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TÉ Y CANCIONES EN DACHA CHROMOY

sábado, agosto 3rd, 2013

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Disfrutando de un Qimen hermoso, recién llegado de la provincia de Anhui, China. Un verdadero té Kung fu con tentadoras notas de chocolate y un poco de música, antes de dormir.
Que tengan todos un fin de semana reparador.

Imagen: Н. Неврев – Домашняя крестьянская сцена (N. Nevrev – Escena de una casa campesina)

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 27 Y 28

viernes, agosto 2nd, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 27

«¡Se marchó! ¡Todo ha terminado!», se dijo Anna.

Estaba en pie cerca de la ventana. Sus pensamientos, la oscuridad en que estaba la habitación por haberse apagado la luz y el recuerdo de la terrible pesadilla que había tenido, llenaron su alma de terror.

«No, esto no puede ser», exclamó y, cruzando apresuradamente la habitación, oprimió el timbre con insistencia.

Sentía ahora tanto miedo de estar sola que, sin esperar la llegada del criado, se dirigió al encuentro de éste.

–Entérese a dónde ha ido el Conde –le dijo.

El criado contestó que el Conde se dirigía a las cuadras –El señor Conde –añadió– dijo, también, que el coche volvería en seguida por si la señora quería salir.

–Bien. Espere. Voy a escribir una carta y la hará llevar por Mijailo a las cuadras, inmediatamente.

Anna se sentó y escribió en un papel de cartas:

Tengo yo la culpa… Vuelve a casa… Tenemos que hablar… Por Dios, ven… Siento miedo…

Cerró la carta y se la entregó al criado. Luego, en su temor de quedarse sola, salió tras éste y entró en el cuarto de la niña.

«¿Qué es esto? Éste no es mi Sergio. ¿Dónde están sus ojos azules, sus caricias, su tímida y dulce sonrisa?» Éste fue su primer pensamiento al ver a la niña, gordita, colorada, con ojos negros y cabellos rizados, en vez de a Sergio, a quien ella, perturbada y confundida, pensaba encontrar en aquella habitación.

La niña, sentada cerca de la mesa, se entretenía en golpearla, insistentemente, con un corcho que había sacado de una garrafa. Al entrar su madre, volvió la cabeza y puso en ella sus ojos negros y pequeños con una mirada sin expresión.

La inglesa preguntó a Anna por su salud y ella contestó que se encontraba bien ya, añadiendo que al día siguiente se irían al campo. Luego se sentó junto a la niña y se puso a jugar con ella, moviendo el tapón de la garrafa. Mas, la risa clara y sonora de la niña y el movimiento que hizo con sus cejas le recordaron tan vivamente a Vronsky, que, conteniendo sus sollozos, se levantó bruscamente y salió de la habitación.

«¿Es posible que todo haya terminado? No, no es posible», pensaba. «Él volverá. ¿Pero cómo podrá explicarme la animación, la sonrisa expresiva que tenía mientras hablaba con Sorokina? Escucharé, a pesar de todo, lo que me diga, le creeré. Si no le creo, sólo me queda un camino. ¡Y esto no lo quiero!»

Anna miró el reloj. Habían pasado doce minutos desde que mandara el recado a Vronsky. «Un poco más. Nada más que diez minutos. ¿Y si no vuelve? No, no es posible… No está bien que me vea con los ojos así… Comprenderá que he llorado… Voy a lavarme… Sí… sí. ¿Estoy ya peinada o no», se preguntó de repente. Y no recordándolo, se tocó la cabeza. «Sí; estoy peinada… Pero, ¿cuándo me he peinado?… No me acuerdo», dudando aún, se miró una vez más al espejo. «¿Qué es esto?» , se dijo al ver en el espejo su rostro alterado y los ojos con un brillo extraño, que la miraban con expresión de espanto. «¿Soy yo esa mujer?»

Volvió a mirarse en el espejo para ver toda su figura y creyó sentir que, como en otras ocasiones semejantes, Vronsky se le acercaba por detrás y la acariciaba y besaba frenéticamente su espalda, su nuca…

Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, como si Vronsky estuviera realmente allí, prodigádole besos y caricias e, inconscientemente, se llevó sus manos a la boca y las besó con frenesí.

«¿Qué es esto», dijo luego. « ¿Será que me he vuelto loca?»

Y corrió hacia el dormitorio donde Anuchka arreglaba algunas cosas.

–Anuchka –llamó.

Y no dijo más: se detuvo ante la doncella mirándola fijamente y sin recordar lo que iba a decirle.

–Quería usted ir a ver a Daria Alejandrovna –dijo Anuchka, como ayudándole a recordar que era esto lo que quería decirle.

–¿A Daria Alejandrovna?… Sí… iré… –respondió Anna distraídamente, mientras calculaba.

«Quince minutos en ir allí, quince para volver. Ya estará regresando… Ahora en seguida llegará.»

Sacó su reloj y lo miró para ver qué hora era.

«¿Y cómo pudo marcharse dejándome así? ¿Cómo puede vivir sin haberse reconciliado conmigo?» Se acercó a la ventana y se puso a mirar a la calle, esperando ver volver al criado o que llegara Vronsky.

«Quizá me haya equivocado en mis cálculos», pensó al ver que ni el criado ni él aparecían. Y en el momento en que se dirigía al salón para comprobar en el reloj de péndulo si el suyo iba bien, se oyó el ruido de un carruaje que se paraba ante la puerta.

Anna se asomó ávidamente a la ventana y vio el coche de Vronsky. Su corazón palpitó con más fuerza y aceleró sus latidos. Pero ni Vronsky ni nadie subía la escalera. En el piso de abajo se oían voces, mas la de él no se oía.

El criado que había llevado la carta y que era quien acababa de llegar con el coche, se adelantó hacia ella.

Anna le preguntó por su encargo.

–No hemos encontrado al señor Conde… Ya se había marchado a la estación del ferrocarril de Nijni.

–¿Cómo? ¿Que se había marchado? –preguntó Anna, con acento de consternación.

El criado, colorado y alegre como siempre, le confirmó lo que le había dicho y le devolvió la carta.

«¡Ah!, sí; es verdad. No la ha recibido», se dijo. Reflexionó un instante y ordenó:

–Vaya con esta carta a la finca de la condesa Vronskaya. Está cerca de Moscú. Y tráigame en seguida la respuesta.

«Y yo, ¿qué haré?», pensó. « Sí, iré a ver a Dolly. Es verdad… Ella vino… Si no, me volveré loca… ¡Ah! También puedo enviarle un telegrama.» Y Anna escribió este despacho:

Necesito hablarle. Venga en seguida.

Entregó el telegrama al criado y se marchó a ponerse el traje de calle. Ya vestida y con sombrero, Anna miró a los ojos a Anuchka. La doncella estaba tranquila pero en sus pequeños y bondadosos ojos grises se leía una viva compasión.

–Anuchka querida, ¿qué debo hacer? –le dijo Anna sollozando y dejándose caer, abatida, en el sillón.

–¿Y por qué se desespera usted tanto, Anna Arkadievna? Esto sucede siempre… Váyase usted a ver a Daria Alejandrovna y distráigase un poco –le dijo Anuchka, consolándola.

–Sí, iré. –dijo Anna, recobrándose– Si en mi ausencia llega un telegrama, me lo mandas a casa de Daria Alejandrovna… Y si no, déjalo… Yo volveré…

«Sí, no hay que pensar en nada, sino en hacer algo… Y lo principal es marcharse, salir de esta casa», se dijo Anna y de repente se horrorizó, percibiendo el rápido y agitado latir de su corazón. Salió precipitadamente y se sentó en el coche.

–¿Adónde desea la señora que la llevemos? –preguntó Pedro antes de sentarse en el pescante.

–A la Snomenskaya, a casa de Oblonsky.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 28

El cielo estaba despejado. Durante toda la mañana había caído una lluvia menuda y ahora el tiempo se había ido aclarando. Los tejados de chapa, las aceras, los cantos rodados del pavimento de las calles, las ruedas y las guarniciones del coche, todo brillaba bajo los rayos radiantes del sol de mayo. Eran las tres de la tarde y las calles presentaban gran animación. Sentada cómodamente en el coche, que se balanceaba con suavidad sobre los muelles, bien templados, al rápido correr de los caballos, Anna Arkadievna repasaba de nuevo en su mente cuanto le había sucedido y todo lo que había pensado en aquellos últimos días.

Ahora, despejada su cabeza por el aire puro y fresco que entraba en el coche, y bajo las impresiones que se iban sucediendo ante su mirada en el exterior, su situación se le aparecía completamente distinta a como la veía en su casa. La idea de la muerte no se le aparecía en este momento tan terrible y tampoco se le aparecía como inevitable.

Ahora sólo se reprochaba la humillación a que había descendido escribiendo a Vronsky.

«Le he implorado su perdón… Me he considerado culpable… Me he sometido… ¿Por qué? ¿Es que no puedo vivir sin él?» Y, sin contestarse, se puso maquinalmente a mirar la gente que pasaba, las casas, los escaparates. Leía los rótulos de los establecimientos. «Despacho y depósito.» «Dentista.» Y, mientras tanto, iba reflexionando con antiguos y nuevos pensamientos sobre su situación y las resoluciones que había de tomar, lo que iba a hacer.

«Le contaré todo a Dolly… Ella no aprecia a Vronsky. Sentiré vergüenza, dolor, pero se lo diré todo. Dolly me quiere y seguiré su consejo. No quiero someterme a él. No le permitiré que haga de mí un juguete de sus caprichos. «Filipov. Kalachi». Dicen que trae la crema de San Petersburgo. ¡El agua de Moscú es tan buena!… Y también existen los depósitos de agua de Mitischi y hay tortas.» Y recordó que hacía mucho tiempo, cuando ella tenía diecisiete años, iba con su tía al monasterio de la Santísima Trinidad. «Fuimos en caballos. No había ferrocarril aún. ¿Pero es posible que fuera yo aquella niña que tenía las manos tan rojas? ¿Cuántas cosas de las que me parecían entonces hermosas e inaccesibles se han convertido para mí en insignificantes; y, en cambio, lo que entonces tenía a mi alcance ahora me es inaccesible o lo he perdido para siempre. ¿Cómo habría podido yo creer en aquellos días que llegaría a una humillación semejante?
¡Qué contento y orgulloso se pondrá al recibir mi carta! Pero voy a demostrarle… Qué mal huelen estas pinturas. ¿Por qué estarán siempre pintando y construyendo? «Modas y adornos»», leyó en otro rótulo. Un hombre la saludó. Era el marido de Anuchka. Recordó que Vronsky les llamaba «nuestros parásitos». «¿Nuestros? ¿Por qué decía nuestros? Es terrible que no podamos arrancar de raíz el pasado. Es imposible arrancarlo, pero podemos desechar sus recuerdos. Y, yo lo voy a hacer.» Y se acordó entonces de que también a Alexis Alexandrovich lo había borrado de su memoria. «Dolly va a creer que abandono a mi segundo marido y por esto, seguramente, no me dará la razón… Pero ¿es que por ventura la quiero tener? ¡No puedo! »

Sintió ganas de llorar pero, en aquel momento, dos jóvenes, sonrientes y alegres, se cruzaron con el coche, ella pensó: «¿De qué se reirán? Seguramente su alegría tendrá por causa el amor. No saben que el amor es sólo llanto y amargura».

Corrían tres niños jugando a los caballos.

«¡Sergio!», pensó Anna. «Lo perderé todo y no lo tendré a él.»

«Sí, si Vronsky no vuelve lo perderé todo. Quizá llegó tarde para tomar el tren. Y acaso está ya en casa. De nuevo estoy buscando mi humillación. Entraré en la habitación de Dolly y le diré: «Soy desgraciada. Lo merezco: soy culpable; pero de todos modos, compadéceme y ayúdame». Estos caballos… este coche… ¡Cuán repugnante soy en este coche! Todo esto le pertenece a él. No los veré más.»

Anna subió la escalera de la casa de Dolly con toda la prisa que le permitieron sus piernas y su corazón, que latía violenta y apresuradamente.

Mientras, volvía a pensar en lo que diría a su amiga.

–¿Hay alguna visita? –preguntó antes de pasar al recibimiento.

–Catalina Alejandrovna –contestó el criado que le abrió la puerta.

«Kitty, la misma Kitty de la cual estuvo enamorada Vronsky», pensó Anna. Aquella misma mujer que «él» recordaba con cariño. «Se arrepintió, no se casó con ella y ella me recuerda con odio; sabe que Vronsky se halla unido a mí.»

En el momento en que llegó, las dos hermanas hablaban del modo de amamantar a los niños.

Cortando aquella conversación, Dolly salió al encuentro de Anna.

–¡Ah! ¿Todavía no te has marchado? Quería pasar por tu casa. –le dijo, mientras la saludaba besándola cariñosamente– Hoy hemos recibido una carta de Stiva.

–Nosotros hemos recibido un telegrama –contestó Anna, mirando en torno para ver a Kitty.

–Stiva me dice que no entiende qué es lo que quiere Alexis Alexandrovich pero que no vendrá sin una contestación.

–Entendí que tienes una visita –dijo Anna.

–Sí, está Kitty. Se ha quedado en el cuarto de los niños. Ha estado muy enferma.

–Ya lo sé. ¿Puedo leer la carta de Stiva?

–La traeré en seguida. Alexis Alexandrovich no ha rechazado la petición, Stiva tiene esperanza –dijo Dolly parándose en la puerta.

–Yo no espero ni deseo nada –dijo Anna.

«¿Considera Kitty humillante para ella encontrarse conmigo? Quizá los otros tengan razón. Pero ella, que estaba enamorada de Vronsky. Ella no debía mostrármelo, aunque sea verdad. Sé que ninguna mujer decente puede recibirme por mi situación. Sé que en el momento en que me uní a Vronsky lo sacrifiqué todo. Lo he sacrificado todo por él y ésta es mi recompensa. ¡Oh, cómo lo odio! ¿Y para qué he venido aquí? Me siento todavía peor, más oprimida.»

De la habitación contigua le llegaban las voces de Dolly y su hermana, que hablaban entre sí.

«¿Qué le diré ahora? ¿Consolaré, por ventura, a Kitty siendo yo tan desgraciada? ¿Me someteré a su protección? No. Tampoco Dolly podrá comprender nada. No tengo nada que decirles. Me interesaría sólo ver a Kitty y mostrarle cómo lo desprecio todo y a todos, lo indiferente que me es todo.»

Dolly entró con la carta.

Anna leyó lo que decía Esteban Arkadievich y comentó:

–Lo sabía y no me interesa.

–¿Y por qué? No hay que desanimarse: al contrario. Yo tengo esperanzas –dijo Dolly mirando a su cuñada con sorpresa.

Dolly no la había visto nunca tan irritada.

–¿Cuándo te marchas? –le preguntó.

Anna entornó los ojos y miró ante sí sin contestar.

Luego preguntó a Dolly, mirando a la puerta de la habitación en que estaba Kitty y ruborizándose:

–¿Por qué se esconde Kitty de mí?

–¡Qué tontería! Está dando el pecho a su niño y la cosa no va bien. Yo la aconsejaba… Se alegrará mucho de verte. Vendrá en seguida. –dijo Dolly, manifestando cierta confusión– ¡Ah! Aquí está.

Al enterarse de que Anna estaba en la casa, Kitty había decidido no salir a verla pero su hermana la había persuadido de que, al menos, la saludase.

Así, Kitty, haciendo un esfuerzo sobre su voluntad, salió a ver a Anna y, ruborizándose, se le acercó y le dio la mano.

–Estoy muy contenta de verla –le dijo con voz temblorosa.

Se mostraba cohibida por la lucha que había sostenido entre su enemistad hacia Anna y el deseo de mostrarse condescendiente con ella; pero en el momento en que vio su rostro, hermoso y lleno de simpatía, su animosidad desapareció.

–No me habría extrañado –dijo Anna– que no hubiera usted querido encontrarse conmigo. Estoy acostumbrada a esto. Está usted enferma, ¿no? Sí, está algo cambiada.

Kitty sentía que Anna la miraba con enemistad pero la disculpó comprendiendo la situación en que se encontraba y hasta sintió hacia ella cierta lástima.

Hablaron de Stiva y de la enfermedad del niño, pero era evidente que nada de aquello interesaba a Anna.

–He venido sólo por despedirme de ti –dijo Anna a Dolly, levantándose para marcharse.

–¿Cuándo se van ustedes? –le preguntó Dolly.

Anna, sin contestar a esta pregunta, se dirigió a Kitty.

–Sí, estoy muy contenta de haberla visto. –dijo con una sonrisa– ¡He oído tanto bueno de usted en todas partes, incluso de su marido! Vino a verme y me alegró mucho su visita. –dijo con intención evidente de herir a Kitty– ¿Dónde está ahora? –añadió aún.

–Se marchó al campo –contestó ella ruborizándose.

–Salúdelo de mi parte; no lo olvide usted.

–Con mucho gusto –dijo ingenuamente Kitty, mirando con compasión a Anna.

–Adiós, Dolly.

Y, tras besar a Dolly y dar la mano a Kitty, Anna salió precipitadamente.

–Siempre es la misma, siempre tan atractiva. Es en verdad hermosa. –comentó Kitty al quedarse a solas con su hermana– Pero hay algo en ella que inspira compasión. Algo muy penoso, infinitamente penoso.

–Y hoy tiene algo particular. –dijo Dolly– Cuando la acompañaba hasta el vestíbulo, me pareció que iba a llorar.

TÁPAME, TÁPAME, TÁPAME QUE TENGO FRÍO!

viernes, agosto 2nd, 2013

Russian tea cozy peasant woman early-mid 20th century
¿A alguno de ustedes le cantaban esta canción? Cuando yo era chica, los inviernos se sentían más que ahora. Mis recuerdos me llevan a un quillango dorado, al tapado de piel (antes se usaban y era socialmente aceptado hacerlo) que mi madre echaba sobre todas mis cobijas cuando llegaba de trabajar, a mi abuela materna abrazándome toda la noche del sábado, cantando «Tápame, tápame, tápame que tengo frío. Cómo quieres que te tape si yo no tengo un abrigo.» hasta que yo me dormía.

Y ¿al té? ¿Cómo abrigamos al té en invierno? Miren:
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Mi abuela los tejía en crochet y los llamaba «abrigo para la tetera». En inglés se llaman «tea cozy» y ¿en ruso? ¿Cómo se llaman en ruso? Chaĭnik uyutniĭ / чайник уютный.
Aquí van unos de principios de siglo XX, para esta tarde nublada y fría. Abriguen sus teteras y compartan sus mejores tés.
3 Russian tea cozy stockinete dolls, early-mid 20th century
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RUSSIAN DOLL DESIGN TEA COZY -EARLY 1900'S 2

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 25 Y 26

jueves, agosto 1st, 2013

anna tapa libro

Tantas veces lo que el otro dice no tiene nada que ver con lo que pensamos que quiso decir… Leyendo estos capítulos pienso, todo el tiempo, que matar al amor por andar interpretando intenciones es pecado mortal. Chashka chaya en mano y los Capítulos 25 y 26 de la Séptima Parte de Anna K. Buenas noches, dachas queridas.

ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 25
La reconciliación era completa. Anna, desde por la mañana, se puso a hacer los preparativos para la salida de Moscú. Aunque todavía no habían decidido si se marcharían el lunes o el martes, porque ambos se cedían el uno al otro la decisión, se ocupaba activamente en los preparativos de la partida.

Estaba en su habitación, ante el baúl abierto, metiendo en él las cosas que iba a llevar, cuando Vronsky habiéndose vestido antes de la hora acostumbrada, entró a verla.

–Ahora voy a ver a maman. Ella me mandará el dinero por medio de Egor. Y mañana podremos irnos.

A pesar de la buena disposición de ánimo en que se encontraba, Anna creyó advertir algo sospechoso en la forma en que Vronsky acababa de hablar de su viaje a la dacha de su madre.

–No, mañana, no –contestó– Ni yo misma tendría tiempo de arreglar mis cosas.

Y quedó pensativa.

«Esto quiere decir», pensaba, «que era posible arreglar los asuntos como decía yo y él porfió que no».

–Ve al comedor, ––dijo a Vronsky– que yo iré allí ahora mismo. Sólo dejaré fuera estas cosas que necesito– y entregó varias prendas a Anuchka, que ya tenía en sus brazos otras ropas.

Vronsky estaba comiendo un filete cuando Anna entró en el comedor.

–No puedes imaginar cuánto me aburren estas habitaciones. –dijo a Vronsky, sentándose a su lado para tomar su café– No hay nada tan horrible como estas chambres garnies. No tienen expresión; les falta el alma. Este reloj, estas cortinas y, lo principal, estos papeles pintados de las paredes, todo esto ha sido una pesadilla para mí. Pienso en Vosdvijenskoie como en la tierra prometida. No mandes todavía allí los caballos.

–No, los enviarán cuando nos hayamos marchado de aquí. ¿Tú quieres ir a alguna parte?

–Quería ir a casa de Wilson. Tengo que llevarle mis trajes. Entonces, ¿decididamente nos marchamos mañana? –preguntó con voz alegre.

De pronto su rostro se tomó sombrío. El ayuda de cámara de Vronsky le trajo a éste para que lo firmara el recibo de un telegrama que acababa de llegar de San Petersburgo. No esperaba Vronsky nada de particular en aquel telegrama pero, como deseando ocultar algo a Anna, dijo al criado que tenía que extender el recibo en el gabinete y se dirigió allí con precipitación.

Al volver, dijo a Anna:

–Mañana, sin falta, estará todo terminado.

–¿De quién es el telegrama? –preguntó Anna, sin prestar atención a aquellas palabras.

–De Stiva ––contestó Vronsky de mal grado.

–¿Y por qué no me lo has enseñado? ¿Qué secreto puede haber entre Stiva y yo?

Vronsky llamó a su ayuda de cámara y le ordenó que trajera el telegrama.

–No quería mostrártelo porque no dice nada de particular. Stiva tiene debilidad por el telégrafo. No sé a qué viene telegrafiar cuando no hay nada decisivo.

–¿Se trata del divorcio?

–Sí, pero dice que no ha podido obtener nada, que para estos días le ha prometido una respuesta decisiva. Míralo, léelo.

Anna cogió el despacho con manos temblorosas y leyó lo que Vronsky le había dicho. El telegrama terminaba así: «Hay pocas esperanzas pero haré lo posible y lo imposible».

–Ayer te dije que me es indiferente que se lleve a cabo o no el divorcio –dijo Anna ruborizándose -No había necesidad alguna de ocultarme esas dificultades que señala Stiva. «Así puede ocultar y seguramente oculta su correspondencia con las otras mujeres», pensó también.

–Jachvin quería venir hoy por la mañana. –dijo Vronsky– Parece ser que ganó a Peszov todo lo que éste tenía y hasta más de lo que puede pagar. Cerca de sesenta mil rublos.

–¡No es eso! –interrumpió ella, irritada porque Vronsky cambiara de conversación. «¿Era que pensaba que la disgustaba no obtener el divorcio, no poder retenerlo casándose con él», pensó– ¿Por qué has creído –le dijo, con irritación -que esa noticia me iba a doler hasta el punto de que era conveniente ocultármela? Te he dicho que no quiero ni pensar en el divorcio y me gustaría que tú te interesaras en esa cuestión tan poco como yo…

–Me intereso porque me gusta la claridad –contestó Vronsky.

–La claridad en nuestra unión no consiste en la forma externa, sino en el amor ––dijo Anna aún más irritada, no por las palabras de Vronsky, sino por la fría tranquilidad con que hablaba él– ¿Por qué deseas mi divorcio? –insistió.

«¡Dios mío! Otra vez el amor», pensó Vronsky frunciendo el ceño.

–Ya lo sabes… Por ti y por los niños –contestó.

–No tendremos más niños.

–Pues lo siento mucho.

–Lo necesitas por los niños. Eso es: en mí no piensas –dijo Anna, que no había oído completa la frase «por ti y por los niños».

La probabilidad de tener más hijos era cuestión que habían discutido los dos hacía tiempo y que a ella la irritaba. El deseo de Vronsky de tener hijos lo consideraba Anna como una prueba de indiferencia hacia su belleza que, como era natural, desaparecería o aminoraría con un nuevo embarazo y alumbramiento.

–He dicho que por ti también. –aclaró Vronsky– Y más que por nada, por ti –añadió frunciendo el ceño como si sufriera algún dolor– porque estoy seguro de que la mayor parte de tu malestar proviene de tu situación indefinida.

«Ahora ha dejado de fingir y se ve claramente el odio frío que siente por mí», pensó Anna sin atender las palabras de él pero viendo con horror en sus ojos a un juez frío y cruel que la condenaba.

–Siento mucho que no entiendas o no quieras entender –dijo Vronsky deseando aclarar aún más su idea –El carácter «indefinido» de la situación consiste en esto: tú crees que yo soy libre…

–En lo que respecta a esto puedes estar completamente tranquilo –contestó Anna. Y, dejando de prestarle atención, se puso a tomar su café.

Cogió la taza con la mano, la levantó, separando el dedo meñique, la acercó a la boca y bebió paladeando. Después de tomar así unos sorbos, miró a Vronsky y en la expresión de su rostro le pareció adivinar que a él le eran desagradables su mano, su gesto y el ruido que producía con los labios al sorber el café.

–A mí me es completamente indiferente lo que piense tu madre y cómo quiera casarte –dijo Anna, poniendo otra vez la taza sobre la mesa, temblándole la mano.

–No hablábamos de esto –cortó Vronsky.

–Pues es de eso precisamente de lo que tenemos que hablar. Y cree que a mí, una mujer sin corazón, sea vieja o no, sea tu madre o la madre de otro cualquiera, no me interesa, no quiero conocerla.

–Anna, te suplico que respetes a mi madre –le rogó Vronsky.

–La mujer que no adivina dónde están la felicidad y el honor de su hijo no tiene corazón –insistió ella.

–Repito mi ruego de que no faltes al respeto a mi madre, a la que quiero y respeto –volvió a decir Vronsky, levantando la voz y mirándola con severidad.

Anna sostuvo la mirada de él sin contestar. Recordó en aquel momento con todo detalle la escena de la reconciliación del día antes y las caricias que él le había prodigado y pensó: «¡Cuántas mujeres habrán conocido las mismas caricias! ¡Cuántas acaso las conocen aún!».

–Tú no amas a tu madre. Eso es una frase hueca, palabras y nada más –le dijo, mirándolo con odio.

–¡Ah! ¿Lo crees así? Pues hay que…

–Hay que terminar y estoy decidida a ello –interrumpió ella. Y se dispuso a salir del comedor.

En aquel momento entró Jachvin.

Anna se detuvo y saludó al que llegaba.

«¿Por qué cuando se sentía con el alma combatida por una tempestad, cuando se disponía a dar un paso decisivo en su vida, a llevar a cabo una determinación que podía tener las más terribles consecuencias para ella, por qué en aquel preciso instante se veía obligada a fingir ante un extraño que, no obstante, tarde o temprano lo conocería todo?» Estas preguntas pasaron rápidas por su mente; y en seguida, ahogando su íntimo dolor, se sentó y se puso a hablar tranquilamente con el que acababa de llegar.

–¿Qué, como va su asunto? ¿Ha cobrado usted su crédito?

–Parece que va por buen camino, aunque creo que no podré recibirlo todo. No obstante, el miércoles he de marcharme de aquí. Y ustedes, ¿cuándo se marchan? –preguntó a su vez Jachvin. Y, mirando a Vronsky, que tenía el ceño fruncido, adivinó que entre ellos se había producido una disputa.

–Creo que nos iremos pasado mañana –dijo Vronsky.

–Pues me parece recordar que hace ya tiempo que querían ustedes marcharse –comentó Jachvin.

–Ahora ya está completamente decidido –dijo Anna, mirando a los ojos de Vronsky fijamente y de modo que comprendiera que no había ni la más remota posibilidad de reconciliación entre ellos. Y tranquilamente siguió hablando con Jachvin.

–¿Es posible –le dijo– que usted no tenga compasión de ese pobre Peszov?

–Jamás me he preguntado en estos casos, Anna Arkadievna, si he de tener o no compasión. Todo lo que poseo lo tengo aquí –y Jachvin señalaba al bolsillo izquierdo de su chaleco– Ahora soy un hombre rico, pero hoy iré al Círculo y quizá salga de allí convertido en un mendigo. Y considero que el que se pone a jugar en contra de mí quiere dejarme hasta sin camisa, como yo a él; y así luchamos. Esto es lo que nos da emoción, lo que constituye la salsa del juego.

–Y si estuviese usted casado, ¿qué diría su mujer?

Jachvin rió.

–Por eso no me he casado –dijo en tono de broma– y jamás he tenido intención de hacerlo.

–¿Y Helsingfors? –dijo Vronsky entrando en la conversación y mirando a Anna, que sonreía. Pero, al encontrarse sus miradas, el rostro de ella adoptó de repente una expresión severa y fría con lo que parecía querer decir que las cosas estaban igual.

–¿Es posible que no se haya usted enamorado nunca? –preguntó Anna a Jachvin.

–¡Oh, Dios mío! ¡Cuántas veces! Pero, compréndalo: ¿puede uno ponerse a jugar a las cartas pensando levantarse de la mesa cuando llegue el momento del rendez-vous? Yo puedo ocuparme del amor pero a condición de no hacer esperar al juego… Así obro en esta cuestión.

–No le pregunto por un entretenimiento cualquiera, sino por un amor verdadero, por…

Anna iba a decir «Helsingfors», pero no quiso repetir aquella palabra que había dicho ya Alexis.

Entonces llegó Voitov, para tratar la compra de un semental y Anna se levantó y salió de la habitación.

Antes de salir de casa, Vronsky entró en la habitación de su amada. Ella quiso simular que estaba buscando algo encima de la mesilla pero, avergonzada de fingir, lo miró resueltamente con una mirada fría y le preguntó en francés:

–¿Qué quiere usted?

–Recoger los documentos de «Hambette», pues lo he vendido ––explicó él con un tono que más que las palabras parecía decirle «no tengo tiempo para explicaciones y, además, éstas serían inútiles».

«No tengo culpa alguna», pensaba Vronsky. «Si quiere mortificarse ella misma, tant pis pour elle.»

Mas, al salir de la habitación, le pareció que Anna le había dicho algo y su corazón se estremeció de piedad por ella; retrocedió y le preguntó afectuosamente:

–¿Qué dices, Anna?

–Nada –contestó ella fría y tranquila.

«Si no dices nada, tant pis», se dijo él, indiferente de nuevo. Y dio media vuelta y salió de la habitación.

Al cerrar la puerta, vio en el espejo la imagen de Anna. Tenía el rostro pálido, los ojos llorosos y le temblaban el cuerpo y las manos.

Vronsky quiso volver de nuevo para decirle algo que la librara de aquella tribulación que al parecer sufría pero dudó un momento, pensó que no le recibiría bien y continuó hacia la calle.

Todo este día lo pasó Vronsky fuera de su casa.

Cuando volvió, ya bien entrada la noche, la doncella le dijo que Anna Arkadievna tenía una fuerte jaqueca y rogaba que no la molestaran.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 26

Nunca había sucedido que Anna y Vronsky pasaran un día entero enemistados y el que ahora hubiera sucedido era para Anna claro indicio de que el amor de Vronsky hacia ella había desaparecido o se había entibiado al menos. «¿Cómo, si no, habría sido posible que él la mirara de aquella manera tan fría que le había dirigido al entrar en la habitación a recoger la documentación del caballo?; ¿cómo habría podido ver que su corazón se rompía en pedazos y seguir adelante, tranquilo e indiferente? No es que esté frío; es que me odia porque ama a otra mujer. Esto está claro», pensaba Anna.

Y, recordando las duras palabras de Vronsky y pensando en otras que él no le había dicho, pero que ella presumía que quería decirle, se sentía todavía más hundida en la desesperación.

«No la retengo», le hacía decir ella. «Usted puede ir a donde quiera… Probablemente usted no quiere divorciarse de su marido para volver a vivir con él. Vuelva usted. Si necesita dinero… ¡Cuántos rublos necesita usted?»

Las palabras más duras y crueles, los gestos del hombre más brutal imaginábalos Anna en su amado dirigidos a ella y con estos pensamientos crecía su ira contra él y se decía que no lo perdonaría jamás.

Luego pensó: «¿Y no fue ayer mismo cuando me juró amor como un hombre honrado y sincero? ¿No me dijo varias veces que estaba desesperada sin motivo?».

Todo aquel día, excepto las horas que invirtió en ir al establecimiento de Wilson, lo pasó Anna atormentada por la duda de si todo habría terminado o si quedarían aún esperanzas de reconciliación; de si se marcharía en seguida o iría a verla.

Estuvo esperándolo todo el día y por la noche, cuando al retirarse a su habitación había dado orden de que le dijeran que tenía una fuerte jaqueca, pensaba:

«Si a pesar de todo entra a verme es que me ama; si hace lo contrario y respeta o finge acatar mi indicación, es que no siente el menor interés por mí, que ni siquiera le importa que esté yo enferma, es decir, que todo ha terminado entre nosotros. Y en este caso», siguió pensando, «decidiré lo que debo hacer».

Al sentir la llegada de Vronsky, puso toda su atención en lo que él hacía. Oyó la llegada del coche, la llamada a la puerta de la calle, sus pasos, su conversación con la camarera y cómo se retiraba a sus habitaciones. Entonces pensó:

«Se ha conformado con lo que le han dicho; no ha querido averiguar más, no ha querido ni siquiera verme. Esto significa que todo ha terminado.»

Y cómo único recurso para resucitar el cariño en su corazón y castigarlo con el remordimiento, para vencer, en suma, en aquella lucha, se le presentó de nuevo, clara y obsesionante, la idea de la muerte.

Ahora le daba ya todo igual: no le importaba ir o no a Vosdvijenskoie; ni conseguir o no el divorcio. Nada necesitaba. Sólo quería una cosa: castigarlo.

Cuando preparó su habitual dosis de opio y pensó que podía morir con sólo beberse todo el frasco, le pareció tan fácil y sencillo que volvió a pensar, con gran complacencia, en cómo sufriría, se arrepentiría y, aunque ya tarde, amaría su recuerdo.

Se metió en la cama, apagó todas las luces, excepto una, cuya llama se estaba extinguiendo ya y quedó inmóvil, estirada, con los ojos abiertos, mirando hacia el techo esculpido, en el cual la sombra de la pantalla había fijado extrañas figuras. Su pensamiento representaba entonces a Vronsky ante su cuerpo inerte, cuando ella hubiese desaparecido ya completamente, cuando no quedase más que su recuerdo. «¿Cómo pude», se diría él, «decirle palabras tan crueles como las que le dije? ¿Cómo pude salir de la habitación sin dirigirle una palabra, viéndola tan afligida? Pero ahora ya no está aquí», dirá, «ahora se ha ido para siempre…».

De repente, la sombra que hacía la pantalla se movió, se extendió a todo el techo; nuevas sombras brotaron de otros puntos de la habitación al encuentro de aquélla. Pero por un momento se desvanecieron, se juntaron de nuevo con gran rapidez, se movieron tumultuosamente, se entremezclaron hasta fundirse. Y todo se sumió en la oscuridad.

«Es la muerte», pensó Anna.

Y se sintió sobrecogida por un horror tal que, con los ojos espantados, muy abiertos y su cuerpo en fuerte tensión nerviosa, estuvo mucho tiempo sin poder moverse. Al fin, con gran esfuerzo, su mano temblorosa pudo coger las cerillas que tenía encima de la mesilla y encender otra luz que reemplazara a la que se había consumido produciendo aquellas sombras y figuras extrañas que tanto terror habían infundido en su espíritu.

Y, ensanchando su pecho, suspiró hondamente como si se librara de un gran peso; se sintió libre de la horrible visión que oprimía su pecho y murmuró:

«No, no… Vivir… ¡Quiero vivir! Lo amo y él también me ama. Hemos discutido, pero esto pasará».

Y la alegría de volver a la vida cuando se creía ya entre las garras de la muerte, inundó sus ojos de lágrimas, que se deslizaron suavemente por sus mejillas, pálidas aún. Luego, para huir de su soledad, para ahuyentar de su alma los restos de aquel terror pasado, se dirigió al gabinete de Vronsky.

Estaba durmiendo con un sueño profundo.

Ella se le acercó, le iluminó con la vela el rostro, que estaba sereno, tranquilo y le contempló con arrobamiento. Ahora, en aquella actitud, a Anna le gustaba más; sintió con mayor intensidad su amor y, conmovida, no pudo contener las lágrimas. Luego pensó que si lo despertaba en aquel momento, la miraría con su mirada fría, seguro de ser justo y que antes de hablarle de su amor, ella habría tenido que mostrarse severa con él como él se mostraba con ella. Regresó, sin despertarlo, a su habitación y, después de una segunda dosis de opio, cuando amanecía ya, se durmió con un sueño pesado pero intranquilo, ya que no dejaba de sentir palpitaciones en su corazón y en las venas, en las sienes, en las manos y continuaba con sus pensamientos.

Por la mañana tuvo una horrible pesadilla que la había atormentado ya otra vez antes de sus relaciones con Vronsky. Un viejecillo con la barba mal peinada, inclinado sobre el lecho, manipulaba los hierros de la cama repitiendo unas palabras sin sentido. Y Anna, como siempre que tenía esta pesadilla (y en esto consistía precisamente todo el horror) sentía que el viejecillo no le prestaba atención y continuaba manipulando los hierros de la cama.

Anna se despertó con un fuerte dolor de cabeza; inundada toda de sudor.

Cuando se levantó, recordó, muy vagamente, todo lo que la había ocurrido durante el día anterior.

«Hubo una discusión, lo que había habido tantas veces… Dije que tenía jaqueca y él no entró en mi habitación… Mañana nos vamos de aquí. Tengo que verlo y prepararme para el viaje», se dijo.

Al enterarse de que Vronsky estaba en el despacho, se dirigió allí. Cuando cruzaba el salón, oyó que a la entrada de la casa se paraba un carruaje. Miró por la ventana y vio un coche lujoso, a una de cuyas ventanillas se asomaba una joven con sombrero color lila, ordenando algo al lacayo, quien llamó a la puerta y entró en la casa. Después de una pequeña conversación en el piso de abajo, alguien pasó a las habitaciones superiores y en el salón de al lado resonaron los pasos de Vronsky. Éste, con andar rápido, bajó la escalera. Anna se acercó de nuevo a la ventana y algo separada de ésta, procurando que no la vieran, observó otra vez lo que pasaba en la calle con las viajeras del coche. Ahora, Vronsky, sin sombrero, bajaba la escalinata; se acercó al carruaje. La joven del sombrero lila le entregó un paquete. Él le dijo unas palabras sonriendo. El coche se alejó y Vronsky subió la escalera corriendo.

Anna sintió que la bruma que cubría su cerebro se desvanecía de repente. Los sentimientos del día interior, aumentados con un nuevo dolor, oprimían su corazón enfermo. Ahora no comprendía cómo había podido rebajarse hasta el punto de quedarse un día más en su casa. «No estaré con él un día más», se dijo.

Y entró en el gabinete de Vronsky para comunicarle su decisión de marcharse de la casa y separarse de él inmediatamente.

–Era la Sorokina, con su hija, que me han traído dinero y los documentos de mamá. Ayer no pude recibirlas. ¿Y tu jaqueca? ¿Estás mejor? –le dijo él sin querer advertir la expresión sombría y trágica de su rostro.

Anna lo miraba fijamente, de pie en medio de la habitación. Él la miró a su vez, frunciendo el ceño un momento y continuó leyendo la carta que acababa de recibir. Ella dio media vuelta y, lentamente, se dirigió a la salida de la habitación. Vronsky pensó un momento en llamarla y hacerla volver pero la dejó llegar hasta la puerta sin decirle nada, sin que se oyera en la habitación más que el ruido de los pasos de Anna y el de las hojas de la carta, que él iba volviendo.

–¡Ah! A propósito. ––dijo Vronsky cuando ella llegaba ya a la puerta– Decididamente nos vamos mañana, ¿no?

–Se irá usted, yo no –contestó Anna, volviéndose ligeramente.

–Anna, así es imposible vivir –exclamó Vronsky.

–Se irá usted, yo no –repitió.

–¡Esto está haciéndose de nuevo insoportable!

–Usted se arrepentirá de esto –añadió ella y salió.

Asustado por el tono de desesperación con que había pronunciado estas palabras, Vronsky se levantó de un salto y corrió tras ella, pero a los pocos pasos, pensándolo mejor, se detuvo, reflexionó unos momentos y volvió a la silla que ocupaba, se sentó y con los dientes apretados y la vista fija en el suelo quedó sumido en hondas reflexiones.

«Lo he probado todo», se dijo; «no me queda sino un recurso: dejarla hacer». Y se preparó para ir a la ciudad y a la dacha de su madre, de quien le era preciso obtener la firma de unos documentos referentes a su herencia.

Anna oyó el ruido de sus pasos en el gabinete y luego a través del comedor. Cerca del salón, Vronsky se paró, pero no se dirigió a la habitación de Anna como ella esperaba, sino que dio a un criado orden de entregar el caballo a Voitov cuando éste fuese a buscarlo. Luego oyó cómo se adelantaba el coche hasta la entrada de la casa; sintió abrirse la puerta de ésta y le vio salir. De repente, se volvió, dijo algo a uno de los criados, quien corrió a la habitación de su dueño, cogió los guantes que Alexis se había dejado olvidados y volvió a bajar las escaleras, corriendo, para entregarlos a su señor. Anna se acercó a la ventana y vio que Vronsky, sin mirar al criado, cogió los guantes, luego tocó con la mano derecha la espalda del cochero, le dijo algo y, sin volver la vista a la casa, subió al coche y se acomodó en él en su postura habitual: con las piernas cruzadas. El coche partió seguidamente y a poco desaparecía tras la esquina.

ENDEMONIADA, SACUDI TE LAS PREOCUPACIONES… Y OCUPA TE

miércoles, julio 31st, 2013

alkhyxxez r.t. mhreznab Маковский Константин Егорович — За чаем
Té a solas, conmigo. Buenas noches. Mañana es otro día.

Obra: Маковский Константин Егорович — За чаем

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 23 Y 24

miércoles, julio 31st, 2013

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Jazmines en el pelo… y rosas en la cara no es precisamente la imagen de la Anna de estos capítulos. Vamos con el 23 y 24 de la Séptima Parte, que empiezan con un par de frases lapidarias:

ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 23

Para emprender algo en la vida de familia es preciso que exista entre los esposos un completo acuerdo, una situación de mutua compenetración basada en el amor o bien, un divorcio absoluto, una separación total.

Cuando las relaciones entre los esposos son indefinidas y no se desenvuelven en ninguna de aquellas situaciones, nada puede ser llevado entre ellos a feliz término.

Muchos matrimonios pasan años enteros así, en lugares desagradables e incómodos y en una no menos desagradable e incómoda situación, sólo por no tomar una decisión cualquiera.

Vronsky y Anna se encontraban en este caso. Tanto para el uno como para la otra, la vida en Moscú, en aquella época de polvo y calor, cuando el sol no brillaba ya como en primavera, los árboles de los boulevards estaban cubiertos de hojas y las hojas llenas de polvo, se les hacía insoportable. No obstante, no acababan de marcharse, como tenían decidido hacía tiempo, a su finca de Vosdvijenskoie, sino que continuaban viviendo en Moscú. Y cada día se sentían más aburridos y desesperados, porque hacía tiempo que no se ponían de acuerdo.

La animadversión que les separaba parecía no tener una causa externa y todas las tentativas para explicarse, en vez de mejorar su situación parecían agravarla todavía más. Era una especie de irritación interior que para ella tenía su origen en el enfriamiento del amor de Vronsky y para él, en el pesar de haberse puesto, por ella, en una situación penosa y difícil que Anna, en lugar de hacerla llevadera, la hacía aún más desagradable.

Así, hasta los intentos de una explicación entre los dos que lo aclarase todo eso hiciera desaparecer aquel estado de recelos e irritación latente, acababa siempre en fuertes disputas.

Para Anna todo lo de Vronsky –sus costumbres, sus pensamientos, sus deseos, todo su modo de ser físico y moral– estaban dirigidos al amor; y este amor lo ambicionaba sólo para ella. Ahora, sintiendo enfriarse en Vronsky su pasión, no podía dejar de pensar que acaso una parte de aquel amor lo consagraba a otra a otras mujeres y los celos la devoraban.

No teniendo motivos de celos, los inventaba. Al más leve indicio los pasaba de un objeto a otro: ya tenía celos de aquellas mujeres despreciables con las cuales, gracias a sus relaciones de soltero, podía entrar fácilmente en contacto; ya lo sentía de las mujeres de la alta sociedad con las que pudiera encontrarse o bien de una mujer imaginaria con la cual había de casarse después de romper con ella. Este último pensamiento era el que con más frecuencia la atormentaba, porque en un momento de confianza, de confesiones mutuas, de confidencias, Vronsky, imprudentemente, le había dicho que su madre le comprendía tan poco que se había permitido aconsejarle que se casara con la princesa Sorokina.

Los celos, pues, la llenaban de indignación, la tenían constantemente irritada contra Vronsky y la llevaban a buscar, sin cesar, motivos en que alimentar sus sentimientos desesperados.

Para ella, Vronsky era el único culpable de sus sufrimientos, cualquiera que fuera su causa. La demora en la respuesta de Karenin respecto al divorcio, debida a la indecisión de su marido, la soledad, el aburrimiento y los desaires que le proporcionaba la vida en Moscú. Todo, absolutamente todo, era culpa de él.

«Si él me quisiera», se decía, «habría comprendido lo agobiante que es mi situación y habría hecho todo lo posible por sacarme de ella».

También Vronsky era culpable de que vivieran en Moscú y no en la hacienda, pues esto se debía, pensaba Anna, a que él no podía vivir en el pueblo, apartado de sus relaciones de ciudad como ella quería.

Y también Vronsky era el culpable de que se viese separada para siempre de su hijo.

Anochecía.

Sola, esperando que regresara Vronsky de una comida que daba un amigo para celebrar su despedida de soltero, Anna paseaba a lo largo del gabinete de Alexis, en el cual le gustaba estar para ver todos sus objetos y porque era la habitación de la casa donde repercutía menos el ruido de los carruajes rodando por el empedrado y, mientras paseaba, iba pensando en todos los detalles de la última discusión tenida con su amado.

Tras recordar todas las palabras ofensivas cruzadas entre ambos durante la disputa, Anna pensó en las que la habían provocado.

No podía comprender que la disputa se hubiera producido por una causa tan fútil e inofensiva.

Efectivamente, la causa visible fue que Vronsky censuró los colegios femeninos de la Escuela Media, diciendo que no tenían ninguna utilidad. Anna defendió aquellas instituciones y Vronsky insistió mostrando poca estima por la instrucción femenina en general, incluso hacia Hanna, la niña inglesa a quien ella protegía y de la cual dijo, despectivamente, que «ni necesitaba siquiera saber física». Esto irritó a Anna, que vio también en las palabras de él un menosprecio hacia sus conocimientos y buscó una frase con qué molestar a Vronsky, vengándose con ella del dolor que le causaba y así le dijo:

–No esperaba yo que comprendiese usted mis sentimientos como parece que ha de comprenderlos el hombre que ama; pero me creía al menos con derecho a esperar más de su delicadeza.

Vronsky se sintió, en efecto, irritado por sus palabras y le replicó de una manera desagradable.

Anna no recordaba lo que ella le había entonces contestado, pero él sin más causa que el deseo de herirla, le dijo:

–Confieso que su apego a esa niña, que tiene recogida, me es desagradable, porque no me parece natural.

La crueldad con que Vronsky atacaba aquel pequeño mundo que ella se había constituido para soportar mejor su aislamiento del otro, de la sociedad; la injusticia con que la inculpaba de falta de naturalidad en lo que hacía, la hicieron estallar.

–Es en verdad una pena que sólo los sentimientos groseros y materiales sean comprensibles para usted y sólo éstos sean naturales. –Y salió airadamente de la habitación.

Cuando el día anterior, por la noche, Vronsky fue a verla, ninguno de los dos hizo alusión a la disputa que habían tenido pero ambos sentían aún en sus espíritus un fuerte resquemor.

Hoy Vronsky había estado fuera de casa todo el día y a Anna, en su soledad, le pesaba tanto el haber discutido con él que deseaba olvidarlo todo, perdonarlo, reconciliarse con su amado justificándolo y hacerse ella responsable de todo.

«Sólo yo tengo la culpa de todo», se decía. «Estoy irascible, tontamente celosa. Sí, se lo diré así y haremos las paces, olvidaremos todas nuestras disputas, nuestros recelos y marcharemos al campo y allí estaré más tranquila y más acompañada. Hasta puede que él me quiera más y yo recobre la felicidad.»

De repente, recordó aquello que la había exasperado más en la disputa –el decirle que fingía, que lo que hacía carecía de naturalidad– y comprendió que se lo había dicho sólo para herirla.

«Yo sé lo que él quiso decirme: que no es natural que, no queriendo a mi propia hija, quiera a una niña ajena. ¿Qué sabe él del amor a los hijos? ¿Qué sabe él de mi amor a Sergio, al que he sacrificado por él?

Pero este deseo suyo de mortificarme, de hacerme mal… No; él ama a otra mujer, no cabe duda, no puede ser de otro modo.»

Y al advertir que, a pesar de sus deseos de calmarse y restablecer sus relaciones con Vronsky, volvía a sus celos y su irritación, Anna se horrorizó de sí misma.

«¿Acaso será imposible? ¿No podré con la idea de reconocerme culpable a mí misma? Él es justo y honrado y me ama», reflexionaba luego, «y yo lo amo también. En estos días obtendré el divorcio y se normalizará nuestra situación, ¿qué más quiero? Debo estar tranquila, confiada. Echaré la culpa de esta discordia sobre mí. Sí, ahora, cuando venga, le diré que estuve injusta, aunque realmente no lo estuve; y haremos las paces y nos marcharemos de aquí».

Y, para no pensar más en lo sucedido y no volver a irritarse, Anna hizo que le llevaran los baúles y se entretuvo en colocar en ellos lo que habían de llevar al campo.

A las diez de la noche llegó Vronsky.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 24

–¿Qué, te has divertido? –preguntó Anna, con expresión tímida y dócil, saliendo al encuentro de Vronsky.

–Como siempre –repuso él.

Por el tono y la actitud de Anna, Vronsky comprendió, inmediatamente, que se hallaba en uno de sus mejores momentos y, aunque ya estaba acostumbrado a los cambios en el carácter de su amada, se alegró, porque también él se sentía particularmente contento y de excelente humor.

–¿Qué veo? –comentó con voz y ademanes alegres, señalando con satisfacción los baúles, que estaban preparados -Eso sí que está bien.

–Sí, tenemos que marcharnos de aquí. –explicó Anna– He salido a dar un paseo y he gozado tanto, que he sentido deseos de volver al campo. ¿No tienes tú aquí nada que te retenga?

–Sólo deseo eso, irnos al pueblo. Vengo en seguida y hablaremos. Ahora voy a cambiarme de ropa. Ordena que me sirvan el té.

Y Vronsky pasó a su gabinete.

Al quedarse sola, Anna volvió su pensamiento a la conversación que acababa de tener con Vronsky y se dijo que había algo humillante en aquellas palabras: «Eso sí que está bien». «Así hablan a un niño cuando renuncia a sus caprichos», pensaba. Y era aún más humillante por el contraste entre el tono de ella, tímido y contrito y el tono seguro de él.

Y Anna advirtió que en su ánimo se levantaba de nuevo un sentimiento de ira contra Vronsky pero hizo un esfuerzo sobre sí misma y, cuando volvió él, lo acogió con la misma sonrisa de antes.

Cuando Vronsky se sentó, Anna, a su lado, le contó, repitiendo en cierto modo las palabras que había preparado, cómo había pasado el día y sus planes para el viaje.

–¿Sabes? He tenido como una inspiración. –decía– ¿Por qué hemos de esperar aquí el divorcio? ¿No da igual esperarlo en el campo? Yo no puedo estar aquí. He perdido la paciencia y no quiero ni oír hablar del divorcio. He decidido que esto no tenga influencia en mi vida. ¿Estás conforme?

–¡Oh, sí! –dijo, Vronsky mirando, con alguna inquietud, el rostro conmovido de Anna.

–Y vosotros, ¿qué habéis hecho? ¿Quién más estuvo? –preguntó después de un momento de silencio.

Vronsky nombró a los invitados y contó que la fiesta había resultado excelente y la reunión animada. Hubo un concurso de barcas a remo.

–Todo resultó muy agradable –añadió– pero en Moscú las cosas no pueden pasar sin ridicule. Se presentó una señora –la profesora de natación de la reina de Suecia– y quiso mostramos su arte.

–¡Cómo! ¿Ha nadado ante vosotros? –preguntó Anna Arkadievna frunciendo el ceño.

–Con un horrible costume de natation. Figúrate una mujer fea y vieja con las carnes enrojecidas. Bueno, ¿y cuándo nos marchamos?

–¡Qué fantasía más loca! ¿Y qué? ¿Había algo de particular en su manera de nadar? –preguntó Anna, sin contestar a la pregunta de éste y con una sombra de preocupación en el semblante.

–Absolutamente nada de particular, ¿no te digo? Era una cosa completamente estúpida. Entonces, ¿cuándo piensas que nos marchemos de aquí?

Anna Arkadievna sacudió su cabeza como queriendo alejar un pensamiento desagradable.

–¿Cuándo? –dijo -Cuanto antes mejor. Para marcharnos mañana no tenemos tiempo pero podemos marchar pasado mañana.

–Espera. Pasado mañana es domingo y debo ir a casa de maman –dijo Vronsky confuso, porque en cuanto nombró a su madre sintió fija sobre él la mirada de Anna, en la que se reflejaba una sospecha.

La confusión de Vronsky reforzó la desconfianza de ella, que se ruborizó y se separó de él.

Ahora Anna no pensaba en la profesora de la reina sueca; pensaba sólo en la princesa Sorokina, que vivía en un pueblo cerca de Moscú, al lado de la condesa Vronskaya.

–Puedes ir mañana –dijo ella.

–No. El dinero y los poderes, que son el objeto de mi visita, no es posible obtenerlos mañana.

–Siendo así, es mejor que lo dejemos.

–¿Y por qué?

–Más tarde no quiero partir. Me marcho el lunes o nunca.

–¿Y por qué? –preguntó extrañado Vronsky– Eso no tiene sentido.

–Para ti no tiene sentido porque no te preocupas de mí. –dijo ella en tono agresivo– No quieres comprender cómo sufro. La única que me entretenía aquí era Hanna y tú me has acusado con respecto a ella de hipocresía. Ayer me dijiste que no quiero a mi hija, que finjo querer a esa inglesa y que esto no es natural… Me gustaría saber qué vida puede ser natural para mí.

Anna se dio cuenta de lo que decía y se horrorizó de haber cambiado su decisión de estar tranquila, en paz con su amado. Pero a pesar de ello, sentía que ya no podía volverse atrás sin desmerecer e incluso perder su propia estima y sentía, además, que no podía resignarse a aquella injusticia que Vronsky había cometido con ella.

–Nunca he dicho eso. –trató de convencerla él –Dije sólo que no aprobaba ese cariño improvisado.

–¿Por qué tú que tanto te envaneces de tu rectitud, no dices la verdad?

–Nunca me envanezco de mi rectitud pero jamás digo lo que no es verdad –contestó él en voz baja y conteniendo la cólera que empezaba a sentir. -Siento mucho que no respetes…

–El respeto ha sido inventado para disimular la ausencia del amor. Si no me quieres ya, mejor y más noble es que me lo digas.

–¡Esto se hace insoportable! –exclamó Vronsky levantándose airado de la silla. Y, de pie ante Anna, le dijo lentamente: –¿Por qué pones a prueba mi paciencia? –y en un tono que quería significar que podía decir muchas cosas más, pero que se contenía, añadió: –Mi paciencia tiene un límite.

–¿Qué quiere usted decir con eso? –preguntó Anna en tono de reto, aunque horrorizada por la expresión del rostro de él, sobre todo de sus ojos, que la miraban amenazadores, con dureza.

–Quiero decir… –empezó Vronsky. Y tras unos momentos de duda, acabó: –Debo preguntarle qué quiere usted de mí.

–¿Qué puedo querer sino que usted no me abandone, como piensa hacer? –dijo Anna, comprendiendo todo lo que él no le había terminado de decir –Pero no es eso, no, lo que quiero; eso es ya una cosa secundaria: quiero su amor y usted no me ama. Es decir, que todo ha terminado.

Anna se dirigió a la puerta.

–Espera… Espera –la llamó Vronsky.

Y sin desarrugar el pliegue sombrío de sus cejas, pero cogiéndola cariñosamente de las manos, le dijo:

–¿Quieres decirme qué te sucede? He dicho que hay que aplazar la salida de aquí por tres días y, por contestación a esto, tan sencillo y claro, me has dicho que miento, que soy un hombre sin honor.

–Sí y lo repito; el hombre que me echa en cara que lo ha sacrificado todo por mí es peor que un hombre sin honor: es un hombre sin corazón –dijo Anna recordando las palabras que pronunciara él en la discusión que habían tenido antes.

–¡Decididamente, es imposible! –exclamó Vronsky soltando con desaliento las manos de Anna.

«Me odia, esto está claro», se dijo ella. Y sin decir ni una palabra más ni volver la cabeza y con pasos vacilantes, salió de la habitación.

«Ama a otra mujer. Esto es evidente», se decía entrando en su cuarto. «Quiero amor y no lo encuentro. Es decir, que ya no hay nada entre nosotros y debemos acabar de una vez. ¿Pero, cómo?», se preguntó, sentándose en una butaca ante el espejo.

A continuación se puso a pensar a dónde iría una vez que se separara de Vronsky. «¿A casa de la tía que me educó? ¿A la de Dolly? ¿O, sencillamente, me iré sola al extranjero?» Pensó después en lo que estaría haciendo él en aquel momento, solo en su gabinete: en si aquella discusión había sido decisiva o si aún sería posible la paz entre ellos; en qué murmurarían de ella sus conocidos de San Petersburgo; en cómo la miraría Alexis Alexandrovich.

Muchos otros pensamientos con respecto a lo que podía ocurrir si rompía sus relaciones con Vronsky pasaban por su mente; pero Anna no se entregaba por completo a ellos. En su espíritu palpitaba una idea que, aunque imprecisa, era la que más le interesaba. Al recordar a Alexis Alexandrovich se acordó de las palabras que le había dicho en su enfermedad, después de haber dado a luz: «¿Por qué no habré muerto?».

Y ahora el recuerdo de estas palabras despertó en su alma el sentimiento que habían despertado entonces. «¡Sí, morir!», se dijo. Y la idea llenó su espíritu de una manera fija, imperiosa, obsesionante.

«La vergüenza y la deshonra de Alexis Alexandrovich y de Sergio y mi terrible vergüenza, todo quedaría salvado con mi muerte. Y, al verme muerta y por su causa, él se arrepentiría, me compadecería, me amaría y, no pudiendo ya remediarlo, se desesperaría y sufriría.» Una sonrisa de compasión por sí misma le dilató los labios y, mientras, sentada en una butaca, quitándose y poniéndose las sortijas de la mano izquierda, la vista fija ante ella, iba imaginando los sufrimientos de Vronsky ante su muerte.

Un rumor de pasos –los pasos de él– que se acercaban, la distrajeron de estos pensamientos.

Anna ni lo miró, simulando que estaba ocupada en arreglarse sus sortijas.

Vronsky se acercó a ella y, tomándole con suavidad una mano, le dijo en voz baja y dulcemente:

–Anna, vámonos pasado mañana si quieres. Estoy conforme con todo.

Ella siguió callada.

–¿Qué dices a esto, Anna? –preguntó él.

–Ya lo sabes –contestó ella rápida y enérgicamente y sin fuerzas, luego, para contener su emoción se puso a llorar –Déjame, déjame –decía entre sollozos– Me marcho mañana… Haré más… ¿Quién soy yo? Una perdida… Una piedra colgada de tu cuello… No quiero hacerte sufrir, no quiero… Te dejaré libre… ¡No me quieres! ¡Amas a otra!

Vronsky le rogó que se tranquilizase; le aseguró que no tenía ningún motivo para estar celosa, que jamás había dejado de amarla y que la amaba más que nunca.

–Anna, ¿por qué te martirizas y me mortificas de este modo? –le decía besándole las manos con ternura.

En su rostro había ahora suavidad y Anna, en la voz de él y en sus ojos, creyó adivinar el llanto.

Y, pasando de golpe de los celos más insensatos a una ternura exaltada y llena de pasión, cubrió de arrebatados besos la cabeza, el cuello, las manos de su amado…

DOS TERRONES DE AZÚCAR PARA VERDADES AMARGAS

martes, julio 30th, 2013

Reading the Tea Leaves by Vasnetsov
De «Poesías para los que no leen poesías» 1971

Canción para los que saben

sabemos que hay que hacer algo inmediatamente
lo sabemos
pero naturalmente es demasiado pronto para hacerlo
pero naturalmente es demasiado tarde para hacerlo
lo sabemos

que realmente estamos bastante bien
y que así vamos a continuar
y que esto no sirve para nada
lo sabemos

que somos nosotros los culpables
y que no es culpa nuestra que seamos culpables
y que somos culpables por ese mismo hecho
y que estamos hartos con ello
lo sabemos

que quizá no vendría mal callarse un poco
y que a fin de cuentas no vamos a callarnos
lo sabemos
lo sabemos

y que a nadie podemos ayudar verdaderamente
y que nadie verdaderamente puede ayudarnos
lo sabemos

y que somos tan inteligentes
y libres para elegir entre la nada y lo nulo
y que debemos estudiar este problema muy cuidadosamente
y que echamos dos terrones de azúcar en el té
lo sabemos

que somos enemigos de la opresión
y que los cigarrillos han subido de precio
lo sabemos

y que la nación se está metiendo en un tremendo lío
y que nuestros vaticinios se mostrarán ciertos
y que no sirven para nada
lo sabemos

y que todo esto es verdad
lo sabemos

y que sobrevivir no es todo sino muy poca cosa
lo sabemos

y que sobreviviremos
lo sabemos

y que todo esto no es nada nuevo
y que la vida es preciosa
y que eso es todo
lo sabemos
lo sabemos
lo sabemos perfectamente bien

y que lo sabemos perfectamente bien
eso también lo sabemos

Hans Magnus Enzensberger – 1968

Imagen: Leyendo las hojas de té – Vasnetsov

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 21 Y 22

martes, julio 30th, 2013

Kramskoy_Portrait_of_a_Woman
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 21

Después de la espléndida comida con que Bartniansky le obsequió en su casa, con café y cigarros y coñac en gran cantidad, Esteban Arkadievich, ya con algún retraso sobre la hora que le habían fijado, se dirigió desde allí a casa de la condesa Lidia.

–¿Quién está con la Condesa? –preguntó al portero– ¿Está el francés? –insinuó campechanamente, al ver en el perchero el abrigo de Alexis Alexandrovich, que conocía muy bien y un sencillo sobretodo lleno de broches que le era desconocido.

–Están Alexis Alexandrovich Karenin y el conde Bezzubov –contestó, muy serio, el portero.

«La princesa Miágkaya tenía razón», pensó Esteban Arkadievich mientras subía la escalera. «¡Es en verdad una mujer extraña! Sin embargo, ahora me convendría cautivarla. Tiene una gran influencia y, si dijera una palabra en favor mío a Pomorsky, podría dar por solucionado mi asunto.»

Todavía habían llegado pocos invitados pero en el saloncito, con lindas cortinillas de labores afiligranadas, todas las lámparas estaban encendidas.

Bajo una de las lámparas, sentados cerca de una mesa redonda, estaban la Condesa y Alexis Alexandrovich, hablando algo en voz baja. Un hombre más bien bajo, seco y con las piernas torcidas, con formas de mujer y el rostro muy pálido pero hermoso, ojos grandes y brillantes y cabellos largos, que le caían sobre el cuello de la levita, estaba en un rincón de la habitación, al otro extremo, mirando la pared cubierta de retratos.

Habiendo saludado a la dueña de la casa y a Alexis Alexandrovich, Esteban Arkadievich miró involuntariamente una vez más a aquel hombre desconocido para él y cuyo aspecto le parecía extraordinario.

–Monsieur Landau –dijo la Condesa, dirigiéndose a aquel hombre, con una suavidad y una precaución que sorprendieron a Oblonsky.

Landau se acercó al grupo y la Condesa los presentó.

El francés estrechó la mano que le alargaba Oblonsky con su mano derecha, rápida y sudorosa y, en seguida, se alejó y se puso a mirar de nuevo los retratos.

–Me complace mucho verlo y especialmente en el día de hoy ––dijo la Condesa a Esteban Arkadievich, indicándole un asiento al lado de Karenin.

–Lo he presentado como Landau –añadió en voz baja y mirando inmediatamente a Alexis– pero en realidad es el conde Bezzubov, como usted sabrá seguramente, aunque él rechaza este título.

–Sí, lo he oído. –contestó Esteban Arkadievich– Y dicen –añadió, con ánimo de congraciarse con la Condesa -que ha curado completamente a la condesa Bezzubova.

–Hoy ha venido a verme. Da lástima verla. –dijo la Condesa, dirigiéndose a Alexis Alexandrovich– Esta separación será terrible para ella. Es en verdad un duro golpe.

–Pero, decididamente, ¿se va? –preguntó Alexis Alexandrovich.

–Sí, se va a París. Ayer oyó una voz –contestó la condesa Lidia Ivanovna, mirando a Esteban Arkadievich.

–¡Ah!… Una voz… –repitió Oblonsky pensando que tenía que obrar con la mayor prudencia posible en este ambiente en el que observaba y presentía cosas muy particulares cuyo secreto él no poseía.

Se produjo un momento de silencio, después del cual Lidia Ivanovna, como empezando a hablar del objeto más importante de la conversación, dijo a Oblonsky con fina sonrisa:

–Hace tiempo que lo conozco y estoy muy contenta de tratarlo personalmente. Les amis de mes amis sont mes amis. Pero, para ser amigo, hay que compenetrarse con el estado de alma y temo que usted no lo hace con respecto al alma de Alexis Alexandrovich. Ya comprenderá usted a qué me refiero –dijo a Esteban Arkadievich levantando hacia él sus hermosos ojos.

–En realidad, Condesa, no conozco bien la posición de Alexis Alexandrovich –dijo Oblonsky, no comprendiendo bien qué era lo que quería decirle y firme en su propósito de congraciarse con ella, procurando llevar aquella conversación, inexplicable aún para él, a términos generales.

–¡Oh! No me refiero a cambios exteriores –dijo severamente la Condesa, siguiendo al mismo tiempo, con mirada enamorada, a Alexis Alexandrovich, que se había levantado y se acercaba a Landau– Su corazón es lo que ha cambiado porque se ha dado a otro corazón. Y temo que usted no haya meditado bastante sobre esta maravillosa transformación obrada en él.

–Quiero decir que… claro… así… en general… no conozco, no puedo comprender esta transformación. Éramos amigos de siempre, de toda la vida y ahora… –dijo Esteban Arkadievich, correspondiendo con otra mirada suave a la de la Condesa y mientras meditaba en cuál de los dos ministerios tendría más influencia para pedirle la recomendación con más probabilidades de eficacia.

–La transformación sufrida no puede mitigar en él el sentimiento de amor al prójimo. Al contrario: lo hace más elevado, lo purifica. Pero… temo que usted no me comprenda. ¿Quiere tomar té? –dijo la Condesa, indicando con la mirada al criado que traía el té en una bandeja.

–Sí, francamente, no lo comprendo del todo, Condesa… Claro… su desgracia…

–Sí… su desgracia… Su desgracia, que le ha dado una mayor felicidad, ya que su corazón se ha renovado y se ha llenado de Él, al que nunca había comprendido ni amado –dijo la Condesa poniendo los ojos en Alexis Alexandrovich con mirada acariciadora.

«Creo que podré pedirle que diga algo en los dos ministerios», pensó mientras tanto Oblonsky. A continuación contestó:

–¡Oh! Seguramente. Pero, a mi parecer, estas transformaciones son tan íntimas que nadie, ni aun las personas más allegadas, osan hablar de ellas.

–Al contrario –replicó Lidia Ivanovna -hemos de hablar de ellas y ayudarnos los unos a los otros.

–Indudablemente –aprobó Oblonsky con sonrisa aduladora; pero –añadió– hay diferencias en el modo de apreciar las cosas… Y además…

–En lo que se refiere a la verdad sagrada, no puede haber diferencias –dijo con energía y severidad la Condesa.

–¡Oh, sí!… Claro… Pero… –y Oblonsky, confuso, quedó callado.

Comprendía que se trataba de religión pero no se consideraba preparado para tratar de este tema y temía herir los sentimientos de la Condesa, a la que no renunciaba a utilizar para sus fines referentes al asunto de su empleo.

–Me parece que ahora se dormirá –murmuró Alexis Alexandrovich, acercándose a Lidia Ivanovna.

Esteban Arkadievich volvió la cabeza hacia donde estaba Landau y vio a éste sentado cerca de la ventana, apoyados sus codos en los brazos del sillón y con la cabeza inclinada sobre el pecho.

Al observar que todas las miradas se dirigían a él, el francés levantó la cabeza y sonrió, con sonrisa ingenua y pueril.

–No le presten atención –recomendó Lidia Ivanovna. Y, con mucho cuidado, suavemente, acercó una silla para Alexis Alexandrovich– He observado… –dijo luego, volviendo a la conversación interrumpida.

Pero en aquel momentó entró un criado con una carta, que entregó a la Condesa, con lo cual la conversación quedó cortada de nuevo.

Lidia Ivanovna la leyó rápidamente y tras pedir perdón a Esteban Arkadievich y Alexis Alexandrovich, escribió con extraordinaria rapidez unas líneas de contestación, la entregó a un criado, volvió a su puesto cerca de la mesa y continuó la conversación que tenían empezada.

–He observado –dijo– que los habitantes de Moscú, sobre todo los hombres, son la gente más indiferente en materia de religión.

–¡Oh, no, Condesa! Me parece que los moscovitas tienen fama de ser muy firmes –se defendió Esteban Arkadievich.

–Sí, pero por lo que puedo comprender, usted, por desgracia, pertenece a los indiferentes –dijo Karenin con sonrisa fatigada.

–¿Cómo es posible ser indiferentes? –repuso en tono de recriminación Lidia Ivanovna.

–En ese aspecto –añadió Esteban Arkadievich, con su sonrisa más dulce– no soy indiferente, sino que he adoptado una actitud de espera. Pienso que para mí no ha llegado aún el momento.

–Alexis Alexandrovich y Lidia Ivanovna cambiaron miradas expresivas.

–No podemos saber nunca en estas cuestiones si ha llegado o no el momento para nosotros. –dijo Alexis Alexandrovich muy serio– No debemos pensar si estamos preparados o no: la gracia divina no se rige por consideraciones humanas. A veces no desciende sobre los que laboran ya y, en cambio, se fija en los no iniciados, como sobre Saúl.

–No. Parece que no se duerme aún –dijo Lidia Ivanovna, que seguía con la vista los movimientos del francés. Éste, en aquel momento, se levantó y se acercó a ellos.

–¿Me permiten escucharles? –preguntó.

–¡Oh, sí! No habíamos querido incomodarlo –contestó Lidia Ivanovna, mirándolo con dulzura –Siéntese usted con nosotros.

–No hay que cerrar los ojos para no perder la luz –sentenció Alexis Alexandrovich.

–¡Ah! ¡Si supiese usted, tan sólo, qué felicidad experimentamos sintiendo su continua presencia en nuestra alma! –dijo la condesa Lidia Ivanovna sonriendo beatíficamente.

–Pero el hombre puede sentirse incapaz de remontarse a esa altura –contestó Esteban Arkadievich, a sabiendas de que mentía, pero no atreviéndose a exponer su modo de pensar –tan libre– delante de una persona que sentía y opinaba lo contrario y que con una sola palabra en su favor podía procurarle el puesto anhelado.

–¿Es que quiere usted decir que el pecado no nos lo permite? –lo interrogó Lidia lvanovna– Sería una opinion falsa. Para los que creen que no hay pecado: sus pecados les son perdonados. Pardon –volvió a suplicar al entrar el criado con otra carta. La leyó y contestó verbalmente diciendo: «Mañana, en casa de la Gran Duquesa, dígaselo así». Luego continuó la conversación: –Para el que cree, el pecado no existe.

–Pero la fe sin obras es fe muerta –objetó Esteban Arkadievich, recordando este texto del catecismo y defendiendo ya su independencia, si bien con fina sonrisa aduladora para la Condesa.

–He aquí el famoso pasaje de la epístola de Santiago –dijo Alexis Alexandrovich.

Y, añadió, dirigiéndose a Lidia Ivanovna con tono de reproche, al parecer por haber vuelto sobre aquel aspecto de la cuestión cuando ya lo habían tratado ellos más de una vez:

–¡Cuánto mal ha producido la falsa interpretación de este pasaje! Nada repugna tanto a la fe como esta interpretación. Decir «no hago buenas obras significa que no tengo fe». Y así no está escrito en ninguna parte, sino que se ha dicho precisamente lo contrario.

–¡Trabajar para Dios, con esfuerzo continuo, con ayunos, para salvar su alma! –dijo la condesa Lidia Ivanovna, con desprecio y repugnancia– Ésa es la concepción salvaje de nuestros monjes… siendo así que eso no está dicho en ninguna parte. Es mucho más sencillo y fácil –añadió, mirando a Oblonsky con la misma sonrisa reconfortante con la cual, en la Corte, animaba a las jóvenes damas de honor cuando las veía cohibidas por el nuevo ambiente.

–Estamos salvados por Cristo, que sufrió por nosotros. Estamos salvados por nuestra fe –dijo Alexis Alexandrovich apoyando también con su mirada las palabras de Lidia Ivanovna.

–Vous comprennez l’anglais? –le preguntó la Condesa. Y, habiendo recibido una contestación afirmativa, se levantó y se puso a buscar algo en un pequeño estante–biblioteca que había en la misma habitación.

Luego vino con un libro y presentándoselo a Alexis Alexandrovich, le dijo:

–¿Quiere usted leer Safe and Happy o Under the wing?

Y sentándose de nuevo, abrió el libro diciendo:

–Es muy corto. Aquí está descrito el camino por el cual se llega a la fe y se adquiere una felicidad ultraterrena. El hombre que tiene fe no puede ser desgraciado aunque esté solo. Ya lo verá usted.

Lidia Ivanovna iba a empezar a leer cuando entró otro criado.

–¿Es la Borosdina? –preguntó la Condesa–. Dígale que mañana a las dos.

Durante unos momentos Lidia Ivanovna quedó pensativa, mirando frente a sí con sus hermosos ojos, con una mirada distraída, desmayada sobre su pierna derecha la mano en que sostenía el libro, reteniendo con un dedo la página que iba a leer.

Luego, tras un suspiro, continuó la conversación.

–Sí –dijo– Así obra la verdadera fe. ¿Conoce usted el caso de Mary Sanina? Había perdido su hijo único y estaba desesperada. ¿Y qué sucedió? Pues que encontró a este amigo (y señalaba al libro) y ahora agradece a Dios la muerte de su niño. Ésta es la felicidad que nos da la fe.

–¡Oh, sí!… Ciertamente… –dijo Esteban Arkadievich pensando con gran contento que iban a leer y que así tendría tiempo de darse cuenta exacta de la situación.

«Creo», pensó, «que será mejor no pedir nada hoy. Lo que tengo que procurar es marcharme de aquí antes de enredar más las cosas».

–Esto va a aburrirle, ya que usted no sabe inglés. Pero es corto –dijo la Condesa dirigiéndose a Landau.

–¡Oh! Lo comprenderé –contestó éste con dulce sonrisa. Y cerró suavemente los ojos.

Alexis Alexandrovich y Lidia Ivanovna intercambiaron miradas significativas y comenzó la lectura.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 22

Esteban Arkadievich se sentía disgustado y perplejo ante aquellas conversaciones, tan nuevas para él.

Después de la monotonía de la vida moscovita, la de San Petersburgo ofrecía tal complejidad que lo mantenía en un estado de continua excitación. Esta complejidad, en las esferas conocidas y próximas a él, la comprendía y hasta incluso la deseaba. En cambio, hallarla en este ambiente desconocido, tan ajeno a él, lo aturdía, leo desconcertaba.

Escuchaba a la condesa Lidia Ivanovna y sintiendo sobre sí la mirada de los ojos –ingenuos o llenos de malicia, no lo sabía bien– del francés Landau, Esteban Arkadievich empezó a experimentar una particular pesadez de cabeza.

Los pensamientos más diversos pasaban por su cerebro: «Mary Sanina se alegra de que se haya muerto su hijo». «¡Qué bien me iría ahora poder fumar un cigarrillo!» «Para salvarse basta con la fe. Los monjes no entienden nada de eso; solamente la condesa Lidia Ivanovna lo sabe.» «¿Y por qué siento esta pesadez de cabeza? ¿Es a causa del coñac o de todas estas extravagancias?» «De todos modos, parece que hasta ahora no he hecho nada inconveniente.» «Pero hoy no puedo pedirle nada.» «He oído decir que obligan a rezar. Acaso vaya a obligarme a hacerlo. Pero sería demasiado estúpido.» «Y qué galimatías está leyendo?»

«Pero pronuncia muy bien.» «Landau es un Bezzubov.» «¿Y por qué Landau es un Bezzubov?»

De repente, Esteban Arkadievich sintió que sus mandíbulas empezaban a abrirse para bostezar. Hizo como que se atusaba las patillas para, con la mano, disimular el bostezo y se recobró.

Luego sintió que estaba durmiéndose y pensó que iba a roncar.

Volvió en sí al oír la voz de la condesa Lidia Ivanovna que decía:

–Se ha dormido.

Se enderezó rápidamente, asustado, como un culpable cogido en falta. Pero, en seguida se tranquilizó, y comprendió que aquellas palabras de la Condesa no se referían a él sino a Landau.

El francés, en efecto, estaba dormido o fingía dormir.

Esteban Arkadievich pensó que en aquel mundo extraordinario si él se hubiera dormido habría ofendido a todos, mientras que, por el contrario, el sueño de Landau les alegraba extraordinariamente, sobre todo a la condesa Lidia Ivanovna.

La Condesa ponía un gran cuidado en no producir el menor ruido, recogíase incluso la falda de su vestido de seda, y estaba tan conmovida que, al dirigirse a Karenin, no le nombró como siempre Alexis Alexandrovich, sino que dijo:

–Mon ami, donnez-lui la main.

Al criado, que entraba de nuevo, le impuso silencio con un Psss de sus labios fruncidos y le ordenó en voz muy baja:

–Diga que no recibo.

El francés dormía –o fingía dormir, como se ha dicho, con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón; y con una de sus manos, sudorosa, enrojecida (la otra reposaba sobre sus rodillas) hacía unos ligeros movimientos como si procurara coger algo al vuelo.

Alexis Alexandrovich se levantó. Lo hizo con gran cuidado, pero tropezó con la mesa, dio un traspiés, fue a parar cerca del francés y puso su mano sobre la diestra de éste.

Esteban Arkadievich se levantó también y se restregó y abrió desmesuradamente los ojos para despabilarse más y cerciorarse de que no estaba durmiendo y soñando. Miró con gran extrañeza a todos y viendo que todo aquello era realidad y no un sueño, sintió que perdía la cabeza.

–Que la personne qui est arrivée la dernière, celle qui demande, qu’elle sorte. Qu’elle sorte! –dijo el francés sin abrir los ojos –Vous m’excuserez, mais vous voyez… –dijo la Condesa a Esteban Arkadievich– mais vous voyez…

Revenez vers dix heures, encore mieux demain!

–Qu’elle sorte! –gritó impaciente el francés.

–C’est moi, n’est-ce pas? –preguntó Esteban Arkadievich. Y, habiendo recibido una respuesta afirmativa, olvidando lo que quería pedir a Lidia Ivanovna y que iba a hablar a Karenin de la cuestión del divorcio, renunciando a todo lo que allí le llevara, con el deseo de salir cuanto antes, Esteban Arkadievich abandonó la habitación rápidamente, andando de puntillas y desde el portal dio un salto hasta la calle. Luego, durante un buen rato, habló y bromeó con el cochero de alquiler que le llevaba, queriendo recobrarse de las impresiones recibidas en casa de la condesa Lidia Ivanovna, del malestar que le habían producido las escenas allí presenciadas.

En el Teatro Francés, adonde llegó cuando representaban el último acto y luego en el Restaurante Tártaro, bebiendo champaña en abundancia, en el ambiente habitual suyo, Esteban Arkadievich pareció respirar mejor.

Sin embargo, durante toda la noche no consiguió apartar de sí el malestar de aquella visita.

Al volver a casa de Pedro Oblonsky, donde se alojaba durante sus estancias en San Petersburgo, Esteban Arkadievich encontró una carta de Betsy, que le decía que sentía vivos deseos de terminar la conversación que habían empezado, para lo cual le pedía que fuese a verla al día siguiente.

Apenas había terminado de leer aquella insinuante misiva, que le produjo una impresión desagradable, cuando abajo, en los pisos inferiores, oyó un ruido como de hombres que llevasen un pesado fardo.

Salió a la escalera y vio que se trataba del «rejuvenecido» Pedro Oblonsky, conducido en brazos, tan ebrio que no podía subir la escalera.

Al ver a su sobrino, Pedro Oblonsky pidió a los que lo llevaban que le pusieran en pie y, apoyándose en Esteban Arkadievich, entró con él en su habitación. Una vez allí se puso a contarle cómo había pasado la noche, quedando poco después dormido en la misma butaca donde se había sentado.

Esteban Arkadievich se sentía abatido, lo que le sucedía muy pocas veces y no pudo dormir en mucho tiempo. Todo lo que recordaba le daba asco; y más que nada, recordaba como algo muy vergonzoso la noche pasada en la casa de la condesa Lidia lvanovna.

Al día siguiente recibió la respuesta de Alexis Alexandrovich con respecto al divorcio. Era una negativa rotunda, terminante.

Esteban Arkadievich comprendió que esta decisión había sido inspirada por las palabras que durante su sueño –real o fingido– había pronunciado el francés.

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 19 Y 20

lunes, julio 29th, 2013

jazmines cuenco
Capítulos 19 y 20 de la Séptima Parte de Anna Karenina, con un cuenco de Jazmines en el pelo y un pedacito de chocotorta Buenas noches, dachas queridas.

ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 19

Esteban Arkadievich iba a marcharse ya cuando entró Korney y anunció:

–Sergio Alexeievich.

–¿Quién es este Sergio Alexeievich? –preguntó Esteban Arkadievich a Karenin, pero en seguida recordó y dijo:

–¡Ah! Sí, mi sobrino Sergey. Pensé que se trataba de algún jefe de un departamento ministerial…

«Anna me ha pedido que lo vea», pensó también Oblonsky y recordó la expresión del rostro de su hermana, tímida y lastimera, cuando le había dicho, despidiéndose de él: «Haz todo por verlo de cualquier modo. Entérate detalladamente de dónde está, quién está a su lado y, si esto fuera posible… ¿Verdad que es posible, Stiva, obtener el divorcio y tener a mi hijo conmigo?».

Esteban Arkadievich veía ahora que no podía ni siquiera pensar en tal cosa; de todos modos, se alegró de ver, al menos, a su sobrino y poder así dar noticias directas a su hermana.

Alexis Alejandrovich hizo mención a su cuñado que a Sergio no le decían nunca nada de su madre y le rogó que él se abstuviera asimismo de hablarle de ella.

–Sergio ha estado muy enfermo –explicó– después del último encuentro con su madre, que nosotros no habíamos previsto y a consecuencia, precisamente, de la impresión que recibió. Hasta hemos temido por su vida. Una cura bien llevada y baños de mar han repuesto su salud. Ahora, por consejo del médico, lo he internado en un colegio. Efectivamente, el trato con los compañeros le ha producido una reacción beneficiosa y está completamente sano y estudia muy bien.

–¡Pero, si está hecho un hombre! Realmente ya no es Sergey sino un completo Sergio Alexeievich – comentó Esteban Arkadievich sonriendo y mirando extasiado al hermoso muchacho, ancho de espaldas, vestido con marinera azul y pantalón largo, de palabra fácil y ademanes desenvueltos, en que encontraba convertido al pequeño Sergey.

El niño saludó a su tío como a un desconocido; pero, al reconocerlo, se sonrojó y, como si se sintiese ofendido o irritado por algo, le volvió la espalda con precipitación.

Luego se acercó a su padre y le presentó su cuaderno con las notas obtenidas en la escuela.

–Esto ya está bien. Sigue así –comentó su padre.

–Está ahora más delgado y ha crecido mucho. Ha dejado de ser un niño y es un mocetón. Así me gusta. – dijo Esteban Arkadievich– ¿Me recuerdas? –preguntó al niño.

Sergio miró a su padre rápidamente, como consultándole lo que debía hacer

–Lo recuerdo, mon oncle –contestó, mirándole. Y de nuevo bajó la vista.

Esteban Arkadievich atrajó hacia sí al niño y le cogió la mano.

–¿Qué, cómo van las cosas? –le dijo con acento cariñoso pero cohibido, sin saber bien lo que decía, aunque deseando hablar con él y que le hablase.

Ruborizándose y sin contestar, el niño tiró suavemente de la mano que le había cogido su tío y, apenas logró soltarse, se separó de él, miró interrogativamente a su padre, pidiéndole permiso para retirarse y, al contestarle con un gesto afirmativo, salió de la habitación apresuradamente, como un pájaro al que dejasen en libertad.

Había pasado un año desde que Sergio Alexeievich viera a su madre por última vez y, desde entonces, nunca había vuelto a oír a hablar de ella. Este año lo habían internado en un colegio, donde conoció y cobró afecto a otros niños también internados allí. Los pensamientos y recuerdos de su madre, que después de su entrevista con ella lo hicieron enfermar, ahora habían dejado de inquietarle y, si a veces volvían a su mente, los rechazaba considerándolos vergonzosos, propios de niñas pero no de niño. Sabía que entre sus padres se había producido una discordia que los había separado y que él debía estar con su padre. Y procuraba acostumbrarse a esta idea.

Ver a su tío, tan parecido a su madre, le fue desagradable, por despertar en él aquellos recuerdos que consideraba vergonzosos. Y aún le fue más desagradable la visita por algunas palabras que oyó cuando esperaba a la puerta del despacho y que, por la expresión de los rostros de su padre y su tío, adivinó que se referían a su madre. Y, para no inculpar al padre, puesto que con él vivía y de él dependía y, principalmente, por no entregarse al sentimiento que él consideraba denigrante, Sergio procuró no mirar a Esteban Arkadievich y no pensar en lo que éste le recordaba.

Al salir del gabinete, Esteban Arkadievich encontró a Sergio en la escalera y lo llamó y le preguntó, mostrándole gran interés y afecto, cómo pasaba el tiempo en la escuela y en las clases, qué hacía luego y otros detalles de su vida.

Sergio, ausente su padre, contestó muy comunicativo, más hablador.

–Ahora jugamos al ferrocarril. –explicó– Vea usted, es así: dos chicos se sientan en un banco figurando ser viajeros; otro, se coloca de pie delante del banco, de espaldas a éste; los tres se enlazan con las manos y los cinturones (todo esto está permitido) y, abiertas antes las puertas, corren por todas las salas. ¡Es muy difícil ser el conductor!

–¿El conductor es el que está de pie, delante del banco?

–Sí. Y hay que ser muy atrevido y listo. Es muy difícil. Sobre todo cuando el tren se para de golpe o cae alguno…

–Sí, eso no será tan fácil ––comentó Esteban Arkadievich, mirando con tristeza aquellos ojos animados que tanto se parecían a los de la madre; ojos que ya no eran infantiles, que no reflejaban ya completamente inocencia.

Y aunque Oblonsky había prometido a Karenin no hablar a Sergio de su madre, no pudo contenerse y súbitamente le preguntó:

–¿Te acuerdas de tu madre?

–No, no me acuerdo –dijo Sergio rápidamente y, poniéndose intensamente rojo, bajó la vista y quedó inmóvil y pensativo. Esteban Arkadievich no pudo obtener de él ni una palabra más. El preceptor ruso lo encontró media hora más tarde en la misma postura, sin haber salido de la escalera y no pudo comprender qué le ocurría: si estaba disgustado o si lloraba.

–¿Es que se hizo daño cuando se cayó? –inquirió el preceptor– Ya decía yo –comentó a renglón seguido que este juego es muy peligroso. Habrá que decírselo al director para que no lo permita.

–Si me hubiera hecho daño –contestó secamente Sergio– nadie lo habría notado. Téngalo por seguro.

–¿Qué le ha sucedido, pues?

–Déjeme… Que si me acuerdo, que si no me acuerdo. ¿Qué tiene que ver él con esto? ¿Por qué debo acordarme? Déjenme en paz –terminó dirigiéndose, no a su instructor, sino a otras personas ausentes a quienes veía todavía en su pensamiento.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 20

Como siempre que iba a la capital, Esteban Arkadievich no pasaba su tiempo inútilmente en San Petersburgo.

Además de hacer las gestiones que allí lo llevaban –ahora el divorcio de Anna, su colocación– se dedicaba a lo que él llamaba «refrescarse».

Moscú, a pesar de sus cafés chantants y demás diversiones y de los ómnibus, siempre le había parecido a Oblonsky monótono y triste como un agua muerta, sobre todo cuando estaba con él su familia y la vida de allí había llegado, a veces, a pesarle en el espíritu como una losa de plomo de la que necesitaba «refrescarse».

Viviendo mucho tiempo en Moscú, sin ausentarse, Oblonsky llegaba a sentirse inquieto de su mal humor, de su mujer con sus continuos reproches, de su salud y de la educación de sus hijos, de los pequeños intereses, de sus servicios y hasta de las deudas, pues hasta las deudas llegaban a intranquilizarlo.

Pero le bastaba llegar a San Petersburgo y vivir el ambiente de aquella ciudad «donde la gente vivía, no vegetaba simplemente» (otra frase de Oblonsky), para que todo su malestar se fundiese en el nuevo ambiente como la cera al fuego.

¿Su mujer? Oblonsky había hablado precisamente aquel día con el príncipe Chechensky, quien tenía esposa e hijos –hijos ya mayorcitos, unos hombrecitos, pajes ya–; y al lado de ésta tenía otra familia ilegal, en la cual había también hijos. Aunque todos los de familia legítima eran buenos, el príncipe Chechensky se sentía mucho más feliz con los de la otra. Y hasta a veces llevaba al mayor de los hijos legítimos a esta otra casa, considerando –así se lo aseguraba a Oblonsky- que esto era muy útil y provechoso para aquél.

«¿Qué habrían dicho de esto en Moscú?», pensaba Oblonsky.

¿Los hijos? En San Petersburgo los hijos no estorbaban la vida de los padres. Los hijos se educaban en los colegios y allí no existía aquella costumbre, tan de moda en Moscú (por ejemplo, el príncipe Lvov), de tener a los hijos con todo lujo y los padres conformarse con no disfrutar de nada, con no tener nada más que el trabajo y las preocupaciones que da la familia.

Allí, en San Petersburgo, entendían que el hombre necesitaba vivir libremente y para sí mismo, sin obligaciones que entorpeciesen sus caprichos o sus necesidades.

¿El servicio, el trabajo? Tampoco allí eran cosa penosa, agobiante moral y físicamente, para desesperarse, como sucedía en Moscú. En San Petersburgo, había mucho campo abierto, buen porvenir para el trabajo, fuese de la clase que fuese. Un encuentro, una ayuda prestada, una palabra bien dicha, saber representar bien comedias o decir versos, o chistes… Cualquier cosa de éstas y, de repente, un hombre se encontraba en un puesto elevado, como por ejemplo, Brianzov, al cual Esteban Arkadievich había encontrado el día antes convertido en una de las figuras más importantes. «Un servicio así, sí que es interesante», pensaba Esteban Arkadievich.

Sin embargo, lo que ejercía una influencia más tranquilizadora en el ánimo de Esteban Arkadievich era el punto de vista que se tenía en San Petersburgo referente a las cuestiones pecuniarias. Bartniansky, que gastaba por lo menos cincuenta mil rublos al año, según el tren que llevaba, le había dicho a este propósito cosas extraordinarias.

El día anterior, antes de la comida, se habían encontrado y Esteban Arkadievich dijo a Bartniansky:

–Según me han dicho estás en buenas relaciones con Mordvinsky. ¡Si es así podrías prestarme un gran servicio hablándole en favor mío! Hay un puesto que desearía ocupar: miembro de la Comisión…

–Es igual que no me lo digas –le interrumpió Bartniansky– no lo recordaría ni haría nada de lo que me pides. ¿Por qué te metes en esos asuntos ferroviarios con judíos? Es un asco…

Esteban Arkadievich no quiso rebatirle esta impresión, explicarle que se trataba de un asunto serio: tenía la seguridad de que Bartniansky no le había entendido.

–Necesito dinero… Hay que vivir –le dijo simplemente.

–¿Pero no vives?

–Vivo, pero tengo deudas.

–¿Qué me dices? ¿Muchas? –preguntó Bartniansky, mirando a su amigo con compasión.

–Muchas… Unos veinte mil rublos.

Bartniansky dejó escapar una alegre y sonora carcajada.

–¡Oh, hombre feliz! –dijo– Yo tengo deudas por millón y medio de rublos; no poseo nada… Y, como ves, aun voy viviendo.

Y Esteban Arkadievich pudo comprobar con los hechos la verdad de aquella afirmación.

–Givajov –siguió explicando Bartniansky– tenía trescientos mil rublos de deudas y ni un cópec en dinero… ¡y vivía! ¡Y de qué manera! Al conde Krivzov hacía ya tiempo que le consideraban perdido económicamente y, sin embargo, sostenía dos mujeres. Petrovsky había gastado cinco millones que no eran suyos y continuaba viviendo como siempre, le confiaban, incluso, alguna administración y, como director, percibía veinte mil rublos de sueldo.

Por otra parte, San Petersburgo producía en Esteban Arkadievich una acción terapéutica que le era muy agradable: lo hacía sentirse más joven. En Moscú, Oblonsky veía que tenía canas, debía reposar después de cada comida, andaba encorvado, subía las escaleras paso a paso y respirando con gran dificultad, no encontraba aliciente en compañía de las mujeres jóvenes y bellas, no bailaba en las veladas… En cambio, en San Petersburgo, aquel agotamiento físico y espiritual desaparecía y se sentía como si le hubiesen quitado diez años de encima. En San Petersburgo experimentaba lo mismo que el sexagenario príncipe Pedro Oblonsky, el cual, habiendo regresado del extranjero hacía poco tiempo, le explicaba:

–Aquí no sabemos vivir. He pasado el verano en Baden, pues bien: allí me sentía completamente como un hombre joven. Veía a una mujer jovencita y… ¿sabes?… los pensamientos… Comes, bebes y hay fuerza, animación. He vuelto a Rusia. Tuve que ver a mi mujer… y, además…, en el pueblo… No lo creerás, pero sólo en dos semanas de vivir allí me volví abandonado, apático: me puse bata y no volví a vestirme ya para las comidas. ¿Las jovencitas …? Nada, ni hablar de ellas… Me volví un viejo de la cabeza a los pies. No hacía más que pensar en la salvación de mi alma. Me marché a París y allí me repuse inmediatamente.

Esteban Arkadievich sentía y pensaba lo mismo que Pedro Oblonsky. En Moscú se abandonaba de tal modo que, de vivir allí mucho tiempo, «Dios me libre de eso», se decía, acabaría por no pensar más que en la salvación de su alma, mientras que en San Petersburgo se sentía un hombre fuerte y audaz, dispuesto a todo.

Entre la princesa Betsy Tverskaya y Esteban Arkadievich existían antiguas y muy extrañas relaciones.

Esteban Arkadievich le hacía la corte en broma a la Princesa y, también en tono de chanza, le decía las cosas más indecentes, seguro de que esto era lo que más le gustaba.

Al día siguiente de su conversación con Karenin, Esteban Arkadievich fue a visitar a Betsy Tverskaya.

Se sentía tan joven y tan decidido, en aquel escarceo de frases atrevidas y de bromas picantes llegó tan lejos, que ya no veía manera de volverse atrás como quería, ya que Betsy Tverskaya no sólo no le gustaba, sino que hasta despertaba en él repugnancia. La situación a que sin darse cuenta había llegado era mantenida por la Princesa, a la que Oblonsky gustaba extraordinariamente y que la incitaba por aquel camino en el curso de la conversación. La Princesa Miagkaya, llegada inesperadamente, que interrumpió su íntimo coloquio, lo salvó de la situación.

–¡Ah, usted aquí! ––dijo la princesa Miágkaya al ver a Esteban Arkadievich– ¿Y cómo va su pobre hermana? No me mire usted así con esa extrañeza. Aunque todos se echaron como lobos sobre su reputación y su honra, incluso aquellos que son mil veces peores, yo encuentro que Anna hizo muy bien. No puedo perdonar al conde Vronsky que no me la presentara cuando estuvo en San Petersburgo. Habría ido con ella a todas partes. Transmítale mis cariñosos recuerdos. ¿Y qué? ¿Qué hace? Hábleme de ella.

–Su situación es muy difícil. Ella…–empezó a decir Esteban Arkadievich, creyendo que, efectivamente, la princesa Miágkaya se interesaba por la situación de Anna.

Pero, según su costumbre, la Princesa lo interrumpió para no dejar de hablar.

–Anna ha hecho lo que todas, excepto yo. Ahora, que otras lo hacen y lo ocultan; y ella no ha querido engañar a nadie, en lo que ha hecho muy bien. Y aún hizo mejor separándose de su marido, de ese estúpido Alexis Alexandrovich. Perdóneme si le desagrada este juicio. Todos dicen que Karenin es muy inteligente pero yo he sostenido siempre que es un tonto. Sólo ahora, cuando se ha hecho amigo de Lidia Ivanovna y de Landau, reconocen todos que es un estúpido. A mí me gusta no estar nunca de acuerdo con la gente pero esta vez no puedo.

–Pues, ya que lo conoce usted bien haga el favor de explicarme qué significa esto. –dijo Esteban Arkadievich a la princesa Miágkaya– Ayer estuve a visitar a Karenin para hablarle del asunto de mi hermana y le pedí una contestación clara y definitiva; no me la dio, sino que me dijo que ya la pensaría y me la enviaría a mi residencia; y esta mañana, en vez de la respuesta prometida, me ha mandado una invitación para la velada que celebrarán hoy en la casa de la condesa Lidia Ivanovna.

–¡Ah! Pues eso es –explicó, hablando con gran animación, la princesa Miágkaya– que van a consultar sobre ese asunto a Landau y le preguntarán, seguramente, qué decisión debe tomar.

–¿Y por qué van a consultar a Landau? ¿Quién es ese Landau?

–¡Cómo! ¿Usted no conoce a Jules Landau? Le fameux Jules Landau, le clairvoyant? También éste es un idiota, pero de él depende la suerte de su hermana. Eso pasa cuando se vive en provincias: no se enteran ustedes de nada. ¿Sabe usted? Landau era un commis en un almacén de París. Un día fue a consultar a un doctor. Se durmió en la sala de espera y, en sueños, empezó a dar consejos a todos los enfermos que le consultaban. Los consejos eran verdaderamente extraordinarios y se afirmó que con ellos logró muchas curas. La mujer de Julio Meledinsky tenía a su marido muy enfermo; oyó hablar del caso Landau e hizo que éste lo examinara y diagnosticara su enfermedad. Dicen que Landau ha curado a Meledinsky. Por mi parte, no creo que Julio Meledinsky haya ganado nada con las curas del francés, porque lo veo tan débil y flaco como siempre; pero los Meledinsky se entusiasmaron con Landau hasta el punto de traerlo con ellos a Rusia. Aquí muchos recurren a él en cuanto se sienten enfermos y dicen que está logrando curas maravillosas. Una de éstas la ha conseguido con la condesa Bezzubova. Y ella se ha sentido tan reconocida, que ha prohijado a Landau.

–¡Cómo! ¿Lo ha prohijado?

–Como lo oye usted. Ahora ya no es Landau sino el conde Bezzubov. La cuestión es que Lidia ––que sin duda no tiene la cabeza en su sitio– lo quiere mucho y no hace nada, no decide nada, sin consultar con él.

Y, por lo visto, Karenin, que ha intimado igualmente con el francés, tampoco decide nada sin saber su opinión. Así que la suerte de su hermana (creo que está bien explicado) se halla en manos de este Landau, llamado, de otro modo, conde Bezzubov.

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 15, 16, 17 Y 18

domingo, julio 28th, 2013

Levin-Kitty-and-baby-anna-karenina-by-joe-wright-
Hermoso domingo. ¿Teteras preparadas? Bien, vamos con los Capítulos 15, 16, 17 y 18 de la Séptima Parte de Anna Karenina. Todos para llorar, de emoción por la recompensa que la vida le da a Levin o de angustia por la situación de Anna.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 15

Levin no sabía si era tarde o temprano. Las velas estaban ya casi consumidas. Dolly, que salía entonces del gabinete, rogó al doctor que descansara.

Levin, sentado cerca del doctor, escuchaba una anécdota que éste le refería de un charlatán magnetizador y miraba, a la vez y con aire abstraído, la ceniza que se iba formando en su cigarro.

Era un período de tranquilidad y Levin se había olvidado por completo del parto. Ahora escuchaba las palabras del doctor y las comprendía plenamente.

De súbito se oyó un grito estremecedor. El grito era tan terrible que Levin ni siquiera pudo levantarse, como otras veces –de un salto– y correr a la alcoba, sino que se quedó sentado, inmóvil, con la respiración cortada, mirando al doctor aterrado e interrogativo.

Pedro Dmitrievich, ladeando la cabeza, escuchó. Luego sonrió e hizo un gesto de satisfacción.

Todo lo que ocurría era tan extraordinario que ya nada podía sorprender a Levin.

«Sin duda debe de ser así», se dijo. Y continuó sentado.

Pero, poco después, no pudiendo, a pesar de todo, explicarse aquel grito, se levantó y, de puntillas, entró en el dormitorio, pasó por detrás de Elisabeta Petrovna y la Princesa y se colocó en su sitio de siempre, a la cabecera de la cama.

No se oía ya ningún grito, pero comprendió que allí, por más que nada advirtiese ni comprendiese nada, había sucedido algo extraordinario. El rostro de Elisabeta Petrovna estaba severo y pálido; sus mandíbulas temblaban ligeramente y sus ojos estaban fijos en Kitty. El rostro congestionado, atormentado, de su mujer, cubierto de sudor y con un mechón de cabellos pegados a la frente, se había vuelto hacia él, buscaba la mirada de su esposo y con sus manos, levantadas por encima de la cama, le pedía su mano.

–No te marches… No te marches… Yo no temo, no temo… –dijo rápidamente, tomando entre las suyas, sudorosas, las manos frías de su marido y acercándoselas a la cara– Mamá… Toma mis pendientes que me están estorbando… Tú no temas… ¿Será pronto, Elisabeta Petrovna?

Hablaba precipitadamente y con voz entrecortada. Quería sonreír pero de pronto su rostro se alteró horriblemente y de su garganta brotó un quejido horrible, fuerte, agudo y prolongado.

–¡No! Es terrible… Voy a morir… Voy a morir… Vete, vete –dijo a Levin.

Y de su garganta brotó de nuevo el mismo grito estremecedor.

Levin se tomó la cabeza con las manos y salió corriendo de la habitación.

–No es nada, no es nada, todo va bien ––oyó decir a Dolly detrás de él. Pero, a pesar de lo que le decían, él pensaba que todo estaba perdido.

Se quedó en la habitación contigua, apoyando su cabeza en el quicio de la puerta. Seguía oyendo aquel grito nunca escuchado, semejante a un espantoso aullido y sabiendo que la que gritaba de aquel modo era su Kitty.

Ya hacía tiempo que, ante tanto dolor, había renegado de su deseo de tener un hijo. Ahora lo odiaba y no pedía a Dios sino que salvase la vida de ella; lo único que deseaba era que cesaran sus sufrimientos.

–¿Qué es esto, Dios mío? Doctor, ¿qué es esto? –decía Levin, cogiendo de la mano al doctor, que entraba en aquel momento, en la habitación.

–Se está terminando ––dijo el doctor. Y tenía un rostro tan serio cuando dijo estas palabras, que Levin entendió que aquel «se está terminando» significaba que Kitty estaba muriéndose.

Fuera de sí, corrió al dormitorio, donde lo primero que vio fue el rostro de Elisabeta Petrovna, más fruncido y severo que el del médico. Kitty, su querida Kitty, no estaba ya allí. En su lugar había una criatura atormentada, con el rostro descompuesto y terrible, de cuya boca brotaban sin cesar estremecedores gritos y a la que era imposible reconocer.

Levin apoyó su cara contra la madera de la cama y le parecía que su corazón iba a estallar.

Los horribles lamentos sonaron sin interrupción durante algún tiempo, cada vez más estremecedores.

Pero de pronto y como habiendo llegado ya su último límite, se dejaron de oír.

Levin no quería dar crédito a sus oídos, pero la duda no era ya posible: los lamentos habían cesado y sólo se oía un suave ruido de ropas removidas y respiraciones fatigadas y, por último, la voz de Kitty, su viva y suave voz, llena de inefable felicidad que decía: «iYa está!».

El levantó la cabeza con temor.

Con los brazos caídos, desmayados, sobre la colcha extraordinariamente hermosa y dulce, ella lo miraba en silencio, iniciando una sonrisa que no llegaba a terminar.

Y de repente, de aquel mundo misterioso y terrible, tan lejos de la vida ordinaria, en el que había vivido aquellas últimas veintidós horas, Levin se sintió transportado a su mundo habitual, a su mundo de antes y que ahora encontraba iluminado por una luz de felicidad tan radiante que no la pudo soportar. Lágrimas de alegría le inundaron los ojos y los sollozos le brotaron con tanta intensidad que sacudieron todo su cuerpo y durante largo rato le impidieron pronunciar palabra.

Arrodillado ante la cama, ponía sus labios sobre las manos de su mujer y las besaba frenéticamente, mientras ella respondía a estas caricias con un movimiento débil de sus dedos exangües.

En tanto, a los pies de la cama, entre las manos hábiles de Elisabeta Petrovna, se agitaba cual la luz vacilante de una pequeña lámpara, la débil llama de aquel ser que un segundo antes no existía pero que muy pronto haría valer sus derechos a la vida y engendraría a su vez a otros semejantes.

–¡Vive! ¡Vive! ¡Y es un niño! ¡No se apure! – oyó Levin a Elisabeta Petrovna, que con una mano golpeaba ligeramente la espalda del niño.

–Mamá, ¿es verdad? –preguntó con voz débil Kitty.

Le contestaron sólo los sollozos de la Princesa.

Y en el silencio, como respuesta indudable a la pregunta de la madre, se oyó una voz, bien distinta de las que hablaban, en tono bajo, en la habitación contigua. Era el vagido del que acababa de nacer.

Si un momento antes le hubieran dicho a Levin que Kitty había muerto y él también, que estaban juntos los dos en la gloria y tenían hijos que eran ángeles y que Dios estaba allí mismo, con ellos, él no habría mostrado ninguna extrañeza. Pero, ahora, vuelto al mundo de lo real, hacía esfuerzos en su pensamiento para no dudar de que ella estaba viva y sana y comprender que aquel ser que chillaba tan desesperadamente era un hijo suyo. Sí: Kitty estaba viva y sus sufrimientos habían terminado y él era infinitamente feliz.

Todo esto lo comprendía con claridad. Pero, ¿y el niño? ¿Qué era el niño? ¿De dónde y para qué venía?

Levin no pudo asimilar este pensamiento en mucho tiempo. Le parecía que aquel ser sobraba.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 16

A las nueve de la noche, el viejo príncipe, Sergio Ivanovich y Esteban Arkadievich estaban sentados con Levin y, habiendo hablado ya respecto a la joven madre, trataban ahora de otras cuestiones relativas al caso.

Levin los escuchaba sin prestarles atención alguna. Mientras hablaban, él recordaba los temores y sufrimientos que había experimentado hasta la mañana de aquel día. Recordaba su estado de la víspera, antes de que pasara nada de todo aquello y le parecía que desde entonces habían transcurrido cien años.

Se sentía en una altura inaccesible de la cual quería descender para no ofender, con su falta de atención, a aquellos que estaban hablándole. Pero mientras seguía aquella conversación relativa a la nueva situación de su familia, Levin no dejaba de pensar en su mujer, en el estado de su salud; y pensaba también en su hijo, de cuya existencia, aunque procurando convencerse, dudaba todavía.

Aquel mundo femenino, al que ya desde su boda consideraba con otra significación, bajo el aspecto de futuras esposas, ahora lo veía a una altura tal, formado por madres, que ni siquiera podía llegar a él en su imaginación.

Estaba escuchando cómo hablaban de la comida que habían tenido el día anterior en el Círculo y, entre tanto, pensaba: «¿Qué hará ahora Kitty? ¿Estará durmiendo? ¿Cómo se sentirá? ¿Qué estará pensando? ¿Chillará aún el pequeño Dimitri?»

Y, cortando inopinadamente la conversación, se levantó y salió de la estancia.

–Mándame aviso de si puedo verla –le encargó el Príncipe.

–Bien, ahora –contestó Levin sin detenerse y se dirigió apresuradamente a la habitación de su mujer.

Kitty no dormía. Hablaba con su madre, en voz baja, referente al próximo bautizo del niño. En tanto, descansaba, arreglados su rostro y su cuerpo; peinada de nuevo, con una cofia azul celeste cubriéndole la cabeza, los brazos sobre la colcha y recostada dulcemente en la almohada.

Al ver a Levin, que se quedó en la puerta mirándola, le indicó con los ojos que se acercara. Su mirada, siempre tan clara, hacíase más clara todavía a medida que él se aproximaba. En su rostro se advertía aquel cambio de terrenal a ultraterreno, aquella expresión de serenidad que se observa en los rostros de los muertos, con la diferencia de que en éstos es de despedida y en el de Kitty era de alegre salutación, de bienvenida.

La emoción que había experimentado durante el parto, volvió a apoderarse de él. Kitty tomó su mano y le preguntó si había dormido.

Levin, vencido por la emoción, no pudo contestar y, avergonzado de su debilidad, volvió el rostro.

–Pues yo he dormido un buen rato ––dijo ella– y he olvidado todo lo que he sufrido y ahora, Kostia, me siento tan bien otra vez…

Lo miraba y, de repente, llegaron hasta ella los gritos del niño y la expresión de su rostro cambió.

–Démelo, Elisabeta Petrovna, démelo. Quiero que Kostia lo vea.

–Bien, que el papá lo vea. –dijo Elisabeta Petrovna, levantando y acercando una forma extraña, colorada, que se movía– Pero esperen un momento; antes tenemos que arreglarlo.

Y Elisabeta Petrovna puso aquella forma movible y colorada –el niño– sobre la cama, lo desenvolvió, le echó polvos en sus carnecitas, separando, cuidadosamente con un dedo, sus junturas, sus arruguitas, y lo vistió de nuevo.

Mirando a aquel minúsculo y lamentable ser, Levin hacía vanos esfuerzos en su alma para encontrar en ella algún sentimiento paternal. Sentía sólo repugnancia. Pero cuando dejaron desnudo al niño y vio sus brazos, tan delgaditos, tan diminutos, los pies de color azafranado, hasta en los dedos mayores, que eran muy distintos de otros dedos; y al ver, también, que la comadrona apretaba aquellos brazos que querían abrirse y los cerraba como si tuvieran muelles blandos y cómo lo movía para envolverlo en las vestiduras de hilo, Levin sintió tanta lástima de aquel ser y tanto temor de que Elisaveta Petrovna le hiciera daño, que retuvo las manos de la comadrona.

-Elisabeta Petrovna, no.

–No tema, hombre, no tema –le dijo.

Cuando el niño estuvo arreglado y convertido en una especie de crisálida, Elisabeta Petrovna lo hizo girar, presentándolo por todos sus lados, como si estuviera orgullosa de él y de su labor y apartándose, para que Levin pudiera verlo en toda su belleza.

Kitty, que no separaba un momento los ojos del recién nacido, exclamó de nuevo:

–Démelo, démelo –y hasta quiso levantarse para coger a su hijo.

–¿Qué hace usted, Catalina Alejandrovna? No debe usted hacer estos movimientos. Espere, que se lo daré. Ahora, en cuanto acabe de verle su papito… Qué buen mozo, ¿eh?

Y Elisabeta Petrovna levantó en una de sus manos (la otra, con sólo los dedos, sostenía la débil nuca para evitar cualquier movimiento peligroso) a aquella extraña figura, rojiza y movible. Tenía el rostro oculto por los bordes de los pañales, pero se le veían las naricillas, los ojos, cerrados y algo torcidos y los labios que hacían ademán de chupar.

–¡Es una criatura magnífica! –volvió a ensalzar Elisabeta Petrovna.

Levin suspiró con pesar. Aquella criatura magnífica le despertaba solamente un sentimiento de repugnancia y compasión. Cuando Elisabeta Petrovna lo acercó al pecho de la madre y auxilió a ésta en su inexperiencia, Levin no quiso mirar.

De repente, una risa nerviosa de Kitty, provocada por la impresión que le causaba el niño tomando el pecho, hizo volverle la cabeza.

–Ya basta, basta ya –decía Elisabeta Petroyna; pero Kitty dejó mamar al niño hasta que quedó dormido en sus brazos.

–Mírale ahora –dijo la madre, volviendo el niño de forma que Levin pudiera verle el rostro.

El niño arrugó aún más su carita de viejecillo y estornudó.

Levin, conteniendo con dificultad las lágrimas de enternecimiento que acudían a sus ojos, besó a su mujer y salió de la habitación.

Los sentimientos que le inspiraba aquel pequeño ser eran completamente distintos de lo que él esperaba. No se sentía alegre, y mucho menos feliz. Por el contrario, experimentaba un miedo nuevo y atormentador. Miedo a que Kitty pudiera verse de nuevo en el trance de tener que pasar por los sufrimientos que había pasado. Miedo al nuevo rincón vulnerable que habría, a partir de ahora, en su vida, en el temor de que aquella criatura hubiese de sufrir. Y este sentimiento era tan fuerte en él que no le dejó percibir la extraña sensación de alegría irracional mezclada con el orgullo que había experimentado oyendo estornudar al niño.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 17

Los asuntos de Esteban Arkadievich marchaban de mal en peor.

Dos terceras partes del dinero que debía percibir por la venta de su bosque estaban ya gastadas y, con un descuento del diez por ciento, Oblonsky tomó por adelantado casi todo lo que le faltaba cobrar de la parte restante. El comerciante que había comprado el bosque no le daba más dinero, principalmente porque, por primera vez en su vida, Daria Alejandrovna, haciendo valer sus derechos a aquellos bienes, se había negado a firmar en el contrato haber recibido dinero a cuenta de aquella tercera parte del bosque. Todo el sueldo de Esteban Arkadievich se había ido en los gastos de la casa y en pagar pequeñas deudas que él tenía siempre.

Los Oblonsky habían quedado, pues, sin un céntimo y sin tener dónde encontrar dinero.

«Esto es desagradable y fastidioso y no debe continuar así», pensaba Esteban Arkadievich. Y pensaba también que la causa de aquella situación tan difícil era el escaso sueldo que percibía. El puesto que ocupaba resultaba muy bien remunerado hacía cinco años pero, con el encarecimiento de la vida, su sueldo no alcanzaba para nada. Petrov, director de un banco, percibía doce mil rubios; a Sventisky, como miembro de una sociedad, le daban diecisiete mil; Mitin, fundador de un banco, cobraba cincuenta mil. «Se ve que estoy dormido y me han olvidado», pensaba Esteban Arkadievich.

Entonces decidió escuchar, observar, orientarse hacia otros cargos más remunerativos. Al final del invierno había puesto ya la mirada en uno muy bien retribuido y comenzó las gestiones para obtenerlo.

Inició las primeras desde Moscú, por mediación de sus tíos, tías y amigos; y luego, cuando el asunto estuvo ya madurado, se trasladó a San Petersburgo para darle fin.

Existían puestos de todas las categorías, desde mil hasta cincuenta mil rublos de sueldo anual. El que quería Esteban Arkadievich era el de miembro de la Comisión de las Agencias Reunidas de Balances de Crédito Mutuo y de los Ferrocarriles del Sur. Este puesto, como todos los de esta índole, exigía unos conocimientos y una actividad tales como difícilmente podían hallarse en un hombre solo. Como este hombre no se encontraba, procuraban al menos encontrar para ellos un hombre «honrado».

Esteban Arkadievich, no sólo era un hombre honrado, sino un honradísimo hombre, con la especial significación que tiene esta palabra en Moscú cuando dicen «honradísimo hombre de acción», «honradísimo escritor», «honradísima institución» «honradísima dirección de ideas», lo que significaba que la institución o el hombre, no sólo son probos, sino también, si llegare el caso, capaces de oponerse al propio Gobierno. En Moscú, Esteban Arkadievich frecuentaba la sociedad donde esta palabra estaba en boga y era considerado como un «honradísimo ciudadano». Por esta razón, más que por otra, tenía más derecho que otros a ocupar aquel cargo.

El cargo, que producía de seis a diez mil rublos anuales y que Oblonsky podía ocuparlo sin dejar su puesto oficial en el Ministerio, dependía de dos ministerios, de una señora y de dos judíos. Todas estas personas estaban preparadas ya en su favor, pero, no obstante, necesitaba verlas en San Petersburgo.

Además, Esteban Arkadievich había prometido a su hermana obtener una respuesta definitiva de su marido con respecto al divorcio. Dolly le dio cincuenta rublos y con este dinero, Oblonsky se marchó a San Petersburgo.

Sentado en el gabinete de Karenin, Esteban Arkadievich escuchaba la lectura que éste le hacía de su memoria relativa al mal estado de las finanzas rusas y esperaba el momento en que Alexis Alexandrovich terminara de leer y comentar, para tratar con él de los asuntos que allí le llevaban: el divorcio y la obtención del cargo a que aspiraba.

–Sí, todo esto es muy justo. –dijo Oblonsky, cuando su cuñado, quitándose los pince-nez, sin los cuales ahora no podía leer, le miró interrogativamente después de haber terminado la lectura– Pero, de todos modos, el principio esencial de nuestros tiempos es la libertad.

–Sí, mas yo establezco otro principio que abraza, también, el de libertad –dijo Alexis Alexandrovich, recalcando las palabras «que abraza». Y se puso de nuevo los pince–nez y, después de haber hojeado el manuscrito, escrito con buena letra, de anchos y claros caracteres, leyó otra vez lo referente a aquel principio a que aludía.

–Si no acepto el sistema de protecciones, no es para favorecer a los particulares, –explicó– sino para que las clases superiores e inferiores, en el mismo grado, encuentren un medio mejor de vida. –decía Karenin mirando a Oblonsky por encima de los pince-nez– Pero «ellos» no lo comprenden, no lo quieren comprender. «Ellos» están muy ocupados en otras cosas: unos en sus intereses personales; otros en tratar de deslumbrar con sus frases huecas… Esteban Arkadievich sabía que cuando Karenin se ponía a hablar de lo que estaban pensando o haciendo «ellos» (aquellos mismos que no querían aceptar sus proyectos y, según decía, eran la causa de todo el mal que padecía Rusia), significaba que la conversación llegaba a su fin. Por este motivo, con mucho gusto renegó del principio de libertad y se mostró de acuerdo con Alexis Alexandrovich, el cual, al fin, quedó callado, hojeando su manuscrito.

–¡Ah! A propósito, –dijo Esteban Arkadievich entonces, aprovechando aquel estado de ánimo de su cuñado– quería pedirte que, cuando tengas ocasión de ver a Pomoszky, le digas que tengo un gran interés en ser designado para el puesto que van a instituir de miembro de la Comisión de las Agencias Reunidas de Balances de Crédito Mutuo y de los Ferrocarriles del Sur (Esteban Arkadievich estaba tan encariñado con este puesto, que pronunciaba ya su título rápidamente y sin equivocarse.) Alexis Alexandrovich le preguntó en qué consistía la labor de aquella Comisión y quedó pensativo, reflexionando si en la actividad de ella había algo contrario a sus proyectos. Pero como la actividad de la nueva institución era muy complicada y los proyectos de Karenin alcanzaban un amplio campo, no pudo de momento decidir y, quitándose otra vez los pince-nez, dijo:

–Indudablemente, podré decirle algo a Pomozsky, pero, ¿para qué quieres ocupar este puesto, precisamente?

–Se trata de un buen sueldo. Creo que hasta nueve mil rublos y mis medios…

–¡Nueve mil rublos! –exclamó Alexis Alexandrovich y frunció el entrecejo.

La importancia de este sueldo le recordó que la futura actividad de Esteban Arkadievich en aquel cargo tal vez fuera contraria a la principal idea de sus proyectos, que era la economía.

–Considero y así lo he expuesto en mi memoria, que en nuestros tiempos esos sueldos exorbitantes no son más que una prueba de la falsa assiette económica de nuestra administración.

–Pero, ¿cómo quieres que sea? –refutó Esteban Arkadievich–. Si el director de un banco gana diez mil rublos de sueldo y un ingeniero gana veinte mil, es porque el trabajo lo vale. Esto tienes que reconocerlo.

–Yo considero que el sueldo es el pago por una mercancía y debe regularse por la ley de la oferta y la demanda. Y cuando veo, por ejemplo, que de la Escuela Superior de Ingenieros salen dos alumnos igualmente instruidos y capaces y uno logra un sueldo de cuarenta mil rublos y el otro ha de conformarse con dos mil; cuando veo que ponen como directores de bancos, con un sueldo enorme, a juristas que no poseen noción alguna de aquella especialidad, entonces concluyo que esos nombramientos no están regulados por la ley de la oferta y la demanda, sino hechos por favoritismo y con parcialidad. Y esto es un abuso intolerable que tiene una influencia desastrosa en los servicios del Estado. Considero…

Esteban Arkadievich se apresuró a interrumpir a su cuñado.

–Debes tener en cuenta –dijo– que se trata de una institución nueva, indudablemente útil, al frente de la cual se necesitan sobre todo hombres «honrados» –terminó, recalcando las palabras «hombres honrados».

Pero la significación moscovita de «hombre honrado» era incomprensible para Alexis Alexandrovich.

–La honradez es una cualidad negativa –sentenció.

–De todos modos –insistió Oblonsky– me harás un gran favor hablándole de mí a Pomoszky. Así trabaré conversación con él más fácilmente.

–Lo haré con gusto, pero me parece que este asunto depende de Bolgarinov –dijo Alexis Alejandrovich.

–Bolgarinov está completamente de acuerdo –afirmó Oblonsky.

Y se sonrojó al decirlo, porque aquella mañana, precisamente, había hecho una visita a aquel hebreo y la tal visita le había dejado un recuerdo bastante desagradable. Esteban Arkadievich estaba plenamente convencido de que la causa a la que quería dedicarse era nueva, útil y honrada. Pero aquella mañana, cuando Bolgarinov, de manera evidentemente deliberada, le había hecho esperar dos horas en la antesala de su despacho junto con otros visitantes, Oblonsky se sintió desconcertado y molesto, tanto por el hecho de que a él, al príncipe Oblonsky, descendiente de Riurik, le hubiese tocado esperar dos horas en la antesala de un judío, como por no haber seguido por primera vez en su vida el ejemplo de sus antepasados de servir al Gobierno, entrando en una nueva esfera de actividad. No obstante, durante aquellas dos horas de espera, paseando animado por la sala o atusándose las patillas o entablando conversación con otros solicitantes, Esteban Arkadievich había imaginado un ingenioso calembour a propósito de aquella espera en la casa de un judío. Esteban Arkadievich ocultaba a los demás e incluso a sí mismo el sentimiento que experimentaba.

No obstante, no sabía bien si su malestar procedía del temor de que no le resultase bien el calembour o de alguna otra causa. Cuando, por fin, Bolgarinov le recibió, lo hizo con extrema amabilidad, visiblemente satisfecho de poder humillarlo y no dejándole ninguna esperanza sobre el éxito de su gestión.

Esteban Arkadievich se apresuró a olvidar aquel incidente. Sólo ahora, al recordarlo, se había ruborizado.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 18

–Tengo que hablarte también de otro asunto. –dijo Esteban Arkadievich después de un silencio– Ya lo debes adivinar… de Anna.

Cuando Oblonsky pronunció el nombre de su hermana, el rostro de Alexis Alexandrovich mudó completamente de color y, en vez de con la animación que expresaba, se cubrió con una máscara de fatiga y de inmovilidad.

–Concretamente, ¿qué queréis de mí? –preguntó Karenin, volviéndose en su butaca, cerrando sus pince-nez y mirando a su interlocutor.

–Una decisión, sea la que sea, Alexis Alexandrovich. Me dirijo a ti no como… como… –«Como a un marido ofendido» iba a decir Esteban Arkadievich, pero temió herir la susceptibilidad de su cuñado y sustituyó estas palabras por «como a un hombre de Estado» y, al fin, no pareciéndole bien tampoco ésta, dijo:–Me dirijo a ti como a un hombre, un hombre bueno y un sincero cristiano. Debes tener compasión de ella.

–¿Y en qué? –preguntó en voz baja Karenin.

–Sí, debes tener compasión de ella. Si la hubieses visto como yo, que he pasado un invierno con ella, el alma se te llenaría de piedad. Su situación es verdaderamente terrible… Sí, terrible… –insistió.

–Creía –contestó Karenin, con voz más segura, casi chillona– que Anna Arkadievna había conseguido lo que quería y se buscó ella misma…

–¡Alexis Alexandrovich, por favor! Dejemos las recriminaciones. Lo hecho, hecho está y sabes muy bien que lo que ella desea y espera es el divorcio.

–Yo suponía que Anna Arkadievna renunciaba al divorcio en el caso de quedarme yo con el chico. El silencio equivaldría, pues, a una respuesta y ya daba este asunto por terminado–dijo casi gritando Karenin.

–Por favor, no te acalores. –repuso Esteban Arkadievich, dando unas palmaditas afectuosas en las rodillas de su cuñado– El asunto no está terminado. Si me lo permites, haré una recapitulación de él: Cuando os separasteis, te portaste con tanta grandeza de alma, dándole la libertad, el divorcio, todo… que Anna se sintió conmovida por tu generosidad… Sí, conmovida; no lo dudes. Se sintió así hasta el punto de que en los primeros momentos, viéndose culpable ante ti, no pudo pensar y no pensó en detalles y fue cuando renunció a todo. Pero la realidad, el tiempo, le han mostrado que su situación es dolorosa, insoportable.

–La situación de Anna Arkadievna no puede interesarme ––contestó Karenin levantando la vista y fijándola, fría y severa, en Esteban Arkadievich.

–Permíteme que no lo crea. –replicó suavemente Oblonsky– Su situación –continuó– es agobiante para ella y no ofrece ventaja alguna a nadie. Me dirás que se la ha merecido… Anna lo reconoce y precisamente por eso no te lo pide directamente; no se atreve a hacerlo. Pero yo, todos sus parientes, todos los que la queremos, te lo rogamos. ¿Por qué atormentarla tanto? ¿Qué ganas con eso?

–Perdóname, pero me parece que me pones en el lugar del acusado –interrumpió Alexis Alexandrovich.

–No, no, nada de esto. –dijo Esteban Arkadievich dándole palmaditas cariñosas en la mano, como si estuviera seguro de que con este rasgo de afecto ablandaría a su cuñado– Yo sólo lo digo: su posición es penosa. Tú puedes aliviarla sin perder nada por tu parte. Yo arreglaré las cosas de tal modo que no te darás cuenta de nada. Pero, ¡si lo habías prometido!

–La promesa fue hecha antes y yo pensaba que la cuestión del hijo lo arreglaría todo. Además, esperaba que Anna Arkadievna tendría la suficiente grandeza de alma… –dijo Alexis Alexandrovich con gran dificultad, con voz temblorosa y poniéndose intensamente pálido.

–Ella lo confía todo a tu magnanimidad. –insistió Esteban Arkadievich– Sólo pide, ruega, suplica, una cosa: que la saquen de la situación insoportable en que se encuentra. Ahora ya no pide que le devuelvas a su hijo. Alexis Alexandrovich, tú eres un hombre bueno. Ponte por un momento en su lugar. El divorcio es para ella cuestión de vida o muerte. Si no lo hubieras prometido antes, ella se habría conformado con la situación en que está y habría ajustado a ella su vida, viviendo en el campo. Pero tú lo prometiste, ella lo ha escrito y se ha trasladado a Moscú, donde cada encuentro con un antiguo amigo o conocido es para ella como un puñal en el pecho. Y lleva seis meses así, esperando cada día tu decisión, como un condenado a muerte que tuviera durante meses y meses la cuerda arrollada al cuello, prometiéndole ya la muerte, ya el indulto. Ten compasión de ella y yo me encargo de arreglarlo todo de modo que no tengas perjuicios, ni sufrimientos, ni molestias. Vos scrupules…

–No hables de esto, no hables de esto. –le interrumpió con gesto de asco Alexis Alexandrovich– Lo que ocurre es que acaso prometí lo que no podía prometer.

–¿Así que te niegas, pues, a cumplirlo?

–Nunca he rehusado cumplir mis compromisos en todo lo que me es posible pero necesito tiempo para reflexionar, para ver si lo que he prometido está dentro de lo posible.

–No, Alexis Alexandrovich. –dijo Oblonsky, levantándose airadamente– No quiero creerlo… Anna es todo lo desgraciada que puede ser una mujer y tú no puedes rehusarle lo que te pide y le prometiste. En tal caso…

–Se trata de saber si podía o no prometerlo… Vous professez d’étre un libre penseur… Pero yo, como un hombre que tiene fe, no puedo, en una cuestión tan transcendental, obrar contra la ley cristiana.

–Pero en las sociedades cristianas, entre nosotros, a lo que sé, el divorcio está permitido. –repuso Esteban Arkadievich– El divorcio está permitido por nuestra Iglesia. Y vemos…

–Está permitido, pero no en este aspecto…

–Alexis Alexandrovich, no lo reconozco –dijo Oblonsky con dureza. Y, tras un pequeño silencio durante el cual reflexionó sobre la situación que creaba la negativa de Karenin:–¿No eras tú quien lo perdonó todo –siguió en tono persuasivo– (y nosotros te lo supimos apreciar y agradecer) y el que, movido por un sentimiento cristiano, estaba pronto a todos los sacrificios? ¿No eras tú el que dijiste: «Cuando te pidan la camisa, da el caftán»? Y ahora…

–Ahora te ruego que no hables más de esto. Terminemos nuestra conversación –contestó Alexis Alexandrovich levantándose de repente, muy pálido, temblándole la mandíbula y con voz lastimera.

–¡Ah! Bien. Te ruego que me perdones si te he causado dolor. –dijo Esteban Arkadievich con sonrisa equívoca y alargándole la mano– Por mi parte, no he hecho más que cumplir fielmente lo que se me había encargado.

Alexis Alexandrovich le dio la mano, quedó pensativo unos momentos y le dijo:

–Debo reflexionar y buscar consejo. Pasado mañana haré saber mi respuesta definitiva.

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