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UN OASIS DE TÉ Y AMOR.

viernes, septiembre 6th, 2013

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¡Feliz viernes! En esta dacha urbana, 3 de 4 enfermos. No importa. Nada que no se arregle con un poco de té con limón y sopa de arroz. Les dejo esta canción divina de Oasis, con traducción, para arrancar el finde bailando de alegría.
Como siempre, con las traducciones literales tengo problemas. Me puse a pensar si «will all go green» será «todos te envidiarán» o «todos se volverán ecologistas» y si «living very wise» se referirá a «tener una vida correcta» o a «vivir de manera sustentable», con paneles de energía solar, etc. En cualquier caso, no estaría mal la segunda versión de mis pensamientos para empezar un año un poco más conscientes de lo que hacemos.

Digsy’s Dinner (La cena de Digsy)

¡Qué vida maravillosa tendría
si vinieras a la mía a tomar el té!
Pasaría a buscarte a las tres y media
y comeríamos lasaña.

Te trataré como un reina,
te daré frutillas con crema.
Entonces todos tus amigos te envidiarán
por mi lasaña.

Estos podrían ser los mejores días de nuestras vidas
pero no creo que estemos viviendo sabiamente.
Oh, no, no.

¡Qué vida maravillosa tendría
si vinieras a la mía a tomar el té!
Pasaría a buscarte a las tres y media
y comeríamos lasaña.

Te trataré como un reina,
te daré frutillas con crema.
Entonces todos tus amigos se pondrían verdes,
entonces todos tus amigos se pondrían verdes,
entonces todos tus amigos se pondrían verdes
por mi lasaña.

Para escuchar la música del enlace que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 18 Y 19

viernes, septiembre 6th, 2013

060_DaCha_2013-08-31
Buenas noches, amigos dacheros y lectores. Con estas corridas, el año nuevo y la gripe, los había dejado sin el final de Anna Karenina. Con mi tacita de Invierno en Kiev, aquí vamos con los Capítulos 18 y 19 de la Octava Parte. Espero que los disfruten tanto como lo hicimos en el Té Literario.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 18

Durante todo el día, mientras se desarrollaban las más diversas conversaciones, en las que intervenía como si sólo participara en ellas lo externo de su inteligencia, Levin, no obstante el desengaño del cambio, que debía pesar sobre él, sentía incesantemente, con placer, la plenitud de su corazón.

Después de la lluvia, la excesiva humedad impedía salir de paseo. Además, las nubes de tormenta no desaparecían del horizonte y pasaban unas veces por un sitio, otras por otro, ennegreciendo el cielo, acompañadas a intervalos por el fragor de los truenos. El resto del día lo pasaron, pues, todos en la casa.

No se discutió más, y después de la comida se encontraban todos de excelente humor.

Katavasov, al principio, hizo reír mucho a las señoras con sus bromas originales, que siempre gustaban cuando se le empezaba a conocer; pero luego, interpelado por Kosnichev, suspendió sus interesantísimas observaciones sobre la diferencia de vida, caracteres y hasta de fisonomías entre los machos y hembras de las moscas caseras.

Sergio Ivanovich, también estaba alegre y a la hora del té, a petición de su hermano, expuso su punto de vista sobre el porvenir de la cuestión de Oriente, de modo tan sencillo y elegante que todos lo escucharon con placer.

Kitty fue la única que no pudo escucharlo hasta el final, porque la llamaron para bañar a Mitia.

Algunos momentos después, llamaron también a Levin al cuarto del niño.

Dejando la taza de té y, lamentando interrumpir una charla interesante, se dirigió a la habitación del niño con inquietud, ya que sólo lo llamaban en ocasiones importantes.

A pesar de lo interesante del plan –que Levin no oyera hasta el fin– expuesto por Sergio Ivanovich respecto a que los cuarenta millones de eslavos liberados debían, en unión de Rusia, abrir una nueva era en la historia del mundo; a pesar de su inquietud e interés por el hecho de que lo llamaran, en cuanto se encontró solo, al salir del salón recordó sus pensamientos de por la mañana.

Y todas aquellas consideraciones de la importancia del elemento eslavo en la historia universal le pareció tan insignificante en comparación con lo que sucedía en su alma que por el momento lo olvidó todo y se sumió en el mismo estado de espíritu en que estuviera durante la mañana.

Ahora no recordaba el proceso de sus ideas, como lo hacía antes, ni tampoco lo necesitaba. Se hundía en seguida en el sentimiento que lo guiaba, en relación con estas ideas, y hallaba que aquel sentimiento era más fuerte y definido, en su alma, que antes.

Ya no le sucedía ahora como anteriormente, cuando en los momentos en que encontraba un consuelo imaginario, le era forzoso restablecer todo el proceso de sus ideas para hallar el sentimiento. Al contrario, a la sazón, la sensación de alegría y serenidad era más viva que antes, y el pensamiento no alcanzaba hasta la altura del sentimiento.

Levin, caminando por la terraza y mirando las estrellas que aparecían en el cielo ya oscurecido, recordó de repente y se dijo: «Sí, mirando al cielo, pensaba que la bóveda que veo no es una ilusión; pero no llevé mis pensamientos hasta el final, algo no quedó bien meditado. Sea como sea, no puede haber objeción. Basta con reflexionar sobre ello un poco más y entonces todo quedará aclarado…».

Y al penetrar en la alcoba del niño, se acordó de lo que se había ocultado a sí mismo. Y era que si la principal demostración de la Divinidad consistía en su revelación de lo que es el bien, en ese caso, ¿por qué la revelación se limita sólo a la Iglesia cristiana? ¿Qué relación tienen con esta revelación las doctrinas budistas y mahometanas que también profesan y hacen el bien?

Parecíale encontrar ya la contestación a tal pregunta cuando, antes de contestarse, entró en el cuarto del niño.

Kitty, con los brazos arremangados, se inclinaba sobre la bañera donde estaba el pequeño jugando con el agua, y al oír los pasos de su marido volvió el rostro hacia él y lo llamó con una sonrisa.

Sostenía con una mano la cabeza del niño, que estaba tendido de espaldas en el agua, agitando los piecitos, y con la otra, contrayéndola rítmicamente, Kitty oprimía la esponja contra el cuerpo regordete del pequeño.

–¡Míralo, míralo! –dijo cuando su esposo se acercó a ella– Agafia Mijailovna tiene razón: ya nos conoce…

Era evidente que, desde aquel día, Mitia reconocía a todos los que lo rodeaban.

En cuanto Levin se acercó a la bañera le hicieron presenciar un experimento que tuvo un éxito completo.

La cocinera, llamada expresamente, se inclinó hacia el niño, quien frunció las cejas y movió la cabeza negativamente. Luego se inclinó Kitty y el niño sonrió con júbilo, apoyó las manitas en la esponja y produjo con los labios un extraño sonido de contento.

No sólo la madre y el aya, sino hasta el mismo Levin, se entusiasmaron.

Con una mano sacaron al niño de la bañera, le vertieron más agua por encima, lo envolvieron en la sábana, lo secaron y después, cuando comenzó a emitir su prolongado grito habitual, se lo entregaron a su madre.

–Me alegro mucho de que empieces a quererlo –dijo Kitty a su marido después de que con el niño al pecho, se sentó en su lugar acostumbrado–. Estoy muy contenta. Ya empezaba a disgustarme. Decías que no experimentabas nada hacia él…

–¿He dicho que no sentía nada? Sólo decía que me había decepcionado.

–¿Te había decepcionado el niño?

–No él, sino yo con respecto a mi sentimiento por él. Esperaba más. Esperaba una especie de sorpresa, de sentimiento nuevo y agradable que florecería en mi alma. Y de pronto, en lugar de eso, sentí repugnancia, compasión…

Kitty lo escuchaba atentamente, teniendo al niño entre ambos y ajustándose a los finos dedos las sortijas que se quitara para bañar a Mitia.

–Y lo principal es que sentía mucho más temor y compasión por él que placer. Hoy, después del momento de temor que pasé durante la tormenta, comprendí cuánto lo quiero.

Kitty mostraba una radiante sonrisa.

–¿Te asustaste mucho? –preguntó–. Yo también. Pero ahora que todo ha pasado tengo más miedo aún… Iré a ver el roble. ¡Qué simpático es Katavasov! Todo el día se ha mostrado muy amable. ¡Y tú eres tan bueno con tu hermano, y te portas tan bien con él cuando quieres! Anda, ve con ellos. Aquí, después del baño, hace siempre demasiado calor…

OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 19

Al salir del cuarto del niño y quedarse solo, Levin recordó otra vez aquel pensamiento en el cual había algo que no estaba claro.

En vez de ir al salón, desde el cual llegaban las voces de los demás, se detuvo en la terraza y apoyándose en la balaustrada contempló el cielo.

Había anochecido por completo. Al sur, hacia donde miraba, no se veían nubes. Ahora se amontonaban del lado opuesto y allí brillaban los relámpagos y se oían lejanos truenos.

Levin escuchaba el lento caer de las gotas de agua desde los tilos en el jardín, contemplaba el conocido triángulo de estrellas que tanto conocía, y la difusa Vía Láctea, que cruzaba a aquel triángulo por el centro.

Cada vez que brillaba un relámpago, no sólo la Vía Láctea sino las brillantes estrellas desaparecían, pero cuando el relámpago cesaba, las estrellas, como lanzadas por una mano certera, reaparecían en el mismo sitio.

«¿Y qué es lo que me hace todavía dudar?», preguntó Levin, presintiendo que, aunque la ignorara aún, la solución de sus dudas estaba ya preparada en su alma.

«Sí, la única, evidente a indudable manifestación de la Divinidad son las leyes del bien, expuestas al mundo por la revelación, y las cuales siento en mí y a cuyo reconocimiento no me incorporo, sino que estoy unido forzosamente con una comunidad de creyentes que se llama Iglesia. Pero los judíos, los mahometanos, los confucianos y budistas, ¿qué son? Y aquella era la pregunta que resultaba peligrosa. ¿Es posible que centenares de millones de seres humanos estén privados del mayor bien de la vida, sin el que la vida misma no tiene sentido?»

Permaneció pensativo; pero en seguida se corrigió.

«Pero ¿Qué es lo que me pregunto? Me pregunto la relación que tienen con la Divinidad los distintos credos de la Humanidad. Pregunto sobre la manifestación general de Dios a todo el mundo, incluso a las nebulosas del firmamento… Pero ¿Qué estoy haciendo? A mí personalmente, a mi corazón, se le abre un conocimiento indudable, incomprensible para la razón, y he aquí que me obstino en explicar con razones y palabras ese conocimiento.

¿Acaso no sé que las estrellas no se mueven?», se preguntó, mirando el brillante astro que había cambiado de posición sobre las altas ramas de un abedul.

« Sin embargo, mirando el movimiento de las estrellas no puedo apreciar el de rotación de la Tierra y por tanto acierto al decir que las estrellas se mueven.

¿Habrían los astrónomos podido comprender y calcular algo sólo teniendo en cuenta los diversos y complicados movimientos de la Tierra? Todas sus extraordinarias conclusiones de los cuerpos celestes se basan sólo en el movimiento aparente de los astros en torno a la Tierra inmóvil, en ese movimiento que contemplo ahora y que, tal como es para mí, fue para millones de hombres durante siglos, y ha sido y será siempre igual, y por eso puede ser comprobado directamente.

Y así como habrían sido superfluas y discutibles las conclusiones de los astrónomos no basadas en la observación del cielo visible, en relación con un meridiano y un horizonte, igualmente superfluas y discutibles habrían sido mis conclusiones de no bastarse en la comprensión del bien, que ha sido, es y será igual para todos, y que me es revelado por el cristianismo, y el cual siempre puede verificarse en mi espíritu.

Así pues, la cuestión de las otras creencias y de su relación con la divinidad no podré resolverla nunca, entre otras cosas porque no tengo derecho a hacerlo.»

–Pero, ¿estás todavía aquí? –preguntó de repente la voz de Kitty, que se dirigía al salón por aquel mismo camino–. ¿Estás disgustado por algo? –agregó, mirando su rostro a la luz de las estrellas.

Mas no habría podido distinguirlo a no ser por el fulgor de un relámpago que ocultó en aquel momento la claridad de las estrellas e iluminó la cara de su marido. Gracias a aquel resplandor fugaz, Kitty pudo observarlo y, al verlo jubiloso y sereno, floreció en sus labios una sonrisa.

«Ella me comprende», pensó Levin. «Ella sabe en lo que estoy pensando. ¿Se lo digo o no? Sí, voy a decírselo.»

Pero en el momento en que iba a empezar a hablar, Kitty habló también.

–Oye, Kostia, ¿quieres hacerme un favor? Ve a la habitación del rincón a ver si la han arreglado bien para Sergio Ivanovich. A mí me da cierta vergüenza… ¿Le habrán puesto el lavabo nuevo?

–Bien; voy a ver –dijo Levin, incorporándose y besándola.

«No, más vale que no le diga nada», pensó, cuando Kitty pasó delante de él. «Se trata de un misterio que sólo yo debo conocer y que no puede explicarse con palabras.

Este nuevo sentimiento no me ha modificado, no me ha deslumbrado ni me ha hecho feliz como esperaba; como en el amor paternal no ha habido sorpresa ni arrebatamiento… No sé si esto es fe o no es fe. No sé lo que es. Pero sí sé que este sentimiento, de un modo imperceptible, ha penetrado en mi alma con el sufrimiento y ha arraigado en ella firmemente.

Me sentiré irritado como antes contra Iván, el cochero, seguiré discutiendo, expresaré inadecuadamente mis pensamientos, continuará levantándose un muro entre el santuario de mi alma y los demás, incluso entre mi espíritu y el de mi mujer. Seguiré culpándola de mis miedos para luego arrepentirme de ello; mi razón no comprenderá por qué rezo y sin por ello dejar de hacerlo… Todo como antes… Pero a partir de hoy mi vida, toda mi vida, desde el primero al último de sus minutos, independientemente de lo que pueda sucederme, no será ya irrazonable, no sólo no carecerá de sentido como hasta ahora, sino que en todos y en cada uno de sus momentos tendrá el sentido indiscutible del bien, al que seré capaz de conformar todos mis actos.»

FIN

SENCHA II (Técnica de preparación usando la tetera Hohin)

jueves, septiembre 5th, 2013

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En este video se explica la forma correcta de preparación del té verde japonés. Como está hablado en inglés, prometo editar esta entrada en los próximos días, para que, quienes no hablan inglés puedan comprender claramente esta valiosa clase.

Para poder escuchar el audio del video que aquí les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

SENCHA

jueves, septiembre 5th, 2013

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Así como Lung Ching es EL té verde chino, Sencha es, definitivamente, EL té verde japonés. Reflexionando sobre los diferentes gustos de los japoneses, Sencha destaca la suave astringencia de las primeras hojas de té de la primera oleada de primavera (first flush). Es el más popular en Japón y representa, aproximadamente, el 80 por ciento de la producción de té.

La mejor versión de esta variedad proviene del Monte Uji, que está a 600 msnm. En invierno, la montaña está totalmente cubierta por nieve. Debido a la altitud, té recibe suficiente luz de sol durante el día, pero, por las noches, las temperaturas son muy bajas. Durante el día, la planta consume CO2 y libera oxígeno, mientras que por la noche, la planta toma oxígeno y libera CO2. Por lo general, las plantas crecen de noche. A gran altitud, las bajas temperaturas retardan la tasa de metabolismo del té. El té disminuye su crecimiento y en su lugar produce más polifenoles y acumula más minerales. Esta teoría es análoga a la que explica por qué el sabor de los vegetales y las frutas producidos en tierras altas tienen mejor gusto y sabor más intenso.

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El proceso por el cual se produce el Sencha es diferente del de los tés verdes chinos, que inicialmente son sarteneados. El té verde japonés se vaporiza a altas temperaturas, de 15 a 20 segundos, para evitar la oxidación de las hojas, lo cual le da un sabor más vegetal (y ocasionales notas a algas) y un color verde más intenso. Posteriormente, las hojas se enrulan y se secan. Este paso le da al Sencha su delgada forma cilíndrica. Finalmente, las hojas se clasifican y se dividen en grupos de diferente calidad.

El arte oficial de apreciación de este té, se denomina Senchadō, ceremonia para la cual se utiliza un alto grado de la variedad «gyokuro» de Sencha y teteras Hohin de arcilla.

La primera vez que lo prueben, les parecerá muy seco y, tal vez, incluso de sabor fuerte pero con el tiempo uno puede apreciar la frescura herbal y energética del Sencha, marcada por su final astringente y limpiador. De color verde esmeralda claro, Sencha es uno de los mejores tés verdes del mundo y un testimonio de la labor minuciosa de los maestros jardineros de té de Japón.

UN AÑO DULCE Y UNA BUENA RÚBRICA

miércoles, septiembre 4th, 2013

Rosh Hashanah

A los amigos de la comunidad judía y no judía: SHANÁ TOVÁ UMETUKÁ. Mi deseo para todos es que elijamos buenos caminos, que seamos más responsables y caritativos, que hagamos lo que corresponde, que nos amemos más unos a otros (el prójimo son tanto el igual como el diferente), que pidamos perdón sincero a quienes lastimamos y que perdonemos a quienes nos hayan lastimado y que podamos reconciliarnos. Vamos por una vuelta más alrededor del sol, que tengan un año bueno y dulce y que obtengan una linda inscripción con una hermosa rúbrica en el Libro de la Vida. A GUIT IUR!!!

La imagen que elegí para hoy se llama «Meditación de Rosh ha Shana» y es una obra del artista y rabino Michoel Muchnik. Lindo darse una vueltita por su página.

LA MAGDALENA DE PROUST

martes, septiembre 3rd, 2013

magdalenas de proust - alexandra nea
Hace frío, nuevamente. Para Proust, la magdalena. Para mí, la chocolina Como sea, y aunque no sea muy protocolar, no se priven de lo que les gustaba en la infancia. Es reparador, es sanador y nos deja el sabor de que nuestros recuerdos más queridos estarán siempre vivos en algún lugarcito de nuestro ser. Les dejo una reseña y, por supuesto, el famoso pasaje de «la magdalena mojada en el té». Prepárense un rico DaCha (un Old lavender 1932, en mi taza, ya).

LA MAGDALENA DE PROUST: Es como se denomina al proceso de evocar momentos del pasado a partir de un objeto, acto, sabor, color u olor desencadenantes del recuerdo. Por el camino de Swann (en francés, Du côté de chez Swann) es el pimer volumen, publicado en 1913, de los siete que componen «En busca del tiempo perdido» (À la recherche du temps perdu), la experimental obra de Marcel Proust.

La primera parte de este volumen contiene el célebre episodio de la magdalena mojada en el té caliente por el protagonista, cuyo gusto supone para éste la recuperación epifánica de un recuerdo infantil hasta entonces perdido: el recuerdo de los pedacitos de magdalena humedecidos en té que su inválida tía-abuela Léonie le daba cuando, siendo un niño, pasaba con su familia las vacaciones en Combray. Este episodio contiene en su totalidad la teoría proustiana sobre el espacio, el tiempo y la memoria (claramente influida por las teorías del filósofo francés Henri Bergson), cuyos resortes, según Proust, sólo se ponen en funcionamiento a través de los sentidos más primarios, siendo en esta experiencia el individuo un sujeto absolutamente pasivo y siendo la naturaleza de los recuerdos involuntarios que de ella se derivan absolutamente auténtica, objetiva y procuradora de felicidad y plenitud, en tanto en cuanto dichos recuerdos se hallan desprovistos de la subjetividad engañosa que caracteriza nuestras percepciones cotidianas en sociedad.

«Hacía ya muchos años que, de Combray, sólo quedaba en mí todo lo que había sido el teatro y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que tenía frío, me propuso tomar, contra mi costumbre, un poco de té. Me negué primero y, no sé por qué, me desdije. Ella mandó buscar una de esas tortas bajitas y regordetas llamadas magdalenas cuyos moldes parecen haber sido valvas ranuradas de veneras de peregrino. Y, en seguida, mecánicamente, agobiado por la insulsa jornada y ante la perspectiva de un triste día por venir, llevé hasta mis labios una cucharada de té en la que había dejado ablandar un pedacito de magdalena. Pero en el instante mismo en que el sorbo mezclado con las migas de la torta tocó mi paladar, me estremecí, atento a lo que pasaba de extraordinario en mí. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin la noción de su causa. Había vuelto, en un instante, las vicisitudes de la vida, indiferentes, sus desastres, inofensivos, su brevedad, ilusoria, de la misma manera en que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa: o tal vez esa esencia no estaba en mí, era yo mismo. Había dejado de sentirme mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde había podido venirme esta poderosa alegría? Sentía que estaba ligada al gusto del té y de la torta, pero que lo sobrepasaba infinitamente, que no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Dónde aprehenderla? Bebo un segundo sorbo en el que encuentro casi lo mismo que en el primero, un tercero que me aporta un poco menos que el segundo. Es tiempo de parar, la virtud de la poción parece disminuir. Es claro que la verdad que busco no está en ella sino en mí. Ella la despertó en mí, pero no la conoce, y no puede más que repetir indefinidamente, cada vez con menos fuerza, este mismo testimonio que no sé interpretar y que quiero, al menos, poder volver a preguntarle y reencontrar intacto, a mi disposición, de inmediato, para un esclarecimiento decisivo. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi mente. Es ella quien tiene que encontrar la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre cuando la mente se siente desbordada de sí; cuando ella, la que busca, es a la vez el país oscuro en donde debe buscar y en donde todo su bagaje no le servirá de nada. ¿Buscar? No solamente: crear. Está frente a algo que no es todavía y que sólo ella puede realizar, luego de hacer entrar en su luz.
Y me vuelvo a preguntar cuál podía ser ese estado desconocido, que no aportaba ninguna prueba lógica, pero sí la evidencia de su felicidad, de su realidad delante de la cual las otras se desvanecían. Quiero intentar hacerlo reaparecer. Me retrotraigo con el pensamiento al momento en que tomé la primera cucharada de té. Encuentro el mismo estado, sin una claridad nueva. Le pido a mi mente un esfuerzo mayor, traer una vez más la sensación que huye. Y, para que nada interrumpa el impulso con que va a tratar de atraparla, aparto todo obstáculo, toda idea extraña, protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación vecina. Pero al sentir que mi mente se cansa sin éxito, la obligo, al contrario, a esa distracción que le negaba, a pensar en otra cosa, a restablecerse antes de una tentativa superior. Luego, por segunda vez, hago el vacío en ella, y le pongo delante el sabor aún reciente de ese primer sorbo, y siento estremecerse en mí algo que se desplaza, que querría elevarse, algo que había soltado el ancla a una gran profundidad; no sé lo que es, pero sube lentamente; siento la resistencia y escucho el rumor de las distancias atravesadas.
Cierto, lo que así palpita en el fondo de mí, debe ser la imagen, el recuerdo visual, que, ligado a ese sabor, intenta seguirlo hasta mí. Pero se debate demasiado lejos, demasiado confusamente; apenas si percibo el reflejo neutro donde se confunde el inasible torbellino de los colores removidos; pero no puedo distinguir la forma, pedirle, en tanto único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero, el sabor, pedirle que me enseñe de qué circunstancia particular, de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi clara conciencia ese recuerdo, ese instante pasado que la atracción de un instante idéntico ha venido de tan lejos a provocar, a conmocionar, a sublevar todo en el fondo de mi alma? No sé. Ahora no siento nada más, se detuvo, volvió a descender, quizás; ¿quién sabe si otra vez subirá desde su noche? Diez veces necesito recomenzar, inclinarme sobre él. Y cada vez la cobardía que nos desvía de toda empresa difícil, de toda obra importante, me aconseja dejarlo, beber mi té pensando simplemente en mis problemas de hoy, en mis anhelos para mañana que se dejan rumiar sin dificultad.
Y, de pronto, el recuerdo apareció. Ese gusto era el del trocito de magdalena que el domingo a la mañana en Combray (porque yo no salía hasta la hora de la misa), cuando iba a decirle buen día a su habitación, tía Léonie me daba después de haberlo embebido en su infusión de té o de tilo. La vista de la pequeña magdalena no me había recordado nada antes de haberla probado; quizás porque habiéndolas visto a menudo, desde entonces, sin comerlas, en los estantes de las confiterías, su imagen se había alejado de aquellos días de Combray para ligarse a otros más recientes; quizá porque, de esos recuerdos abandonados tanto tiempo fuera de la memoria, nada sobrevivía, todo se había disuelto; las formas –y también la de la pequeña valva de confitería, tan generosamente sensual bajo su plisado severo y devoto- se habían borrado o, simplemente, habían perdido la fuerza de expansión que les hubiera permitido volver a la conciencia. Pero, cuando de un antiguo pasado no queda nada, después de la muerte de los seres, después de la destrucción de las cosas, solamente el olor y el sabor, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, continúan aún vivos mucho tiempo, como almas, para recordar, para esperar, para anhelar, sobre las ruinas de todo lo demás, para llevar consigo sin desfallecer, en su gotita casi impalpable, el edificio inmenso del recuerdo.
Y cuando reconocí el gusto del pedacito de magdalena mojado en té que me daba mi tía (aunque no supiera todavía y debiera descubrir, más adelante, por qué ese recuerdo me daba tanta felicidad), enseguida la vieja casa que daba a la calle, donde estaba su habitación, vino como un decorado de teatro a sumarse al pequeño pabellón que daba al jardín, que se había construido para mis padres en la parte de atrás (esa parte separada del resto que era lo único que yo recordaba); y con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta la noche y en todos los tiempos, la plaza adonde me mandaban antes de almorzar, las calles por donde iba a hacer los mandados, los caminos que tomaba si hacía buen tiempo. Y, como en ese juego en que los japoneses se entretienen metiendo en un bol de porcelana lleno de agua, pequeños pedacitos de papel hasta ese momento indistintos que, apenas sumergidos, se estiran, se retuercen, se colorean, se diferencian, se convierten en flores, casas, personajes consistentes y reconocibles, lo mismo ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y los nenúfares del Vivonne, y las buenas gentes del pueblo y sus casitas y la iglesia y todo Combray y alrededores, todo lo que toma forma y solidez, salió, ciudad y jardines, de mi taza de té.»

Imagen: Alexandra Nea.

31/8/13 TÉ LITERARIO – ANNA KARENINA – LEV N. TOLSTOY

viernes, agosto 30th, 2013

dacha-flyer-POSTA

UN TÉ PARA APRENDER A MIRARNOS A LA CARA

lunes, agosto 26th, 2013

A_Storm_and_a_Whisper_by_curiousmoth
Tomar té y leer, siempre ayudan. No importa de qué tamaño sea la tempestad ni nuestro modo de percibirla. Buenas noches.

LAS CARAS DE LA MEDALLA

A la que un día lo leerá, ya tarde como siempre.

Las oficinas del CERN daban a un pasillo sombrío, y a Javier le gustaba salir de su despacho y fumar un cigarrillo yendo y viniendo, imaginando a Mireille detrás de la puerta de la izquierda. Era la cuarta vez en tres años que iba a trabajar como temporero a Ginebra, y a cada regreso Mireille lo saludaba cordialmente, lo invitaba a tomar té a las cinco con otros dos ingenieros, una secretaria y un mecanógrafo poeta y yugoslavo. Nos gustaba el pequeño ritual porque no era diario y por tanto mecánico; cada tres o cuatro días, cuando nos encontrábamos en un ascensor o en el pasillo, Mireille lo invitaba a reunirse con sus colegas a la hora del té que improvisaban sobre su escritorio. Tal vez Javier le caía simpático porque no disimulaba su aburrimiento y sus ganas de terminar el contrato y volverse a Londres. Era difícil saber por qué lo contrataban, en todo caso los colegas de Mireille se sorprendían ante su desprecio por el trabajo y la leve música del transistor japonés con que acompañaba sus cálculos y sus diseños. Nada parecía acercarnos en ese entonces, Mireille se quedaba horas y horas en su escritorio y era inútil que Javier intentara cábalas absurdas para verla salir después de treinta y tres idas y venidas por el pasillo; pero si hubiera salido, sólo habrían cambiado un par de frases cualquiera sin que Mireille imaginara que él se paseaba con la esperanza de verla salir, así como él se paseaba por juego, por ver si antes de treinta y tres Mireille o una vez más fracaso. Casi no nos conocíamos, en el CERN casi nadie se conoce de veras, la obligación de coexistir tantas horas por semana fabrica telarañas de amistad o enemistad que cualquier viento de vacaciones o de cesantía manda al diablo. A eso jugamos durante esas dos semanas que volvían cada año, pero para Javier el retorno a Londres era también Eileen y una lenta, irrestañable degradación de algo que alguna vez había tenido la gracia del deseo y el goce, Eileen gata trepada a un barrilete, saltarina de garrocha sobre el hastío y la costumbre. Con ella había vivido un safari en plena ciudad, Eileen lo había acompañado a cazar antílopes en Piccadilly Circus, a encender hogueras de vivac en Hampstead Heath, todo se había acelerado como en las películas mudas hasta una última carrera de amor en Dinamarca, o había sido en Rumania, de pronto las diferencias siempre conocidas y negadas, las cartas que cambian de posición en la baraja y modifican las suertes, Eileen prefiriendo el cine a los conciertos o viceversa, Javier yéndose solo a buscar discos porque Eileen tenía que lavarse el pelo, ella que sólo se lo había lavado cuando realmente no había otra cosa que hacer, protestando contra la higiene y por favor enjuagame la cara que tengo champú en los ojos. El primer contrato del CERN había llegado cuando ya nada quedaba por decirse salvo que el departamento de Earl’s Court seguía allí con las rutinas matinales, el amor como la sopa o el Times, como tía Rosa y su cumpleaños en la finca de Bath, las facturas del gas. Todo eso que era ya un turbio vacío, un presente pasado de contradictorias recurrencias, llenaba el ir y venir de Javier por el pasillo de las oficinas, veinticinco, veintiséis, veintisiete, tal vez antes de treinta la puerta y Mireille y hola, Mireille que iría a hacer pipí o a consultar un dato con el estadígrafo inglés de patillas blancas, Mireille morena y callada, blusa hasta el cuello donde algo debía latir despacio, un pajarito de vida sin demasiados altibajos, una madre lejana, algún amor desdichado y sin secuelas, Mireille ya un poco solterona, un poco oficinista pero a veces silbando un tema de Mahler en el ascensor, vestida sin capricho, casi siempre de pardo o de traje sastre, una edad demasiado puesta, una discreción demasiado hosca.
Sólo uno de los dos escribe esto pero es lo mismo, es como si lo escribiéramos juntos aunque ya nunca más estaremos juntos, Mireille seguirá en su casita de las afueras ginebrinas, Javier viajará por el mundo y volverá a su departamento de Londres con la obstinación de la mosca que se posa cien veces en un brazo, en Eileen. Lo escribimos como una medalla es al mismo tiempo su anverso y su reverso que no se encontrarán jamás, que sólo se vieron alguna vez en el doble juego de espejos de la vida. Nunca podremos saber de verdad cuál de los dos es más sensible a esta manera de no estar que para él y para ella tiene el otro. Cada uno de su lado, Mireille llora a veces mientras escucha un determinado quinteto de Brahms, sola al atardecer en su salón de vigas oscuras y muebles rústicos, al que por momentos llega el perfume de las rosas del jardín. Javier no sabe llorar, sus lágrimas eligen condensarse en pesadillas que lo despiertan brutalmente junto a Eileen, de las que se despoja bebiendo coñac y escribiendo textos que no contienen forzosamente las pesadillas aunque a veces sí, a veces las vuelca en inútiles palabras y por un rato es el amo, el que decide lo que será dicho o lo que resbalará poco a poco al falso olvido de un nuevo día.
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A nuestra manera los dos sabemos que hubo un error, una equivocación restañable pero que ninguno fue capaz de restañar. Estamos seguros de no habernos juzgado nunca, de simplemente haber aceptado que las cosas se daban así y que no se podía hacer más que lo que hicimos. No sé si pensamos entonces en cosas como el orgullo, la renuncia, la decepción, si solamente Mireille o solamente Javier las pensaron mientras el otro las aceptaba como algo fatal, sometiéndose a un sistema que los abarcaba y los sometía, es demasiado fácil ahora decirse que todo pudo depender de una rebeldía instantánea, de encender el velador al lado de la cama cuando Mireille se negaba, de guardar a Javier a su lado toda la noche cuando él buscaba ya sus ropas para volver a vestirse; es demasiado fácil echarle la culpa a la delicadeza, a la imposibilidad de ser brutal u obstinado o generoso. Entre seres más simples o más ignorantes eso no hubiera sucedido así, acaso una bofetada o un insulto hubieran contenido la caridad y el justo camino que el decoro nos vedó cortésmente. Nuestro respeto venía de una manera de vivir que nos acercó como las caras de la medalla; lo aceptamos cada cual de su lado, Mireille en un silencio de distancia y renuncia, Javier murmurándole su esperanza ya ridícula, callándose por fin en mitad de una frase, en mitad de una última carta. Y después de todo sólo nos quedaba, nos queda la lúgubre tarea de seguir siendo dignos, de seguir viviendo con la vana esperanza de que el olvido no nos olvide demasiado.
Un mediodía nos encontramos en casa de Mireille, casi como por obligación ella lo había invitado a almorzar con otros colegas, no podía dejarlo de lado cuando Gabriela y Tom habían aludido al almuerzo mientras tomaban el té en su oficina, y Javier había pensado que era triste que Mireille lo invitara por una simple presión social pero había comprado una botella de Jack Daniel’s y conocido la cabaña de las afueras de Ginebra, el pequeño rosedal y el barbecue donde Tom oficiaba entre cócteles y un disco de los Beatles que no era de Mireille, que ciertamente no estaba en la severa discoteca de Mireille pero que Gabriela había echado a girar porque para ella y Tom y medio CERN el aire era irrespirable sin esa música. No hablamos mucho, en algún momento Mireille lo llevó por el rosedal y él le preguntó si le gustaba Ginebra y ella le contestó con sólo mirarlo y encogerse de hombros, la vio afanarse con platos y vasos, le oyó decir una palabrota porque una chispa en la mano, los fragmentos se iban reuniendo y tal vez fue entonces que la deseó por primera vez, el mechón de pelo cruzándole la frente morena, los blue-jeans marcándole la cintura, la voz un poco grave que debía saber cantar lieder, decir las cosas importantes como un simple murmullo musgoso. Volvió a Londres al fin de la semana y Eileen estaba en Helsinki, un papel sobre la mesa informaba de un trabajo bien pagado, tres semanas, quedaba un pollo en la heladera, besos.
La vez siguiente el CERN ardía en una conferencia de alto nivel, Javier tuvo que trabajar de veras y Mireille pareció tenerle lástima cuando él se lo dijo lúgubremente entre el quinto piso y la calle; le propuso ir a un concierto de piano, fueron, coincidieron en Schubert pero no en Bartok, bebieron en un cafecito casi desierto, ella tenía un viejo auto inglés y lo dejó en su hotel, él le había traído un disco de madrigales y fue bueno saber que no lo conocía, que no sería necesario cambiarlo. Domingo y campo, la transparencia de una tarde casi demasiado suiza, dejamos el auto en una aldea y anduvimos por los trigales, en algún momento Javier le contó de Eileen, así por contarlo, sin necesidad precisa, y Mireille lo escuchó callada, le ahorró la compasión y los comentarios que sin embargo él hubiera querido de alguna manera porque esperaba de ella algo que empezara a parecerse a lo que sentía, su deseo de besarla dulcemente, de apoyarla contra el tronco de un árbol y conocer sus labios, toda su boca. Casi no hablamos de nosotros a la vuelta, nos dejábamos ir por los senderos que proponían sus temas a cada recodo, los setos, las vacas, un cielo con nubes plateadas, la tarjeta postal del buen domingo. Pero cuando bajamos corriendo una cuesta entre empalizadas, Javier sintió la mano de Mireille cerca de la suya y la apretó y siguieron corriendo como si se impulsaran mutuamente, y ya en el auto Mireille lo invitó a tomar el té en su cabaña, le gustaba llamarla cabaña porque no era una cabaña pero tenía tanto de cabaña, y escuchar discos. Fue un alto en el tiempo, una línea que cesa de pronto en el ritmo del dibujo antes de recomenzar en otra parte del papel, buscando una nueva dirección.
Hicimos un balance muy claro esa tarde: Mahler sí, Brahms sí, la edad media en conjunto sí, jazz no (Mireille), jazz sí (Javier). Del resto no hablamos, quedaban por explorar el renacimiento, el barroco, Pierre Boulez, John Cage (pero Mireille no Cage, eso era seguro aunque no hubieran hablado de él, y probablemente Boulez músico no, aunque director sí, esos matices importantes). Tres días después fuimos a un concierto, cenamos en la ciudad vieja, había una postal de Eileen y una carta de la madre de Mireille pero no hablamos de ellas, todo era todavía Brahms y un vino blanco que a Brahms le hubiera gustado porque estábamos seguros de que el vino blanco tenía que haberle gustado a Brahms. Mireille lo dejó en el hotel y se besaron en las mejillas, quizá no demasiado rápido como cuando en las mejillas, pero en las mejillas. Esa noche Javier contestó la postal de Eileen, y Mireille regó sus rosas bajo la luna, no por romanticismo porque nada tenía de romántica, sino porque el sueño tardaba en venir.
Faltaba la política, salvo comentarios aislados que mostraban poco a poco nuestras diferencias parciales. Tal vez no habíamos querido afrontarla, tal vez cobardemente; el té en la oficina desató la cosa, el mecanógrafo poeta golpeó duro contra los israelíes, Gabriela los encontró maravillosos, Mireille dijo solamente que estaban en su derecho y qué demonios, Javier le sonrió sin ironía y observó que exactamente lo mismo podía decirse de los palestinos. Tom estaba por un arreglo internacional con cascos azules y el resto de la farándula, lo demás fue té y previsiones sobre la semana de trabajo. Alguna vez hablaríamos en serio de todo eso, ahora solamente nos gustaba mirarnos y sentirnos bien, decirnos que dentro de poco tendríamos una velada Beethoven en el Victoria Hall; de ella hablamos en la cabaña, Javier había traído coñac y un juguete absurdo que según él tenía que gustarle muchísimo a Mireille pero que ella encontró sumamente tonto aunque lo mismo lo puso en un estante después de darle cuerda y contemplar amablemente sus contorsiones. Esa tarde fue Bach, fue el violonchelo de Rostropovich y una luz que descendía poco a poco como el coñac en las burbujas de las copas. Nada podía ser más nuestro que ese acuerdo de silencio, jamás habíamos necesitado alzar un dedo o callar un comentario; sólo después, con el gesto de cambiar el disco, entraban las primeras palabras. Javier las dijo mirando al suelo, preguntó simplemente si alguna vez le sería dado saber lo que ella ya sabía de él, su Londres y su Eileen de ella.
Sí, claro que podía saber pero no, en todo caso no ahora. Alguna vez, de joven, nada que contar salvo que bueno, había días en que todo pesaba tanto. En la penumbra Javier sintió que las palabras le llegaban como mojadas, un instantáneo ceder pero secándose ya los ojos con el revés de la manga sin darle tiempo a preguntar más o a pedirle perdón. Confusamente la rodeó con un brazo, buscó su cara que no lo rechazaba pero que estaba como en otra parte, en otro tiempo. Quiso besarla y ella resbaló de lado murmurando una excusa blanda, otro poco de coñac, no había que hacerle caso, no había que insistir.
Todo se mezcla poco a poco, no nos acordaríamos en detalle del antes o el después de esas semanas, el orden de los paseos o los conciertos, las citas en los museos. Acaso Mireille hubiera podido ordenar mejor las secuencias, Javier no hacía más que poner sus pocas cartas boca arriba, la vuelta a Londres que se acercaba, Eileen, los conciertos, descubrir por una simple frase la religión de Mireille, su fe y sus valores precisos, eso que en él no era más que esperanza de un presente casi siempre derogado. En un café, después de pelearnos riendo por una cuestión de quién pagaría, nos miramos como viejos amigos, bruscamente camaradas, nos dijimos palabrotas privadas de sentido, zarpas de osos jugando. Cuando volvimos a escuchar música en la cabaña había entre nosotros otra manera de hablar, otra familiaridad de la mano que empujaba una cintura para franquear la puerta, el derecho de Javier de buscar por su cuenta un vaso o pedir que Telemann no, que primero Lotte Lehmann y mucho, mucho hielo en el whisky. Todo estaba como sutilmente trastrocado, Javier lo sentía y algo lo perturbó sin saber qué, un haber llegado antes de llegar, un derecho de ciudad que nadie le había dado. Nunca nos mirábamos a la hora de la música, bastaba con estar ahí en el viejo sofá de cuero y que anocheciera y Lotte Lehmann. Cuando él le buscó la boca y sus dedos rozaron la comba de sus senos, Mireille se mantuvo inmóvil y se dejó besar y respondió a su beso y le cedió durante un segundo su lengua y su saliva, pero siempre sin moverse, sin responder a su gesto de levantarla del sillón, callando mientras él le balbuceaba el pedido, la llamaba a todo lo que estaba esperando en el primer peldaño de la escalera, en la noche entera para ellos.
También él esperó, creyendo comprender, le pidió perdón pero antes, todavía con la boca muy cerca de su cara, le preguntó por qué, le preguntó si era virgen, y Mireille negó agachando la cabeza, sonriéndole un poco como si preguntar eso fuera tonto, fuera inútil. Escucharon otro disco comiendo bizcochos y bebiendo, la noche había cerrado y él tendría que irse. Nos levantamos al mismo tiempo, Mireille se dejó abrazar como si hubiera perdido las fuerzas, no dijo nada cuando él volvió a murmurarle su deseo; subieron la estrecha escalera y en el rellano se separaron, hubo esa pausa en que se abren puertas y se encienden luces, un pedido de espera y una desaparición que se prolongó mientras en el dormitorio Javier se sentía como fuera de sí mismo, incapaz de pensar que no hubiera debido permitir eso, que eso no podía ser así, la espera intermedia, las probables precauciones, la rutina casi envilecedora. La vio regresar envuelta en una bata de baño de esponja blanca, acercarse a la cama y tender la mano hacia el velador. «No apagues la luz», le pidió, pero Mireille negó con la cabeza y apagó, lo dejó desnudarse en la oscuridad total, buscar a tientas el borde de la cama, resbalar en la sombra contra su cuerpo inmóvil.
No hicimos el amor. Estuvimos a un paso después que Javier conoció con las manos y los labios el cuerpo silencioso que lo esperaba en la tiniebla. Su deseo era otro, verla a la luz de la lámpara, sus senos y su vientre, acariciar una espalda definida, mirar las manos de Mireille en su propio cuerpo, detallar en mil fragmentos ese goce que precede al goce. En el silencio y la oscuridad totales, en la distancia y la timidez que caían sobre él desde Mireille invisible y muda, todo cedía a una irrealidad de entresueño y a la vez él era incapaz de hacerle frente, de saltar de la cama y encender la luz y volver a imponer una voluntad necesaria y hermosa. Pensó confusamente que después, cuando ella ya lo hubiera conocido, cuando la verdadera intimidad comenzara, pero el silencio y la sombra y el tictac de ese reloj en la cómoda podían más. Balbuceó una excusa que ella acalló con un beso de amiga, se apretó contra su cuerpo, se sintió insoportablemente cansado, tal vez durmió un momento.
Tal vez dormimos, sí, tal vez en esa hora quedamos abandonados a nosotros mismos y nos perdimos. Mireille se levantó la primera y encendió la luz, envuelta en su bata volvió al cuarto de baño mientras Javier se vestía mecánicamente, incapaz de pensar, la boca como sucia y la resaca del coñac mordiéndole el estómago. Apenas hablaron, apenas se miraban, Mireille dijo que no era nada, que en la esquina había siempre taxis, lo acompañó hasta abajo. Él no fue capaz de romper la rígida cadena de causas y consecuencias, la rutina obligada que desde mucho más atrás de ellos mismos le exigía agachar la cabeza y marcharse de la cabaña en plena noche; sólo pensó que al otro día hablarían más tranquilos, que trataría de hacerle comprender, pero comprender qué. Y es verdad que hablaron en el café de siempre y que Mireille volvió a decir que no era nada, no tenía importancia, otra vez acaso sería mejor, no había que pensar. Él se volvía a Londres tres días más tarde, cuando le pidió que lo dejara acompañarla a la cabaña ella le dijo que no, mejor no. No supimos hacer ni decir otra cosa, ni siquiera supimos callarnos, abrazarnos en cualquier esquina, encontrarnos en cualquier mirada. Era como si Mireille esperara de Javier algo que él esperaba de Mireille, una cuestión de iniciativas o de prelaciones, de gestos de hombre y acatamientos de mujer, la inmutabilidad de las secuencias decididas por otros, recibidas desde fuera; habíamos avanzado por un camino en el que ninguno había querido forzar la marcha, quebrar la armoniosa paridad; ni siquiera ahora, después de saber que habíamos errado ese camino, éramos capaces de un grito, de un manotón hacia la lámpara, del impulso por encima de las ceremonias inútiles, de las batas de baño y no es nada, no te preocupes por eso, otra vez será mejor. Hubiera sido preferible aceptarlo entonces, enseguida. Hubiera sido preferible repetir juntos: por delicadeza perdemos nuestra vida; el poeta nos hubiera perdonado que habláramos también por nosotros.
Dejamos de vernos durante meses. Javier escribió, por supuesto, y puntualmente le llegaron unas pocas frases de Mireille, cordiales y distantes. Entonces él empezó a telefonearle por las noches, casi siempre los sábados cuando la imaginaba sola en la cabaña, disculpándose si interrumpía un cuarteto o una sonata, pero Mireille respondía siempre que había estado leyendo o cuidando el jardín, que estaba muy bien que llamara a esa hora. Cuando viajó a Londres seis meses más tarde para visitar a una tía enferma, Javier le reservó un hotel, se encontraron en la estación y fueron a visitar los museos, King’s Road, se divirtieron con una película de Milos Forman. Hubo esa hora como de antaño, en un pequeño restaurante de Whitechapel las manos se encontraron con una confianza que abolía el recuerdo, y Javier se sintió mejor y se lo dijo, le dijo que la deseaba más que nunca pero que no volvería a hablarle de eso, que todo dependía de ella, del día en que decidiera volver al primer peldaño de la primera noche y simplemente le tendiera los brazos. Ella asintió sin mirarlo, sin aquiescencia ni negativa, solamente encontró absurdo que él siguiera rechazando los contratos que le proponían en Ginebra. Javier la acompañó hasta el hotel y Mireille se despidió en el lobby, no le pidió que subiera pero le sonrió al besarlo livianamente en la mejilla, murmurando un hasta pronto.
Sabemos tantas cosas, que la aritmética es falsa, que uno más uno no siempre son uno sino dos o ninguno, nos sobra tiempo para hojear el álbum de agujeros, de ventanas cerradas, de cartas sin voz y sin perfume. La oficina cotidiana, Eileen convencida de prodigar felicidad, las semanas y los meses. Otra vez Ginebra en el verano, el primer paseo al borde del lago, un concierto de Isaac Stern. En Londres quedaba ahora la sombra menuda de María Elena que Javier había encontrado en un cóctel y que le había dado tres semanas de livianos juegos, el placer por sí mismo allí donde el resto era un amable vacío diurno con María Elena volviéndose infatigable al tenis y a los Rolling Stones, un adiós sin melancolía después de un último week-end gozado como eso, como un adiós sin melancolía. Se lo dijo a Mireille, y sin necesidad de preguntárselo supo que ella no, que ella la oficina y las amigas, que ella siempre la cabaña y los discos. Le agradeció sin palabras que Mireille lo escuchara con su grave, atento silencio comprensivo, dejándole la mano en la mano mientras miraban anochecer sobre el lago y decidían el lugar de la cena.
Después fue el trabajo, una semana de encuentros aislados, la noche en el restaurante rumano, la ternura. Nunca habían hablado de eso que nuevamente estaba ahí en el gesto de verter el vino o mirarse lentamente al término de un diálogo. Fiel a su palabra, Javier esperaba una hora que no se creía con derecho a esperar. Pero la ternura, entonces, algo allí presente entre tanta otra cosa, un gesto de Mireille al bajar la cabeza y pasarse la mano por los ojos, su simple frase para decirle que lo acompañaría a su hotel. En el auto volvieron a besarse como la noche de la cabaña, él ciñó su cuerpo y sintió abrirse sus muslos bajo la mano que subía y acariciaba. Cuando entraron en la habitación Javier no pudo esperar y la abrazó de pie, perdiéndose en su boca y su pelo, llevándola paso a paso hacia la cama. La escuchó murmurar un no ahogado, pedirle que esperara un momento, la sintió separarse de él y buscar la puerta del baño, cerrarla y tiempo, silencio y agua y tiempo mientras él arrancaba el cobertor y dejaba solamente una luz en un ángulo, se sacaba los zapatos y la camisa, dudando entre desnudarse del todo o esperar porque su bata estaba en el baño y si la luz encendida, si Mireille al volver lo encontraba desnudo y de pie, grotescamente erecto o dándole la espalda todavía más grotescamente para que ella no lo viera así como realmente hubiera tenido que verlo ahora que entraba con una toalla de baño envolviéndola, se acercaba a la cama con la mirada gacha y él estaba con los pantalones puestos, había que quitárselos y quitarse el slip y entonces sí abrazarla, arrancarle la toalla y tenderla en la cama y verla dorada y morena y otra vez besarla hasta lo más hondo y acariciarla con dedos que acaso la lastimaban porque gimió, se echó hacia atrás tendiéndose en lo más alejado de la cama y parpadeando contra la luz, una vez más pidiéndole una oscuridad que él no le daría porque nada le daría, su sexo repentinamente inútil buscando un paso que ella le ofrecía y que no iba a ser franqueado, las manos exasperadas buscando excitarla y excitarse, la mecánica de gestos y palabras que Mireille rechazaría poco a poco, rígida y distante, comprendiendo que tampoco ahora, que para ella nunca, que la ternura y eso se habían vuelto inconciliables, que su aceptación y su deseo no habían servido más que para dejarla de nuevo junto a un cuerpo que cesaba de luchar, que se pegaba a ella sin moverse, que ni siquiera intentaba recomenzar.
Puede ser que hayamos dormido, estábamos demasiado distantes y solos y sucios, la repetición se había cumplido como en un espejo, sólo que ahora era Mireille la que se vestía para irse y él la acompañaba hasta el auto, la sentía despedirse sin mirarlo y el leve beso en la mejilla, el auto que arrancaba en el silencio de la alta noche, el regreso al hotel y ni siquiera saber llorar, ni siquiera saber matarse, solamente el sofá y el alcohol y el tictac de la noche y del alba, la oficina a las nueve, la tarjeta de Eileen y el teléfono esperando, ese número interno que en algún momento habría que marcar porque en algún momento habría que decir alguna cosa. Pero sí, no te preocupes, bueno, en el café a las siete. Pero decirle eso, decirle no te preocupes, en el café a las siete, venía después de ese viaje interminable hasta la cabaña, acostarse en una cama helada y tomar un somnífero inútil, volver a ver cada escena de esa progresión hacia la nada, repetir entre náuseas el instante en que se habían levantado en el restaurante y ella le había dicho que lo acompañaría al hotel, las rápidas operaciones en el baño, la toalla para ceñirse la cintura, la fuerza caliente de los brazos que la llevaban y la acostaban, la sombra murmurante tendiéndose sobre ella, las caricias y esa sensación fulgurante de una dureza contra su vientre, entre los muslos, la inútil protesta por la luz encendida y de pronto la ausencia, las manos resbalando perdidas, la voz murmurando dilaciones, la espera inútil, el sopor, todo de nuevo, todo por qué, la ternura por qué, la aquiescencia por qué, el hotel por qué, y el somnífero inocuo, la oficina a las nueve, sesión extraordinaria del consejo, imposible faltar, imposible todo salvo lo imposible.
Nunca habremos hablado de esto, la imaginación nos reúne hoy tan vagamente como entonces la realidad. Nunca buscaremos juntos la culpa o la responsabilidad o el acaso no inimaginable recomienzo. En Javier hay solamente un sentimiento de castigo, pero qué quiere decir castigo cuando se ama y se desea, qué grotesco atavismo se desencadena ahí donde estaba esperando la felicidad, por qué antes y después este presente Eileen o María Elena o Doris en el que un pasado Mireille le clavará hasta el fin su cuchillo de silencio y de desprecio. De silencio solamente aunque él piense en desprecio a cada náusea de recuerdo, porque no hay desprecio en Mireille, silencio sí y tristeza, decirse que ella o él pero también ella y él, decirse que no todo hombre se cumple en la hora del amor y no toda mujer sabe encontrar en él a un hombre. Quedan las mediaciones, los últimos recursos, la invitación de Javier a irse juntos de viaje, pasar dos semanas en cualquier rincón lejano para romper el maleficio, variar la fórmula, encontrarse por fin de otra manera sin toallas ni esperas ni emplazamientos. Mireille dijo que sí, que más adelante, que le telefoneara desde Londres, tal vez podría pedir dos semanas de licencia. Se estaban despidiendo en la estación ferroviaria, ella se volvía en tren a la cabaña porque el auto tenía un desperfecto. Javier ya no podía besarla en la boca pero la apretó contra él, le pidió otra vez que aceptara el viaje, la miró hasta hacerle daño, hasta que ella bajó los ojos y repitió que sí, que todo saldría bien, que se fuera tranquilo a Londres, que todo terminaría por salir bien. También a los niños les hablamos así antes de llevarlos al médico o hacerles cosas que les duelen, Mireille de su lado de la medalla ya no esperaría nada, no volvería a creer en nada, simplemente retornaría a la cabaña y a los discos, sin siquiera imaginar otra manera de correr hacia lo que no habían alcanzado. Cuando él le telefoneó desde Londres proponiéndole la costa dálmata, dándole fechas e indicaciones con una minucia que apenas escondía el temor de una negativa, Mireille contestó que le escribiría. Desde su lado de la medalla Javier sólo pudo decir que sí, que se quedaría esperando, como si de alguna manera supiera ya que la carta sería breve y gentil y no, inútil recomenzar algo perdido, mejor ser solamente amigos; en apenas ocho líneas un abrazo de Mireille. Cada cual de su lado, incapaces de derribar la medalla de un empujón, Javier escribió una carta que hubiera querido mostrar el único camino que les quedaba por inventar juntos, el único que no estuviera ya trazado por otros, por el uso y los acatamientos, que no pasara forzosamente por una escalera o un ascensor para llegar a un dormitorio o a un hotel, que no le exigiera quitarse la ropa en el mismo momento en que ella se quitaba la ropa; pero su carta no era más que un pañuelo mojado, ni siquiera pudo terminarla y la firmó en mitad de una frase, la enterró en el sobre sin releerla. De Mireille no hubo respuesta, las ofertas de trabajo de Ginebra fueron cortésmente rechazadas, la medalla está ahí entre nosotros, vivimos distantes y nunca más nos escribiremos, Mireille en su casita de las afueras, Javier viajando por el mundo y volviendo a su departamento con la obstinación de la mosca que se posa cien veces en un brazo. En algún atardecer Mireille ha llorado mientras escuchaba un determinado quinteto de Brahms, pero Javier no sabe llorar, sólo tiene pesadillas de las que se despoja escribiendo textos que tratan de ser como las pesadillas, allí donde nadie tiene su verdadero nombre pero acaso su verdad, allí donde no hay medallas de canto con anverso y reverso ni peldaños consagrados que hay que subir; pero, claro, son solamente textos.

Julio Cortázar (26/8/1914 – 12/2/1984)

Imagen: a Storm and a Whisper – Curiousmoth

CUCHARITEANDO EN LAS DACHAS

lunes, agosto 26th, 2013

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¡Qué frío!
Está para té con cucharita…
Primero té.
Y después, cucharita 😉

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HOME

domingo, agosto 25th, 2013

Home collage para web
Como las matrioshkas rusas, que encierran secretos una dentro de otra, dentro de otra y otra más, así nos abrigan en Home Hotel Buenos Aires, haciendo DaCha en una dacha entre otras dachas.

Nuestro «sekret» está bien guardado allí. Vayan a descubrirlo, todas las tardes, en el Té de la tarde, de 16 a 19 hs. Estos días helados, no hay mejor opción.

HOME ~FLOWERY TARTAN BLEND~, de DaCha Russkiĭ Sekret… «where the heart is».

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