AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 3
Última noche de invierno. ¿Será? Últimos días de promo de Kaifeng Imperial, también. Aquí preparamos una tetera con un poco de jengibre extra, para leer el Capítulo 3 de Aguas de primavera. Que lo disfruten.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 3
Tenía la nariz un poco grande, pero de bella forma aguileña; un ligero bozo sombreaba apenas su labio superior. Su tez de un mate uniforme y una palidez de ámbar o de marfil, las ondas lustrosas de sus cabellos, recordaban la Judith de Allori(1) en el palacio Pitti(2) ¡Y qué ojos, sobre todo! Ojos de un gris oscuro con un círculo negro en la pupila, ojos espléndidos, ojos triunfantes, aun en ese momento en que el espanto y el dolor apagaban su brillo. Involuntariamente recordó Sanin el maravilloso país que acababa de abandonar; pero ni siquiera en Italia había visto nunca nada parecido. La respiración de la joven era rara y desigual; hubiérase dicho que para respirar aguardaba cada vez a que su hermano recobrase el aliento.
Sanin friccionaba sin descanso. No se limitaba a mirar a la joven: le llamaba también la atención la original figura de Pantaleone. Desfallecido, sin resuello, el viejo se estremecía a cada movimiento del cepillos, exhalando un gañido quejumbroso; y sus enormes mechones de pelo, bañados en sudor, se balanceaban con pesadez de un lado a otro, como las raíces de alguna planta grande socavadas por una corriente de agua.
“Quítele usted las botas, por lo menos”, iba a decirle Sanin… El perro de aguas, probablemente trastornado por el carácter extraordinario de estos sucesos, se agachó sobre las patas delanteras y se puso a ladrar.
—¡Tartaglia, canaglia! —cuchicheó el viejo en tono amenazador.
Pero en ese momento, el rostro de la joven se transfiguró; se alzaron sus cejas, se agrandaron aún más sus grandes ojos, radiantes de júbilo…
Sanin volvió la cabeza… La cara del muchacho iba cobrando un poco de color, los párpados habían temblado y palpitaron las aletas de la nariz; aspiró el aire entre los dientes, apretados aún, y lanzó un suspiro.
—¡Emilio! —exclamó la joven. —¡Emilio mío!
Se abrieron los grandes ojos negros de Emilio; aún miraban con vaguedad, pero sonreían ya débilmente. La misma sonrisa cruzó por sus labios pálidos; enseguida movió el brazo que colgaba lacio y, con un esfuerzo, lo alzó hasta el pecho.
—¡Emilio! —repitió la joven, levantándose.
La expresión de su rostro era tan viva, tan intensa, que parecía pronta a deshacerse en llanto o a echarse a reír.
—¡Emilio! ¿Qué pasa? ¡Emilio! —gritó una voz en la habitación inmediata.
Y una señora morena, de pelo entrecano, pulcramente vestida, entró con paso rápido. La seguía un hombre de cierta edad, y por encima de su hombro asomaba la cabeza de una criada.
La joven corrió al encuentro de la dama.
—¡Está salvado, mamá! ¡Vive! —exclamó, estrechando convulsa entre sus brazos a la señora.
—Pero, ¿qué ha sucedido? —repitió ésta. —Venía yo a casa, y me encuentro al señor doctor con Luisa…
Mientras la joven contaba lo ocurrido, el doctor se acercó al enfermo, quien iba recobrándose, y continuaba sonriendo con aire un poco forzado, como si estuviese confuso por el susto que había causado.
—Por lo que veo, —dijo el doctor a Sanin y a Pantaleone— le han frotado ustedes con cepillos; han hecho ustedes muy bien. Fue una idea acertadísima. Veamos ahora qué otro remedio…
Tomó el pulso al joven y le dijo:
—Saque la lengua.
La señora se inclinó con ternura sobre su hijo; el muchacho sonrió más francamente, levantó la vista hacia ella y se puso encarnado. Sanin comprendió de que estaba de más, y pasó a la tienda. Pero antes de poner la mano en el pestillo de la puerta de salida, se le apareció de nuevo la joven y lo detuvo.
—¿Se va usted? —dijo, mirándolo de frente con gentil mirar —No lo detengo; pero es absolutamente preciso que venga a vernos esta noche. Le estamos tan agradecidos (tal vez ha salvado usted la vida a mi hermano), y queremos darle las gracias. Mamá es quien se lo ruega. Debe decirnos Usted quién es, y venir a participar de nuestra alegría.
—Pero, ¡si hoy mismo salgo para Berlín! —balbuceó Sanin.
—Le sobrará a Usted tiempo. —replicó la joven con presteza —Venga usted, dentro de una hora, a tomar una jícara de chocolate con nosotros… ¿Me lo promete? Tengo que volver junto a mi hermano. ¿Vendrá usted?
¿Qué podía hacer Sanin?
—Vendré —respondió.
La joven le apretó la mano con rapidez y se volvió corriendo. Sanin se encontró en la calle.
(1) Alessandro Allori (1535-1607), pintor italiano.
(2) Palacio Pitti: Antigua residencia de los duques de Florencia, situada frente a la plaza de los Pitti, convertido en la actualidad en un museo de arte. Es el mayor y uno de los más monumentales de los palacios almohadillados que caracterizan la arquitectura renacentista florentina.