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KATYUSHA

sábado, agosto 10th, 2013

Katyusha (Катюша) es una canción rusa de tiempos de guerra, sobre una chica que añoraba a su amado, que estaba en el servicio militar. La música fue compuesta en 1938 por Matvey Blanter y la letra fue escrita por Mijaíl Isakovski. Fue interpretada por la célebre cantante folclórica Lidiya Ruslanova. Algunos críticos creen que Katyusha no fue una composición de Blanter, apuntando que una tonada similar fue usada por Ígor Stravinski en su ópera Mavra (1922), que más tarde adaptó a Chanson Russe (1937).

Para ver el video y escuchar la música, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

Katyusha es un diminutivo tierno del nombre femenino Yekaterina (Catalina). En ruso, muchos nombres tienen diminutivos (aparte de los apodos). Por ejemplo, el diminutivo de Natalia es Natasha, y el hipocorístico de Natasha es Natashenka. En el caso de Yekaterina (Catalina), Katia es el apodo y Katyusha, el hipocorístico.

La canción rusa también dio nombre a los lanzacohetes BM-8, BM-13, y BM-31 «Katyusha», que se construyeron y usaron por el Ejército Rojo en la Segunda Guerra Mundial.

KATYUSHA

Manzano y peral ofrecían sus flores,
y la niebla matinal suspendía sobre el río,
cuando la joven Katyusha subió la alta ribera,
también nebulosa y empinada…

Y caminando comenzó a cantar,
del águila azul de la estepa,
y de su Amor tan profundo
del que guardaba las cartas.

¡Oh, brillante canción de la doncella,
vuela sobre el sol radiante
hacia el soldado en el lejano frente,
y llévale el saludo de Katyusha!

Que recuerde una humilde muchacha,
y que escuche su claro cantar,
pues guardará la tierra de su cara patria
y su fuerte amor mantendrá.

Manzano y peral ofrecían sus flores,
y la niebla matinal suspendía sobre el río,
cuando la joven Katyusha subió la alta ribera,
también nebulosa y empinada…

A LO LARGO DEL CAMINO… UNA DACHA

sábado, agosto 10th, 2013

Jørgen Holen - Langs Veien
© Jørgen Holen – «Langs Veien» (A lo largo del camino) – Óleo 80×60

Conocer a Jørgen Holen. Artista noruego, pintor ecléctico, investigador de la textura, los colores, todos los materiales. Tuve el honor de estar en su casa, ver su atelier, oler sus óleos, disfrutar de su obra. Yo no sé si aquí fue su intención pintar una dacha (él dice que es justo llamarla así) pero mi alma de noruega se acaba de mudar a esa tela ♥ con un vaso de té, por supuesto!

http://www.fineart.no/kunstner/jorgen-holen

http://www.guldenkunstverk.com/sider/tekst.asp?side=280

Moete Jørgen Holen. Norsk artist, eklektisk maler, forsker ved tekstur, fargene, alle materialer. Jeg var en aere aa vaere i hans hjem, aa se hans atelier, aa lukte hans oljer, aa nyte hans arbeid. Jeg vet ikke om det var hans intensjon, her, for aa male en dacha men min norske sjel har nettopp flyttet til det canvas ♥ med et glass te, naturligvis!

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 6

viernes, agosto 9th, 2013

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¡Tolstoy, Tolstoy, genial traductor de las almas! Si a alguna madre no le ha pasado esto que él tan bien muestra aquí, en relación a las mujeres que la rodeaban cuando, primeriza, trataba de criar a su bebé, me lo cuenta. Cuenco de rojo té en mano, vamos con el Capítulo 6 de la Octava Parte de Anna Karenina.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 6

Como ignoraba cuándo saldría de Moscú, Sergey Ivanovich no había telegrafiado a su hermano para que le mandase el coche a la estación.

Levin no se hallaba en casa cuando su hermano y Katavasov, negros de polvo, llegaron, sobre el mediodía, en el coche alquilado en la estación, a la entrada de la casa de Pokrovskoie.

Kitty, sentada en el balcón con su padre y su hermana, reconoció a su cuñado y bajó corriendo a recibirlo.

–¿No le da vergüenza no habernos avisado de su llegada? ––dijo, dando la mano a su cuñado y presentándole la frente para que se la besase.

Así les hemos ahorrado molestias y de todos modos hemos llegado bien. –respondió Sergey Ivanovich –Pero estoy tan cubierto de polvo, que me asusta tocarla. Andaba muy ocupado y no sabía cuándo podría marcharme… Sigue usted como siempre –añadió sonriendo: –gozando de su tranquila felicidad, fuera de las corrientes vertiginosas, en este sereno remanso. Nuestro amigo Teodoro Vassilievich se ha decidido también a venir al fin…

–Pero conste que no soy un negro. –indicó Katavasov– Voy a lavarme para ver si me convierto en algo semejante a un hombre. –Hablaba con su humor habitual. Tendió la mano a Kitty y sonrió con sus dientes que brillaban en su rostro ennegrecido por el polvo.

–Kostia se alegrará mucho. Ha ido a la granja. Ya debía estar de vuelta.

–Él siempre ocupado en las cosas de su propiedad… Claro, en este tranquilo rincón –dijo Katavasov –En cambio, nosotros, en la ciudad, no vemos nada fuera de la guerra serbia. ¿Qué opina de eso nuestro amigo? Seguramente de un modo distinto a los demás.

–No… Opina como todos. –repuso, confusa, Kitty, mirando a su cuñado– Voy a mandar a buscarlo. Papá está aquí con nosotros. Ha llegado hace poco del extranjero.

Dio orden de que fuesen a buscar a Levin y de que condujeran a los recién llegados a lavarse, uno en el gabinete y otro en la habitación de Dolly. Luego, una vez dadas instrucciones para preparar el desayuno de los huéspedes, Kitty, aprovechando la libertad de movimientos de que había estado privada durante su embarazo, se dirigió, corriendo, al balcón.

–Son Sergey Ivanovich y el profesor Katavasov –dijo. –Sólo ellos nos faltaban con este calor… –respondió el anciano Príncipe.

–No, papá. Son muy simpáticos y Kostia los quiere mucho –afirmó Kitty, sonriente, con aire implorador, al observar la expresión irónica del rostro de su padre.

–Si no digo nada…

–Vete con ellos, querida –rogó Kitty a su hermana– y hazles compañía. Han visto a tu marido en la estación y dicen que está bien. Voy corriendo a ver a Mitia. No le he dado de mamar desde la hora del té. Ahora habrá despertado y estará llorando.

Y Kitty, sintiendo que a su pecho afluía abundante la leche, se dirigió rápidamente al cuarto del pequeño.

El lazo que unía a la madre con el niño era todavía tan íntimo, que por el solo aumento de la leche conocía Kitty cuando su hijo tenía necesidad de alimento. Antes de entrar en el cuarto, sabía ya que el pequeño estaría llorando. Y así era, en efecto. Al oírlo, Kitty apresuró el paso. Cuanto más deprisa iba, más gritaba el niño. Su voz era sana pero impaciente, famélica.

–¿Hace mucho que está gritando? –preguntó Kitty al aya, sentándose y disponiéndose a amamantarlo –Démelo ¡Pronto! ¡Oh, qué lenta es usted! ¡Traiga! Ya le anudará el gorro después.

El niño se ahogaba llorando.

–No, no, querida señora –intervino Agafia Mijailovna, que apenas se movía del cuarto del niño– Hay que arreglarlo bien… «¡Ahaaa, ahaaa!» –decía tratando de calmar al pequeño, casi sin mirar a la madre. El aya llevó al niño a Kitty, mientras Agafia la seguía con el rostro enternecido.

–Me conoce, me conoce. Créame, madrecita Catalina Alejandrovna… Tan cierto como hay Dios que me ha conocido –aseguraba la anciana refiriéndose al niño.

Kitty no la atendía. Su impaciencia aumentaba al compás de la impaciencia del niño. Con las prisas todo se hacía más difícil y el pequeño no lograba encontrar lo que buscaba y se desesperaba.

Al fin, tras unos ruidos sofocados, que demostraban que había chupado en falso, consiguió lo que quería y la madre y el hijo, sintiéndose calmados, callaron.

–El pobre está completamente sudado –dijo Kitty, en voz baja, tocándolo– Y, ¿por qué dice usted que la reconoce? –preguntó mirando al niño de reojo.

Y le parecía que su mirada, bajo el gorrito que le caía sobre los ojos, evidenciaba cierta malicia, mientras sus mejillas se hinchaban rítmicamente y sus manitas de palmas rojizas describían movimientos circulares.

–No es posible. De conocer a alguien, habría sido primero a mí –siguió Kitty, contestando a Agafia Mijailovna.

Y sonrió.

Sonreía porque, a pesar de lo que decía, en el fondo de su corazón le constaba, no sólo que el niño conocía a Agafia Mijailovna, sino que conocía y comprendía muchas cosas que todos ignoraban y que ella, su propia madre, sólo había llegado a saber gracias a él. Para Agafia Mijailovna, para el aya, para el abuelo, para su padre, Mitia era simplemente un ser vivo, sólo necesitado de cuidados materiales, pero para su madre era ya un ente de razón con el que le unía una historia entera de relaciones espirituales.

–Ya lo verá usted, si Dios quiere, cuando despierte. Cuando yo le haga así, el rostro se le pondrá claro como la luz de Dios–dijo Agafia Mijailovna.

–Bien. Ya lo veremos entonce.s –repuso Kitty– Ahora váyase. El niño quiere dormir.

TÉ EN LA COCINA

jueves, agosto 8th, 2013

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¡Llegué! ¿Llegaron? ¡Buenas tardes, dachas del campo y la ciudad! ¡Preparen ricos tés para tomar la merienda con sus niños! Y, si pueden, salgan al jardín, al patio, al balcon que, por suerte, el sol se equivocó y pensó que era primavera 😉

La imagen que elegí hoy: En la cocina – Vladimir Makovsky – 1913

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULO 5

miércoles, agosto 7th, 2013

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Buenas noches! Tardísimo, ya sé. Vamos con el Capítulo 5 de la Octava Parte de Anna Karenina. De a uno? Sí. Es que nos falta tan poco! Vayan guardándose el 31 de agosto.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 5

En las largas sombras que a la luz del sol proyectaban las pilas de sacos sobre el andén, Vronsky paseaba con el largo abrigo puesto, el sombrero calado sobre los ojos y las manos metidas en los bolsillos. Cada veinte pasos se detenía y daba una rápida vuelta. Sergey Ivanovich, al aproximársele, creyó notar que Vronsky, aunque lo veía, fingía no reparar en él. Pero tal actitud lo dejó indiferente, porque ahora se sentía muy por encima de aquellas susceptibilidades.

A sus ojos, Vronsky, en aquellos momentos, era un hombre de importancia para las actividades de la causa y Sergey Ivanovich consideraba deber suyo animarlo y estimularlo. Así, se acercó a él sin vacilar.

Vronsky se detuvo, lo miró, lo reconoció y, avanzando unos pasos hacia él, le dio un fuerte apretón de manos con efusión.

–Tal vez no tenga usted deseos de ver a nadie. –dijo Kosnichev– ¿Podría serle útil en algo?

–A nadie me sería menos desagradable de ver que a usted.–repuso Vronsky– Perdone, pero es que no me queda nada agradable en la vida.

–Lo comprendo y por eso quería ofrecerle mi ayuda. ––dijo Sergey Ivanovich, escudriñando el rostro, visiblemente dolorido, de su interlocutor– ¿No necesita usted alguna carta de recomendación para Risich o Milán?

Vronsky pareció comprender con dificultad lo que le decía. Al fin contestó:

–¡Oh, no! Si no le importa, demos un paseo. En los coches el aire está muy cargado. ¿Una carta? No; gracias. Para morir no hacen falta recomendaciones. ¿Acaso me sirven para los turcos? –dijo, sonriendo sólo con los labios mientras sus ojos conservaban una expresión grave y dolorida.

–Quizá le facilitará las cosas al entrar en relaciones, necesarias en todo caso, con alguien ya preparado.
En fin, como guste… Celebré saber su decisión. Se critica tanto a los voluntarios, que la resolución de un hombre como usted influirá mucho en la opinión pública.

–Como hombre, sirvo, porque mi vida a mis ojos no vale nada. –dijo Vronsky– Y tengo bastante energía física para penetrar en las filas enemigas y matar o morir. Ya lo sé. Me alegra que exista algo a lo que poder ofrendar mi vida, esta vida que no deseo, que me pesa… Así, al menos, servirá para algo.

Y Vronsky hizo con la mandíbula un movimiento de impaciencia provocado por un dolor de muelas que lo atormentaba sin cesar, impidiéndole incluso hablar como quería.

–Renacerá usted a una vida nueva, se lo vaticino. –dijo Kosnichev, conmovido– Librar de la esclavitud a nuestros hermanos es una causa digna de dedicarle la vida y la muerte. ¡Que Dios le conceda un pleno éxito en esta empresa y que devuelva a su alma la paz que tanto necesita! –añadió. Y le tendió la mano.

Vronsky la estrechó con fuerza.

–Como instrumento, puedo servir de algo. Pero como hombre soy una ruina –contestó recalcando las palabras.

El tremendo dolor de una muela le llenaba la boca de saliva y le impedía hablar. Calló y examinó las ruedas del ténder, que se acercaba lentamente deslizándose por los railes.

Y de improviso, un malestar interno, más vivo aún que su dolor, lo hizo olvidarse de sus sufrimientos físicos. Mirando el ténder y la vía, bajo el influjo de la conversación con aquel conocido a quien no hallara desde su desgracia, Vronsky de repente la recordó a «ella» , es decir, lo que quedaba de ella cuando él, corriendo como un loco, había penetrado en la estación.

Allí, en la mesa del puesto de gendarmería, tendido, impúdicamente, entre desconocidos, estaba el ensangrentado cuerpo en el que poco antes palpitaba aún la vida. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, con sus pesadas trenzas y sus rizos sobre las sienes; y en el bello rostro, de roja boca entreabierta, había una expresión inmóvil, rígida, extraña, dolorosa sobre los labios y terrible en los ojos quietos, entornados. Se diría que estaba pronunciando las tremendas palabras que dirigiera a Vronsky en el curso de su última discusión: «¡Te arrepentirás de esto!» .

Y Vronsky procuraba recordarla tal como era cuando la encontró por primera vez, también en la estación, misteriosa, espléndida, enamorada, buscando y procurando felicidad, no ferozmente vengativa como la recordaba en el último momento.

Trataba de evocar sus más bellas horas con Anna pero aquellos momentos habían quedado envenenados para siempre. Ya no podía recordarla sino triunfante, cumpliendo su palabra, su amenaza de hacerlo sentir aquel arrepentimiento profundo e inútil ya. Y Vronsky había dejado de sentir el dolor de muelas y los sollozos desfiguraban ahora su cara.

Después de dar un par de paseos a lo largo de los montones de sacos, Vronsky, una vez sereno, dijo a Kosnichev:

–¿No tiene usted nuevas noticias desde ahora? Los turcos han sido batidos por tercera vez y se espera un encuentro decisivo.

Y después de discutir sobre la proclamación de Milan como rey y de las enormes consecuencias que podía acarrear semejante hecho, al sonar la segunda campanada se separaron y se dirigieron a sus coches.

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 3 Y 4

martes, agosto 6th, 2013

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En los añitos en que cada viernes nos juntábamos a cantar con Marcelo Loustau, cuando los ánimos estaban caldeados o cuando la tristura más grande apretaba el alma, él me decía: Por suerte existe la música. Cuando leo estos capítulos de Anna Karenina pienso que por suerte existe el té. Prepárense una taza de DaCha Russkiĭ Sekret y vengan a leer los Capítulos 3 y 4 de la Octava Parte conmigo. Hasta mañana, dachas queridas.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCATAVA PARTE – Capítulo 3

Después de haberse despedido de la Condesa, Sergey Ivanovich y Katavasov, que ya se habían juntado, entraron en el vagón totalmente lleno y el tren se puso en marcha.

En la estación de Zarizino un grupo de jóvenes rodeó el tren cantando: «Gloria al Zar.» Otra vez los voluntarios se mostraron en los vagones y saludaron, pero Kosnichev no detenía ya en ellos su atención. Había tenido tanto que ver con este tipo que gente, que no lograban ya despertar su atención. En cambio, Katavasov, que, dadas sus ocupaciones, no había tenido ocasión de observarlos hasta entonces, estaba muy interesado en ellos y hacía constantes preguntas a su amigo.

Sergey Ivanovich le aconsejó que pasara a segunda clase y hablara allí personalmente con ellos.

Katavasov siguió su consejo.

En la primera parada, pasó a segunda clase y vio a los voluntarios. Cuatro de ellos iban sentados en un rincón del coche, hablando en voz alta, convencidos de la atención de los viajeros y Katavasov, que acababa de entrar, estaba concentrado en ellos. Un joven alto, de pecho hundido, hablaba más fuertemente que ninguno. Parecía estar algo borracho y explicaba un episodio que le había ocurrido en la escuela. Frente a él se sentaba un oficial ya no joven, con la chaqueta austríaca del uniforme de la Guardia. Escuchaba, sonriendo, el relato y, a veces, hacía callar al joven. Un tercero, con uniforme de artillería, se sentaba en un baúl, a su lado y un cuarto dormitaba.

Katavasov trabó conversación con el joven y supo que era un rico comerciante moscovita que había disipado su fortuna antes de cumplir los veintidós años. No agradó a Katavasov, porque era un joven mimado, poco varonil y de débil salud. Se le notaba seguro, sobre todo ahora que había bebido, de realizar un hecho heroico y se vanagloriaba de él de una manera harto desagradable.

El oficial retirado también causó a Katavasov mal efecto. Era uno de esos hombres que lo han visto todo. Había servido en los ferrocarriles, sido procurador, poseído fábricas y hablaba de todo ello sin venir a cuento, empleando inadecuadamente expresiones técnicas.

En cambio el artillero despertó la simpatía de Katavasov. Hombre modesto y reposado, se le notaba respetuoso ante la sabiduría del ex oficial de la Guardia y la heroica abnegación del ex comerciante y no hablaba de sí mismo. Cuando Katavasov le preguntó el motivo de que fuese a Serbia, repuso con sencillez:

–Como van todos… Hay que ayudar a los servios. Me dan lástima.
–Precisamente faltan artilleros ––dijo Katavasov.

–Pero he servido poco en artillería. Quizá me destinen a caballería o infantería.

–¿Cómo van a mandarle a infantería cuando lo que más necesitan son artilleros? –respondió Katavasov, calculando, por la edad de su interlocutor, que debía de tener algún grado.

–He servido poco en artillería. –repitió– Soy sargento retirado.

Y comenzó a explicar los motivos de no haberse presentado a los exámenes.

Todo ello en conjunto produjo en Katavasov una impresión ingrata y cuando los voluntarios se apearon a beber en una estación, resolvió contrastar su impresión desfavorable con la de algún otro. Había allí un viajero, un anciano vestido con capote militar, que había estado escuchando todo aquel rato la charla de Katavasov con los voluntarios y ahora, al quedar solos los dos, se dirigió a él:

–¡Qué posiciones tan diferentes las de estos hombres que marchan a la guerra! –dijo con vaguedad, deseando expresar su opinión y deseando conocer la del viajero.

El anciano era un militar que había hecho dos campañas. Sabía apreciar lo que es un buen soldado y por el aspecto y charla de aquellos señores y por la desenvoltura con que aplicaban los labios a la bota en el camino, deducía que eran malos militares.

Además, el viajero vivía en una ciudad provinciana y habría deseado contar a Katavasov que de su población se había ido voluntario un recluta expulsado del servicio, borracho y ladrón, al que nadie quería dar trabajo. Pero sabiendo por experiencia que en el estado de exaltación en que estaba la gente era peligroso exponer su opinion, opuesta a la de los demás y sobre todo peligroso criticar a los voluntarios, el viejecito quedó observando a su interlocutor.

–Sí, allí necesitan hombres –dijo, sonriendo con los ojos.

Hablaron del último parte y los dos ocultaron la sorpresa que les producía el hecho de que, estando los turcos batidos en todas partes, se aguardase para el día siguiente un combate decisivo. Y se separaron sin haberse expresado sus opiniones.

Katavasov, al entrar en su coche, contra sus costumbres, no se sintió con valor para exponer su opinión con sinceridad y dijo a Sergey Ivanovich que los voluntarios le habían parecido unos excelentes muchachos.

En una de las estaciones importantes, nuevamente se recibió a los que iban a la guerra con canciones y gritos de entusiasmo, nuevamente aparecieron postulantes de ambos sexos y señoras provincianas con ramos de flores acompañando a los voluntarios a la fonda de la estación. Pero estas manifestaciones no podían ya compararse con la de Moscú.

OCTAVA PARTE – Capítulo 4

Durante la parada en una capital de provincia, Kosnichev, en vez de ir a la fonda, se quedó paseando en el andén.

Al pasar la primera vez ante el camarote de Vronsky, vio echada la cortina de la ventanilla pero la segunda vez distinguió en ella a la anciana Condesa, que lo llamó.

–Ya lo ve usted; también hago el viaje. Acompaño a Alexis hasta Kursk.

–Me lo habían dicho –repuso Sergey Ivanovich, parándose ante la ventanilla y mirando al interior– ¡Qué hermoso rasgo! –añadió, al ver que Vronsky no estaba dentro.

–Sí, pero, ¿qué iba a hacer después de su desgracia?

–¡Qué horrible ha sido! ––exclamó Kosnichev.

–¡No sabe lo que yo he sufrido! Entre, entre… ¡No sabe lo que yo he sufrido! –repitió cuando Sergey Ivanovich se hubo sentado a su lado en el diván– ¡No puede figurárselo! Alexis pasó seis semanas sin hablar con nadie y sin comer más que cuando yo se lo suplicaba. Era imposible dejarlo solo un momento. Vivíamos en el piso de abajo y tuvimos cuidado en quitarle todo aquello con que pudiera suicidarse. Pero, ¿quién puede preverlo todo? Ya sabe usted que ya una vez había intentado suicidarse, por ella también… – agregó la anciana, frunciendo las cejas al recordarlo– Ella ha terminado como debía terminar una mujer así. Incluso eligió una muerte baja, vil…

–No somos nosotros quienes hemos de juzgarla, Condesa. –dijo Sergey Ivanovich suspirando– Pero reconozco que todo eso habrá sido muy penoso para usted.

–¡Horrible! Figúrese que yo estaba en nuestra finca. Y Alexis, ese día, se hallaba en casa. Trajeron una carta. Él escribió la respuesta y la envió. No sabíamos que ella estaba en la estación. Apenas entró en la habitación por la noche, Mary me dijo que una señora se había lanzado bajo el tren en la estación. Me pareció que se me caía el mundo encima. ¡Mi primer pensamiento fue que era ella! Lo primero que mandé fue que no se dijese nada a mi hijo. Pero ya se lo habían dicho. Su cochero se encontraba allí y lo había visto todo. Cuando entré en su cuarto, corriendo, él estaba como loco; daba miedo verle. Corrió a la estación sin decir palabra. No sé lo que pasó allí pero lo trajeron a casa como muerto… No le habría usted reconocido. El médico dijo: Prostration complète. Luego, casi cayó en la locura. En fin, ¿a qué hablar? –dijo la Condesa haciendo un ademán– Era un cosa horrible. Diga usted lo que quiera, ella ha obrado como una mala mujer. Pasiones tan desesperadas no conducen a nada bueno. ¿Qué quiso probar con su muerte, quiere usted decírmelo? Se ha perdido a sí misma y ha causado la perdición de dos hombres excelentes: su marido y mi hijo…

–¿Y qué hace su marido? –preguntó Kosnichev.

–Se llevó a la niña. Aliocha, al principio, estaba conforme con todo. Pero ahora le duele mucho haber entregado su hija a un extraño… Y no puede retirar su palabra. Karenin acudió al entierro. Procuramos que no se encontrara con Aliocha. ¡Había de ser tan penoso para él verse con el marido! En cuanto a Karenin la cosa era más soportable, pues la muerte de su esposa lo ha dejado libre. En cambio mi pobre hijo lo ha sacrificado todo por ella: el servicio, su madre, su posición… Y ni aun así tuvo ella compasión de él y le aniquiló por completo y deliberadamente. Usted podrá pensar lo que quiera, pero hasta en su muerte se ha mostrado una mala mujer, sin religión, sin nada… Dios me perdone pero, viendo el estado de mi hijo, no puedo dejar de maldecir su memoria.

–Y él, ¿cómo está ahora?

–Dios nos ha ayudado con esto de la guerra de Serbia. Soy una vieja y no entiendo nada de estas cosas pero estoy segura de que esto lo ha enviado Dios. Claro que, como madre, tengo miedo y, además, según dicen, ce n’est pas très bien vu à Saint–Petersbourg. Pero, ¿qué vamos a hacer? Sólo esto podia reanimarle. Su amigo Jachvin perdió su fortuna a las cartas y resolvió ir a Serbia. Visitó a mi hijo y lo persuadió. Y él, ahora está interesado. Hable con mi hijo, se lo ruego. Lo alegrará mucho verlo. Háblele, por favor… Mire:
está paseando por allí…

Sergey Ivanovich contestó que lo haría con mucho gusto y pasó al otro lado del tren.

¿TOMAMOS UN TÉ CON BARANKI?

martes, agosto 6th, 2013

Семейное чаепитие.
¡Qué hora divina para compartir esta foto de nuestro admirado Vladimir Fedotko! CEREMONIA DE TÉ EN FAMILIA (Семейное чаепитие~Semeynoye chayepitiye). Él, que la mira con amor y picardía, le ofrece té del plato, para que ella no se queme los labios. Las rosquitas que ven en el empapelado son baranki y a la izquierda, debajo del cuadro, pirozhki.
Si sos ruso o descendiente de rusos, sabés de qué hablamos. Si no, te cuento:
los baranki son rosquitas de la familia de distintos productos de masa hervida, entre los que están los «bubliki» -parecidos a los bagels- que tienen su origen en la Zona de Asentamiento (región fronteriza occidental del Imperio Ruso en que el asentamiento de judíos estaba permitido e incluía a Lituania, Bielorrusia, Polonia, Moldavia y Ucrania… y que, por suerte, no es tema de esta foto porque terminamos todos llorando) y los «sushki»-rosquitas pequeñas y más secas-.
Los baranki son un plato original ruso y deben su nombre a la palabra «obvaranok» que significa escaldado, porque la masa se hierve antes de hornearla. Se preparan con harina de trigo, manteca, leche, azúcar y clara de huevo. Pueden ser simples o cubiertos de semillas de amapola, levemente dulces o muy dulces. No son tiernos sino más bien duritos y sequitos y es la costumbre rusa, mojarlos en el té antes de comerlos. Se atan de a docenas y se suelen ver colgados del cuello de los samovares.
Los que sostiene Maia, mi nena, en la foto, fueron preparados con muchísimo cariño por Natasha, nuestra hada madrina de la Rica Comida Rusa.
baranki maia
MUY PRONTO TENDREMOS NUESTRA PROPIA CEREMONIA DE TÉ, COMO SE HACE EN LAS MEJORES DACHAS

ANNA KARENINA – OCTAVA PARTE – CAPÍTULOS 1 Y 2

lunes, agosto 5th, 2013

DACHA MAMA collage
Entramos a la Octava y última Parte de Anna Karenina, del genial Lev Tolstoy, con nueva promoción de diez de nuestros blends más queridos.
Preparen sus teteras y vamos:
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
OCTAVA PARTE – Capítulo 1

Pasaron casi dos meses y el veranillo iba ya por su mitad. Sólo hasta entonces Sergey Ivanovich no se decidió a salir de Moscú.

En su vida, durante aquel tiempo, se habían producido varias novedades. Hacía un año que, tras seis de trabajo, había terminado su libro titulado Ensayo de una descripción de las bases y regímenes gubernamentales de Rusia y de Europa. El prefacio y algunos fragmentos habían sido publicados ya en revistas y los pasajes más importantes se los había leído a la gente de su círculo. De modo que los conceptos contenidos en la obra no eran una novedad absoluta para el público; pero, con todo, Sergey Ivanovich esperaba que la aparición de su obra despertase un gran interés y que, aunque no originase una revolución en la ciencia, produjese, al menos, sensación en el ambiente intelectual.
Hacía un año que, después de un minucioso repaso, el libro había sido editado y enviado a las librerías.

Aunque no preguntaba a nadie nada sobre su obra, aunque contestaba con fingida indiferencia a las preguntas de sus amigos acerca de ella y ni siquiera interrogaba a los libreros sobre la marcha de la venta, Sergey Ivanovich seguía con atención las impresiones que su libro despertaba en sociedad y en el mundo literario.

Pero pasaron una, dos y tres semanas sin que advirtiese impresión alguna en la gente.

Sus amigos, los especialistas y los sabios hablaban en ocasiones de su obra, evidentemente por cortesía.

Sus demás conocidos, nada interesados por el contenido de un libro científico, no le preguntaban nunca por él.

Así la gente, ocupada ahora en otras cosas, acogió la publicación con completa indiferencia. Y la crítica, durante todo un mes, no hizo comentario alguno sobre la producción de Sergey Ivanovich.

Éste hacía cálculos sobre el tiempo que pudieran tardar los críticos en ocuparse de la obra pero pasaron dos meses y el silencio continuaba igual.

Sólo el Sieverniy Juk, en un artículo humorístico que trataba del cantante Drabanti, quien había perdido la voz, dijo algunas palabras despectivas sobre el libro de Kosnichev. Tales palabras mostraban que la crítica estaba ya hecha hacía tiempo y que la obra había sido entregada a la burla general.

Finalmente, al tercer mes, un periódico publicó una crítica del libro.

Kosnichev conocía al autor del artículo: lo había encontrado una vez en casa de Golubzov.

Se trataba de un periodista joven y enfermo, muy audaz como escritor pero muy poco erudito y tímido en sus relaciones personales.

A pesar del desprecio que sentía por el autor, Sergey Ivanovich comenzó la lectura de la crítica con el máximo respeto.

Era algo terrible. El periodista había interpretado la obra de un modo imposible de comprender. Daba, no obstante, algunos extractos de ella, escogidos con tal habilidad, que para los que no la hubiesen leído –y era palmario que casi no la había leído nadie– resultaba evidente que la obra no pasaba de ser un conjunto de palabras huecas e incluso empleadas inoportunamente (lo que subrayaban signos de interrogación) y que su autor era un hombre totalmente inculto. Y lo peor era que el artículo resultaba tan ingenioso que el propio Kosnichev no habría desdeñado emplear su ingeniosidad, que era lo que lo hacía más terrible.

A pesar de la estricta imparcialidad con que Sergey Ivanovich meditó los argumentos del publicista, no se detuvo en los defectos que le achacaba, ni en los errores de que hacía burla, sino que, involuntariamente, su pensamiento lo llevó a recordar su encuentro con el cronista y la conversación que había sostenido con él.

«¿Le habré ofendido en algo?», se preguntaba.

Y al acordarse de que en su encuentro con aquel joven periodista, le había corregido unas palabras acreditativas de su ignorancia, Sergey Ivanovich encontró la explicación del artículo.

A esto siguió un silencio absoluto en la prensa y en todas partes y Sergey Ivanovich comprendió que su trabajo de seis años, realizado con tanto cariño, no dejaba huella alguna.

Su situación era entonces tanto más penosa cuanto que, terminado el trabajo literario que le había ocupado todo aquel tiempo, se pasaba ocioso mucha parte del día.

Kosnichev, inteligente, instruido, sano, no sabía a qué dedicar su actividad. Las charlas en salones, reuniones, congresos y comités –es decir, en todos los lugares donde cabía discutir– ocupaban parte de su tiempo. Pero él, residente en la ciudad hacía muchos años, no se prodigaba por completo a las conversaciones como su inexperto hermano cuando llegaba a Moscú. Así que le quedaba mucha energía desempleada.

Afortunadamente para él, en aquel tiempo que le fue tan doloroso en virtud del poco éxito de su libro, la cuestión de los disidentes vino a sustituir a la de los amigos americanos, a la del hambre en Samara y, a la del espiritismo, la del problema eslavo, que antes apenas se trataba en sociedad; y Sergey Ivanovich, ya antes estimador de este asunto, ahora se consagró a él enteramente.

En el mundillo de Kosnichev no se hablaba ni discutía de otra cosa que de la guerra serbia. Cuanto hace en general la gente ociosa para matar el tiempo, se hacía ahora en beneficio de los eslavos.
Los bailes, conciertos, discursos, modas y hasta las tabernas y cervecerías, servían para proclamar la adhesión a los hermanos de raza.

Sergey Ivanovich no estaba de acuerdo, en detalle, con mucho de lo que se comentaba y escribía.

Veía que la cuestión eslava se había convertido en un tema de moda, uno de esos que, cambiando de tiempo en tiempo, sirven de distracción a la sociedad.

Comprobaba también que muchos se ocupaban del asunto con fnes de vanidad o provecho. Reconocía que los periódicos decían muchas cosas innecesarias a fin de atraer la atención sobre ellos por gritar más fuerte que los demás. Y notaba, sobre todo, que en aquel momento de entusiasmo general, bullían y gritaban más todos los fracasados y resentidos: los generales sin ejército, los ministros sin ministerio, los jefes de partido sin partidarios.

Apreciaba que en todo aquello había mucho de ridículo y de frívolo pero a la vez descubría un entusiasmo creciente, indudable, que unía a todas las clases sociales, un entusiasmo con el que forzosamente había de simpatizar.

La matanza de eslavos, de gente de la misma religión, había despertado compasión hacia las víctimas e indignación contra los opresores. El heroísmo con que serbios y montenegrinos luchaban por la gran causa, había hecho nacer en todo el pueblo ruso el deseo de ayudar a sus hermanos, no sólo con palabras, sino con obras.

Había aún otro hecho que llenaba de alegría a Sergey Ivanovich y era la manifestación de la opinión pública. El pueblo manifestaba sus deseos de una manera definida. El alma popular se expresaba, como decía él. Y cuanto más profundizaba aquel movimiento, más se convencía de que estaba destinado a alcanzar proporciones inmensas, a hacer época.

Sergey Ivanovich olvidó su libro, sus decepciones y se consagró, por entero, a aquella gran tarea. A partir de aquel momento estuvo ocupado constantemente y no le quedaba ni tiempo para contestar a las muchas cartas y consultas que le dirigían.

Después de trabajar así la primavera y parte del estío, en julio decidió ir a casa de su hermano.

Pensaba descansar un par de semanas en el mismo corazón del pueblo, en una alejada campiña, para gozar del espectáculo de aquel despertar del alma popular que él y todos los habitantes de las ciudades estaban persuadidos de que existía.

Katavasov, que hacía tiempo quería cumplir la promesa dada a Levin de visitarle en su pueblo, acompañó a Sergey Ivanovich en su viaje.

OCTAVA PARTE – Capítulo 2

Apenas Kosnichev y Katavasov llegaron a la estación del ferrocarril de Kursk, extraordinariamente animada en aquel momento y mientras salían del coche y examinaban los equipajes que el lacayo acababa de llevar, llegaron cuatro carruajes de alquiler cargados de voluntarios.

Señoras con ramos de flores salieron a recibirlos y, seguidos de una gran muchedumbre, entraron en la estación.

Una de las señoras salió de la sala y se dirigió a Kosnichev.

–¿También ha venido usted a despedirlos? –preguntó en francés.

–No. Es que voy a descansar al pueblo con mi hermano, Princesa. ¡Usted nunca falta a estas despedidas!–indicó con imperceptible sonrisa, Kosnichev.

–¡A ninguna! ¡Ya hemos despedido a ochocientos! Malvinsky no quería creerme…

–Más de ochocientos. Si contamos con los que han salido directamente de Moscú, pasan de mil –corrigió Sergey Ivanovich.

–¡Ya lo decía yo! –exclamó con alegría la dama– ¿Es cierto que se ha recaudado cerca de un millón de rublos?

–Más, Princesa.

–¿Ha leído el telegrama de hoy? Han vuelto a batir a los turcos.

–Lo he leído –contestó él.

Se referían a un despacho que afirmaba que los turcos habían sido batidos durante tres días seguidos en tres puntos y que se aguardaba un combate decisivo.

–A propósito, –dijo la Princesa– hay un joven distinguido que ha querido ir y le han opuesto no sé qué dificultades. Quería pedirle que… Le conozco, ¿sabe? Quisiera que escribiera una carta en su favor. Es recomendado de la condesa Lydia Ivanovna.

Una vez averiguados los detalles que conocía la Princesa sobre el joven aspirante a voluntario, Sergey Ivanovich, pasando la sala de primera clase, escribió la carta a la persona de quien dependía el asunto y se la entregó a la Princesa.

–¿Sabe quién va también en este tren? El conde Vronsky –dijo la Princesa, con significativa y triunfal sonrisa, cuando Sergey, reuniéndose con ella, le entregó la carta.

–Sabía que se iba, pero ignoraba cuándo. ¿En ese tren?

–Le he visto. Sólo lo acompaña su madre. Al fin y al cabo, es lo mejor que podía hacer.

–Claro, se comprende.

Mientras hablaban, la gente que rodeaba a los voluntarios se dirigió hacia el mostrador de la fonda de la estación.

Ellos se dirigieron allí también y oyeron a un señor que, en alta voz, con una copa en la mano, arengaba a los voluntarios.

–Servís a la fe, a la Humanidad, a nuestros hermanos –decía aquel hombre subiendo cada vez más el tono de la voz– Nuestra madre Moscú os bendiga por la gran causa a la que vais a servir. ¡Viva! –concluyó como un trueno y temblándole el llanto en la voz.

El viva fue contestado por todos y nuevos grupos de gente afluyeron a la sala. Poco faltó para que derribaran a la Princesa.

–¡Qué entusiasmo, Princesa! –exclamó Esteban Arkadievich, apareciendo radiante, con una alegre sonrisa en los labios– ¿Verdad que ha hablado bien? Son palabras que llegan al alma. ¡Bravo! ¡Ah, sí, también está aquí Sergey Ivanovich! ¿Por qué no dice usted también algunas frases alentadoras? ¡Lo hace usted tan bien! –añadió con sonrisa suave y afectuosa, tocando ligeramente el brazo de Kosnichev.

–No, me voy.

–¿Adónde?

–Al campo, al pueblo de mi hermano.

–Entonces verá usted allí a mi esposa. Aunque le he escrito, haga el favor de decirle que me ha visto y que all right! Ella lo entenderá. De todos modos, tenga la amabilidad de indicarle que he sido nombrado miembro de la Comisión Mixta. Sí, ella lo entenderá… Les petites misères de la vie humaine, ¿sabe? –dijo a la Princesa, como disculpándose– ¡Ah! La Miagkaya, no Lisa, sino la Biblich, envía mil fusiles y doce hermanas de la caridad. ¿Qué le decía yo?

–Ya lo había oído decir –repuso Kosnichev de mala gana.

–Siento que se vaya usted. –agregó Oblonsky–Mañana damos una comida en honor de dos que se marchan: uno, Dimmer–Bartniansky, de San Petersburgo y otro un amigo nuestro, Veselovsky. Los dos se van y eso que Veselovsky se casó hace poco. ¡Qué valiente! ¿Verdad, Princesa? –preguntó a la dama.

La Princesa, sin contestar, miró a Kosnichev. Pero que Sergey Ivanovich y la señora mostraran, ostensiblemente, deseos de deshacerse de él, no parecía turbar a Oblonsky. Miraba, sonriente, ora la pluma del sombrero de la Princesa, ora a un lado y a otro, como recordando algo. Viendo a una señora que llevaba una alcancía para los donativos en pro de los voluntarios, Esteban Arkadievich la llamó y depositó un billete de cinco rublos.

–Mientras me quede dinero no puedo ver con indiferencia esas alcancías. –dijo– ¿Qué me cuentan del telegrama de hoy? ¡Qué valerosos son los montenegrinos!

Cuando la dama le dijo que Vronsky se iba en aquel tren, Oblonsky exclamó:

–¿Qué me dice usted?

Su rostro expresó tristeza por un momento pero un minuto después, al entrar, alisándose las patinas, en la sala en que estaba el Conde, ya había olvidado su llanto sobre el ataúd de su hermana y sólo veía en Vronksy un héroe y un viejo amigo.

–No se puede negar que, con todos sus defectos, es un temperamento ruso, típicamente eslavo. –dijo la Princesa a Kosnichev cuando Oblonsky se alejó de ellos– Pero temo que a Vronsky le disguste verlo. Sea como sea, me conmueve la suerte de ese hombre. Procure hablarle durante el viaje –concluyó.

–Sí, si puedo…

–Nunca he simpatizado con él. Pero este rasgo me hace perdonarle muchas cosas. No sólo va a la guerra él mismo, sino que lleva un escuadrón a sus expensas.

–Ya me lo han dicho.

Sonó la campana. Todos corrieron a las puertas.

–Ahí está –dijo la Princesa, señalando a Vronsky que, con un largo abrigo y un sombrero negro de anchas alas, iba del brazo de su madre, mientras Oblonsky, a su lado, le hablaba con animación.
Vronsky, con las cejas fruncidas, miraba ante sí, como si no oyera a Esteban Arkadievich.

No obstante, seguramente por indicación de su amigo, Vronsky miró hacia la Princesa y Sergey Ivanovich y se quitó el sombrero en silencio. Su rostro envejecido, de doliente expresión, parecía petrificado.

Subió a la plataforma sin hablar, dejó pasar primero a su madre y desapareció en el camarote del coche.

Resonaron las notas del himno nacional.

Se oyó gritar en las plataformas:

–¡Dios guarde al Zar!

Siguieron hurras y vítores. Uno de los voluntarios, un muchacho muy joven, alto, de pecho hundido, saludaba destacándose de los demás, agitando sobre la cabeza su sombrero de fieltro tosco y un ramo de flores.

Tras él, dos oficiales y un hombre ya maduro, de larga barba, tocado con una sucia gorra, saludaban también.

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – RESUMEN Y ANÁLISIS

domingo, agosto 4th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – RESUMEN Y ANÁLISIS

RESUMEN
Al inicio de esta parte, los Levin han estado en Moscú durante más de dos meses. La llegada del hijo de Kitty es signo de alarma y preocupación de todos, excepto de Kitty. La relación entre Levin y Kitty está mejorando; rara vez discuten desde que están Moscú. En una visita a una amiga de la familia, Kitty y su padre se encuentran Vronsky. Kitty se asombra de sí misma al darse cuenta de que lo trata con calma y civilizadamente pero sin interés. Levin se siente mucho más alterado pero, sin embargo, se las arregla para calmarse y decide que va a tratar a Vronsky con amabilidad, la próxima vez que lo vea, ya que no tiene motivos para estar celoso.

Como siempre, Levin se siente incómodo en la ciudad. Está molesto por los grandes gastos, aparentemente frívolos, que surgen de vivir en un centro urbano. Le resulta difícil trabajar en su libro de teoría agrícola y es torpe cuando se trata de hacer visitas sociales. Renueva su amistad con viejos amigos de la universidad como Katavasov y se encuentra con nuevos intelectuales, como Metrov. Visita a la familia de Kitty, incluyendo a su hermana, Nataly, a quien acompaña a un concierto. Durante una visita especialmente difícil a la familia Bols, encuentra a Oblonsky, quien lo arrastra con su encanto típico. Bajo la influencia de Oblonsky, Levin no sólo hace las paces con Vronsky, sino que también acepta visitar a Anna, a quien no conoce.

Levin llega a casa de los Vronsky y no se encuentra con Anna sino con su retrato magnífico, realizado por el pintor Mijailov. Queda completamente prendado tanto de la belleza de otro mundo de la pintura como de la mujer en la vida real, que lo encanta completamente. Anna le parece el epítome de la mujer mundana, culta, caritativa (asumió el cuidado de una niña inglesa huérfana) e interesada en una variedad de temas. Cuando regresa a casa, Kitty sufre como loca al saber que fue a ver a Anna y hasta piensa que lo “ha embrujado”. Él se queda hasta tarde reconfortando a Kitty y asegurándole su amor.

Después de que Levin se retira, Anna analiza su situación. Ha puesto especial esfuerzo en encantar a Levin, en un intento de poner a prueba su poder. Está amargada y enojada porque se siente abandonada y privada de amor. Se da cuenta de que su poder sobre Vronsky se desmorona; han empezado a saludarse con hostilidad, mutuamente. Anna sabe que esto es destructivo pero no puede evitarlo. Siente que su lucha se ha vuelto necesaria. No sabe nada acerca de su solicitud de divorcio de Karenin y esto hace que la relación entre ella y Vronsky se vuelva aún más tensa.

Esa noche, Kitty despierta a Levin y le dice que no se siente bien. Empieza el trabajo de parto. Se llama a la comadrona, María y Levin se apresura a buscar al doctor. El médico lo mantiene en espera por varias horas y luego aparece, indiferente, lo que enfurece a Levin, pero le explica a éste que no hay prisa. En efecto, el parto dura 22 horas, durante las cuales Levin les da problemas a la partera, a Dolly y a la princesa mayor con sus exigencias dramáticas y arrebatos. Pero también reza, por primera vez en años y piensa en su hermano Nicolás. Cuando nace la criatura (un niño sano), Levin experimenta un sentimiento de profunda alegría y felicidad.

Cargado de deudas, Oblonsky se encamina hacia Petersburgo, esa primavera, con el fin de obtener un puesto más lucrativo como miembro del Comité de la compañía de ferrocarriles. La obtención del puesto requiere una actitud de sometimiento en una serie de humillantes maneras. Mientras que está en la ciudad, visita a Karenin para convercerlo de divorciarse de Anna. Karenin reacciona con gran emoción y afirma que su cristianismo no le permitirá hacer tal cosa. Oblonsky ve a Sergey, que se ha adaptado, dolorosamente, a la ausencia de su madre, sacándola de su mente. A pesar de sus esfuerzos, se siente mal por la aparición de su tío y llora cuando éste se va.

Oblonsky escucha de la princesa Betsy que la suerte de su hermana depende de Jules Landau, un imbécil místico que supuestamente da consejos notables mientras duerme.
Esto resulta ser cierto. Durante una visita de negocios a la Princesa Lydia, en un esfuerzo por conseguir el puesto de trabajo que persigue, se encuentra a Lydia y Karenin en compañía de Landau. Lydia defiende el reencuentro de Karenin con el Cristianismo. Sigue una escena extraña cuando Landau ofrece su sabio consejo durante el sueño. Oblonsky huye de la escena, sólo para recibir un rotundo «no» de Karenin, al día siguiente y se da cuenta de que la respuesta de Karenin se debe al asesoramiento de Landau en estado de inconciencia.

Las relaciones entre Anna y Vronsky siguen agrias. Anna se vuelve más celosa y Vronsky, más frío y distante. Vronsky pasa más tiempo fuera de la casa y su madre lo anima a casarse con la joven princesa Sorokin. Anna quiere volver al campo, donde las tentaciones de soltero no serán tan grandes. Vronsky está de acuerdo pero no quiere salir de inmediato. Se espera de él que le haga una visita a su madre al día siguiente. Ante esta noticia, los celos de Anna explotan. Ella sospecha que la madre de Vronsky está tratando de arreglar un matrimonio entre él y la princesa Sorokin; su furia provoca otra pelea devastadora. Se pelean esa noche y luego de nuevo, a la mañana siguiente; Vronsky se va con disgusto. Anna toma una dosis de morfina y escribe a Vronsky una nota pidiéndole perdón y rogándole que vuelva de inmediato. Luego, desesperada, va a visitar a Dolly.

Los siguientes capítulos tienen lugar, sobre todo, en la cabeza de Anna. Ella va a ver a Dolly, en donde está Kitty. Las dos hermanas reaccionan con torpeza y tienen poco de qué hablar. Anna no tiene la oportunidad de tener su charla con Dolly. Regresa a su casa, donde encuentra todo y a todos repulsivos. Desesperada por ver a Vronsky, sale hacia la estación de tren de Nijni. Quiere tomar un tren a la finca de la madre de Vronsky y enfrentarse a los tres, Vronsky, su madre y la princesa Sorokin.

En el camino a la estación de tren, Anna entra en un estado mental aterrador. Para ella, todo es despreciable y el mundo está lleno de fealdad, de miseria y de odio. Insulta, mentalmente, a la gente en la estación y en el tren. Una pareja que está sentada frente a ella en el tren le parece ser falsa y ridícula, ve a una niña en la plataforma llena de muecas y vulgaridad. Abrumada, se baja del tren después de una parada. Se encuentra con el cochero de Vronsky, que le da una nota fría de éste. Loca de tristeza, se pasea a lo largo de la plataforma. De repente, recuerda al guarda que murió el día que conoció a Vronsky y toma una decisión. Desciende a las vías y espera al tren que se aproxima. Cuando se da cuenta de lo que está haciendo ya es muy tarde: el tren la embiste; pide perdón a Dios y luego mira hacia arriba -su última visión es la del campesino sucio de su sueño premonitorio-.

ANÁLISIS
La novela y la brillantez narrativa de Tolstoy llegan a su plenitud en la Séptima Parte. Esta sección contrasta el nacimiento y la muerte y hace hincapié en el tipo de relación que fomentará lo primero más que lo segundo.
La sección comienza con Levin en Moscú. Tolstoy aprovecha a su narrador para mostrar a la sociedad urbana, una vez más: bajo la mirada de Levin parece corrupta y costosa. El roce de Levin con Moscú lo degenera un poco. Él bebe y se deslumbra con una mujer sensual (que no es otra que Anna). Afortunadamente, gracias a su fuerte apego al campo, su amor por Kitty y su propio sentido común, tiene la sabiduría de quitarse de encima esas influencias. Aunque hechizado temporalmente por Anna, él reconoce la bondad de Kitty y logra desprenderse de su hechizo. Su creciente conciencia cristiana prevalecerá más adelante en esta sección pero aquí se las arregla para sacudirse del fuerte encanto de Anna debido a que entiende que los apegos apasionados, alejados de Dios, son incorrectos. Esto es recompensado con la vida de su hijo. Anna, por su parte, como consecuencia de su comportamiento, cae cada vez más bajo en la locura y la muerte.

Muchos críticos han especulado sobre la posibilidad de una relación Levin-Anna. Las posibilidades son muy interesantes, porque de todos los personajes del libro, Levin es el más cercano a Anna en términos de pasión. Puede evidenciarse que sería más probable que él, entre todos, comprendiera la enorme vitalidad y compleja personalidad de Anna. Por ejemplo, la primera escena en la que Levin ve a Anna -y es importante que no la ve a ella sino a su retrato-, se da cuenta, con emoción, de que aquí hay una mujer extraordinaria. Su posterior conversación con ella confirma su primera impresión y queda encantado tanto por la propia Anna como por la perspectiva de conocer a alguien con profundidades similares de emoción y sentimiento.

Desafortunadamente, Anna ya está demasiado lejos en este punto del el libro como para sostener la idea de una posible relación con Levin. Devorada por los celos y la paranoia de perder el amor de Vronsky, ella es completamente inconsciente de alguien o algo más que su propio hacer. Lo que está haciendo, de hecho, es sabotearse a sí misma, hecho del que se da cuenta pero es incapaz de resistir. Otra vez, ella piensa en el campesino de sus sueños en las vías del tren, otra premonición de su muerte.

Después de la visita de Levin, el contraste entre las dos relaciones se vuelve claro. Él experimenta verdadera contrición por su comportamiento hacia Anna, en oposición a la aquiescencia hostil de Vronsky a las demandas de Anna. Levin y Kitty discuten sus problemas y celos honestamente, en vez de permitir que se agraven. Y en una imagen sorprendente de elección de la vida en vez de la muerte, Levin encuentra a Dios, mientras que los Vronsky continúan su danza de la muerte.

El único aspecto positivo de esta parte es el nacimiento del niño de los Levin. El nacimiento de su hijo despierta un gran avance religioso en Levin, una epifanía. Él piensa en la inevitabilidad de la muerte mientras espera con ansiedad el nacimiento, pensando en su hermano Nicolás y, sin embargo, encuentra, en la oración, algo por qué vivir. El nacimiento de su hijo le da una razón aún más fuerte para creer en la bondad de Dios. Aunque Tolstoy estaba apartado de la Iglesia Ortodoxa Griega, creía que Dios era la respuesta al tipo de pasiones carnales excesivas y sin fundamento que se encuentran en una relación como la de Anna y Vronsky. El descubrimiento de Levin representa un paso importante en su crecimiento personal. A partir de aquí, ya no buscará la respuesta a sus dudas en su relación con Kitty o en otros asuntos mundanos. Es esta creencia, que Tolstoy sostiene, lo que hace que su relación con Kitty tenga éxito a largo plazo, allí donde la relación de Vronsky con Anna falla.

Aunque Tolstoy intentó subrayar a Anna Karenina con un fuerte mensaje cristiano, él no creía ciegamente en todas las formas de la religión cristiana. El episodio Landau satiriza posturas exageradas de la fe cristiana. Landau es otro golpe sin piedad a la Condesa Lydia por cortesía de Tolstoy. También sirve para mostrar cuán bajo ha caído Karenin. En otros tiempos decidido y calculador, ha recurrido a los servicios de un místico francés para obtener consejo sobre cómo manejar su esposa. Su caída es casi tan grave como la de Anna.

Los capítulos previos al suicidio de Anna llevan al lector directamente a lo que pasa en su mente. Tolstoy prefigura poderosas técnicas modernistas del siglo 20 en estos capítulos, que son prácticamente corrientes de conciencia. Seguimos a Anna en su descenso final y el camino es aterrador. Ella está completamente desencajada de la realidad; la fealdad de su relación, sus acciones y su comportamiento todo, destruyen a Anna mientras corre frenéticamente alrededor de Petersburgo. El mundo entero se ha vuelto feo y lo único en que Anna puede pensar es en poner fin a la suciedad y la miseria a través del suicidio. Que ella se suicida en parte para castigar a Vronsky, es incuestionable; que ella lo hace para castigarse a sí misma es igualmente cierto, aunque no tan evidente. Dos cosas que se utilizaron antes, en la novela, para presagiar su suicidio, aparecen ahora: la memoria del guardia muerto por el tren y su visión del campesino sucio. Y aún, ni siquiera en este final, podemos condenar completamente a Anna; ella sigue teniendo un gran coraje en nuestro imaginario. El hecho de que su último pensamiento sea una plegaria demuestra que Tolstoy no la ha abandonado tampoco.

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 29, 30 Y 31

domingo, agosto 4th, 2013

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Dachas lectoras, estos tres capítulos estaban destinados a la noche de ayer. Van a comprender por qué, después de haber pasado momentos tan hermosos con amigos, no quise arruinarme ni arruinarles el sábado. Tatiana Tischenko tiene razón: la historia de Anna ES muy triste. Vamos con los últimos tres Capítulos de la Séptima Parte y, más tarde, Resumen y Análisis.
La imagen que elegí es un fotograma de la primera versión cinematográfica dirigida por Vladimir Gardin, estrenada el 7 de Octubre de 1914 (cine mudo ruso).
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 29

Anna se sentó en el coche, en peor estado de ánimo que cuando había salido de su casa. A sus sufrimientos de antes se había añadido el sentimiento de humillación que le había producido su encuentro con Kitty.
–¿Adónde ordena la señora que la lleve? ¿A casa? –le preguntó Pedro.
–Sí, a casa ––dijo Anna sin pensarlo.
«¡Cómo me miraban! Les debí de parecer un ser extraño, curioso, incomprensible. ¿De qué puede hablar ese hombre a aquel otro con tanto entusiasmo?», pensó mirando a dos hombres que pasaban. «¿Es que es posible contar a otro lo que se está sintiendo?»
« Quería contar a Dolly todo lo sucedido pero he hecho muy bien en no decirle nada. ¡Qué contenta se habría puesto con mi desgracia! Lo habría ocultado, pero el principal sentimiento habría sido de alegría, porque yo estoy purgando ahora los placeres por los cuales me envidiaba. Kitty se habría alegrado más aún.
¡Qué bien la veo ahora! La veo como si fuera transparente. Sabe que me mostré amable con su marido y tiene celos de mí y me odia. Además, me desprecia. A sus ojos, soy una mujer inmoral. Si lo fuera habría intentado enamorar a su marido. Lo habría intentado», dijo. «¡Pero, si lo intenté! Y ese hombre, ¡qué satisfecho está de sí mismo!», pensó, mirando a un señor que iba en un coche en dirección opuesta a la suya, gordo, colorado, con aire bien visible de satisfacción. «Se habrá confundido», se dijo aún, viéndolo que la saludaba quitándose su brillante chistera y levantándola por encima de su también reluciente calva.
«El pobre hombre habrá pensado que me conocía. Tan poco como él me conocen otros muchos, incluso algunos que me tratan. Ni yo misma me conozco. No conozco sino mes appétits, como dicen los franceses. Toma, al menos ésos saben bien lo que quieren», se dijo viendo a dos chiquillos que acababan de parar a un vendedor de helados. Éste bajó la heladora que traía sobre la cabeza y, enjugándose el rostro sudoroso con la punta de la servilleta, sacaba unas porciones sucias de su mercancía. «Todos queremos algo dulce, sabroso. Si no hay bombones, nos conformarnos con un mal helado. También Kitty lo ha hecho así: no ha podido tener a Vronsky, tiene a Levin. Aparte de esto me envidia; me envidia y me odia. Todos nos odiamos los unos a los otros. Yo odio a Kitty y ella me odia a mí. Ésta es la verdad. «Tiutkin–Coiffeur… (leyó en un rótulo). Je me fais coiffer pour Tiutkin. Cuando vuelva», pensó, «lo haré reír con esta necedad» y sonrió. Pero en aquel instante recordó que no tenía a nadie a quien hacer reír, nadie con quien bromear.
«Además no hay nada alegre ni ridículo», siguió pensando. «Ahora tocan las campanas a vísperas. Y este comerciante está persignándose con tanto cuidado como si fuera a perder algo. ¿Para qué sirven todas estas iglesias, estas campanadas, estas mentiras? Sólo para ocultar que todos nosotros nos odiamos los unos a los otros. Igual que esos cocheros de punto, que están peleándose con tanta ira. Jachvin dice que el que juega con él quiere dejarlo sin camisa y él quiere dejarlo sin ella al otro. ¡Ésta es la única verdad!»
Arrebatada por estos pensamientos, hasta el punto de olvidarse de su situación, apenas se dio cuenta de que había llegado y de que el coche se detenía a la entrada de su casa.
Al ver al portero, que vino a su encuentro, Anna recordó que había enviado una carta y un telegrama a Vronsky.
–¿Hay contestación al telegrama? –preguntó. –Ahora lo miraré ––dijo el portero. Y después de rebuscar en su mesa, de uno de los cajones sacó un sobre cuadrado que contenía un telegrama y se lo dio a Anna. Ésta lo abrió con mano temblorosa y leyó:
-No puedo ir antes de las diez. Vronsky.
–Y ese Mijailo, al que mandé con una carta, ¿no ha vuelto todavía?
–No, señora ––contestó el portero.
–¡Ah! Si es así, ya sé lo que tengo que hacer –dijo Anna sintiendo que su espíritu se llenaba de una ira inmensa y de un deseo ardiente de venganza. «Yo misma iré a encontrarlo donde está y antes de irme para siempre se lo diré todo. Nunca he odiado a nadie como a este hombre», pensaba, mientras corría hacia su habitación.
Al ver el sombrero de su amado en el perchero del recibidor, Anna se estremeció de aversión. No se daba cuenta de que el telegrama de Vronsky era la respuesta al suyo y que él no había podido aún recibir su carta. Ahora se lo imaginaba hablando tranquilamente con su madre y con la Sorokina, que gozarían desde allí con sus sufrimientos.
«¡Sí: debo ir en seguida!», se dijo. No sabía concretamente a dónde tenía que ir; sólo comprendía que quería huir de los sentimientos que experimentaba en aquella casa. Los criados, las paredes, todo despertaba en ella una profunda aversión.
Sentía en la cabeza una gran pesadez.
«Sí, debo ir a la estación del ferrocarril y, si no está, seguir hasta la casa y sorprenderlo», miró en un periódico el horario de los trenes. Por la noche pasaba un tren a las ocho y dos minutos. «Sí, tendré tiempo», pensó.
Mandó enganchar caballos de refresco y se ocupó de poner en su saco de viaje los objetos indispensables para una ausencia de algunos días. Sabía que allí no volvería más. Entre los mil confusos proyectos que desfilaban por su mente, decidió vagamente que, después de la escena que pudiera tener con la Condesa a su llegada, seguiría su viaje por ferrocarril hasta Nijgorod y se detendría en el primer pueblo.
La comida estaba ya preparada.
Anna se acercó a la mesa, miró el pan y el queso; pero el sólo olor de las viandas le daba náuseas y decidió no comer.
Ordenó que le prepararan el coche y salió.
La casa proyectaba ya una gran sombra que atravesaba toda la calle. Era un atardecer claro y brillaba todavía el sol.
Anuchka, que le llevó el equipaje hasta el coche, Pedro, que lo colocó dentro del carruaje y el cochero, que expresaba descontento, todos le alteraban los nervios, despertaban su irritación con sus palabras y sus ademanes.
–No lo necesito, Pedro.
–¿Y quién le va a comprar el billete?
–Bueno; haz lo que quieras… Todo me da igual.
Pedro subió al pescante de un salto y, con la mano apoyada en la cintura, ordenó al cochero ir a la estación.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 30
«Otra vez estoy en la calle. De nuevo lo comprendo todo», se dijo Anna en el momento en que se puso en marcha el carruaje. Y mientras el coche rodaba, con suave balanceo y fuerte trepidación, saltando sobre los guijarros del empedrado, mil pensamientos iban pasando por su mente. «¿Qué es lo último en que pensé antes? ¡Ah, sí! Tiutkin–Coiffeur. No, no es eso. ¡Ah, sí!, lo que decía Jachvin: «la lucha por la existencia y el odio son lo único que mueve a los hombres». Vosotros hacéis mal en ir allí», se dirigía mentalmente a varios hombres que iban en un coche tirado por cuatro caballos, dirigiéndose a las afueras, con ánimo bien visible de divertirse. «Tampoco el perro que lleváis va a serviros de nada. No podréis huir de vosotros mismos.»
Luego, dirigiendo su mirada a un punto al que, volviendo su cabeza, miraba fijamente Pedro, Anna vio a un obrero que, completamente ebrio, con la cabeza bamboleándosele, era llevado por un guardia en un coche de alquiler.
«Este hombre es más feliz», pensó Anna. «El conde Vronsky y yo hemos buscado también el placer pero nuestra dicha no ha sido la que esperábamos.»
Y Anna examinó por primera vez a esta clara luz con que ahora lo veía todo, sus relaciones con Vronsky, sobre las cuales había procurado no pensar. «¿Qué buscaba él en mí? No tanto el amor como la satisfacción de su amor propio.» Recordó las palabras de Vronsky, la expresión de perro sumiso que había en su rostro en los primeros tiempos de su amor y la firme, resuelta, imperiosa y triunfante expresión de después. «Tal vez hubiera amor, pero más que nada había orgullo y vanidad. Ahora, ha terminado. Ya no tiene de qué vanagloriarse, sino de qué avergonzarse. Tomó de mí todo lo que quiso y ahora no me necesita. Ahora le soy un estorbo, aunque procura no mostrarse desatento conmigo. Ayer se le escapó la confesión de que quiere el divorcio y casarse conmigo para quemar sus naves. Me quiere, sí; pero, ¿cómo me quiere? The rest is gone… Lo único que quiere es despertar la admiración del mundo. ¡Y está tan satisfecho de sí mismo», pensó mientras miraba a un empleado de comercio que iba montado en un caballo de carreras.
«Sí: ya no tengo para él ningún atractivo. Si me marcho, en el fondo de su alma se alegrará. Esto no es una suposición mía: lo veo con claridad, gracias a esta luz bienhechora que me descubre el verdadero sentido de la vida y de las relaciones humanas. Mi amor se vuelve por momentos más apasionado y más orgulloso mientras que el suyo está apagándose; y así nos alejamos el uno del otro; y nada podemos hacer para cambiar esta situación. Para mí, él lo es todo y exijo que se me entregue completamente, en cambio él tiende más y más a alejarse de mí.
Antes de nuestras relaciones íbamos uno al encuentro del otro y ahora nos dirijimos irresistiblemente por caminos opuestos. Y es imposible que cambiemos. Él me dice y yo misma me lo he dicho, que estoy tontamente celosa. No es verdad: no estoy celosa: estoy descontenta. Pero…»
Agitada por un pensamiento que brotó de súbito en su cerebro, cambió de sitio en el coche y quedó extasiada, con la vista en un punto indefinido y la boca abierta como si fuera a hablar. «Si pudiese ser algo más que una amante apasionada que busca sólo sus caricias. Pero no puedo ni quiero ser otra cosa. Y así, sólo despierto en él desagrado, mientras su frialdad me llena a mí de ira. Es una cosa fatal y no puede ser de otro modo. ¿Es que si tuviera el convencimiento de que no me engaña, que no tiene proyecto alguno con respecto a Sorokina, que no está enamorado de Kitty, ni me hará traición, me sentiría feliz? Lo cierto es que él no me ama; lo demás, ¿qué me puede importar? Es verdad que también sin quererme, podría mostrarse amable y dulce conmigo, impulsado por el sentimiento del deber. Y esto sería mil veces peor que el odio: esto sería el infierno. ¡Y precisamente lo que hay ahora es esto! Ya hace tiempo que no me ama. Y donde termina el amor empieza el odio. No conozco estas calles tan pinas… casas… más casas. Y en las casas tanta gente… Hay un sinfín de gente y todos se odian los unos a los otros. ¡Bueno, imaginaré lo que necesito para ser feliz… Bien… Recibo el divorcio de Alexis Alexandrovich. Me dan a Sergio y me caso con Vronsky…»
Y al recordar a Alexis Alexandrovich, Anna se lo imaginó con extraordinaria precisión, como si lo tuviera ante ella con sus ojos dóciles, apagados, sin vida; con las venas azules transparentándose en sus blancas manos; con las peculiares entonaciones de su voz; con los dedos de las manos cruzados y haciéndolos crujir; y la idea de sus relaciones, calificadas también de amor, la hizo estremecer con un sentimiento de repugnancia.
«Bien: obtendré el divorcio y seré la mujer de Vronsky. ¿Acaso Kitty dejará entonces de mirarme como me ha mirado hoy? No… ¿Y Sergio dejará de preguntar por mi vida y por qué tengo dos maridos? Y entre Vronsky y yo, ¿qué nuevo sentimiento va a brotar? ¿Será posible una nueva sensación que, si no nos hace felices, consiga al menos que no nos sintamos desgraciados? ¡No, no, y no!», se contestó sin vacilar.
«¡Esto es imposible! El abismo que nos separa es demasiado profundo. Yo causo su desgracia y él la mía. Se han hecho todas las tentativas, pero la máquina se ha estropeado. Allí, esa mendiga, con el niño en los brazos, imagina que le tengo lástima. ¿No estamos todos en este mundo sólo para odiarnos los unos a los otros, atormentamos nosotros mismos y hacer sufrir a los demás?
Ahí van esos colegiales. Ríen. Y Sergio, ¿qué hará? También pensé que lo quería. Sentía ternura por él. Y, sin embargo, he podido vivir sin verlo. Lo he cambiado por otro amor y no me he quejado del cambio mientras este otro amor me daba satisfacción.»
Y aquello que llamaba «otro amor» se le apareció entonces bajo un aspecto repugnante. No obstante, la claridad con que veía ahora su propia vida y la de todos los demás, la llenaba de un extraño placer.
«Así somos todos: yo, Pedro y el cochero Teodoro y ese comerciante y la gente que vive en las riberas del Volga. ¿Adónde invitan a ir esos carteles? A todas partes, ¿no?», se dijo, cuando llegaba ya a la estación de Nijni –un edificio bajo e insignificante– y unos mozos se apresuraban hacia ella, para llevar el equipaje.
–¿Quiere la señora tomar el billete hasta Obiralovka? –preguntó Pedro.
Había olvidado por completo a dónde se dirigía y para que iba a aquel lugar y tuvo que hacer un gran esfuerzo para comprender la pregunta de su criado.
–Sí –le dijo al fin entregándole el monedero con el dinero. Y cogiendo su saquito rosa de viaje, bajó del coche.
Anna se dirigió, entre la gente, a la sala de espera de primera clase.
Poco a poco volvió a recordar todos los detalles de su situación y se puso a pensar otra vez en las decisiones que podía elegir.
Y de nuevo, ya la esperanza, ya la desesperación, avivaron el dolor de su corazón, que palpitaba con violencia.
Sentada en el diván con forma de estrella, esperaba el tren, mirando a los que entraban y salían de aquel local. Y todos despertaban en ella una invencible repugnancia.
Anna se dijo que al llegar a la estación mandaría una carta a Vronsky y se puso a pensar en lo que le escribiría.
Luego decidió que se presentaría de improviso en casa de la Condesa.
«Él estaría en aquel momento con su madre, se decía, lamentándose de su situación sin comprender los sufrimientos de ella; entonces ella, Anna, entraría en la habitación y… ¿Qué le dirían?»
Y Anna pensó que tal vez podría todavía ser feliz.
«¡Cuán terrible –se dijo–, es amar y odiar a un mismo tiempo! ¡Con qué violencia me palpita el corazón!»

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 31
Se oyó, fuerte y clara, una campanada.
Pasaron ante Anna precipitadamente y con ruido de fuertes pisadas y voces, varios hombres jóvenes y mal parecidos que la miraron insolentemente.
Atravesando la sala, se acercó Pedro, con su librea, sus lustrosos zapatos y su rostro estúpido, para acompañarla hasta el vagón.
Al pasar Anna, los jóvenes que habían pasado corriendo, callaron, la miraron y uno de ellos murmuró al oído de otro algo que entendió ella que sería una grosería.
Anna subió el estribo y se sentó sola en un camarote de primera clase, sobre el diván de muelles, tan sucio, que apenas se adivinaba que en algún tiempo había sido blanco, colocando el saco a su lado.
Pedro, sonriendo estúpidamente, levantó ante la ventana su sombrero galoneado en señal de despedida.
El conductor cerró de golpe la puerta y ajustó el cierre del vagón.
Una dama, vestida de un modo extravagante, atravesó el andén. Llevaba polisón. Anna la desnudó mentalmente y se horrorizó de su fealdad.
Unas niñas pasaron corriendo y riéndose.
–Catalina Andreievna lo tiene todo, ma tante –gritó la niña.
«Son todavía niñas y ya fingen», se dijo Anna. Y, para no ver a nadie, se levantó rápidamente y se sentó al otro lado del camarote.
Un hombrecillo sucio, con una gorra por debajo de la que asomaban mechones de enredados cabellos, pasó por delante de la ventana, examinando las ruedas del vagón.
«Hay algo que me resulta conocido en este hombre», pensó al verle Anna. Y de pronto recordó su sueño (aquel hombre le pareció el viejecito de sus pesadillas) y, aterrada, corrió hacia la puerta.
El conductor abrió para dar paso a un matrimonio.
–¿Quiere usted salir? –preguntó a Anna.
Ella no contestó.
Ni el conductor ni ninguno de los dos esposos advirtieron la expresión de horror que se pintaba en su semblante.
Anna volvió a su sitio y se sentó.
Los dos esposos se sentaron frente a ella, examinando discretamente pero con atención, su vestido.
Tanto el uno como el otro le parecieron repugnantes. El marido le pidió permiso para fumar, con deseo evidente de entablar conversación con ella. Anna, con una leve señal de cabeza, le dio su consentimiento.
Pero se vio en seguida que sentía más deseos de hablar que de fumar, pues apenas obtenido el permiso, comenzó a hacerlo con su mujer sobre naderías y con el sólo propósito de llamar la atención de Anna, lo que ella advirtió con claridad.
«Están aburridos y se odian el uno al otro», se dijo. Y sintió que le era imposible no odiar, por su parte, a los dos, tan disformes y despreciables.
Se oyó la segunda campanada; el ruido de las carretillas con los bagajes y gritos y risas.
Anna pensaba que nadie tenía por qué alegrarse; aquellas risas la herían dolorosamente y habría querido taparse los oídos para no oírlas.
Por fin, se oyó la tercera campanada, un silbido de la locomotora, el chirrido de los enganches y el convoy se puso en movimiento.
El marido se persignó.
«Me gustaría saber lo que piensa al hacer ese gesto», se dijo Anna.
Por no mirar a la mujer, sentada frente a frente de ella, Anna dirigió su mirada a la gente que quedaba en el andén tras despedir a los viajeros y que parecía deslizarse en dirección opuesta a la que llevaba el tren.
El vagón en que iba ella salió del andén, pasó frente a una pared de piedra, cruzó el disco y dejó atrás algunos vagones estacionados en otras vías. Las ruedas, bien engrasadas, producían un ruido fuerte, como de duro machaqueo al saltar las junturas de los railes. El ruido se hizo más rápido; la ventanilla se iluminó con el claro sol de la tarde y una ligera brisa agitó la cortinilla.
Anna respiró con agrado el aire fresco y, olvidando a sus compañeros de viaje, se entregó de nuevo a sus reflexiones, mecida blandamente por el traqueteo del vagón.
«¿Qué estaba yo pensando antes? ¡Ah, sí! Que no encontraré una situación en la cual mi vida no sea un tormento; que todos hemos sido creados para sufrir; que todos sabemos e inventamos medios para engañarnos a nosotros mismos. Y cuando vemos la verdad no sabemos qué hacer.»
–Por eso le ha sido dada al hombre la razón: para librarse de lo que lo inquieta ––dijo la mujer de delante en francés y visiblemente satisfecha de su frase, haciendo muecas y chasqueando la lengua.
Parecía que sus palabras fuesen una contestación a los pensamientos de ella.
«Librarse de lo que lo inquieta…», repitió.
Y mirando al marido, grueso y colorado y a la mujer, muy delgada, Anna comprendió que la mujer estaba enferma y se consideraba incomprendida; que el marido, con su aire satisfecho, no le hacía caso y hasta quizá la engañaba con alguna otra; y que por esto la mujer había pronunciado aquellas palabras.
A Anna le parecía ver con clarividencia toda la historia de las vidas de aquel matrimonio, penetrar en los rincones más secretos de sus almas.
Pero en ello había poco que la interesara y continuó reflexionando:
«Si algo me inquieta, tengo la razón para librarme de ello; es decir, debo librarme. ¿Y por qué no he de poder apagar la luz cuando ya no hay nada que mirar, cuando sólo siento asco de todo? Y ¿por qué ese conductor corre por este estribo? ¿Por qué están gritando esos jóvenes del vagón de al lado? ¿Por qué hablan? ¿Por qué ríen? Todo eso es mentira, engaño, maldad».
Cuando llegó a la estación de destino, Anna bajó del vagón entre un grupo de viajeros y, apartándose de ellos como de leprosos, se puso a recapacitar sobre el motivo que la había llevado allí y lo que se proponía hacer.
Entre la gente que la rodeaba, de mal aspecto, ruidosa y que no la dejaban tranquila un momento, le era difícil coordinar sus ideas. Los mozos de equipajes la asediaban ofreciéndole sus servicios; pasaban ante ella hombres jóvenes o viejos y algunos se detenían a mirarla con insolencia, le guiñaban el ojo o le dirigían frases groseras. Había otros que paseaban taconeando ruidosamente sobre las tablas del andén; otros hablaban en voz alta o gritaban; mientras algunos, caminando con torpeza, tropezaban con ella y obstaculizaban su camino.
Recordó que, si no había allí contestación a su carta, debía proseguir su viaje y entonces paró a un mozo y le preguntó si estaba por allí el cochero del conde Vronsky.
–¿El conde Vronsky? Ha estado aquí. Ha venido a recibir a la princesa Sorokina, que llegó con su hija. Y ese cochero, ¿qué aspecto tiene?
Mientras Anna estaba hablando con el mozo, se le acercó Mijailo, colorado, elegante con su poddevka azul y luciendo una cadena, el cual, visiblemente satisfecho por haber cumplido tan bien el encargo, le entregó una carta.
Anna la abrió y leyó, con gran ansiedad, palpitándole aún con más fuerza el corazón.
«Siento mucho que la carta no haya llegado a tiempo. Iré a las diez», había escrito Vronsky con letra descuidada.
–Esto es… Tal como lo esperaba… –dijo Anna con sonrisa sarcástica.
–Bien. Vuélvete a casa –ordenó al cochero.
Pronunció estas palabras con voz débil, muy tenue, porque el rápido latir de su corazón le impedía casi hablar.
«No… no permitiré que me atormentes de este modo», pensó después. Y esta amenaza no iba dirigida a Vronsky, concretamente; tampoco se refería con ella a un propósito sobre sí misma, sino a la causa misma de sus torturas.
Se dirigió al otro extremo del andén.
Dos doncellas que estaban paseando volvieron la cabeza para mirarla e hicieron un comentario en voz alta sobre su vestido. «Son verdaderas», dijeron de las puntillas que llevaba. Los jóvenes no la dejaban tranquila. La miraban al rostro con insolencia, pasaban y repasaban por su lado y le decían palabras que no llegaba a entender o no quería. El jefe de la estación le preguntó si tomaba aquel tren. El chico que vendía kvass no apartaba sus ojos de ella.
«Dios mío, ¿adónde iré?», pensó Anna.
Al final del andén se paró.
Una señora y unos niños que habían ido a recibir a un señor con lentes y que reían y hablaban con voces muy animadas, callaron al verla y, después de haber pasado ella, se volvieron para mirarla. Anna apresuró el paso y llegó hasta el límite del andén.
Se acercaba un tren de mercancías.
Las maderas del andén trepidaron bajo sus pies, se movieron, dándole la sensación de que se encontraba otra vez de viaje.
De repente, se acordó del hombre que había muerto aplastado el día de su primer encuentro con Vronsky y comprendió lo que tenía que hacer. Con paso rápido, ligero, bajó las escaleras que iban del depósito de agua a la vía y se detuvo al lado mismo del tren que pasaba.
Examinaba tranquila las partes bajas del tren: los ganchos, las cadenas, las altas ruedas de hierro fundido.
Con rápida ojeada midió la distancia que separaba las ruedas delanteras de las traseras del primer vagón, calculando el momento en que pasaría frente a ella.
«Allí», se dijo, mirando la sombra del vagón y la tierra mezclada con carbón esparcido sobre las traviesas. «Allí en medio. Así lo castigaré y me libraré de todos y de mí misma.» Quiso tirarse bajo el vagón, pero le fue difícil desprenderse del saquito, cuyas asas se le enredaron en la mano, impidiéndole ejecutar su idea con aquel vagón. Tuvo que esperar el siguiente. Un sentimiento parecido al que experimentaba cuando, al bañarse, iba a entrar en el agua, se apoderó de ella y se persignó.
Aquel gesto familiar despertó en su alma una ola de recuerdos de su niñez y su juventud y, de repente, las tinieblas que cubrían su espíritu se desvanecieron y la vida se le presentó con todas las alegrías luminosas, radiantes, del pasado. Pero, no obstante, no apartaba la vista del segundo vagón, que, por momentos, se acercaba. Y en el preciso instante en que ante ella pasaban las ruedas delanteras, Anna lanzó lejos de sí su saquito de viaje y, encogiendo la cabeza entre los hombros, se tiró bajo el vagón.
Cayó de rodillas y, con un movimiento ligero, abrió los brazos, como si tratara de levantarse.
En aquel instante se horrorizó de lo que hacía. «¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Por qué?», se dijo. Quiso retroceder, apartarse, pero algo duro, férreo, inflexible, chocó contra su cabeza, y se sintió arrastrada de espaldas.
«¡Señor, perdóname!», exclamó, consciente de lo inevitable y sin fuerzas ya.
El hombrecito de sus pesadillas, diciendo en voz baja algo incomprensible, machacaba y limaba los hierros.
Y la luz de la vela con que Anna leía el libro lleno de inquietudes, engaños, penas y maldades, brilló por unos momentos, más viva que nunca y alumbró todo lo que antes veía entre tinieblas. Luego brilló por un instante con un vivo chisporroteo; fue debilitándose… y se apagó para siempre.

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