los sucesos de la víspera, y que, por consiguiente, se contentaría con «ligeras excusas» (des exghizes léchères[3]).

Sanin contestó a eso que no considerándose culpable de nada, no estaba dispuesto a presentar ninguna clase de excusas, ni ligeras ni pesadas.

—En ese caso, —replicó el caballero von Richter, poniéndose aún más encarnado —habrá que cruzar unos pistoletazos amistosos (des goups de bisdolet à l’amiâple[4]).

—No comprendo ni pizca lo que usted quiere decir. —observó Sanin —Supongo que no se trata de tirar al aire.

—¡Oh, no, no! —tartamudeó el alférez, desorientado por completo —Pero suponía que ventilándose el asunto entre hombres distinguidos… —se interrumpió —Hablaré con el testigo de usted —dijo, y se retiró.

En cuanto el alférez hubo salido, Sanin se dejó caer en una silla, con los ojos fijos en el suelo, diciéndose:

«¡Vaya una broma la de esta vida, con sus bruscos virajes! Pasado y futuro, todo desaparece como por arte de magia; ¡y lo único que saco en limpio es que me voy a batir en Francfort con un desconocido y no se sabe por qué!»

Se acordó de una anciana tía loca que bailaba sin cesar, cantando estas palabras extravagantes:

¡Alférez rebonito!
¡Mi pepinito!
¡Mi cupidito!
¡Báilame, mi pichoncito!

Se echó a reír y se puso a cantar como ella: «¡Alférez rebonito; báilame, mi pichoncito!»

—Pero no hay tiempo que perder; hay que moverse —exclamó en voz alta, levantándose. Y vio delante de él a Pantaleone con una esquela en la mano.

—He llamado varias veces, pero no ha oído usted. Yo creía que había salido — dijo el viejo, dándole la carta —De parte de la señorita Gemma.

Sanin tomó maquinalmente la carta, la abrió y leyó. Gemma le escribía que estaba intranquila con el asunto consabido, y que deseaba verlo de inmediato.

—La signorina está inquieta. —dijo Pantaleone, que por lo visto estaba enterado del contenido de la esquela —Me ha dicho que me informe de lo que hace usted, y que lo lleve conmigo junto a ella.

Sanin miró al viejo italiano y se quedó pensativo: una idea repentina cruzaba por su mente. En el primer instante le pareció extraña, imposible… «Sin embargo, ¿por qué no?», se dijo a sí mismo.

—Señor Pantaleone —casi gritó.

Se estremeció el viejo, sepultó el mentón en la corbata y fijó los ojos en Sanin.

—¿Sabe usted lo que pasó ayer? —prosiguió este.

Pantaleone sacudió su enorme pelambre, mordiéndose los labios, y respondió:

—Lo sé.

Apenas de regreso, Emilio se lo había contado todo.

—¡Ah, lo sabe usted! Pues bien, he aquí de qué se trata. Ahora mismo acaba de salir de aquí un oficial. Ese insolente de ayer me desafía a duelo. He aceptado, pero no tengo testigo. ¿Quiere usted ser mi testigo?

Pantaleone tembló y levantó tanto las cejas, que desaparecieron bajo sus mechones colgantes.

—¿Pero no tiene usted más remedio que batirse? —dijo en italiano; hasta entonces había hablado en francés.

—Es preciso. Negarme a ello sería cubrirme de oprobio para siempre.

—¡Hum! Si me niego a servirle a usted de testigo, ¿buscará usted otro?

—Seguramente.

Pantaleone bajó la cabeza.

—Pero permítame usted que le pregunte, signor de Zanini, si ese duelo no echará una mancha sobre la reputación de cierta persona.

—Supongo que no; pero, aunque así fuese, no hay más remedio que resignarse.

—¡Hum…! —Pantaleone había desaparecido por completo dentro de su corbata —Pero ese ferroflucto Kluberio, ¿no interviene en eso? —exclamó de pronto, levantando la nariz como si otease el aire.

—¿Él? Nada.

—¡Che! —Pantaleone se encogió de hombros con aire despectivo, y dijo con voz insegura: —En todo caso, debo dar a usted las gracias, porque en medio de mi actual rebajamiento ha sabido usted reconocer en mí un hombre decente, un galant’uomo. Con eso demuestra usted mismo ser un galant’uomo. Pero necesito pensar su proposición.

—No hay tiempo que perder, querido señor Ci… Cippa…

—…tola. —concluyó el viejo —No le pido a usted más que una hora para reflexionar. Este asunto atañe a los intereses de la hija de mis bienhechores… ¡y por eso es un deber, una obligación para mí el reflexionar…! Dentro de una hora, de tres cuartos de hora, conocerá usted mi resolución.

—Bueno, esperaré.

—Y ahora, ¿qué respuesta llevo a la signorina Gemma?

Sanin tomó un pliego de papel y escribió:

«No tenga usted miedo, mi querida amiga. Dentro de tres horas iré a verla, y todo se explicará. Le doy a usted las gracias con toda mi alma por el interés que me manifiesta.»

Y entregó la esquela a Pantaleone.

Éste la puso con cuidado en el bolsillo interior de su paletot, y después de repetir otra vez: «¡Dentro de una hora!», se dirigió a la puerta; pero bruscamente se volvió, corrió hacia Sanin, le tomó la mano, y estrechándosela contra el pecho, con los ojos levantados al cielo, exclamó:

—Nobile giovanotto! Gran cuore!(5) ¡Permita usted a un débil viejo (a un vecchiotto), estrecharle su valerosa mano! (la vostra valorosa destra).

Y dando algunos pasos de espalda, agitó ambos brazos y salió.

Sanin lo siguió con la vista…; después tomó un periódico y se creyó en el caso de leer. Pero por más que sus ojos se empeñaban en recorrer las líneas, no comprendió nada de lo que leía.

(1) Palabra alemana que significa “de”. Antepuesta a un apellido suele ser indicación de nobleza o ascendencia ilustre.
(2) Redingote: Capote de poco vuelo y con mangas ajustadas.
(3) Mala pronunciación de las palabras francesas excuses légères.
(4) Deformación de la frase en francés des coups de pistolet à l’amiable.
(5) En italiano: ¡Noble mancebo! ¡Gran corazón!

Créditos de la imagen: Aisha Yusaf

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 16

martes, octubre 8th, 2013

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AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 16

Sabido es de lo que suele componerse una comida alemana: una sopa de aguachirle con canela y unas bolitas de pasta erizadas de gibosidades; carne cocida, seca como corcho, con una grasa blanca, rodeada de remolachas fofas, de rábano picado y papas viscosas; una anguila azulenca con salsa de alcaparras en vinagre; un asado con conservas en vinagre y el imprescindible mehlspeise, especie de pudding rociado con una salsa roja agria; en cambio, vino y cerveza excelentes. Tal era el menú que el fondista de Soden presentó a sus huéspedes.

Por lo demás, el almuerzo transcurrió muy bien. En verdad, no se distinguió por una animación particular, ni siquiera cuando Herr Klüber brindó «¡Por lo que nos es querido!» (Was wir lieben!). Todo se realizó con la mayor dignidad y decoro. Después de la comida se sirvió un café claro y rojizo, un verdadero café alemán. Herr Klüber, como galante caballero, pedía permiso a Gemma para fumar un tabaco, cuando, de pronto, ocurrió una cosa imprevista, una cosa verdaderamente desagradable y hasta indigna…

Algunos oficiales de la guarnición de Maguncia se habían instalado en una de las mesas próximas. Por sus miradas y cuchicheos podía adivinarse, sin esfuerzo, que la belleza de Gemma no les había pasado inadvertida. Uno de ellos, que probablemente había estado alguna vez en Francfort, miraba a la joven como se mira a una persona conocida; estaba claro que sabía quién era. De repente se levantó, vaso en mano —los señores oficiales habían hecho ya numerosas libaciones, y el mantel aparecía cubierto de botellas delante de ellos—, y se acercó a la mesa donde estaba sentada Gemma. Era un jovenzuelo con cejas y pestañas de un rubio desvaído, aunque con una fisonomía agradable y hasta simpática, pero sensiblemente alterado por el vino que había bebido. Tenía las mejillas tirantes e inflamados los ojos, que vagaban de acá para allá, con expresión insolente. Sus camaradas quisieron contenerlo en un principio, pero lo dejaron ir. Empezado el asunto, era preciso ver en qué terminaba.

El oficial, tambaleándose un poco, se detuvo frente a Gemma, y con voz que quería hacer segura, pero en la cual, a pesar suyo, se revelaba una lucha interior, exclamó:

—¡Brindo por la más hermosa botillería que hay en todo Francfort y en el mundo entero! —de un trago apuró el vaso—¡Y en recompensa, tomo esta flor arrancada por sus divinos dedos! —y cogió una rosa que yacía junto al plato de Gemma.

Sorprendida y asustada de pronto, la muchacha se puso pálida; después, trocándose en ira su espanto, se ruborizó hasta la raíz de los cabellos. Sus ojos, fijos en el insolente, se oscurecieron y centellearon a la vez con las tinieblas y los relámpagos de una indignación desbordada.

El oficial, turbado al parecer por esa mirada, murmuró algunas palabras incoherentes, saludó y se fue a donde estaban sus amigos, quienes lo acogieron con risas y ligeros aplausos.

Herr Klüber se levantó bruscamente, se irguió en toda su estatura, y, calándose el sombrero, dijo con dignidad, pero no muy alto:

—¡Esto es inaudito! ¡Es una insolencia inaudita! (Unerhört! Unerhörte Frechheit!)

Enseguida llamó al mozo con voz severa, pidió que le trajesen la cuenta, y no contento con eso, ordenó que enganchasen el coche, añadiendo que era inconcebible que personas distinguidas viniesen a este establecimiento, donde se podía ser insultado. Al oír Gemma estas palabras, inmóvil en su sitio —una respiración jadeante sacudía su pecho—, dirigió los ojos a Herr Klüber y le lanzó la misma mirada que había lanzado al oficial. Emilio temblaba de rabia.

—Levántese usted, meine Fräulein; —profirió Herr Klüber, siempre con idéntica severidad —no conviene que permanezca usted aquí. Vamos dentro del restaurante.

Gemma se levantó sin decir nada, le presentó él su torneado brazo, puso la mano encima, y Herr Klüber se dirigió entonces al restaurante con un andar majestuoso, más solemne y arrogante, conforme se alejaba del teatro de los sucesos. El pobre Emilio los siguió todo trémulo.

Pero mientras Herr Klüber ajustaba la cuenta con el mozo, a quien no dio ni un kreuzer de propina, para castigarlo por lo sucedido, Sanin se había acercado rápidamente a la mesa de los oficiales y, dirigiéndose al que había insultado a Gemma, y que en aquel momento daba a oler su rosa a los demás, uno tras otro, con voz clara pronunció en francés estas palabras:

—¡Caballero, lo que acaba usted de hacer es indigno de un hombre de honor, indigno del uniforme que viste; y vengo a decirle a usted que es un fatuo mal educado!

El joven dio un salto, pero otro oficial de más edad lo detuvo con un ademán, lo hizo sentarse, y encarándose con Sanin le preguntó, en francés también, si era hermano, pariente o novio de aquella joven.

—Nada tengo que ver con ella. —exclamó Sanin —Soy un viajero ruso, pero no puedo permanecer impasible ante tamaña insolencia. Por lo demás, aquí está mi nombre y mi dirección; el señor oficial sabrá dónde encontrarme.

Al decir estas palabras, Sanin arrojó sobre la mesa su tarjeta, y con rápido ademán, tomó la rosa de Gemma, que uno de los oficiales había dejado caer en un plato. El joven oficial hizo un nuevo esfuerzo para levantarse de la silla, pero su compañero lo detuvo por segunda vez, diciéndole:

—¡Quieto, Dönhof! (Still, Dönhof!)

Luego se levantó él mismo, y llevándose la mano a la visera de la gorra, no sin un matiz de cortesía en la voz y en la actitud, dijo a Sanin que a la mañana siguiente uno de los oficiales de su regimiento tendría el honor de visitarlo. Sanin respondió con un breve saludo y se apresuró a reunirse con sus amigos.

Herr Klüber fingió no haber notado la ausencia de Sanin ni sus explicaciones con los oficiales; apresuraba al cochero para que enganchase los caballos, y se irritaba en extremo ante su lentitud. Gemma tampoco dijo nada a Sanin; no lo miró siquiera. Por sus cejas fruncidas, sus labios pálidos y apretados, su misma inmovilidad, se adivinaba lo que sucedía en su alma. Sólo Emilio tenía visibles deseos de hablar con Sanin y de interrogarlo; lo había visto acercarse a los oficiales, darles una cosa blanca, un pedazo de papel, carta o tarjeta. Le palpitaba el corazón al pobre muchacho, le abrasaban las mejillas; estaba pronto a echarse al cuello de Sanin, a punto de llorar, o de lanzarse con él para pulverizar a todos aquellos odiosos oficiales. Sin embargo, se contuvo y se limitó a seguir con atención cada uno de los movimientos de su noble amigo ruso.

Por fin, el cochero acabó de enganchar; subieron los cinco al coche. Emilio, precedido por Tartaglia, trepó al pescante; allí estaba más libre y no le quitaba el ojo a Klüber, a quien no podía ver tranquilamente.

Durante todo el camino discurseó Herr Klüber… y habló él solo; nadie lo interrumpió ni le hizo ninguna señal de aprobación. Insistió especialmente en lo mal que hicieron en no escucharlo cuando propuso comer en un gabinete reservado. De ese modo no hubieran tenido ningún disgusto. Enseguida enunció juicios severos y hasta con ribetes de liberalismo acerca de la imperdonable indulgencia del gobierno con los oficiales; lo acusó de descuidar la observancia de la disciplina y de no respetar bastante al elemento civil en la sociedad (das bürgerliche Element in der Societät). Después, predijo que con el tiempo esto produciría descontento general; que de eso a la revolución no había más que un paso, como lo atestiguaba (aquí exhaló un suspiro compasivo pero grave) el triste, el tristísimo ejemplo de Francia. Sin embargo, al punto añadió que personalmente se inclinaba ante el poder, y que él no sería revolucionario nunca jamás, pero que no podía dejar de manifestar su desaprobación a tanta licencia. Luego entró en consideraciones generales sobre la moralidad y la inmoralidad, las conveniencias y el sentimiento de la dignidad.

Durante el paseo que precedió a la comida, Gemma no había parecido enteramente satisfecha de Herr Klüber, y por eso mismo se había mantenido un poco apartada de Sanin, como si la presencia de este la turbase; pero a la vuelta, mientras escuchaba perorar a su prometido, era evidente que se avergonzaba de él. Al final del viaje experimentaba un verdadero sufrimiento, y, de pronto, dirigió una mirada suplicante a Sanin, con quien no había reanudado la conversación. Por su parte, Sanin sentía más compasión hacia ella que descontento contra Klüber, y hasta, sin confesárselo del todo, se regocijaba en secreto por lo acontecido aquel día, aun cuando esperaba las condiciones de un duelo para la mañana siguiente.

La penosa partie de plaisir(1) concluyó. Al ayudar a Gemma a apearse del coche ante la puerta de la confitería, sin decir una palabra, Sanin le puso en la mano la rosa que había rescatado. Se ruborizó ella, le apretó la mano e inmediatamente ocultó la flor. Aunque apenas era de noche, ni él tuvo ganas de entrar en la casa, ni tampoco ella lo invitó a que lo hiciese. Además, apareció en el quicio de la puerta Pantaleone y anunció que Frau Lenore estaba durmiendo. Emilio murmuró un tímido adiós a Sanin: casi le tenía miedo; ¡tanta era la admiración que le produjo! Klüber acompañó a Sanin en coche hasta la fonda y lo dejó allí, haciéndole un saludo afectado. A pesar de toda su suficiencia, este alemán, ordenado al extremo, se sentía un poco molesto. En fin, todos ellos, quién más, quién menos, se encontraban a disgusto.

Preciso es decir que ese sentimiento de malestar se disipó enseguida en Sanin y se trocó en un estado de ánimo bastante vago, pero alegre y hasta triunfal. Se puso a silbar paseándose por su cuarto. Estaba contentísimo de sí mismo y no quería pensar en nada.

(1)En francés: Salida de placer.

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