
El té de alta gama de la Provincia de Misiones es el resultado de un proyecto de cultivo orgánico en los jardines más australes del mundo. Cosechado y elaborado artesanalmente en hebras enteras, preserva todas las cualidades naturales de los mejores brotes, otorgándonos una infusión de buen carácter, rica en aroma y sabor.
Por su grado de oxidación, no podemos clasificarlo como té rojo, ya que no está 100% oxidado. Tampoco es un té azul, ya que el proceso por el cual se elabora no incluye la fase de cuarteado. Por tanto, yo me etrevería a clasificarlo como un té semioxidado de tipo sui generis, único en el mundo.
DaCha creó cuatro blends que contienen estas hebras, con la certeza de obtener un producto de calidad superior, equiparable a aquellos considerados los mejores. Uno de ellos es TIERRA DE COLONOS, el blend que estamos promocionando esta semana. No se lo pueden perder.
Posts etiquetados ‘Té’
TÉ MISIONERO DE ALTA GAMA
sábado, junio 15th, 2013ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 9, 10, 11 Y 12
viernes, junio 14th, 2013
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 9
Eran más de las cinco y ya estaban presentes algunos invitados cuando llegó el dueño de la casa. Entró con Sergio Ivanovich Kosnichev y con Peszov, que en aquel momento se habían encontrado en la puerta.
Como Oblonsky decía, eran los dos principales representantes de la intelectualidad de Moscú y ambos gozaban de mucho respeto por su carácter e inteligencia.
Se estimaban mutuamente, pero eran contrarios casi en todo. Nunca estaban de acuerdo y no por pertenecer a distintas corrientes de ideas, sino precisamente por sustentar las mismas. Los enemigos de su partido les consideraban iguales. Pero dentro de su partido cada uno tenía su propio matiz. Y como nada hay más difícil que entenderse en cuestiones casi abstractas, jamás coincidían en sus ideas, aunque estaban acostumbrados, desde mucho tiempo atrás, a reírse mutuamente, sin enfadarse, del error en que cada uno consideraba al otro.
Entraban, hablando del tiempo, cuando Oblonsky les alcanzó. En el salón estaban ya el príncipe Alejandro Dmitrievich Scherbazky, el joven Scherbazky, Turovzin, Kitty y Karenin. Esteban Arkadievich observó en seguida que, sin su presencia, la conversación languidecía. Daria Alejandrovna, vestida de seda gris, estaba evidentemente preocupada por los niños, que comían solos en su cuarto; pero lo estaba sobre todo por la tardanza de su marido, ya que ella no sabía organizar bien aquellas reuniones. Todos estaban allí, según la expresión del viejo Príncipe, como muchachas en visita, sin comprender el motivo que les reunía y esforzándose en buscar palabras para no permanecer mudos.
El bondadoso Turovzin se encontraba, y ello se veía en seguida, fuera de su ambiente, y sonreía con sus labios gruesos, mirando a Oblonsky, como diciéndole: «¡Vaya, hombre! Me has traído a una sociedad de sabios… Ya sabes que mi especialidad es ir a echar un trago o asistir al Château des Fleurs…»
El anciano Príncipe callaba, mirando de soslayo a Karenin con sus ojos brillantes. Esteban Arkadievich comprendió que ya habría inventado alguna frase con la cual hacerle un resumen a aquel político de quiénes estaban invitados a participar, como si él fuera un esturión.
Kitty miraba hacia la puerta, preocupada por no ruborizarse cuando apareciera Levin. El joven Scherbazky, a quien no habían presentado a Karenin, procuraba demostrar que ello le era completamente indiferente.
Karenin, según la costumbre pertersburguesa en las comidas donde figuraban señoras, llevaba frac y corbata blanca. Oblonsky comprendió por su rostro que sólo acudía por cumplir su palabra, y que concurriendo a la reunión lo hacía como quien cumple un deber penoso. El era, pues, el causante de la impresión glacial que sintieron los invitados hasta la llegada del anfitrión.
Esteban Arkadievich al entrar en el salón, disculpó su ausencia afirmando que le había retenido cierto príncipe a quien todos conocían, que era como el testaferro de todos sus retrasos y faltas.
En seguida, en un momento, presentó a todos, procurando relacionar a Karenin con Sergio Kosnichev e iniciando una charla sobre la rusificación de Polonia en la que ambos se enzarzaron inmediatamente, así como Peszov. Dio una palmada en el hombro a Turovzin, le cuchicheó algo muy gracioso al oído y le sentó entre su mujer y el Príncipe.
Después dijo a Kitty que estaba muy bonita aquel día y presentó a Karenin y Scherbazky. Tan bien se arregló que, un momento después, el salón tenía un aire agradable y las voces sonaban alegres y animadas.
Sólo faltaba Constantino Levin. Pero su falta resultó aún beneficiosa, porque, al dirigirse Esteban Arkadievich al comedor, donde lo encontró, se dio cuenta al mismo tiempo de que el oporto y el jerez que habían traído eran de la casa Desprês y no de Levé y ordenó que el cochero fuese en seguida a esta casa para que trajesen vinos.
–¿Me he retrasado? –preguntó Levin a Oblonsky, mientras se dirigían al salón.
–¿Acaso es posible que no te retrases alguna vez? –repuso su amigo cogiéndolo del brazo.
–¿Tienes muchos invitados? ¿Quiénes son? –preguntó Levin sonrojándose a su pesar y quitándose con el guante la nieve de su gorro de piel.
–Todos son conocidos. Está Kitty, también. Ven, que te presento a Karenin.
A pesar de su liberalismo, Oblonsky sabía que a todos halagaba conocer a su cuñado y por esto se esforzaba en traer a sus mejor amigos, presentándoselos, un placer que Levin no estaba en aquel momento en condiciones de apreciar plenamente.
No había visto a Kitty, fuera del momento en que la entreviera en el camino de Erguchovo, desde aquella infausta noche en que se había encontrado con Vronsky. En el fondo de su alma sabía que hoy iba a verla aquí. Pero, tratando de defender la libertad de sus pensamientos, insistía en decirse a sí mismo que no lo sabía.
Ahora, al enterarse de que, en efecto, estaba, sintió tal alegría y tal temor a la vez, que se le cortó la respiración y no supo decir lo que quería. «¿Cómo será ahora? ¿Estará como antes o como la vi en el coche? ¿Será verdad lo que me dijo Daria Alejandrovna?», pensaba.
–Sí; haz el favor de presentarme a Karenin –logró decir al fin. Y con paso desesperadamente decidido, penetró en el salón y la vio.
Kitty no era ya la muchacha de antes; no era la que había visto en el coche, sino otra completamente distinta. Parecía avergonzada, temerosa, tímida y, por ello, más bella aún. Ella divisó a Levin en el mismo momento en que entraba en el salón. Lo esperaba. Se alegró y su alegría la turbó hasta tal extremo, que hubo un momento, precisamente aquel en que Levin se dirigía hacia la dueña de la casa y la volvió a mirar, que a ella misma, a él y a Dolly, que los estaba observando, les pareció que no podía contenerse y que iba a ponerse a llorar. Se ruborizó, palideció, volvió a ruborizarse y quedó inmóvil, con un ligero temblor en los labios, mirando a Levin. El se acercó, la saludó y le dio la mano en silencio. Sin aquel temblor de los labios y aquella humedad que hacía más vivo el brillo de sus ojos, la sonrisa de Kitty habría sido casi tranquila cuando le dijo:
–Hace mucho que no nos vemos.
Y, con el atrevimiento de la desesperación, apretó con su mano fría la de Levin.
–Usted a mí, no; pero yo a usted, sí. –contestó él, con una sonrisa radiante de dicha– La vi cuando iba desde la estación a Erguchovo.
–¿Cuándo? –preguntó ella sorprendida.
–Por el camino de Erguchovo –repuso Levin, sintiendo que la felicidad que le llenaba el alma ahogaba su voz. ¿Cómo había podido asociar la idea de algo que no fuese inocente y puro a aquella encantadora criatura? «Sí; parece cierto lo que me dijo Daria Alejandrovna», pensó.
Esteban Arkadievich, cogiéndolo del brazo, lo acercó a Karenin.
–Permítanme presentarlos –y enunció sus nombres.
–Celebro volver a verlo –dijo Alexis Alexandrovich estrechando con frialdad la mano de Levin.
–¿Se conocen ustedes? –preguntó Oblonsky sorprendido.
–Hemos pasado juntos tres horas en el tren –aclaró Levin sonriendo– pero salimos de él intrigados como de un baile de máscaras, al menos yo.
–¡Ah! No lo sabía –dijo Oblonsky y añadió, señalando al comedor: –Pasen, hagan el favor.
Los hombres pasaron al comedor y se acercaron a la mesa de los entremeses, preparada a un lado, y en la que había seis clases de vodka, otras tantas de queso, con palillos de plata y sin ellos, caviar, arenques, conservas de todas clases y platos con pequeñas rebanadas de pan francés.
Todos permanecieron un rato ante la mesa, bebiendo el aromático vodka. La charla sobre la rusificación de Polonia, entre Kosnichev y Karenin, se calmó en espera de la comida.
Sergio Ivanovich sabía muy bien cambiar una conversación seria y elevada vertiendo en ella, inesperadamente, algunas gotas de sal ática, lo que hizo en esta ocasión, modificando así el estado de ánimo de sus interlocutores.
Alexis Alexandrovich opinaba que la rusificación de Polonia sólo se podía lograr mediante principios superiores introducidos por la administración rusa. Peszov sostenía que un pueblo sólo asimila a otro cuando está más poblado. Kosnichev reconocía una cosa y otra, pero con limitaciones. Y, cuando salían del salón, dijo, con una sonrisa para cerrar la discusión:
–Para la rusificación de Polonia, sólo hay un medio: poner en el mundo el mayor número posible de niños rusos. Mi hermano y yo obramos en ese sentido peor que nadie. Pero ustedes, señores casados, y sobre todo usted, Esteban Arkadievich, se portan como perfectos patriotas. ¿Cuántos hijos tiene usted ahora? –preguntó, dirigiéndose con afable sonrisa al dueño de la casa y presentándole su copita para brindar con él.
Todos rieron y Oblonsky, más que ninguno.
–Sí; ése es el mejor medio –dijo, masticando el queso y vertiendo un vodka especial en la copa de uno de los invitados.
La discusión, en efecto, concluyó con aquella broma.
–No está mal este queso. –dijo el anfitrión– Permítanme que les ofrezca. ¿Has empezado otra vez a hacer gimnasia? ––dijo a Levin, palpándole con su mano izquierda los bíceps.
Este sonrió, contrajo el brazo y, entre los dedos de Esteban Arkadievich, se levantó un bulto, redondo como un queso, bajo el fino paño de la levita de su amigo.
–¡Menudos bíceps! ¡Eres un Sansón!
–Para cazar osos debe de necesitarse seguramente una fuerza poco común –dijo Karenin, que tenía una idea muy vaga de la caza, mientras untaba pan con queso, rompiendo, al hacerlo, la rebanada, delgada como una telaraña.
Levin sonrió.
–Ninguna. Al contrario. Hasta un niño puede matar un oso ––dijo. Y, haciendo un leve saludo, dejó paso a las señoras, que se acercaban a la mesa para tomar bocadillos.
–Me han dicho que ha matado usted un oso. –dijo Kitty, tratando en vano de pinchar con el tenedor una seta lisa y rebelde y sacudiendo las puntillas entre las cuales brillaba su mano blanca– ¿Hay osos en su propiedad? –añadió, volviendo a medias su hermosa cabecita y sonriendo.
Al parecer, nada había de extraordinario en lo que había dicho, pero ¡qué inexplicable significación palpitaba para él en cada sonido y cada movimiento de sus labios, de sus ojos, de su mano, al hablar! Había en ellos súplica de que la perdonara, confianza en él, caricia, una caricia suave y tímida, promesa, esperanza… y amor, un amor que le anegaba en felicidad.
–No. He ido a la provincia de Tver. Al regreso encontré en el tren a su cuñado, o mejor dicho, al cuñado de su cuñado. Fue un encuentro divertido.
Y relató animadamente, divirtiéndola mucho, que, después de no haber dormido en toda la noche, se introdujo en el departamento de Karenin vistiendo su pelliza de piel de oveja.
–Al contrario del refrán, el guarda, viendo mi indumentaria, trató de impedirme el paso, pero empecé a soltar algunas expresiones algo fuertes… También usted –dijo Levin dirigiéndose a Karenin, cuyo nombre había olvidado– quiso primero hacerme salir, juzgándome por mi pelliza de piel de cordero. Pero luego intervino en mi favor y se lo agradecí profundamente.
–En general, los derechos de los viajeros a los asientos son muy inconcretos –repuso Alexis Alexandrovich limpiándose los dedos con el pañuelo.
–Yo notaba que usted estaba indeciso con respecto a mí. –dijo Levin, riendo bonachón– Por eso me apresuré a iniciar una charla culta para tratar de borrar el aspecto de mi zamarra.
Sergio Ivanovich, que hablaba con la dueña y atendía a medias a su hermano, lo miró de reojo.
«¿Qué le pasará? Tiene el aspecto de un triunfador», pensó. Ignoraba que Levin sentía como si le crecieran alas. Sabía que Kitty oía sus palabras y que el oírlas la halagaba y esto lo absorbía completamente. Le parecía que no sólo en aquella estancia sino en todo el mundo, no existían más que dos seres: él, que había alcanzado ahora ante sí mismo una enorme trascendencia, y ella. Sentíase a una altura tal que experimentaba vértigo. Y abajo, muy abajo, parecíale ver a aquellos simpáticos y bondadosos amigos: los Karenin, los Oblonsky y todos los demás…
De un modo natural, sin reparar en ello, sin mirarlos, como si no hubiese otro sitio donde ponerlos, Esteban Arkadievich hizo sentar a Kitty y Levin uno frente al otro a la mesa.
–Puedes sentarte aquí –dijo a Levin.
La comida fue tan buena como la vajilla, a la que Oblonsky era muy aficionado. La sopa Marie–Louise resultó excelente, las diminutas empanadillas, que se deshacían en la boca como agua, no tenían reproche.
Dos lacayos y Mateo, con corbatas blancas, servían vinos y manjares sin que se reparase en ellos apenas, hábil y silenciosamente. Si la comida resultó bien en el aspecto material, no fue peor en lo espiritual. La conversación, ya generalizada, ya parcial, no cesaba. Al final de la comida, los hombres se levantaron de la mesa sin dejar de hablar, y hasta Karenin se animó.
CUARTA PARTE – Capítulo 10
A Peszov le gustaba llevar los razonamientos hasta la última consecuencia, y no quedó contento con las palabras finales de Sergio Ivanovich, sobre todo porque comprendía la falta de solidez de su propia opinión.
–En ningún momento he querido referirme exclusivamente –dijo mientras tomaba su sopa y dirigiéndose a Karenin– a la densidad de población como medio para la asimilación de un pueblo, sino también a la superioridad de principios.
–A mí me parece que viene a ser lo mismo. –repuso, lentamente y sin interés, su interlocutor– A mi juicio, un pueblo sólo puede influir sobre otro cuando posee un desarrollo superior, en cuyo caso…
–Pero, ¿en qué consiste ese desarrollo superior? –interrumpió Peszov, que siempre se precipitaba al hablar y ponía su alma entera en cuanto decía––– Entre ingleses, franceses y alemanes ¿quién tiene un desarrollo superior? ¿Quién podría asimilarse a los demás? El Rin está afrancesado y los alemanes, no obstante, no son inferiores. ¡Tiene que haber otro principio! ––exclamó.
–Creo que la influencia depende siempre de la mayor cultura–respondió Karenin, arqueando levemente las cejas.
–¿Y en qué se notan las señales de la cultura? –preguntó Peszov.
–A mi juicio son bien conocidas –repuso Alexis Alexandrovich.
–¿Cree, en efecto, que son bien conocidas? –intervino Sergio Ivanovich sonriendo con fina ironía– Ahora se admite que la verdadera cultura ha de ser clásica; pero hay fuertes debates al respecto y no cabe negar que el campo opuesto posee sólidos argumentos en su favor.
–Usted, Sergio Ivanovich, ¿es partidario de la cultura clásica…? Permítame que le sirva vino tinto ––dijo Esteban Arkadievich.
–No expongo mi opinión en favor de ninguna de ambas culturas. –dijo Sergio Ivanovich, sonriendo condescendiente, como si hablara con un niño, y presentando su copa– Digo sólo que ambas partes ofrecen sólidos argumentos. –continuó, dirigiéndose a Karenin– Por mi formación, soy clásico, pero en esa discusión no hallo lugar para mí. No veo razones de peso que expliquen la superioridad de los clásicos sobre los realistas.
–Las ciencias naturales ejercen también una influencia pedagógico-formativa. –añadió Peszov– Por ejemplo: la astronomía, la botánica, la zoología, con sus sistemas de leyes generales.
–No puedo estar de acuerdo. –contestó Alexis Alexandrovich– Opino que no es posible negar que el simple proceso del estudio de las manifestaciones idiomáticas influye sobre el desarrollo espiritual. Tampoco puede negarse que la influencia de los escritores clásicos es en sumo grado moral, mientras que, por desgracia, a la enseñanza de las ciencias naturales se añaden nocivas y erróneas doctrinas que constituyen la plaga de nuestra época.
Sergio Ivanovich iba a alegar algo, pero Peszov se adelantó, hablando con su profunda voz de bajo, y comenzó a demostrar lo equivocado de aquella opinión. Sergio Ivanovich esperaba pacientemente el momento de poder hablar, con evidente expresión de triunfo en su semblante.
–Pero –dijo al fin, sonriendo de nuevo con fina ironía y dirigiéndose a Karenin– nos es imposible negar que es muy difícil pesar todo lo que en pro y en contra de esas ciencias puede decirse. La cuestión de a cuál de ambas educaciones hay que dar la preferencia no habría sido resuelta tan fácil y definitivamente si del lado de la formación clásica no halláramos el argumento que acaba usted de exponer: la ventaja moral– disons le mot– de la influencia antinihilista.
–Sin duda.
–De no ofrecer esa ventaja antinihilista las ciencias clásicas, habríamos pesado y pensado más –dijo Sergio Ivanovich, siempre con su fina sonrisa– y habríamos dejado que una y otra tendencia se desarrollaran libremente. Pero ahora sabemos que las píldoras de la educación clásica contienen una fuerza curativa contra el nihilismo y por eso las recetamos con toda seguridad a nuestros pacientes. ¿Y si en realidad no tuvieran tal poder terapéutico? –concluyó, añadiendo de este modo a la charla su acostumbrada dosis de sal ática.
Cuando Kosnichev mencionó las píldoras, todos rieron y, más alto y alegremente que todos, Turovzin, que esperaba desde el principio la parte divertida de la conversación.
Esteban Arkadievich había acertado al invitar a Peszov, porque, gracias a él, la conversación sobre temas elevados no cesó un momento. Apenas Sergio Ivanovich hubo cortado con su broma la conversación, ya Peszov abordaba otro tema.
–Ni siquiera podemos estar seguros de que tales sean las opiniones del Gobierno. –decía ahora– El Gobierno, probablemente, se guía por la opinión general, siendo indiferente a la eficacia de las medidas que adopta. Así, por ejemplo, la cuestión de la instrucción femenina suele ser considerada como perjudicial y, sin embargo, el Gobierno abre escuelas y universidades para la mujer.
Y la conversación pasó en seguida al tema de la educación femenina.
Alexis Alexandrovich manifestó que generalmente se confundía la educación femenina con la cuestión de la libertad de la mujer y que sólo por este sentido podía considerase perjudicial.
–Yo opino, al contrario, que ambas cuestiones van indisolublemente unidas. ––dijo Peszov– Es un círculo vicioso. La mujer no tiene derechos por la insuficiencia de su instrucción y su insuficiencia de instrucción procede de su falta de derechos. No olvidemos que la esclavitud de la mujer es algo tan arraigado y antiguo que a menudo no queremos comprender el abismo que nos separa de ellas.
–Dice usted derechos… –repuso Sergio Ivanovich, que esperaba a que Peszov callase– ¿Derechos a ocupar puestos de jurados, vocales, alcaldes, funcionarios y miembros del Parlamento?
–Sin duda.
–Como rara excepción, puede admitirse la posibilidad de que las mujeres ocupen tales puestos, pero creo que usted ha dado a la expresión un sentido demasiado amplio al decir «derechos». Más justo sería decir «obligaciones». Todos estarán de acuerdo conmigo en que cuando somos jurados, vocales o telegrafistas, creemos estar cumpliendo una obligación. Por eso es más justo decir que las mujeres tratan de cumplir deberes y tienen razón. En ese sentido, hay que simpatizar con su deseo de ayudar al hombre en su trabajo.
–Me parece muy justo. –confirmó Alexis Alexandrovich– La cuestión consiste, en mi opinión, en saber si serán capaces de cumplir con esos deberes.
–Estoy seguro de que serán muy capaces de hacerlo cuando la instrucción se extienda entre ellas, como ya lo vemos –opinó Oblonsky.
–¿Y la sentencia? –medió el anciano Príncipe, que hacía tiempo escuchaba, mirando con sus ojos pequeños y brillantes, llenos de ironía -No me importa repetirla en presencia de mis hijas: «La mujer es un animal de cabellos largos y de…».
–Algo por el estilo se decía de los negros antes de emanciparlos –alegó, malhumorado, Peszov.
–Por mi parte encuentro muy extraño que las mujeres busquen nuevas obligaciones –manifestó Sergio Ivanovich– mientras vemos que, por desgracia, los hombres huyen de ellas.
–Las obligaciones comportan derechos. Las mujeres buscan autoridad, dinero, honores –repuso Peszov.
–Es como si yo buscase un puesto de nodriza y me ofendiese de que se me negase, mientras a las mujeres les pagan por ello ––dijo el anciano Príncipe.
Turovzin rió a carcajadas y Sergio Ivanovich lamentó no haber tenido él aquella ocurrencia. Hasta Karenin sonrió.
–Sí, pero un hombre no puede amamantar –contestó Peszov– mientras que la mujer…
–Perdón, un inglés que viajaba en un vapor llegó a amamantar él mismo a su hijo –repuso el príncipe Scherbazky, permitiéndose esta libertad a pesar de estar presentes sus hijas.
–Pues podrá haber tantas mujeres funcionarias como ingleses como ése –atajó Sergio Ivanovich.
–¿Y qué ha de hacer una joven sin familia? –intervino Esteban Arkadievich, apoyando a Peszov en su defensa de la mujer, al acordarse de la Chibisova, en la que ahora pensaba constantemente.
–Si se estudiase bien la vida de esa joven, se vería que seguramente había dejado a su familia o la de sus parientes, donde tendría sin duda la posibilidad de hallar un trabajo propio para mujeres –terció inesperadamente Dolly, sin duda adivinando en qué joven pensaba su marido.
–Nosotros defendemos el principio, el ideal. –alegó Peszov, con su sonora voz de bajo– La mujer quiere tener derecho a ser independiente y culta y se siente oprimida y aplastada con la idea de que ello le es imposible.
–Y yo me siento oprimido y aplastado por la idea de que no me acepten como nodriza en el orfelinato – insistió el anciano Principe, con gran alborozo de Turovzin, que, en su risa, dejó caer un grueso espárrago en la salsa.
CUARTA PARTE – Capítulo 11
Todos participaban en la conversación general excepto Kitty y Levin.
Este, al principio, cuando se habló de la influencia de un pueblo sobre otro, pensó que podría opinar sobre el tema. Pero aquellas ideas, que antes le parecían de tanta importancia, pasaban ahora como un sueño por su cerebro sin despertar en él el menor interés. Incluso le pareció extraño que hablasen tanto de lo que a nadie le importaba.
Kitty, a su vez, encontraba interesante habitualmente la cuestión de los derechos femeninos. ¡Cuántas veces pensaba en esto, recordando a su amiga del extranjero, Vareñka, y su penosa dependencia; cuántas veces meditaba en lo que podía ser de ella de no casarse y cuántas veces había discutido el asunto con su hermana! Pero ahora todo ello la tenía sin cuidado. Hablaba con Levin, o mejor dicho no hablaba; sólo mantenía con él una especie de misteriosa comunicación que cada vez los acercaba más, despertando en ambos un sentimiento de gozosa incertidumbre ante el mundo desconocido en que se disponían a entrar.
Al iniciar su conversación, Levin, contestando a Kitty, le dijo que la había visto el año pasado en el coche cuando él regresaba a su casa por el camino real, de vuelta de las faenas del campo.
–Era muy temprano. Usted debía de acabar de despertarse. Su mamá dormía en el rincón del coche. La mañana era espléndida. Y yo iba por el camino pensando: «¿Quién vendrá en ese coche de cuatro caballos?». El coche pasó con un alegre sonar de cascabeles y yo vi, por un instante, su rostro en la ventanilla y su mano, que ataba las puntas del lazo de su cofia, mientras usted, sentada, parecía pensar en algo… –contaba Levin, riendo– ¡Cuánto habría dado por saber lo que pensaba! ¿Era algo importante?
«¡A lo mejor estaba despeinada!», pensó Kitty. Pero viendo la embelesada sonrisa que aquellos recuerdos despertaban en Levin, comprendió que el efecto producido no podía haber sido malo. Se ruborizó y rió jovialmente.
–Le aseguro que no me acuerdo.
–¡Qué a gusto ríe Turovzin! –exclamó Levin, viendo los ojos húmedos y el cuerpo tembloroso de risa del aludido.
–¿Lo conoce hace mucho? –preguntó Kitty.
–¡Quién no lo conoce!
–Me parece que lo considera usted una mala persona.
–No, eso no; lo considero sólo un miserable.
–No es cierto. ¡Le prohibo que piense eso de él! –dijo Kitty–. Yo también lo consideraba, antes, lo mismo; pero es un hombre muy simpático y bueno. Tiene un corazón de oro.
–¿Cómo conoce usted su corazón?
–Somos muy amigos suyos. Lo conozco bien. El invierno pasado, poco después de que… usted estuviera en nuestra casa –dijo Kitty con una sonrisa culpable, pero a la vez confiada– Dolly tuvo a todos los niños enfermos de escarlatina. Un día Turovzin pasó por su casa. Y sintió tanta compasión de Dolly, que se quedó allí durante tres semanas cuidando como un aya a los pequeños –refirió en voz baja.
E inclinándose hacia su hermana, añadió:
–Estoy contando a Constantino Dmitrievich lo que hizo Turovzin cuando tuviste a los niños enfermos de la escarlatina.
–Es un hombre extraordinariamente bueno –repuso Dolly mirando con dulce sonrisa a Turovzin, que comprendió que hablaban de él.
Levin lo miró a su vez, sin poder explicarse cómo era posible que no hubiese reparado antes en las cualidades de aquel hombre.
–Perdóneme, perdóneme; no volveré a pensar mal de nadie –dijo, jovial y sinceramente, expresando lo que sentía realmente en aquel momento.
CUARTA PARTE – Capítulo 12
En la conversación que se había iniciado sobre los derechos de la mujer, surgían puntos delicados, relativos a la desigualdad que existía entre los cónyuges en el matrimonio, cuestiones que era difícil tratar en presencia de las señoras. Peszov, durante la comida, tocó más de una vez aquellos puntos, pero Sergio Ivanovich y Esteban Arkadievich desviaron siempre con mucho tacto la conversación.
Cuando se levantaron de la mesa y las señoras salieron del comedor, Peszov no las siguió y se dirigió a Karenin, exponiéndole el motivo esencial de aquella desigualdad, que consistía, según él, en que las infidelidades de marido y mujer se castigan de modo distinto por la ley y por la opinión pública.
Esteban Arkadievich se acercó precipitadamente a su cuñado ofreciéndole tabaco.
–No fumo –repuso Karenin con calma–Creo que las bases de esa opinión están en la esencia misma de las cosas –dijo. E intentó pasar al salón, pero en aquel momento Turovzin le habló inesperadamente.
–¿Sabe usted lo de Prianichnikov? –preguntó, sintiéndose animado ya, por el champaña, a romper el silencio en que hacía rato permaneciera– Me han contado –siguió, sonriendo bonachonamente con sus labios húmedos y rojos y dirigiéndose a Karenin, como invitado de más respeto– que Vasia Prianichnikov se ha batido en Tver con Kritsky y lo ha matado.
Oblonsky observaba que, así como todos los golpes van siempre al dedo lastimado, hoy todo iba a parar al punto dolorido de Karenin. Trató de llevarlo fuera, pero su cuñado preguntó:
–¿Por qué se ha batido Prianichnikov?
–Por culpa de su mujer. ¡Se comportó como un hombre! Desafió al otro y lo mató.
–¡Ah! –murmuró Alexis Alexandrovich. Y arqueando las cejas pasó al salón.
–Me alegro de que haya venido hoy. –dijo Dolly, que lo encontró en la pequeña antesala contigua– Quiero hablarle. Sentémonos aquí.
Karenin, siempre con aquella expresión indiferente que le daban sus cejas arqueadas, sonrió y se sentó junto a Daria Alejandrovna.
–Muy bien, –dijo– porque precisamente quería pedirle perdón por no haberla visitado antes y despedirme de usted. Me voy de viaje mañana.
Dolly creía en la inocencia de Anna y en su palidez se adivinaba que estaba irritada contra aquel hombre frío e indiferente, que con tanta tranquilidad iba a causar la ruina de su inocente cuñada.
–Alexis Alexandrovich –dijo, con desesperada decisión mirándolo a los ojos– Le he preguntado por Anna y no me ha contestado. ¿Cómo está?
–Creo que bien, Daria Alejandrovna –contestó Karenin sin mirarla.
–Perdone, Alexis Alexandrovich. No tengo derecho a… Pero quiero y respeto a Anna como a una hermana. Le pido… le ruego que me diga lo que ha pasado entre ustedes. ¿De qué la acusa?
Karenin arrugó el entrecejo, entornó los ojos e inclinó la cabeza.
–Supongo que su marido le habrá explicado los motivos por los cuales quiero cambiar mis relaciones con Anna Arkadievna –dijo, siempre sin mirar a Dolly y dirigiendo la vista sin querer al joven Scherbazky, que pasaba por el salón.
–No creo, no puedo creer que… –pronunció Dolly, uniendo sus manos huesudas en un ademán enérgico– Aquí nos molestarán. Pase a este otro cuarto, haga el favor –dijo, levantándose y poniendo la mano en la manga de Karenin.
La emoción de Dolly influyó en Alexis Alexandrovich. Levantándose, la siguió sumisamente al cuarto de estudio de los niños. Se sentaron ante la mesa cubierta de hule rasgado por todas partes por los cortaplumas.
–No lo creo, no lo creo –insistió Dolly, procurando fijar la mirada huidiza de Karenin.
–Es imposible no creer en los hechos, Daria Alejandrovna –respondió Alexis Alexandrovich, recalcando la palabra «hechos».
–¿Qué le ha hecho? ¿Qué ha hecho Anna? –preguntó Dolly.
–Olvidar sus deberes y traicionar a su marido. Eso ha hecho.
–Es imposible. ¡Ha debido usted engañarse! –dijo Dolly cerrando los ojos y llevándose las manos a las sienes.
Karenin sonrió fríamente, sólo con los labios, queriendo probar a Dolly y a sí mismo la firmeza de su convicción; pero aquella calurosa defensa de su mujer, aunque no le hacía vacilar, abría de nuevo la herida de su alma y se puso a hablar con gran excitación.
–Es imposible equivocarse cuando la propia mujer se lo confiesa al marido, añadiendo que los ocho años de vida conyugal y el hijo que tiene han sido un error y que desea empezar una nueva vida –concluyó enérgicamente, produciendo al hablar un sonido nasal.
–Me resulta imposible, no puedo creerlo… ¡Anna y el vicio unidos! ¡Oh!
–Daria Alejandrovna, –dijo Karenin, mirando ahora de frente el rostro bondadoso y conmovido de Dolly y sintiendo que su lengua adquiría más libertad– habría dado cualquier cosa por poder seguir dudando. Mientras dudaba, sufría pero no tanto como ahora. Cuando dudaba, tenía esperanzas. Ahora ya nada espero; y, a pesar de todo, nuevas dudas se han añadido a las que sentía y he llegado a odiar a mi hijo, a querer incluso pensar que no es mío. Soy muy desgraciado.
Sobraba decirlo. Dolly lo comprendió en cuanto Karenin la miró a la cara. Sintió lástima de él y su fe en Anna vaciló.
–¡Es horrible, horrible! ¿Y es cierto que se ha decidido usted por el divorcio?
–Estoy decidido a ese recurso extremo. No cabe hacer otra cosa.
–¡Que no cabe hacer otra cosa! ¡Que no cabe hacerla! –murmuró ella, con lágrimas en los ojos.
–Lo terrible de esta desgracia es que no se pueda, como en otros casos, incluso la muerte, soportar la cruz. Aquí hay que obrar. –dijo él, adivinando el pensamiento de Dolly– Hay que salir de la situación humillante en que le ponen a uno. Es imposible compartir con otro…
–Comprendo, comprendo bien –repuso Dolly bajando los ojos. Y calló, pensando en sí misma, en sus dolores familiares. Pero, de pronto, con ademán enérgico, alzó la cabeza y juntó las manos implorándole: –Escuche: usted es cristiano. Piense en ella. ¿Qué será de Anna si la abandona?
–Ya lo he pensado y mucho, DariaAlejandrovna.–dijo Karenin, cuyo rostro se había cubierto de manchas rojas y cuyos ojos turbios la miraban de frente. Dolly ahora le tenía compasión –Lo hice después de que ella misma me hubo anunciado mi deshonra. Lo dejé todo como estaba, le di la posibilidad de enmendarse, de guardar las apariencias. –siguió, exaltándose– Es posible salvar al que no quiere perderse, pero si una naturaleza es tan viciosa y está tan corrompida que hasta la misma perdición le parece una salvación, ¿qué se puede hacer?
–Todo, menos divorciarse.
–¿Qué es todo?
–¡Es horrible! Anna no será la esposa de ninguno. ¡Se perderá!
–¿Y qué puedo hacer? –repuso Alexis Alexandrovich levantando las cejas y los hombros.
Y el recuerdo de la última falta de su mujer lo irritó tanto que recobró su frialdad del principio de la conversación –Agradezco mucho su simpatía, pero tengo que irme ––dijo levantándose.
–Espere. No debe usted causar la perdición de Anna. Quiero hablarle de mí misma. Me casé y mi marido me engañaba. Enojada y celosa quise abandonarlo todo, marcharme… Pero recobré el buen sentido… ¿y sabe quién me salvó? La propia Anna. Ahora ya ve: voy viviendo, los niños crecen, mi marido vuelve al hogar, reconoce su falta, es cada vez mejor, y yo… He perdonado y usted debe perdonar también.
Karenin la escuchaba, pero aquellas palabras no despertaban en él eco alguno. En su alma se elevaba otra vez la ira del día en que resolviera divorciarse. Se recobró y exclamó, con voz fuerte y vibrante:
–No quiero ni puedo perdonarla; lo considero injusto. Lo he hecho todo por esa mujer y ella lo ha pisoteado todo en el barro, en ese barro que es el elemento natural de su alma. No soy malo. No he odiado a nadie jamás, pero a ella la odio con toda el alma y el odio inmenso que le tengo por todo el mal que me ha causado me impide perdonarla –concluyó, con la voz sofocada por un sollozo de cólera.
–Amad a los que os odian –murmuró Dolly tímidamente.
Karenin sonrió con desprecio. Conocía la máxima hacía mucho, pero sabía que no convenía a su caso.
–Podemos muy bien amar a los que nos odian, pero a los que nosotros odiamos no. Perdóneme haberle causado este sufrimiento. Cada uno tiene bastante con sus propias penas.
Y, recobrando el dominio de sí mismo, Alexis Alexandrovich se despidió tranquilamente y se fue.
CONVERSAR AL AMPARO DEL TÉ DE LA NOCHE
jueves, junio 13th, 2013ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 7 Y 8
jueves, junio 13th, 2013
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 7
Al día siguiente era domingo. Esteban Arkadievich se dirigió al Gran Teatro para asistir a la repetición de un ballet y entregó a Macha Chibisova, una linda bailarina que había entrado en aquel teatro por recomendación suya, un collar de corales.
Entre bastidores, en la obscuridad que reinaba allí incluso de día, pudo besar la bella carita de la joven, radiante al recibir el regalo. Además de entregarle el collar, Oblonsky tenía que convenir con ella la cita para después del baile. Le dijo que no podría estar al principio de la función, pero prometió acudir al último acto y llevarla a cenar.
Desde el teatro, Esteban Arkadievich se dirigió en coche a Ojotuj Riad y él mismo eligió el pescado y espárragos para la comida. A las doce ya estaba en el hotel Dusseau, donde había de hacer tres visitas que, por fortuna, coincidían en el mismo hotel. Primero debía visitar a Levin, que acababa de volver del extranjero y paraba allí y después, a su nuevo jefe, el cual, nombrado recientemente para aquel alto cargo, había venido a Moscú para tomar posesión de él y, en fin, a su cuñado Karenin para llevarle a comer a casa.
A Esteban Arkadievich le placía comer bien; pero aún le gustaba más ofrecer buenas comidas no muy abundantes, pero refinadas, tanto por la calidad de los manjares y bebidas, como por la de los invitados.
La minuta de hoy le satisfacía en gran manera: peces asados vivos, espárragos y la pièce de résistance: un magnífico pero sencillo rosbif y los correspondientes vinos.
Entre los invitados figurarían Kitty y Levin y, para disimular la coincidencia, otra prima y el joven Scherbazky. La piéce de résistance de los invitados serían Sergio Kosnichev y Alexis Alexandrovich, el primero moscovita y filósofo, el segundo petersburgués y práctico.
Se proponía, además, invitar al conocido y original Peszov, hombre muy entusiasta, liberal, orador, músico, historiador y, al mismo tiempo, un chiquillo, a pesar de sus cincuenta años, el cual serviría como de salsa u ornamento de Kosnichev y Karenin. «Ya se encargaría él», pensaba Oblonsky, «de hacerles discutir entre sí».
El dinero pagado como segundo plazo por el comprador del bosque se había recibido ya y no se había gastado aún. Dolly se mostraba últimamente muy amable y buena y la idea de esta comida alegraba a Esteban Arkadievich en todos los sentidos.
Se hallaba, pues, de inmejorable humor. Existían, no obstante, dos circunstancias ingratas que se disolvían en el mar de su benévola alegría. La primera era que, al hallar el día antes, en la calle, a su cuñado, lo había visto muy seco y frío con él y, relacionando la expresión del rostro de Karenin y el hecho de no haberles avisado su llegada a Moscú con los chismes que sobre Anna y Vronsky habían llegado hasta él, adivinaba que algo había ocurrido entre marido y mujer.
Ésta era la primera circunstancia ingrata. La segunda consistía en que su nuevo jefe, como todos los nuevos jefes, tenía fama de hombre terrible. Decían que se levantaba a las seis de la mañana, que trabajaba como una caballería y que exigía lo mismo de sus subalternos. Además, se le consideraba como un oso en el trato social y se afirmaba que seguía una norma opuesta en todo a la del jefe anterior que tuviera hasta entonces Esteban Arkadievich.
El día antes, Oblonsky se había presentado a trabajar con uniforme de gala y el nuevo jefe habíase mostrado amable y le había tratado como a un amigo, por lo cual hoy Esteban Arkadievich se creía obligado a visitarle vistiendo levita. El pensamiento de que su nuevo jefe pudiera recibirle mal era también una circunstancia desagradable. Pero Esteban Arkadievich creía instintivamente que «todo se arreglaría».
«Todos somos hombres; somos humanos y todos tenemos faltas. ¿Por qué hemos de enfadamos y disputar?», pensaba al entrar en el hotel.
–Hola, Basilio ––dijo, saludando al ordenanza, a quien conocía y avanzando por el pasillo con el sombrero de través– ¿Te dejas las patillas? Levin está en el siete, ¿verdad? Acompáñame, haz el favor. Además, entérate de si el conde Anichkin –era su nuevo jefe– podrá recibirme y avísame después.
–Muy bien, señor. Hace tiempo que no hemos tenido el gusto de verlo por aquí – contestó Basilio sonriendo.
–Estuve ayer, pero entré por la otra puerta. ¿Es éste el siete?
Cuando Esteban Arkadievich entró, Levin estaba en medio de la habitación, con un aldeano de Tver, midiendo con el archin una piel fresca de oso.
–¿Lo has matado tú? –gritó Oblonsky–. ¡Es magnífico! ¿Es una osa? ¡Hola, Arjip!
Estrechó la mano al campesino y se sentó sin quitarse el abrigo ni el sombrero.
–Anda, siéntate y quítate esto –––dijo Levin quitándole el sombrero.
–No tengo tiempo; vengo sólo por un momento–repuso Oblonsky.
Y se desabrochó el abrigo. Pero luego se lo quitó y estuvo allí una hora entera, hablando con Levin de cacerías y de otras cosas interesantes para los dos.
–Dime: ¿qué has hecho en el extranjero? ¿Dónde has estado? –preguntó a Levin cuando salió el campesino.
–En Alemania, en Prusia, en Francia y en Inglaterra, pero no en las capitales, sino en las ciudades fabriles. Y he visto muchas cosas. Estoy muy satisfecho de este viaje.
–Ya conozco tu idea sobre la organización obrera.
–No es eso. En Rusia no puede haber cuestión obrera. La única cuestión importante para Rusia es la de la relación entre el trabajador y la tierra. También en Europa existe, pero allí se trata de arreglar lo estropeado, mientras que nosotros…
Oblonsky escuchaba con atención a su amigo.
–Sí, sí. ––contestaba–– Puede que tengas razón. Me alegro de verte animado y de que caces osos y trabajes y tengas ilusiones. ¡Scherbazky me dijo que te encontró muy abatido y que no hacías más que hablar de la muerte!…
–¿Qué tiene eso que ver? Tampoco ahora dejo de pensar en la muerte. –repuso Levin– Verdaderamente, ya va llegando el momento de morir; todo lo demás son tonterías. Te diré, con el corazón en la mano, que estimo mucho mi actividad y mi idea, pero que sólo pienso en esto: toda nuestra existencia es como un moho que ha crecido sobre este minúsculo planeta. ¡Y nosotros imaginamos que podemos hacer algo enorme! ¡Ideas, asuntos! Todo eso no son más que granos de arena.
–Lo que dices es viejo como el mundo.
–Es viejo, sí; pero cuando pienso en ello todo se me aparece despreciable. Cuando se comprende que hoy o mañana has de morir y que nada quedará de ti, todo se te antoja sin ningún valor. Yo considero que mi idea es muy trascendente y, al fin y al cabo, aun realizándose, es tan insignificante como, por ejemplo, matar esta osa. Así nos pasamos la vida entre el trabajo y las diversiones, sólo para no pensar en la muerte.
Esteban Arkadievich sonrió, mirando a su amigo con afecto y leve ironía.
–¿Ves cómo participas de mi opinión? ¿Recuerdas que me afeabas que buscase los placeres de la vida? Ea, moralista, no seas tan severo…
–Sin embargo, en la vida hay de bueno… lo… que… –y Levin, turbado, no pudo terminar–En fin: no sé; sólo sé que moriremos todos muy pronto.
–¿Por qué muy pronto?
–Mira: cuando se piensa en la muerte, la vida tiene menos atractivos, pero uno se siente más tranquilo.
–Al contrario… Divertirse en las postrimerías es más atractivo aún. En fin, tengo que marcharme –dijo Esteban Arkadievich, levantándose por décima vez.
–Quédate un poco más. –repuso Levin, reteniéndole– ¿Cuándo nos veremos? Me marcho mañana.
–¡Caramba! ¿En qué pensaba yo? ¡Y venía especialmente para eso ! Ve hoy sin falta a comer a casa.
Estará tu hermano. También estará mi cuñado Karenin.
–¿Está aquí? –indagó Levin. Y habría querido preguntar por Kitty. Sabía que a principios de invierno ella había estado en San Petersburgo, en casa de su otra hermana, la esposa del diplomático, y ahora ignoraba si estaba ya de vuelta. Dudaba si preguntar o callarse. «Vaya o no, es igual», se dijo.
–¿Vendrás?
–Desde luego.
–Pues acude a las cinco, de levita.
Y Oblonsky, levantándose, se dirigió al cuarto de su nuevo jefe. El instinto no lo engañaba. El nuevo y temible jefe resultó ser un hombre muy amable. Esteban Arkadievich almorzó con él y permaneció en su habitación tanto tiempo que sólo después de las tres entró en la de Alexis Alexandrovich.
CUARTA PARTE – Capítulo 8
Karenin, de vuelta de misa, pasó toda la mañana en su cuarto. Tenía que hacer dos cosas aquella mañana: primero, recibir y despedir la diputación de los autóctonos que se hallaba en Moscú y debía seguir hacia San Petersburgo; y segundo, escribir al abogado la carta prometida.
Aquella comisión, a pesar de haber sido creada por iniciativa de Karenin, ofrecía muchas dificultades y hasta riesgos, de modo que él se sentía satisfecho de haberla hallado en Moscú. Los miembros que la formaban no tenían la menor idea de su misión ni de sus obligaciones. Eran tan ingenuos, que creían que su deber era explicar sus necesidades y el verdadero estado de las cosas pidiendo al Gobierno que les ayudase. No comprendían en modo alguno que ciertas declaraciones y peticiones suyas favorecían al partido enemigo, lo que podía echar a perder todo el asunto.
Alexis Alexandrovich pasó mucho tiempo con ellos, redactando un plan del que no debían apartarse; y, después de haberlos despedido, escribió cartas a San Petersburgo para que allí se orientasen los pasos de la comisión. Su principal auxiliar en aquel asunto era la condesa Lidia Ivanovna, ya que, especializada en asuntos de delegaciones, nadie mejor que ella sabía encauzarlas como hacía falta.
Terminado esto, Alexis Alexandrovich escribió al abogado. Sin la menor vacilación, le autorizaba a obrar como mejor le pareciese. Añadió a su misiva tres cartas cambiadas entre Anna y Vronsky, que había hallado en la cartera de su mujer.
Desde que Karenin había salido de su casa con ánimo de no volver a ver a su familia, desde que estuviera en casa del abogado y confiara al menos a un hombre su decisión y, sobre todo, desde que había convertido aquel asunto privado en un expediente a base de papeles, se acostumbraba más cada vez a su decisión y veía claramente la posibilidad de realizarla.
Acababa de cerrar la carta dirigida al abogado cuando oyó el sonoro timbre de la voz de su cuñado, que insistía en que el criado de Karenin le anunciara su visita.
«Es igual», pensó Alexis Alexandrovich. «Será todavía mejor. Voy a anunciarle ahora mismo mi situación con su hermana y le explicaré por qué no puedo comer en su casa.»
–¡Hazle pasar! –gritó al criado, recogiendo los papeles y colocándolos en la cartera.
–¿Ves? ¿Por qué me has mentido si tu señor está? –exclamó la voz de Esteban Arkadievich apostrofando al criado que no lo dejaba pasar. Y Oblonsky entró en la habitación– Me alegro mucho de encontrarte. Espero que… –empezó a decir alegremente.
–No puedo ir –dijo fríamente Alexis Alexandrovich, permaneciendo en pie, sin ofrecer una silla al visitante.
Se proponía iniciar sin más las frías relaciones que debía mantener con el hermano de la mujer a quien iba a entablar demanda de divorcio. Pero no contaba con el mar de generosidad que contenta el corazón de Esteban Arkadievich. Éste abrió sus ojos claros y brillantes.
–¿Por qué no puedes? ¿Qué quieres decir? –preguntó con sorpresa en francés– ¡Pero si prometiste que vendrías! Todos contamos contigo.
–Quiero decir que no puedo ir a su casa porque las relaciones de parentesco que había entre nosotros deben terminar.
–¿Cómo? ¿Por qué? No comprendo ––dijo, sonriendo, Esteban Arkadievich.
–Porque voy a iniciar demanda de divorcio contra su hermana y esposa mía. Las circunstancias…
Pero Karenin no pudo terminar su discurso, porque ya Esteban Arkadievich reaccionaba y no precisamente como esperaba su cuñado.
–¿Qué me dices, Alexis Alexandrovich? ––exclamó Oblonsky con apenada expresión.
–Así es.
–Perdona, pero no lo creo, no lo puedo creer.
Karenin se sentó, viendo que sus palabras no causaban el efecto que presumiera, comprendiendo que había de explicarse y convencido de que, fuesen las que fuesen sus explicaciones, su relación con su cuñado iba a continuar como antes.
–Sí, me he encontrado en la terrible necesidad de pedir el divorcio –dijo.
–Sólo una cosa quiero decirte, Alexis Alexandrovich: sé que eres un hombre bueno y justo. Conozco también a Anna y no puedo modificar mi opinión sobre ella. Perdona, pero me parece una mujer excelente, perfecta. De modo que no puedo creerte… Debe de haber algún error –afirmó.
–¡Si sólo hubiera un error!
–Bien; lo comprendo. –interrumpió Oblonsky– Se comprende… Pero, mira: no hay que precipitarse. No, no hay que precipitarse.
–No me he precipitado. –contestó fríamente Karenin– Mas en asuntos así no se puede seguir el consejo de nadie. Mi decisión es irrevocable.
–¡Es terrible! –exclamó Esteban Arkadievich, suspirando tristemente– Yo, en tu lugar, haría una cosa… ¡Te ruego que lo hagas, Alexis Alexandrovich! Por lo que he creído entender, la demanda no está entablada aún. Pues antes de entablarla, habla con mi mujer… ¡Habla con ella! Quiere a Anna como a una hermana, te quiere a ti y es una mujer extraordinaria. ¡Háblale, por Dios! Hazlo como una prueba de amistad hacia mí; te lo ruego.
Karenin quedó pensativo. Oblonsky le miraba con compasión, respetando su silencio.
–¿Irás a verla?
–No sé. Por eso no he ido a su casa. Creo que nuestras relaciones deben cambiar.
–No veo porqué. Permíteme suponer que, aparte de nuestro trato como parientes, tienes hacia mí los sentimientos de amistad que yo siempre he profesado, además de mi sincero respeto. –dijo Esteban Arkadievich estrechándole la mano– Aun siendo verdad tus peores suposiciones, nunca juzgaré a ninguna de las dos partes y no veo por qué han de cambiar nuestras relaciones. Y ahora haz eso: ve a ver a mi mujer.
–Los dos consideramos este asunto de distinto modo. –repuso fríamente Karenin– No hablemos más de ello.
–¿Y por qué no puedes ir hoy a comer? Mi mujer te espera. Te ruego que vayas y, sobre todo, que le hables. Es una mujer extraordinaria. ¡Por Dios, te lo pido de rodillas, te lo ruego…!
–Si tanto se empeña, iré –dijo, suspirando, Alexis Alexandrovich. Y, para cambiar de conversación, le habló de asuntos que interesaban a ambos, preguntándole por su nuevo jefe, un hombre no viejo aun para el alto cargo al que había sido destinado.
Karenin, ya desde mucho antes, no había sentido nunca ningún aprecio por el conde Anichkin, y siempre había estado en pugna con sus opiniones, pero ahora no pudo contener su odio, muy comprensible en un funcionario público que ha sufrido un fracaso en su cargo, hacia otro que ha obtenido un puesto más alto que él.
–¿Qué? ¿Le has visto? –preguntó con venenosa ironía.
–Por supuesto. Ayer asistió a la sesión del juzgado. Parece muy enterado de los asuntos y es muy activo.
–Sí; pero ¿a qué encamina su actividad? –preguntó Karenin– ¿A obrar o a modificar lo que está establecido? La gran calamidad de nuestro país es la administración a base de papeleo, de la que ese hombre es el más digno representante.
–A decir verdad, no veo nada censurable en él. No sé en qué sentido orienta sus ideas, pero es un buen muchacho. –contestó Esteban Arkadievich– He estado ahora mismo en su habitación y te aseguro que es un buen muchacho. Hemos almorzado juntos y le he enseñado a preparar aquel brebaje, que conoces ya, compuesto de vino y naranjas, que es un refresco exquisito. Es extraño que no lo conociera ya. Le ha gustado extraordinariamente. Te aseguro que es un hombre muy simpático.
Esteban Arkadievich miró el reloj.
–¡Dios mío, más de las cuatro y aún he de visitar a Dolgovuchin! Ea, por favor, ven a comer con nosotros. No sabes cuánto nos disgustarías a mi mujer y a mí si faltaras.
Alexis Alexandrovich se despidió de su cuñado de un modo muy distinto a como le recibiera.
–Te he prometido ir e iré –repuso tristemente.
––Créeme que lo agradezco y espero que no te arrepentirás –dijo Oblonsky sonriendo.
Y, mientras se ponía el abrigo, dio un ligero golpecito en la cabeza al lacayo de su cuñado, se puso a reír y salió.
–¡A las cinco y de levita! ¿Oyes? –gritó una vez más volviéndose desde la puerta.
ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 5 Y 6
miércoles, junio 12th, 2013
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 5
La sala de espera del célebre abogado de San Petersburgo estaba llena cuando Karenin entró en ella.
Había tres señoras: una anciana, una joven y la esposa de un tendero; esperaban también un banquero alemán con una gruesa sortija en el dedo, un comerciante de luengas barbas y un funcionario público con levita de uniforme y una cruz al cuello.
Se veía que todos esperaban hacía rato. Dos pasantes, sentados ante las mesas, escribían haciendo crujir las plumas. Karenin no pudo dejar de observar que los objetos de escritorio –su máxima debilidad– eran excelentes.
Uno de los pasantes, sin mirarle, arrugó el entrecejo y preguntó con brusquedad:
–¿Qué desea?
–Consultar con el abogado.
–Está ocupado –contestó el pasante severamente, mostrando con la pluma a los que aguardaban.
Y siguió escribiendo.
–¿No tendrá un momento para recibirme? –preguntó Karenin.
–Nunca tiene tiempo libre. Siempre está ocupado. Haga el favor de esperar.
–Tenga la bondad de pasarle mi tarjeta –dijo Karenin, con dignidad, disgustado ante la necesidad de descubrir su incógnito.
El pasante tomó la tarjeta, la examinó con aire de desaprobación y se dirigió hacia el despacho.
Karenin, en principio, era partidario de la justicia pública, pero no estaba conforme con algunos detalles de su aplicación en Rusia, que conocía a través de su actuación ministerial y censuraba tanto como podían censurarse cosas decretadas por Su Majestad.
Como toda su vida transcurría en plena actividad administrativa, cuando no aprobaba algo suavizaba su desaprobación reconociendo las posibilidades de equivocarse y las de rectificar todo error. Respecto de las instituciones jurídicas rusas, no era partidario de las condiciones en que se desenvolvían los abogados. Pero como hasta entonces nada había tenido que ver con ellos, su desaprobación era sólo teórica. Mas la impresión desagradable que acababa de recibir en la sala de espera del abogado, le afirmó más en sus ideas.
–Ahora sale ––dijo el empleado.
En efecto, dos minutos después la alta figura de un viejo jurista que había ido a consultar al abogado y éste aparecieron en la puerta.
El abogado era un hombre bajo, fuerte, calvo, de barba de color negro rojizo, con las cejas ralas y largas y la frente abombada. Vestía presuntuosamente como un lechuguino, desde la corbata y la cadena del reloj hasta los zapatos de charol. Tenía un rostro inteligente con una expresión de astucia campesina pero su indumentaria era ostentosa y de mal gusto.
–Haga el favor ––dijo, con gravedad, dirigiéndose a Karenin.
Y, haciéndole pasar, cerró la puerta de su despacho. Una vez dentro, le mostró una butaca próxima a la mesa de escritorio cubierta de documentos.
–Haga el favor –repitió. Y al mismo tiempo se sentaba él en el lugar preferente, frotándose sus manos pequeñas, de dedos cortos poblados de vello rubio, a inclinando la cabeza de lado.
Apenas se acomodó en aquella actitud, sobre la mesa voló una polilla. El abogado, con rapidez increíble, alargó la mano, atrapó la polilla y quedó de nuevo en la posición primitiva.
–Antes de hablar de mi asunto ––dijo Karenin, que había seguido con sorpresa el ademán del abogado– debo advertirle que ha de quedar en secreto.
Una imperceptible sonrisa hizo temblar los bigotes rojizos del abogado.
–No sería abogado si no supiese guardar los secretos que me confían. Pero si usted necesita una confirmación…
Alexis Alexandrovich le miró a la cara y vio que sus inteligentes ojos grises reían como queriendo significar que lo sabían todo.
–¿Conoce usted mi nombre? –preguntó Karenin.
–Conozco su nombre y su utilísima actividad –y el abogado cazó otra polilla– como la conocen todos los rusos –terminó, haciendo una reverencia.
Karenin suspiró. Le costaba un gran esfuerzo hablar, pero ya que había empezado, continuó con su aguda vocecilla, sin vacilar, sin confundirse y recalcando algunas palabras.
–Tengo la desgracia –empezó– de ser un marido engañado y deseo cortar legalmente los lazos que me unen con mi mujer, es decir, divorciarme, pero de modo que mi hijo no quede con su madre.
Los ojos grises del abogado se esforzaban en no reír pero brillaban con una alegría incontenible y Karenin descubrió en ella, no sólo la alegría del profesional que recibe un encargo provechoso: en aquellos ojos había también un resplandor de entusiasmo y de triunfo, algo semejante al brillo maligno que había visto en los ojos de su mujer.
–¿Desea usted, pues, mi cooperación para obtener el divorcio?
–Eso es, pero debo advertirle que, aun a riesgo de abusar de su atención, he venido para hacerle una consulta previa. Quiero divorciarme, pero para mí tienen mucha importancia las formas en que el divorcio sea posible. Es fácil que, si las formas no coinciden con mis deseos, renuncie a mi demanda legal.
–¡Oh! ––dijo el abogado -Siempre ha sido así… Usted quedará perfectamente libre.
Y bajó la mirada hasta los pies de Karenin comprendiendo que la manifestación de su incontenible alegría podría ofender a su cliente. Vio otra polilla que volaba ante su nariz y extendió el brazo, pero no la cogió en atención a la situación de su cliente.
–Aunque, en líneas generales, conozco nuestras leyes sobre el particular, –siguió Karenin– me agradaría saber las formas en que, en la práctica, se llevan a término tales asuntos.
–Usted quiere –contestó el abogado, sin levantar la vista, y adaptándose de buen grado al tono de su cliente- que le indique los caminos para realizar su deseo.
Karenin hizo una señal afirmativa con la cabeza. El abogado, mirando de vez en cuando el rostro de su cliente, enrojecido por la emoción, continuó:
–Según nuestras leyes, –y su voz tembló aquí con un leve matiz de desaprobación para tales leyes– el divorcio es posible en los siguientes casos…
El pasante se asomó a la puerta y el abogado exclamó:
–¡Que esperen!
No obstante, se levantó, dijo algunas palabras al empleado y volvió a sentarse.
–… En los casos siguientes: defectos físicos de los esposos, paradero desconocido durante cinco años –y empezó a doblar uno a uno sus dedos cortos, cubiertos de vello– y adulterio. –pronunció esta palabra con visible placer y continuó doblando sus dedos– En cada caso hay divisiones: defectos físicos del marido y de la mujer, adulterio de uno o de otro…
Como ya no tenía más dedos a su disposición para continuar enumerándolos, el abogado los juntó todos y prosiguió:
–Esto en teoría. Pero creo que usted me ha hecho el honor de dirigirse a mí para conocer la aplicación práctica. Por esto, ateniéndome a los precedentes, puedo decir que los casos de divorcio se resuelven todos así… Doy por sentado que no existen defectos físicos ni ausencia desconocida –indicó.
Alexis Alexandrovich hizo una señal afirmativa con la cabeza.
–Entonces hay los casos siguientes: adulterio de uno de los esposos estando convicto el culpable; adulterio por consentimiento mutuo y, en defecto de esto, consentimiento forzoso. Debo advertir que este último caso se da muy pocas veces en la práctica –dijo el abogado, mirando de reojo a Karenin y guardando silencio, como un vendedor de pistolas que, tras describir las ventajas de dos armas distintas, espera la decisión del comprador.
Pero como Alexis Alexandrovich nada contestaba, el abogado continuó:
–Lo más corriente, sencillo y sensato consiste en plantear el adulterio por consentimiento mutuo. No me habría permitido expresarme así de hablar con un hombre de poca cultura –dijo el abogado– pero estoy seguro de que usted me comprende.
Alexis Alexandrovich estaba tan confundido que no pudo comprender de momento lo que pudiera tener de sensato el adulterio por consentimiento mutuo y expresó su incomprensión con la mirada. El abogado, en seguida, acudió en su ayuda:
–El hecho esencial es que marido y mujer no pueden seguir viviendo juntos. Si ambas partes están conformes en esto, los detalles y formalidades son indiferentes. Este es, por otra parte, el medio más sencillo y seguro.
Ahora Karenin comprendió bien. Pero sus sentimientos religiosos se oponían a esta medida.
–En el caso presente esto queda fuera de cuestión. ––dijo– En cambio, si con pruebas (correspondencia, por ejemplo) se puede establecer indirectamente el adulterio, estas pruebas las tengo en mi poder.
Al oír hablar de correspondencia, el abogado frunció los labios y emitió un sonido agudo, despectivo y compasible.
–Perdone usted. –empezó– Asuntos así los resuelve, como usted sabe, el clero. Pero los padres arciprestes, en cosas semejantes, son muy aficionados a examinarlo todo hasta en sus menores detalles. –– dijo con una sonrisa que expresaba simpatía por los procedimientos de aquellos padres– La correspondencia podría confirmar el adulterio parcialmente; pero las pruebas deben ser presentadas por vía directa, es decir, por medio de testigos. Si usted me honrara con su confianza, preferiría que me dejase la libertad de elegir las medidas a emplear. Si se quiere alcanzar un fin, han de aceptarse también los medios.
–Siendo así… –dijo Karenin palideciendo.
En aquel instante el abogado se levantó y se dirigió a la puerta a hablar con su pasante, que interrumpía de nuevo:
–Dígale a esta mujer que aquí no estamos en ninguna tienda de liquidaciones.
Y volvió de nuevo a su sitio, cogiendo, al instalarse en el asiento, una polilla más.
«¡Bueno quedaría mi reps en este despacho, para primavera!», pensó, arrugando el entrecejo.
–¿Me hacía usted el honor de decirme…? –preguntó.
–Le avisaré mi decisión por carta –dijo Alexis Alexandrovich, levantándose y apoyándose en la mesa.
Quedó así un instante y añadió:
–De sus palabras deduzco que la tramitación del divorcio es posible. También le agradeceré que me diga sus condiciones.
–Todo es posible si me concede plena libertad de acción. –repuso el abogado sin contestar la última pregunta– ¿Cuándo puedo contar con noticias de usted? –concluyó, acercándose a la puerta y dirigiendo la vista a sus relucientes zapatos.
–De aquí a una semana. Y espero que al contestar aceptando encargarse del asunto me manifeste sus condiciones.
–Muy bien.
El abogado saludó con respeto, abrió la puerta a su cliente y, al quedar solo, se entregó a su sentimiento de alegría.
Tan alegre estaba que, contra su costumbre, rebajó los honorarios a una señora que regateaba y dejó de coger polillas, firmemente decidido a tapizar los muebles con terciopelo al año siguiente, como su colega Sigonin.
CUARTA PARTE – Capítulo 6
Karenin obtuvo una brillante victoria en la sesión celebrada por la Comisión, el 1 de agosto, pero las consecuencias de su victoria fueron muy amargas para él.
La nueva comisión que había de estudiar en todos sus aspectos el problema de los autóctonos, fue designada y enviada al terreno con la extraordinaria rapidez y energía propuesta por él y a los tres meses redactó el informe.
La vida de los autóctonos fue estudiada allí en todos los sentidos: político, administrativo, económico, etnográfico, material y religioso. A cada pregunta se daban bien redactadas respuestas que no dejaban lugar a duda alguna, porque no eran producto del pensamiento humano, siempre expuesto al error, sino obra del servicio oficial.
Cada respuesta dependía de datos oficiales, de informes de gobernadores, obispos, jefes provinciales y superintendentes eclesiásticos, que se basaban a su vez en los datos de los alcaldes y curas rurales, de modo que las respuestas no podían ofrecer más garantías de verdad.
Preguntas como: «¿Por qué los interesados recogen malas cosechas?». O «¿Por qué los habitantes de esas regiones conservan su religión?», que jamás habrían podido contestarse sin las facilidades dadas por la máquina administrativa y que permanecían incontestadas siglos enteros, recibieron ahora respuesta clara y definida. Y esa respuesta coincidía con las opiniones de Alexis Alexandrovich.
Pero Stremov, que en la última sesión se había sentido muy picado, al recibir los informes de la comisión apeló a una táctica inesperada para Karenin. Se pasó al partido de éste, arrastrando consigo a varios otros y apoyó con calor las medidas propuestas por él, sugiriendo otras, más audaces aún, en el mismo sentido.
Tales medidas, más extremas que las defendidas por Karenin, fueron aprobadas y entonces, se descubrió la táctica de Stremov. Aquellas medidas extremas resultaron tan irrealizables en la práctica, que los políticos, la opinión pública, los intelectuales y los periódicos cayeron, unánimes, sobre ellas, expresando su indignación contra las medidas en sí y contra su propugnador, Alexis Alexandrovich.
Stremov, en tanto, se apartaba, aparentando haber seguido ciegamente el proyecto de su rival y sentirse ahora sorprendido y consternado por lo que ocurría.
Esto cortó las alas a Karenin. Pero, a despecho de su vacilante salud y de sus disgustos domésticos, no se daba por vencido. En la Comisión surgieron divisiones. Varios de sus miembros, con Stremov a la cabeza, se disculpaban de su error, alegando haber creído en la Comisión que, dirigida por Karenin, había presentado el informe. Y sostenían que aquel informe no tenía ningún valor, que eran sólo deseos de malgastar papel inútilmente. Alexis Alexandrovich y otros que consideraban peligroso aquel punto de vista revolucionario en la manera de considerar los documentos oficiales, continuaban sosteniendo los datos aportados por la comisión inspectora.
Así que, en los altos ambientes y hasta en la sociedad, se produjo una gran confusión y, aunque todos se interesaban mucho en el problema, nadie sabía a punto fijo si los autóctonos padecían o si vivían bien.
En consecuencia de esto y del desprecio que cayó sobre él por la infidelidad de su mujer, la posición de Alexis Alexandrovich volvió a ser muy insegura.
Entonces Karenin tuvo el valor de adoptar una resolución importantísima. Con sorpresa enorme de los comisionados declaró que iba a pedir permiso para ir personalmente a estudiar el asunto. Y, obteniendo, en efecto, el permiso, se trasladó a aquellas provincias lejanas.
Su marcha produjo gran revuelo, tanto más cuando, al marcharse, devolvió oficialmente la cantidad que el Gobierno le había asignado para los gastos de viaje calculados teniendo en cuenta que habría de necesitar doce caballos.
–Eso me parece de una gran nobleza. –decía Betsy, comentando el asunto con la princesa Miagkaya– ¿Por qué han de señalarse gastos de postas cuando es sabido que ahora puede irse a todas partes en ferrocarril?
La princesa Miagkaya no estaba conforme y la opinión de la Tverskaya casi la irritó.
–Usted puede hablar así porque posee muchos millones, pero a mí me conviene que mi marido salga de inspección durante el verano. A él le es agradable y le va bien para la salud; y a mí me vale para pagar el coche y tener otro alquilado.
Karenin, de paso para las provincias lejanas, se detuvo tres días en Moscú.
Al día siguiente de su llegada, fue a visitar al general gobernador. Pasaba por la encrucijada del callejón de Gazetny, rebosante siempre de coches particulares y de alquiler, cuando oyó que lo llamaban por su nombre en voz tan alta y alegre que no pudo dejar de volver la cabeza.
Al borde de la acera, con un corto abrigo de moda, con un sombrero de copa baja también de moda, sonriendo satisfecho y mostrando los dientes blancos entre los labios rojos, estaba Esteban Arkadievich, joven y radiante, gritando con insistencia para que su cuñado mandase parar el coche.
Con la mano, Oblonsky sujetaba la portezuela de un carruaje detenido en la esquina, por cuya ventanilla aparecían la cabeza de una señora con sombrero de terciopelo y las cabecitas de dos niños. La señora sonreía bondadosamente y hacía también señas con la mano. Era Dolly con los niños.
Alexis Alexandrovich no deseaba ver a nadie en Moscú y menos que a nadie al hermano de su mujer. Levantó el sombrero y quiso continuar; pero Esteban Arkadievich mandó al cochero de Karenin que parase y corrió hacia el coche sobre la nieve.
–¿No te da vergüenza no habernos avisado de tu llegada? ¿Desde cuándo estás aquí? Ayer pasé por el hotel Dusseau y vi, en el tarjetero, «Karenin», pero no pensé que fueras tú –dijo Oblonsky, introduciendo la cabeza por la portezuela del coche de su cuñado–– de lo contrario, hubiera subido a verte. ¡Cuánto me alegro de encontrarte! –repetía, golpeando un pie contra otro, para sacudirse la nieve– ¡Has hecho mal en no avisarnos! –insistió.
–No tuve tiempo. Estoy muy ocupado –repuso secamente Karenin.
–Vamos allá con mi mujer; tiene deseos de verte.
Karenin desplegó la manta en que se envolvía las heladas piernas, se apeó y, pisando la nieve, se acercó a Daria Alexandrovna.
–¿A qué es debido que nos eluda usted de esa manera, Alexis Alexandrovich? –preguntó Dolly sonriendo.
–Estuve muy ocupado. Celebro verla. –repuso él con tono que indicaba claramente que sentía lo contrario– ¿Cómo está usted?
–Bien. ¿Y nuestra querida Anna?
Alexis Alexandrovich murmuró unas palabras confusas excusándose y trató de alejarse. Pero Esteban Arkadievich lo retuvo.
–¿Qué haremos mañana? ¡Ya! Dolly: invítale a comer. Llamaremos a Kosnichev y a Peszov y así conocerá a la intelectualidad moscovita.
–Venga, por favor –dijo Dolly–. Lo esperamos a las cinco o a las seis. Cuando quiera. Pero, ¿cómo está mi querida Anna? Hace tanto tiempo que…
–Está bien. –contestó Alexis Alexandrovich– Encantado de verla…
Y se dirigió a su coche.
–¿Vendrá usted? –le gritó Dolly.
Karenin murmuró algo que ella no pudo distinguir entre el ruido de los coches.
–¡Iré a verte mañana! –gritó a su vez Esteban Arkadievich.
Alexis Alexandrovich se hundió en su coche de tal modo que no pudiese ver a nadie ni le viesen a él.
–¡Qué hombre tan raro! –dijo Oblonsky a su mujer. Miró el reloj, hizo un movimiento con la mano ante el rostro, significando que la saludaba cariñosamente a ella y a sus hijos y se alejó por la calle con su paso fanfarrón.
–¡Stiva, Stiva! –le llamó Dolly ruborizándose.
Su marido volvió la cabeza.
–Hay que comprar abrigos a Gricha y Tania. Dame dinero.
–Es igual. Di que ya los pagaré yo.
Y desapareció saludando alegremente, con la cabeza, a un conocido que pasaba en coche.
ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 3 Y 4
martes, junio 11th, 2013
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 3
–¿Lo has encontrado? –preguntó ella, cuando se sentaron junto a la mesa, en la que ardía una lámpara– Es el castigo por tu tardanza.
–Pero, ¿qué ha sucedido? ¿No tenía que asistir al consejo?
–Estuvo allí y volvió y ahora otra vez se va no sé adónde. Es igual. No hablemos de eso. ¿Dónde has estado? ¿Has estado siempre con el Príncipe?
Anna conocía todos los detalles de su vida. Vronsky se proponía decirle que, no habiendo descansando en toda la noche, se había quedado dormido; pero, mirando aquel rostro conmovido y feliz, se sintió avergonzado y, cambiando de idea, dijo que había tenido que ir a informar de la marcha del Príncipe.
–¿Ha terminado todo? ¿Se ha ido?
–Sí, gracias a Dios. No sabes lo molesto que me ha sido.
–¿Por qué? Al fin y al cabo llevabais la vida habitual de todos vosotros, los jóvenes –dijo Anna, frunciendo las cejas. Y, cogiendo la labor que tenía sobre la mesa, se puso a hacer croché, sin mirarle.
–Hace tiempo que he dejado esa vida.–repuso él, extrañado por el cambio de expresión del rostro de Ana y tratando de comprender su significado– Te confieso ––continuó, sonriendo y mostrando, al hacerlo, sus dientes blancos y apretados– que durante esta semana me he mirado en el Príncipe como en un espejo y he sacado una impresión desagradable.
Anna tenía la labor entre las manos, pero no hacía nada y le miraba con ojos extrañados, brillantes.
–Esta mañana ha venido Lisa, que aún no teme invitarme, a pesar de la condesa Lidia Ivanovna ––dijo Anna– y me habló de la noche de ustedes en «Atenas». ¡Qué asco!
–Quisiera decirte…
Ella le interrumpió:
–¿Estaba Teresa, esa Thérèse con la que ibas antes?
–Quisiera decirte…
–¡Cuán bajos sois todos los hombres! ¿Es posible que imaginéis que una mujer pueda olvidar eso? –– decía Anna, agitándose más cada vez y explicándole así la causa de su inquietud– ¡Sobre todo, una mujer como yo, que no puede saber lo pasado! ¿Qué sé yo? ¡Sólo lo que tú me has dicho! ¿Y quién me asegura que dices la verdad?
–Me ofendes, Anna. ¿Es que no me crees? ¿No te he dicho que no te oculto ningún pensamiento?
–Sí, sí –repuso ella, esforzándose visiblemente en alejar sus celos–. Pero ¡si supieras lo que siento! Te creo, te creo… Bueno, ¿qué me decías?
Pero Vronsky había olvidado lo que quería decirle. Aquellos accesos de celos que, con más frecuencia cada vez, sufría Anna, le asustaban y, aunque se esforzaba en disimularlo, enfriaban su amor hacia ella, a pesar de saber que la causa de sus celos era la pasión que por él sentía.
Muchas y muchas veces se había repetido que la felicidad no existía para él sino en el amor de Anna y, ahora que se sentía amado apasionadamente, como puede serlo un hombre por quien lo ha sacrificado todo una mujer, ahora Vronsky se sentía más lejos de la felicidad que el día en que había salido de Moscú en pos de ella. Entonces se consideraba desgraciado, pero veía la dicha ante él.
Ahora, en cambio, sentía que la felicidad mejor había ya pasado. Anna no se parecía en nada a la Anna de los primeros tiempos. Moral y físicamente había empeorado. Estaba más gruesa y ahora mismo, mientras le estaba hablando de la artista, una expresión malévola afeaba sus facciones.
Vronsky la contemplaba como a una flor que, cortada por él mismo, se le hubiese marchitado entre las manos, y en la cual apenas se pudiese reconocer la belleza que incitara a cortarla. Y, no obstante, experimentaba la sensación de que aquel amor que antes, cuando estaba en toda su fuerza, hubiese podido arrancar de su alma, de habérselo propuesto firmemente, ahora le sería imposible arrancarlo. No; ahora no podía separarse de ella.
–Bueno, ¿y qué ibas a decirme del Príncipe? –preguntó Anna– ¿Ves? Ya he arrojado el demonio de mí. -Así llamaban entre ellos a los celos– Sí, ¿qué habías empezado a decirme del Príncipe? ¿Por qué te ha sido tan desagradable?
–Era insoportable. –dijo Vronsky, tratando de reanudar el hilo roto de sus pensamientos– El Príncipe no sale ganando cuando se le conoce bien. Podría definirle como un animal bien nutrido, de esos que obtienen medallas en las exposiciones, y nada más–concluyó, con un enojo que suscitó el interés de Anna.
–¿Es posible? –contestó– ¡Pero, si se dice que es muy culto y que ha visto mucho mundo!
–Esa cultura de… ellos, es una cultura especial. Está instruido sólo para tener derecho a despreciar la instrucción, como se desprecia todo entre ellos, excepto los placeres animales.
–A todos os gustan los placeres animales –dijo Anna. Y Vronsky vio de nuevo en ella aquella mirada sombría que la alejaba de él.
–¿Por qué lo defiendes? –preguntó, sonriendo.
–No lo defiendo. Me tiene sin cuidado. Sólo creo que si a ti mismo no te hubieran gustado esos placeres, habrías podido no tomar parte en ellos. Pero te gusta ver a Thérèse en el vestido de Eva.
–¡Otra vez el demonio! –dijo Vronsky, cogiendo y besando la mano que Anna puso sobre la mesa.
–No puedo evitarlo. No sabes cuánto he sufrido esperándote. No creo ser celosa. ¡No, no lo soy! Te creo cuando estás a mi lado. Mas, cuando estás lejos de mí, entregado a esta vida tuya que yo no puedo comprender…
Se interrumpió; se soltó de Vronsky y volvió a su labor. Bajo el dedo anular, comenzaron a moverse velozmente los hilos de lana blanca, brillante bajo la luz de la lámpara y su fina muñeca se movía también rápidamente en la manga de encajes.
Su voz sonó de pronto, como forzada:
–¿Dónde has encontrado a mi marido?
–Nos hemos cruzado en la puerta.
–¿Y lo ha saludado así?
Anna alargó el rostro y, entornando los ojos, cambió la expresión de su semblante y plegó las manos.
Vronsky quedó sorprendido al ver en sus hermosas facciones el mismo aspecto que asumiera Karenin al saludarle.
Sonrió, mientras ella reía a carcajadas, con aquella dulce risa que era uno de sus mayores encantos.
–No lo comprendo. –dijo Vronsky– Si después de vuestra explicación en la casa veraniega hubiese roto contigo o me hubiese mandado los padrinos, me habría parecido natural. Pero ahora no comprendo su conducta. ¿Cómo soporta esta situación? Porque se ve que sufre mucho.
–¿Él? –dijo Anna con ironía– Al contrario: está contento.
–Al fin y al cabo no sé por qué nos atormentamos tanto, cuando podía arreglarse perfectamente y en beneficio de los tres.
–Esto no lo hará. ¡Conozco demasiado bien esa naturaleza hecha toda de mentiras! ¿Sería posible, si sintiese algo, vivir conmigo como vive? ¿Podría un hombre que tuviese algún sentimiento habitar bajo el mismo techo que su esposa culpable? ¿Podría, por ventura, hablar con ella? ¿Tratarla de tú?
E involuntariamente, Anna volvió a imitarle:
–Tú, ma chère, tú, Anna… –y siguió: -No es un ser humano; es un muñeco. Sólo yo lo sé, porque nadie como yo lo conoce tan profundamente. Si yo estuviese en su lugar, a una mujer como yo, hace tiempo que la habría matado y hecho pedazos en vez de llamarla ma chére Anna. No es un hombre, es una máquina burocrática. No comprende que soy tu mujer, que él es un extraño, que está de sobra. En fin, no hablemos más de ese… no hablemos más…
–Eres injusta, amiga mía. –dijo Vronsky, procurando calmarla– Pero no importa; no hablemos de él. Dime lo que has hecho estos días. ¿Qué tienes? ¿Qué hay de tu enfermedad? ¿Qué te ha dicho el médico?
Anna lo miraba con irónica jovialidad. Se notaba que había hallado aún otros aspectos ridículos de su marido y que esperaba la ocasión de hablar de ellos.
Vronsky continuaba:
–Adivino que no se trata de enfermedad, sino de tu estado. ¿Cuándo será?
Se apagó el brillo irónico de los ojos de Anna y otra sonrisa, indicadora de que sabía algo que él ignoraba, y una suave tristeza, substituyeron a la anterior expresión de su semblante.
–Pronto, pronto… Como tú has dicho, nuestra situación es penosa y hay que aclararla. ¡Si supieras qué insoportable me resulta y cuánto daría por el derecho de amarte libre y abiertamente! Yo no me torturaría ni te torturaría con mis celos. Respecto a lo que dices, será pronto, pero no como esperamos…
Al pensar en ello, Anna se consideró tan desdichada que las lágrimas brotaron de sus ojos y no pudo continuar. Puso su mano, brillante de blancura y de sortijas bajo la lámpara, en la manga de Vronsky.
–No será como esperamos. No quería decírtelo, pero me obligas a ello. Pronto, muy pronto, llegará el desenlace y todos nos separaremos y dejaremos de sufrir.
–No comprendo –repuso Vronsky, aunque sí comprendía.
–Me has preguntado cuándo. Y yo te contesto: pronto. Y te digo, además, que no sobreviviré a ello. No me interrumpas. –y Anna se precipitaba al hablar– Lo sé, estoy segura… Voy a morir y me alegro de dejaros libres a los dos.
Las lágrimas brotaban sin cesar de sus ojos.
Vronsky se inclinó sobre su mano y la besó, tratando en vano de dominar su emoción, la cual –lo sentía bien– no tenía ningún fundamento.
–Vale más así. –dijo Anna, apretándole enérgicamente la mano– Es el único recurso, el único que nos queda.
Él se recobró y levantó la cabeza.
–¡Qué tontería! ¡Qué bobadas dices!
–Es la verdad.
–¿El qué es la verdad?
–Que voy a morir. Lo he soñado.
–¿Lo has soñado? –repitió Vronsky, recordando en el acto al campesino con quien había soñado él.
–Sí, lo soñé. Hace tiempo… Soñé que entraba corriendo en mi alcoba, donde tenía que coger no sé qué, o enterarme de algo… Ya sabes lo que pasa en los sueños… -dijo Ana, abriendo los ojos con horror– Al entrar en mi dormitorio, en un rincón del mismo, vi que había…
–¿Cómo puedes creer en esas necedades?
Pero lo que decía era demasiado importante para ella y Anna no dejó que la interrumpiera.
–Y he aquí que lo que había allí se movió y vi entonces que era un campesino, pequeño y terrible, y con una barba desgreñada… Quise huir, pero él se inclinó sobre unos sacos que tenía allí y empezó a rebuscar en ellos con las manos.
Anna imitaba los movimientos del campesino rebuscando en los sacos, y el horror se pintaba en su semblante. Vronsky recordaba su sueño y sentía que también se apoderaba de su alma el mismo horror.
–El campesino agitaba las manos y hablaba en francés, muy deprisa, arrastrando las erres: Il faut le battre le fer, le broyer, le pétrir. Y era tanta mi angustia, que quise con toda mi alma despertarme y desperté o, mejor dicho, soñé que despertaba. Aterrada, me preguntaba a mí misma: «¿Qué significa esto?». Y Korney me contestaba: «Morirá usted de parto, madrecita». Y entonces desperté de verdad.
–¡Qué tontería! –repetía Vronsky, sintiendo que su voz carecía de sinceridad.
–No hablemos más de esto. Llama y mandaré servir el té. Pero aguarda, ya no queda mucho tiempo, y yo…
De repente se detuvo, su rostro mudó de expresión y a la agitación y el espanto sucedió una atención suave y reposada, llena de beatitud. Vronsky no pudo comprender el significado de aquel cambio. Era que Anna sentía que la nueva vida que llevaba en ella se agitaba en sus entrañas.
CUARTA PARTE – Capítulo 4
Después de su encuentro con Vronsky en la puerta de su casa, Karenin fue a la ópera italiana como se proponía. Estuvo allí durante dos actos completos y vio a quien deseaba.
De regreso a casa, miró el perchero y, al ver que no había ningún capote de militar, pasó a sus habitaciones. Contra su costumbre, no se acostó, sino que estuvo paseando por la estancia hasta las tres de la madrugada.
La irritación contra su mujer, que no quería guardar las apariencias y dejaba incumplida la única condición que él impusiera –recibir en casa a su amante–, le quitaba el sosiego.
Puesto que Anna no cumplía lo exigido, tenía que castigarla y poner en práctica su amenaza: pedir el divorcio y quitarle a su hijo.
Alexis Alexandrovich sabía las muchas dificultades que iba a encontrar pero se había jurado que lo haría y estaba resuelto a cumplirlo. La condesa Lidia Ivanovna había aludido con frecuencia a aquel medio como única salida de la situación en que se encontraba. Además, últimamente, la práctica de los divorcios había alcanzado tal perfección que Karenin veía posible superar todas las dificultades.
Como las desgracias nunca llegan solas, el asunto de los autóctonos y de la fertilización de Taraisk le daban por entonces tales disgustos que en los últimos tiempos se sentía continuamente irritado.
No durmió en toda la noche y su cólera, que aumentaba sin cesar, alcanzó el límite extremo por la mañana. Se vistió precipitadamente y, como si llevara una copa llena de ira y temiera derramarla y perderla, quedándose sin la energía necesaria para las explicaciones que le urgía tener con su esposa, se dirigió rápidamente a la habitación de Anna apenas supo que ésta se había levantado.
Anna creía conocer bien a su marido pero, al verle entrar en su habitación, quedó sorprendida de su aspecto. Tenía la frente contraída, los ojos severos, evitando la mirada de ella, la boca apretada en un rictus de firmeza y desdén y, en su paso, en sus movimientos y en el sonido de su voz había una decisión y energía tales como su mujer no viera en él jamás.
Entró en la habitación sin saludarla, se dirigió sin vacilar a su mesa escritorio y, cogiendo las llaves, abrió el cajón.
–¿Qué quiere usted? –preguntó Anna.
–Las cartas de su amante –repuso él.
–No hay ninguna carta aquí –contestó Anna cerrando el cajón. Por aquel ademán, Karenin comprendió que no se equivocaba y, rechazando bruscamente la mano de ella, cogió con rapidez la cartera en que sabía que su mujer guardaba sus papeles más importantes.
Anna trató de arrancarle la cartera, pero él la rechazó.
–Siéntese; necesito hablarle –dijo, poniéndose la cartera bajo el brazo y apretándola con tal fuerza que su hombro se levantó.
Anna le miraba en silencio, con sorpresa y timidez.
–Ya le he dicho que no permitiría que recibiera aquí a su amante.
–Necesitaba verle para…
–No necesito entrar en pormenores, ni siquiera saber para qué una mujer casada necesita ver a su amante.
–Sólo quería… –siguió Anna irritándose. La brusquedad de su marido la excitaba y le daba valor-¿Le parece, por ventura, una hazaña ofenderme? –le preguntó.
–Se puede ofender a una persona honrada o a una mujer honrada; pero decir a un ladrón que lo es significa sólo la constatation d’un fait.
–No conocía aún en usted esa nueva capacidad para atormentar.
–¿Llama usted atormentar a que el marido dé libertad a su mujer, concediéndole un nombre y un techo honrados sólo a condición de guardar las apariencias? ¿Es crueldad eso?
–Si lo quiere usted saber le diré que es peor: es una villanía–exclamó Anna, en una explosión de cólera. E incorporándose, quiso salir.
–¡No! –gritó él, con su voz aguda, que ahora sonó más penetrante, en virtud de su excitación. Y la cogió por el brazo con sus largos dedos, con tanta fuerza que quedaron en él las señales de la pulsera, que apretaba bajo su mano y la obligó a sentarse –¿Una villanía? Si quiere emplear esa palabra, le diré que la villanía es abandonar al marido y al hijo por el amante y seguir comiendo el pan del marido.
Anna bajó la cabeza. No sólo no dijo lo que había dicho a su amante, es decir, que él era su esposo, y que éste sobraba, sino que ni pensó en ello siquiera. Abrumada por la justicia de aquellas palabras, sólo pudo contestar en voz baja:
–No puede usted describir mi situación peor de lo que yo la veo. Pero, ¿por qué dice usted todo eso?
–¿Por qué lo digo? –continuó él, cada vez más irritado– Para que sepa que, puesto que no ha cumplido usted mi voluntad de que salvase las apariencias, tomaré mis medidas a fin de que concluya esta situación.
–Pronto, pronto concluirá –murmuró ella.
Y una vez más, al recordar su muerte próxima, que ahora deseaba, las lágrimas brotaron de sus ojos.
–Concluirá mucho antes de lo que usted y su amante pueden creer. ¡Usted busca sólo la satisfacción de su apetito carnal!
–Alexis Alexandrovich: no sólo no es generoso, es poco honrado herir al caído.
–Usted sólo piensa en sí misma. Los sufrimientos del que ha sido su esposo no le interesan. Si toda la vida de él está deshecha, eso le da igual. ¿Qué le importa lo que él haya so… so… sopor… poportado?
Hablaba tan deprisa, que se confundió, no pudo pronunciar bien la palabra y concluyó diciendo «sopoportado». Anna tuvo deseos de reír pero en seguida se sintió avergonzada de haber hallado algo capaz de hacerla reír en aquel momento. Y por primera vez y durante un instante se puso en el lugar de su marido y sintió compasión de él. Pero, ¿qué podía hacer o decir? Inclinó la cabeza y calló.
Él calló también por unos segundos y después habló en voz, no ya aguda, sino fría, recalcando intencionadamente algunas de las palabras que empleaba, incluso las que no tenían ninguna particular importancia.
–He venido para decirle… –empezó.
Anna le miró. «Debí de haberme engañado –pensó, recordando la expresión de su rostro de un momento antes cuando se confundió con las palabras– ¿Es que un hombre con esos ojos turbios y esa calma presuntuosa puede, por ventura, sentir algo?»
–No puedo cambiar–murmuró ella.
–He venido para decirle que mañana marcho a Moscú y no volveré más a esta casa. Le haré comunicar mi decisión por el abogado, a quien he encargado tramitar el divorcio. Mi hijo irá a vivir con mi hermana – concluyó Alexis Alexandrovich, recordando a duras penas lo que quería decir de su hijo.
–Se lleva usted a Sergei sólo para hacerme sufrir. –repuso ella, mirándole con la frente baja– ¡Usted no lo quiere! ¡Déjeme a Sergio!
–Sí: la repugnancia que siento por usted me ha hecho perder hasta el cariño que tenía a mi hijo. Pero, a pesar de todo, lo llevaré conmigo. Adiós.
Quiso marchar, pero ella lo retuvo.
–Alexis Alexandrovich: déjeme a Sergei. –balbuceó una vez más– Sólo esto le pido… Déjeme a Sergei hasta que yo… Pronto daré a luz… ¡Déjemelo!
Alexis Alexandrovich se puso rojo, desasió su brazo y salió del cuarto sin contestar.
ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 1 Y 2
lunes, junio 10th, 2013
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 1
Los Karenin, marido y mujer, seguían viviendo en la misma casa y se veían a diario pero eran completamente extraños entre sí. Alexis Alexandrovich se impuso la norma de ver diariamente a su esposa para evitar que los criados adivinasen lo que sucedía, aunque procuraba no comer en casa.
Vronsky no visitaba nunca a los Karenin pero Anna le veía fuera y su esposo lo sabía.
La situación era penosa para los tres y ninguno la habría soportado un solo día de no esperar que cambiase, como si se tratara de una dificultad pasajera y amarga que había de disiparse sin tardar.
Karenin confiaba en que aquella pasión pasaría, como pasa todo, que todos habían de olvidarse de ella y que su nombre continuaría sin mancha.
Anna, de quien dependía principalmente aquella situación y a quien le resultaba más penosa que a nadie, la toleraba porque, no sólo esperaba, sino que creía firmemente que iba a tener un pronto desenlace y a quedar clara. No sabía cómo iba a producirse tal desenlace, pero estaba absolutamente convencida de que ocurriría sin tardar.
Vronsky, involuntariamente sometido a Anna, confiaba también en una intervención exterior que había de zanjar todas las dificultades.
A mediados de invierno, Vronsky pasó una semana muy aburrida. Fue destinado a acompañar a un príncipe extranjero que visitó San Petersburgo y al que debía llevar a ver todo lo digno de ser visto en la ciudad. Este honor, merecido por su noble apostura, el gran respeto y dignidad con que sabía comportarse y su costumbre de tratar con altos personajes, le resultó bastante fastidioso. El Príncipe no quería pasarse por alto ninguna de las cosas de interés que pudiera haber en Rusia y sobre las cuales pudiera ser preguntado después en su casa. Quería, además, no perder ninguna de las diversiones de allí. Era preciso, pues, orientarle en ambos aspectos. Así, por las mañanas, salían a visitar curiosidades y por las noches participaban en las diversiones nacionales. El Príncipe gozaba de una salud excelente y hasta extraordinaria en hombres de su alta jerarquía y, gracias a la gimnasia y a los buenos cuidados había infundido a su cuerpo un vigor tal, que, pese a los excesos con que se entregaba en los placeres, estaba tan lozano como uno de esos enormes pepinos holandeses, frescos y verdes.
Viajaba mucho y opinaba que una de las grandes ventajas de las modernas facilidades de comunicación consistía en la posibilidad de gozar sobre el terreno de las diferentes diversiones de moda en cualquier país.
En sus viajes por España había dado serenatas y había sido el amante de una española que tocaba la guitarra. En Suiza, había matado un rebeco en una cacería. En Inglaterra, vestido con una levita roja, saltó cercas a caballo y mató, en una apuesta, doscientos faisanes. En Turquía, visitó los harenes, en la India montaba elefantes y ahora, llegado aquí, esperaba saborear todos los placeres típicos de Rusia.
A Vronsky, que era a su lado una especie de maestro de ceremonias, le costaba mucho organizar todas las diversiones rusas que diferentes personas ofrecían al Príncipe. Hubo paseos en veloces caballos, comidas de blinis, cacerías de osos, troikas, gitanas y francachelas acompañadas de la costumbre rusa de romper las vajillas. El Príncipe asimiló el ambiente ruso con gran facilidad: rompía las bandejas con la vajilla que contenían, sentaba en sus rodillas a las gitanas y parecía preguntar:
«¿No hay más? ¿Sólo consiste en esto el espíritu ruso?»
A decir verdad, de todos los placeres rusos, el que más agradaba al Príncipe eran las artistas francesas, una bailarina de bailes clásicos y el champaña carta blanca. Vronsky estaba acostumbrado a tratar a los príncipes pero, bien porque él mismo hubiera cambiado últimamente o por tratar demasiado de cerca a aquel personaje, la semana le pareció terriblemente larga y penosa. Durante toda ella experimentaba el sentimiento de un hombre al lado de un loco peligroso, temiendo, a la vez, la agresión del loco y perder la razón por su proximidad.
Se hallaba, pues, en la continua necesidad de no aminorar ni un momento su aire de respeto protocolario y severo para no mostrarse ofendido. Con gran sorpresa suya, el Príncipe solía tratar despectivamente a las personas que se afanaban en ofrecerle diversiones típicas. Sus opiniones sobre las mujeres rusas, a las que se proponía estudiar, más de una vez encendieron de indignación las mejillas de Vronsky.
La causa principal de que el Príncipe le resultase tan insoportable era que Vronsky, sin él quererlo, se veía reflejado en el otro, y lo que veía en aquel espejo no halagaba en manera alguna su amor propio. Veía a un hombre necio muy seguro de sí mismo, rebosante de salud y esmerado en el cuidado de su persona y nada más. Era, es verdad, un caballero y eso Vronsky no podía negarlo. Era, como él, llano y no adulador con sus superiores, natural y sencillo con sus iguales y despectivamente bondadoso con sus inferiores.
Vronsky era también así y lo consideraba como un gran mérito; pero como, en comparación con el Príncipe, él era inferior, el trato despectivamente bondadoso que se le dispensaba lo ofendía.
«¡Qué necio! ¿Es posible que también yo sea así?», se preguntaba.
Fuese como fuese, al séptimo día, en una estación intermedia, de regreso de una cacería de osos en la que durante toda la noche había el Príncipe ensalzado la bravura rusa, pudo al fin Vronsky despedirse de él, que partía para Moscú; el joven, después de haberle oído expresar su agradecimiento, se sintió feliz de que aquella situación enojosa hubiese concluido y de no tener que mirarse más en aquel espejo detestable.
CUARTA PARTE – Capítulo 2
Al volver a casa, Vronsky halló una nota de Anna, que le escribía:
«Estoy enferma y soy muy desgraciada. No puedo salir, pero tampoco vivir sin verle.
Venga esta noche. A las siete, Alexis Alexandrovich sale para ir a un consejo y estará fuera hasta las diez. »
Vronsky reflexionó un momento. La invitación de Anna a que fuera a verle a su casa, a pesar de la prohibición de su marido, le parecía extraña pero, no obstante, decidió ir.
Aquel invierno, Vronsky, nombrado coronel, había dejado el regimiento y vivía solo. Después de almorzar, se tendió en el diván y, a los cinco minutos, los recuerdos de las grotescas escenas que viviera en los últimos días, se mezclaron en su cerebro con imágenes de Anna y del campesino que desempeñara el papel de batidor en la caza del oso y se durmió.
Despertó en la oscuridad, sobrecogido de terror y encendió precipitadamente una bujía.
«¿Qué pasa? ¿Qué he soñado ahora? ¡Ah, sí! El campesino que organizaba la batida, aquel campesino sucio, de barbas desgreñadas, hacía no sé qué cosa, inclinándose y de pronto empezó a hablar en francés… Unas palabras muy extrañas… Pero no había en ello nada terrible. ¿Por qué me lo pareció tanto?», se dijo.
Recordó vivamente al campesino y las incomprensibles palabras en francés que pronunciara y un escalofrío de horror le hizo estremecer. «¡Qué tontería!», pensó.
Miró el reloj. Eran las ocho y media. Llamó al criado, se vistió precipitadamente y salió, olvidando el sueño y con la sola preocupación de que acudía tarde. Cuando llegaba a casa de los Karenin, eran las nueve menos diez. Un coche estrecho y alto, con dos caballos grises, estaba parado junto a la puerta y Vronsky reconoció el carruaje de Anna.
«Se proponía ir a mi casa», pensó. «Y hubiera sido mejor. Me es desagradable entrar aquí. Pero, es igual. No puedo esconderme.» Y con la desenvoltura, adquirida desde la infancia, del hombre que no tiene nada de qué avergonzarse, descendió del trineo y se acercó a la puerta. Ésta se abrió en aquel momento. El portero, con la manta de viaje bajo el brazo, apareció llamando el coche.
Vronsky, aunque no solía fijarse en pormenores, notó la expresión de sorpresa con que aquél le miraba.
Casi en el umbral, el joven tropezó con Alexis Alexandrovich, cuyo rostro, exangüe y enflaquecido bajo el sombrero negro y la corbata blanca que brillaba entre la piel de su abrigo de nutria, quedaron un momento iluminados por la luz del gas.
Karenin fijó por un momento sus ojos apagados e inmóviles en el rostro de Vronsky, movió los labios, como si masticase, se tocó el sombrero con la mano y pasó. Vronsky vio cómo, sin volver la cabeza, subía al coche, cogía por la ventanilla la manta y los prismáticos y desaparecía.
El joven entró en el recibidor, con el entrecejo fruncido y los ojos brillantes de orgullo y de animosidad.
«¡Qué situación!», pensaba. «Si este hombre se hubiera decidido a luchar, a defender su honor, yo habría podido obrar, expresar mis sentimientos… Pero, por debilidad o bajeza, me coloca en la desairada posición de un burlador, cosa que no soy ni quiero ser.»
Desde su entrevista con Anna junto al jardín de Vrede, los sentimientos de Vronsky habían experimentado un cambio. Imitando involuntariamente la debilidad de Anna, que se había entregado toda a él y de él esperaba la decisión de su suerte, resignada a todo de antemano, hacía tiempo que había dejado de pensar que aquellas relaciones pudieran terminar, como había creído en aquel momento. Sus planes ambiciosos quedaron de nuevo relegados y, reconociendo que había salido de aquel círculo de actividad en el que todo estaba definido, se entregaba cada vez más a sus sentimientos, y sus sentimientos le ligaban más y más a Anna.
Ya desde el recibidor, Vronsky sintió los pasos de ella alejándose y comprendió que le esperaba, que había estado escuchando y que ahora volvía al salón.
–¡No! –exclamó Anna al verle y, apenas lo hubo dicho, las lágrimas afluyeron a sus ojos–No, si esto continúa, lo que ha de pasar pasará muchísimo antes de lo debido.
–¿A qué te refieres, querida?
–¿A qué? Llevo esperando y sufriendo una o dos horas. No, no continuaré así. Pero no quiero enfadarme contigo. Seguramente no habrás podido venir antes. Me callaré…
Le puso ambas manos en los hombros y le contempló con profunda y exaltada mirada, aunque escrutadora a la vez. Estudiaba el rostro de Vronsky buscando los cambios que pudieran haberse producido en el tiempo que hacía que no se habían visto. Porque, en todos sus encuentros con Vronsky, Anna confundía la impresión imaginaria –incomparablemente superior, excesivamente buena para ser verdadera–, que él le producía, con la impresión real.
ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – RESUMEN Y ANÁLISIS
domingo, junio 9th, 2013
TERCERA PARTE
RESUMEN:
En el verano, el medio hermano de Levin, Koznishev, decide tomar un descanso de su trabajo intelectual, con el fin de visitar a Levin en el campo. Levin está feliz de ver a su hermano, a pesar de que sus diferencias en relación a los objetivos de una finca rural le molestan. Levin participa activamente en todo lo referente a su finca, mientras que Sergei Ivanovich se refiere al campo como una oportunidad para el descanso y el ocio, “un antídoto útil a la depravación”. También hay diferencias entre los dos hermanos con respecto a los campesinos. A Sergei Ivanovich le gusta “la gente”, hasta el punto de idealizar su sencillez y buena actitud, mientras que Levin está más familiarizado con sus debilidades y sus fortalezas y, por lo tanto, no puede idealizarlos a ellos o a su papel en el mercado de trabajo. Sergei Ivanovich también quiere que Levin asuma un puesto de responsabilidad en la zona y lo critica por haber abandonado el Consejo del distrito. Levin se libera, entonces, de sus provocaciones lléndose a segar sus campos con los campesinos.
La actividad física es vigorizante y Levin se pone de buen humor; como resultado de esto, las relaciones entre él y Sergei Ivanovich mejoran.
Mientras tanto, Oblonsky viajó a San Petersburgo para cumplir con sus funciones burocráticas, enviando a Dolly y los niños a su dacha en Yergushovo con el fin de ahorrar dinero. Mientras Oblonsky asiste a las carreras de caballos y vive como un soltero en San Petersburgo, su familia tiene dificultades para adaptarse a la dureza de la vida en el campo. Después de una semana, la casa de campo empieza a funcionar y Dolly goza de un momento de triunfo matriarcal por el excelente comportamiento de sus hijos en la Misa. Levin la visita después de la Comunión y Dolly le sugiere que se le proponga, de nuevo, a Kitty. La sugerencia avergüenza Levin y discutir por un rato. Su mal humor parece afectar a los niños, cuyo previo buen comportamiento se desintegra. Levin, mofándose interiormente de las aptitudes como madre de Dolly, se va rápidamente.
Luego se dirige a hacer frente a la venta de heno de la cosecha de su hermana, en un pueblo a unos quince kilómetros de Pokrovsk. Después de ajustar las cuentas de las empresas, observa a una alegre familia campesina, trabajando duro en su labor. Su aparente felicidad lo afecta enormemente y retoma sus preguntas sobre la economía y la felicidad espiritual. Al salir del campo, ve pasar a Kitty en un carruaje y se da cuenta de que aún la ama.
Karenin lidia con la revelación de Anna sobre Vronsky, ponderando sus opciones. Lo hace de un modo clínico y burocrático. La opción tradicional sería desafiar Vronsky a un duelo, pero considera a los duelos deshonestos y estúpidos, además. Lo más importante para él es “asegurar mi reputación, que necesito para continuar mis actividades sin impedimento”. A fin de obtener el divorcio, él tendría que preveer “prueba” de la infidelidad de Anna, y considera este tipo de cosas como ordinarias y burdas. Además, el divorcio sería perjudicial y públicamente humillante para él. Así que decide que la única opción es obligar a Anna a romper relaciones con Vronsky y quedarse con él. Aparentemente, al menos, esto va a preservar el status quo. Interiormente, él también lo reconoce como un castigo para ella. Escribe para comunicarle de su decisión y se lanza a sus deberes burocráticos con gusto.
Anna se despierta por la mañana, después de su estallido en el coche, sumida en miedo. Atemorizada de que Karenin pueda echarla de la casa, idea un plan desesperado para huir con su hijo, sin Vronsky. Le escribe a Karenin una carta a estos efectos. Luego recibe la carta de Karenin y se enfría tanto por su generosidad como por su frialdad. Se va a un partido de croquet en casa de la princesa Betsy. Betsy ha invitado a varias mujeres de alta sociedad, con sus amantes, con el fin de que Anna pueda “aprender” de su ejemplo. Las mujeres se aparecen con sus amantes y maridos a cuestas. El partido distrae temporalmente Anna pero se acuerda de lo que le espera en su casa y se va.
Esa misma mañana, Vronsky pasa la mañana poniendo sus asuntos financieros en orden. Sus cálculos revelan que tiene muchas deudas y un ingreso limitado. Una visita de su amigo Serpujovskoy dispara los celos de Vronsky. Serpujovskoy es un general que espera un ascenso, mientras que la carrera de Vronsky se ha estancado. Pero cuando Serpujovskoy le ofrece la oportunidad de poner en marcha su carrera dejando el regimiento, Vronsky se niega porque eso lo alejará de Anna.
Después de su reunión, se encuentra con Anna. Ella le habla de Karenin y Vronsky se entusiasma, pero Anna sugiere que todo va a seguir estando como está. Vronsky cree que un duelo es inevitable, pero ella es más sensata. Efectivamente, Karenin no reta a Vronsky a duelo; está absorto en su trabajo y un triunfo temporal sobre un enemigo político lo distrae de los asuntos familiares. Cuando Anna va a su encuentro con desesperación emocional, su actitud es escalofriante y vengativa. Le dice, en términos inequívocos, que ella permanecerá con él y romperá sus relaciones con Vronsky.
Levin pasa el resto del verano contemplando estrategias económicas y agrícolas, tratandp de evitar pensar en Kitty, que se está quedando con Dolly, a menos de veinte kilómetros de distancia. Él visita a Sviajsky, el propietario de una finca cercana, para ir de caza y se trenzan en una discusión acerca de la mano de obra campesina. A pesar de que no está de acuerdo con Sviajsky, que desea volver a introducir la servidumbre (abolida en 1861), la conversación despierta el pensamiento de Levin sobre los campesinos. Levin cree que la mejor manera de inspirarlos es no obligarlos a trabajar, sino darles una participación en su trabajo a través de la propiedad. Desarrolla una “teoría” del trabajo económico que consiste en el trabajo cooperativo y la propiedad. Trata de poner en práctica esta teoría en su granja, pero los campesinos responden con mucho menos entusiasmo de lo que Levin espera.
A fines de septiembre, Levin recibe la visita sorpresa de su hermano Nicolás. Nicolás está demacrado y, obviamente, muy enfermo y su muerte es inminente. Aunque Levin se horroriza por la aparición de su hermano y se preocupa por su futuro, el destino de Nicolás no es un tema de discusión entre ellos. Nicolás hasta afirma que su salud está mejorando. En vez de hablar sobre lo que importa, se pelean por la teoría económica de Levin. Nicolás se burla de las creencias de su hermano, llamándolas una forma distorsionada del comunismo. Esto desilusiona a Levin sobre el potencial de su idea. Nicolás se va y Levin se vuelve taciturno. Empieza a ver la muerte en todas partes y está deprimido por su propia alma.
TERCERA PARTE
ANÁLISIS:
Es aquí, en la tercera parte, que Tolstoy desarrolla, además de la historia de las relaciones dentro de la Alta Sociedad Rusa, su extraordinaria historia secundaria de la cambiante sociedad económica de Rusia. Muchos críticos han argumentado que el trabajo de Tolstoy, en este sentido, es lo que hace de Anna Karenina una pieza de la literatura tan vigente; no hay dudas de que sus descripciones de la vida agrícola y su compleja comprensión de las fuerzas económicas e históricas, volcadas en lúcida prosa, profundizan y enriquecen la novela. Al mismo tiempo, algunos críticos creen que el análisis en profundidad de Tolstoy acerca de la economía y agricultura, el relato de cada palabra y cada teoría, son monótonos y nos distraen de la acción “real”. Independientemente del debate crítico, la meta de Tolstoy al escribir Anna Karenina no era sólo contar una historia, sino ofrecer “un trozo de vida”. El foco en la agricultura que, sin duda, debe haber sido un gran tema en la Rusia de 1870, es parte de eso.
La tercera parte es donde Tolstoy tiene “imágenes de la vida derribando teorías”. Es decir, “segar el trigo” derriba teorías. Las historias simultáneas de Anna y Vronsky y Levin y Kitty son subordinadas a la mirada que hace Tolstoy del orden económico de Rusia. Pero al hacerlo, Tolstoy también nos da un valioso desarrollo de los personajes. No podemos tomar en serio las teorías de Sergei Ivanovich o de Nicolás sobre la economía y los campesinos porque, a diferencia de Levin, ellos carecen de la experiencia de trabajar la tierra. El tema de la tierra se trata fuertemente en esta parte y deberíamos juzgar a los personajes por la forma en que responden a la tierra. Sólo personajes que tienen una relación sensual con la tierra, Levin, Dolly, nos son simpáticos en esta sección. Los personajes que no tienen una relación con la tierra, Sergei Ivanovich, Nicholas, Oblonsky nos parecen desinformados y perversos. De hecho, se ha argüido que algunas de las perversiones de Anna provienen de su falta de relación con la tierra; su incapacidad para dejar los grandes centros urbanos es, en parte, responsable de su desgracia.
Los problemas de la posición del propietario de la tierra son de primordial importancia en esta sección y mucho de lo que sucede es un reflejo de las propias creencias reaccionarias de Tolstoy. A pesar de no estar a favor de un retorno a las condiciones de esclavitud de la servidumbre, Tolstoy creía en la primacía de la relación patriarcal del hacendado hacia sus campesinos y sus tierras. Al menos una parte del fracaso de la teoría de Levin se basa en la propia repulsión que siente Tolstoy por el comunismo. Sin embargo, Levin es un hombre de ética y entendimiento humano, profundamente comprometido, que no comete el error de idealizar a los campesinos ni los considera inferiores, y esto le crea dificultades en su visión de la economía. ¿Cómo puede él, Levin, ganarse la vida a costa del trabajo de otros?
Esta pregunta y una seria obsesión con la muerte torturan a Levin a lo largo de la novela. Es muy importante tomar estas dos cuestiones en cuenta, sobre todo esta última, ya que constituyen el meollo del desarrollo de Levin como un ser espiritual, más adelante, en la novela.
El comportamiento de Karenin en esta parte de la novela muestra tanto su crueldad como su extraño sentido de la moralidad. Es cierto que él es de lo más generoso al invitar a Anna a regresar al redil en lugar de arrojarla a los lobos pero también es cierto que, al hacerlo, le inflige un castigo que es psicológicamente mucho más aterrador. Anna buscó su relación con Vronsky con el fin de liberar algunos de los «sentimientos» reprimidos que, como vimos en el capítulo 18 de la Primera Parte, constituyen su estado natural. La solución de Karenin es ahogar esos sentimientos completamente. Karenin sabe que su generosidad castigará Anna aún más y él se toma el vengativo deleite de “hacer lo correcto”. La ironía de esta situación también trabaja en su propio interés. Él calcula fríamente pros y contras en una escena que es aterradora por la falta de emoción con que Karenin trata un asunto esencialmente emocional. Si se divorcia de Anna o desafía a Vronsky a duelo, el resultado perjudicial puede afectar a su carrera. Y su carrera, como lo vemos claramente, es lo más importante.
La fiesta de Betsy es un “trozo de vida” sorprendente. Betsy invita a dos mujeres, ambas de elevada posición en la sociedad, con sus amantes y esposos, a un partido de croquet. Su intención es mostrar a Anna cómo las mujeres pueden llevar adelante sus asuntos, de una manera no perjudicial. Sin embargo, aunque ambas mujeres han conservado sus posiciones y sus amantes, ninguna de ellas es un modelo positivo para Anna. Una de las mujeres sufre de insomnio y aburrimiento y la otra es promiscua. Yuxtapuesto contra tales ejemplos, el apasionado modo todo-o-nada de Anna es positivamente refrescante.
No es casual que Levin piense en Kitty cuando se siente fortalecido por la vida de los campesinos. Tal como sus simples vidas lo inspiran, Kitty representa algo aniñado e inocente para él. Sin embargo, en esta Tercera Parte, todavía no están listos para encontrarse para el amor y el matrimonio.
Un tema importante en Anna Karenina es el de la toma de decisiones. Así como Anna sigue adelante con su destructiva historia de amor hasta el final, Levin y Kitty deben estar listos para comprometerse a una vida juntos. Esto llevará un poco más de tiempo y crecimiento para ambas personas.
MI TAZA DE TÉ, MY CUP OF TEA, моя чашка чая
domingo, junio 9th, 2013«Mi taza de té» (My cup of tea) es sólo una de las muchas frases relacionadas con el té, que siguen siendo de uso común en el Reino Unido, tales como «Ni por todo el té en China», «Podría matar por una taza de té», «Más té, vicario?»,»Té y simpatía»,»Una tormenta en una taza de té» y así sucesivamente. Es usada para referirse a algo o alguien que nos es placentero.
A principios del siglo 20, una «taza de té» era tal sinónimo de aceptabilidad, que se convirtió en el sobrenombre obligado para un amigo favorito, especialmente uno de naturaleza alegre y buen estilo de vida.
William de Morgan, el artista y novelista Eduardiano, usó la frase en la novela Somehow good de 1908 y pasó a explicar su significado:
«Él puede ser un poco temperamental e impulsivo… de lo contrario, es simplemente imposible que uno guste de él.» A lo que Sally respondió, tomando prestada una expresión de Ann la criada, que Fenwick era una taza de té. Fue una metáfora descriptiva de algo vigorizante.
Las personas o cosas con las que uno sentía afinidad comenzaron a ser llamadas «mi taza de té», en la década de 1930. Nancy Mitford parece ser la primera en registrar ese término en la prensa, en la novela cómica Christmas Pudding de 1932:
«No estoy para nada seguro de que no preferir casarme con la tía Loudie. Ella es mucho más mi taza de té, en muchos sentidos.»

En consonancia con el alto respeto por el té, la mayor parte de las primeras referencias a «una taza de té», como descripción de alguien conocido, son positivas (por ejemplo para decir que alguien es agradable, bueno, fuerte, etc).
En estos días, la expresión que más a menudo se utiliza es «no es mi taza de té». Este uso negativo se inició en la Segunda Guerra Mundial. Un ejemplo temprano de la misma, se encuentra en la columna de Hal Boyle Leaves From a War Correspondent’s Notebook, que describió la vida y modales ingleses para la audiencia americana. La columna proveyó la contraparte estadounidense en Letter from America de Alister Cooke y fue distribuida en varios periódicos estadounidenses. En 1944, escribió:
[En Inglaterra] no decís que alguien es un dolor en el cuello, sólo decís: No es mi taza de té.
El cambio de la primeramente positiva «mi taza de té», a la desdeñosa «no es mi taza de té», no refleja el gusto nacional británico por la bebida misma. El té sigue siendo «la taza de té» del Reino Unido, en donde se beben hasta 160 millones de tazas de té por día.
En Rusia, ¿será el vaso con podstakannik? Y la suya, ¿cuál es? Buenas tardes, amigos dacheros.

ANNA KARENINA – TERCERA PARTE – CAPÍTULOS 29, 30, 31 Y 32
sábado, junio 8th, 2013
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
TERCERA PARTE – Capítulo 29
La ejecución del plan de Levin ofrecía muchas dificultades pero trabajó en ello activamente y, aunque no llegó a lo que anhelaba, llegó al menos, a poder creer, sin engañarse a sí mismo, que aquel asunto merecía sus desvelos. Uno de los principales obstáculos consistía en que la explotación estaba ya en marcha y era imposible interrumpirlo todo para volver a empezar de nuevo. Había que reparar la máquina mientras trabajaba.
Cuando, la misma tarde que llegó, comunicó sus planes al encargado, éste mostró visible satisfacción en la parte del discurso de Levin en que afirmaba que todo lo que había hecho hasta entonces era absurdo y no ofrecía ventaja alguna. El encargado afirmó que él venía diciéndolo desde tiempo atrás, aunque no se lo escuchaba. Pero al manifestarle Levin sus deseos de que él tomara parte como consocio, con todos los trabajadores, en la economía de la propiedad, el hombre se sintió invadido de un gran desánimo y no dio opinión determinada; y como, en seguida, se puso a hablar de que había que recoger y llevar mañana las restantes gavillas de centeno y mandar que fuesen a ordeñar las vacas, Levin comprendió que no era momento oportuno para hablarle de la nueva organización.
Al tratar del asunto con los aldeanos, proponiéndoles el arriendo de la tierra en nuevas condiciones, Levin hallaba el mismo obstáculo esencial: estaban tan ocupados en las tareas que no tenían tiempo para pensar en las ventajas o desventajas de la empresa.
El ingenuo Iván, el vaquero, pareció comprender muy bien la proposición de Levin de participar él y toda su familia en las ganancias de la vaquería y manifestó al punto su conformidad. Pero cuando Levin le explicaba las ventajas del nuevo sistema, el rostro del campesino expresaba inquietud y pesar y, para no escucharle hasta el fin, pretextaba algún trabajo inexcusable: o bien había de echar pienso a la vaca madre o llevar agua o barrer el estiércol.
Otra dificultad consistía en la invencible desconfianza de los aldeanos, que no podían creer que el propietario persiguiese otro objeto sino sacarles lo más posible. Estaban seguros de que su verdadero fin lo callaba y que sólo les decía lo que mejor convenía a sus planes.
Ellos, al explicarse, hablaban siempre mucho, pero nunca decían lo que se proponían en realidad.
Además –y Levin pensaba que el amargado propietario tenía razón– los aldeanos imponían siempre, como condición inexcusable de cualquier trato, que no se les obligara a emplear en el trabajo nuevos métodos ni nuevas máquinas. Estaban conformes en que el arado moderno trabajaba mejor, en que el arado mecánico era preferible, pero hallaban mil causas para justificar el no emplearlos ellos.
Levin comprendía que tendría que rebajar el nivel de la economía rural y renunciar a perfeccionamientos de una evidente ventaja. Pero pese a las dificultades, se salió con la suya y en otoño la cosa marchaba a su gusto o, cuando menos, así se lo parecía.
En principio pensó arrendar toda la propiedad, tal como estaba, a los labriegos, jornaleros y encargado, en nuevas condiciones, como consocios. Pero pronto vio que ello era imposible y decidió dividir en partes la propiedad. El corral, jardín, huertas, prados y campos fueron repartidos en parcelas que debían corresponder a diversos grupos. El ingenuo Iván, el vaquero, que, según pareciera a Levin, comprendía la cosa mejor que nadie, escogió un grupo compuesto en su mayor parte por sus familiares y se convirtió en consocio del establo.
El campo apartado, dedicado a pastos, inculto desde hacía ocho años, fue elegido por el inteligente carpintero Fedor Resunov, con seis familias de aldeanos en las nuevas condiciones de cooperación. El aldeano Churaiev arrendó en iguales condiciones todas las huertas. El resto seguiría como antes, pero aquellas tres partes eran el principio del nuevo orden y ocupaban completamente a Levin.
Cierto que las cosas en el establo no iban mejor que anteriormente y que Iván se oponía tenazmente a que el local de las vacas tuviera calefacción y a que se elaborara manteca de leche fresca, afirmando que las vacas con el frío comerían menos y que la mantequilla de leche agria era más cómoda de guardar. Además, insistía en hablar del sueldo y no le interesaba que el dinero recibido por él no fuera sueldo, sino anticipos a cuenta de futuras ganancias. Verdad es que el grupo de Fedor Resunov no trabajó la tierra con arados, como estaba convenido, disculpándose con que quedaba poco tiempo. Verdad también que, aunque los aldeanos de este grupo habían convenido llevar la tierra en nuevas condiciones, no la consideraban común, sino arrendada, y más de una vez tanto los campesinos del grupo como el propio Fedor solían decir a Levin: «Tal vez fuera mejor entregarle dineros por esta tierra: sería más cómodo y nosotros tendríamos más libertad». También, con distintos pretextos, estos aldeanos aplazaban la construcción convenida de una granja y corral y así llegó el invierno. Era verdad que Churaiev, que sin duda había comprendido mal las condiciones en que recibía la tierra, quiso subarrendar los huertos, en parte, a los campesinos.
Era verdad, en fin, que, hablando a veces con los labriegos sobre las ventajas de la nueva explotación, Levin veía que ellos no hacían más que escuchar el sonido de su voz, dejando comprender que él podría decir lo que quisiera, pero que a ellos no había quien les engañase.
Lo notaba particularmente cuando hablaba con Resunov, que era el más inteligente de los campesinos, descubriendo en sus ojos un brillo especial que evidenciaba que se reía de Levin y que estaba seguro de que, si alguien iba a ser engañado, no sería ciertamente Fedor.
Pero, a pesar de todo esto, Levin creía que la empresa prosperaba y que, llevando las cuentas en regla e insistiendo en sus propósitos con miras al futuro, podría demostrarles las ventajas de aquel sistema, en cuyo caso las cosas marcharían por sí solas.
Aquellas ocupaciones, más las de la parte de su propiedad con que se quedó y la actividad literaria desplegada en su obra, le llenaron de tal modo todo el verano, que apenas salió a cazar.
A finales de agosto se enteró por un criado, que fue a devolverle su silla, de que las Oblonsky se habían ido a Moscú. Comprendió que al cometer la grosería, de la que no podía acordarse sin enrojecer de vergüenza, de no contestar a Daria Alejandrovna, había quemado sus naves y no podría volver nunca a casa de los Oblonsky. Del mismo modo había obrado con los Sviajsky, de cuya casa se fuera sin despedirse. Pero tampoco a aquella casa contaba volver nunca.
Todo ello, ahora, le era igual. Su tarea de organizar la propiedad sobre nuevos principios le ocupaba tan completamente como nunca en la vida lo hiciera actividad alguna.
Leyó los libros que le prestara Sviajsky, tomando notas de lo que no conocía; leyó también otros libros político–económicos y sociológicos que trataban del mismo asunto; pero, como suponía, no halló nada que se refiriese a lo que le interesaba.
En los libros de economía política, por ejemplo en los de Mill, que fue el primer autor que Levin leyó con apasionamiento, esperando hallar a cada instante la solución de los problemas que le preocupaban, encontró leyes deducidas de la situación de la economía europea, pero no pudo aceptar que leyes inaplicables a Rusia habrían de ser generales.
Lo mismo vio en los libros socialistas: o eran hermosas e irrealizables fantasías, que ya le sedujeran de estudiante, o simples arreglos y reparaciones del estado de cosas que existía en Europa con el que la cuestión agraria rusa nada tenía de común.
La economía política decía que las leyes que regían y determinaban la riqueza europea eran leyes generales a indudables, mientras la escuela socialista afirmaba que el desarrollo según aquellas leyes conduce a la ruina. Y ni unos ni otros daban ni siquiera la menor indicación sobre lo que Levin y los campesinos rusos debían hacer con sus millones de brazos y de deciatinas a fin de que diesen el máximo rendimiento para el bienestar común.
Una vez que empezó, Levin leyó a conciencia cuanto se refería a su asunto y tomó la decisión de ir en otoño al extranjero para estudiar las cosas sobre el terreno y evitar que le sucediera con aquel problema lo que con tanta frecuencia le había sucedido con los otros. En efecto, cuantas veces había discutido con alguien y, empezando a comprender a su interlocutor, se disponía a exponer su punto de vista, tantas otras se le había interrumpido diciéndole: «¿No ha leído a Kauffman, Dubois y Michelet? Léalos; han resuelto ya la cuestión».
Pero Levin veía ahora, claramente, que aquellos autores no habían resuelto nada. Veía que Rusia tenía tierras espléndidas y espléndidos trabajadores, y que, en algunos casos, como el de aquel viejo del camino, la tierra daba mucho, pero que, en la mayoría de las ocasiones, cuando el capital se aplicaba a la tierra al modo europeo, tierra y trabajadores producían poco, lo que dependía de que los trabajadores no querían trabajar ni trabajaban más que a su manera y que esta resistencia no era casual, sino constante y basada en el propio espíritu del pueblo. Levin creía que el pueblo ruso llamado a poblar y cultivar enormes espacios no ocupados, hasta el momento en que todos lo estuviesen, empleaba, conscientemente, procedimientos adecuados, se atenía a las costumbres necesarias para ello y que tales procedimientos no eran, ni con mucho, tan malos como generalmente se creía. Y pretendía demostrarlo teóricamente en su libro y prácticamente en su propiedad.
TERCERA PARTE – Capítulo 30
A fines de septiembre llevaron madera para construir los establos en la tierra trabajada a medias, vendieron la mantequilla y se repartieron los beneficios.
En la práctica, todo iba bien en la propiedad o así se lo parecía a Levin. Y para aclararlo teóricamente y terminar la obra que, según sus ilusiones, no sólo produciría una revolución en la economía política, sino que destruiría completamente esta ciencia y cimentaría otra nueva, basada en las relaciones del pueblo y la tierra, sólo necesitaba ir al extranjero, estudiar sobre el terreno cuanto se hubiese hecho en aquel sentido y encontrar las pruebas evidentes de que todo lo realizado en este sentido era superfluo.
Levin no esperaba más que la venta del trigo candeal para cobrar el dinero y marcharse. Pero empezaron las lluvias, que no permitieron recoger el grano ni las patatas que habían quedado en el campo, se interrumpieron todos los trabajos y hasta la venta del trigo quedó suspendida. Los caminos estaban impracticables de barro, el agua arrastró dos molinos y el tiempo era cada vez peor.
El 30 de septiembre salió el sol desde la mañana y Levin, confiando en un cambio de tiempo, comenzó seriamente a preparar el viaje.
Ordenó vender el trigo, envió a su encargado a cobrar en casa del comprador y salió a recorrer la propiedad para dar las últimas instrucciones antes de marchar al extranjero.
Lo arregló todo y, mojado del agua que caía a chorros sobre su gabán de cuero, filtrándosele por el cuello y por las aberturas de las botas pero en excelente estado de ánimo, regresó a casa por la tarde.
El tiempo empeoró más aún por la noche. El granizo castigaba de tal modo al caballo, ya empapado, que el animal marchaba de lado, sacudiendo la cabeza y las orejas.
Pero Levin se sentía a gusto bajo su capucha y miraba alegremente, ora los turbios arroyos que corrían por las rodadas, ora las gotas de lluvia que pendían de cada ramita seca, ora las manchas blancas del granizo no fundido sobre las tablas del puente, ora las hojas, abundantes aún, de los olmos, que rodeaban de una capa espesa los troncos desnudos.
A pesar del tono sombrío de la naturaleza que le rodeaba, Levin se sentía agradablemente excitado. Su conversación con los labriegos en el pueblo lejano le había mostrado que iban acostumbrándose al nuevo orden de cosas.
El viejo guarda en cuya casa entró Levin a secarse parecía aprobar el actual sistema y hasta se ofreció para entrar como consocio en la compra de animales de labor.
«Insistiendo con tenacidad en mi fin, lo conseguiré», pensaba Levin. «Hay que trabajar. No es un interés personal, se trata del bien común. La manera de trabajar las tierras, la situación de todo el pueblo, deben cambiar. En vez de pobreza habrá riqueza y bienestar generales; en vez de enemistades, unión y comunidad de intereses. En una palabra, será una revolución incruenta, pero una gran revolución, primero en nuestro pequeño distrito provincial, luego en la provincia, más tarde en Rusia y en todo el mundo. Porque una idea justa no puede ser infructuosa. Sí, para tal fin vale la pena trabajar. Y esto lo hago yo, Kostia Levin, el mismo que fue al baile con corbata negra y a quien la princesa Scherbazky negó su mano; y el hecho de que sea un hombre tan insignificante y digno de lástima nada significa. Estoy seguro de que también Franklin se sentía pequeño y no confiaba en sí mismo al recordar lo poco que era. No: esto no significa nada. También Franklin tenía seguramente su Agafia Mijailovna a la que confiaba sus secretos.»
Absorto con estas ideas, Levin llegó a casa ya oscurecido.
El encargado había ido a ver al comprador del trigo y venía con parte del dinero. El trato con el guarda había quedado hecho y por el camino el encargado supo que en todas partes el trigo estaba aún sin recolectar, así que los ciento sesenta almiares propios que habían quedado sin recoger no eran nada comparados con lo que tenían los demás.
Levin, como siempre, después de comer se sentó en la butaca con su libro y, mientras leía, continuó pensando en el viaje que iba emprender relacionado con su obra. Hoy veía con especial claridad toda la importancia de su empresa, y la esencia de sus pensamientos se iba traduciendo en su cerebro en redondos períodos, en frases concretas.
«Tengo que apuntarlo», pensó. «Esto constituirá la breve introducción que antes he considerado innecesaria.»
Se levantó para acercarse a su mesa escritorio y «Laska», que estaba tendida a sus pies, se levantó también, estirándose, y le miró como preguntándole adónde tenía que ir.
No tuvo tiempo de apuntar nada, porque llegaron los capataces y Levin hubo de salir al recibidor para hablar con ellos.
Después de darles órdenes para el día siguiente, fue a su despacho y empezó a trabajar. «Laska» se acomodó a sus pies y Agafia Mijailovna se sentó en su puesto de siempre a hacer calceta.
Después de escribir un rato, Levin recordó de pronto a Kitty con extraordinaria claridad, evocando su negativa y su último encuentro y con este recuerdo se levantó y empezó a pasearse por la estancia.
–Está usted aburriéndose –dijo Agafia Mijailovna–. ¿Por qué se queda en casa? Habría hecho bien en irse a las aguas, puesto que tiene el viaje preparado.
–Me voy pasado mañana. Pero antes tengo que dejar arreglados mis asuntos de aquí.
–¿Qué asuntos? ¿Le parece poco lo que ha hecho por los campesinos? ¡Por algo dicen que su señor va a recibir una buena recompensa del Zar! Pero ¡qué raro es que se preocupe usted de ellos!
–No me preocupo sólo de ellos; hago también una cosa útil para mí.
Agafia Mijailovna conocía con detalle todos los planes de Levin sobre su finca. Éste explicábale a menudo, minuciosamente, sus pensamientos y a veces discutía con ella cuando no estaba de acuerdo con sus explicaciones. Pero ahora Agafia Mijailovna había dado a sus palabras una interpretación muy diferente al sentido con que él las dijera.
–Sabido es que de aquello que uno debe preocuparse más es de su alma. –dijo suspirando– Pero, mire, Parfen Denisich, que no sabía leer ni escribir, murió hace poco con una muerte que así nos mande Dios a todos –y añadió, refiriéndose a aquel criado fallecido recientemente–: Le confesaron y le dieron la extremaunción.
–No me refiero a eso. –repuso Levin– Digo que trabajo por mi propio provecho. Cuanto mejor trabajen los campesinos más gano yo.
–Haga usted lo que quiera: el perezoso continuará en su pereza. El que tiene conciencia trabaja bien. Si no la tiene, es inútil hacer nada.
–Pues usted misma dice que Iván cuida mejor ahora los animales.
–Una cosa le digo. –respondió Agafia Mijailovna, y se notaba que no lo decía por azar, sino que era el fruto de un pensamiento muy madurado– Necesita usted casarse. Eso es lo que tiene que hacer.
Que ella mencionase lo que él pensaba en aquel momento disgustó y enojó a Levin.
Arrugó el entrecejo y, sin contestarle, comenzó de nuevo a trabajar, repitiéndose cuanto pensaba sobre la trascendencia de aquel trabajo.
De vez en cuando escuchaba, en el silencio, el rumor de las agujas de Agafia Mijailovna que le llevaban a recordar lo que no quería. Y fruncía de nuevo las cejas.
A las nueve se oyó un ruido de campanillas y el sordo traqueteo de un carruaje avanzando por el barro.
–Vaya, ya tiene usted visitas. Así no se aburrirá tanto –––dijo Agafia Mijailovna dirigiéndose a la puerta.
Pero Levin se adelantó. Su trabajo no prosperaba de momento y se alegraba de que llegase un visitante, fuera quien fuera.
TERCERA PARTE – Capítulo 31
En la mitad de las escaleras, Levin oyó en el recibidor una conocida tosecilla, aunque no muy clara, porque la apagaban sus propios pasos. Esperaba haberse equivocado; vio luego una silueta alta y huesuda que le era familiar y parecíale que no podía engañarse, pero continuaba confiando en que sufría un error y que aquel hombre alto que se quitaba el abrigo tosiendo no era su hermano Nicolás.
Levin quería a su hermano, pero vivir con él siempre había constituido para él un tormento. Ahora, bajo el influjo del pensamiento que de pronto le acudió a la mente y en virtud de la indicación de Agafia Mijailoyna, se encontraba en un estado de ánimo muy confuso y ver a su hermano le era particularmente penoso.
En vez de un visitante, extraño, sano y alegre, que Levin esperaba que pudiera distraerle de su preocupación, se veía obligado a tratar a su hermano, que le comprendía a fondo, y que leería en sus pensamientos más recónditos y lo forzaría a hablar con toda sinceridad. Y Levin no lo deseaba.
Irritado contra sí mismo por aquel mal sentimiento, bajó al recibidor. Pero apenas vio a su hermano, aquel sentimiento de decepción personal se desvaneció en él sustituido por la compasión.
Antes, el aspecto de su hermano, con su terrible delgadez y su estado enfermizo, era aterrador; pero ahora había adelgazado todavía más y se le veía completamente agotado. Era un esqueleto cubierto sólo con la piel.
Nicolás, de pie en el recibidor, sacudía su cuello delgado, quitándose la bufanda, mientras sonreía de un modo lastimero y extraño. Viendo aquella sonrisa débil y sumisa, Levin sintió que un sollozo le oprimía la garganta.
–¡Al fin he venido a tu casa. –dijo Nicolás, con voz apagada, sin apartar un segundo los ojos del rostro de su hermano– Hace tiempo que me lo proponía pero me hallaba muy mal. Ahora mi salud ha mejorado mucho –concluyó secándose la barba con las grandes y flacas palmas de sus manos.
–Bien, bien –contestó Levin.
Y se asustó más aún cuando, al besar a su hermano, sintió en sus labios la sequedad de su cuerpo y vio de cerca el extraño brillo de sus grandes ojos.
Algunas semanas antes, Constantino Levin había escrito a Nicolás diciéndole que había vendido la pequeña parte de tierras que quedaba sin repartir y que podía cobrar lo que le correspondía, que eran unos dos mil rublos.
Nicolás dijo que venía a cobrar aquella cantidad y, sobre todo, a pasar algún tiempo en la casa natal, tocar con su planta la tierra y, como los antiguos héroes, recibir fuerzas de ella para su futura actividad.
A pesar de su mayor encorvamiento, de su increíble delgadez, sorprendente en su estatura, sus movimientos eran, como siempre, rápidos e impulsivos.
Levin lo acompañó a su despacho. Su hermano se mudó con especial cuidado –cosa que antes no hacía nunca–, peinó sus cabellos escasos y rígidos y subió, sonriendo, al piso alto.
Estaba de excelente humor, alegre y cariñoso como su hermano le recordaba en su infancia y hasta mencionó, sin rencor, a Sergio Ivanovich. Al ver a Agafia Mijailovna, bromeó con ella y le preguntó por los antiguos servidores. Se impresionó al saber de la muerte de Parfen Denisich y en su rostro se dibujó una expresión de temor; pero recobróse en seguida.
–Era muy viejo. –observó, cambiando de conversación– Pues sí, pasaré contigo un par de meses y luego me volveré a Moscú. Miagkov me ha prometido un empleo; trabajaré… Quiero modiîicar mi vida. –continuó diciendo– ¿Sabes que me he separado de aquella mujer?
–¿De María Nicolaievna? ¿Por qué?
–Porque era una mala mujer. Me dio muchos disgustos.
No dijo cuáles, sintiéndose incapaz de confesar que se había separado de ella por hacerle un té demasiado flojo y principalmente por cuidarle como a un enfermo.
–En una palabra, quiero cambiar de raíz mi modo de vivir. He cometido tonterías, como todos, pero no me arrepiento de ninguna. He perdido mis bienes, pero tampoco esto me interesa. La salud es lo principal y, gracias a Dios, ahora me he repuesto.
Levin lo oía sin saber qué decir. Seguramente Nicolás sentía lo mismo y se puso a hacerle preguntas sobre sus asuntos. Y Levin, contento de poder hablar de sí mismo, porque de este modo ya no necesitaba fingir, le expuso sus planes futuros y el sentido de su actividad.
Su hermano le escuchaba, pero era evidente que aquello no le interesaba.
Los dos hombres se sentían tan próximos el uno al otro que el más insignificante movimiento, hasta el tono de su voz, decía más para ambos que cuanto pudieran expresar las palabras.
Ahora los dos sentían lo mismo: la inminencia de la muerte de Nicolás, que pesaba sobre todo lo demás y lo borraba. Ni uno ni otro osaban, sin embargo, hablar de ello, y por esto todo lo que hablaban eran falsedades, puesto que no expresaban lo que había en sus pensamientos. Jamás Levin se alegró tanto como aquel día de que llegase la hora de irse a dormir; jamás ante ningún extraño, en ninguna visita de cumplido, estuvo tan falso y artificial.
La conciencia de su falta de naturalidad y el arrepentimiento de ella aumentaban cada vez más. Sentía ganas de llorar viendo a su hermano tan querido próximo a la muerte y, no obstante, había de escucharle contar sus planes de vida.
La casa era húmeda y sólo una pieza tenía calefacción, por lo cual Levin acomodó a su hermano en su propio dormitorio, detrás de una mampara.
Durmiera o no, su hermano se agitaba como un enfermo, tosía y, cuando la tos no lo aliviaba, gemía. De vez en cuando exhalaba un suspiro y exclamaba: «¡Ay, Dios mío!». Y cuando la expectoración lo ahogaba decía irritado: «¡Ah, diablo!» .
Levin, oyéndole, no pudo dormirse hasta muy tarde. Sus diversos pensamientos se resumían en uno: el de la muerte.
La muerte, como fin inmediato de todo, surgió en su cerebro por primera vez. Y la muerte estaba aquí, con aquel hermano querido que, a medio dormir, invocaba a Dios o al diablo, con indiferencia y por costumbre. La muerte, pues, no se hallaba tan lejos como creyera antes. Estaba en sí mismo. Levin la sentía. Si no hoy, mañana, y si no, dentro de treinta años. Pero la muerte vendría. ¿Qué más daba cuando viniera? Y lo que fuera aquella muerte inevitable no sólo Levin no lo sabía ni lo meditaba nunca, sino que ni se atrevía a pensar en ella.
«Trabajo, trato de hacer algo y olvido que todo termina, que existe la muerte.»
Estaba sentado en la cama, en la oscuridad, encorvado, abrazando sus rodillas. Retenía la respiración para concentrar su mente y pensaba. Pero cuanto más forzaba su pensamiento, con más claridad veía que aquello era así, que había olvidado un pequeño detalle: que la muerte llegaría y que contra la muerte nada se podría hacer. Era terrible, pero era así.
«Sin embargo, todavía estoy vivo. ¿Qué debo hacer? ¿Qué haré ahora?», se decía desesperado.
Encendió la bujía, se levantó con precaución y se miró al espejo cabellos y rostro. Sí: en las sienes había canas. Abrió la boca. Las muelas posteriores empezaban a cariarse. Descubrió sus musculosos brazos. Tenía mucha fuerza, sí, pero también Nicoleñka, que ahora respiraba a su lado con los restos de sus pulmones, había tenido un día el cuerpo vigoroso.
Recordó de repente cuando, de niños, dormían ambos en la misma habitación y sólo esperaban que Fedor Bogdanovich saliera para poder tirarse los almohadones mutuamente y reír, reír sin freno, sin que el miedo a Fedor Bogdanovich pudiera reprimir aquella conciencia de la alegría de vivir que desbordaba de ellos y crecía como la espuma…
« Y ahora Nicoleñka tiene el pecho hundido y vacío y yo… yo no sé para qué debo vivir ni qué puedo esperar.»
–¡Ejem, ejem! ¡Ah, diablo! –exclamó su hermano– ¿Por qué das tantas vueltas y no te duermes?
–No sé. Tengo insomnio.
–Pues yo he dormido muy bien. Ni siquiera tengo sudor. Mira, toca mi camisa. ¿Verdad que no tengo sudor?
Levin tocó la camisa, se fue detrás de la mampara y apagó la luz, pero no pudo dormirse en mucho rato.
Apenas había solucionado el problema de cómo vivir, se le presentaba ya otro insoluble: la muerte.
«Mi hermano está muriéndose. Morirá quizá para la primavera. ¿Y cómo puedo ayudarle? ¿Qué puedo decirle? ¿Qué sé yo de la muerte, si hasta había olvidado que existiese?…»
TERCERA PARTE – Capítulo 32
Levin había observado que cuando los hombres extreman su condescendencia y docilidad hasta el exceso, no tardan en hacerse insoportables con sus exigencias y su susceptibilidad exageradas, y tenía la sensación de que así había de suceder también con su hermano.
Y, en efecto, la docilidad de Nicolás duró poco. Desde la mañana siguiente volvió a mostrarse irritable y se aplicaba a buscar pendencias con su hermano, hiriéndole en los puntos más delicados de su sensibilidad.
Levin, sin poder remediarlo, se sentía culpable. Adivinaba que, de no haber fingido y de haberse hablado los dos, como se dice, con el corazón en la mano, esto es, expresando sinceramente lo que pensaban y sentían, se habrían mirado a los ojos el uno al otro y Constantino habría pronunciado una interminable retahíla de «Vas a morir, a morir, a morir…», mientras Nicolás le habría contestado siempre: «Lo sé y tengo miedo, tengo miedo…».
Nada más que esto podían haberse dicho de haber hablado con el corazón en la mano. Pero así habría sido imposible vivir y, por ello, Constantino se esforzaba en hacer lo que había intentado durante toda su existencia y lo que había observado que otros hacían tan bien, aquello sin lo cual la vida era imposible: decir lo que no pensaba. Continuamente se daba cuenta de que no conseguía su propósito, de que su hermano le adivinaba el juego y ello lo llenaba de irritación.
Al tercer día, Nicolás pidió a su hermano que le explicase su plan y, no sólo lo criticó, sino que, adrede, lo empezó a confundir con el comunismo.
–Has tomado un pensamiento ajeno, lo has estropeado y quieres aplicarlo aquí, en donde es inaplicable.
–Te digo que no tiene nada que ver con el comunismo, el cual niega la propiedad, el capital y la herencia. Yo no niego ese estímulo esencial. –aunque Levin odiaba estas palabras, desde que se ocupaba de aquella cuestión empleaba con más frecuencia terminología extranjera– Yo no aspiro más que a regular el trabajo.
–Es decir, que has tomado una idea ajena, quitándole cuanto tenía de sólido y aseguras que es algo nuevo –dijo Nicolás, arreglándose nerviosamente la corbata.
–Mi idea no tiene nada de común con…
–En aquello otro –decía Nicolás, con los ojos brillantes de irritación y sonriendo con ironía– hay por lo menos el encanto de lo geométrico, el encanto de lo claro y evidente. Quizá sea una utopía, pero imaginemos que pueda hacerse tabla rasa de todo lo pasado y no haya ya ni propiedad ni familia y según eso se organiza el trabajo. ¡Pero tú no ofreces nada de eso!
–¿Por qué te empeñas en confundir las cosas? Jamás he sido comunista.
–Yo lo he sido y la idea me pareció prematura pero razonable para el porvenir, como el cristianismo en los primeros tiempos.
–Pues yo no creo sino que hay que considerar la mano de obra desde el punto de vista de la Naturaleza, estudiarla, conocer sus características y…
–Es del todo inútil. Esa fuerza halla por sí sola, a medida que se desarrolla, el empleo propio de su actividad. En todas partes ha habido primero esclavos y luego trabajadores a medias. También nosotros los tenemos; existen peones, colonos… ¿Qué buscas aún?
Levin se agitó súbitamente al oírlo porque en el fondo de su ser adivinaba que el reproche era cierto, que acaso trataba de situarse entre el comunismo y el sistema establecido y que probablemente ello era imposible.
–Busco medios de trabajar con provecho para mí y para el trabajador. Quiero arreglar… –empezó animadamente.
–No quieres arreglar nada. Has vivido siempre así, tratando de ser un hombre original y mostrar que si explotas a los campesinos es en nombre de una idea.
–Bien: si lo crees así, déjame en paz contestó Levin, sintiendo que el músculo de su mejilla izquierda temblaba involuntariamente.
–No has tenido ni tienes opiniones personales y no aspiras más que a satisfacer tu amor propio.
–Bien; supongamos que así sea y déjame en paz.
–Muy bien, te dejo en paz y ya puedes irte al diablo. Lamento profundamente haber venido.
Pese a todos los esfuerzos de Levin para calmar a su hermano, Nicolás ya no quiso escuchar nada más, diciendo que valía más separarse y Constantino comprendió que su hermano estaba ya harto de vivir allí.
Ya se hallaba Nicolás preparado para marcharse, cuando Levin entró en su cuarto y le pidió, algo forzadamente, que lo perdonara si lo había ofendido en algo.
–¡Oh, qué alma tan magnánima! –dijo Nicolás, sonriendo– Si quieres quedar como justo, te concedo ese placer. Tienes razón; admito tus excusas, pero, de todos modos, me marcho.
Antes de despedirse, Nicolás besó a su hermano y le dijo, mirándole con gravedad a los ojos:
–A pesar de todo, no me guardes rencor, Kostia.
Y su voz temblaba.
Fueron éstas las únicas palabras sinceras que pronunciaron.
Levin entendió que debía interpretarlas así: «Ya ves y sabes lo mal que estoy y que acaso no volvamos a vernos». Lo comprendió y las lágrimas brotaron de sus ojos. Besó una vez más a su hermano, pero no supo ni pudo decirle nada.
A los tres días de haberse ido Nicolás, Levin marchó al extranjero.
En el tren encontró a Scherbazky, el primo hermano de Kitty, quien se extrañó del aspecto sombrío de Levin.
–¿Qué te pasa? –le preguntó.
–Nada. Pero en este mundo hay muy pocas cosas alegres.
–¿Que hay pocas cosas alegres? ¿Quieres venir conmigo a París en lugar de ir a ese Mulhouse? ¡Ya verás si aquello es alegre o no!
–Para mí todo esto ha pasado y es hora ya de ir pensando en la muerte.
–¡Caramba! ¡Dices unas cosas! ¡Y yo que me dispongo a comenzar a vivir!
–También yo pensaba así hace poco. Pero ahora estoy seguro de que no tardaré en morir.
Las palabras de Levin reflejaban sinceramente su pensamiento de estos últimos tiempos. En todas partes veía sólo la muerte o su proximidad.
No obstante, la obra iniciada le preocupaba. Debía vivir de un modo u otro el resto de su vida hasta que llegara la muerte. La oscuridad le cerraba todo camino, pero precisamente, a consecuencia de aquella oscuridad, comprendía que la única luz que podía guiarle en ella era su empresa. Y Levin se aferraba a ella con todas las energías.




