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LOS SÁBADOS, PERLAS.

sábado, agosto 24th, 2013

dsc03852COLLAR DE PERLAS…

El té de perlas de dragón Fenix es como una joya. Su método de elaboración es complejo e impecable y se lo considera uno de los más exquisitos tés del mundo.
En primavera, un brote + una hoja de té verde de los árboles de más de 100 años que viven en la región de Fujian, China, se enrollan a mano, en forma de perla y se envuelve, cada una, en papel blanco para ayudarla a mantener su forma. Las perlas se guardan hasta el verano, cuando empieza la temporada de jazmín. Es entonces cuando se perfuman nueve veces con pimpollos frescos de esta flor.
El té resultante, tiene un aroma a jazmín extremadamente sutil, que es liberado en la taza, al abrirse las perlas durante la infusión.

La leyenda del Dragón y el Fénix
Cuenta la leyenda que hace mucho, muchísimo tiempo, había un dragón de jade tan blanco como la nieve, que vivía en una cueva en la roca, en la orilla este del río Celestial y un hermoso fénix dorado, que vivía en el bosque, al otro lado del río.

Al dejar su casa cada mañana, el dragón y el fénix se encontraban antes de ir cada uno por su lado, uno a volar en el cielo y el otro a nadar en el río Celestial. Un día, ambos llegaron a una isla encantada, en donde encontraron una piedrita brillante que los fascinó con su belleza.
-Mira qué hermosa es esta piedra- le dijo el fénix dorado al dragón de jade.
-Vamos a pulirla y darle forma, para que se convierta en una perla- dijo el dragón de jade.
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Se pusieron a trabajar la piedra, el dragón utilizando sus garras y el fénix su pico. La pulieron día tras día, mes tras mes, hasta que al final la convirtieron en una pequeña y perfecta esfera. Emocionado, el dragón voló hacia la montaña sagrada, para recoger las gotas de rocío de la mañana y el fénix recogió agua clara del río Celestial, para rociar y lavar la esfera que, gradualmente, se convirtió en una perla deslumbrante.

Ambos se habían hecho tan amigos que ninguno quería volver a su hogar, por lo que se establecieron en la isla encantada, guardando la perla.
La perla era mágica: cada vez que brillaba, todo iba mejor, los árboles se volvían verdes todo el año, las flores de todas las estaciones florecían a la vez y la tierra daba sus mejores cosechas.
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Un día, la Reina Madre del Paraíso, al salir de su palacio, vio a lo lejos los brillantes rayos que irradiaba la perla. Impresionada por la visión, se propuso poseerla. Envió a uno de sus guardianes, en mitad de la noche, a robársela al dragón de jade y al fénix dorado, mientras dormían. Cuando el guardián volvió con ella, la Reina Madre estaba tan encantada que decidió que no se la mostraría a nadie e, inmediatamente, la escondió en el cuarto más recóndito del palacio, para llegar al cual había que atravesar nueve puertas con cerrojos.

Cuando el dragón de jade y el fénix dorado se despertaron por la mañana, se encontraron con que la perla no estaba allí. Desesperadamente, se pusieron a buscarla por todas partes: el dragón escrudiñó cada rincón del fondo del río Celestial, mientras que el fénix dorado barría cada pulgada de la montaña sagrada, pero todo fue en vano. Continuaron su búsqueda día y noche, con la esperanza de recuperar su valioso tesoro.
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El día del cumpleaños de la Reina Madre, todos los dioses y diosas del Paraíso fueron a su palacio para felicitarla. Ella preparó una gran fiesta, entreteniendo a sus invitados con néctar y damascos celestiales, la fruta de la inmortalidad. Los dioses y las diosas le dijeron:
-Ojalá que tu fortuna sea tan grande como el Mar del Este y tu vida dure más que la Montaña del Sur-
La Reina Madre estaba emocionada y, con un súbito impulso, declaró:
-Mis queridos amigos inmortales, quiero enseñaros una preciosa perla que no se puede encontrar ni en el Paraíso ni en la Tierra-
Entonces, sacó las nueve llaves de su bolsillo y abrió una por una las nueve puertas. Del más recóndito cuarto del palacio sacó la perla brillante, la colocó en una bandeja de oro y, cuidadosamente, la llevó al centro del salón de baile, que inmediatamente quedó iluminado por sus destellos. Todos los invitados quedaron fascinados por su brillo y la admiraban embobados.
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Mientras tanto, el dragón de jade y el fénix dorado continuaban su infructuosa búsqueda, cuando, de repente, el fénix dorado vio su brillo y resplandor de la perla, en la distancia, y llamó al dragón de jade: -Mira, ¿no es nuestra perla?-. El dragón de jade sacó su cabeza del río Celestial, miró y dijo: -Por supuesto que lo es, no hay duda, vamos a recuperarla-.

Volaron hacia la luz, que les condujo al palacio de la Reina Madre. Cuando aterrizaron allí, encontraron a todos los dioses y diosas inmortales apiñados alrededor de la perla, alabándola admirados. Empujando y abriéndose camino entre la multitud, el dragón de jade y el fénix dorado gritaron a la vez:-¡Esta es nuestra perla!-. La Reina Madre se puso furiosa y exclamó:-Tonterías, yo soy la madre del Emperador del Paraíso y todos los tesoros me pertenecen-.
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El dragón de jade y el fénix dorado se enfadaron mucho por lo que la reina decía y protestaron: -El paraíso no ha creado esta perla, ni ha nacido de la tierra: fuimos nosotros quienes le dimos forma y la pulimos, nos llevó muchos años de duro trabajo-.

Avergonzada y furiosa, la Reina Madre agarró fuertemente la bandeja y ordenó a los guardianes del palacio que expulsaran al dragón de jade y al fénix dorado pero ellos lucharon con todas sus fuerzas, con la determinación de arrebatarle la perla a la Reina Madre. Los tres pelearon por la bandeja dorada, que, al ser zarandeada en la pelea, salió disparada y con ella la perla, que rodó hasta el borde de la escalera, para luego caer al vacío.
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El dragón de jade y el fénix dorado salieron corriendo como una exhalación, intentando evitar que la perla se rompiera en pedazos. Volaron en su búsqueda, hasta que ésta se posó con suavidad en la tierra. Al tocar el suelo, la perla se convirtió, inmediatamente, en un claro y verde lago. El dragón de jade y el fénix dorado no podían soportar la idea de separarse de él y se convirtieron en dos montañas, quedando para siempre al lado del lago.
Desde entonces, la Montaña Dragón de Jade y la Montaña Fénix Dorado permanecen, serenamente, a ambos lados del Lago del Oeste.

FIN

17 Collar de Perlas A
COLLAR DE PERLAS, de DaCha ~Russkiĭ Sekret~, es un té PREMIUM KING GRADE, 100% ORGÁNICO.
Para prepararlo, colocar 4 perlas por taza o 10 por tetera y verter, sobre ellas, agua a 95°C. Esperar 1 o 2 minutos, disfrutando del espectáculo, mientras las perlas se abren. Rinde hasta 3 servicios.

TÉ CENA CON RAY BRADBURY (22/8/1920 – 5/6/2012)

jueves, agosto 22nd, 2013

Qué tempranamente entró Bradbury a mi vida, gracias a mi madre. Hoy, en el aniversario de su cumpleaños, nos mira desde las estrellas (y qué merecido lugar para este extraordinario hacedor de historias).
¿Compartimos, en esta tarde fría, una taza de té caliente y un cuento?
«La máquina voladora» es una historia que considera la naturaleza de la paz y el progreso, en tanto explora, sutilmente, los temas de la responsabilidad personal y política. La historia narra los acontecimientos de un único día y la difícil decisión tomada por un emperador ficticio en la China del Siglo V.
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LA MÁQUINA VOLADORA (Ray Douglas Bradbury)
En el año 400 de nuestra era, los dominios del emperador Yuan se extendían junto a la Gran Muralla china y las pacíficas tierras, húmedas de lluvia, eran verdes y los súbditos ni demasiado felices ni demasiado desgraciados. En la mañana del primer día de la primera semana del segundo mes del nuevo año, el emperador Yuan sorbía un poco de té y se abanicaba protegiéndose del calor de la brisa, cuando un sirviente cruzó corriendo las losas rojas y azules del jardín, gritando:
—Oh, emperador, emperador, ¡un milagro!
—Sí —dijo el emperador—, el aire es suave esta mañana.
—¡No, no, un milagro! —dijo el sirviente con rápidas reverencias.
—Y el té tiene muy buen sabor. Esto es ciertamente un milagro.
—No, no, excelencia.
—Déjame pensar entonces… Se ha levantado el sol y estamos en un nuevo día. O el mar es azul. Éste es, sin duda, el más hermoso de los milagros.
—¡Excelencia! ¡Un hombre está volando!
El emperador dejó de abanicarse. —¿Qué?
—Lo vi, en el aire, con alas. Oí una voz que venía del cielo y cuando alcé los ojos, allí estaba, un dragón con un hombre en la boca, un dragón de papel y bambú, del color del sol y la hierba.
—Es temprano —dijo el emperador— y acabas de despertar de un sueño.
—¡Es temprano, pero lo he visto! Venid y lo veréis también.
—Siéntate aquí conmigo —dijo el emperador— Bebe un poco de té. Debe de ser algo raro, indudablemente, ver volar a un hombre. Tienes que pensarlo un tiempo y yo también tengo que prepararme.— Bebieron té.
—Por favor —dijo al fin el sirviente— o el hombre se irá.
El emperador se incorporó pensativamente —Bueno, puedes mostrarme ahora lo que has visto.
Se internaron en un jardín, cruzaron un prado, pasaron por un puentecito, entre un grupo de árboles, y subieron a una colina.
—¡Ahí está! —dijo el sirviente.
El emperador miró el cielo. Y en el cielo, riéndose, tan arriba que uno apenas podía oírlo, había un hombre; y el hombre estaba vestido con papeles brillantes y cañas como alas y una hermosa cola amarilla y volaba de un lado a otro, como el mayor de los pájaros en un universo de pájaros, como un nuevo dragón en una región de antiguos dragones.
El hombre les gritó desde lo alto en los frescos vientos de la mañana. —¡Vuelo! ¡Vuelo!
El sirviente lo saludó con la mano. —¡Sí, sí!
El emperador Yuan no se movió. Miró la Gran Muralla que asomaba ahora entre las nieblas lejanas, sobre las verdes colinas, la espléndida serpiente de piedras que se retorcía majestuosamente a lo largo de todo el país. La maravillosa muralla que los protegía desde tiempos inmemoriales de las hordas enemigas y había preservado la paz durante innumerables años. Vio la ciudad, recogida en sí misma junto a un río, un camino y una loma, que empezaba a despertar. —Dime —le dijo al sirviente— ¿ha visto algún otro a este hombre volador?
—Sólo yo, excelencia —dijo el sirviente sonriendo al cielo, agitando las manos.
El emperador miró el cielo otro minuto y luego dijo: —Dile que baje.
—¡Eh, baja, baja! ¡El emperador quiere verte! —llamó el sirviente con las manos a los lados de la boca.
El emperador miró en todas direcciones mientras el hombre volador bajaba, deslizándose en el viento de la mañana. Vio un labrador que miraba el cielo y se fijó dónde estaba. El hombre alado descendió con un susurro de papeles y un crujido de cañas de bambú. Se acercó orgullosamente al emperador, tropezando con su aparejo, e inclinándose al fin ante el anciano.
—¿Qué has hecho? —preguntó el emperador.
—He volado por el cielo, excelencia —replicó el hombre.
—¿Qué has hecho? —dijo otra vez el emperador.
—¡Acabo de decirlo!
—No me has dicho nada. El emperador extendió una delgada mano para tocar el bonito papel y la quilla depájaro del aparato. Olía a la frescura del viento.
—¿No es hermoso, excelencia?
—Sí, demasiado hermoso.
—¡Es único en el mundo! —sonrió el hombre—. Y yo soy el inventor.
—¿Único en el mundo?
—¡Lo juro!
—¿Algún otro sabe de esto?
—Nadie. Ni siquiera mi mujer, que creería que me ha trastornado el sol. Creyó que yo estaba haciendo una cometa. Me levanté de noche y caminé hasta los acantilados lejanos. Y cuando sopló la brisa de la mañana y se levantó el sol, me hice de coraje, excelencia y salté del acantilado. ¡Volé! Pero mi mujer no sabe nada.
—Mejor para ella, entonces —dijo el emperador—. Vamos.
Regresaron al palacio. El sol estaba alto en el cielo ahora y de las hierbas subía un olor refrescante. El emperador, el sirviente y el hombre volador se detuvieron un momento en el vasto jardín. El emperador golpeó las manos.
—¡Eh, guardias!— Los guardias vinieron corriendo.—Apresad a este hombre.— Los guardias apresaron al hombre alado.—Llamad al verdugo.
—¿Qué es esto? —gritó el hombre alado, sorprendido— ¿Qué he hecho? Se echó a llorar y el hermoso papel del aparato se movió susurrando.
—He aquí un hombre que ha inventado una cierta máquina —dijo el emperador— y todavía nos pregunta qué ha hecho. No lo sabe él mismo. Ha inventado sin saber por qué y sin saber para qué servirá su invento.
El verdugo vino corriendo con una afilada hacha de plata. Se detuvo y se quedó allí, inmóvil, preparados los brazos desnudos y musculosos y la cara cubierta con una serena máscara blanca.
—Un momento —dijo el emperador. Se volvió hacia una mesa cercana donde había una máquina que él mismo había creado. El emperador sacó una llavecita dorada que le colgaba del cuello. Metió la llave en la minúscula y delicada máquina y le dio cuerda y la máquina funcionó. La máquina era un jardín de metal y joyas. En marcha, los pájaros cantaban en pequeños árboles, los lobos se paseaban por bosques en miniatura y unos hombrecitos corrían del sol a la sombra y de la sombra al sol, abanicándose con abanicos diminutos, escuchando menudos pájaros de esmeralda o inmóviles junto a unas fuentecitas susurrantes, aunque increíblemente pequeñas.
—¿No es hermoso? —dijo el emperador— Si me preguntas qué he hecho aquí, puedo responderte. He hecho que unos pájaros cantasen, he hecho que murmurasen unos bosques, he hecho que la gente se paseara entre estos árboles, disfrutando de las hojas, las sombras y las canciones. Eso he hecho.
—¡Pero oh, emperador! —suplicó el hombre alado, de rodillas, con lágrimas que le rodaban por la cara— ¡He hecho algo parecido! He descubierto belleza. He volado con el viento de la mañana. He contemplado las casas dormidas y los jardines. He olido el mar y hasta lo he visto más allá de las montañas. Y me he deslizado en el aire como un pájaro; oh, no puedo decir qué hermoso era estar allá arriba, en el cielo, con el viento alrededor, el viento que soplaba sobre mí ora como una pluma, ora como un abanico y cómo olía el cielo en la mañana. ¡Y qué libre me sentía! ¡Eso es hermoso, emperador, eso también es hermoso!
—Sí —dijo el emperador tristemente— Sé que debe de ser así. Pues sentí que mi corazón se movía contigo en el aire y me pregunté: ¿Cómo será eso? ¿Cómo se sentirá uno? ¿Qué parecerán los lagos desde allá arriba? ¿Y mis casas y sirvientes? ¿Como hormigas? ¿Y las ciudades lejanas que aún no han despertado?
—¡Entonces, perdóname la vida!
—Pero a veces —dijo el emperador aún más tristemente— uno debe renunciar a ciertas pequeñas bellezas si se quiere conservar la que se tiene. No te temo a ti pero temo a otro hombre.
—¿Qué hombre?
—Algún otro hombre que al verte hará una máquina de bambú y papeles brillantes como la tuya. Pero ese otro hombre tendrá una cara malvada y un corazón malvado y la belleza habrá desaparecido. Temo a ese hombre.
—¿Por qué? ¿Por qué?
—¿Quién puede decir que ese hombre, un día, no volará en un aparato de papel y cañas y arrojará grandes piedras sobre la Gran Muralla china— preguntó el emperador. Nadie se movió o habló.
—Córtale la cabeza —dijo el emperador. El verdugo dejó caer el hacha de plata. —Quemad la cometa y el cuerpo del inventor y enterrad juntas las cenizas —dijo el emperador. Los guardias se retiraron a cumplir las órdenes.
El emperador se volvió hacia el sirviente que había visto volar al hombre. —Cierra la boca. Todo fue un sueño. Un sueño muy triste y muy hermoso. Y a aquel labrador que también vio, dile que le pagaré para que piense que fue sólo una visión. Si esto se divulga alguna vez, tú y el labrador moriréis inmediatamente.
—Sois misericordioso, emperador.
—No, no soy misericordioso —dijo el anciano.
Más allá del jardín, vio a los guardias que quemaban la hermosa máquina de papel y cañas, que olía al viento de la mañana. Vio que el humo oscuro subía al cielo. Sólo perplejo y temeroso. Vio que los guardias cavaban un pozo para enterrar las cenizas.
—¿Qué es la vida de un hombre contra la de millones? Debo consolarme con este pensamiento.
Sacó la llave de la cadena que llevaba al cuello y dio cuerda, una vez más, al hermoso jardín en miniatura. Se quedó mirando las tierras que llegaban a la Gran Muralla, la pacífica ciudad, los prados verdes, los ríos y arroyos. Suspiró. En el jardincito susurró la oculta y delicada maquinaria y se puso en movimiento; los hombrecitos paseaban por los bosques, las caritas asomaban en las sombras matizadas por el sol y entre los arbolitos unos brillantes trocitos de canción azules y amarillos, volaban, volaban en aquel pequeño cielo.
—Oh —dijo el emperador, cerrando los ojos— mira los pájaros, mira los pájaros.

MÚSICA INSPIRADORA MIENTRAS CAE LA LLUVIA

martes, agosto 20th, 2013

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No sé cómo se llama esta canción rusa, ni quienes la cantan. Sólo sé que, después de unas horas de furia contra el manoseo de aquéllos que ejercen distintas formas de plusvalía, pretendiendo obtener ganancias obscenas por la comercialización de buenos productos, comprándolos a precios irrisorios y vendiéndolos al 1000%, siempre me hace bien prepararme un té y sentarme a mirar la lluvia caer, hasta que se me pasa la chinche, escuchando algo como esto.

Para escuchar la música del enlace que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

MÚSICA INSPIRADORA MIENTRAS CAE LA LLUVIA

AL AGUA PATO.

lunes, agosto 19th, 2013

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Pero con un té.
Que empiecen una semana laboral hermosa ♥

 

Imagen: Grzegorz Ptak

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 17

domingo, agosto 18th, 2013

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Queridas dachas lectoras: ésta es la última entrega que hago, hasta el evento del 31 de Agosto, en el que les leeré los dos últimos capítulos de nuestra novela que, en principio, iba a titularse «Dos familias». Miles de gracias a todos aquellos que siguieron conmigo la lectura de la misma, cada noche, desde hace cuatro meses. Fue una empresa ambiciosa pero lo logramos. Hasta el día que nos veamos para tomar té juntos, comer cosas ricas, leer, analizar y debatir, iré subiendo algunas características de los distintos personajes que hemos ido conociendo. Ahora sí, vaso de Maia y Kolya en mano, Capítulo 17 de la Octava Parte de Anna Karenina.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 17

El Príncipe y Sergio Ivanovich subieron al cochecillo, mientras que los otros, apresurando el paso, emprendían a pie el regreso hacia la casa.

Pero las nubes, unas claras, otras oscuras, se acercaban con acelerada rapidez, y debían correr mucho más si querían llegar a casa antes de que descargase la lluvia.

Las nubes delanteras, bajas y negras como humo de hollín, avanzaban por el cielo con enorme velocidad.

Ahora sólo distaban de la casa unos doscientos pasos, pero el viento se había levantado ya y el aguacero podía sobrevenir de un momento a otro.

Los niños, entre asustados y alegres, corrían delante, gritando. Dolly, luchando con las faldas que se le enredaban a las piernas, ya no andaba, sino que corría, sin quitar la vista de sus hijos.

Los hombres avanzaban a grandes pasos, sujetándose los sombreros. Cerca ya de la escalera de la entrada, una gruesa gota golpeó y se rompió en el canalón de metal. Niños y mayores, charlando jovialmente, se guarecieron bajo techado.

–¿Dónde está Catalina Alejandrovna? –preguntó Levin al ama de llaves, que salió a su encuentro en el recibidor con pañuelos y mantas de viaje.

–Creíamos que estaba con usted.

–¿Y Mitia?

–En el bosque, en Kolok. El aya debe de estar con él.

Levin, cogiendo las mantas, se precipitó al bosque.

Entre tanto, en aquel breve espacio de tiempo, las nubes habían cubierto de tal modo el sol que había oscurecido como en un eclipse. El viento soplaba con violencia como con un propósito tenaz, rechazaba a Levin, arrancaba las hojas y flores de los tilos, desnudaba las ramas de los blancos abedules y lo inclinaba todo en la misma dirección: acacias; arbustos, flores, hierbas y las copas de los árboles.

Las muchachas que trabajaban en el jardín corrían, gritando, hacia el pabellón de la servidumbre. La blanca cortina del aguacero cubrió el bosque lejano y la mitad del campo más próximo, acercándose rápidamente a Kolok. Se distinguía en el aire la humedad de la lluvia, quebrándose en múltiples y minúsculas gotas.

Inclinando la cabeza hacia adelante y luchando con el viento que amenazaba arrebatarle las mantas, Levin se acercaba al bosque a la carrera.

Ya distinguía algo que blanqueaba tras un roble, cuando de pronto todo se inflamó, ardió la tierra entera, y pareció que el cielo se abría encima de él.

Al abrir los ojos, momentáneamente cegados, Levin, a través del espeso velo de lluvia que ahora lo separaba de Kolok, vio inmediatamente, y con horror, la copa del conocido roble del centro del bosque que parecía haber cambiado extrañamente de posición.

«¿Es posible que lo haya alcanzado?», pudo pensar Levin aun antes de que la copa del árbol, con movimiento más acelerado cada vez, desapareciera tras los otros árboles, produciendo un violento ruido al desplomarse su gran mole sobre los demás.

El brillo del relámpago, el fragor del trueno y la impresión de frío que sintió repentinamente se unieron, contribuyendo a producirle una sensación de horror.

–¡Oh, Dios mío, Dios mío! Haz que no haya caído el roble sobre ellos –pronunció.

Y aunque pensó en seguida en la inutilidad del ruego de que no cayera sobre ellos el árbol que ya había caído, él repitió su súplica, comprendiendo que no le cabía hacer nada mejor que elevar aquella plegaria sin sentido.

Al llegar al sitio donde ellos solían estar, Levin no halló a nadie.

Estaban en otro lugar del bosque, bajo un viejo tilo, y lo llamaban. Dos figuras vestidas de oscuro –antes vestían de claro– se inclinaban hacia el suelo.

Eran Kitty y el aya. La lluvia ahora cesó casi del todo. Comenzaba a aclarar cuando Levin corrió hacia ellas. El aya tenía seco el borde del vestido, pero el de Kitty estaba todo mojado y se le pegaba al cuerpo.

Aunque no llovía, continuaban en la misma postura que durante la tempestad: inclinadas sobre el cochecito, sosteniendo la sombrilla verde.

–¡Están vivos! ¡Gracias a Dios! –exclamó Levin, corriendo sobre el suelo mojado con sus zapatos llenos de agua.

Kitty, con el rostro mojado y enrojecido, se volvía hacia él, sonriendo tímidamente bajo el sombrero, que había cambiado de forma.

–¿No te da vergüenza? ¡No comprendo que seas tan imprudente!

–Te juro que no tuve la culpa. En el momento en que nos disponíamos a regresar, tuvimos que cambiar al pequeño. Cuando terminamos, la tempestad ya… –se disculpó Kitty.

Mitia estaba sano y salvo, bien seco y dormido.

–¡Loado sea Dios! No sé lo que me digo…

Recogieron los pañales mojados, el aya sacó al niño del cochecito y lo llevó en brazos. Levin caminaba junto a su mujer, reprochándose la irritación con que le hablara y, a escondidas del aya, apretaba su brazo contra el propio.

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 16

sábado, agosto 17th, 2013

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Un poco de Historia en el Capítulo 16 de la Octava Parte de Anna Karenina. La imagen que elegí es «Invitados del extranjero», de Nicholas Roerich (1899) que representa a los Varegos en la Rus de Kiev (y aquí me adivinan el Alma de noruega y el Invierno en Kiev). Vamos llegando a las últimas páginas de esta novela. Recuerden que el Gran Finale se hace el 31 de Agosto en La Biblioteca Café, en el marco de un Chaepítie al mejor estilo ruso, con debate incluído.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 16

Experto en dialéctica, Sergio Ivanovich, sin replicar a la última objeción de Levin, llevó la conversación a otro punto de vista.

–Si quieres averiguar, –dijo– por un medio aritmético, el espíritu del pueblo, es claro que será muy difícil que llegues a conocerlo. En nuestro país no está aún implantado el sufragio, y no puede ser introducido, porque no expresaría la voluntad popular; pero para saber cuál es ésta existen otros caminos: se percibe en el ambiente, se siente en el corazón. Ya no hablo de aquellas corrientes bajo el agua que se mueven en el mar muerto del pueblo y que son claras para toda persona que no tenga prevención, miras particulares en el estricto sentido de la palabra. Todos los partidos del mundo intelectual, antes enemigos irreconciliables, ahora se han fundido en una sola idea, las discordias se han terminado. Toda la prensa dice lo mismo; todos han sentido una fuerza titánica que los empuja en la misma dirección.

–Sí, lo dicen todos los periódicos. –repuso el Príncipe– Esto es verdad. Pero de tal modo dicen todos lo mismo, que semejan las ranas en el pantano antes de la tempestad. Hacen tanto ruido, que no se oye ningún otro…

–Si son ranas o no lo son, no lo discuto. Yo no edito periódicos y no quiero defenderlos. Pero sí he de señalar la unidad de opiniones en el mundo intelectual –digo Sergio Ivanovich, dirigiéndose a su hermano.

Levin iba a contestar, pero el viejo Príncipe se le adelantó.

–En cuanto a esa unidad de opiniones se puede decir otra cosa. –dijo– Tengo un yerno –Esteban Arkadievich, ustedes ya lo conocen–. Ahora se le nombra miembro de no sé qué comisión y algo más que ahora no recuerdo. En este puesto no hay nada que hacer, pero Dolly –esto no es un secreto– percibirá un sueldo de ocho mil rublos. Vayan ustedes a preguntarle si ese cargo tiene alguna utilidad; él les demostrará que no hay otro más necesario. Y no es un hombre embustero; pero le es imposible no creer en la utilidad de los ocho mil rublos.

–Sí, es verdad, Stiva me ha pedido que diga a Daria Alejandrovna que obtuvo el puesto –dijo Sergio Ivanovich, con visible desagrado, producido por las palabras del Príncipe.

–Pues así es, también, la unanimidad en las opiniones de los periódicos. Me han explicado que cuando hay guerra, duplican la tirada. Entonces, ¿cómo pueden dejar de considerar trascendentales la suerte del pueblo, la situación de los eslavos, etcétera, etcétera, etcétera?

–Confieso que no tengo demasiada afición a los periódicos, pero hablar así me parece injusto –dijo Sergio Ivanovich.

–Yo les pondría una sola condición. –continuó el Príncipe -Alfonso Karr lo dijo muy bien antes de la guerra con Prusia: «¿Usted piensa que la guerra es necesaria? Muy bien. Quien predica la guerra, que vaya en una legión especial, delante de todos, en los ataques, en los asaltos».

–¡Estarían muy bien los redactores de los periódicos en esa posición!–comentó Katavasov, riéndose a carcajadas porque se imaginaba a los periodistas conocidos suyos en aquella legión escogida.

–Como que huirían al primer disparo, no servirían más que de estorbo –dijo Dolly.

–Si trataran de huir –completó el Príncipe– se les colocarían detrás las ametralladoras o los cosacos con látigos.

–Eso es una broma, y una broma de dudoso gusto, perdonadme que os lo diga, Príncipe –dijo Sergio Ivanovich con acritud.

–No veo que sea una broma… –empezó Levin. Pero Sergio Ivanovich lo interrumpió:

–Cada miembro de la sociedad está llamado a cumplir la obra que le corresponde y los intelectuales cumplen la suya orientando a la opinión pública, y la unánime y completa expresión de la opinión pública es lo que honra a la prensa y al mismo tiempo es un hecho que ha de llenarnos de alegría. Hace veinte años habríamos callado; pero ahora se oye la voz del pueblo ruso, que está pronto a levantarse como un hombre y a sacrificarse por sus hermanos oprimidos. Es un gran paso y una patente demostración de la fuerza de…

–Pero es que no se trata de sacrificarse, sino también de matar turcos. –insinuó tímidamente Levin– El pueblo está presto a sacrificarse por su alma, pero no a matar –añadió con firmeza, relacionando esta conversación con los pensamientos que le preocupaban.

–¿Cómo por su alma? Explíqueme esto. Comprenda que para un especialista en ciencias naturales esta expresión ofrece algunas dificultades –dijo Katavasov con sonrisa irónica.

–Ya sabe usted muy bien lo que quiero decir.

–Pues le juro que no tengo ni la más mínima idea –contestó con risa sonora Katavasov.

–«No traigo la paz, sino la espada», dijo Cristo –replicó por su parte, Sergio Ivanovich, citando, como cosa clara, aquella parte del Evangelio que más confundía a Levin.

–Eso es… Sí, señor –dijo el viejo criado Mijailich, contestando a la mirada que casualmente le había dirigido Sergio.

Levin se ruborizó de enojo, no porque se sintiera vencido, sino porque no había podido contenerse y evitar la discusión.

«No, no debo discutir con ellos», pensó. « Ellos están protegidos por una coraza impenetrable, y yo estoy desnudo. Habría debido callarme.»

Comprendía que le era imposible persuadir a su hermano y a Katavasov, y aún menos veía la posibilidad de estar de acuerdo con ellos. Lo que ellos predicaban era aquel orgullo de espíritu que casi le había hecho perecer a él. No podía estar conforme con que ellos, tomando en consideración lo que decían los charlatanes voluntarios que venían de las capitales, dijeran que éstos, junto con los periódicos, expresaban la voluntad y el pensamiento populares, pensamiento y voluntad que se basaban en la venganza y en la muerte. No podía estar conforme con esto porque no veía la expresión de tales pensamientos en el pueblo, entre el cual vivía, ni tampoco encontraba estos pensamientos en sí mismo (y no podía considerarse de otro modo sino como uno más entre los miembros que constituían el pueblo ruso) y, sobre todo, porque, junto con el pueblo, no podía comprender en qué consiste el bien general; pero sí creía firmemente que alcanzar este bien general era posible solamente cumpliendo severamente la ley del Bien. Y por ello, no podía desear la guerra ni hablar en su favor. Levin veía su opinión junto a la de Mijailich y el verdadero pueblo, cuyo pensamiento había quedado plasmado en la leyenda de la llamada a los Varegos (1): «Venid sobre nosotros y gobernadnos. En cambio os prometemos obediencia. Todo el trabajo, todas las humillaciones, todos los sacrificios, los tomamos sobre nosotros; vosotros juzgad y decidid». Y ahora, según Sergio Ivanovich, el pueblo renunciaba a este derecho comprado a un precio tan elevado.

Levin habría querido decir también que si la opinión pública es un juez impecable, ¿por qué la revolución no era igualmente tan legal como el movimiento en pro de los eslavos?

Pero todo esto no eran más que pensamientos que no podían decidir nada. Una sola cosa se veía palpable: que la discusión sobre este punto irritaba a Sergio Ivanovich y que era mejor, por lo tanto, no discutir. Y Levin calló y atrajo la atención de sus huéspedes hacia las oscuras nubes que habían acabado de cubrir amenazadoramente todo el cielo. Y comprendiendo que la lluvia no iba a tardar, se dirigieron todos a la casa.

(1) Varegos: Los varegos (variâgi, en eslavo antiguo) constituyen el primer pueblo mencionado en la Crónica de Néstor (la Primera crónica rusa –ucraniana-) que exigió por el año 859 el pago de tributos (el llamado danegeld u ‘oro de los daneses’ en las crónicas británicas) a las tribus eslavas y fino-ugrias del centro y norte de la actual Rusia. En 862 estas tribus se rebelaron contra los varegos, pero enseguida empezaron las luchas intestinas, lo que los llevó a invitar a los nórdicos a gobernarlos y traer la paz a la región. Dirigidos por Rúrik/Riúrik y sus hermanos Sineus y Truvor, se asentaron alrededor de la ciudad de Nóvgorod, Beloozero e Izborsk respectivamente. A la muerte de sus hermanos, Rúrik dominó la región como único caudillo en jefe y delegó el gobierno local de los asentamientos de Polotsk, Rostov y Beloozero entre sus seguidores.
Estos varegos era también conocidos como Rus’ o Rhos y cuyo origen se menciona en las crónicas contemporáneas como Svie (suecos), Normane (noruegos), Angliane (anglos) y Gote (gotlandeses).

UN TÉ PUEDE SALVARNOS EL ALMA

sábado, agosto 17th, 2013

«Hay que hacer una distinción entre erotismo y pornografía; los medios de comunicación han difuminado esta disparidad hasta un grado imperdonable…» David Hamilton.

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Es sábado a la noche, los chamanes del invierno danzan alrededor del fuego, dejándonos mostrar la piel. Más arriba les dejé una frase y una imagen del genial fotógrafo inglés y abajo, un bellísimo poema del escritor mansi -siberiano- Yuvan Shestálov, que no hubiera podido traducir sin la ayuda de mi estimado Vitaliy Nesterenko.

Fuego dorado, crepita,
¡calienta nuestro corazón!
Más blancos que el pescado congelado,
sin tí podríamos desaparecer!
Sálvanos, sálvanos,
¡hierve omnipotente té!
Desde la primera gota, ¡con sólo tocarla!,
vamos a arder con el fuego;
con la segunda, supongamos,
nos levantaremos fuertes como alces;
a partir de la tercera, ¡milagros!,
volaremos sobre los bosques;
dejaremos caer la cuarta,
bailando, para hacer feliz al pueblo;
con la quinta, en la noche de invierno,
desearemos besarnos;
en la sexta, se enciende la sangre,
¡el amor cantará en el pecho!
Y en la séptima gota caliente
viviremos por siempre, ¿no es cierto?
Oye, crepita, fuego, crepita,
¡apasiona nuestro corazón!
Sálvanos, sálvanos,
¡hierve omnipotente té!

Yuvan Shestálov (1937-2011)

Золотой огонь, трещи,
Сердце нам разгорячи!
Мы, белее мерзлой рыбы,
Без тебя пропасть могли бы!
Выручай, выручай,
Кипяти всесильный чай!
С первой каплей – только тронь! –
Будем жечься, как огонь;
Со второй-то мы небось
Станем быстрыми, как лось;
С третьей капли – чудеса! –
Полетим через леса;
Мы с четвертой капли будем
Танцевать на радость людям;
С пятой капли ночью зимней
Целоваться захотим мы,
А с шестой – вспыхнет кровь,
Запоет в груди любовь!
А с седьмой горячей капли
Будем вечно жить, не так ли?
Эй, трещи, огонь, трещи,
Сердце нам разгорячи!
Выручай, выручай,
Кипяти всесильный чай!

Шесталов Юван (1937-2011)

UNA CANCIÓN DE MEDIANOCHE

viernes, agosto 16th, 2013

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Las sirenas del mar toman el té de la tarde,
flotando entre corales, por el claro de luna.
Las sirenas del mar toman el té a grandes tragos,
inhalando y exhalando olas de algas perfumadas.

Flotan entre sedas de ahogados amantes sensibleros,
en pasillos de arena y glorietas de corteza salada.
Cantan en lo hondo y sacuden sus pestañas,
aquí, chasquea una cola al destellar ojos de ámbar.

Encienden pipas de agua de los fuegos que emergen
de ladrillos de marinos encantados por su voz.
Su rescate es ruso, su destino es el verde
que enmohece la sal y aparece en las juntas.

Cotillean de buques, y de conchas y esquisto,
susurran sobre amantes, de duramen y velas.
cuchichean de robles tallados que los llevan lejos,
a ahogarse en las olas bajo cantos de estrellas.

Por caños y grifos, aprietan los labios,
pintados de verde en la noche de mar,
vistiendo sus sedas, con escamas pegadas,
bajo las glorietas de sus tronos de azar.

No tengo el autor ni el nombre de este poema. Sólo lo traduje lo mejor posible, desde mi intuición.
El bellísimo dibujo, «Sandwich-Eating Mermaid», fue realizado por Himmapaan

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 15

viernes, agosto 16th, 2013

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Vaso de Mandarín Imperial muy caliente y una tentada de risa para un Capítulo 15 que no tiene nada de gracioso. Es que esta noche, demasiado cansada para leer y tipear, le pedí al padre de mis niños que me leyera. Y el leyó. Con intención y cambiando la voz en la línea de cada personaje (sí, en los femeninos también). Yo me reía tanto que no podía escribir. Casi tiro el té cuando me dijo: -Si el evento pinta «bajón»… leo yo!
Vamos:
OCTAVA PARTE – Capítulo 15

–¿Sabes a quién ha encontrado tu hermano en el tren, Kostia? –preguntó Dolly, después de repartir a los niños pepinos y miel– ¡A Vronsky! Se va a Servia.

–¡Y además se lleva un escuadrón que paga de su propio bolsillo! –añadió Katavasov.

–Muy propio de él –dijo Levin–.Pero, ¿es que todavía siguen marchándose voluntarios? –preguntó, mirando a su hermano.

Sergey Ivanovich, ocupado en sacar del trozo de panal que tenía en su plato una abeja aún viva, que se había quedado pegada a la miel, con la punta de un cuchillo, no le contestó.

-¡Cómo no! ¡Si viera usted los que había ayer en la estación! -exclamó Katavasov, mordiendo ruidosamente su pepino.

-Pero, ¿cómo es eso? Explíqueme, Sergey Ivanovich. ¿Adónde van todos esos voluntarios y contra quién combaten? -preguntó el viejo Príncipe, con el deseo evidente de prolongar una conversación iniciada, al parecer, en ausencia de Levin.

-Contra los turcos -contestó Kosnichev, sonriente y tranquilo logrando librar a la abeja aún viva y ennegrecida de miel que agitaba las pequeñas patas, y pasándola con cuidado de la punta del cuchillo a una hoja de álamo.

-¿Y quién ha declarado la guerra a los turcos? ¿Iván Ivanovich Ragozov y la condesa Lidia Ivanovna, en compañía de la señora Stal?

-Nadie ha declarado la guerra; pero la gente se compadece de los padecimientos de sus hermanos de raza y quiere ayudarlos -dijo Sergio Ivanovich.

-El Principe no dice que no se les ayude -intervino Levin-, defendiendo a su suegro- Se refiere a la guerra. El Príncipe sostiene que los particulares no pueden intervenir en la guerra sin autorización del Gobierno.

-Mira, Kostia. Una abeja volando. ¡Nos va a picar! -exclamó Dolly defendiéndose del insecto.

-No es una abeja, sino una avispa -aclaró Levin.

-Veamos, explíquenos su teoría. -dijo Katavasov, sonriente, a Levin, a fin de provocar una discusión-¿Por qué los particulares no han de poder ir a la guerra?

-Mi contestación es la siguiente: la guerra es una cosa tan brutal, feroz y terrible, que no digo ya un cristiano, sino ningún hombre puede asumir la responsabilidad de iniciarla. Es algo que compete al gobierno, que está para eso y que a veces se ve abocado a tomar decisiones así. Además, tanto la ciencia como el sentido común, cuando se trata de asuntos de Estado, y sobre todo de guerras, todos los ciudadanos deben abdicar de su voluntad personal.

Sergey Ivanovich y Katavasov hablaron a la vez, exponiendo sus objeciones, que ya tenían preparadas.

-Hay casos en que el Gobierno no cumple la voluntad de los ciudadanos, y entonces el pueblo declara espontáneamente su voluntad -dijo Katavasov.

Pero Kosnichev no parecía apoyar el criterio de Katavasov. Frunció las cejas y dijo:

-No debe usted plantear así la cuestión. Aquí no hay declaración de guerra, sino la expresión de un sentimiento humanitario, cristiano. Están matando a nuestros hermanos, a gente de nuestra raza y fe. Y no ya a nuestros hermanos y correligionarios, sino simplemente a mujeres, ancianos y niños. El sentimiento grita y los rusos corren a ayudar a terminar con esos horrores. Figúrate que vas por la calle y ves unos borrachos golpeando a una mujer o a un niño. No creo que te detuvieras a preguntar si se ha declarado la guerra a ese hombre o no, sino que te lanzarías en defensa del ofendido.

-Pero no mataría al otro -atajó Levin.

-Sí lo matarías.

-No lo sé. De ver un caso así, me entregaría al sentimiento del momento. No puedo decirlo de antemano. Pero semejante sentimiento repentino no existe ni puede existir respecto a la opresión de los eslavos.

-Quizá no exista para ti, pero existe para los demás. -contestó, frunciendo el entrecejo involuntariamente, Sergey Ivanovich- Aún viven en el pueblo las leyendas de los cristianos ortodoxos que gimen bajo el yugo del «infiel agareno». El pueblo ha oído hablar de los sufrimientos de sus hermanos y ha levantado la voz.

-Puede ser. -dijo Levin evasivamente- Pero no lo veo. Yo también soy pueblo y no siento eso.

-Tampoco yo. -añadió el Príncipe- He vivido en el extranjero, he leído la prensa y confieso que ni siquiera antes, cuando los horrores búlgaros, entendía la causa de que los rusos, de repente, comenzaran a amar a sus hermanos eslavos mientras yo no sentía por ellos amor alguno. Me entristecí mucho, pensando ser un monstruo o atribuyéndolo a la influencia de las aguas de Carlsbad… Pero al llegar aquí me tranquilicé viendo que hay mucha gente que sólo se preocupa por Rusia y no por sus hermanos eslavos. También Constantino Dmitrievich piensa así ––dijo señalándole.

–En este caso, las opiniones personales no significan nada; –respondió Kosnichev–las opiniones personales no tienen ningún valor ante la voluntad de toda Rusia expresada con unanimidad.

–Perdone, pero no lo veo así. El pueblo es ajeno a todo eso –repuso el Príncipe.

–No papá. Acuérdate del domingo en la iglesia. –dijo Dolly, que escuchaba la conversación– Dame la servilleta, haz el favor. ––dijo al anciano, que contemplaba, sonriendo, a los niños– Es imposible que todos…

–¿Qué pasó el domingo en la iglesia? –preguntó el Príncipe– Al cura le ordenaron leer y leyó. Los campesinos no comprendieron nada. Suspiraban como cuando oyen un sermón. Luego se les dijo que se iba a hacer una colecta en pro de una buena obra de la Iglesia y cada uno sacó un cópec, sin saber ellos mismos para qué.

–El pueblo no puede ignorarlo. El pueblo tiene siempre conciencia de su destino y en momentos como los de ahora ve las cosas con claridad –declaró Sergey Ivanovich categóricamente, mirando al viejo encargado del colmenar, como interrogándole.

El viejo, arrogante, de negra barba canosa y espesos cabellos de plata, permanecía inmóvil sosteniendo el pote de miel y mirando dulcemente a los señores desde la elevación de su estatura, sin entender ni querer entender lo que trataban, según se evidenciaba en todo su aspecto.

–Sí, señor –afirmó el viejo, moviendo la cabeza, como contestando a las palabras de Sergey Ivanovich.

–Pregúntenle y verán que no sabe ni entiende nada de eso –dijo Levin. Y añadió, dirigiéndose al viejo:– ¿Has oído hablar de la guerra, Mijailich? ¿Oíste lo que decían en la iglesia? ¿Qué opinas? ¿Piensas que debemos hacer la guerra en defensa de los cristianos?

–¿Por qué hemos de pensar en eso? Alejandro Nicolaevich, el Emperador, piensa por nosotros en este asunto y pensará por nosotros en todos los demás que se presenten… Él sabe mejor… ¿Traigo más pan? ¿Hay que dar más a los chiquillos? –se dirigió a Daria Alejandrovna, indicando a Grisha que terminaba su corteza de pan.

–No necesito preguntar –dijo Sergey Ivanovich– Vemos centenares y millares de hombres que lo dejan todo para ayudar a esa obra justa. Llegan de todas las partes de Rusia y expresan claramente su pensamiento y su deseo. Traen sus pobres groches y van por sí mismos a la guerra y dicen rectamente por qué lo hacen. ¿Qué significa esto?

–Eso significa, a mi juicio, ––dijo Levin que comenzaba a irritarse otra vez– que en un país de ochenta millones de habitantes se encuentran, no ya centenares, sino decenas de miles de hombres que han perdido su posición social, gente temeraria, pronta a todo, que siempre está dispuesta a enrolarse en las bandas de Pugachev o cualquier otra de su especie, y que lo mismo va a Serbia que a la China…

–Te digo que no se trata de centenares ni de gente perdida, sino que son los mejores representantes del pueblo ––dijo Sergey Ivanovich con tanta irritación como si estuviera defendiendo sus últimos recursos– ¿Y los dineros recogidos? ¡Aquí sí que el pueblo expresa directa y claramente su voluntad!

–Esa palabra «pueblo» es tan indefinida… –dijo Levin– Sólo los escribanos de las comarcas, los maestros y el uno por mil de los campesinos y obreros saben de qué se trata. Y el resto de los ochenta millones de rusos, como Mijailich, no sólo no expresan su voluntad, sino que no tienen ni idea siquiera de sobre qué cuestión deben expresarla. ¿Qué derecho tenemos, pues, a decir que se expresa la voluntad del pueblo?

TÉ DE LA TARDE COMO EN DACHA

viernes, agosto 16th, 2013

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