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CADA DÍA ES ÚNICO. CADA TAZA DE TÉ, TAMBIÉN.

domingo, julio 28th, 2013

Mary McCoy
¡FELIZ DOMINGO DE SOL! Vivámoslo al máximo.

Me despierto de soñar con un tsunami, una cosa medio tremenda.
Cuando tengo pesadillas, trato de analizar las imágenes y después, siempre, trato de pensar en algo bueno para evitar darle entidad al terror.

Cuando era chica, lo que me salvaba era saltar de mi cama y salir corriendo a meterme en la cama grande, al lado de mi mamá que, más tarde, me traía la bandeja roja con el té del desayuno; cada mañana me cantaba «buenos días su señoría, mantantirulirulá» y después, cuando ya habíamos agotado todo el té, las chocolinas, el queso crema, el diario y Plaza Sésamo y ya había que vestirse para arrancar el día, me decía (de acuerdo al día, obviamente): «Hoy es Domingo, 28 de Julio de 2013. Nunca más habrá en tu vida un Domingo, 28 de Julio de 2013. Cada día es único. Hacé lo mejor que puedas. Vivilo al máximo.» Ese es mi deseo de hoy, para todos.

Si salen a dar un paseo, no se pierdan el té de la tarde en Home Hotel Buenos Aires. Allí les sirven 3 blends de DaCha Russkiĭ Sekret, con todo lo que un servicio de excelencia debe comprender.

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 11, 12, 13 Y 14.

sábado, julio 27th, 2013

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«No hay situación a la que el hombre no se acostumbre, especialmente si todos los que lo rodean la soportan como él.» Después de un viernes de rabona (sólo justificada por el festejo del cumpleaños de Maia), vamos con los Capítulos 11, 12, 13 y 14 de la Séptima Parte de Anna Karenina. La foto de hoy, con mi humilde tacita de Jazmines en el pelo, el blend con el que ayer homenajeé a mi princesa, en familia, la tomó ella, con su flamante cámara de niña. A veces, el té es glamoroso y hasta afectado, como Anna y, a veces, es sólo lo que es, como Levin y la vida. ¡Salud!

ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 11

«¡Qué mujer tan extraordinaria, tan simpática y digna de compasión!», pensaba Levin mientras salía, acompañado de Esteban Arkadievich, al aire frío de la calle.

–¿Qué te ha parecido? ¿No te lo dije yo? –preguntó Oblonsky, observando que su cuñado estaba completamente entregado al recuerdo de Anna.

–Sí. –contestó Levin pensativo– Es una mujer extraordinaria. No sólo es inteligente sino, también, de una admirable cordialidad. La compadezco con toda el alma.

–Ahora, si Dios quiere, todo se arreglará. Y puesto que ves lo que te ha pasado en este caso, en adelante no formes juicios prematuros sobre la gente –añadió Esteban Arkadievich en tanto que abría la puerta de su carruaje.

–Y adios, –se despidió– que vamos por caminos diferentes.

Levin se dirigió a su casa, en la que entró sin dejar de pensar en Anna, en la conversación tan sencilla que con ella había tenido, en todos los cambios que había observado en su fisonomía, en su situación, que despertaba en él una piedad profunda.

Al entrar en su casa, Kusmá le comunicó que Katerina Alejandrovna se encontraba bien, que hacía pocos momentos que se habían marchado de allí las hermanas y le entregó dos cartas. Una era de su encargado, Sokolov, el cual le decía que no había vendido el trigo porque ofrecían tan sólo cinco rublos y medio y que no tenía de dónde sacar más dinero; la otra carta era de su hermana, reprochándole el que su asunto no estuviera aún terminado.

Levin, con el ánimo alegre, resolvió en seguida, con extraordinaria facilidad, la cuestión del trigo, que en otra ocasión le habría dado mucho que pensar.

«Pues bien: si no dan más, lo venderemos a cinco rublos y medio.»

En cuanto a las quejas de su hermana no despertaron en él más que este pensamiento:

«Es extraordinario lo ocupado que estamos aquí todo el tiempo».

Se sentía culpable ante su hermana por no haber hecho aún lo que ésta le había pedido pero encontró fácil disculpa.

«Es verdad que hoy no he ido tampoco al Juzgado», se acusaba. «Pero es que hoy», se disculpaba luego, «no he tenido, realmente, tiempo de hacerlo».

Y, después de haber decidido ocuparse de aquel asunto al día siguiente, se dirigió a las habitaciones que ocupaba su esposa.

Mientras se dirigía hacia allí, repasaba mentalmente todo lo que había hecho durante el día; las conversaciones que había escuchado y aquellas en las que había tomado parte. En todas ellas –se confesaba– habían tratado de cuestiones por las cuales no se habría interesado en otra ocasión, sobre todo estando solo, en el pueblo pero, ahora, aquí, le habían resultado interesantes. Tan sólo en dos ocasiones encontraba haber hecho algo que no le satisfacía plenamente: una era su símil del sollo en los comentarios respecto a la pena impuesta a un extranjero; la otra era «algo no bien definido» que había en aquella dulce compasión o tierno afecto que se había despertado en él hacia Anna.

Levin encontró a su mujer triste y aburrida.

La comida entre las tres hermanas había resultado animada, pero se habían cansado de esperarlo y la animación fue decayendo hasta no saber qué decirse. Luego las hermanas se marcharon y Kitty quedó sola con sus pensamientos, preocupada por la tardanza de su marido.

–¿Y tú qué has hecho durante todo el día? –le preguntó Kitty, mirándolo a los ojos, en los que advertía cierto brillo sospechoso. No obstante y a fin de no contenerlo en su efusión, disimuló y escuchó con dulce sonrisa de aprobación la referentecia de lo que había hecho aquella noche.

–En el Círculo me encontré con Vronsky –explicó Levin– y me alegré de verlo. Todo sucedió de la manera más natural. ¿Lo comprendes, verdad? La tirantez que había entre nosotros ha dejado ya de existir. Era una situación absurda que tenía que terminar. No vayas a creer por esto que intente ahora buscar su sociedad –y mientras decía estas palabras Levin se puso rojo, pensando que «por no buscar su sociedad» había ido a visitar a Anna a la salida del Círculo.

–¡Y decimos que el pueblo bebe! –exclamó después– No sé quién bebe más, si el pueblo o nuestra clase… El pueblo bebe en los días de fiesta, pero nosotros…

Kitty oía extrañada las incoherencias de su marido. ¿A qué venía aquello de si el pueblo bebía o si los aristócratas bebían? ¿Qué les importaba a ellos? A ella, lo que le interesaba ahora era averiguar por qué causa se había él sonrojado, cosa que había observado muy bien.

–¿Y luego dónde estuviste?

–Esteban Arkadievich me pidió con gran interés que visitara a su hermana.

Y al decir esto se sonrojó de nuevo y sintió que las dudas sobre si habría hecho bien o mal visitando a Anna se le desvanecían para dejar paso al convencimiento de que había obrado de una manera inconveniente.

Los ojos de Kitty relampaguearon pero se contuvo, disimuló su emoción y exclamó sencillamente:

–¡Ah!

–Espero que no te enfades porque haya ido allí. Me lo pidió, como te digo, Esteban Arkadievich y Dolly también lo deseaba –continuó Levin.

–¡Oh, no! –dijo ella con una mirada que nada bueno predecía.

–Es una mujer muy simpática, digna de compassion. –dijo Levin tratando de convencer a Kitty– Me dio para ti un encargo conmovedor. –Y le repitió las palabras que le había dicho para su esposa.

–Sí, sí, está claro. Es una mujer digna de compasión –dijo Kitty con voz indiferente. Y, en seguida, le preguntó: – ¿De quién has recibido carta?

Levin explicó la correspondencia que había recibido y, sosegado por el tono tranquilo de su esposa, se marchó al gabinete para cambiarse de traje.

Al volver, encontró a su mujer en la misma butaca, en la misma actitud en que la había dejado. Cuando Levin se le acercó, ella lo miró con tristeza y rompió a sollozar.

–¿Qué es eso? ¿Qué te pasa? –preguntó él, que ya había adivinado lo que «le pasaba».

–Te has enamorado de esa mala mujer. –decía Kitty entre sollozos– Te ha hechizado… Lo he visto en tus ojos… Sí, sí… ¿Qué puede resultar de eso? Has ido al Círculo… Has bebido… Has bebido… Has jugado a las cartas… Y luego has ido… ¡Adónde has ido!… ¡No, vámonos de aquí…! ¡Esto no puede durar! ¡Yo me voy mañana mismo!

Durante un largo rato Levin trató inútilmente de calmarla.

No lo consiguió sino prometiéndole no visitar más a Anna, cuya perniciosa influencia junto con el vino que había bebido, habían perturbado su razón. Lo que más sinceramente reconoció fue, sin embargo, que el vivir tanto tiempo en Moscú, dedicado sólo a conversar, a fumar en exceso, a comer abundantemente y a beber más abundantemente aún, habían acabado por hacer de él un estúpido. Y con igual sinceridad le prometió que nada de aquello volvería a suceder.

Así hablaron hasta altas horas de la noche. Cuando se acostaron, ya completamente reconciliados, eran las tres.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 12

Cuando Esteban Arkadievich y Levin se hubieron marchado, Anna se puso a pasear a lo largo de la habitación.

Aunque inconscientemente (como lo hacía todo en los últimos tiempos), Anna había hecho durante toda la noche cuanto le había sido posible para enamorar a Levin. Sabía que había logrado su propósito tanto como era posible en una noche y tratándose de un hombre casado y honesto enamorado de su mujer.

También él le había gustado y, a pesar de la gran diferencia que existía entre Vronsky y Levin, su tacto de mujer le había permitido descubrir en ambos aquel rasgo común gracias al cual Kitty había podido sentirse atraída por los dos. Y, no obstante, apenas se hubo despedido, Anna dejó de pensar en él para pensar en Vronsky de nuevo.

Un solo pensamiento la perseguía de una manera obsesiva: «Si tal efecto causo en un hombre casado», se decía, «y enamorado de su mujer, ¿por qué sólo él se muestra tan frío conmigo? Yo sé que Alexis me ama», siguió pensando». «Pero ahora hay algo nuevo que nos separa. ¿Por qué no ha estado aquí en toda la noche? Encargó a Stiva que me dijera que no podía dejar a Jachvin en su juego… ¿Es que es un niño ese Jachvin? Supongamos que sea así, puesto que él nunca miente. Sin embargo, dentro de esta verdad hay alguna otra cosa. Aprovecha todas las ocasiones para mostrarme que tiene otras obligaciones que le impiden estar más conmigo. Sé que es así y estoy conforme… Mas, ¿por qué ese afán de decírmelo?

¿Quiere hacerme comprender que su amor hacia mí no debe coartar su libertad? Pues bien: no necesito esas demostraciones; lo que preciso que me demuestre es su cariño. Debería comprender todo lo penosa que es mi vida aquí, en Moscú. ¿Es que esto es vivir? No, no vivo; paso el tiempo esperando este desenlace que nunca acaba de llegar. ¡Otra vez estoy sin contestación! Stiva dice que no puede ir a casa de Alexis Alejandrovich y yo no puedo escribir de nuevo. No puedo hacer nada, no puedo emprender nada para salir de esta situación. Tan sólo puedo procurarme pequeños entretenimientos –la familia inglesa, leer, escribir– para ir mal pasando el tiempo, pues todo esto no es sino un engaño, como la morfina. Vronsky debería tener compasión de mí», terminó. Y lágrimas de piedad por su propia suerte le inundaron los ojos.

Oyó el nervioso campanillazo de Vronsky y, precipitadamente, se secó las lágrimas, se sentó en una butaca al lado de la lámpara, abrió un libro y fingió leer para que él creyese que estaba tranquila. Creía conveniente mostrar algún descontento porque él no había vuelto a la hora prometida, pero no extremar el enfado, y, sobre todo, no despertar en él compasión. Ella se compadecía a sí misma, pero no quería en manera alguna compasión de él; de él sólo quería amor. No quería tampoco luchar pero, involuntariamente, se colocaba en plan de combate.

–¿No te has aburrido? –le preguntó él, acercándose a Anna, animado y alegre– ¡Qué pasión más terrible es el juego! –comentó luego.

–No, no me he aburrido. –contestó Anna– Ya hace tiempo que aprendí a no aburrirme en estas largas esperas. Además, han estado aquí Stiva y Levin.

–Sí, me dijeron que venían a visitarte. ¿Te ha gustado Levin? –preguntó Vronsky, sentándose al lado de Anna.

–Mucho. Hace poco que se han marchado. ¿Qué ha hecho Jachvin?

–Al principio ganó diecisiete mil rublos. Lo llamé para que abandonara el juego. Casi se decidió, pero, luego volvió a jugar y ahora está perdiendo.

–Entonces, ¿a qué te quedaste tú allí? –dijo Anna, levantando sus ojos hacia él.

Su mirada se cruzó con la de Vronsky, que en aquel momento era fría y agresiva.

–Has dicho a Stiva –siguió– que te quedabas allí para evitar que Jachvin jugara demasiado y resulta que esto no era verdad, que fue sólo un pretexto, puesto que ahora lo has dejado en el juego y perdiendo, por añadidura.

Y sus palabras, su entonación, sus ademanes, todo en ella reflejaban deseos de discusión, de lucha…

Vronsky contestó fríamente y con firmeza:

–Primero, no le he pedido a Stiva que te dijera nada. Segundo, nunca digo lo que no es verdad. Y tercero y principal: he tenido ganas de quedarme en el círculo y me quedé. –Y después de un breve silencio añadió: – Anna, ¿a qué vienen estas recriminaciones? –Y se inclinó hacia ella y extendió, abierta, su mano derecha esperando que ella pondría entre aquélla las suyas.

Anna se sintió conmovida y dichosa ante aquel gesto de ternura; pero una fuerza extraña y maligna –un sentimiento de lucha– la impelía a no dejarse dominar.

No correspondió, pues, a aquel gesto de su amado, sino que le dijo con más irritación:

–Naturalmente: has querido quedarte allí y te has quedado. Haces todo lo que quieres. Está bien. Pero, ¿para qué me lo dices? ¿Para qué? –dijo más enardecida cada vez– ¿Acaso te discute alguien tus derechos? Si quieres tener razón, quédate con ella.

La mano de Vronsky se cerró con enojo, su cuerpo se enderezó y en su rostro se pintó una expresión más decidida aún y tenaz.

–Para ti es una cuestión de tozudez –dijo Anna de repente, al encontrar una palabra que definiera justamente los pensamientos y el sentir de Vronsky, un calificativo para aquella expresión de su rostro que tanto la irritaba– Para ti se trata sólo de salir vencedor en esta lucha conmigo, mientras que para mí…

La invadió una inmensa compasión por sí misma y, casi llorando, continuó:

–¡Si supieras lo que representa esto para mí! ¡Si pudieras comprender lo que significa para mí tu hostilidad, esta hostilidad, que ahora, en este instante, siento tan cruelmente! ¡Me encuentro al borde de una gran desgracia y siento miedo de mí misma!

Anna volvió la cabeza para ocultar sus sollozos.

–Pero, ¿a qué te refieres? –pregúntó Vronsky, horrorizado de sus pensamientos. Y, asustado ante la desesperación que ella manifestaba, se le acercó de nuevo, le tomó la mano acariciándosela e, inclinándose, se la besó. Luego le dijo cariñosamente, esforzándose en convencerla: –¿De qué te quejas? ¿Acaso busco diversiones fuera de casa? ¿Es que no huyo del trato con otras mujeres?

–¡No faltaría más! –exclamó Anna.

–Pues dime: ¿qué debo hacer para que estés contenta? Estoy pronto a hacer todo lo que me digas con tal de que seas feliz –decía Vronsky– ¡Qué no haría yo, Anna, para librarte de todas tus penas!

–No es nada… no es nada… –dijo ella, sintiéndose dichosa de nuevo– Ni yo misma sé lo que quiero… Acaso la soledad… Los nervios… Pero no hablemos más de esto –y cambió la conversación procurando disimular la victoria conseguida– ¿Cómo han ido las carreras? No me has contado nada todavía.

Vronsky pidió la cena y se puso a contar las incidencias de las carreras de caballos pero por su tono y por sus miradas, que se hacían a cada momento más fríos, Anna comprendió que, a pesar de su precaución, Vronsky no le perdonaba la derrota sufrida, que reaparecía en él aquel sentimiento de tozudez contra el cual venía luchando. Parecía incluso que estaba más frío y duro que antes, como arrepentido de haberse dejado dominar por ella.

Anna recordó las palabras que le habían proporcionado el triunfo sobre él («estoy al borde de una gran desgracia y siento miedo de mí misma»), mas comprendió que este recurso era peligroso, quizá contraproducente y desistió de emplearlo otra vez.

Anna percibía claramente en ambos, a la par de su amor, otro sentimiento antagónico formado por recelos y dudas en ella y ansias de libertad y voluntad de dominio por parte de él; y desesperó de poder dominar en ella aquel sentimiento y sabía que tampoco él lo podría dominar.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 13

No hay situación a la que el hombre no se acostumbre, especialmente si todos los que lo rodean la soportan como él.

Tres meses antes, Levin no se hubiera creído capaz de dormir tranquilo en las condiciones en que estaba viviendo ahora (sin fin definido, desordenadamente, con gastos superiores a sus recursos econónimos, emborrachándose como lo había hecho aquella noche en el Círculo y, sobre todo, sosteniendo relaciones amistosas con el hombre del cual, en algún tiempo, había estado enamorada su mujer). Le habría quitado el sueño, también, pensar que había visitado a una mujer a la que se consideraba como una mujer perdida, sentirse cautivado por ella y se lo habría quitado, sobre todo, el pesar de haber disgustado a su querida Kitty.

No, Levin antes no habría dormido tranquilo con el peso de todo aquello sobre la conciencia pero esta noche, ya fuera por el cansancio del ajetreo que había tenido durante todo el día, ya por no haber dormido la noche anterior o por los efectos del vino, se durmió en un sueño profundo.

A las cinco de la mañana, el ruido de una puerta que se abría le despertó. Se incorporó de un salto y miró alrededor.

Kitty había abandonado la cama. Pero en el gabinete contiguo se veía luz y sintió los pasos de ella, que se movía por aquella estancia.

–¿Qué pasa Kitty? –le preguntó, alarmado– ¿Qué haces?

–No pasa nada –contestó Kitty entrando en el cuarto con la luz encendida– Me sentí algo indispuesta – explicó sonriente y con acento cariñoso.

–¿Qué, ya empieza eso? ¿Hay que ir a buscar a la comadrona? –preguntó él. Y comenzó a vestirse apresuradamente.

–No, no –contestó Kitty sonriendo. Y lo detuvo y lo obligó a acostarse de nuevo.–No es nada. –explicó– Sentí un pequeño malestar. Pero ya ha pasado.

Y Kitty apagó la luz y se metió otra vez en la cama, quedando quieta y tranquila.

A Levin le resultaba sospechosa aquella tranquilidad en la respiración, pareciéndole que Kitty hacía esfuerzos por no aparecer agitada y, más que nada, consideraba extraña la expresión dulce y animada con que ella, al volver a la habitación, le había dicho «no es nada», sin duda –pensaba él- para tranquilizarlo.

Pero Levin tenía tanto sueño que, apenas hubo acabado de hablar, se quedó dormido en seguida.

Solamente después, se acordó del acento tranquilo de Kitty y comprendió lo que había pasado en el alma de su mujer durante aquellos momentos en que ella, inmóvil pero con el alma llena de inquietudes, de dudas, de temores, de alegrías y de sufrimientos físicos, esperaba el hecho más transcendental de su vida.

A las siete sintió la mano de Kitty sobre su hombro y le oyó decir algo, aunque no la entendió, porque hablaba en voz baja, con un débil murmullo, dudando entre la necesidad de despertarlo y la lástima de estropearle el tranquilo sueño de que estaba gozando.

–Kostia, no te asustes –le dijo, al fin– pero me parece que habrá que mandar a buscar a Elisabeta Petrovna.

La luz estaba otra vez encendida y Kitty, sentada en la cama, tenía en sus manos la labor en que estaba trabajando aquellos días (una prenda para el niño que esperaba).

–Por favor, no te asustes. Yo no tengo miedo alguno –dijo ella al ver la cara de espanto de Levin. Y, cariñosamente, le apretó la mano contra su pecho y luego se la llevó a los labios.

Levin se incorporó precipitadamente, se tiró de la cama, se puso la bata y se quedó sentado en el lecho, sin saber lo que hacía, sin apartar los ojos de su esposa.

Sabía lo que tenía que hacer, tenía que ocuparse en seguida de todo lo preciso para aquel trance pero no se movía, no podía apartar la mirada de aquel rostro querido que tantas veces había contemplado. Ahora descubría en él una expresión nueva, mezcla de ansiedad y de alegría. ¡Cuán miserable se consideraba al recordar el disgusto que aquella misma noche le había ocasionado al verla ahora ante sí tal como estaba en aquel instante! El rostro de Kitty le parecía más bello que nunca, encendido y rodeado de los rubios cabellos que se escapaban de su cofia de noche, radiante de alegría y de resolución.

Nunca aquella alma cándida y transparente se le había aparecido ante los ojos con tanta claridad, toda entera y sin velo alguno y Levin se sentía ante ella maravillado y sorprendido.

Kitty lo miraba, sonriendo.

De pronto, sus cejas temblaron, levantó la cabeza y, acercándose rápidamente a su esposo, lo cogió por la mano, lo atrajo hacia sí, lo abrazó fuertemente y lo besó, sofocándolo con su aliento. Debía de sentir fuertes dolores y lo abrazaba como buscando un lenitivo y a Levin le pareció, como siempre, que él era el culpable de aquel dolor.

Sin embargo, la mirada de Kitty, en la que había una gran dulzura, le decía que ella, no sólo no le reprochaba, sino que lo amaba más por aquellos mismos sufrimientos.

«Pues si no soy yo el culpable, ¿quién es?», se dijo involuntariamente Levin, como buscando al culpable con ánimo de darle su castigo.

Pero en seguida se dio cuenta de que allí no había culpable a quien castigar.

Kitty sufría, se quejaba, mas se sentía orgullosa de sus sufrimientos, que la colmaban de alegría y hacían que los deseara.

Levin presentía que en el alma de ella nacía y se desarrollaba algo cuya grandeza y sublimidad escapaba a su comprensión.

–Yo haré avisar a mamá mientras corres en busca de Elisabeta Petrovna… ¡Kostia!… No, no es nada, ya ha pasado.

Se apartó de Levin para llegar al timbre y oprimió el botón.

–Ahora ya puedes irte. Pacha vendrá en seguida. Ya estoy bien –terminó.

Y Levin vio, con sorpresa, que Kitty tomaba su labor y se ponía a trabajar tranquilamente.

En el instante en que él salía por una de las puertas de la habitación, entraba la criada de servicio por la otra. Se paró y oyó cómo Kitty daba órdenes precisas a la muchacha y, junto con ésta, empezaba a mover la cama.

Levin se vistió y, mientras enganchaban los caballos, porque a aquella hora no había coches de alquiler, subió corriendo al dormitorio. Entró en la habitación de puntillas (como llevado por alas le pareció). Dos sirvientas iban de un lado a otro de la habitación atareadas, trasladando cosas y arreglándolas, mientras Kitty se paseaba dando órdenes y sin dejar de hacer labor a la vez.

–Ahora voy a casa del médico. Han ido ya a buscar a Elisabeta Petrovna. De todos modos, pasaré yo por allí. ¿Necesitas algo más? –le preguntó.

Kitty lo miró sin contestar y, frunciendo las cejas a causa del intenso dolor que experimentaba, lo despidió con un ademán.

–¡Sí, sí… ve…!

Cuando atravesaba el comedor, oyó un débil gemido que salía del dormitorio y de nuevo se restableció el silencio. Se detuvo y, durante un largo rato, no pudo comprender lo que sucedía.

«Sí, es ella», se dijo al fin. Y, llevándose las manos a la cabeza, corrió escaleras abajo.

«¡Señor, Dios mío, perdóname y ayúdanos!», imploró.

Y el hombre sin fe repetió varias veces la misma imploración y le brotaba desde lo más profundo del alma.

En momentos como aquel, de incertidumbre y angustia, Levin olvidaba todas sus dudas respecto a la existencia de Dios y, considerándose impotente, recurría al Todopoderoso implorándole que lo ayudase. Su escepticismo había desaparecido al punto de su alma, como el polvo barrido por el vendaval. Él no se sentía con fuerzas para afrontar debidamente aquel trance, ¿y a quién podría recurrir mejor que a Aquel en cuyas manos creía ahora entregada a la que era todo su amor, su alma y aun su propia vida?

El caballo no estaba todavía enganchado y Levin, con la gran ansiedad y tensión nerviosa que lo dominaban, no quiso esperar y comenzó a caminar a pie, encargando a Kusmá que lo alcanzase con el carruaje.

En la esquina encontró un trineo de alquiler del servicio de noche que se acercaba veloz. Sentada en él iba Elisabeta Petrovna, con una capa de terciopelo y la cabeza cubierta con un pañuelo de lana.

–¡Loado sea Dios! ––dijo Levin con alegría al reconocer el rostro, pequeño y rosado de la comadrona, cuya expresión era entonces severa y hasta preocupada. Salió al encuentro del trineo y sin hacerle parar, le fue siguiendo a pie sin dejar de correr.

–¿Sólo dos horas dice usted? ¿Sólo dos? –preguntó ella– A Pedro Dmitrievich lo encontrará en su casa pero no hace falta que le dé prisa. ¡Ah!, oiga: entre en una farmacia y compre opio.

–¿Cree usted que todo irá bien? ¡Dios mío, perdóname y ayúdanos! –exclamó Levin.

En aquel momento su trineo salía del portal de su casa. De un salto se colocó al lado de Kusmá y ordenó a éste que lo llevara a casa de Pedro Dmitrievich lo más rápidamente posible.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 14

El médico no estaba levantado aún.

El criado, ocupado en limpiar los cristales de sus lámparas de petróleo y sin dejar su trabajo, dijo a Levin que «el señor había ido a dormir tarde y le había ordenado que no lo despertara ahora», añadió, «que creo que se levanta pronto». Absorto en su trabajo, apenas lo había mirado y aquella atención hacia las lámparas y su indiferencia ante las palabras de Levin, al primer momento indignaron a éste. Pero reflexionó en seguida y comprendió que nadie sabía lo que ocurría en su interior ni estaba obligado a compartir sus sentimientos y se dijo que, por esta razón, debía obrar con tranquilidad y firmeza para romper el hielo de la indiferencia de los otros y alcanzar el fin que perseguía.

«No debo precipitarme ni omitir nada, tal debe ser mi regla de conducta», se dijo, satisfecho de sentir toda su atención, todas sus fuerzas físicas absorbidas por la tarea que se había impuesto.

Puesto que el médico no estaba levantado todavía, Levin cambió su plan. Así, decidió ordenar a Kusmá que fuera, con una carta suya, a buscar a otro médico. Él iría a la farmacia para adquirir el opio y si, a su regreso, Pedro Dmitrievich no estaba aún levantado, trataría de conseguir del criado como fuera, de grado o por fuerza, que despertara a su señor y le diese su recado.

En la farmacia el mancebo ponía en unas obleas cierta medicina que esperaba un cochero, y lo hacía con la misma atención con que el criado de Pedro Dmitrievich limpiaba las lámparas; y, con igual indiferencia que el criado, dijo a Levin que no podía atenderlo en aquel momento, que esperase.

Procurando no irritarse ni precipitarse, Levin explicó al farmacéutico para qué necesitaba el opio, le hizo ver que se trataba de un caso de urgencia y le rogó que le despachara cuanto antes. El mancebo consultó en alemán, a alguien que se encontraba detrás de un biombo y, habiendo recibido el consentimiento de aquella persona, tomó sin prisas un frasco, vertió una pequeña cantidad de su contenido en otro frasco pequeño, le puso una etiqueta, lo cerró con precinto y, no obstante las indicaciones y apremios de Levin, se dispuso a envolverlo en un papel.

Levin, intranquilo, nervioso, no pudo soportar ya más aquella dilación, arrebató el frasco de las manos del mancebo y salió de la farmacia corriendo, derribando sillas y cerrando violentamente las grandes puertas con cristales.

Pedro Dmitrievich no estaba aún levantado y el criado se ocupaba en colocar un tapiz y también esta vez se negó a despertar a su señor.

Sin precipitarse, Levin sacó de su cartera un billete de diez rublos, se lo dio al criado y, pronunciando las palabras lentamente pero sin perder tiempo, le explicó que su señor (¡qué grande e importante le parecía a Levin ahora aquel Pedro Dmitrievich, a quien tan insignificante había visto siempre!) el propio Pedro Dmitrievich, le había prometido ir a la hora que fuese y que seguramente no se enfadaría porque le despertaran en aquel momento.

El criado consintió en ello y se dirigió a las habitaciones de arriba, indicando a Levin que pasara a la sala de espera.

A través de la puerta, éste oyó cómo el doctor se levantaba, iba de un lado a otro, se lavaba y decía algo.

Pasaron unos tres minutos, que a él le parecieron más de una hora y, no pudiendo esperar más, se levantó y dijo, con acento suplicante, desde la puerta de la sala:

–¡Pedro Dinitrievich! ¡Pedro Dmitrievich! ¡Por Dios! Perdóneme y recíbame como esté. Han pasado más de dos horas…

–En seguida… en seguida ––contestó la voz del doctor.

Levin adivinó, sorprendido, que el doctor sonreía y se sintió algo aliviado de su angustia.
Sin embargo, insistió:

–Permítame un momento.

Pasaron otros diez minutos mientras el médico se ponía las botas y el traje y se peinaba.

–¡Pedro Dmitrievich! –comenzó a hablar de nuevo Levin, con voz lastimera. Pero, en aquel momento, el médico vestido ya y peinado, penetró en la sala.

«Esta gente no tienen conciencia», se dijo para sí, «mientras los otros se mueren, ellos se están peinando».

–¡Buenos días! –le saludó el doctor, dándole la mano, y como queriendo burlarse de él con su calma –No se apresure usted.

Luego, con gran traquilidad, le preguntó:

–Bueno, ¿qué ha pasado hasta ahora?

Procurando no omitir detalle alguno e interrumpiéndose constantemente para rogarle que fuera con él a asistir a Kitty cuanto antes, inmediatamente si era posible, Levin contó al doctor todo lo que había ocurrido hasta el momento en que había salido de casa.

–No se apresure usted, hombre, no se apresure –le dijo el doctor con calma– Ustedes no entienden de esas cosas… A pesar de que seguramente no habrá necesidad de mí, he prometido ir e iré… Pero no hay ningún motivo para apresurarse… Siéntese usted, hágame el favor. ¿Quiere café?

Levin le dirigió una mirada, mezcla de asombro e ira, pensando si aquel hombre estaría chanceándose de él.

El doctor lo comprendió y dijo sonriendo:

–Ya sé… Ya sé lo que son estos casos, puesto que he asistido a muchos y yo mismo tengo hijos. Nosotros, los maridos, somos en estos momentos la gente más torpe. El marido de una de mis clientes, habitualmente, en el parto de su esposa, corre a refugiarse en la cuadra.

–¿Qué cree usted que ocurrirá, Pedro Dmitrievich? ¿Cree que todo saldrá bien?

–Todo indica un feliz desenlace.

–¿Así que va usted a venir en seguida? –preguntó, mirando con ira al criado, que traía al doctor el café.

–Dentro de una hora.

–¡No, por Dios! –suplicó Levin.

El médico empezó a tomar su café, mientras él callaba, intranquilo y angustiado.

–A los turcos les zurran de lo lindo. ¿No ha leído usted los telegramas de ayer? –dijo Pedro Dmitrievich mientras mojaba, con gran calma, el panecillo en el café y se lo iba comiendo poco a poco.

–No, no puedo más. –exclamó Levin, levantándose de un salto– ¿Así que vendrá usted dentro de un cuarto de hora? –volvió a preguntar.

–De una media hora.

–¿Palabra de honor?

Levin llegó a su casa al mismo tiempo que la Princesa y los dos se acercaron a la puerta del dormitorio.

La Princesa tenía lágrimas en los ojos y sus manos temblaban. Al verle, lo abrazó y se puso a llorar.

–¿Cómo va eso, querida Elisabeta Petrovna? –preguntó la Princesa a la comadrona, que salía en aquel momento de la habitación de Kitty con el rostro radiante, aunque preocupada.

–Todo va bien. –dijo la comadrona– Pero persuádanla –añadió– a que se esté en la cama. Así sentirá menos los dolores.

Cuando Levin, al despertar aquella mañana, comprendió que había llegado el momento del alumbramiento, resuelto a sostener el valor de su esposa, se había prometido no pensar en nada, ocultar sus emociones y, sobre todo, su intranquilidad y su incertidumbre durante las cinco horas que, según los entendidos, debía durar la prueba y mantener el ánimo sereno para consolarla y animarla con su presencia.

Pero, cuando al volver de la casa del médico vio que Kitty continuaba sufriendo, empezó a suspirar y a levantar los ojos al cielo, a temer que no podría resistirlo y se pondría a llorar o tendría que huir y, con mirada suplicante, repitió con insistencia sus invocaciones a Dios:
«¡Señor, perdóname y ayúdanos!»

Pasó una hora de horrible tortura para él, pasó otra y otra, hasta las cinco que le habían indicado que duraría el parto y al cabo de las cuales esperaba el final de su tribulación, pero después de aquel tiempo el estado de Kitty seguía igual.

Se sentía desesperado. Sufría horriblemente no viendo término a los dolores de su esposa. A menudo pensaba, contando las palpitaciones, que su corazón iba a estallar y sentía agotarse su paciencia.

Y pasaban minutos tras minutos, horas y más horas sin que se aclarara aquella situación.
Todas sus condiciones habituales de vida, comidas, sueño, aseo, distracciones –de las cuales Levin creía que no podría prescindir, habían desaparecido, no existían para él. Perdió la noción del tiempo. Aquellos momentos en que Kitty lo llamaba a su lado y con sus manos sudorosas apretaba las suyas con gran ansia, con fuerza extraordinaria y se las abandonaba después, con expresión de agotamiento, le parecían horas; o bien el tiempo se le pasaba sin sentirlo. Levin se sorprendió cuando Elisabeta Petrovna encendió la luz y en un reloj que había tras de un biombo, vio que eran las cinco de la tarde. Si le hubieran dicho que eran las diez de la mañana, igualmente se habría sorprendido.

Advertía tan poco el paso del tiempo como lo que en él ocurría. Veía el rostro de Kitty, ya excitado, ya sorprendido o sonriente o con gesto de dolor. Veía también a la Princesa, encendida, angustiada, sin voluntad, con el rostro enmarcado de bucles blancos, cubierto de lágrimas que devoraba mordiéndose los labios. Veía a Dolly y al doctor, que fumaba gruesos cigarros y a Elisaveta Petrovna, con el rostro firme, decidido y tranquilizador; y al viejo Príncipe, que se paseaba por la sala con el ceño fruncido. Pero Levin no se daba cuenta de que cuando cada uno de ellos entraba en la habitación, cambiaba de sitio o postura o se marchaba. La Princesa tan pronto estaba en la habitación junto al doctor, como en el gabinete, donde habían puesto la mesa. Y en el sitio que ocupaba la Princesa veía, después, a Dolly, sin que se diese cuenta para nada de sus entradas y salidas. Si le hacían algún encargo lo ejecutaba inconscientemente.

Recordaba que lo habían enviado a alguna parte y no podía precisar para qué, ni cuándo, ni adónde había ido. También, en otro momento, lo habían mandado llevar una mesa y un diván a la habitación. Lo había hecho deprisa y, sólo después, se dio cuenta de que los había llevado para pasar él la noche.

Lo habían mandado al gabinete a preguntar algo al doctor y éste, después de haberle contestado, se puso a hablar del desorden que reinaba en el Ayuntamiento.

Lo habían mandado también al dormitorio para llevar a la Princesa la Santa Imagen de la casulla de plata dorada y Levin, en unión de la vieja camarera de la Princesa, subió al sagrario para sacar la imagen y rompió la lamparilla. La vieja camarera lo consoló de aquel accidente y le dio ánimo respecto al estado de Kitty. Levin llevó la Santa Imagen y la colocó con gran cuidado a la cabecera de su mujer, detrás de los almohadones. Pero, dónde, cómo y por qué había hecho todo aquello no lo recordaba. Tampoco comprendía por qué la Princesa lo tomaba de la mano, lo miraba con compasión y le pedía que se calmase; por qué Dolly le pedía que comiera; ni por qué el médico lo miraba tan serio y con tanta compasión y lo hacía beber unas gotas.

Sabía y sentía que estaba en la misma situación, en igual estado de inconsciencia que hacía casi un año en la fonda de aquella capital de provincia, cerca del lecho de muerte de su hermano Nicolás. Entonces se trataba de una muerte y ahora de una vida. Pero igual que antes el dolor, la alegría abría ahora en la vida habitual de Levin un claro en el cual advertía algo superior que no acababa de comprender pero que le elevaba el alma a una altura a que no llegara nunca y adonde su razón no alcanzara.

«¡Señor, perdóname y ayúdanos!», repetía sin cesar, con la naturalidad y la fe con que lo había hecho en su infancia y durante su juventud, aquellos períodos de su vida tan lejanos que parecían definitivamente olvidados pero que habían dejado en su alma un sedimento que ahora le subía a los labios.

Durante aquellas horas interminables, Levin conoció alternativamente dos diferentes estados de ánimo: uno, cuando alejado de Kitty estaba con el doctor, que fumaba uno tras otro gruesos cigarros, apagándolos en el borde del cenicero, lleno ya de ceniza o bien cuando estaba con Dolly o con el Príncipe y hablaban de política, de la enfermedad de María Petrovna o sobre otro tema cualquiera, en animada conversación. En estos momentos, Levin olvidaba por completo lo que le estaba ocurriendo a su esposa y sentía firme su ánimo y despierto su pensamiento. El otro estado de espíritu por el que pasaba era cuando estaba en presencia de Kitty, cerca de su cabecera y se sentía otro ser completamente distinto: sentía como si su corazón fuera a romperse y rezaba sin cesar.

Cada vez que en un momento de olvido oía de nuevo un grito que le llegaba del dormitorio, Levin caía en el mismo error: al oírlo, daba un salto y corría allí, con intención de disculparse; luego, por el camino, se acordaba de que no era el causante de aquellos sufrimientos y sentía deseos de defender y de ayudar a su mujer. Al mirarla veía, sin embargo, que le era imposible ayudarla, se horrorizaba y clamaba una vez más: «¡Señor, perdóname y ayúdanos!».

Cuanto más tiempo pasaba, tanto más doloroso sentía Levin el contraste de aquellos dos sentimientos; más tranquilo se sentía fuera de su presencia, hasta el punto de olvidarse de todo; y más vivo era su sentimiento de impotencia cuanto más hondos eran los sufrimientos de su mujer. Pero, a pesar de todo, cuando oía su voz, corría al lado de ella a ayudarla.

A veces, cuando lo llamaba, sentía ira y deseos de increparla pero, al ver el rostro de Kitty sumiso y sonriente y oyendo sus palabras: «¡Cómo te atormento, Kostia! Perdóname», Levin quería volverse contra Dios; y al recordar a Dios, en seguida le imploraba que lo perdonara y les ayudase.

¡QUE VIVAN LOS GARBANZOS PELIGROSOS!

sábado, julio 27th, 2013

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Hoy les propongo esta poesía de Laura Devetach, que mi garbancito de 7 años eligió para leer en el colegio, como conjuro contra quienes nos ven peligrosos por preguntar demasiado, por alumbrar demasiado, por cuestionar la injusticia, por querer brotar, crecer, madurar y no dejarnos pisotear.
Para acompañar, organicen un té-cena con aires maghrebíes. Hummus casero, preparado con puré de garbanzos, tahine, aceite de oliva, pimentón, pan árabe tostado, baclava con mucho almíbar y mamul, una tetera de nuestro DUNAS DEL MAGREB bien hecho en Argentina y en forma artesanal, unos vasos de vidrio, agua muy caliente y sus seres amados alrededor de la mesa.

CANCIÓN DEL GARBANZO PELIGROSO
Si, escondido debajo de la cama,
un garbanzo se hace el misterioso,
es mejor mirarlo desde lejos.
¿Por qué?
Porque
es un garbanzo peligroso.

Si un garbanzo se deja el pelo largo
y, además, es inquieto y es mimoso,
es mejor mirarlo desde lejos.
¿Por qué?
Porque
es un garbanzo peligroso.

Si un garbanzo se pone a hacer preguntas
y lo cierto se hace más dudoso,
es mejor mirarlo desde lejos.
¿Por qué?
Porque
es un garbanzo peligroso.

Si un garbanzo es el sol en miniatura
y no cobra interés por luminoso,
es mejor mirarlo desde lejos.
¿Por qué?
Porque
es un garbanzo peligroso.

Si un garbanzo no deja que lo pisen
porque crece, madura y esas cosas,
es mejor mirarlo desde lejos.
¿Por qué?
Porque
es un garbanzo peligroso.

Es un garbanzo peligroso, ¿sí?
Es un garbanzo peligroso, ¿no?
Es un garbanzo peligroso, ¡mmmh!

Imagen: Mint tea and hummus – lápiz sobre papel de acuarela – CannedTalent.

DUNAS DEL MAGREB

viernes, julio 26th, 2013

sahara
Magreb es la adaptación al español de una voz árabe que significa lugar por donde se pone el sol, el Poniente. La parte opuesta se denomina Mashreq o Levante.
Su historia está vinculada a la historia de los pueblos del Mediterráneo: los fenicios, los romanos, los vándalos, el Imperio bizantino, la expansión del Islam que vio partir a almohades y almorávides y recibió a los andalusíes y judíos sefardíes expulsados de una Castilla ya exclusivamente católica, la recuperación y reconquista cristiana española y la posterior expulsión de los mahometanos, la colonización europea, la descolonización, los conflictos territoriales del Sahara… el dolor infinito.
El Magreb es también mar de dunas, pueblos nómades y cultura del desierto.

Me cuenta mi querido amigo, Santiago Martín Alfaro, quien vive en Canarias desde hace muchos años y conoce, de muy cerquita, las contingencias del pueblo saharaui: “…el ÉTÉ NA ANA, delicia que pude disfrutar y recibir como muestra de hospitalidad de esos hombres azules! También acogí a sus hijos, de quienes aprendí a hacer y valorar en su justa medida, el arte y gesto de beberlo, de compartirlo, arrodillados sobre una alfombra detenida en el tiempo, más cerca de lo profundo que de la polvorienta superficie de la tierra, inmensa también, recordándote que eres pequeño.
Se deben beber tres, eso es lo tradicional. El té amargo, fuerte, prefieren el chino en realidad, creo que se llama «pólvora» [efectivamente, es gunpowder], se vierte sobre el agua que ya está hirviendo, esperan un momento y tiran el agua, con esto limpian las teteras y suavizan el amargo del té; después, se introducen las hojas frescas de hierba buena, un buen puñado (sólo frescas), el agua y un terrón de azúcar por cabeza; luego lo mezclan, tirando el «na ana» desde cierta altura, sobre vasos pequeños previamente alineados y una vez llenos, vuelven a introducir el contenido en la tetera, así por tres o más veces. Cada vez que vierten el té en la tetera, reservan la espuma que se forma sobre la superficie del líquido: es intención de quien sirve, hacerlo con la mayor cantidad de espuma posible (es como nuestra espumita del mate). Luego lo más rico: beberlos! los tres y como demanda el rito. El primero «amargo como la vida», el segundo «dulce como el amor» y el tercero «suave como la muerte»… el été na ana y el SAHARA LIBRE!”

Quiero compartir con ustedes la bella poesía de la arena, así como ellos comparten el té, con menta, con hierbabuena, amargo y muy caliente o bien dulce, tirado con espuma, con piñones y agua de rosas o todo eso junto, en un intento por lograr la unidad y la paz.

RASTROS
(Mario Benedetti)
Un país lejano puede estar cerca,
puede quedar a la vuelta del pan
pero, también, puede irse despacito
y hasta borrar sus huellas;

en ese caso no hay que rastrearlo
con perros de caza con radares:

la única fórmula aceptable
es excavar en uno mismo,
hasta encontrar el mapa.

LEGADO
(Canción)
(Angel Caffarena)
¡Soy saharaui!
También lo fue mi padre
y el padre de mi padre.

¡Soy saharaui!
Nómada del desierto,
las dunas son mi lecho.

¡Soy saharaui!
con el ánimo recto
y el corazón abierto.

¡Soy saharaui!
mi amada en el desierto
es la risa del viento.

¡Soy saharaui!
En la noche, mis sueños,
claman por mis derechos.

¡Soy saharaui!
Patria, quiero legarte
al hijo de mi sangre.

¡¡Soy saharaui!!

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Foto: Alessandro Vannucci

HOMBRES AZULES
(LUIS LOPEZ ANGLADA)
Desde los territorios de la nada,
donde el silencio impone el vasallaje
del reino del silencio y del salvaje
término de la sebja calcinada.

Vienen; tienen ardiente la mirada
y el corazón dispuesto para el viaje.
Son los señores del desierto; el traje
es azul como el cielo en la alborada.

Pasan como entre sueños, lentamente,
reyes de la soledad, alta la frente,
bienamados de muchas lejanías.

Y se sientan delante de su tienda,
como el señor que cuida de su hacienda,
viendo pasar los sueños y los días.

GALB
(Limam Boicha)
Me pregunta un viajero
qué significa un galb.

Digo yo, por ejemplo,
que Miyek es un lunar
en el vientre de esta tierra;

que Ziza, por ejemplo,
es pecho en lengua bereber
y que el ala de una duna
puede tocar el mar del cielo.

Digo yo, por ejemplo,
que en los altos picos
de prismáticos amaneceres
– frotando su piel-
hay mucha vida dormida.

Que en la piedra pasajera,
hay platillos estacionados,
islas que emergen
desde el océano de la nada.

Un galb puede ser, por ejemplo,
el nombre de una muchacha esculpida
entre las pestañas de una cueva.

Como Tiris es el ombligo del Sahara,
galb es un corazón,
corazón de piedra.

LA HOJA VERDE
(Limam Boicha)
Hay un silencio
que quiebra la palabra.

Y la palabra, quiebra
el silencio transparente,
en la inmensidad del Sahara.

En las mañanas despiertas,
entre las estrofas de un poema,
se filtra el amargo vaso de la vida.

Desde el fondo de una tetera,
suavemente galopa,
respira el sonido
al ritmo de un tabal de agua.

Cuando las hojas se abren,
lo artificial se rompe
y se ahogan los vasos
en el jugoso manantial,
engendrando dulce amor.

Cuando brota la espuma,
el alma dialoga.
Los vasos, con su dialecto,
aportan el sensual suspiro
entre dos distintas manos,
para derretirse en mensaje explosivo.

La muerte de un vaso
es un instinto de la vida.

La luz verde, se entrega
al ritmo del misterio encantador,
al dulce sueño de las noches dormidas,
a las deseadas citas
en la callada esquina.

La hoja
es, por fin, libre y ardiente,
cuando rompe la sed
en tus labios de esmeralda.

DOS MANOS
(Limam Boicha)
Sobre las finas dunas,
se dibujan dos manos.

Cuánta leyenda se arruga
en la linea de la vida.

Cuántas espinas duermen,
como el niño en la cuna.

Cuántas manos aplauden
con la ausencia de otras páginas gitanas.

Cuántas manos se estampan, para
despistar a los cardenales de la profecía.

Cuántos senos se acarician antes de
escuchar el primer grito de la misericordia.

Cuántos corazones esperan la vuelta, para
beber en los pezones de la auténtica frontera.

Cuántos dedos separan
la verdad de la mentira.

164765.1780012165.1.450

Obra: Désert – Autor: Milène

VEN
(Ebnu)
Ven a sentir la paz de la distancia,
a contar las horas del exilio silencioso.

Ven a meditar, sobre la gramática
de las hierbas secas de primavera.

Ven a sentir las caricias del siroco
en tu piel muerta.

Ven a besar el excitante polvo
de los caminos del viento.

Ven a escuchar los ecos del tiempo
en los ojos plateados de la memoria.

Ven a recordar, juntos,
el olor de la última lluvia.

Ven a sobar el vientre
de una cascabel grávida de palomas.

Ven a perseguir los espejismos,
para saciar tu sed de vergüenza.

Ven a devorar las nuevas flores
que parió la ingratitud de las estaciones.

Ven a roer los huesos
que sobraron del banquete de la guerra.

Ven a beber el último vaso
del primer té de tu infancia.

Ven a escalar las alturas
de la añoranza perdida.

Ven a permutar tus dientes de leche,
por los colmillos de la serpiente noctámbula.

Ven a mirarte el triste rostro
en el espejo de una mañana olvidada.

Ven con tus penas.
Ven, incluso, con tus glorias.

Ven a llorar
sobre la tumba de una madre,
que llora eternamente
para que tú derrames una lágrima.

AMOR
(Isabel de la Rosa)
Dices que no sé lo que es el amor cuando…
me habla de amor un rostro blanco, terso y suave,
que no ha sufrido veinticinco años los estragos
del viento y el calor más insoportable.
Unos labios dulces,
que no saben lo que es sentir
el amargo sabor de este té,
como un ritual diario
al que nos obliga el cuerpo,
para aliviar la mente.
Un olfato que,
saciado de respirar aire fresco, flores y perfumes,
cree recrearse en este seco aire
con olor a cuero, incienso y tabaco.
Un oido que,
cansado de escuchar información, gente y tráfico,
se relaja hoy, escuchando, aún sin entender,
una monótona y rutinaria conversación familiar.
Unos ojos…
unos ojos que aquí y ahora,
en medio de este crudo desierto,
son el único paisaje que tiene sentido,
lo único por lo que merece la pena estar aquí,
lo único que me ha devuelto la esperanza, ahora,
desde que de pequeño,
me cansé de correr al horizonte.
Imagina por un minuto vivir aquí,
en un lugar hacia el que todos sienten indiferencia,
hacia el que muchos miran con reprimida compasión
y así empiezan a valorar lo que tienen,
un lugar que no aparece en los mapas,
un lugar que no importa al mundo,
un lugar en el que ni el sol se molesta
en mostrarse con belleza…
un lugar en el que lo único bonito
es el inmenso y estrellado cielo
de la oscura noche
pero el frío y el cansancio
no nos deja contemplarlo.
Un lugar en el que soñar
significa sueño
y sobrevivir…
la triste realidad.
Imagínate estar en esa jaima,
aprender a hablar hasta de lo más ridículo,
sólo para romper este doloroso silencio,
compartir toda la nada que tienes
con todos los familiares y amigos,
por que son todo lo que hay.
Necesitar amar hasta la manta que te cubre,
sólo para que el amor sea más fuerte que
estos sentimientos de dolor, odio y rencor
que nos atormentan.
Dolor por nuestro pasado,
rencor por nuestra historia,
odio por habernos olvidado,
por habernos borrado de vuestra memoria.
¿y me dices que no sé amar?
Me lo dice un rostro feliz,
una sonrisa que jamás nadie ha borrado,
un olfato que no sabe a qué huele la sangre,
un oído que nunca escuchó un disparo,
y unos ojos…
unos ojos que mañana partirán
y en mi mente quedarán grabados.
¿Y me dices que no sé amar?
y aun así te amo…
porque amor es este dolor
que tengo en los labios,
de tanto sonreír sin costumbre.
Son esas estúpidas lágrimas
que derramé mientras dormías.
Es este doloroso deseo de olvidarte,
cuando aun estoy feliz de haberte conocido…
Venga, no entristezcas,
no pienses ni por un minuto
el quedarte aquí a mi lado;
vuela «paloma» y sé felíz,
que aunque yo quede aquí,
triste y desolado,
mi corazón partirá contigo.
Al menos algo de mí
se habrá liberado.

DISTANCIA
(Alberto Cortez)
Viento, campos y caminos… distancia,
qué cantidad de recuerdos
de infancia, amores y amigos… distancia,
que se han quedado tan lejos.
Entre las calles amigas… distancia
del viejo y querido pueblo
donde se abrieron mis ojos… distancia,
donde jugué de pequeño.
Un corazón de guitarra quisiera
para cantar lo que siento.
Allí viví la alegría… distancia
de aquel primer sentimiento
que se ha quedado dormido… distancia
entre la niebla del tiempo.
Primer amor de mi vida… distancia,
que no pasó del intento;
primer poema del alma… distancia,
que se ha quedado en silencio.
Un corazón de guitarra quisiera
para cantar lo que siento.
¿Dónde estarán los amigos… distancia,
que compartieron mis juegos?
¿quién sabe donde se han ido… distancia,
lo que habrá sido de ellos?.
Regresaré a mis estrellas… distancia,
les contaré mi secreto:
que sigo amando a mi tierra… distancia,
cuando me marcho tan lejos.
Un corazón sin distancia quisiera
para volver a mi pueblo.

Continuará.

Nuestra versión del té magrebí, DUNAS DEL MAGREB.

LO EFÍMERO. ESTO TAMBIÉN VA A PASAR.

viernes, julio 26th, 2013

ESTO TAMBIÉN VA A PASAR

A veces, es mejor mirar para otro lado, no saber, no preguntar nada de nada. Triste, ésta también soy yo, con mi chashka chaia, pensando de qué forma «la violencia atrapa al ojo» y cómo sucumbimos a la tentación de dejarnos ver monstruosos, coléricos, antes que hechos patéticos despojos de malquerer… Buenas noches, compartan sus mejores cosas y su mejor té, que la vida es muy corta para andar mezquinando amor ♥

A UNA MUJER

No hay que llorar porque las plantas crecen en tu balcón,
no hay que estar triste
si una vez más la rubia carrera de las nubes te reitera lo inmóvil,
ese permanecer en tanta fuga. Porque la nube estará ahí,
constante en su inconstancia cuando tú, cuando yo
-pero por qué nombrar el polvo y la ceniza.
Sí, nos equivocábamos creyendo que el paso por el día
era lo efímero, el agua que resbala por las hojas hasta hundirse en la tierra.

Sólo dura lo efímero, esa estúpida planta que ignora la tortuga,
esa blanda tortuga que tantea en la eternidad con ojos huecos,
y el sonido sin música, la palabra sin canto, la cópula sin grito de agonía,
las torres del maíz, los ciegos montes.
Nosotros, maniatados a una conciencia que es el tiempo,
no nos movemos del terror y la delicia,
y sus verdugos delicadamente nos arrancan los párpados
para dejarnos ver sin tregua cómo crecen las plantas del balcón,
cómo corren las nubes al futuro.

¿Qué quiere decir esto? Nada, una taza de té.
No hay drama en el murmullo, y tú eres la silueta de papel
que las tijeras van salvando de lo informe: oh vanidad de creer
que se nace o se muere,
cuando lo único real es el hueco que queda en el papel,
el gólem que nos sigue sollozando en sueños y en olvido.

Julio Cortázar

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 9 Y 10

jueves, julio 25th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 9

–¡El coche de Oblonsky! –gritó, con voz de bajo profundo, el portero.

El carruaje se adelantó hasta la entrada del Círculo y Levin y Esteban Arkadievich subieron a él y se dirigieron a la casa de Anna.

Solamente algunos momentos más –en tanto que el coche salía del zaguán– le duró a Levin la sensación de bienestar que había experimentado en el Círculo. Apenas el carruaje salió a la calle y sintió las sacudidas que daba, rodando sobre un pavimento desigual y oyó los gritos de un cochero de alquiler con el que se cruzaron y percibió, a la luz tenue de los faroles, la vidriera roja de un café y tienda de comestibles, aquella sensación placentera se le desvaneció.

Reflexionó ahora sobre los hechos de aquel día y se preguntó si hacía bien yendo a la casa de Anna. ¿Qué iba a decir de esto Kitty?

Pero Esteban Arkadievich no le dejó que se preocupara y, como si hubiese adivinado sus pensamientos, le dijo:

–No sabes lo que me alegra que vayas a ver a Anna. ¿Sabes? Dolly hacía tiempo que lo deseaba. Lvov estuvo ya en su casa y, ahora, la visita de vez en cuando. Aunque es mi hermana, puedo decir que es una mujer inteligente y agradable, muy interesante. Su situación, sin embargo, es muy penosa, sobre todo ahora…

–¿Y por qué lo es sobre todo ahora?

–Porque llevamos unas negociaciones con su marido para tramitar el divorcio. Él está conforme pero hay complicaciones a causa del hijo. Y el asunto, que debió quedar terminado en poco tiempo, dura ya más de tres meses. En cuanto se ultime el divorcio, Anna se casará con Vronsky. ¡Qué tonta es esta antigua costumbre de andar a vueltas con los cánticos! «Regocíjate, Isaías.» Nadie cree ya en el divorcio, Anna vive en Moscú. Aquí todos los conocen a él y a ella. Y no sale a ninguna parte, ni ve a parientes ni amigas, excepto Lvov y Dolly, porque, ¿comprendes?, estas cosas estorban la felicidad de la gente. Entonces, casada ya con Vronsky, la posición de Anna será tan regular como la tuya y la mía.

–¿Y a qué se deben esas complicaciones? –preguntó Levin.

–¡Ah! Es una historia larga y aburrida. Todo está tan poco claro, indefinido… Lo cierto es que, esperando, Anna no quiere que la traten sólo por compasión. Hasta esa idiota de la princesa Bárbara se ha marchado de la casa considerando inconveniente permanecer con ella. Otra mujer, en su situación, no habría podido encontrar recursos morales para vivir… Y ya verás cómo ha arreglado ella su vida con tranquilidad y dignamente. A la izquierda, por la calle pequeña, enfrente de la iglesia –ordenó Esteban Arkadievich sacando la cabeza por la ventanilla –¡Oh, qué calor tengo! –dijo a continuación. Y, no obstante el frío (doce grados bajo cero), echó atrás su pelliza, que llevaba ya bastante desabrochada.

–Pero Anna tiene, según creo, una hija. –dijo Levin– Esto debe también de ocuparla mucho.

–¿Imaginas que toda mujer ha de ser una hembra, une couveuse –replicó Esteban Arkadievich––– que ha de pasarse el día al lado de sus hijos? No. Anna cría y educa a su hija y, a mi parecer, de una manera excelente pero no es ésta su ocupación principal. En primer lugar, Anna escribe. Ya veo que sonríes irónicamente, pero no tienes motivo. Escribe un libro para niños. No habla a nadie de esto pero a mí me lo ha leído y yo le he dado a leer el manuscrito a Vorkuev. ¿Sabes a quién me refiero? El editor ese que me parece que escribe también. Es un hombre que entiende de estas cosas y me ha dicho que la obra es interesante. No pienses, por esto, que Anna es una escritora. Nada de eso. Antes que nada es una mujer de gran corazón… Ya la verás… Ahora tiene recogidos en su casa a una niña inglesa y una familia entera, de los cuales se ocupa ella, personalmente.

–¿Se dedica, pues, a la filantropía?

–Ya quieres ver en ello algo malo, ¿no? No es una cosa al estilo de los «filantrópicos», sino hecha de todo corazón y bien. Ellos tenían o, mejor dicho, Vronsky tenía un entrenador inglés, un hombre muy entendido en su especialidad pero un borracho, delirium tremens. Llegó a tal extremo de embrutecimiento, que abandonó a su familia, dejándola en la miseria. Anna se enteró, se interesó por ellos y ha terminado por encargarse de todos.
No sólo les ayuda con dinero, sino que ella misma enseña a los chicos el ruso para que puedan ingresar en el colegio y a la niña la recogió en su casa… Ya la verás.

El coche entró en el patio de la casa de Anna y Esteban Arkadievich llamó con un fuerte campanillazo.

A la entrada de la casa había un trineo.

Sin preguntar al hombre que les abrió la puerta si estaba en casa o no Anna, Oblonsky entró en el primer vestíbulo. Levin lo seguía, dudando aún si hacía bien en ir allí.

Al mirarse en el espejo, vio que estaba muy sofocado. Pero seguro de que no estaba ebrio, siguió a Esteban Arkadievich, que subió por la escalera alfombrada.

Una vez en el piso superior, Oblonsky preguntó al criado, que lo saludó como a persona de la casa, que quién estaba de visita con Anna Arkadievna y aquél le contestó que era el señor Vorkuev.

–¿Dónde están?

–En el despacho.

Tras atravesar el pequeño comedor, de paredes de madera oscura, Esteban Arkadievich y Levin entraron en una pieza débilmente iluminada por una lámpara cuya pantalla amortiguaba casi por completo la luz.

Otra lámpara con reflector estaba fijada en la pared e iluminaba un retrato de mujer, pintado al óleo y de tamaño natural, que llamó en seguida la atención de Levin.

Era el retrato de Anna Arkadievna hecho en Italia por el pintor Mijailov.

Oblonsky continuó hacia donde estaba su hermana y la voz de hombre que se oía se calló.

Entre tanto, Levin continuaba junto al cuadro, fascinado, sin poder apartar los ojos de él. Estaba admirado y conmovido hasta el punto de olvidar dónde se hallaba y de no oír a los que estaban hablando cerca de él.

Lo que tenía ante sí no le parecía un cuadro, sino una mujer viva, deliciosa, con preciosos cabellos negros rizados; bellos hombros y brazos descubiertos; ligera y encantadora sonrisa en sus labios finos, rojos y sombreados por ligero vello; una mujer, en fin, que parecía mirarle dulce y dominadora, con ojos ensoñadores que le conturbaban. ¿Era posible que aquella hermosa criatura existiera en realidad?

De repente, oyó tras de sí la voz de aquella misma mujer cuya efigie estaba contemplando.

–Me alegra mucho su visita –le dijó Anna Arkadievna, saliendo a su encuentro.

Y Levin vio, a la media luz del gabinete, la misma imagen del retrato con vestido de color azul oscuro alternado con otros colores.

Su actitud y sus ademanes eran distintos a los que tenía en el retrato pero sí la misma expresión en el rostro y la misma belleza que, tan bien, había sabido captar el pintor.

En la realidad estaba menos brillante que en el retrato pero, en cambio, había en ella algo nuevo y atrayente que faltaba en aquél: una alegre y dulce animación.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 10

Anna Arkadievna no ocultó a Levin la alegría que experimentaba al verlo.

Y en la forma con que ella le dio la mano, en cómo le presentó a Vorkuev y le mostró la niña –muy bonita, de cabellos rojizos– que estaba sentada allí, haciendo labor, llamándola «su pequeña y querida protegida», en todo esto, Levin reconoció los modales que tanto le admiraban de una mujer de gran mundo, siempre tranquila y natural.

–Me alegra mucho su visita –repitió. Y en sus labios estas palabras, tan sencillas, adquirieron para él una significación particular.

–Ya lo conocía a usted hace tiempo –siguió Anna, dirigiéndose a Levin–y lo quiero por su amistad con Stiva y por su mujer de usted. La traté muy poco tiempo pero me dejó la impresión de una hermosa flor, precisamente de una flor. ¡Y pronto será madre!

Anna hablaba con soltura, sin precipitarse, mirando ya a Levin, ya a su hermano. Levin comprendió que producía en ella una excelente impresión, se sintió desembarazado y feliz y le habló con naturalidad, agradablemente. Le parecía conocerla desde la infancia.

–Ivan Petrovich y yo nos hemos quedado aquí en el despacho de Vronsky para poder fumar –dijo Anna a Esteban Arkadievich, que le preguntó si les estaba permitido fumar. Y, mirando a Levin y sin preguntarle si fumaba o no, cogió una lujosa pitillera y le alargó un cigarrillo.

–¿Cómo te encuentras hoy? –le preguntó su hermano.

–Nada… Nervios… Como siempre.

–¿No es verdad que este retrato es una obra maestra? –preguntó Esteban Arkadievich a Levin, viéndole contemplar el cuadro.

–No he visto en mi vida un retrato mejor –contestó Levin.

–Se parece mucho, ¿verdad? –dijo Vorkuev.

Levin comparó el retrato con el original.

El rostro de Anna, en el momento en que Levin la miró, resplandeció con una claridad particular; y éste, al cruzar su mirada con la de ella, se sonrojó.

Para ocultar su emoción, quiso preguntar a Anna si hacía mucho tiempo que no había visto a Daria Alejandrovna, pero precisamente en aquel instante ella le dijo:

–Ahora mismo hablábamos con Ivan Petrovich de los últimos cuadros de Vaschenkov. ¿Usted los ha visto?

–Sí, los he visto –contestó Levin.

–¡Oh! Perdón, le he interrumpido… Usted quería decir…

Levin hizo la pregunta que había pensado respecto a Daria Alejandrovna.

Anna contestó que hacía poco tiempo que Daria Alejandrovna la había visitado.

–Por cierto que cuando estuvo aquí, parecía muy disgustada de lo que le pasaba a Grisha en el colegio. Al parecer, el maestro de latín era poco justo con el muchacho –añadió.

Levin volvió a la conversación sobre los cuadros de Vaschenkov.

–Sí, he visto los cuadros y no me gustaron –dijo.

Ya no hablaba ahora torturándose continuamente, como lo había hecho aquella mañana. Cada palabra de Anna adquiría para él una significación particular. Y si agradable le era hablarle, escucharla le era más agradable todavía.

Anna conversaba con naturalidad y desenvoltura, sin dar importancia alguna a lo que decía y dándola en cambio grande a lo que decía su interlocutor.

Hablaron de las directrices que seguía el arte; de la nueva ilustración de la Biblia hecha por un pintor francés. Vorkuev criticaba a este pintor por su crudo realismo. Levin le objetó que aquel realismo era una reacción natural y beneficiosa contra el convencionalismo que los franceses habían llevado en el arte hasta un extremo al que no había llegado ninguna nación. Y añadió que los pintores franceses, en el hecho de no mentir, veían ya poesía.

Nunca una idea espiritual expuesta por él había procurado a Levin tanto placer como ésta.

Anna, comprendiéndolo, se sintió animada, lo aprobó y, sonriendo, dijo:

–Río, como se ríe cuando se ve un retrato muy parecido. Lo que usted ha dicho ahora caracteriza completamente el actual arte francés –la pintura y hasta la literatura: Zola, Daudet–. Tal vez haya sido siempre así: Se empieza por realizar sus conceptions por medio de figuras convencionales, imaginarias; pero, luego, todas las combinaisons artificiales, todas las figuras imaginarias, acaban por fatigar y entonces se empiezan a concebir figuras más justas y naturales.

–Esto es verdad ––dijo Vorkuev.

–Entonces, ¿ustedes estuvieron en el Círculo? –preguntó Anna a su hermano.

«Sí, sí, he aquí una mujer», pensaba Levin, olvidándose de todo y mirando absorto el rostro bello y animado de Anna, el cual en aquel momento e inopinadamente, cambió de expresión.

Levin no oyó lo que Anna decía en voz baja a su hermano, al oído, pero el cambio que se había manifestado en su rostro lo impresionó. Aquel rostro antes tan hermoso en su tranquilidad, expresó de pronto una curiosidad extraña y después ira y orgullo. Pero eso duró sólo un instante. Anna frunció las cejas como recordando algo desagradable, –Pues, al fin y al cabo, eso no le interesa a nadie –comentó para sí. Y, dirigiéndose a la inglesa, dijo:

–Please order the tea in the drawing–room.

La niña se levantó y salió de la habitación.

–¿Qué tal ha hecho sus exámenes? –preguntó Esteban Arkadievich, señalando a la pequeña.

–Muy bien. Es una niña inteligente y tiene muy buen carácter ––contestó Anna.

–Acabarás queriéndola más que a tu propia hija.

–Se ve bien que eso lo dice un hombre. En el amor no hay más y menos… A mi hija la quiero con un amor y a ésta con otro diferente.

–Y yo digo a Anna Arkadievna –intervinó Vorkuev– que si ella hubiera puesto una centésima parte de la energía que emplea para esta inglesa en la obra común de educación de los niños rusos, habría hecho una obra grande y útil.

–Diga usted lo que quiera, yo no puedo hacer eso. El conde Alexey Kirilovich me animaba mucho a ello. –y al pronunciar estas palabras, Anna miró tímidamente y como interrogándolo a Levin, que le contestó con una mirada afirmativa y respetuosa– El Conde, como digo, me animaba a ocuparme de la escuela del pueblo y he ido varias veces allí… Son muy simpáticos, sí; pero no pude interesarme por ellos. Usted dice: «energía». La energía se basa en el amor y no es posible adquirir amor a la fuerza; no se puede ordenar que se ame. A esta niña le tomé cariño sin saber yo misma porqué.

Anna miró de nuevo a Levin. Y su sonrisa y su mirada le dijeron claramente que hablaba sólo para él, que tenía en mucho su opinión y que sabía de antemano que se comprendían.

–La entiendo muy bien. –dijo Levin– En la escuela y en otras instituciones semejantes no es posible poner el corazón y pienso que, precisamente por esta razón, todas las instituciones filantrópicas dan tan malos resultados.

Anna sonrió.

–Sí, sí. –afirmó después –Por mi parte, nunca lo pude hacer. Je n’ai pas le coeur assez large como para querer a un asilo entero de niños, incluyendo los malos. Cela ne m’a jamais réussi! ¡Y, no obstante, hay tantas mujeres que se han creado con esto una position sociale! Y ahora, precisamente ahora, cuando tan necesaria me sería una ocupación cualquiera, es cuando puedo menos –dijo con expresión melancólica y confiada, dirigiéndose a su hermano, pero hablando en realidad para Levin.

De pronto frunció las cejas y cambió de conversación.

Levin comprendió por aquel gesto que Anna estaba descontenta de sí misma, pesarosa de haber hablado de sí.

–¿Y usted qué hace? –dijo dirigiéndose ahora directamente a Levin– Pasa usted por ser un mal ciudadano, pero yo he tomado siempre su defensa…

–¿Y cómo me defendía usted?

–Según los ataques… Bueno, ¿quieren ustedes tomar el té?

Anna se levantó y cogió un libro encuadernado en tafilete.

–Démelo usted, Anna Arkadievna –dijo Vorkuev indicando el libro– Es merecedor de…

–¡Oh, no! No está bien terminado…

–Ya le he hablado a Levin de él –dijo Esteban Arkadievich a su hermana.

–No debiste hacerlo. Mis escritos son por el estilo de aquellas cestitas de madera que me vendía Lisa Markalova, hechas por los presos. A fuerza de paciencia, aquellos desgraciados hacían milagros –dijo, dirigiéndose también ahora a Levin.

Y éste descubrió un rasgo nuevo en aquella mujer que tanta admiración había ya despertado en él.

Además de ser inteligente, espiritual y hermosa, tenía una sinceridad admirable que le llevaba a no disimular en nada todo lo que de penoso tenía su situación.

Dicho aquello, Anna suspiró y, de repente, su rostro adquirió una expresión seria y triste, y quedó inmóvil, como petrificada.

Con ese aspecto parecía aún más bella que antes; pero esta expresión era nueva, estaba fuera de aquel círculo de expresiones que irradiaban alegría y producían felicidad y que el pintor había sabido reproducir tan bien en el retrato.

Levin miró una vez más al cuadro, mientras Anna tomaba por el brazo a su hermano y un sentimiento de ternura y de compasión, que le sorprendieron a él mismo, se despertó en su alma por aquella mujer.

Anna pidió a Levin y Vorkuev que pasaran al salón y ella se quedó en la habitación, a solas con su hermano, para hablar secretamente con él.

«Hablarán ahora del divorcio, de Vronsky, de lo que hace éste en el Círculo, de mí…», pensó Levin. Y le preocupaba tanto lo que pudieran estar hablando los dos hermanos, que no atendía a lo que Vorkuev le decía en aquel momento de las cualidades de la novela para niños escrita por Anna.

Durante el té continuó la conversación, agradable y llena de interés.

No sólo no hubo un momento de silencio, sino que, al contrario, se desenvolvía tan rápida y agradablemente como si hubiera de faltarles tiempo para decir todo lo que querían exponer.

Y todo lo que decía Anna a Levin le parecía interesante, e incluso los relatos o comentarios de Vorkuev y Esteban Arkadievich adquirían para él una profunda significación por el interés que ponía en ellos y las atinadas observaciones que hacía.

Mientras seguía la interesante conversación, Levin se extasiaba continuamente ante la belleza, la inteligencia y la cultura y a la vez la sencillez y sinceridad de Anna.

Él escuchaba o hablaba pero incluso entonces pensaba constantemente en ella, en su vida interior y no apartaba de Anna sus ojos, queriendo, por sus gestos y su mirada, adivinar sus sentimientos. Y él, que antes la juzgaba con severidad, ahora la justificaba y, al mismo tiempo, la compadecía; y la idea de que Vronsky no llegara a comprenderla completamente le oprimía el alma.

Habían dado ya las diez de la noche cuando Esteban Arkadievich se levantó para marcharse. (Vorkuev se había marchado ya.) A Levin le había pasado el tiempo tan agradablemente, que le pareció que acababan de llegar y se levantó pesaroso.

–Adiós. –dijo Anna, reteniendo la mano de Levin y mirándole a los ojos con una mirada que le conturbó –Me siento muy dichosa de que la glace soit rompue.

Mas, seguidamente, ella retiró su mano y frunció el ceño.

–Dígale a su esposa –encargó a Levin– que la quiero como siempre. Y que si ella no puede perdonarme, le deseo que no me perdone nunca. Para perdonar es preciso padecer lo que yo he padecido. Y de esto deseo de corazón que la libre Dios.

–Sí, se lo diré… se lo diré… -repuso Levin, sonrojándose.

LA OSA MAYOR DEL TÉ

jueves, julio 25th, 2013

lyn lupetti 2
Rusia se asocia, entre otras tantas cosas, al oso. Yo digo que Rusia es La Osa Mayor.

La Osa Mayor es una de las constelaciones más conocidas y emblemáticas del hemisferio norte; también una de las más grandes: en ella se pueden divisar más de cincuenta galaxias. No es posible ubicarla desde el hemisferio sur debido a que la trayectoria de circunvalación que realiza es “invisible” para un observador ubicado aquí.

Para los «norteños», su observación es todo un espectáculo debido al brillo y fácil ubicación que tiene. Su color depende del paso de las estaciones, es decir que varía dependiendo de si estamos en verano, otoño, invierno o primavera… como los árboles! 😉

Una característica de esta constelación es que nos puede facilitar la localización de La Estrella Polar. La Estrella Polar está ubicada en la punta de La Osa menor y ha sido de gran utilidad a lo largo de la historia, ya que los navegantes la utilizaban para determinar su posición. Es la estrella visible perteneciente al hemisferio norte más cercana al punto que se dirige el eje de La Tierra (casi un grado de diferencia), dando el efecto de que toda la bóveda celeste gira alrededor de ese punto.

La constelación ha representado diferentes mitos o símbolos para las civilizaciones a lo largo de la historia. Lo llamativo es que diversas culturas, sin ninguna relación aparente, hayan evocado a esta constelación como un oso. Los árabes la llamaban Al Dub al Akbar que significa El Oso Grande, relacionado con las palabras fenicias y hebreas dub y dobh respectivamente, de donde deriva el nombre de la primera de sus estrellas: Dubhe.

Se cree que al ser el oso un animal muy llamativo que habita las zonas nórdicas, se lo asocia directamente a esta constelación. Lo cierto es que los pueblos encuentran en el cielo un lugar para poder proyectarse y demostrar su cultura.

En estos días iré subiendo más información acerca de Rusia y los osos.

Imagen: Lyn Lupetti

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 7 Y 8

miércoles, julio 24th, 2013

Репродукция №193206 Чаепитие Трактир 1911 - Сапунов Николай Николаевич (1880-1912) купить репродукцию картин, постер
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 7

Llegó al Círculo a la hora justa, en el momento en que socios e invitados se reunían en él.

Levin no había estado allí desde el tiempo en que, habiendo salido ya de la universidad, vivía en Moscú y frecuentaba la alta sociedad. Recordaba con todo detalle el local y cómo estaban dispuestas todas las dependencias; pero había olvidado por completo la impresión que antes le producía.

Seguro de sí y sin vacilar, llegó al patio, ancho, semicircular y, dejando el coche de alquiler, subió la escalinata. Cuando lo vio, el portero, de flamante uniforme con ancha banda, le abrió la puerta sin hacer ruido y lo saludó.

Levin vio en la portería los chanclos y abrigos de los miembros del Círculo, que, ¡al fin!, habían comprendido que cuesta menos trabajo despojarse de aquellas prendas y dejarlas abajo, en el guardarropa, que subir con ellas al piso de arriba. En seguida oyó el campanillazo misterioso que sonaba siempre al subir la escalera, de pendiente moderada y cubierta con una rica alfombra. Vio en el rellano la estatua, que recordaba bien y, en la puerta de arriba, al tan conocido y ya envejecido tercer portero, con la librea del Círculo, el cual abría siempre la puerta sin precipitarse pero sin tardanza, examinando detenidamente al que llegaba. Y Levin sintió de nuevo la sensación de descanso, de tranquilidad, de bienestar que experimentaba siempre, hacía años, al entrar en el Círculo.

–Haga el favor de dejarme el sombrero. –le dijo el portero, viendo que había olvidado esta costumbre del Círculo de dejar los sombreros en la porteria– Hace tiempo que el señor no ha venido por aquí… El Príncipe lo inscribió ayer. El príncipe Esteban Arkadievich no ha llegado todavía.

El portero conocía, no sólo a Levin, sino, también, a todos sus parientes y amigos y, en seguida, le fue nombrando, de entre ellos, a todos los que en aquel momento se encontraban allí.

Después de haber pasado por la primera sala, en la que se veían grandes biombos y por la habitación de la derecha, donde estaba sentado el vendedor de frutas, adelantando a un viejo que iba despacio, entró en el comedor, lleno de animación y de ruido.

Levin pasó por delante de las mesas, casi todas ya ocupadas, mirando a los concurrentes. Aquí y allá veía las gentes más diversas, jóvenes y viejos, unos íntimos, otros conocidos. No había ni un rostro enfadado ni preocupado. Parecía que todos habían dejado en la portería sus disgustos y preocupaciones y se habían juntado allí para gozar, sin cuidados, de los bienes materiales de la vida. Allí estaban Sviajsky, y Scherbazky y Neviedovsky y el viejo príncipe y Vronsky, y Sergio Ivanovich.

–¡Ah! ¿Por qué has tardado tanto? –le preguntó el viejo Principe dándole una palmadita cariñosa en el hombro– ¿Cómo está Kitty? –añadió, arreglando la servilleta y colocándosela en el ojal del chaleco.

–Está bien. Las tres comen en casa.

–¡Ah! « Alinas–Nadinas…» Aquí ya no tenemos sitio para ti… Ve allí, a aquella mesa, y ocupa en seguida el puesto que hay vacante –dijo el viejo Príncipe volviendo la cabeza. Y, con gran cuidado, tomó de manos del lacayo el plato de sopa de lota.

–Levin, ven aquí –lo llamó, de algo lejos, una voz alegre.

Era Turovzin.

Estaba sentado junto a un joven militar desconocido para Levin y, a su lado, había dos sillas reservadas, inclinadas contra la mesa.

Después de las fatigosas conversaciones de aquel día, la vista de aquel amable libertino, por quien había sentido siempre simpatía y que le recordaba el día de su declaración a Kitty, a la que había estado presente, fue para Levin un motivo de particular alegría.

–Son las sillas para usted y Oblonsky, que vendrá ahora mismo –le dijo su antiguo amigo.

El militar, que permanecía sonriente, de pie, era el petersburgués Gagin.

Turovzin les presentó.

–Oblonsky siempre llega tarde –dijo luego– ¡Ah! Allí viene.

–¿Has llegado ahora? –preguntó Oblonsky acercándose a ellos y dirigiéndose a Levin. ¡Buenas! ¿Has bebido ya vodka? ¿No? Pues vamos…

Levin se levantó y, junto con Oblonsky, se acercó a una gran mesa, donde había bocadillos y garrafas llenas de vodka y otras bebidas. Parecía que entre dos docenas de bocadillos de diversas clases, ya se podía elegir a gusto; pero Esteban Arkadievich pidió otra cosa especial, que en seguida le trajo uno de los criados.

Los dos cuñados bebieron unas copitas de vodka, tomaron unos bocadillos y volvieron a su mesa.

En seguida, cuando aún comían la sopa de pescado, a Gagin le sirvieron champaña y ordenó que llenaran cuatro copas.

Levin no rehusó el vino que le ofrecía su amigo y pidió, por su parte, otra botella.

Tenía apetito y sed y comía y bebía con gran gusto; y con mayor gusto aún, tomaba parte en las conversaciones, sencillas y alegres, de sus compañeros de mesa.

Bajando la voz, Gagin contó una de las últimas anécdotas de San Petersburgo, la cual, aunque indecente y simple, era tan divertida, que Levin estalló en una fuerte carcajada que atrajo la atención de los que estaban en las mesas, aun los más lejanos.

–Es por el estilo de «esto precisamente no me gusta…» ¿Conoces ese chiste? –dijo Esteban Arkadievich–¡Ah! Es estupendo. Trae una botella más –ordenó al criado. Y empezó a contar la anécdota.

–De parte de Pedro Illich Vinovsky, quien les ruega que acepten –le interrumpió un criado viejecito, ofreciéndole dos finas copas llenas de burbujeante champaña.

Esteban Arkadievich tomó una de las copas y, mirando por encima de la mesa, cambió una mirada con un hombre calvo, de bigotes rubios, que estaba sentado unas mesas más allá y le hizo, con la cabeza, una señal de agradecimiento y saludo.

–¿Quién es? –preguntó Levin.

–Lo encontraste un día en mi casa… ¿No recuerdas? Es un buen mozo.

Levin repitió el gesto de su cuñado y tomó la copa que le ofrecían.

La anécdota de Esteban Arkadievich era también divertida. Levin contó otra que agradó igualmente.

Luego hablaron de caballos, de las carreras que se habían celebrado aquel día y de la brillante victoria obtenida por el «Atlasny» de Vronsky, que había ganado el premio. La comida transcurrió con todo ello tan agradablemente para Levin, que apenas se dio cuenta de nada.

–¡Ah! ¡Aquí están! –dijo Esteban Arkadievich, ya al final de la comida, alargando su mano, por encima de la silla, a Vronsky y a un alto coronel de la Guardia Imperial que se dirigían hacia ellos.

La alegría que reinaba en el Círculo se reflejaba también en el rostro de Vronsky, el cual, muy animado, se apoyó en el hombro de Esteban Arkadievich y le dijo algo al oído. Y con la misma sonrisa alegre adelantó la mano a Levin, que se la estrechó efusivamente.

–Estoy muy contento de encontrarlo de Nuevo. –dijo Vronsky– Aquel día, el de las elecciones, estuve buscándolo pero me dijeron que ya se había marchado usted.

–Sí, me marché aquel mismo día. –contestó Levin– Ahora mismo hablábamos de su caballo. –siguió– Lo felicito.

–Usted también tiene caballos, ¿no?

–No. Mi padre sí tenía, yo no. Pero me acuerdo y entiendo de ellos.

–¿Dónde has comido? –preguntó Esteban Arkadievich a Vronsky.

–Estamos en la segunda mesa. Detrás de las columnas.

–Lo han festejado. –––dijo el coronel– Ganó el segundo premio del Emperador. Si tuviese yo tanta suerte con las cartas como él con los caballos… Pero, estoy perdiendo un tiempo precioso. Voy a la «sala infernal»–añadió. Y se alejó de la mesa.

–Es Jachvin –––contestó Vronsky a Turovzin, que le había preguntado quién era aquel jefe militar. Y se sentó al lado de ellos, en la silla que había vacante.

Habiendo bebido la copa de champaña que le ofrecieron, Vronsky pidió otra botella.

Ya fuera por la impresión que le produjo el Círculo, ya por el vino que había bebido, Levin se sentía feliz. Entabló con Vronsky una animada conversación sobre caballos y se sintió aún más feliz al comprobar que no experimentaba animosidad alguna contra él. Hasta le dijo, entre otras cosas, que su mujer le había dicho que lo había encontrado en la casa de la princesa María Borisoyna.

–¡Ah! La princesa María Borisovna… ¡Es un encanto! –comentó Esteban Arkadievich. Y contó una anécdota referente a ella que hizo reír a todos.

Con tanta gana, tan francamente rió Vronsky, que Levin se sintió completamente reconciliado con él.

–¿Qué? ¿Hemos terminado? –preguntó Esteban Arkadievich– Vamos, pues –añadió sonriente.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 8

Al dejar la mesa, Levin se dirigió, con Gagin, a la sala de billares. Sentíase extraordinariamente ligero.

En el salón grande encontró a su padre político.

–¿Qué? ¿Cómo encuentras nuestro templo de la ociosidad? –le preguntó el Príncipe tomándole del brazo– Vamos. Echaremos un vistazo… daremos una vuelta y visitaremos el local…

–Sí, también yo tenía esa intención. Me parece muy interesante.

–Sí, para ti es interesante. Ahora, yo ya tengo otros intereses… Cuando miras a aquellos viejecitos, seguro que piensas que han nacido así, «machacados» –––dijo el Príncipe mostrándole un miembro del Círculo con el labio inferior colgando y que al andar apenas movía los pies, calzados con zapatos flexibles.

–¿Qué quiere decir «machacado»?

–Es un apodo que damos en el Círculo, ¿sabes? Cuando en las Pascuas se juega con huevos, si éstos chocan fuertemente, quedan machacados. Así somos nosotros: a fuerza de frecuentar el Círculo nos vamos «machacando». ¿Conoces al príncipe Chechensky? A ti esto te hace reír pero a mí no, porque, mirándolos pienso que muy pronto seré también uno de ellos –añadió. Y Levin comprendió por el rostro de su suegro que éste quería contarle alguna anécdota divertida.

–No, no lo conozco.

–¿Cómo? ¿No conoces al famoso príncipe Chechensky? Bien, es igual… Es un hombre que siempre juega al billar. Hace tres años no estaba todavía entre los «machacados» y lanzaba bravatas, y llamaba «machacados» a los demás. Pero un día llegó al Círculo y a nuestro portero, ¿sabes?, Vasili, ese grueso, que gusta tanto de decir palabras chistosas; pues bien: el príncipe Chechensky, se acerca a él y le pregunta: «Vasili, ¿quién hay en el Círculo? ¿Han llegado ya algunos de los «machacados»? Y nuestro hombre le contesta: «Usted es el tercero»». ¿Qué te parece?

De este modo, hablando y saludando a los amigos y conocidos que encontraban a su paso, Levin, junto con el Príncipe, recorrió todas las salas: la grande, donde ya estaban puestas las mesas y se habían organizado diversas partidas con los jugadores de siempre; la sala de los divanes, donde se jugaba al ajedrez y donde estaba Sergio Ivanovich, hablando con un desconocido; la sala de los billares, en cuyo recodo había un diván, en el cual, con alegre compañía y bebiendo champaña, estaba Gagin. Echaron, también, una ojeada a la « sala infernal», donde rodeando una mesa, sentados o de pie, se hallaban muchos socios, entre ellos Jachvin, haciendo «apuestas» en el juego de azar o entretenidos mirando el juego.

Procurando no hacer ruido, entraron en la oscura biblioteca, donde, cerca de las lámparas con pantalla, estaban sentados un señor joven, con el rostro sofocado, leyendo periódico tras periódico y un general calvo que parecía muy interesado por lo que estaba leyendo.

Estuvieron también en la sala que el Príncipe llama «de los sabios». En ella había tres señores que discutían animadamente las últimas noticias de política.

–Príncipe, haga el favor de venir. Todo está ya dispuesto –le dijo en aquel momento uno de sus compañeros de diversiones. Y el Príncipe se marchó con su tertulio.

Levin se sentó y se puso a recordar todas las conversaciones que había tenido durante la mañana; pero se sintió aburrido y, levantándose precipitadamente, salió en busca de Oblonsky y Turovzin pensando que con ellos hallaría al menos distracción.

Turovzin estaba sentado en un diván en la sala de los billares, teniendo cerca de él, en una mesita, un cubilete con un brebaje.

Esteban Arkadievich y Vronsky hablaban de algo cerca de la puerta, en un rincón de la sala.

–No es que ella se aburra, pero esta posición tan indefinida… –oyó Levin al pasar.

Quiso alejarse, pero Esteban Arkadievich lo llamó.

–¡Levin! –le gritó, con los ojos humedecidos, como solía tenerlos siempre que bebía mucho o estaba emocionado. Esta vez la causa era, sin embargo, otra –Levin, no te marches ––dijo y apretó a éste fuertemente el brazo bajo su codo para impedirle que se marchara –Es mi amigo más sincero y mejor –dijo luego a Vronsky– Tú también me eres muy querido. Y deseo que os hagáis buenos amigos, porque los dos sois excelentes personas.

–¿Por qué no? Sólo nos falta besarnos –dijo Vronsky con bondadosa y burlona sonrisa, dando a Levin la mano, que él estrechó afectuoso, fuertemente, mientras decía:

–Me alegro, me alegro mucho.

–¡Mozo! Trae una botella de champaña ––ordenó Esteban Arkadievich al criado.

–Yo también me alegro mucho –dijo Vronsky.

Pero, a pesar de los deseos de Esteban Arkadievich y de ellos dos mismos, de entablar conversación, no encontraron de qué hablar y aparecían mustios y aburridos.

–¿Sabes? Levin no conoce a Anna. ––dijo Esteban Arkadievich a Vronsky– Y yo quiero llevarlo a tu casa para presentarlos y que se conozcan.

–¿Es posible? ––dijo Vronsky– Ana se sentirá muy contenta… Yo iría con vosotros, también, a casa, pero me preocupa Jachvin. Me quedaré aquí hasta que termine su juego.

–¿Y qué, va mal?

–Está perdiendo, como siempre y soy el único que puede contenerlo.

– ¿Qué? ¿Jugamos una partida? –propuso Esteban Arkadievich– Levin, ¿quieres jugar? Coloca los bolos ––ordenó al marcador.

–Ya hace rato que están preparados –contestó éste que, en efecto, había ya dispuesto los bolos en triángulo y se entretenía en rodar la roja.

–Bien; vamos a jugar.

Después de la partida, Vronsky y Levin se sentaron a la mesa, al lado de Gagin y Levin, aceptando la propuesta de Esteban Arkadievich, se puso a jugar a las cartas apuntando a los ases.

Vronsky estaba sentado al lado de la mesa, rodeado de conocidos que sin cesar venían a hablarle o iba, de cuando en cuando, a la «sala infernal» para ver cómo marchaba en su juego Jachvin.

Levin, después de la fatiga cerebral que había sentido por la mañana, experimentaba ahora una sensación agradable de descanso. El hecho de no sentir ya animosidad alguna contra Vronsky, lo hacía sentirse dichoso y una impresión de tranquilidad y de placer invadía continuamente su espíritu.

Terminada la partida, Esteban Arkadievich lo tomó por el brazo.

–¿Vamos a ver a Anna? Ahora mismo, ¿no? Ella estará en casa. Hace tiempo que le prometí llevarte. ¿A dónde vas esta noche?

–A decir verdad, a ninguna parte. He prometido a Sviajsky ir a la Asociación de Agricultores. Pero es igual. Podemos ir a ver a Anna.

–¡Estupendo! Vamos. Entérate de si ha llegado mi coche –encargó Esteban Arkadievich al criado.

Levin se acercó a la mesa, pagó la apuesta perdida a los ases ––cuarenta rublos–; pagó, de una manera particularmente misteriosa, el gasto que había hecho en el Club, que el criado viejecito que había en la puerta conocía y, moviendo mucho los brazos, a través de diversas salas, se dirigió hacia la puerta.

Imagen: Чаепитие Трактир 1911 – Сапунов Николай Николаевич (1880-1912

TÉ PARA TRES (Lee Scott) – PARA MI MAIA

miércoles, julio 24th, 2013

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Mañana feliz, de vacaciones, todos en la cama grande, abrazados y cantando porque Maia, mi Maia, hoy cumple 10 años. Tiempo pasó, vida pasó y ella va creciendo tan hermosamente!
Desayunamos y compartimos la traducción de esta bella poesía de Lee Scott- Y aunque ella, Maia, ya no juegue con osos, espero poder, siempre, tomar un té, ruso e inglés, mirándole esos ojos mágicos.

TÉ PARA TRES

Ven y siéntate conmigo y tomaremos té
y hablaremos de cosas que fueron
y de cosas que van a ser,
de lugares a los que iremos
y de cosas que vamos a ver.
Sólo nosotras dos,
mi querida hija y yo.

Una mesita de madera,
con sillas para dos, no tres.
Claro que puedes traer a tu oso
y sentarlo en mi rodilla.
Ya no somos sólo nosotras,
ya veo, es un té para tres.
Mi querida hija, el destartalado oso y yo.

Los años pasaron y creciste,
enmarcada en mi memoria, todavía te veo.
Manos de querubín con hoyuelitos,
sosteniendo tacitas de marfil.
Tu brillante risa es la dueña del momento,
una cara de bebé llena de alegría,
que los ángeles salpican de polvo de estrellas.
Oh, precioso regalo que dios me dio!

Si vivo hasta los 100,
nunca seré más rica
que cuando compartía tu deslumbrante presencia
y, juntas, tomábamos té.
Mi querida hija, el destartalado oso y yo!

Фешин Н.И. — Портрет Вари Одоратской

Come and sit with me and we’ll have tea
and talk of things that were
and things that are to be,
of places we will go
and things that we will see.
Just the two of us,
my dear daughter and me.

A little wooden table
with chairs for two, not three.
Yes, of course you may bring your bear
and place him on my knee.
No longer just the two of us,
it’s tea for three, I see.
My dear daughter,
the bedraggled bear
and me.

The years passed by and you grew up,
framed in memory, I still see.
Cherub hands dimpled daintily,
clutching ivory cups of tea.
Twinkle laughter owns the moment,
baby faced & full of glee,
starshine dusted by the angels,
Oh, God’s precious gift to me!

If I live to be a hundred,
I shall never richer be,
than when I shared your dazzling presence
and together we sipped tea.
My dear Daughter,
the bedraggled bear
and Me!

Imágenes:
Tea and Lilies – Morgan Vejstling
Retrato de Varya Adoratskaya (1914)- Nicolai Fechin

ANNA KARENINA – SÉPTIMA PARTE – CAPÍTULOS 4, 5 Y 6

martes, julio 23rd, 2013

37631800_Vladimir_Egorovich_Makovskiy_18461920_Malchik_i_zhenschina_pyuschie_chay В. Е. Маковский — Мальчик и женщина, пьющие чай
Buenas noches, dachas lectoras! Hoy tenemos los Capítulos 4, 5 y 6 de la Séptima Parte de Anna Karenina, porque, en verdad, nos habíamos desmadrado! Espero que todos se hayan puesto a la par. Leyéndolos, me acordé de una anécdota familiar, en la que mi babi Sara había retado a mi papá o a mi tía y mi abuelo la había llamado «madrastra»; les pregunto a los rusos (ya que a mí ya no me queda ninguno vivo), madrastra ¿es una palabra con la que se suele castigar a una madre muy dura? Espero respuestas ¿Ya tienen su vaso de Tierra de colonos preparado? Vamos.

ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SÉPTIMA PARTE – Capítulo 4

Casado con Natalia, hermana de Kitty, Lvov había pasado toda su vida en las capitales y en el extranjero, donde se había educado y había actuado después como diplomático.

El año anterior había dejado el servicio diplomático, no porque le hubiese sucedido nada desagradable (cosa imposible en él), sino para pasar al servicio del ministerio de la Corte, en Moscú y tener así la posibilidad de dar una educación superior a sus dos hijos.

No obstante la diferencia bien marcada entre sus costumbres e ideas y aunque Lvov era mucho más viejo que Levin, durante aquel invierno los dos cuñados se habían sentido unidos por una sincera amistad.

Lvov estaba en casa y Levin entró en su gabinete sin anunciarse.

Vestido con una bata, con cinturón y zapatillas de gamuza, Lvov estaba sentado en una butaca y, con su pince-nez de cristales azules, leía en un libro colocado sobre un pupitre, mientras que, con una mano, entre dos dedos, sostenía con cuidado, a distancia, un cigarrillo encendido a medio consumir.

Su rostro, joven aún, al cual los cabellos rizados, blancos y brillantes, daban un aire aristocrático, al aparecer Levin se iluminó con una sonrisa de alegría.

–Ha hecho usted muy bien en venir. Precisamente quería mandarle una carta… ¿Cómo está Kitty? Siéntese aquí, por favor. -Lvov se levantó y acercó a Levin una mecedora.- ¿Ha leído usted la última circular en el Journal de Saint-Petersburg? La encuentro muy bien –comentó con acento ligeramente afrancesado.

Levin refirió a su cuñado lo que había dicho a Katavasov sobre los rumores que circulaban en San Petersburgo y, después de haber charlado de otras cuestiones políticas, le contó su encuentro con Metrov y su impresión de la conferencia, cosa que despertó en el otro un extraordinario interés.

–Le envidio que pueda frecuentar ese mundo tan interesante de la ciencia –dijo, y animándose, continuó, en francés ahora, porque en este idioma se explicaba con más comodidad– A decir verdad, tampoco tendría tiempo; mi trabajo y mis ocupaciones con los niños no me lo permitirían y, además (lo confieso sinceramente) no tengo la suficiente preparación.

–No lo pienso así –dijo Levin con una sonrisa y conmovido como siempre ante las palabras de su cuñado, por saber que respondían, no a un deseo de aparentar modestia, sino a un sentimiento profundo y sincero.

–Repito que es así y ahora me doy cuenta de mi escasa cultura. Hasta para enseñar a mis niños tengo que refrescar frecuentemente mi memoria y aun a veces repasar mis estudios. Porque, para educar a los hijos, no basta procurarles maestros; hay que ponerles también observadores, tal como en su propiedad tiene usted obreros y capataces. Ahora estoy leyendo esto –Lvov indicó la gramática de Buslaev que, por ejemplo, tenía sobre el pupitre– Se lo exigen a Michka y es tan difícil… ¿Quiere usted explicarme qué es lo que dice aquí?

Levin le objetó que se trataba de materias que debían ser aprendidas sin intentar profundizar en ellas pero Lvov no se dejó convencer.

–Usted se ríe de mí…

–Al contrario. Usted me sirve de ejemplo para el porvenir y, viéndole, aprendo a pensar en lo que habré de hacer cuando tenga que encargarme de la educación de mis hijos.

–Poco podrá usted aprender de mí.

–Sólo puedo decirle una cosa: no he visto niños mejor educados que los suyos y no quisiera más sino que los míos lo fueran como ellos.

Lvov quiso contenerse para no expresar la satisfacción que le causaban aquellas palabras, pero su rostro se iluminó con una sonrisa.

–Eso sí; quisiera que fuesen mejores que yo. Es todo lo que deseo. Usted no se figura el trabajo que dan chicos como los míos, que por nuestra forma de vivir, casi siempre en el extranjero, estaban tan atrasados en sus estudios.

–Ya adelantarán. Son muchachos despiertos e inteligentes. Lo principal es la educación moral y en este aspecto he aprendido mucho viendo a sus hijos.

–Usted dice «la educación moral»… Es imposible imaginar hasta qué punto es difícil eso. Apenas ha salvado usted una parte, se enfrenta con otra y de nuevo comienza la lucha. Si no fuera por el apoyo de la religión (se acordará usted de lo que hablamos sobre este asunto), ningún padre podría, con sus medios solamente, llevar adelante la educación de sus hijos.

Esta conversación, que interesaba siempre a Levin, fue interrumpida por la bella Natalia Alejandrovna, que entraba vestida ya para ir al concierto.

–No sabía que estuviese usted aquí –dijo desviando aquella conversación tan repetida y aburrida para ella. -¿Y cómo está Kitty? Hoy como en casa de ustedes –dijo a Levin– ¿Lo sabías, Arseny? Tú tomarás el coche… –se dirigió a su marido.

Los esposos se pusieron a discutir sobre lo que tenían que hacer aquel día. Como el marido, por obligaciones del servicio, debía ir a la estación a recibir a un personaje y la mujer quería asistir al concierto y luego a una conferencia pública de la Comisión del Sudeste, tenían que meditar y resolver varias cuestiones relacionadas con todo ello, en las cuales entraba también Levin como persona de la casa.

Decidieron, al fin, que Levin iría al concierto con Natalia Alejandrovna y a la conferencia y desde allí mandarían el coche a Arsenio, el cual, a su vez, iría a buscar a su mujer para llevarla a casa de Kitty. En el caso de que Lvov no terminara a tiempo sus quehaceres, mandaría el coche y Levin acompañaría a Natalia Alejandrovna a su casa.

–Levin quiere halagarme. –dijo Lvov– Me asegura que nuestros niños están muy bien dotados, cuando yo les reconozco tantos defectos.

–Arseny exagera, lo digo siempre. –comentó la mujer––– Si buscas la perfección, –dijo luego a su marido– nunca estarás contento. Eso es imposible. Papá dice (y yo lo pienso también) que cuando nos educaban a nosotros se pecaba en un sentido, nos tenían en el entresuelo mientras los padres habitaban en el principal; ahora, por el contrario, los padres viven en la despensa y los hijos en el principal. Ahora los padres ya no han de vivir, sino sacrificarlo todo por los hijos.

–¿Y por qué no ha de ser así si es agradable? –dijo Lvov, sonriendo con su hermosa sonrisa y acariciando la mano de su mujer––– Quien no te conozca podría pensar que no eres madre sino madrastra.

–No, la exageración no va bien en ningún caso – insistió Natalia Alejandrovna con tranquilidad, poniendo en su sitio la plegadera.

–Ahí los tiene usted. ¡Ea, pasen acá los niños perfectos! ––dijo Lvov dirigiéndose a sus dos hermosos hijos, que entraban en aquel momento.

Los niños saludaron a Levin y se acercaron a su padre con evidente deseo de decirle algo.

Levin quiso hablarles y oír lo que iban a decir a Lvov, pero en este momento Natalia Alejandrovna se puso a hablar con él y en seguida entró en la habitación Majotin, compañero de Lvov en el servicio, el cual, vestido con el uniforme de la Corte, venía a buscarlo para ir juntos a recibir al personaje que llegaba. Al punto, se entabló entre ellos una conversación, que resultó interminable, sobre la Herzegovina, la princesa Korinskaya, el Ayuntamiento y sobre la muerte inesperada de la Apraxina.

Levin, con todo esto, se olvidó del encargo que le había dado Kitty para Arsenio pero, cuando se disponía a salir, lo recordó:

–¡Ah! Kitty me encargó hablarle sobre Oblonsky –dijo ahora, al detenerse Lvov en la escalera, acompañándoles a su esposa y a él.

–Sí, sí, maman quiere que nosotros, les beaux fréres, le dirijamos una reprimenda –dijo Lvov, poniéndose rojo– ¿Y por qué debo hacerlo yo?

–Entonces lo haré yo –repuso, sonriendo, Natalia Alejandrovna, que esperaba el final de la conversación, habiéndose puesto ya su capa de zorro blanco… Ea, vamos.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 5

En el concierto ejecutaban dos piezas interesantes. Una era El rey Lear en la estepa y otra el cuarteto dedicado a la memoria de Bach.

Las dos obras eran nuevas, compuestas en estilo moderno y Levin desaba fomar juicio acerca de ellas. Con esta intención, después de haber acompañado a su cuñada a la butaca, se puso al lado de una columna, decidido a escuchar con toda atención.

Procuró no distraerse, no estropear la impresión de la obra mirando los movimientos del director de orquesta, solemne con su corbata blanca, lo que entretiene tanto la atención en los conciertos. Tampoco quería mirar a las mujeres, tocadas con sombreros, cuyas cintas, especialmente destinadas a tales fiestas, ocultaban delicadamente sus lindas orejas, ni a todas aquellas fisonomías no preocupadas por nada o sólo por las cuestiones más diversas fuera de la música. Quiso sobre todo evitar a los aficionados, grandes habladores casi todos y, con los ojos fijos en el espacio, se puso a escuchar.

Pero cuanto más oía la fantasía de «El rey Lear», tanto más lejos se sentía de poder formar una opinión definida. Juntándose las melodías sin cesar, empezaba la expresión musical del sentimiento para, en seguida, diluirse en los principios de nuevas expresiones según el capricho del compositor, dejando como única impresión la de la búsqueda penosa de una difícil instrumentación. Pero estos trozos, que a veces encontraba excelentes, otras, le eran desagradables por inesperados o bien, provocados sin ninguna preparación. Alegría y tristeza y desesperación y dulzura y exaltación, se sucedían con la incoherencia de las ideas de un loco para desaparecer, después, de la misma manera.

Durante la audición, Levin experimentaba continuamente la impresión de un sordo contemplando una danza. Cuando la pieza hubo terminado, se sintió perplejo e invadido de una inmensa fatiga, provocada por la tensión nerviosa a que inútilmente se había sometido.

Desde todas partes se escucharon grandes aplausos. Todos se levantaron, se movieron de una parte a otra y empezaron a hablar. Queriendo aclarar su desconcierto con la impresión de otros, Levin se dirigió al encuentro de los entendidos en música y tuvo la suerte y la alegría de ver a uno de los que gozaban de más crédito hablando con su amigo Peszov.

–Es pasmoso –decía Peszov, con su profunda voz de bajo.- Buenos días, Constantino Dmitrievich… El pasaje más vivo, el más rico en melodías, es aquel en que aparece Cordelia, en que la mujer, el eterno femenino, entra en lucha con el Destino… ¿No es cierto?

–¿Y qué tiene que ver con esto Cordelia? –preguntó tímidamente Levin, olvidando por completo que aquella fantasía presentaba al rey Lear en la estepa.

–Aparece Cordelia… Mire: aquí… –dijo Peszov, dando golpecitos con los dedos al programa satinado que tenía en la mano y alargándolo a Levin.

Sólo entonces Levin recordó el título de la fantasía y se apresuró a leer, traducidos al ruso en el programa, al dorso de éste, los versos de Shakespeare.

–Sin esto, es imposible seguir la música –dijo Peszov dirigiéndose a Levin, porque su otro interlocutor se había marchado y no tenía con quién hablar.

En el intermedio, entre Levin y Peszov se entabló una discusión sobre las cualidades y los defectos de las directrices seguidas por Wagner en su música. Levin decía que el error de Wagner, como el de todos sus seguidores, consiste en querer introducir la música en el campo de otro arte y que yerra también la poesía cuando describe los rasgos de un rostro, lo que debe dejarse a la pintura. Como ejemplo de tal error, Levin adujo el del escultor que quiso cincelar en mármol rodeando la figura del poeta en el pedestal las pretendidas sombras de sus inspiraciones.

–Estas sombras del escultor tienen tan poco de sombras, que se tiene la impresión de que se sostienen merced a la escalera ––concluyó Levin. Y se sintió satisfecho de su frase.

Pero apenas la había dicho, se dio cuenta de que acaso la había dicho ya en otra ocasión y precisamente al mismo Peszov y se sintió turbado.

Peszov, por su parte, demostraba que el arte es único y que puede llegar a su máxima expresión sólo en la unión de todos sus aspectos.

La segunda obra del concierto, Levin no pudo escucharla. Peszov, a su lado, le habló casi todo el tiempo, criticando esta composición por su sencillez, demasiado exagerada, azucarada, artificial y comparándola con la ingenuidad de los prerrafaelistas en la pintura.

A la salida, Levin encontró muchos conocidos, con los cuales habló de política, de música y de amigos y conocidos comunes.

Entre otros, encontró al conde Bolh, de la visita al cual se había ya olvidado por completo.

–Bueno, pues, vaya ahora –le indicó Lvova, al que habló de aquel olvido– Puede ser que no lo reciban, con lo que ganaría tiempo y podría ir a buscarme en seguida a la Comisión. Yo estaré todavía allí.

SÉPTIMA PARTE – Capítulo 6

–¿Acaso no reciben hoy? –preguntó Levin, a la entrada de la casa de la condesa de Bohl.

-Sí, reciben. Haga el favor de pasar –dijo el porter, quitando el abrigo a Levin.

«Que lástima», pensó suspirando Levin. Se quitó un guante y, arreglándose el sombrero, se dirigió al primer salón. «¡Para qué habré venido!», iba diciéndose para sí. «¿Y qué les diré?»

Pasado el primer salón, Levin encontró, a la puerta del siguiente, a la condesa de Bohl, que con el rostro grave y severo daba órdenes a su criado.

Al ver a Levin, la Condesa sonrió y le rogó que pasara al saloncito contiguo, del cual salían rumores de conversación.

En él estaban sentados, en sendas butacas, los dos hijos de la Condesa y un coronel moscovita que ya conocía Levin. Este se acercó a ellos, saludó y se sentó con su sombrero sobre las rodillas.

–¿Cómo está su esposa? ¿Estuvo usted en el concierto? Nosotros no hemos podido ir. Mamá tuvo que asistir a un funeral.

–Sí, lo he oído decir. ¡Qué muerte tan inesperada! –dijo con indiferencia Levin.

Vino la Condesa, se sentó en un diván y le preguntó también por su mujer y por el concierto.

Levin repitió su sorpresa por la muerte repentina de la Apraxina.

–De todos modos, siempre había tenido una salud muy frágil ––comentó.

–¿Estuvo usted ayer en la ópera?

–Sí. La Lucca estuvo soberbia.

–Sí, estuvo muy bien –dijo Levin. Y, sin importarle lo que pudieran pensar de él, se puso a repetir lo que había oído decir respecto al talento particular de la cantante.

La condesa Bohl fingía escucharle.

Le pareció que había dicho ya bastante, se calló y, entonces, el Coronel, que hasta entonces había guardado silencio, comenzó a hablar a su vez. Habló de la ópera, del nuevo alumbrado y, tras hacer alegres pronósticos acerca de la folle journée que se preparaba en casa de Tiurnin, rió, recogió su sable con gran ruido, se levantó y se fue.

Levin se levantó también pero, por el gesto que hizo la Condesa, comprendió que aún era pronto para irse, que debía quedarse un par de minutos más, por lo menos. Se sentó, pues, de nuevo, atormentado por el estúpido papel que hacía e incapaz de encontrar un motivo de conversación.

–¿Usted no va a la conferencia pública de la Comisión del Sudeste? –le preguntó la Condesa– Dicen que es muy interesante.

–No estaré en la conferencia pero he prometido a mi cuñada pasar a buscarla allí –contestó Levin.

Hubo otro silencio. La madre y el hijo cambiaron una mirada.

«Bueno, parece que ahora ya es tiempo», pensó Levin. Y se levantó.

La Condesa y los dos hijos le dieron la mano, rogándole que dijera mille choses de su parte a su mujer.

El portero, al ponerle su abrigo, le preguntó: «¿Dónde para el señor en Moscú?». Y en seguida lo anotó en una libreta grande y elegantemente encuadernada.

«A mí me da igual», pensó Levin, «pero, de todos modos, me molesta y ¡es tan ridículo todo esto!». Se consoló, no obstante, pensando que todo el mundo hacía visitas como aquélla.

Se dirigió de allí a la conferencia pública donde había de encontrar a su cuñada, para ir juntos a su casa, una vez terminado el acto. Había allí una numerosa concurrencia y se veía a casi toda la alta sociedad. Al llegar él, todavía hacían la exposición general, la cual le aseguraron que era muy interesante.

Cuando se dio fin a la lectura y el Comité se reunió para tratar diversas cuestiones, Levin encontró también a Sviajsky, el cual lo invitó a ir a la Sociedad de Agricultores, donde, según él, se daba también aquel día una conferencia de gran interés. Encontró, asimismo, a Esteban Arkadievich, que venía de las carreras de caballos y a otros muchos conocidos suyos, con todos los cuales conversó sobre la conferencia, sobre una nueva obra teatral que acababa de estrenarse y sobre un proceso que apasionaba a la gente y a propósito del cual, seguramente a causa del cansancio que empezaba a experimentar, cometió un error que, después, tuvo que lamentar. Comentando la pena impuesta a un extranjero juzgado en Rusia y hablando de que sería injusto castigarlo con la expulsión del país, Levin repitió esta frase, que había oído anteriormente conversando con un conocido:

«Me parece que mandarlo fuera de Rusia es igual que castigar al sollo echándolo al río.»

Y luego recordó que este pensamiento, que él había presentado como propio, era tomado de una fábula de Krilov y que el conocido de quien lo oyera, lo había recogido, a su vez, de un artículo publicado en un periódico.

Después de haber ido a su casa, junto con su cuñada y habiendo encontrado a Kitty alegre y en perfecto estado de salud, Levin se fue al Círculo.

La imagen de hoy: Vladimir Makovsky – El niño y la mujer bebiendo té.

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