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AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 5

domingo, septiembre 22nd, 2013

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Última noche de promo de Kaifeng Imperial. Vamos sin perder tiempo con el Capítulo 5 de Aguas de primavera. Hasta mañana. Que empiecen una linda semana.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 5

Gemma escuchaba a su madre, y tan pronto reía como suspiraba o le pasaba suavemente la mano sobre el hombro o la amenazaba en broma con el dedo, y algunas veces miraba a Sanin. Por último, se levantó, estrechó a su madre entre los brazos y la besó en el cuello, debajo de la barbilla. La madre hipaba de tanto reír.

Sanin trabó conversación con Pantaleone. Supo que éste había sido barítono y había cantado ópera, pero que hacía mucho tiempo que había abandonado la carrera teatral y ocupaba en la familia Roselli un término medio entre un sirviente y un amigo de la casa. A pesar de su larga residencia en Alemania, no había aprendido nada de alemán; sólo conocía algunas palabrotas que destrozaba sin piedad. Ferroflucto spiccebubbio(1)! decía de casi todos los alemanes. Hablaba el italiano a la perfección, pues era de Sinigaglia, donde se escucha lingua toscana in bocca romana.

Emilio se dejaba mimar y se abandonaba a las agradables impresiones de un convaleciente o de alguien que acaba de escapar a un grave peligro; por lo demás, aparte de eso, era fácil ver que todos los de la casa lo mimaban. Dio las gracias con timidez a Sanin, y arremetió con el jarabe y las golosinas. Sanin se vio obligado a tomar dos jícaras de excelente chocolate y a ingerir una considerable cantidad de bizcochos; no hacía más que tragar uno, cuando ya Gemma le presentaba otro. ¿Cómo rechazárselo? Bien pronto se sintió a sus anchas, como en su casa; las horas corrían con una rapidez inverosímil. Tuvo que hablar de muchos asuntos: de Rusia en general, del clima, de la sociedad, de los campesinos rusos —y, en particular, de los cosacos—, de la guerra de 1812, de Pedro el Grande(2), del Kremlin, de las campanas y de las canciones rusas. Las dos damas tenían sólo una idea muy vaga de nuestra inmensa y lejana patria. La señora Roselli —o, como solían llamarla, Frau Lenore— dejó estupefacto a Sanin al preguntarle si aún existía la célebre casa de hielo construida en Petersburgo el siglo pasado, y a propósito de la cual había leído recientemente un artículo muy interesante en uno de los libros de su difunto esposo: Bellezze delle arti. Y como Sanin exclamase «¿De veras se figura usted que no hay verano en Rusia?», Frau Lenore le explicó que ella se la había imaginado siempre como un país de nieves eternas, todo el mundo envuelto en pieles y todos los hombres militares, pero de una extremada hospitalidad y campesinos muy sumisos. Sanin se esforzó en darle informes más precisos, así como a su hija. La conversación recayó en la música rusa, y al punto le pidieron que cantase un aire ruso cualquiera, y le indicaron, en un rincón de la pieza, un pianito en el que las teclas blancas ocupaban el lugar de las negras, y viceversa. Obedeció sin hacerse de rogar, y acompañándose como pudo con dos dedos de la mano derecha y tres de la izquierda: (pulgar, corazón y meñique), cantó un poco nasalmente y con vocecita de tenor, primero el Sarafán y después Po ulitse mostowoy (Por en medio de la calle). Las damas elogiaron la voz y la melodía, pero les admiró sobre todo la dulzura y la sonoridad de la lengua rusa, y le rogaron que tradujese el texto. Sanin accedió gustoso; mas como las palabras del Sarafán y de Po ulitse mostowoy —que él traducía a su modo: “Sur une rue pavée une jeune fille allait al’eau”(3)— no podían darles una idea muy halagüeña de la poesía rusa, Sanin declamó, tradujo y cantó, no sin degollarla un poco en el estribillo, la poesía de Pushkin(4). Recuerdo esas horas divinas, con música de Glinka(5). Las damas quedaron entonces entusiasmadas, y Frau Lenore hasta descubrió en la lengua rusa pasmosas analogías con la italiana: “Mognovenie” (o vieni), “sa mnoi” (siam noi), etcétera. Los mismos apellidos de Glinka y Pushkin que pronunciaba Pussekin, le parecieron tener una armonía familiar para su oído.

Sanin, a su vez, rogó a las damas que le cantasen alguna cosa. Tampoco ellas hicieron muchos melindres. Frau Lenore se puso al piano y cantó con su hija algunos dúos y stornelli(6). La madre debió de haber tenido en sus tiempos una buena voz de contralto; la voz de la joven, aunque un poco débil, era agradable.

(1) Deformación de las palabras alemanas verfluchte spitzbube (canalla maldito).
(2) Pedro el Grande: Se alude a Pedro I el Grande (1672-1725), zar de Rusia entre 1682 y 1725, cuyas campañas militares y esfuerzos de modernización convirtieron a Rusia en un imperio con amplia presencia en los asuntos europeos.
(3) En francés: Por una calle empedrada, iba una joven por agua.
(4) Aleksandr Serguéievich Pushkin (1799-1837), poeta y dramaturgo, iniciador de la literatura rusa; su amor a la libertad fue una constante en su creación; su obra más conocida es Eugenio Oneguin (1831).
(5) Mijaíl Ivánovich Glinka (1804-1857), compositor ruso considerado el fundador de la escuela de música nacionalista rusa.
(6) Stornelli: En italiano: coplas.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 4

sábado, septiembre 21st, 2013

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Empezó la primavera no más, con agua, como para hacer honor al título de nuestra novela y también con flores de amor siempre joven. Pienso en la voz del Flaco, cantando «la lluvia borra la maldad y lava todas las heridas de tu alma…» y me reconforta un poco. Bueno, taza de Kaifeng Imperial (que está de parabienes) y el Capítulo 4 de nuestra lectura nocturna.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 4

Hora y media después estaba Sanin de vuelta en la confitería de Roselli, donde lo recibieron como de la familia. Emilio estaba sentado en el mismo diván en que le habían dado las friegas. El doctor se había retirado, luego de extender una receta y recomendar que preservasen cuidadosamente, al muchacho, las emociones fuertes, a causa de su temperamento nervioso y predispuesto a las enfermedades del corazón. Emilio había sufrido otros desmayos de ese género, pero no tan profundos ni tan prolongados. Por lo demás, el doctor aseguraba que por el momento no existía ningún peligro.

El joven estaba como corresponde a un convaleciente, arropado en una amplia bata, y su madre le había puesto al cuello un pañuelo de lana azul; pero Emilio tenía una expresión alegre, casi como en día de fiesta. Todo a su alrededor emanaba también un aire de fiesta. En una mesita redonda, con su pulcro mantel, puesta frente al diván, se erguía una enorme chocolatera de porcelana llena de aromático chocolate, y rodeada de jícaras, frascos de jarabe, platos colmados de bizcochos y panecitos ovalados, y hasta ramos de flores. Seis velas finas ardían en dos antiguos candelabros de plata. A un lado del diván se hallaba un mullido sillón estilo Voltaire, donde Sanin se vio obligado a sentarse. Todos los moradores de la confitería, a quienes había conocido aquella tarde, se encontraban allí reunidos, sin exceptuar al gato ni a Tartaglia, y todos tenían cara de pascuas: hasta el perro estornudaba de gozo; sólo el gato continuaba haciendo arrumacos y guiños.

Fue preciso que Sanin dijese su apellido, nombres y condición, así como el lugar de nacimiento. Al saber que era ruso, las dos damas prorrumpieron en exclamaciones de asombro, y ambas, al mismo tiempo, afirmaron que pronunciaba el alemán a la perfección; pero añadieron que si Sanin prefería hablar en francés, podía emplear este idioma, que ellas también comprendían y hablaban con facilidad. Sanin aprovechó en el acto el ofrecimiento: «¡Sanin, Sanin!». Jamás habían podido imaginar las dos damas que un apellido ruso fuese tan fácil de pronunciar. No menos les agradó su nombre de pila, Dmitri.

La señora dijo que en su juventud había oído cantar una ópera magnífica, Demetrio e Polibio(1) pero declaró que «Dmitri» era mucho más bonito que «Demetrio».

Sanin estuvo conversando así cerca de una hora. Por su parte, las damas lo iniciaron en todos los detalles de su existencia. La madre, dama de cabello gris, era la más locuaz. Hizo saber a Sanin que se llamaba Leonore Roselli, que había perdido a su marido Giovanni Battista Roselli, quien veinticinco años antes se había establecido en Francfort, de confitero; que Giovanni Battista era natural de Vicenza y un hombre buenísimo, aunque un poco vivo de genio, altanero, y encima ¡republicano! Al decir estas palabras, la señora Roselli señalaba con el dedo un retrato al óleo, colgado encima del diván. Debe suponerse que el pintor —»también republicano», añadió suspirando la señora Roselli— no había estado muy feliz con el parecido, pues en el retrato, el difunto Giovanni Battista daba la sensación de un torvo bandolero con cara de pocos amigos, algo así como un Rinaldo Rinaldini. En cuanto a la señora Roselli, había nacido en «la antigua y soberbia ciudad de Parma, donde existe aquella magnífica cúpula pintada por el inmortal Correggio»(2) pero su larga permanencia en Alemania la había germanizado casi por completo. Después, moviendo tristemente la cabeza, añadió que ya no le quedaba más que aquella hija y aquel hijo (los señaló uno tras otro con el dedo), que la hija se llamaba Gemma y el hijo, Emilio, que los dos eran buenos muchachos y obedientes. Emilio sobre todo…

-¿Y yo, no soy obediente?- interrumpió la hija.

-¡Oh!, tú… eres también republicana- respondió la madre.

Luego dijo que, naturalmente, los negocios no iban tan bien como en tiempos de su marido, maestro en el arte de la confitería…

-Un grand’uomo!- gruñó Pantaleone con aire sombrío

…pero que, gracias al cielo, aún se encontraban medios de vivir.

(1)Demetrio e Polibio: La primera que escribió Gioacchino Rossini (1792-1868), compositor italiano conocido especialmente por sus óperas cómicas. Entre sus obras más famosas están: El barbero de Sevilla, compuesta en 1816 y Guillermo Tell, en 1829.
(2)Correggio: Su verdadero nombre era Antonio Allegri, llamado Correggio, (c. 1489-1534), pintor italiano del Renacimiento cuyas innovaciones en el tratamiento del espacio y movimiento anticipan el estilo barroco. Su sobrenombre proviene de la ciudad donde nació.

Foto: Kathleen Hauschild

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 3

viernes, septiembre 20th, 2013

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Última noche de invierno. ¿Será? Últimos días de promo de Kaifeng Imperial, también. Aquí preparamos una tetera con un poco de jengibre extra, para leer el Capítulo 3 de Aguas de primavera. Que lo disfruten.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 3

Tenía la nariz un poco grande, pero de bella forma aguileña; un ligero bozo sombreaba apenas su labio superior. Su tez de un mate uniforme y una palidez de ámbar o de marfil, las ondas lustrosas de sus cabellos, recordaban la Judith de Allori(1) en el palacio Pitti(2) ¡Y qué ojos, sobre todo! Ojos de un gris oscuro con un círculo negro en la pupila, ojos espléndidos, ojos triunfantes, aun en ese momento en que el espanto y el dolor apagaban su brillo. Involuntariamente recordó Sanin el maravilloso país que acababa de abandonar; pero ni siquiera en Italia había visto nunca nada parecido. La respiración de la joven era rara y desigual; hubiérase dicho que para respirar aguardaba cada vez a que su hermano recobrase el aliento.

Sanin friccionaba sin descanso. No se limitaba a mirar a la joven: le llamaba también la atención la original figura de Pantaleone. Desfallecido, sin resuello, el viejo se estremecía a cada movimiento del cepillos, exhalando un gañido quejumbroso; y sus enormes mechones de pelo, bañados en sudor, se balanceaban con pesadez de un lado a otro, como las raíces de alguna planta grande socavadas por una corriente de agua.

“Quítele usted las botas, por lo menos”, iba a decirle Sanin… El perro de aguas, probablemente trastornado por el carácter extraordinario de estos sucesos, se agachó sobre las patas delanteras y se puso a ladrar.

—¡Tartaglia, canaglia! —cuchicheó el viejo en tono amenazador.

Pero en ese momento, el rostro de la joven se transfiguró; se alzaron sus cejas, se agrandaron aún más sus grandes ojos, radiantes de júbilo…

Sanin volvió la cabeza… La cara del muchacho iba cobrando un poco de color, los párpados habían temblado y palpitaron las aletas de la nariz; aspiró el aire entre los dientes, apretados aún, y lanzó un suspiro.

—¡Emilio! —exclamó la joven. —¡Emilio mío!

Se abrieron los grandes ojos negros de Emilio; aún miraban con vaguedad, pero sonreían ya débilmente. La misma sonrisa cruzó por sus labios pálidos; enseguida movió el brazo que colgaba lacio y, con un esfuerzo, lo alzó hasta el pecho.

—¡Emilio! —repitió la joven, levantándose.

La expresión de su rostro era tan viva, tan intensa, que parecía pronta a deshacerse en llanto o a echarse a reír.

—¡Emilio! ¿Qué pasa? ¡Emilio! —gritó una voz en la habitación inmediata.

Y una señora morena, de pelo entrecano, pulcramente vestida, entró con paso rápido. La seguía un hombre de cierta edad, y por encima de su hombro asomaba la cabeza de una criada.

La joven corrió al encuentro de la dama.

—¡Está salvado, mamá! ¡Vive! —exclamó, estrechando convulsa entre sus brazos a la señora.

—Pero, ¿qué ha sucedido? —repitió ésta. —Venía yo a casa, y me encuentro al señor doctor con Luisa…

Mientras la joven contaba lo ocurrido, el doctor se acercó al enfermo, quien iba recobrándose, y continuaba sonriendo con aire un poco forzado, como si estuviese confuso por el susto que había causado.

—Por lo que veo, —dijo el doctor a Sanin y a Pantaleone— le han frotado ustedes con cepillos; han hecho ustedes muy bien. Fue una idea acertadísima. Veamos ahora qué otro remedio…

Tomó el pulso al joven y le dijo:

—Saque la lengua.

La señora se inclinó con ternura sobre su hijo; el muchacho sonrió más francamente, levantó la vista hacia ella y se puso encarnado. Sanin comprendió de que estaba de más, y pasó a la tienda. Pero antes de poner la mano en el pestillo de la puerta de salida, se le apareció de nuevo la joven y lo detuvo.

—¿Se va usted? —dijo, mirándolo de frente con gentil mirar —No lo detengo; pero es absolutamente preciso que venga a vernos esta noche. Le estamos tan agradecidos (tal vez ha salvado usted la vida a mi hermano), y queremos darle las gracias. Mamá es quien se lo ruega. Debe decirnos Usted quién es, y venir a participar de nuestra alegría.

—Pero, ¡si hoy mismo salgo para Berlín! —balbuceó Sanin.

—Le sobrará a Usted tiempo. —replicó la joven con presteza —Venga usted, dentro de una hora, a tomar una jícara de chocolate con nosotros… ¿Me lo promete? Tengo que volver junto a mi hermano. ¿Vendrá usted?

¿Qué podía hacer Sanin?

—Vendré —respondió.

La joven le apretó la mano con rapidez y se volvió corriendo. Sanin se encontró en la calle.

(1) Alessandro Allori (1535-1607), pintor italiano.
(2) Palacio Pitti: Antigua residencia de los duques de Florencia, situada frente a la plaza de los Pitti, convertido en la actualidad en un museo de arte. Es el mayor y uno de los más monumentales de los palacios almohadillados que caracterizan la arquitectura renacentista florentina.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 2

jueves, septiembre 19th, 2013

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AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 2

Una joven de unos diecinueve años, con los negros cabellos flotando, esparcidos sobre los hombros desnudos, se precipitó en la tienda con los brazos extendidos, igualmente desnudos. Al ver a Sanin, se lanzó a su encuentro, le agarró una mano y tiró de ella, diciéndole con voz entrecortada:

—¡Pronto, pronto, por aquí, sálvelo usted!

Sanin no siguió en el acto a la joven; no porque dudase en obedecerla, sino porque la sorpresa lo había dejado inmóvil. Jamás había visto belleza semejante. Se volvió ella hacia él, y su voz, su mirada, la mano libre oprimiéndole la mejilla pálida, expresaban tal desesperación mientras le repetía: “¡Pero venga usted, venga usted!”, que se precipitó en pos de la muchacha por la entornada puerta.

En la segunda estancia vio, tendido en un diván de crin pasado de moda, a un muchacho de unos catorce años, muy parecido a la joven; sin dudas era su hermano. Aquel niño estaba muy pálido, más bien blanco, con reflejos amarillos como la cera o como un mármol antiguo. Tenía los ojos cerrados; la sombra de sus espesos cabellos negros le cubría la frente inmóvil y lisa, las cejas finamente dibujadas e inertes; se veían brillar los dientes apretados entre sus amoratados labios. Parecía no respirar ya. Tenía uno de los brazos puesto detrás de la cabeza, y el otro colgando pesadamente hasta el suelo. El niño estaba vestido de pies a cabeza, y abotonado de arriba a abajo; tenía puesta la corbata, oprimiéndole el cuello.

La joven se abalanzó a él, lanzando un grito de angustia.

—¡Está muerto, está muerto! Ahora mismo estaba sentado ahí; charlábamos juntos… De pronto se ha caído y no ha hecho ningún movimiento… ¡Dios mío! ¿Es posible que no se le pueda socorrer? ¡Y mamá no está aquí…! ¡Pantaleone! ¡Pantaleone! ¡Vamos! ¿Y el doctor? — añadió en italiano —¿Has ido en busca del doctor?

—Signora, no he ido; he enviado a Luisa —dijo una voz cascada, detrás de la puerta.

Y un anciano, vestido con frac de color lila y botones negros, alta corbata blanca, pantalón de manquín (1) muy corto y medias de lana azul, entró en el cuarto rengueando con sus piernas zambas. Su cara diminuta desaparecía, casi por entero, bajo una inmensa maraña de cabellos grises como el acero. Erizados en todos los sentidos y cayendo en mechones desordenados, esos cabellos daban a la fisonomía del viejo cierta semejanza con la de una gallina moñuda; y esto era aún más chocante, cuanto que bajo aquel grisáceo matorral sólo podían distinguirse una nariz picuda y unos ojos amarillos y completamente redondos.

—Luisa tiene buenas piernas, y yo no puedo correr —prosiguió en italiano el viejecito, levantando uno tras otro los pies gotosos y planos, calzados con zapatos de cordones —Pero he traído agua.

Con los dedos flacos y nudosos apretaba el estrecho gollete de una botella.

—¡Pero Emilio se morirá entretanto! — exclamó la joven, y extendió las manos hacia Sanin —¡Oh, caballero! O mein Herr! ¿No puede usted socorrerlo?

—Hay que sangrarlo; esto es un ataque de apoplejía —dictaminó el viejo llamado Pantaleone.

Sanin no tenía ni la más ligera noción de medicina, pero sabía perfectamente que los niños de catorce años no suelen tener ataques de apoplejía.

—Esto es un síncope y no… lo que usted supone — dijo a Pantaleone —¿Tiene usted cepillos?

El viejo volvió hacia Sanin su carita.

—¿Qué?

—¡Cepillos, cepillos! —replicó Sanin en alemán y en francés; y haciendo el ademán de quien cepilla ropa, volvió a repetir: —¡Cepillos!

El anciano acabó por comprender.

—¡Ah, cepillos! Spazzette? Ciertamente, tenemos cepillos.

—Tráigalos usted aquí; vamos a quitarle la corbata y el paletot (2) y después le daremos unas friegas.

—¡Bien… Benone! ¿Y no hay que echarle agua por la cabeza?

—No… más tarde. Por ahora, vaya usted pronto a buscar los cepillos.

Pantaleone dejó en el suelo la botella, salió corriendo y regresó enseguida con dos cepillos, uno para la ropa y otro para la cabeza. Lo acompañaba un perro de aguas, de rizosas lanas, que, meneando sin cesar la cola, se puso a mirar curioso al viejo, a la joven y hasta a Sanin, como si inquiriera qué significaba todo aquel barullo.

Sin perder tiempo, Sanin quitó el paletot al muchacho siempre inmóvil, le desabrochó el cuello, le subió las mangas de la camisa y, armado de un cepillo, se puso a frotarle con todas sus fuerzas el pecho y los brazos. Pantaleone le pasaba no menos enérgicamente el otro cepillo, el del pelo, por las botas y los pantalones.

La joven se había arrodillado junto al diván y, con la cabeza apoyada entre ambas manos, contemplaba a su hermano con los ojos fijos, sin pestañear siquiera. Sanin seguía frotando y la miraba a veces de reojo. ¡Dios mío, qué hermosa era!

(1) Manquín: tipo de tela de color anteado —amarillo pálido—, fabricada originalmente en Nankín a partir de una variedad amarilla de algodón. Posteriormente fabricada a partir de algodón ordinario que luego es sometido a un proceso de teñido.
(2) Paletot: Abrigo o gabán de paño grueso, largo y entallado, pero sin faldas como el levitón.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 1

miércoles, septiembre 18th, 2013

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AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO I

Era el verano de 1840. Sanin acababa de cumplir veintidós años; volvía de Italia a Rusia, y se hallaba de paso en Francfort. Sin familia casi, poseía una fortuna no muy cuantiosa, pero de la que podía disponer a su antojo. Un pariente lejano le había dejado unos miles de rublos de herencia, y él resolvió gastárselos en el extranjero antes de ingresar en la administración, antes de ponerse al lomo la albarda oficial necesaria para asegurarse la subsistencia. En efecto, Sanin había puesto en práctica su proyecto; y tal maña se dio, que el mismo día de llegar a Francfort tenía el dinero justo para volver a San Petersburgo. En 1840 eran escasos los ferrocarriles; los señores viajeros iban en diligencia. Sanin sacó su boleto, pero la diligencia no partía hasta las once de la noche. Le quedaba mucho tiempo disponible. Por fortuna el día era magnífico y Sanin, después de haber almorzado en la fonda El Cisne Blanco, célebre en a la sazón, salió a callejear por la ciudad. Fue a ver la Ariadna de Dannecker (1) y no le pareció nada del otro mundo; visitó la casa de Goethe (sólo había leído de ese poeta el Werther y en una traducción francesa); paseó por la orilla del Main (2) y se aburrió como corresponde a un concienzudo viajero ocioso; por último, hacia las seis de la tarde, fatigado, polvorientos los zapatos, se encontró en una de las calles menos importantes de Francfort, calle que, sin embargo, estaba destinada a no borrársele de la memoria en largo tiempo.

En la fachada de una de las pocas casas de esa calle, vio un letrero que anunciaba a los transeúntes la «Confitería Italiana de Giovanni Roselli». Entró a tomar un vaso de limonada. En la primera pieza, detrás de un modesto mostrador, en los estantes de una alacena pintada, se ostentaban simétricamente, como en una farmacia, algunas botellas con etiquetas doradas y frascos de cristal de ancha boca llenos de bizcochos, pastillas de chocolate y caramelos. No había nadie en esa habitación; sólo un gato gris ronroneaba guiñando los ojos y amasando suavemente con las patitas una alta silla de paja puesta junto a la ventana; una canasta de madera tallada yacía boca abajo en el suelo, y junto a ella un grueso ovillo de lana roja resplandecía en un rayo oblicuo del sol poniente. Un ruido confuso, extraño, salía de la estancia contigua. Sanin esperó a que la campanilla de la puerta hubiese dejado de sonar, y dijo en voz alta:

-¿No hay nadie aquí?

En el mismo instante se abrió la puerta de la pieza vecina… Sanin se quedó petrificado de asombro.

(1) Johann Heinrich von Dannecker (1758-1844), escultor alemán.
(2) Main (Meno): Río de Alemania de aproximadamente 494 km. Afluente importante
del río Rin, se une a este frente a la ciudad de Mainz (Maguncia).

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN S. TURGUÉNIEV – INTRODUCCIÓN

lunes, septiembre 16th, 2013

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Buenas noches, amigos dacheros y lectores! Vaso de té en mano, vamos cerrando el día con la lectura de AGUAS DE PRIMAVERA de IVÁN S. TURGUÉNIEV, que comienza así:

«Días que fueron felices,
pasados años amables,
¡qué deprisa habéis corrido,
cual aguas primaverales!»
(de una vieja romanza)

…Sería poco más de la una de la madrugada cuando volvió a su despacho. Despidió al criado que había encendido las velas y, dejándose caer en una butaca junto al fuego, se cubrió el rostro con ambas manos.

Nunca había sentido tal cansancio físico y moral. Había pasado la velada con amables damas e inteligentes caballeros. Algunas de las damas eran bonitas; la mayor parte de los caballeros se distinguían por el talento y el ingenio; él mismo se había mostrado interlocutor ameno y hasta brillante… Y, a pesar de todo eso, nunca le había acometido, nunca le había asfixiado de manera tan irresistible aquel taedium vitae, aquel “tedio de la vida” de que hablaban ya los antiguos romanos.

De haber sido más joven, hubiera llorado de fastidio, de angustia y de depresión nerviosa. Una amargura ocre y corrosiva como la del ajenjo llenaba su alma entera; cierto «no sé qué» pertinaz y execrable, repugnantemente doloroso, lo envolvía por todas partes como una oscura noche otoñal, y no sabía cómo desprenderse de aquella oscuridad, de aquella amargura. Inútil pensar en el sueño, presentía que no iba a venir en su auxilio.

Insensiblemente, se sumió en lentas reflexiones, inconexas y tristes.

Meditó acerca de lo vano, de lo inútil, de la trivial falsedad de todo lo humano. Todas las épocas de su vida —acababa de cumplir cincuenta y dos años— desfilaron poco a poco ante los ojos de su pensamiento, y en ninguna de ellas encontró compasión.
¡Agitarse siempre en el vacío y la nada, andar siempre dando tajos y mandobles al aire, siempre embelesarse medio cándida, medio conscientemente con el señuelo de vanas quimeras! “Poco importa lo que contenta a un niño. Hay que dárselo con tal de que no llore”, como dice un proverbio ruso, unas veces inconscientemente y otras de manera deliberada, para que luego, de pronto, cuando menos se esperaba, surgiera la vejez y, con ella, ese temor a la muerte que crece constantemente, que todo lo corroe y lo mina… Luego, ¡de pronto, al abismo!

¡Y menos mal si se desenvolvía así la vida! Porque también podía ocurrir que, antes del fin, lo atacaran, como la herrumbre ataca al hierro, los achaques y los dolores…

El mar de la vida no se le ofrecía cubierto de olas tumultuosas como lo describen los poetas; no, él se imaginaba ese mar imperturbablemente liso, como un espejo quieto y transparente hasta lo más oscuro del fondo; él iba en una frágil barquichuela y allá abajo, en aquel oscuro fondo cenagoso, apenas vislumbraba unos monstruos informes: todas las miserias de la vida, las dolencias, los pesares, la locura, la pobreza, la ceguera… Pero se fijaba y, de pronto, uno de los monstruos se desprendía de las tinieblas, subía y subía, haciéndose sus contornos más precisos, más repulsivamente precisos… Otro minuto y se volcará la barca impelida por él. Pero ya parece desvanecerse de nuevo, se aleja, desciende al fondo y allí se queda tendido, agitando apenas la cola… Sin embargo, ha de llegar el día fatal y, ese día, el monstruo hará zozobrar la barca.

Sacudió la cabeza, se levantó de un salto de la butaca, dio un par de vueltas por la habitación y se sentó ante el escritorio; después, abriendo una tras otra todas las gavetas, se puso a revolver papeles, cartas antiguas, la mayor parte de mujeres. Él mismo ignoraba por qué hacía eso, pues no buscaba nada. Lo único que quería era distraerse con cualquier cosa para ahuyentar los pensamientos, que lo perseguían como una pesadilla.

Desdobló al azar algunas cartas. De una de ellas se desprendió una flor seca, atada con una cinta marchita. Se encogió de hombros, miró a la chimenea y puso a un lado las cartas, como si hubiese decidido arrojar al fuego aquellos recuerdos inútiles.

Siguieron sus manos explorando febrilmente las gavetas; de pronto, un brillo intenso le encendió los ojos, abiertos de par en par, y atrajo con suavidad hacia sí una cajita octogonal, de forma anticuada, y levantó despacio la tapa. Dentro de la caja, envuelta en algodón amarillento, había una crucecita de granates.

Tratando de recordar, estuvo unos instantes contemplándola; de repente, dio un débil grito… Lo que se retrató en su rostro no fue pesar ni júbilo, era como si hubiese encontrado de improviso a alguien tiernamente amado en otra época, al que no veía hacía largo tiempo, pero reconocible aún, y, sin embargo, muy cambiado por los años.

Se levantó, volvió a sentarse junto a la chimenea, y de nuevo ocultó la cara entre las manos… “¿Por qué hoy, por qué hoy precisamente?”, pensó. Y le acudieron a la memoria muchas cosas lejanas del pasado.

Recordaba…

Pero primero debo decir su apellido y sus nombres de pila y patronímico. Nuestro protagonista se llama Dmitri Pávlovich Sanin.

Y he aquí lo que recordaba:

(Continuará)

TÉ LITERARIO – IVÁN TURGUÉNIEV – AGUAS PRIMAVERALES

domingo, septiembre 15th, 2013

17-Libros. Te. Tarde.

Largamos!!! Prepararon sus teteras? Aquí nos trajimos a la cama unos vasos de Dunas del Magreb, para empezar a leer juntos. Vamos con una brevísima biografía del autor para ubicarnos en época y mañana, sí, damos comienzo a la obrita que nos convoca.

Nacido en Spaskoi-Lutóvinov (Oriol), inmensa propiedad territorial regida con mano férrea por su madre, Varvara Turguéniev, el joven Iván se educó libre de la opresión de su padre, un coronel de húsares que había abandonado el hogar conyugal. Allí tuvo ocasión de establecer los primeros contactos con el campesinado ruso que constituía la servidumbre rígidamente sometida a la severidad de su madre.

En 1827 se trasladó a Moscú para iniciar sus estudios, y en 1833 ingresó en la universidad de San Petersburgo, donde cursó la carrera de Filosofía. Muy influido por la literatura de sus contemporáneos (especialmente, Pushkin y Gógol), comenzó a introducirse en el mundo de las Letras con la difusión de sus primeros poemas, netamente románticos. Era Turguéniev, por aquel entonces, un joven liberal que, por reacción contra la familia terrateniente de la que procedía, se había proclamado republicano.

A partir de 1838 continuó su formación universitaria en Berlín, donde quedó fascinado por la escuela idealista hegeliana y los pensadores rusos que mejor la defendían en aquellos años: Alexandr Herzen, T. Granovski y N. Stankevich. Cada vez más próximo al anarquismo, trabó amistad con Bakunin (con cuya hermana Tatiana sostuvo una apasionada relación amorosa) y acentuó sus discrepancias con el régimen absolutista de los zares. Sin embargo, el suyo era un idealismo más pendiente de la palabra que de la acción.

Entre 1841 y 1843 trabajó para la administración pública, al paso que desarrollaba una intensa actividad poética que culminó en Parasha (1843), su primer libro de poesía. También estrenó durante aquel año su primera obra teatral (Una imprudencia). En 1844 se inició en la aventura narrativa con la publicación de Andréi Kólosov, novela corta que mereció los elogios de Vissarión Grigórievich Belinski. Paralelamente, su relación con su madre se fue deteriorando, al tiempo que crecía su devoción por la cantante gala Pauline Viardot, por quien abandonaría Rusia, en 1847, para establecerse en Francia y por cuyo amor estuvo preso hasta el fin de sus días. Turguéniev se instaló con ella en su castillo de Courtavenel, y de allí pasó a París, donde se estableció en un hotel, se entregó de lleno a la literatura y entabló relaciones con figuras tan destacadas como George Sand, Chopin y Merimée.

Turguéniev participó en el enfrentamiento ideológico que surgió entre dos grupos de intelectuales, llamados respectivamente occidentalizantes y eslavófilos. Los primeros animaban a los rusos a que se incorporaran a Europa Occidental, con el fin de que pudieran participar de las mejoras en su nivel de vida que ello conllevaría. Los segundos, en cambio, extremadamente ortodoxos, reivindicaban las tradiciones más arraigadas de Rusia y pensaban que debían permanecer a salvo de cualquier influencia externa.

Sus primeros escritos parisinos, dominados por la melancolía de su país natal, narran escenas rurales entre el campesinado y los propietarios rusos. Se trata de relatos que, como Jor y Kalinich, fueron publicados en el volumen de cuentos titulado Relatos de un cazador (1852), dentro de la revista rusa El contemporáneo. Huyendo de una retórica excesivamente recargada, Turguéniev presenta unas estampas campestres descritas con un estilo realista simple, donde la dureza de la vida campesina queda tamizada por el tenue lirismo de la voz narradora. Según Dostoievsky, estos Relatos de un cazador sólo muestran «la literatura de un propietario territorial», en la medida en que reflejan la visión tibia de un hombre poco comprometido con la realidad política de su país. Y es que, en efecto, a pesar de sus ideas, Turguéniev no deja de ser un miembro de una familia terrateniente, un hombre acomodado que sólo ve el lado poético y la atmósfera lírica del entorno rural ruso.

En 1852, la muerte de su madre le obligó a retornar a Rusia y a hacerse cargo de sus provechosas posesiones latifundistas. Heredero de una inmensa fortuna, Turguéniev sufrió las primeras consecuencias de su indecisa ideología: por una parte, se preocupó por mejorar la situación de sus siervos; pero, por otra, no se decidió a liberarlos. Confinado en su hacienda, tras haber sido procesado por un artículo necrológico dedicado a Gógol (autor considerado subversivo), continuó escribiendo relatos -Mumú (1854), Un rincón tranquilo (1855)- y obras dramáticas. En 1856 publicó su primera novela, Rudin, en la que brota la semilla de todo su posterior entramado narrativo; allí desarrolla extensamente su teoría de los «hombres superfluos», jóvenes intelectuales formados en la universidad e inflamados de ideas revolucionarias, incapaces, sin embargo, de operar en la sociedad. El protagonista es uno de esos «hombres superfluos» que abundan en toda su obra, un intelectual inflamado en ideas y palabras, pero carente de voluntad y capacidad de acción.

Su segunda novela, Nido de hidalgos, en la que defiende ideas eslavófilas, vio la luz en 1859. Un año después publicó En vigilia, y, en 1860, Vísperas. En 1862, en parte como respuesta a las acusaciones recibidas por esta última, de no crear héroes positivos, escribió Padres e hijos, en la que retoma sus ideas sobre los nuevos hombres progresistas, que él denominó «nihilistas», y con la que le llegó el reproche de los críticos sobre su condición de rentista que alienta de forma prudente, y sólo con la pluma, ideologías reformistas.

A partir de la década de los sesenta, alternó su vida en Rusia con largas estancias en el extranjero. En Baden-Baden, donde volvió a encontrarse con Pauline Viardot, escribió Humo (1867), novela en la que denunciaba las falsas promesas de los jóvenes revolucionarios rusos. En París, donde se le consideraba un maestro consagrado, alternó con Maupassant, Gustave Flaubert, Émile Zola y Henry James, y publicó otra novela, Tierras vírgenes (1877), que irritó tanto a los conservadores de su país como a las fuerzas bolcheviques emergentes. Turguéniev pretendía ahora, con esta última obra, presentar al nuevo hombre ruso que abandona la ciudad y va al campo a preparar la revolución. Sin embargo, el tono artificioso de Tierras vírgenes -sujeta, por lo demás, a una evidente intención ideológica que la hace excesivamente esquemática- constituyó un rotundo fracaso.

Alternándolos con estas grandes novelas, Turguéniev escribió relatos cortos magistrales, como Primer amor (1860), El canto del amor triunfante (1881) y Clara Milic (1882). Entre sus piezas dramáticas, destacan sus comedias ligeras y sentimentales -Donde el hilo es fino se corta (1847), Una canción del mariscal de la nobleza (1849) y El soltero (1849)- y sus obras de tipo realista e introspección psicológica -Panes ajenos (1848), Un mes en el campo (1850) y La provinciana (1851)-. Y entre su producción poética, además de su obra primeriza -ya reseñada-, sobresalen sus Poemas sin rima (1882), breves composiciones líricas escritas en las postrimerías de su vida (por lo que, en un principio, el libro recibió el título de Senilia).

El 3 de septiembre de 1883, víctima de una angina de pecho, falleció en Bougival (Francia).

Turguéniev lejos de ser profeta en su tierra, fue incomprendido por sus congéneres y por su pueblo. El crítico francés Téodor de Wyzewa escribió sobre él: Era uno de los más grandes escritores de su raza. Su obra parecía escrita para nosotros. Entre todas las de autores rusos era, a la vez, la más rusa y la más francesa, pues diríase que Turguéniev veía mejor su patria desde que la contemplaba de lejos, y cuanto mejor la veía, más claridad, precisión y elegancia daba a sus descripciones. Ninguno de sus compatriotas ha creado tipos tan esencialmente rusos; ninguno tampoco, en cuanto a composición y estilo, se ha aproximado tanto al viejo ideal clásico del espíritu francés.
Y no es, en su obra literaria, poco meritorio, el haber descubierto, en un joven debutante, a otro de los más grandes escritores contemporáneos, Lev Tolstoy, de quien ya en 1855 escribía a su amigo Aksakof: “¿Ha leído usted en el Contemporain el artículo de Tolstoy sobre Sebastopol? Lo leí en la mesa, grité ¡hurra! y bebí una copa de champaña a la salud del autor. Y pocos meses después escribía al mismo corresponsal: Tolstoy acaba de escribir una novela corta: La tormenta de nieve. La leerá usted en el número de marzo del Contemporain. Es una verdadera obra maestra.” Este detalle importa mucho para conocer el espíritu generoso y entusiasta del escritor, de quien decía el mismo Wyzewa, parafraseándolo: “El alma ajena es una selva profunda, dijo Turguéniev.” El alma de Turguéniev también era una selva profunda; por extraño fenómeno psicológico que parezca, nadie lo advirtió hasta su muerte… Pero apenas murió, a través del claro jardín, se vió la selva, una de esas negras y misteriosas selvas del Norte, en la que se trata, en vano, de penetrar.
Aguas primaverales, de 1873, es una de sus piezas cortas más valiosas y, en ella podremos ver, claramente, en el alma de sus personajes, la evocación a sus propios amores de juventud.

Hasta mañana.
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Fuentes:
Biografías y vidas
Lecturalia
El poder de la palabra
Mujeres de leyenda
André Maurois
J.R. Fernández de Cano.

TÉ LITERARIO – AGUAS PRIMAVERALES – IVÁN TURGUÉNIEV

jueves, septiembre 12th, 2013

aguas de primavera dibujo

Iván Turguéniev es uno de los grandes novelistas rusos de todos los tiempos. Se instaló muy joven en París donde pronto fue conocido por las figuras sobresalientes de la vida cultural francesa. Frente a los eslavófilos (Dostoievski y Tolstoy, por ejemplo) fue el campeón del europeísmo ruso y en sus novelas defendió siempre la modernización del campo ruso. En cierto sentido, perteneció a la corriente naturalista y fue su introductor en la literatura eslava.
Además de poemas y estudios diversos, Turguéniev, escribió numerosas novelas, siendo Aguas primaverales una de las últimas, pues la escribió en 1873.

El tono de Aguas primaverales oscila entre el amargo pesar por las pasiones perdidas de la juventud y la irónica conciencia de su ilusoria calidad. Dimitry Sanin, temeroso de la cercanía de la vejez y el final de su vida sin sentido, encuentra una diminuta cruz de granates escondida en un cajón de su escritorio. El descubrimiento evoca la historia, maravillosa y vergonzosa a la vez, de su doble historia de amor de treinta años antes, cuando estaba en Frankfurt, después de un periplo cultural por Francia e Italia.

Les propongo preparar sus teteras para hacer un viaje en el tiempo e ir leyendo, juntos, cada uno en su dacha, esta maravillosa pieza, y juntarnos a tomar té y debatir, una vez concluída. Todas las noches publicaré un Capítulo. Los espero.
-Si hay interesados, podemos tomar nuestro té y leer online, vía Skype.-

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