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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 12th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 40

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Che, gente, no se rían (no mucho, aunque sea). Casi llegando al final de este capítulo, me dio un ataque de risa pensando en Vicente Rubino… Indifrunden diyeguen, ja! Vamos con el Capítulo 40 y un vaso de Sweet Heather, para equilibrar tanto desparpajo! Hasta mañana, dachas queridas.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 40

Esto era lo que pensaba Sanin a la hora de acostarse. Pero la historia no dice nada acerca de las reflexiones que hizo a la mañana siguiente, cuando la señora Pólozov, llamando a su puerta con algunos golpecitos impacientes, dados con el puño de coral de la fusta, apareció en el umbral del cuarto con la cola de su amazona de tela azul oscuro recogida en un brazo, un sombrerito de hombre puesto sobre los gruesos rizos de sus cabellos, el velo hacia atrás, y los labios, los ojos y todo el rostro iluminados por una sonrisa provocativa.

—¡Vamos! ¿Está usted dispuesto? —dijo con voz alegre.

Por única respuesta, Sanin se abrochó en silencio el redingote y tomó el sombrero. La señora Pólozov le clavó una mirada viva, hizo una señal con la cabeza y bajó rápida la escalera. Sanin se lanzó en pos de ella.

Los caballos esperaban ya delante del pórtico. Eran tres: uno alazán dorado, yegua de pura sangre, de cabeza enjuta, ojos negros saltones, patas de ciervo, un poco flaca, pero elegante de formas y ardiente como el fuego, era para la señora Pólozov; el segundo, grande, robusto, de un negro sin mancha, era para Sanin; el tercero para el lacayito. María Nikoláevna montó con ligereza en la yegua, que gallardeó en el sitio, levantó la cola y se encabritó; pero la señora Pólozov, excelente jinete, la dominó. Aún había que despedirse de Pólozov, quien, con su faz inmutable y su flotante bata, había aparecido en el balcón; agitaba un pañuelo de batista, preciso es decir que con un aire poco risueño y hasta enfurruñado.

Montó Sanin, María Nikoláevna saludó a Pólozov con la punta de la fusta y cruzó de un latigazo el cuello arqueado y plano de su cabalgadura. Esta se encabritó, dio un salto de carnero, y después, domada, estremeciéndose, tascando el freno, sorbiendo aire y jadeando, comenzó a andar con paso menudo y firme. Sanin la siguió, mirando a María Nikoláevna, cuyo talle esbelto y flexible, modelado por un corsé que lo dibujaba sin oprimirlo, se cimbreaba con aplomo y gracia. Volvió la cabeza y lo llamó con la mirada. Sanin se le reunió.

—¿Ve usted qué hermosura? Se lo digo ahora, antes de separarnos: “es usted adorable, y no se arrepentirá”.

Apoyó estas últimas palabras con un reiterado movimiento afirmativo de cabeza, como para hacerle comprender mejor su significado. Parecía tan dichosa, que Sanin se quedó absorto. Su cara hasta había tomado esa expresión seria que se advierte en los niños cuando están en el colmo de la satisfacción.

Fueron al paso hasta la próxima ronda; después se lanzaron a trote largo por la carretera. El día era espléndido, un verdadero día de verano; el viento ligero y alegre les acariciaba el rostro, murmurando y silbando en sus oídos. Estaban contentos; se sentían jóvenes, sanos, libres; un ímpetu irresistible se apoderó de los dos, y esa sensación aumentaba por instantes.

María Nikoláevna refrenó su caballo y luego continuó al paso; Sanin siguió su ejemplo.

—Sí, —dijo María Nikoláevna, exhalando un suspiro hondo y feliz —sí, sólo por esto vale la pena vivir: ¡haber logrado hacer lo que se deseaba, lo que se creía imposible, y meterse en ello hasta aquí. —su dedo, rápidamente pasado por la garganta, acabó su pensamiento —¡Y qué buena se siente una entonces! Yo, por ejemplo, ¡qué buena soy… en este momento! Me dan ganas de besar a todo el mundo. ¡No, a todo el mundo no! Mire, por ejemplo, a ese no lo besaría. —y señaló con la fusta a un anciano pobremente vestido que caminaba por la cuneta —Pero estoy dispuesta a hacerlo feliz. ¡Tenga, tome usted! —le gritó en alemán mientras arrojaba a sus pies una bolsita de dinero.

El pesado saquito (entonces no se conocían los monederos) tintineó al chocar contra el suelo. El caminante se detuvo asombrado. María Nikoláevna prorrumpió en carcajadas y puso a su yegua al galope.

—¿Le produce a usted tanta alegría montar a caballo? —le preguntó Sanin cuando la alcanzó.

María Nikoláevna paró de nuevo bruscamente su yegua; no tenía otro modo de pararla.

—Quería evitar que me diera las gracias. Todo mi gozo se viene abajo cuando me agradecen alguna cosa. Porque no lo he hecho por él, sino por mí. ¿Cómo se atreven a permitirse darme las gracias? ¿Me preguntaba usted algo hace un momento? No lo he oído.

—Le he preguntado… quería saber por qué es usted hoy tan feliz.

—¿Sabe usted una cosa? —dijo María Nikoláevna, que no oyó la nueva pregunta de Sanin, o acaso no creyó necesario contestarla —Me fastidia ver trotar detrás de nosotros a ese lacayo. De seguro que sólo piensa en cuándo sus amos regresarán a casa. ¿Cómo nos lo quitaremos de encima? —María Nikoláevna sacó del bolsillo un cuadernito —¿Lo enviaré a llevar una esquela a la ciudad? No, mal remedio. ¡Ah, ya lo encontré! ¿Qué es aquello que se ve allá, delante de nosotros? ¿Un mesón?

Sanin miró en la dirección indicada.

—Creo que sí.

—¡Muy bien! Voy a ordenar que se detenga ahí, y que beba cerveza mientras espera nuestro regreso.

—Pero… ¿qué va a pensar?

—¿Qué nos importa? Pero, ¡bah!, no pensará absolutamente nada: beberá cerveza, y pare usted de contar. Vamos, Sanin, —era la primera vez que lo llamaba así, familiarmente —¡adelante, al trote!

En cuanto llegaron delante de la posada, la señora Pólozov llamó al lacayo y le dio instrucciones. El lacayo, un groom(1) inglés de origen y por temperamento, sin decir una palabra, se llevó la mano a la visera de la gorrita y se apeó del caballo, conduciéndolo de la brida.

—¡Ya estamos ahora libres como los pájaros! —exclamó María Nikoláevna —¿A qué parte nos dirigimos? ¿Al Septentrión, al Mediodía, al Poniente, al Oriente? Mire: soy como el rey de Hungría el día de su coronación. —señalaba con el extremo de la fusta los cuatro puntos cardinales —Todo nos pertenece. No… ¿Sabe una cosa? ¡Mire las hermosas montañas allá lejos, y qué bosque! Vamos allá, arriba, arriba… In die Berge, wo die Freiheit thront. (A las alturas, donde la libertad reina.)

Abandonó la carretera y tomó al galope por un estrecho sendero apenas transitado, que, en efecto, parecía trepar a la montaña. Sanin la siguió al galope también.

(1) En inglés: Mozo de cuadra.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 11th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 39

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Con algunos problemas técnicos en nuestra dachita, declaramos que UN TROPEZÓN NO ES CAÍDA, que SIEMPRE QUE LLOVIÓ, PARÓ y que SI TE POSTRAN 10 VECES TE LEVANTAS OTRAS 10, OTRAS 100 OTRAS 500. Nos quedan sólo tres días de lectura nocturna para, luego, encontrarnos nuevamente en el Té Literario. Les dejo el Capítulo 39 de Aguas de primavera, en compañía de un CAPRICHO FLORENTINO (edición super limitada). Hasta mañana, queridos amigos.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 39

La representación duró aún más de una hora, pero Sanin y la señora Pólozov no tardaron en separar la vista del escenario. Se reanudó entre ellos la conversación, siempre sobre el mismo asunto; pero aquella vez Sanin estuvo menos silencioso. Interiormente se sentía molesto contra sí mismo y contra la señora Pólozov, esforzándose en demostrarle la poca solidez de su “teoría”; ¡como si a ella le importase un comino su teoría! Se puso a discutir con ella, cosa que la regocijó en sus adentros. Cuando se discute, se hacen concesiones o se van a hacer.

Ya no se alejaba del cebo, se amansaba y ya no era tan indómito. Le hacía objeciones ella, se reía, cedía, se quedaba meditabunda, atacaba de nuevo… y entre tanto, se acercaban poquito a poco sus caras, y Sanin ya no volvía los ojos a otro lado cuando ella lo miraba. Los ojos de la señora Pólozov parecían vagar con lentitud por todas las facciones de Sanin, y éste, en cambio, le dirigía una sonrisa galante, es cierto, pero a la postre una sonrisa. A ella le gustaba que él se hubiera lanzado a temas abstractos, a razonar acerca de la sinceridad en las relaciones, respecto a los deberes sagrados del amor y del matrimonio… Estos temas abstractos son una cosa excelente en los comienzos… como puntos de partida…

Los muy conocedores de la señora Pólozov aseguraban que cuando su firme y potente naturaleza parecía, de pronto, teñirse con una especie de reservada ternura y casi de pudor virginal (no se sabía de dónde lo sacaba), entonces, ¡oh, entonces, el asunto tomaba un giro peligroso! Evidentemente, aquella noche se encontraba en ese tren para con Sanin. ¡Cómo se hubiera despreciado éste si hubiera podido mirarse por dentro a sí mismo! Pero no tenía tiempo de mirarse por dentro, ni de menospreciarse.

Ella, por su parte, no perdía un segundo. ¡Y todo únicamente porque Sanin era un guapísimo mozo! Algunas veces no se puede menos que decir: “¡De qué depende la perdición o la salvación!”

Terminada la obra, la señora Pólozov rogó a Sanin que le pusiese el chal, y permaneció inmóvil mientras envolvía él con el suave tejido aquellos hombros verdaderamente regios. Luego se colgó del brazo de Sanin, salió al corredor, y faltó poco para que no diese un grito: en la misma puerta del palco surgió Dönhof como un fantasma, y detrás de él la ruin persona del crítico wiesbadenés. La oleosa cara del Litterat irradiaba maligna satisfacción.

—¿Quiere usted, señora, que haga acercar su coche? —dijo el oficialito con un temblor de ira mal reprimida en la voz.

—No, gracias, mi lacayo se ocupará de eso —contestó ella en voz alta, y añadió quedo, con tono imperioso: —¡Déjenme! Y se alejó con presteza, arrastrando consigo a Sanin.

—¡Váyase usted al diablo! ¿Por qué me lo encuentro a usted hasta en la sopa? —vociferó de repente Dönhof encarándose con el Litterat, pues necesitaba descargar contra alguien su rabia.

—Sehr gut, sehr gut! —masculló el Litterat, eclipsándose.

El lacayo, que estaba esperando en el vestíbulo, hizo acercarse al cochero; subió ligera la señora Pólozov, y Sanin se lanzó detrás. Se cerró con estrépito la portezuela, y María Nikoláevna soltó la carcajada.

—¿De qué se ríe usted?

—¡Ah!, perdóneme, se lo ruego… pero se me ha ocurrido la idea de que si Dönhof se batiese con usted por segunda vez y por mi causa… eso sería muy chistoso, ¿no es así?

—¿Tiene usted mucha intimidad con él? —preguntó Sanin.

—¿Con él? ¿Con ese mocoso? Me galantea, nada más. ¡Estese usted tranquilo!

—¡Pero si estoy perfectamente tranquilo!

—Sí, sé que usted está tranquilo. —dijo la señora Pólozov, exhalando un suspiro —Pero voy a decirle una cosa: usted, que es tan galante, no puede rechazar mi último ruego. No olvide que parto dentro de tres días para París, y que usted regresa a Francfort. ¡Quién sabe cuándo volveremos a vernos!

—¿Qué petición me quiere usted hacer?

—¿De seguro que sabrá usted montar a caballo?

—Sí.

—Pues bien, hela aquí: mañana por la mañana me lo llevo a usted conmigo; iremos a dar un paseo por las afueras de la ciudad. Llevaremos excelentes caballos. Volveremos después, terminamos el negocio y… amén. No proteste usted, no me diga que eso es un capricho, que estoy loca. Quizás todo ello sea verdad, pero limítese a decir: “Acepto”.

La señora Pólozov se había vuelto de cara a Sanin. El interior del carruaje estaba oscuro, pero brillaban sus ojos en la oscuridad.

—Pues bien: acepto —dijo Sanin, suspirando.

—¡Ah, suspira usted! —dijo la señora Pólozov, imitándolo —Ese suspiro significa: han echado el vino, hay que beberlo. Pues no, no… usted es galante, encantador, y yo cumpliré mi promesa. He aquí mi mano sin guante, la mano derecha, la mano que firma. Tómela usted y crea en su apretón. Qué clase de mujer soy, no lo sé; pero soy formal, y pueden cerrarse tratos conmigo.

Sin darse muy exacta cuenta de lo que hacía, Sanin se llevó a los labios aquella mano. La señora Pólozov la retiró con dulzura y no dijo nada más hasta que el carruaje se detuvo. Se levantó para apearse… Pero qué… ¿fue alucinación de Sanin o un contacto, rápido y ardiente rozó su mejilla?

—¡Hasta mañana! —murmuró María Nikoláevna en la escalera, iluminada por las cuatro bujías de un candelabro que a la llegada de la señora había tomado un lacayo todo galoneado de oro. Tenía ella los ojos bajos.

—¡Hasta mañana!

De regreso a su cuarto, Sanin encontró encima de la mesa una carta de Gemma. Tuvo un impulso de miedo, seguido muy pronto de otro impulso de alegría, con el cual quiso ocultarse a sí mismo el temor que acababa de experimentar. La carta sólo era de cuatro líneas. Gemma se congratulaba de ver tan bien empezado el asunto, le aconsejaba paciencia, añadiendo que todos estaban bien de salud y se alegraban de antemano con la idea de su regreso. Sanin halló un poco seca esta carta; sin embargo, tomó pluma y papel… pero los dejó enseguida. “¿Para qué escribir? Mañana regreso… ¡Aún hay tiempo! ¡Hay tiempo!”

Se metió en la cama sin tardanza, e hizo todos los esfuerzos posibles para dormirse pronto. Si hubiese permanecido de pie y despierto, de seguro que hubiera pensado en Gemma; pero sentía una especie de vergüenza al pensar en ella, de evocar su imagen. Su conciencia estaba desasosegada. Pero se tranquilizaba diciéndose que todo quedaría concluido por completo al día siguiente, que se alejaría para siempre de aquella antojadiza mujer y que olvidaría todas esas estupideces.

Las personas débiles, cuando hablan consigo mismas, se complacen en emplear expresiones enérgicas.

Y además… “¡Eso no tiene consecuencias!”

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Categoria: Arte con T, Chaepítie - чаепитие - "Tetear" ;-) | Fecha: noviembre 9th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

UNA PAUSA EN LA JORNADA

Andrei Petrovich Lyakh Almuerzo en la recolección de heno.

Hermoso sábado para blendear con los frutos de la tierra. Manos a la obra, que aún queda medio día!!!

Almuerzo en la producción de heno a principios de siglo XX de Andrei Petrovich Lyakh. El artista retrató vívidamente lo que sucedía, tomó la esencia de la vida y la naturaleza de su país. Aquí pueden ver diferentes escenas: el abuelo les dice a los niños algo interesante, sin duda ilustrativo; un poco más a la derecha, un hombre adulto escuchando al abuelo, pensando en la naturaleza de las cosas y una mujer con el amor y la alegría de criar a una pequeña nena. Adelante, un hombre joven elogiando a una mujer y, a la distancia se encuentra otra mujer (probablemente su esposa) que está, claramente, prestando atención a su conversación; junto a ella, un hombre mayor de gorra (podría ser su suegro), a quien tampoco le gusta la conversación de su hijo con una belleza rústica. En el fondo, dos mujeres jóvenes secreteando; junto a ellas hay un hombre: una de las mujeres vierte agua sobre sus manos y la otra lo espera con una toalla. A la izquierda una nena, con un ramo de flores silvestres al lado de sus padres y, posiblemente, su hermano, que acaricia un perro, acercándose a la improvisada mesa sobre el pasto. Una mesa llena de comida deliciosa: vareniki, pepinillos, frutas… No veo el té. El té debe esperarlos en las dachas. ♥

Obra de hoy: Обед на сенокосе в начале XX века. Андрея Петровича Лях.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 8th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 38

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«Los caracteres débiles nunca determinan nada por su cuenta; siempre esperan que venga por sí solo el desenlace.» Para cerrar la semana, es una frase tremenda! Esta noche, Mandarín Imperial y el Capítulo 38 de Aguas de primavera. Empieza el ronroneo del samovar, parece. Disfruten del finde, pónganse al día con la lectura los rezagados, y nos vemos, nuevamente, el lunes próximo, a la misma hora y por el mismo canal.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 38

En 1840 el teatro de Wiesbaden tenía un aspecto ruin; y la compañía, en su pomposa y mísera vulgaridad, en su rutina trivialmente concienzuda, no excedía el grueso de un cabello del nivel normal de todos los teatros alemanes de hoy, nivel de que en estos últimos tiempos daba exacta medida la compañía de Karlsruhe, bajo la “ilustre dirección del señor Devrient”.

Detrás del palco tomado por “Su Alteza, la señora von Pólozov” (¡sabe Dios cómo se las arreglaría el criado para conseguirlo, pues es claro que no sobornaría al Stadt-Direktor!), había una pequeña pieza rodeada de divanes. Antes de entrar allí, la señora Pólozov rogó a Sanin que corriese el biombo que separaba el palco del teatro.

—No quiero que me vean —dijo—; de lo contrario, todos van a venir.

Lo hizo colocarse junto a ella, vuelto de espaldas al teatro, de manera que el palco pareciese vacío.

La orquesta tocó la obertura de Le Nozze di Figaro(1). Se alzó el telón y comenzó la obra.

Era una de esas innumerables elucubraciones dramáticas en que autores eruditos, pero sin talento, desenvolvían con sumo trabajo e igual inhabilidad, con un lenguaje farragoso y sin vida, alguna “idea profunda” o “de interés palpitante”, y donde, al presentar lo que llamaban un conflicto trágico, producían un aburrimiento… que tentado estoy de llamar asiático, porque hay un cólera con este mismo nombre. La señora Pólozov escuchó con paciencia la mitad del acto; pero cuando, enterado el primer galán de la traición de su amada (iba vestido con un redingot de color canela, de mangas anchas y cuello de aterciopelo, chaleco a rayas con botones de nácar, calzón verde con polainas de cuero charolado y guantes de gamuza blancos), se llevó ambas manos al pecho, y, sacando los codos en ángulo recto, comenzó a aullar exactamente lo mismo que un perro, la señora Pólozov ya no pudo aguantar más.

—El último actor francés del último teatrito de provincia, interpreta mejor y con más naturalidad que la primera de las celebridades alemanas —exclamó indignada, y se retiró al antepalco, y, dando con la mano en el sitio vacío junto a ella en el diván, dijo a Sanin:

—Venga usted a sentarse aquí; charlemos un poco.

Obedeció Sanin, y la señora Pólozov se le quedó mirando:

—Es usted dócil, por lo que veo; su mujer hará buenas migas con usted. Ese payaso, —continuó, señalando con el abanico al actor que seguía con sus aullidos (representaba un papel de preceptor) —ese payaso me recuerda mi juventud. Yo también estuve enamorada de un preceptor. Era mi primera, no, mi segunda pasión. La primera fue por un hermano lego del monasterio de Donskóy. Tenía yo doce años y sólo lo veía los domingos. Llevaba puesta una sotanita de terciopelo, se perfumaba con agua de alhucema, y cuando cruzaba por entre el gentío, incensario en mano, decía en francés a las señoras: “Pardon, excusez!(2) Nunca levantaba la vista, y tenía unas pestañas, mire usted, ¡así de largas! —la señora Pólozov midió con la uña del pulgar la mitad del dedo meñique de la misma mano —Mi preceptor se llamaba monsieur Gastón. Debo decir a usted que era un hombre terriblemente sabio y muy severo, un suizo. ¡Y qué enérgica cabeza, patillas negras como el ébano, perfil griego y labios que parecían de hierro cincelado!¡Le tenía un miedo! Es el único hombre a quien he tenido miedo en mi vida. Era preceptor de mi hermano, quien murió después… ¡ahogado! Una gitana me predijo que también yo moriría de muerte violenta; pero esas son necedades. No creo en esas cosas. Figúrese usted a Hipólito Sídorovich ¡con un puñal en la mano…!

—Se puede morir de otro modo que no sea de una puñalada—objetó Sanin.

—Esas son tonterías. ¿Es usted supersticioso? Yo, ni pizca. Y luego, no se evita lo que tiene que suceder. Monsieur Gastón vivía en nuestra casa, encima de mi habitación. Recuerdo que a veces me despertaba de noche y oía sus pasos (se acostaba muy tarde), y mi corazón desfallecía de adoración… o de otro sentimiento muy diferente. Mi padre apenas sabía leer y escribir, pero nos hizo dar una buena educación. ¿Sabe usted que comprendo el latín?

—¡Usted! ¿El latín?

—Sí… yo. Me lo enseñó monsieur Gastón; he leído con él toda la Eneida(3). Es muy aburrida, pero tiene algunos pasajes bonitos. ¿Recuerda usted cuando Dido y Eneas, en el bosque…?

—Sí, sí, lo recuerdo —se apresuró a decir Sanin. Hacía mucho tiempo que había olvidado el latín, y nunca se familiarizó con la Eneida.

Lo miró la señora Pólozov, según su costumbre, un poco de lado y de arriba abajo.

—Sin embargo, no vaya usted a creer que soy una sabihonda. ¡Dios mío, eso no! No soy una marisabidilla, ni tampoco poseo ningún talento. Apenas sé escribir, ¡de veras! No sé leer en voz alta, ni tocar el piano, ni dibujar, ni coser, ¡nada! Ahora, ya me conoce usted, ¡se acabó! —dijo separando los brazos —Le cuento a usted todo esto, en primer término, por no oír a esos gaznápiros; —añadió, señalando al escenario, donde el actor había cedido el primer plano a una actriz que aullaba lo mismo que él, también con los codos hacia delante —y después, porque estaba en deuda con usted: ¡ayer no me habló usted más que de sí mismo!

—Tuvo usted a bien interrogarme —objetó Sanin.

María Nikoláevna se volvió bruscamente hacia él.

—¿Y usted no tiene deseos de saber qué clase de mujer soy? Por supuesto, no me extraña. —agregó dejándose otra vez caer en los almohadones del diván —Un hombre que va a casarse, y además por amor, y después de un desafío… ¡cómo ha de tener tiempo de pensar en otra cosa!

Con aire pensativo, la señora Pólozov se puso a morder el mango del abanico con sus dientes algo grandes, pero iguales y blancos como la leche. Y Sanin aún sentía subírsele a la cabeza aquel vapor que le parecía envolverlo desde la víspera. La conversación entre la señora Pólozov y él era a media voz, casi un cuchicheo, y eso lo irritaba y agitaba aún más…

¿Cuándo concluiría todo aquello?

Los caracteres débiles nunca determinan nada por su cuenta; siempre esperan que venga por sí solo el desenlace.

En ese instante, alguien estornudó en el escenario; el autor había acotado en su obra ese estornudo, a manera de “elemento o momento cómico”. Claro está que ese era el único elemento cómico de la pieza, y se echaron a reír los espectadores divertidos por ese “momento”.

También esa risa encolerizó a Sanin.

A veces no sabía a ciencia cierta si estaba alegre o furioso, si se aburría o se recreaba. ¡Ah, si Gemma lo hubiese visto!

—¡Verdaderamente, es muy extraño! —dijo de pronto María Nikoláevna —Un hombre dice lo más tranquilo del mundo: “Tengo la intención de casarme”. Y nadie dice con tranquilidad: “Tengo la intención de tirarme al agua”. Y sin embargo, ¿qué diferencia hay? Eso es extraño, ¡de veras!

Sanin hizo un movimiento de impaciencia.

—¡Hay gran diferencia, señora! Hay gente que de ningún modo teme tirarse al agua: los que saben nadar. En cuanto a la extrañeza de ciertos matrimonios… puesto que hemos llegado a hablar de eso…

Se detuvo y se mordió la lengua.

La señora Pólozov le dio en la palma de la mano un golpecito con el abanico.

—Siga usted, Dmitri Pávlovich, siga. Sé lo que va a decirme: “Puesto que hemos llegado a hablar de eso, tenga la bondad, señora, de decirme si puede imaginarse nada más estrafalario que su casamiento, puesto que conozco a su marido desde la infancia”. Eso es lo que iba a decirme usted, que sabe nadar.

—Dispénseme… —empezó Sanin.

—¡Qué! ¿No es así, no es así? —repitió con insistencia ella —Vamos, míreme de frente y dígame si me equivoco.

Sanin ya no supo dónde esconder los ojos, y al cabo dijo:

—Pues bien… ¡Sí!… es verdad, puesto que me exige usted que sea completamente franco.

María Nikoláevna movió la cabeza:

—Sí… sí… ¿Y no se pregunta usted, que sabe nadar tan bien, cuál ha podido ser el motivo de una acción tan… estrambótica, por parte de una mujer que no es ni pobre, ni tonta… ni fea? Eso tal vez a usted no le interese. No importa: le diré el motivo; no ahora, sino dentro de poco, cuando se acabe el entreacto. Siempre estoy con miedo de que entre alguien.

En efecto, no bien dijo esta frase la señora Pólozov, se entreabrió la puerta exterior del palco y vieron entrar en él una cara rubicunda y reluciente, joven aún pero desdentada ya, de nariz colgante, melenas largas y lacias, orejas enormes como las de un murciélago, y unos ojitos curiosos y obtusos tras los cristales de sus lentes de oro. Dio un vistazo en redondo al palco, vio a la señora Pólozov, tomó una expresión obsequiosa, y, reverencioso, se inclinó. Se alargó enseguida un pescuezo surcado por gruesas venas salientes…

La señora Pólozov agitó con rapidez el pañuelo, como para ahuyentar un insecto inoportuno.

—¡No estoy aquí! (Ich bin nicht zu Hause… Kch… Kch!)

La carátula se sonrió con aire de asombro y de contrariedad, diciendo con voz hiposa, a imitación de Liszt(4), a cuyos pies ya se había arrastrado una vez:

—¡Muy bien, muy bien! (Sehr gut! Sehr gut!) —y desapareció.

—¿Quién es ese personaje? —preguntó Sanin.

—¿Eso…? Es el crítico de Wiesbaden; Litterat o lacayo, como usted guste. Por ahora, está a sueldo del empresario, y, por consiguiente, tiene la obligación de elogiarlo todo y extasiarse con motivo de todo; pero en el fondo, es un amasijo de horrible bilis, que ni siquiera se atreve a derramarla. No estoy tranquila. Horriblemente chismoso, va a ir contando por todas partes que estoy en el teatro. ¡Bah, me da igual!

La orquesta tocó un vals; se levantó el telón… En el escenario volvieron a más y mejor las contorsiones y los aullidos.

—Vamos; —dijo la señora Pólozov, yéndose de nuevo a recostar en los cojines del diván —puesto que lo he atrapado y se ve obligado a hacerme compañía, en vez de disfrutar de la sociedad de su novia… No gire usted así los ojos, ni se encolerice…, lo comprendo, y ya le he prometido devolverle su libertad plena y absoluta, pero ahora escuche mi confesión. ¿Quiere usted saber lo que amo por encima de todas las cosas?

—¡La libertad! —exclamó Sanin.

Al oír esta respuesta, la señora Pólozov puso su mano sobre la mano de él, y dijo con particular acento, y una voz grave impregnada de evidente franqueza:

—Sí, Dmitri Pávlovich: la libertad, ante todo y sobre todo. Y no se figure que hago de ello gala, no hay por qué alardear; sólo que así será hasta el día de mi muerte. En mi infancia vi muy de cerca la servidumbre, y he sufrido demasiado por esa causa. Mi preceptor, monsieur Gastón, fue quien me abrió los ojos. Tal vez comprenda usted ahora por qué me he casado con Hipólito Sídorovich; con él soy libre, ¡completamente libre, como el aire, como el viento…! Y yo sabía esto antes de casarme; sabía que con él iba a ser libre como un cosaco —la señora Pólozov guardó silencio un instante y dejó a un lado el abanico, luego prosiguió así: —Otra cosa le diré: no detesto el meditar… es divertido, y además, para eso se nos ha dado el entendimiento. Pero en cuanto a reflexionar las consecuencias de mis acciones, jamás lo hago, y me importa un bledo de mí misma, y no me quejo… ¿Para qué me serviría? Tengo un proverbio para mi uso: “Esto no tiene consecuencias”. No sé cómo traducirlo al ruso. Y en verdad, ¿qué es lo que tiene consecuencias? Aquí, en la tierra, no me pedirán cuenta de mis acciones, y allá arriba, —levantó un dedo —allá abajo… que se las arreglen como quieran. ¡Cuando me juzguen allá, ya no seré yo! ¿Me escucha usted? ¿No le aburren mis palabras?

Sanin escuchaba inclinado; levantó la cabeza.

—No me aburre de ningún modo, María Nikoláevna, y la escucho con curiosidad. Sólo que… lo confieso… me pregunto por qué me dice usted todo esto.

La señora Pólozov se movió apenas hacia él en el diván.

—Se pregunta usted… ¿Es usted tan tardo de comprensión… o tan modesto?

Sanin levantó más la cabeza.

—Le digo todo esto —continuó María Nikoláevna en un tono tranquilo, nada en armonía con la expresión de su cara— porque me gusta usted mucho. Sí, no se asombre, no es broma; porque después de haberlo encontrado, me desagradaría pensar que usted conservase de mí una impresión… favorable o desfavorable, eso me sería igual… sino falsa. Por eso lo he traído aquí, por eso estoy a solas con usted y le hablo con tanta franqueza… Sí, sí, con franqueza. Yo no miento. Y fíjese usted bien, Dmitri Pávlovich, sé que está usted enamorado de otra y que va a casarse con ella… Así, ¡haga usted justicia a mi desinterés! Y mire: esta es una buena ocasión de que diga usted a su vez: “esto no tiene consecuencias”.

Se echó a reír, pero se detuvo de pronto y permaneció inmóvil, como sorprendida de sus propias palabras; sus ojos, por lo común tan alegres y atrevidos, adquirieron por un instante una expresión como de timidez y hasta de tristeza.

“¡Serpiente! ¡Ah, qué serpiente!”, dijo Sanin para sus adentros. “¡Pero qué hermosa serpiente!”

—Deme usted mis gemelos. —pidió de pronto la señora Pólozov —Tengo ganas de ver si esa dama joven es en realidad tan fea. De veras parece que el gobierno la ha elegido con un propósito moral, con el fin de moderar los ardores de la juventud.

Sanin le dio los gemelos. Al tomarlos ella, envolvió con ambas manos los dedos del joven, con una presión fugaz y casi insensible.

—No ponga usted esa cara tan mustia. —murmuró sonriendo —Atienda: no tolero que se me pongan cadenas, pero tampoco quiero encadenar a los demás. Me gusta la libertad y rechazo las ligaduras, pero no para mí sola. Y ahora, apártese un poco y oigamos la comedia.

La señora Pólozov asestó los gemelos al escenario y Sanin también miró a la escena, sentándose junto a ella en la penumbra del palco y aspirando involuntariamente el tibio perfume de aquel cuerpo encantador; le daba vueltas en la cabeza, también de un modo involuntario, todo lo que aquella mujer le había dicho en el transcurso de la velada, principalmente en los últimos minutos…

(1) Las bodas de Fígaro: Ópera compuesta en 1786 por el compositor austríaco Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791).
(2) En francés: ¡Perdón, excúsenme!
(3) Eneida: Obra maestra de la literatura latina compuesta por Virgilio (70-19 a.C.).
(4) Franz Liszt (1811-1886), compositor y pianista húngaro.

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 7th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 37

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Linda noche para prepararse un té y entrar juntos en la recta final de Aguas de primavera, con el Capítulo 37. Están llegando los primeros duraznos y, con ellos, perfumes inspiradores. Hasta mañana.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 37

¡Oh, qué hondo suspiro de alegría exhaló Sanin al encontrarse en su cuarto! Sí, María Nikoláevna había dicho la verdad: necesitaba respirar, descansar de todos estos nuevos conocimientos, encuentros y conversaciones, de ese extraño vapor que se le subía al cerebro y al corazón, de aquella asombrosa intimidad con una mujer que no era absolutamente nada para él. ¿Y en qué momento sucedía eso? ¡Casi al día siguiente en que Gemma le confesara su amor, en que se había hecho su prometida! Pero ¡eso era un sacrilegio! En el fondo de su alma pidió mil veces perdón a su casta y pura paloma, aunque no pudo formular ninguna acusación precisa contra sí mismo; mil veces besó la crucecita que ella le había dado. Si no hubiese tenido la esperanza de terminar pronto y bien el asunto que lo trajo a Wiesbaden, hubiera huido a todo correr hacia su dulce Francfort, hacia aquella querida casa que era ya la suya, hacia su Gemma, para arrojarse a sus pies adorados… Pero ¿qué hacer? Era preciso apurar el cáliz hasta las heces, vestirse, ir a comer y desde allí al teatro… ¡Con tal de que al siguiente día pudiera quedarse libre temprano!

Otra cosa lo tenía trastornado y de mal humor. Pensaba con amor, con ternura, con transportes de gratitud, en su querida Gemma, en su existencia cuando viviesen juntos los dos, en la felicidad que lo aguardaba en lo venidero, y entre tanto, aquella extraña mujer, aquella señora Pólozov, se erguía sin descanso… ¡qué digo, se erguía…!, se le “metía” incesantemente por lo ojos (así se expresaba Sanin en su despecho, en su cólera); no podía desprenderse de su imagen, ni dejar de oír su voz y sus discursos, ni aun orearse de la impresión del perfume que exhalaban sus vestidos, perfume particularísimo, fresco, sutil y penetrante como el aroma de los lirios. Es evidente que esa mujer se proponía engatusarlo y burlarse de él… Pero ¿con qué fin? ¿Qué quería? ¿Era un simple capricho de niña mimada, de mujer rica… y acaso pervertida? ¿Y qué clase de hombre era ese marido? ¿Qué tipo de relaciones tenía con su mujer? ¿Y a santo de qué se le ponían en la cabeza tales problemas a él, a Sanin, que no tenía ninguna razón para importarle un bledo de Pólozov ni de su mujer? ¿Y por qué no podía desechar esa imagen inoportuna, ni aun en los momentos en que dirigía todas las aspiraciones de su alma hacia otra imagen luminosa y pura como la claridad del día? Aquellos ojos atrevidos de iris acerado, aquellos hoyuelos en las mejillas, aquellas trenzas como sierpes, ¿todo aquello se había realmente aferrado tanto a él, que no tenía ya fuerzas para sacudirlo, para arrojarlo lejos de sí?

“¡Necedades!”, se dijo. “Mañana todo eso habrá desaparecido sin dejar rastro… Pero, ¿me dejará partir mañana?”

Mientras se hacía todas estas preguntas, se acercaba la hora de las tres. Se puso el frac, y después de dar un paseo por el parque, se dirigió a las habitaciones de los Pólozov.

Encontró en el salón un secretario de embajada, alemán, alto como un espárrago, rubio, con perfil acaballado y rayita en el testuz (eso era todavía una novedad por aquel tiempo). Y… ¡oh, sorpresa…! se encontró con su Dönhof, el oficial con quien se había batido pocos días antes. Lo que menos esperaba era encontrarlo en aquel salón; sin embargo, reprimiendo una involuntaria turbación, cruzó con él un saludo.

—¿Se conocen ustedes? —preguntó la señora Pólozov, a quien no le había pasado inadvertido el desasosiego de Sanin.

—Sí, ya he tenido el honor… —dijo Dönhof, e inclinándose ligeramente hacia María Nikoláevna, añadió a media voz con una sonrisa: —Es él mismo… su compatriota… el ruso de quien le he hablado.

—¡Imposible! —dijo ella en el mismo tono, amenazándolo con el dedo.

Y enseguida se creyó en el caso de despedirlo, así como al secretario larguirucho, quien, según todas las apariencias, estaba enamorado de ella hasta morir, porque cada vez que la miraba abría una boca de a palmo. Dönhof se retiró en el acto, con la amable sumisión de un amigo de la casa que comprende con media palabra lo que de él se exige. En cuanto al secretario, tenía ganas de remolonear. Pero María Nikoláevna lo despachó sin la menor ceremonia.

—Váyase usted con su soberana —le dijo. (Por aquel entonces se hallaba en Wiesbaden cierta principessa di Monaco que parecía enteramente una ramera de ínfimo orden) —¿Qué tiene usted que hacer en casa de una plebeya como yo?

—Permítame usted, señora; —replicó el malaventurado secretario —todas las princesas del mundo…

Pero la señora Pólozov no tuvo piedad. Se marchó el secretario, con su raya cogotera y todo.

María Nikoláevna iba vestida aquel día como “mejor le sentaba”, según el dicho de nuestras abuelas. Llevaba un traje de tafetán de color rosa, con mangas à la Fontanges(1), y un gran brillante en cada oreja. No relumbraban menos sus ojos que sus diamantes; parecía estar de buen humor y se sentía dichosa.

Hizo a Sanin sentarse junto a ella y se puso a hablarle de París, adonde iba a marchar a los pocos días; de los alemanes, que la irritaban, y —según ella— son necios cuando quieren parecer listos, y tienen ingenio a destiempo cuando quieren ser bestias. De pronto, le preguntó a quemarropa:

—¿Es cierto que hace poco se batió usted por una dama, con ese oficial que acaba de estar aquí?

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Sanin estupefacto.

—No hay cosa que yo no sepa, Dmitri Pávlovich. Pero también sé que tenía usted razón una y mil veces, y que se condujo como un cumplido caballero. Dígame, ¿es su novia aquella dama? —Sanin frunció ligeramente el entrecejo —No digo nada, ya no digo nada más. —se apresuró a añadir la señora Pólozov —Eso le disgusta a usted; perdóneme, ¡no lo volveré a hacer! ¡No se enfade!

En ese momento salió Pólozov de la estancia inmediata, con un periódico en la mano.

—¿Qué hay? ¿Está puesta la mesa?

—Enseguida van a servir la comida. Pero mira lo que acabo de leer en La Abeja del Norte… El príncipe Grobomoy ha muerto.

La señora Pólozov levantó la cabeza.

—¡Dios lo tenga en la gloria! Todos los años, —prosiguió, dirigiéndose a Sanin —en el día de mi cumpleaños, por febrero, llenaba de camelias todas las habitaciones. Pero eso no bastaría para hacerme pasar el invierno en Petersburgo. ¿Qué edad tenía? ¿Sesenta cumplidos? —preguntó a su marido.

—¡Sí! Describen su entierro en el periódico. Toda la corte estuvo en él. Y mira unos versos que con este motivo ha hecho el príncipe Kovrizhkin.

—¡Ah! Muy bien.

—¿Quieres que te los lea? El príncipe lo llama “hombre de buen consejo”.

—No me conformo. “¡Hombre de buen consejo!” Era sencillamente el hombre de Tatiana Yúrievna (la señora Pólozov hacía un equívoco con la palabra rusa que significa a la vez, hombre y marido). Vamos a comer. Los vivos deben pensar en vivir. Dmitri Pávlovich, su brazo.

La comida fue espléndida, como la víspera, y animadísima. La señora Pólozov sabía narrar muy bien; raro don en las mujeres, sobre todo en las mujeres rusas. No se paraba en consideraciones para expresar su pensamiento; sobre todo, a sus compatriotas no les dejó hueso sano. Más de una palabra atrevida y oportuna provocó la risa de Sanin. Lo que ella detestaba más que nada era la hipocresía, las frases presuntuosas y la mentira… ¡Y las encontraba en casi todas partes! Halló en los recuerdos de su infancia anécdotas bastante extrañas acerca de su parentela. Hacía gala y se ufanaba del humilde medio donde había comenzado su vida, diciendo:

—Yo he gastado lapti (zuecos de corteza), como Natalia Kirílovna Naríchkina, la madre de Pedro el Grande.

Sanin pudo convencerse de que ella había pasado ya por muchas más pruebas que la mayoría de las mujeres de su edad.

Pólozov comía concienzudamente, bebía con atención y se limitaba a fijar de vez en cuando en Sanin y en su mujer una mirada de sus pupilas blanquecinas, en apariencia ciegas y en realidad muy penetrantes.

—¡Eres un encanto! —exclamó la señora Pólozov, dirigiéndose a él —¡Qué bien has hecho todos mis encargos en Francfort! En recompensa, te habría besado en la frente; pero no hubieras tenido interés en ello.

—No tengo interés en ello —respondió Pólozov, cortando con el cuchillo de plata una piña de América.

María Nikoláevna lo miró, tamborileando en la mesa con las puntas de los dedos.

—¿Entonces, subsiste nuestra apuesta? —dijo con aire significativo.

—Subsiste.

—Perfectamente. Tú perderás.

Pólozov sacó hacia delante la quijada, y dijo:

—¡Hum! Por esta vez, María Nikoláevna, por más que eches manos de todos tus recursos, se me figura que perderás.

—A propósito, ¿de qué es esa apuesta? ¿Se puede saber? —preguntó Sanin.

—No… ¡todavía no! —respondió la señora Pólozov, prorrumpiendo en carcajadas.

Dieron las siete. El criado anunció que el coche estaba a la puerta. Pólozov dio algunos pasos para acompañar a su mujer, y se volvió inmediatamente a su butaca.

—¡Mucho ojo, no te olvides de la carta al administrador! —le dijo a gritos la señora Pólozov desde la antesala.

—La escribiré, no te preocupes. Soy un hombre ordenado.

(1) Marie-Angélique, duquesa de Fontanges (1661-1681), fue de 1678 a 1680 la favorita de Luis XIV, el Rey Sol (1638-1715).

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Categoria: De flores y frutos | Fecha: noviembre 7th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

LA FLOR DEL DURAZNO

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El duraznero, también conocido como melocotón, melocotonero o piesco es un árbol frutal de verano, originario de China.
Pertenece a la familia de las rosáceas que crecen en regiones cálidas en todo el mundo. Su nombre científico es Prunus pérsica y está emparentado con los ciruelos, cerezos y almendros, todos ellos de la familia prunus.
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Sus flores, de color rosa a rojo, miden de 2 a 5 cm de diámetro y nacen a finales del invierno y principios de la primavera.
Se utilizan en forma medicinal, secas y en infusión. Son protectoras de las mucosas gástricas, con propiedades emolientes para tratar las úlceras de duodeno e intestino; propiedades vermífugas (para casos de gusanos y oxiuros intestinales); son ligeramente laxantes, por lo que se aconsejan para prevenir el estreñimiento en niños pequeños y tienen propiedades antiheméticas, especialmente adecuadas para evitar las náuseas y vómitos que se producen en el embarazo al levantarse.
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En DaCha, forman parte del blend VIAJE A ŠIPAN (edición de primavera) y en COUP DE FOUDRE (edición limitada para el Té Literario «Aguas de primavera»).

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 6th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 36

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Ahora, sí! Jazmines en el pelo con muchos jazmines (se hicieron rogar dos meses). ¿No es muy bello? Vamos con el Capítulo 36 de Aguas de primavera y un pedido IMPORTANTE: No olviden ir comprando sus entradas para el Té Literario, así puedo confirmar el catering que se preparará especialmente para la gente que asista. Tienen tiempo hasta el día 20 de noviembre. Pueden depositar o transferir o pasar personalmente. Me encantará tenerlos a todos allí; no se lo pierdan.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 36

Largo tiempo después de la medianoche, aún ardía la lámpara en el cuarto de Sanin. Sentado detrás de la mesa, estaba escribiendo a su Gemma. Se lo contaba todo: describía a los Pólozov, marido y mujer; por supuesto, pintó sus propios sentimientos, y concluyó recordándole que se verían ¡¡¡dentro de tres días!!! (con tres signos de admiración). A la mañana siguiente llevó muy temprano la carta al correo y se fue a pasear al jardín del Kurhaus, donde estaba ya la orquesta tocando. Aún había poca gente. Se detuvo delante del kiosko de la música, oyó una fantasía de Roberto il Diàvolo(1), tomó café, y luego buscó una alameda solitaria y se puso a meditar sentado en un banco.

El mango de una sombrilla le pegó con viveza y hasta bastante fuerte en un hombro. Se estremeció…

Vestida con un traje ligero, de un color gris tirando a verde, con un sombrero de tul blanco, calzadas las manos con guantes de piel de Suecia, fresca y sonrosada como una aurora de estío, y presentando aún en sus movimientos y miradas los vestigios de un sueño tranquilo y reparador, estaba delante de él la señora Pólozov.

—Buenos días. —le dijo —Mandé hoy en su busca, pero ya había salido usted. Acabo de beber mi segundo vaso… Figúrese: me ordenan tomar las aguas… ¡Sabe Dios por qué! ¿Tengo cara de enferma? Y tengo que pasear durante una hora entera. ¿Quiere usted ser mi acompañante? Tomaremos juntos el café.

—Ya lo he tomado, —dijo Sanin, levantándose —pero sería para mí un encanto dar un paseo con usted.

—Entonces, deme el brazo… No se asuste, aquí no está su novia… No lo verá.

Sanin respondió con una sonrisa forzada. Cada vez que la señora Pólozov hablaba de su futura, sentía una impresión desagradable. Sin embargo, se inclinó rápido y con aire sumiso… El brazo de María Nikoláevna se posó cómoda y lentamente en el suyo, resbalando y adhiriéndose a él.

—Vamos por aquí. —dijo, apoyando en el hombro la sombrilla abierta —Estoy como en mi casa en este parque; voy a enseñarle los sitios bonitos. ¿Y sabe usted una cosa? — empleaba a menudo esta muletilla —Ahora no hablaremos de su asunto; nos ocuparemos de él después del desayuno. Ahora hábleme de usted… a fin de que sepa yo con quién trato. Y luego, si usted quiere, le hablaré de mí. ¿Le parece?

—Pero, María Nikoláevna, ¿qué puede haber en mí de interesante para usted?

—Espere, espere, no ha comprendido bien. No crea que quiero hacerme la coqueta con usted. —dijo la señora Pólozov, encogiéndose de hombros —He aquí un hombre que tiene por novia una verdadera estatua antigua, ¿e iba yo a coquetear con él? No hay más, sino que usted vende y yo compro. Y quiero conocer su mercancía. Pues bien, ¡hágamela usted ver! No sólo quiero saber lo que compro, sino también a quién se la compro. Esa era la regla de conducta de mi padre. Veamos, comience… No nos remontemos a su nacimiento; pero, por ejemplo, ¿hace mucho tiempo que se encuentra usted en el extranjero? ¿Dónde ha estado usted hasta ahora? Pero no ande muy de prisa, que nadie nos corre.

—He venido de Italia, donde he pasado algunos meses.

—Por lo que veo, se desvive usted por todo lo italiano. Es muy raro que no encontrase usted por allá el objeto de sus ansias. ¿Le gustan a usted las artes? ¿Qué prefiere, la pintura o la música?

—Me gusta el arte en general. Amo todo lo bello.

—¿Y la música?

—También la música.

—A mí no me gusta ni pizca. Sólo me gustan las canciones rusas, y para eso, en el campo, y sólo en primavera, cuando se baila, ¿sabe usted…? Los adornos de abalorios, las camisetas rojas, la hierba tiernecita en la pradera, el grato olorcito a heno que sale de las isbas(2)… ¡Eso es delicioso! Pero no se trata de mí. ¡Hable, pues! ¡Cuénteme usted!

Al andar, la señora Pólozov clavaba sus ojos en Sanin. Era bastante alta y su rostro casi llegaba al ras de la cara de él.

Se puso él a narrar, desde luego, bien o mal y casi a pesar suyo; se abandonó después, y acabó por hablar largo y tendido. Lo oía la señora Pólozov con aire muy comprensivo… y luego, tenía tal aspecto de franqueza, que forzaba a ser francos a los demás. Poseía ese “terrible don de la familiaridad” del que habla el cardenal de Retz(3). Habló Sanin de sus viajes, de su vida en Petersburgo, de su juventud… Si María Nikoláevna hubiera sido una mujer de sociedad, de maneras refinadas, nunca él se hubiera explayado así; pero ella misma se había presentado ante él como una niña buena, enemiga de ceremonias. Sin embargo, esa “niña buena” iba junto a él con andar felino, pesando leve sobre su brazo, y estudiando a hurtadillas la expresión de su rostro; marchaba junto a él bajo la figura de una mujer joven que irradiaba esa atracción ardiente y dulce, lánguida y embriagadora, que ciertas naturalezas eslavas poseen, para perdición de nosotros, pobres pecadores; pero sólo ciertas naturalezas, y aun así después de un cruce de razas conveniente.

Se prolongaron aquel paseo y aquella conversación durante más de una hora. No se detuvieron un momento: andaban y andaban sin parar por las interminables alamedas del parque, ya subiendo por la montaña y admirando el paisaje, ya volviendo a descender y ocultándose en la sombra impenetrable del valle, y siempre del brazo. Sanin hasta sentía por eso impulsos de despecho: nunca había paseado tan largo tiempo con Gemma, con su adorada Gemma… ¡Y aquella mujer se había adueñado de él! Bastaba ya.

—¿No está usted fatigada? —le preguntó más de una vez.

—Nunca me fatigo —respondía ella.

Se cruzaron con escasos paseantes; casi todos la saludaban, unos con respeto, otros con obsequiosidad. A uno de ellos, un joven moreno, guapo y elegantemente vestido, le gritó ella desde lejos con el más puro acento parisiense: “Conte, vous savez, il ne faut pas venir me voir —ni aujourd’hui, ni demain”(4) El conde se quitó en silencio el sombrero e hizo una profunda reverencia.

—¿Quién es? —interrogó Sanin, dejándose llevar de esa mala costumbre de curiosidad preguntona, propia de todos los rusos.

—¿Ese? ¡Un franchute…! Hay muchos mariposeando por aquí… También él me corteja. Pero llegó la hora de tomar el café. Volvamos a casa; me parece que ya ha habido tiempo para que le entre a usted apetito. A la hora que es, mi hombre debe haberse quitado ya las lagañas.

“¡Mi hombre! ¡Las lagañas!”, repitió Sanin para sus adentros… “¡Y decir que habla con tanta elegancia el francés…! ¡Qué pícara mujer!”

Tenía razón la señora Pólozov. Cuando ella y Sanin llegaron al hotel, “su hombre”, o dicho de otro modo, “su boliche”, estaba ya sentado ante una mesa servida, con su inmutable fez de color grosella en la cabeza.

—¡Ya no te esperaba! —exclamó gesticulando con cara de pocos amigos —Había resuelto tomar el café sin ti.

—Eso no le hace, no tiene importancia. —dijo ella alegremente —¿Te has enfurruñado? Eso es magnífico para tu salud. Sin eso correrías el peligro de que se te juntasen las mantecas por completo. Ya ves, te traigo un huésped. ¡Llama a toda prisa! ¡Vamos, tomemos café del mejor, en tazas de porcelana de Sajonia, y sobre un mantel blanco como la nieve!

Se quitó el sombrero y los guantes, y golpeó una mano contra la otra. Pólozov la miraba ceñudo.

—¿Qué te pasa, María Nikoláevna, que tanto rebulles hoy? —preguntó a media voz.

—Eso no te importa, Hipólito Sídorovich. ¡Llama! Siéntese, Dmitri Pávlovich, y tome la segunda taza de café. ¡Ah, qué divertido es mandar! ¡No conozco mayor placer en el mundo!

—Cuando te obedecen —rezongó el marido.

—¡Exacto: cuando me obedecen! Eso es, precisamente, lo que me hace gracia. Sobre todo, contigo; ¿no es así, boliche? ¡Ah, aquí está el café!

En la enorme bandeja que traía el criado había un anuncio de teatro. Al momento se apoderó de él la señora Pólozov.

—¡Un drama! —dijo con enfado —¡Un drama alemán! En último término, siempre es menos malo que una comedia alemana. Haz que me saquen un palco, una platea, no… el palco de los extranjeros, la Fremden-Loge —ordenó al criado.

—Pero ¿y si la Fremden-Loge está ya reservada por Su Excelencia, el señor gobernador de la ciudad (Seine Exzellenz der Herr Stadt-Direktor)? —se atrevió a decir el criado.

—Dale diez táleros(5) a Su Excelencia; pero necesito el palco, ¿lo oyes?

El criado bajó la cabeza con aire sumiso.

—Dmitri Pávlovich, vendrá usted conmigo al teatro. Los actores alemanes son detestables, pero vendrá usted… ¿Sí? ¡Sí! ¡Qué amable! Y tú, boliche, ¿no vendrás?

—Como gustes —respondió Pólozov con las narices dentro de la taza que se había aproximado a la boca.

—¿Sabes una cosa? No vengas. No haces más que dormir en el teatro, y luego no entiendes gran cosa el alemán. He aquí, más bien, lo que deberás hacer: escribe a nuestro administrador, ¿sabes?, a propósito de nuestro molino, a propósito de la molienda de los aldeanos. Dile que ¡no quiero, no quiero y no quiero! Ya tienes ocupación para toda la velada…

—Bueno, bueno —respondió Pólozov.

—Vamos, perfectamente; eres un buen chico. Y ahora, señores, puesto que ya hemos hablado del administrador, ocupémonos de nuestro importante negocio. Dmitri Pávlovich, en cuanto el mozo haya retirado el servicio, nos dirá usted lo que concierne a su hacienda, en qué consiste, qué precio pide usted por ella, cuánto quiere usted como garantía; en una palabra, todo, todo. (“Al fin”, pensó Sanin, “¡gracias a Dios!”) Ya me ha dicho usted cuatro palabras, lo recuerdo; me describió admirablemente el jardín, pero “boliche” no estaba con nosotros… Que escuche: siempre dirá alguna cosa. Me es muy grato pensar que puedo facilitar su boda… Le había prometido tratar con usted después del desayuno, y cumplo siempre mis promesas. ¿No es así, Hipólito Sídorovich?

Pólozov se restregó la cara con la palma de la mano y dijo:

—La verdad es que nunca engaña a nadie.

—¡Nunca! Y jamás engañaré a nadie. Vamos, Dmitri Pávlovich, exponga su asunto, como decimos nosotros en el Senado.

Sanin se puso a “exponer su asunto”, es decir, a describir de nuevo su finca; pero entonces ya no habló de la belleza del paisaje, y se limitó a citar “hechos y cifras”, invocando, de tiempo en tiempo, el testimonio de Pólozov para confirmar sus ofertas. Pero Pólozov no respondía sino con gruñidos y cabezadas. ¿Aprobaba o desaprobaba? El mismo demonio no hubiera podido saberlo. Por lo demás, la señora Pólozov se pasaba muy bien sin la ayuda de su marido. ¡Dio pruebas de tales aptitudes comerciales y administrativas, que era un asombro! Conocía al dedillo todos los secretos del gobierno de un predio, se informaba cuidadosamente de todo, entraba en todos sus detalles, cada una de sus palabras iba derecha al grano y ponía los puntos sobre las íes. Sanin no esperaba semejante examen, y no se había preparado para él. Y ese examen duró hora y media. Sanin experimentó todas las emociones de un reo en el banquillo de los acusados, ante un juez severo y perspicaz. “¡Pero esto es un interrogatorio!”, se decía con angustia. Al preguntarle, se reía la señora Pólozov, como para indicar que aquello era una broma; mas no por eso se sentía a gusto Sanin, y le goteaba el sudor de la frente cuando en el curso de aquel “interrogatorio” se veía obligado a dejar ver que comprendía con harta vaguedad los términos técnicos rusos como “hijuela” o “tierra de labor”.

—¡Muy bien! —dijo por fin la señora Pólozov —Ahora conozco su posesión… lo mismo que usted. ¿Cuánto pide usted por alma? (Por aquella época, como se sabe, el valor de una propiedad rústica se fundaba en el número de campesinos siervos que contenía.)

—Pues… me parece… que no se puede pedir menos de… quinientos rublos —dijo Sanin con esfuerzo. (¡Oh, Pantaleone, Pantaleone! ¿Dónde estás? Ahora hubiera sido el verdadero momento oportuno de que exclamases: Barbari!)

María Nikoláevna alzó los ojos como reflexionando, y resolvió por fin:

—A fe mía, no me parece exagerado el precio. Pero me he tomado dos días de plazo, y tendrá que esperar usted hasta mañana. Creo que nos entenderemos, y entonces me dirá cuánto quiere en prenda. Y ahora ¡basta cosi!(6) —dijo con viveza, al ver que Sanin iba a hablar —Basta de ocuparnos del vil metal… à demain les affaire!(7) ¿Sabe usted? Ahora le permito irse hasta… —miró la hora en un relojito esmaltado que llevaba en la cintura —hasta las tres. Hay que darle a usted tiempo de respirar. Váyase a la ruleta.

—No juego a ningún juego de azar —dijo Sanin.

—¡Imposible! Pero indudablemente es usted la perfección en persona. Por supuesto, yo tampoco juego. Encuentro absurdo eso de ir a perder el dinero a ciencia cierta. Pero vaya usted a la sala de juego y mire las caras. Las hay de rechupete. Verá una vieja bigotuda, magnífica. Va también un príncipe, paisano nuestro, que tampoco está mal: tiene un porte majestuoso, la nariz aguileña, y cuando pone en el tapete un tálero, se hace a escondidas la señal de la cruz debajo del chaleco. Lea usted las revistas, paséese, haga lo que quiera, en una palabra… Y a las tres, lo espero… de pied ferme(8). Tendremos que comer más temprano. Entre estos pícaros de alemanes, los teatros se abren a las seis y media —y le tendió la mano, diciéndole: —“Sans rancune, n’est ce pas?”(9)

—¡Oh, María Nikoláevna! ¿Por qué la he de querer mal?

—Porque lo he martirizado. Aguarde, que aún no sabe usted lo que le espera. ¡Hasta la vista! —añadió entornando los ojos; y todos sus hoyuelos aparecieron a la vez en sus mejillas, que se pusieron como la grana.

Se inclinó Sanin y salió. Una alegre carcajada resonó detrás de él, y he aquí la escena que vio reflejarse en un espejo por delante del cual pasaba en ese momento: la señora Pólozov le había metido el fez de color grosella hasta las narices a su marido, quien se resistía dando manotazos al aire, débilmente, con ambas manos.

(1) Roberto il Diàvolo: Ópera compuesta en 1831 por el compositor alemán de
gran dramatismo: Giacomo Meyerbeer (1791-1864).
(2) Isba: Vivienda rural de madera, característica de algunos países del norte de Europa, y especialmente de Rusia.
(3) Paul de Gondi (1613-1679), político y escritor francés.
(4) En francés: Conde, no es necesario que venga a verme —ni hoy, ni mañana.
(5) Tálero: Antigua moneda alemana de plata.
(6) En italiano: Se acabó.
(7) En francés: Para mañana los negocios.
(8) En francés: A pie firme.
(9) En francés: Sin rencor, ¿no es así?

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 5th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 35

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Buenas noches! Qué maravilla de narrador, este Turguéniev! Vamos con un té con crema, nosotros también, y el Capítulo 35 de las Aguas de primavera? Davai! Con un Invierno en Kiev y un samovar de Tula!
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 35

La desenvoltura de modales de la señora Pólozov hubiera trastornado probablemente a Sanin desde el primer momento (aun cuando no era enteramente un novicio y había corrido ya un poco de mundo), si no hubiese creído ver en ese desenfado y en esa familiaridad un feliz augurio para el buen éxito de sus proyectos.

«Halaguemos los caprichos de esta millonaria», dijo para sí resueltamente; y con el mismo desenfado con que ella había hecho la pregunta, respondió él:

—Sí, me caso.

—¿Con quién? ¿Con una extranjera?

—Sí, señora.

—¿Hace poco que la conoce usted? ¿Vive en Francfort?

—Exacto.

—¿Y quién es ella? ¿Puede saberse?

—Sin duda. Es la hija de un confitero.

La señora Pólozov enarcó las cejas, abriendo tamaños ojos, y pronunció con lentitud:

—¡Eso es encantador! ¡Es admirable! ¡Yo creía que no se encontraban en la tierra jóvenes como usted! ¡La hija de un confitero!

—Veo que eso la asombra a usted —dijo Sanin con aire digno —Pero, en primer lugar, yo no tengo esos prejuicios…

—Ante todo, —interrumpió la señora Pólozov —eso no me asombra de ninguna manera, y yo no tengo tampoco esos prejuicios… Yo soy hija de un campesino. ¡Ah! ¿Qué dice usted a esto? Lo que me pasma y me fascina es ver a un hombre que no teme amar. Porque usted la ama, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Es muy bonita, sin duda?

Esta última pregunta apuró un poco a Sanin, pero ya no era tiempo de retroceder.

—Señora, ya sabe usted que cada cual prefiere el rostro de la mujer amada a todos los demás; pero mi prometida es verdaderamente muy bella.

—¿De veras? ¿Qué tipo tiene? ¿Italiano? ¿Clásico?

—Sí, sus facciones son de una perfecta regularidad.

—¿No tiene usted su retrato?

—No. (Por aquella época aún no existía la fotografía; apenas comenzaba a difundirse el daguerrotipo.)

—¿Cuál es su nombre de pila?

—Gemma.

—¿Y el de usted?

—Dmitri.

—¿Patronímico?

—Pávlovich.

—¿Sabe usted una cosa? —dijo la señora Pólozov, siempre con la misma lentitud —Me gusta usted mucho, Dmitri Pávlovich. Debe ser usted un hombre galante. Deme la mano. Seamos amigos.

Sus lindos dedos, blancos y robustos, apretaron con vigor los dedos de Sanin. Su mano no era mucho más pequeña que la del joven, pero era más tibia, más suave, y por decirlo así, más viva.

—¿Sabe usted —preguntó ella— qué idea se me ocurre?

—¿Qué?

—¿No se enfadará usted? ¿No? Dice usted que es su futura esposa… Pero…, pero… ¿le es a usted eso absolutamente necesario?

Sanin frunció las cejas.

—Señora, no la comprendo a usted.

María Nikoláevna se puso a reír bajito, y con un movimiento de cabeza echó atrás los cabellos que le caían sobre las mejillas.

—Sin duda es usted un hombre encantador. —dijo con aire meditabundo y distraído a la vez —¡Un verdadero caballero! ¡Después de esto, vaya usted a creer a la gente que sostiene que ya no hay idealistas!

La señora Pólozov hablaba en ruso con una pureza perfecta, el verdadero ruso de Moscú, la lengua del pueblo y no la de los salones.

—Estoy segura de que se ha educado usted en casita, en el seno de una familia piadosa y patriarcal. ¿De qué provincia es usted?

—De Tula.

—¡Ah! En ese caso, somos paisanos. Mi padre… ¿Sabe usted, no es cierto, lo que era mi padre?

—Sí, lo sé.

—Era natural de Tula… Era tuliak. Bueno… —pronunció enteramente al estilo del pueblo, y con intención manifiesta, la palabra rusa que significa «bueno» —¡Y ahora pongamos manos a la obra!

—¡A la obra…! ¿Qué debo entender por esa frase?

La señora Pólozov medio cerró los ojos, exclamando:

—Pero ¿qué ha venido a hacer usted aquí?

Cuando entornaba así los ojos se hacía muy zalamera su expresión, con un si es no es de burlona; al abrirlos, ¡cuán grandes eran!, su brillo luminoso, casi frío, dejaba traslucir un no sé qué perverso y amenazador. Lo que daba a sus ojos particular hermosura eran las cejas, espesas, un poco prominentes y suaves como piel de marta cebellina.

—¿Quiere usted que le compre su hacienda? —prosiguió —Necesita usted dinero para casarse, ¿no es verdad?

—En efecto.

—¿Necesita usted mucho?

—Unos cuantos miles de francos para los gastos primeros. Su marido conoce mi hacienda. Podría usted consultarle… Pediré un precio muy módico.

La señora Pólozov hizo con la cabeza un movimiento negativo.

—En primer lugar, —comenzó a decir, tras una pequeña pausa, dando golpecitos con las yemas de los dedos en la manga de Sanin —no tengo costumbre de consultar a mi marido, como no sea para asuntos de tocador, en lo cual es maestro consumado; en segundo lugar, ¿por qué me dice que me pedirá un precio muy módico? No quiero aprovecharme de que esté usted ahora enamorado y dispuesto a todos los sacrificios… Y yo no quiero aceptar nada de eso. ¡Qué! ¿En vez de alentarlo en… (¿cómo diría yo bien eso?) en sus nobles sentimientos, iba yo a despojarlo como se le quita la corteza a un tilo para hacer lapti(1)? No tengo costumbre de eso. En ocasiones puedo ser cruel con la gente, pero nunca hasta ese extremo.

Sanin no podía adivinar si se burlaba o hablaba en serio, pero decía para sí: “¡Oh, contigo hay que tener cuidado!” Entró un criado, trayendo en una gran bandeja un samovar ruso, un servicio de té, crema, bizcochos, etc.; puso todo aquello encima de la mesa, entre Sanin y la señora Pólozov, y se retiró.

La señora Pólozov sirvió a su huésped una taza de té.

—¿No le importa? —dijo poniéndole el azúcar con los dedos… Y, sin embargo, las tenacitas de la azucarera estaban encima de la mesa.

—¡Cómo! De una mano tan hermosa…

No pudo acabar la frase, y por poco se ahoga con un sorbo de té. Ella lo tenía subyugado con su claro y fijo mirar.

—Si le hablé a usted de baratura, —continuó —es porque como en estos momentos se encuentra usted en el extranjero, no debo suponer que tenga mucho dinero disponible; y además, comprendo que la venta… o la compra de una finca en tales condiciones tiene algo de anormal, y debo tener esto en cuenta.

Se embarullaba Sanin y se atascaba en sus frases, mientras que la señora Pólozov, que se había reclinado cómodamente en el respaldo de la butaca, lo miraba, cruzada de brazos, con el mismo claro y atento mirar. Concluyó él por detenerse.

—Siga, siga usted; —dijo la joven, como acudiendo en su auxilio —lo escucho, tengo sumo placer en oírlo; continúe usted.

Sanin se puso a describir su hacienda, indicó la superficie, la situación topográfica, sus características; calculó qué renta podía sacarse de ella… Hasta habló de la pintoresca posición de la finca, y la señora Pólozov continuaba fijando en él su mirada cada vez más clara y penetrante; sus labios tenían ligeros temblores, en vez de sonrisas, y se los mordía. Sanin terminó por sentirse turbado, y se interrumpió por segunda vez.

—Dmitri Pávlovich —dijo la señora Pólozov; reflexionó un instante, y repitió: —Dmitri Pávlovich, ¿sabe usted una cosa? Estoy convencida de que la compra de sus tierras será para mí un negocio ventajosísimo y de que nos entenderemos. Pero necesito que me otorgue usted… un par de días para pensarlo. Vamos, ¿es capaz de estar dos días separado de su novia? No lo detendré más tiempo si no quiere quedarse; le doy mi palabra. Pero si usted necesita dinero hoy mismo, le prestaría con mucho gusto cinco mil o seis mil francos, y más tarde ajustaríamos las cuentas.

Sanin se levantó, exclamando:

—No sé cómo agradecer, María Nikoláevna, la cordial benevolencia de que me da usted pruebas, a mí que le soy casi desconocido… Sin embargo, si usted se empeña en ello, prefiero aguardar su resolución acerca de mi finca, y me quedaré aquí dos días.

—Sí, lo deseo, Dmitri Pávlovich. ¿Y le costará a usted mucho eso? ¿Mucho? Diga usted.

—Amo a mi prometida, y confieso a usted que la separación será un poco dura para mí.

—¡Ah! Es usted un hombre como no los hay. —suspiró la señora Pólozov —Le prometo no dejarlo languidecer demasiado. ¿Se va usted?

—Ya es tarde —hizo observar Sanin.

—Y le hace falta descansar después del viaje, después de esa partida de naipes con mi marido. Diga usted, ¿tenía usted mucha amistad con Hipólito Sídorovich, mi marido?

—Nos hemos educado en el mismo colegio.

—¿Y era ya “tan así” en el colegio?

—¿Cómo “tan así”?

La señora Pólozov soltó una carcajada tan ruidosa, que todo el rostro se le arreboló; se llevó el pañuelo a los labios, se levantó luego de la butaca, se acercó a Sanin contoneándose un poco con dejadez, como una persona fatigada, y le alargó la mano.

Se despidió Sanin de ella, y se dirigió a la puerta.

—Trate usted mañana de venir temprano, ¿oye? —le gritó en el momento de trasponer el umbral.

Miró él hacia atrás, y la vio medio tendida en la butaca con las manos puestas detrás de la cabeza. Las anchas mangas de la blusa se habían corrido hasta el nacimiento de los hombros; y era imposible no decirse que la postura de esos brazos y todo aquel conjunto eran de una belleza admirable.

(1) Lapti: Durante muchos siglos los lapti (en singular lápot), una especie de zapatos o alpargatas tejidos con corteza de árbol o líber, fue el principal calzado de la población rural, es decir, del 90 % de los rusos. Son probablemente el calzado más conocido en el territorio

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Categoria: Té Literario ~ Aguas de primavera | Fecha: noviembre 4th, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 34

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Empezamos la semana. Aquí con una alergia brutal y un malhumor directamente proporcional. Vamos a ver si la teofilina de mi verdísimo Young Hyson me ayuda un poco. Para ustedes, el Capítulo 34 de Aguas de primavera. Muy buenas noches, hasta mañana.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 34

—¡Ah! —exclamó con una sonrisa medio cortada, medio burlona, mientras tomaba con rapidez la punta de una de sus trenzas y clavaba en Sanin sus ojazos de un gris luminoso —¡Perdón! No sabía que estaba usted ya aquí.

—Sanin, Dmitri Pávlovich, mi amigo de la infancia —dijo Pólozov sin levantarse y sin mirar tampoco a Sanin, limitándose a señalarlo con la mano.

—Sí… ya sé… ya me habías hablado de este caballero. Mucho gusto en conocerlo… Pero oye, Hipólito Sídorovich, quería rogarte… Está hoy tan torpe mi doncella…

—¿Quieres que te peine yo?

—Sí, sí, te lo suplico… Dispense usted —repitió María Nikoláevna con la misma sonrisa, dirigiendo a Sanin una leve inclinación de cabeza.

Giró rápida sobre sí misma y desapareció, dejando tras de sí la impresión armoniosa y fugitiva de un cuello encantador, unos hombros admirables y un talle delicioso.

Se levantó Pólozov y salió por la misma puerta, con su paso tardo y desmañado.

Sanin no dudó un minuto de que la dama estaba advertida de su presencia en el salón del “príncipe Pólozov”. Ese tejemaneje no había tenido más objeto que lucir su cabellera, que, en efecto, era bellísima. Sanin hasta se regocijó para sus adentros de aquella salida de la señora de Pólozov. “Ha querido fascinarme, deslumbrarme… ¿Quién sabe? Tal vez nos arreglemos acerca del precio de mis tierras”. Su alma estaba tan ocupada por Gemma, que las demás mujeres ya no tenían interés para él; apenas notaba su existencia. Por aquella vez, se limitó a pensar: “No me habían engañado respecto a esa señora: no está nada mal”.

Si no se hubiese hallado en una disposición de ánimo tan excepcional, su observación hubiera tomado sin duda otro cariz. María Nikoláevna de Pólozov (nacida Kólishkina) era realmente una mujer muy digna de atraer la atención. Y no porque fuese de una hermosura perfecta: se traslucían demasiado en ella los inequívocos signos de su origen plebeyo. Tenía la frente baja, la nariz algo carnosa y respingona; no podía presumir por la finura de la piel, ni por la elegancia de brazos y piernas. Pero ¿qué importaba eso? Al encontrarla, todo hombre se hubiera detenido, no ante “la sacra Majestad de la belleza” (para decirlo como Pushkin), sino ante la fuerza y la gracia de un buen rostro de mujer en todo su esplendor, tipo medio ruso, medio bohemio; y no hubiera sido “involuntario” ese homenaje de admiración. Pero la imagen de Gemma protegía a Sanin, como el “triple broncíneo escudo” de Horacio(1).

Al cabo de diez minutos, reapareció María Nikoláevna acompañada por su marido. Se acercó a Sanin con esos andares cuyos encantos habían bastado para hacer perder la chaveta a muchos entes originales de aquel tiempo, ¡ah!, tan lejano del actual. “Cuando esa mujer avanza hacia uno, parece que le trae toda la felicidad de su vida”, pretendía uno de ellos. Se adelantó hacia Sanin alargándole la mano, y le dijo en ruso con voz cariñosa y contenida a la vez:

—Me esperará usted… ¿no es así? Pronto vuelvo.

Sanin se inclinó respetuoso, pero María Nikoláevna desaparecía ya tras el cortinaje de la puerta. Volvió la cabeza por encima de su hombro con rápida sonrisa, y se esfumó dejando en pos de sí la misma impresión de armonía.

Al sonreírse, no eran uno ni dos, sino tres, los hoyuelos que se formaban en cada una de sus mejillas, y sus ojos se sonreían aún más que sus labios, labios bermejos, llenitos y sabrosos, realzados en el ángulo izquierdo por dos lunarcitos.

Pólozov atravesó con pesadez el salón y volvió a dejarse caer en la butaca. Permaneció silencioso como antes; pero, de vez en cuando, una extraña mueca hinchaba sus carrillos descoloridos y surcados por arrugas precoces. Tenía aspecto avejentado, aunque sólo le llevaba tres años a Sanin.

La comida que dio a Sanin y que (dicho sea de paso) hubiera satisfecho al gastrónomo de gusto más exigente, pareció a Sanin de una duración insoportable. Pólozov comía con lentitud, con reflexión y conocimiento de causa, se inclinaba con aire atento sobre su plato, y husmeaba, digámoslo así, cada bocado. Al beber, se enjuagaba la boca con el vino antes de tragarlo y luego chascaba los labios… Después del asado, emprendió, sin más ni más, un largo discurso (¡pero sobre qué asunto!) acerca de los carneros merinos, de los cuales pensaba adquirir un rebaño completo, y habló de eso con infinitos detalles, empleando los más tiernos diminutivos. Sorbió el café, ardiendo, no sin repetir muchas veces al criado, con voz iracunda y lacrimosa, que la víspera le habían servido frío el café, ¡frío como un helado! Luego, con sus dientes amarillos y mal alineados, mordió la punta de un habano y se durmió, como de costumbre, con gran contento de Sanin, que se puso a pasear sobre la blanda alfombra, soñando con el género de vida que llevaría con Gemma y pensando en las noticias que iba a llevarle. Sin embargo, Pólozov se despertó mucho más pronto que de costumbre, según él mismo hizo observar: no había dormido más que una horita y media. Bebió un vaso de agua de Seltz con hielo y engulló siete u ocho grandes cucharadas de dulce, de dulce ruso, que su ayuda de cámara le trajo en un legítimo pomo de Kiev, de vidrio verde oscuro, y sin el cual decía que no hubiera podido vivir; después fijó sus ojuelos hinchados en Sanin y le preguntó si quería jugar con él al duraki. Sanin aceptó con sumo gusto, pues temía que Pólozov empezase otra vez a hablarle de los corderitos y de las ovejitas, y de sus grasientas colitas de treinta libras de peso.

El anfitrión y su huésped volvieron juntos a la sala; un criado les llevó los naipes y empezó la partida, pero no jugaban dinero.

Al regresar la señora Pólozov de casa de la condesa Lasúnskaia, los halló entregados a esa distracción inocente. En cuanto entró, al ver la baraja y abierta la mesita de juego, soltó una estrepitosa carcajada. Sanin se levantó presuroso, pero ella le dijo:

—¡No se mueva y jueguen! No hago más que cambiarme de traje y vuelvo.

Enseguida desapareció, quitándose los guantes y andando con un rumor de seda.

En efecto, casi al momento regresó. Su elegante vestido se había trocado por una amplia blusa de seda color lila, con manga perdida; un grueso cordón de nudos retorcidos le ceñía la cintura. Se sentó junto a su marido y aguardó a que este perdiese la partida, para decirle:

—Vamos, mi gran boliche, basta ya —al oír Sanin esta expresión de “boliche”, la miró con asombro, y ella le devolvió mirada por mirada con alegre sonrisa, que hizo brotar todos sus hoyuelos —Ya basta; —prosiguió —veo que tienes ganas de dormir; bésame la mano y vete. Tenemos que hablar Sanin y yo.

—No tengo ganas de dormir; —dijo Pólozov, levantándose con trabajo de la butaca —pero en cuanto a besarte la mano y marcharme, no digo que no.

Le presentó ella la palma de la mano, sin cesar de sonreír y de mirar a Sanin. También lo miró Pólozov, y salió sin decirle buenas noches.

—Ahora, hable, cuénteme —dijo la señora Pólozov con vivacidad, poniendo a la vez en la mesa ambos codos desnudos y chocando unas con otras las uñas con aire de impaciencia —¿Es cierto eso? ¿Dicen que se casa usted?

Hecha esta pregunta, María Nikoláevna inclinó la cabeza un poco de lado para clavar en los ojos de Sanin una mirada más fija y penetrante.

(1) Quinto Horacio Flaco (65-8 a.C) poeta lírico y satírico romano, autor de obras maestras de la edad de oro de la literatura latina.

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Categoria: Arte con T, Chaepítie - чаепитие - "Tetear" ;-), In-fusión ~la música de DaCha~ | Fecha: noviembre 3rd, 2013 | Publicado por Gabriela Carina Chromoy

IVAN IVANYCH SAMOVAR

IVAN IVANYCH VIDEO
“El samovar Ivan Ivanovich” es un poema escrito en 1928 por Daniil Kharms, escritor satírico ruso de la época soviética que se incluye dentro de la corriente del surrealismo y el absurdo. Fue publicado por la revista infantil “Yezh”(Puercoespín), en la que escribía literatura infantil, para sobrevivir, desde 1928 hasta 1932.
Kharms, nacido en Petersburgo en 1905, no fue demasiado valorado durante su vida, ya que fue declarado enemigo del Soviet (a pesar de ser de izquierda) y enviado por ello a la prisión de Kursk en 1931. En 1937, las autoridades confiscaron sus libros infantiles, privándolo de su principal fuente de subsistencia. Él continuó escribiendo historias breves muy grotescas, acerca de la pobreza y la opresión de su gente, que no pudieron ser publicadas hasta el fin del régimen socialista.
En una carta a un amigo, escribió: «Cuando escribo poesía, lo más importante para mí no es la idea, no es el contenido, no es la forma y no es la oscura noción de «calidad», sino algo aún más oscuro e ininteligible para la mente racional, pero comprensible para mí… Esto es la pureza del orden. Esta pureza es la misma en el sol, en la hierba, en el hombre y en la poesía. El verdadero arte se encuentra justo al lado de la idea primigenia, de la primera realidad. Crea el mundo y es su primer reflejo.»
En agosto de 1941, poco antes del sitio de Leningrado, Kharms fue arrestado de nuevo, acusado de distribuir propaganda contra el régimen. Fue enviado a la prisión de Leningrado Nº1, donde murió de inanición en 1942.

Para escuchar el audio del enlace que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla. Debajo del video, les dejo la traducción que hice del poema -si alguien la quiere mejorar, será bienvenido-. Que empiecen una semana hermosa.

El samovar Iván Ivanych
era un samovar barrigón,
un samovar de tres baldes*.

Sacudía el agua hirviendo,
arrancaba vapor de agua hirviendo,
de furiosa agua hirviendo;
vertida en la taza a través del grifo,
por un agujero justo en el grifo,
directo a la taza a través del grifo.

A la mañana temprano llegó,
hasta el samovar llegó,
el tío Petya llegó.
Tío Petya dijo:
«Dame de beber, dijo,
Beberé el té», dijo.

Al samovar llegó,
Tía Katya llegó,
con un vaso de vidrio llegó.
Tía Katya dijo:
«Yo, por supuesto, dijo,
beberé también», dijo.

El abuelo vino,
muy viejito vino,
en zapatos de abuelo vino.
Bostezó y dijo:
«Tal vez una bebida, dijo,
en realidad té», dijo.

Así que la abuela vino,
muy viejita vino,
con un bastón vino.
Y, pensando, dijo,
«Qué tal una bebida, dijo,
qué tal un té», dijo.

De pronto una nena entró corriendo,
hasta el samovar llegó corriendo-
era la nieta que entró corriendo.
«¡Sírveme!», dijo,
«Una taza de té», dijo,
«Para mí, más dulce», dijo.

Entonces Zhuchka, el perro, entró corriendo,
con Murkoy, el gato, entró corriendo,
hasta el samovar, entró corriendo,
para llenarse con leche,
agua hervida con leche,
con hirviente leche.

De pronto Seriozha llegó,
último de todos llegó,
sin lavarse llegó.
«¡Dame!- dijo,
Una taza de té, dijo,
Para mí, una grande», dijo.

Inclinaron e inclinaron
e inclinaron el samovar,
pero salió del grifo
sólo vapor, vapor, vapor.

Inclinaban el samovar
como un armario, armario, armario,
pero de él no salían
más que gotas, gotas, gotas.

¡El samovar Iván Ivanych!
¡Sobre la mesa Ivan Ivanych!
¡Dorado Ivan Ivanych!
Agua hirviendo no les da,
a los impuntuales no les da,
a los haraganes no les da.

*la capacidad de los samovares se medía en baldes de agua y no en litros.
Traducción al castellano de Gabriela Carina Chromoy

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