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ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 17 Y 18

miércoles, julio 10th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 17

El cochero paró los caballos y miró a ver si encontraba a quién preguntar por la finca. Detrás, en un campo de centeno, cerca de un carro, sentados sobre la tierra, se veían varios campesinos.

El encargado fue a saltar para ir hacia ellos pero, cambiando de opinión, se puso a llamarlos a gritos.

El vientecillo que producía el caminar del coche, parado éste, se había desvanecido y el aire estaba en calma. Los tábanos se pegaron a los caballos, cubiertos de sudor y éstos se defendían de ellos rabiosamente, movimiento constantemente la cabeza, las patas, sacudiéndose con la cola. Cesó el ruido metálico de las guadañas, que estaban afilando los campesinos.

Uno de éstos se levantó y se dirigió al coche, andando poco a poco, con precaución por ir con los pies descalzos sobre un camino reseco y lleno de piedritas.

–¡Más deprisa, gandul! –gritó el encargado -¡A ver si llegas de una vez!

El viejo –de cabellos blancos, ondulados y atados con una tirita de corteza de árbol, de espalda curvada, manchada de sudor– apresuró el paso, andando a pequeños saltos y, llegando al coche, con su mano derecha, renegrida y arrugada por el sol, el aire y los años, agarrada al guardabarro, y con el pie izquierdo en vilo, dijo con gesto obsequioso:

–¿Preguntan por Vosdvijenskoie, la casa de los señores, la finca del Conde? Pues en cuanto salgan de aquí, encontrarán un recodo a la izquierda. Sigan derecho por el camino, que les llevará allí. ¿Y a quién van a ver? ¿Al mismo Conde?

–Y dígame: ¿están en casa, buen hombre?– preguntó Daria Alejandrovna, no sabiendo de qué modo, aun con aquel labriego, había de hablar de Anna.

–Creo que están –dijo el viejo, bajando el pie izquierdo y alzando el derecho para dar ahora descanso a éste, que dejó en el polvo su huella, marcando claramente los cinco dedos. Creo que están en casa. –siguió, con ganas de hablar––– Ayer también vinieron invitados… Tienen siempre una barbaridad de invitados…

–¿Qué quieres? ––chilló a su vez, a un mozo que le gritaba algo desde el carro. Luego continuó –Esto es… Hace poco que pasaron todos por aquí, montados a caballo. Querían ver el rastrojo… Ahora seguramente están en casa… ¿Y ustedes quiénes son?

–Nosotros venimos de muy lejos. –dijo el cochero– ¿De modo que está cerca de aquí?

–Te digo que aquí mismo. A poca distancia –decía el campesino, pasando su mano derecha por la aleta…

Un joven, sano, fuerte, se acercó también y le interrumpió:

–¿Saben si habrá trabajo por la cosecha?

–No lo sé, amigo.

–Así, pues, vas hacia la izquierda y llegarás directamente allí –terminó el campesino, separándose de mala gana de los viajeros.

El cochero hizo correr a los caballos pero, cuando tomaba la revuelta, el viejo, les gritó:

–¡Párate! ¡Eh, querido, vuélvete!

El cochero paró los caballos.

–Allí viene el mismo señor. –volvió a gritar el campesino– Vean cómo corren.

Y mostraba a cuatro jinetes y a dos personas que iban en un charabán y que eran Vronsky, su jockey, Veselovsky y Anna montados en sendos caballos y la princesa Bárbara y Sviajsky, que ocupaban el carruaje. Habían salido de la finca para dar un paseo y ver cómo trabajaban en el rastrojo las máquinas recientemente adquiridas.

Al ver el coche, los jinetes apresuraron el andar de sus caballos. Delante, al lado de Veselovsky, iba Anna, que llevaba con paso tranquilo su caballo inglés, pequeño y fuerte, de crines y cola cortas. La hermosa cabeza de Anna, con los cabellos negros, que desbordaban del alto sombrero, sus hombros rectos, el talle fino, su actitud tranquila y graciosa, formaban una bonita estampa de amazona que, a la vez que la admiraron, llenaron a Dolly de sorpresa.

En el primer momento le pareció algo inconveniente que Anna montara a caballo. Daria Alejandrovna consideraba aquello como una coquetería que no iba bien con su situación. Pero, cuando la vio de cerca, rectificó aquel juicio. Era todo tan sencillo, tranquilo y digno en la figura y la actitud de Anna, que nada podía resultar más natural.

Al lado de ella, sobre el fogoso caballo militar, alargando hacia delante sus gruesas piernas, con su gorrita escocesa de largas cintas que flotaban por detrás, visiblemente orgulloso de sí mismo, iba Vaseñka Veselovsky.

Daria Alejandrovna, al reconocerle, no pudo reprimir una sonrisa.

Detrás iba Vronsky. Montaba un caballo de pura sangre, de color bayo oscuro y que aparecía agitado por el galope. Para retenerle, Vronsky tenía que tirar fuertemente de las riendas.

Los seguía un hombre vestido de jockey.

Sviajsky con la Princesa, en un charabán nuevo, llevado por un magnífico caballo negro de carreras, iban a los alcances de los jinetes.

Cuando Anna reconoció a Dolly en la pequeña figura de mujer acurrucada en un rincón del viejo landolé, su rostro se iluminó de alegría.

–¡Ella! –exclamó.

Y lanzó su caballo al galope.

Al llegar junto al coche, saltó sin ayuda de nadie y, recogiendo el vuelo de sus faldas de amazona, corrió al encuentro de Dolly.

–Yo esperaba y no osaba esperar… ¡Qué alegría! No puedes imaginarte mi alegría –decía Anna, ora juntando su rostro al de Dolly y besándola, ora separándose un poco y mirándola sonriente, con cariñon–¡Qué alegría, Alexis! –dijo a Vronsky, que saltaba del caballo y se acercaba a ellas.

Vronsky, quitándose su alto sombrero gris, saludó a Dolly.

–No sabe usted cuánto nos alegra su llegada –dijo, dando un particular significado a las palabras y con franca sonrisa, que descubría sus fuertes y blancos dientes.

Vaseñka Veselovsky, sin bajarse del caballo, se quitó su gorrita y saludó a Dolly, agitando alegremente las cintas por encima de su cabeza.

–Es la princesa Bárbara –contestó Anna a la mirada interrogativa de Dolly, cuando se acercó a ellos el charabán.

–¡Ah! –dijo Daria Alejandrovna. Y, contra su deseo, su rostro expresó descontento.

La princesa Bárbara era tía de su marido. Dolly la conocía desde hacía mucho tiempo y no le inspiraba ningún respeto. Sabía que había pasado toda su vida viviendo como un parásito en las casas de sus parientes ricos; pero el que ahora viviera en la de Vronsky, hombre completamente ajeno a ella, lo sintió como una ofensa para la familia de su marido. Anna se dio cuenta de la expresión de disgusto que se pintaba en el rostro de su amiga y se confundió; se puso roja y tropezó con el vuelo de su falda de amazona, que había soltado en aquel momento.

Daria Alejandrovna se acercó al charabán, que se había parado y saludó fríamente a la Princesa.

Sviajsky, a quien también conocía, le preguntó cómo estaban el extravagante de su amigo y su joven esposa; y después de echar una ojeada a los caballos, que no formaban pareja, y al landolé que tenía las aletas recompuestas, Sviasky propuso a las damas que pasasen al charabán.

–No, seguiré en este vehículo –rehusó Dolly.

–El caballo es tranquilo y la Princesa guía bien –insistieron.

–No. Quédense como están. –decidió Anna –Nosotras iremos en el landolé.

Y, cogiendo a Dolly del brazo, se la llevó consigo a aquel coche.

Daria Alejandrovna miraba con interés el charabán, tan lujoso como no lo había visto nunca; a los magníficos caballos; a todas aquellas personas que la rodeaban, tan elegantemente vestidas, tan bien ataviadas. Pero lo que más la admiraba era el cambio que advertía en su querida Anna. Otra mujer menos observadora o que no hubiese conocido antes a su cuñada y, sobre todo, que no hubiera pensado lo que durante su viaje pensó Dolly, no habría observado nada de particular en ella. Pero ahora, Dolly estaba sorprendida de encontrar en Anna aquella belleza que solamente en los momentos de delirio amoroso se ve en las mujeres. Todo en ella era bello: los hoyuelos de las mejillas y de la barbilla; la forma y el color de los labios; la sonrisa alada; el brillo de los ojos; la rapidez y la gracia de los movimientos; el tono de la voz; hasta la manera en que, medio en serio, medio en broma, contestara a Veselovsky al pedirle éste permiso para montar su caballo y enseñarle a galopar con las cuatro patas estiradas. Todo en ella respiraba un encanto del que Anna parecía consciente y que la colmaba de gozo.

Cuando se sentaron en el landolé, las dos mujeres se sintieron algo turbadas: Anna, por la mirada atenta a interrogadora de Dolly y ésta porque, después de las palabras de desdén de Sviasky para su landolé, sentía vergüenza y también pesar de no haber podido ofrecer a Anna otro carruaje mejor.

El cochero y el encargado sentían, también, rubor por la pobreza, el mal estado y la mala presencia de su equipo.

El encargado, para ocultar su confusión, se dedicó a ayudar a las señoras a acomodarse en el carruaje.

Filip se puso sombrío y se hizo propósito de no doblegarse ante aquella superioridad. Por lo pronto, sonrió con ironía al negro caballo de carrera. «Este caballo», se decía, «está bien únicamente para paseo y no podría ni hacer cuarenta verstas con calor y solo».

Los campesinos abandonaron sus carros y se acercaron a mirar, llenos de curiosidad y alegres, haciendo diversos y sabrosos comentarios.

–¡Qué contentos se ponen al verla…! Se ve que hacía tiempo que no se veían ––dijo el viejo de los cabellos ceñidos con la tira de corteza.

–Tío Gerasim; vaya por ese potro negro y tráigalo para llevar las gavillas, pues lo hará en un momento.

–Mire, mire. Aquel de los calzones, ¿es un hombre o una mujer? ––dijo uno de ellos, indicando a Vaseñka, que se sentaba en la silla de señora del caballo de Ana.

–No, hombre, no. ¿No ves cómo ha saltado a la silla?

–¿Qué, mozos, hoy ya no dormimos?

–¿Qué es eso de dormir hoy? –dijo el viejo. Y mirando al sol, la cabeza ladeada y la mano derecha haciendo visera sobre los ojos, añadió: –Seguro que ya pasa de mediodía. Tomad los garabatos y a la faena.

SEXTA PARTE – Capítulo 18

Anna miraba el rostro de Dolly, delgado, con huellas de cansancio y polvo del camino en las arrugas. Iba a decir lo que estaba pensando (que Dolly había adelgazado mucho), pero recordó que ella estaba mucho más guapa que antes (la misma mirada admirativa de su cuñada se lo había advertido), suspiró y en vez de ello, se puso a hablar de sí misma.

–Me miras –dijo– y piensas si puedo ser feliz en mi situación. Pues bien: da vergüenza confesarlo pero, sí, soy feliz, imperdonablemente feliz. Me ha sucedido una cosa maravillosa; algo así como despertar de un sueño espantoso y darme cuenta de que todo aquello que me aterraba era cosa de un sueño. Yo he despertado de mi pesadilla. Pasé por momentos dolorosos, aterradores, pero ahora, sobre todo, desde que estamos aquí, ¡soy tan feliz!

Y, sonriendo tímidamente, dirigió sus ojos al rostro de Daria Alejandrovna, con mirada interrogadora.

–Estoy muy contenta. –contestó Dolly, sonriendo, aunque con poco entusiasmo –Estoy muy contenta, sí, por ti. ¿Por qué no me has escrito?

–¿Por qué? Porque no me atrevía a hacerlo. Te olvidas de mi situación.

–¿Conmigo no te atreviste? Si hubieses sabido como yo… Considero que…

Daria Alejandrovna quiso contarle sus pensamientos de aquella mañana, pero sin saber por qué, en aquel momento le parecieron fuera de lugar.

–Bueno, de esto ya hablaremos luego. –eludió –¿Y qué son estas construcciones? –preguntó en seguida para cambiar de conversación y señalando a los techos, rojos y verdes, que se veían entre las acacias y las lilas– Parece una pequeña ciudad.

Pero Anna no le contestó.

–No, no, dime cómo consideras mi situación. ¿Qué piensas de ello?

–Pienso que… –empezó a decir Dolly.

En este momento, Vaseñka Veselovsky, enseñando al caballo a galopar con las patas extendidas, pasó ante ellas.

–Va bien, Anna Arkadievna –gritó.

Anna ni lo miró, para volver a la conversación interrumpida.

Pero Daria Alejandrovna pensó de nuevo que era poco conveniente una larga conversación sobre aquello en el coche y expresó su pensamiento en pocas palabras.

–No considero nada. –dijo –Siempre te he querido y cuando se ama a una persona se la ama tal como es, aunque no sea como uno quisiera que fuese.

Anna separó su mirada de Daria Alejandrovna y, con el ceño fruncido (su nueva costumbre, que Dolly no conocía aún) quedó pensativa, queriendo descifrar el significado de aquellas palabras.

Al cabo de un rato, habiendo comprendido lo que Daria Alejandrovna había querido decir, volvió a mirarla y, lentamente y con firmeza, le dijo:

–Si tuvieses pecados, te serían perdonados por haber venido aquí y por estas palabras.

Dolly vio que brotaban abundantes lágrimas de los ojos de Anna y le estrechó la mano en silencio.

–¿Pero qué son estas construcciones? –insistió para cortar aquella situación –¡Cuántas hay!

–Son las casas de los empleados, –explicó Anna– la fábrica, las cuadras. Aquí empieza el paseo. Todo estaba abandonado y Alexis lo arregló. Tiene mucho cariño a esta hacienda y –lo que no esperaba de él en modo alguno– se interesa en gran manera por los trabajos. Desde luego, tiene una inteligencia privilegiada y una gran voluntad. Todo lo que emprende lo hace admirablemente. Y, no sólo no se aburre, sino que trabaja con pasión. Se ha convertido en un amo ordenado, económico y hasta avaro con las cosas de la propiedad. Sólo en esto, ¿eh?

Anna hablaba con aquella sonrisa y alegría con las que hablan las mujeres de los secretos que sólo ellas conocen o de las cualidades del hombre amado.

–¿Ves esta gran construcción? Es el nuevo hospital. Calculo que costará más de cien mil rublos. En estos momentos es su dada. ¿Y sabes por qué lo hace? Los campesinos le pidieron que les rebajase el arriendo de unos prados; él se negó a ello; yo se lo reproché, llamándolo avariento y entonces él, para demostrar que no se negaba a aquella pretensión por avaricia, sino por no considerarla justa, comenzó este hospital que, como digo, le costará una buena cantidad. Si quieres, esto c’est une petitesse; pero, después de esto, lo quiero más. Ahora verás la casa. –siguió –Es la de sus abuelos y está por fuera tal y como se la dejaron, pues Vronsky no quiere hacer en ella cambio alguno.

–¡Es soberbia! –exclamó Dolly, viendo la casa, grande, pero bien proporcionada en sus tres dimensiones, en sus huecos; con esbeltas columnas y otros bellos adornos; y que resaltaba, con aspecto grandioso, entre el verdor, de diferentes matices, de los árboles del jardín.

–¿Verdad que es bonita? Y desde arriba tiene unas vistas maravillosas.

Entraron en un camino cubierto de grava menuda, al borde del cual dos jardineros iban colocando piedras huecas para formar con flores, tiestos rústicos, vistosos, que adornaran el paseo.

El coche se paró a la entrada de la casa, bajo un gran pórtico, al pie de una escalinata.

–¡Mira! Ellos ya han llegado –dijo Anna, viendo allí los caballos que montaban sus compañeros de paseo– ¿Verdad que este caballo es magnífico? Es «Kol», mi preferido. Llévenlo de aquí y dénle azúcar. ¿Dónde está el Conde? –preguntó a dos lacayos que, vestidos de lujosos uniformes, salieron presurosamente a su encuentro– ¡Ah! Está aquí –se contestó, al ver a Vronsky y Veselovsky, que venían hacia ellas.

–¿Dónde piensas alojar a la Princesa? –preguntó Vronsky, en francés, a Anna. Y, sin esperar contestación, saludó una vez más a Dolly, besándole la mano y dijo: –Creo que lo mejor sería instalarla en la habitación grande, la del balcón.

–¡Oh, no! Eso sería demasiado lejos –objetó Anna, a la vez que daba a su caballo el azúcar traído por un criado– Mejor será –añadió– en la habitación del ángulo. Así estaremos más cerca. Vamos –instó a Daria Alejandrovna, cogiéndola del brazo– Et vous oubliez votre devoir –dijo a Veselovsky, el cual también había salido a la escalinata.

–Pardon, j’en ai tout plein les poches –contestó éste, sonriendo e introduciendo los dedos en los bolsillos del chaleco.

–Pero ha llegado usted demasiado tarde –insistió Anna, secándose la mano derecha, que el caballo le había llenado de baba al tomar el azúcar– ¿Y por cuánto tiempo has venido? –preguntó a Dolly– ¿Por un día? Eso es imposible.

–Así lo he prometido. Además, los niños… –quiso explicar Daria Alejandrovna.

–No, Dolly, queridita. Bueno, ya lo veremos… Vamos, vamos.

Y Anna llevó a su cuñada a la alcoba que le destinaban.

No tenía aquella habitación la solemnidad que Vronsky había propuesto y Anna se creyó obligada a excusarse por no proporcionarle otra mejor y no obstante, estaba amueblada con un lujo que Dolly no había visto en parte alguna y que le recordaba al de los mejores hoteles del extranjero.

Anna llevaba, todavía, puesto su traje de amazona. Dolly no había recompuesto aún su rostro, fatigado, cubierto de polvo por el viaje. Pero charlaban animadamente.

–¡Qué contenta estoy de que hayas venido! Háblame de los tuyos. A Stiva lo he visto aquí, de paso. Pero él no sabe decir nada de los niños. ¿Cómo está mi querida Tania? Me figuro que estará ya muy crecida.

–Sí, es ya muy mayor. ––contestó Daria Alejandrovna cortamente, con frialdad sin saber por qué, al extremo de que ella misma se extrañaba de hablar así de sus hijos– Vivimos muy bien en la casa de los Levin –siguió explicando.

–Pues si hubiera sabido –dijo Anna– que no me despreciabais… podíais haber venido todos aquí. Stiva es un buen y viejo amigo de Alexis.

De repente, algo confusa, se ruborizó.

–Es la alegría de verte la que me hace decir todas estas necedades. –siguió– En verdad, queridita, estoy muy contenta de verte (y besaba a Dolly). No me has dicho todavía lo que piensas de mí y quiero saberlo. Pero estoy contenta de que me veas así, tal como soy. Lo que principalmente deseo es que no piensen que quiero demostrar algo. No quiero demostrar nada: solamente quiero vivir. No quiero mal a nadie, excepto a mí misma… A esto tengo derecho, ¿verdad? De todos modos, éste es tema para una conversación muy larga; luego hablaremos de todo ello. Ahora voy a vestirme. Te mandaré la muchacha.

LOS PIONEROS DE LA ISLA ESMERALDA – TÉ DE CEILÁN (2da parte)

miércoles, julio 10th, 2013

Un poco de Historia.

Nada predisponía a la isla de Ceilán (Sri Lanka), una colonia de la corona británica desde 1802, a tal destino, ya que las plantas de té no figuraban entre la flora local. Sin embargo, desde principios de siglo XIX, varios entusiastas utilizaron sus fincas como parcelas experimentales.

Ranbodda-Fall-388x600En 1839, el Dr. Wallich, director del Jardín Botánico de Calcuta, envió varias semillas de plantas de té de Assam a los estados de Peradeniya cerca de Kandy. Esta partida inicial fue seguida por 250 plantas, algunas de las cuales fueron a Nuwara Eliya, un health-resort al sur de Kandy, situado a una altitud de 1980 msnm. El experimento Nuwara Eliya produjo resultados plenamente satisfactorios.

 

 

KandyEn 1841, los hermanos Gabriel y Maurice de Worms, compraron una gran finca en Ceilán, que llegó a ser conocida como el Estado Rothschild (por ser ellos descendientes del Barón de Rothschild). La finca fue creciendo hasta convertirse en uno de los tramos mejor cultivados de la isla (2.000 hectáreas de cultivo y más de 6.000 hectáreas de tierras forestales). Los hermanos fueron colonos pioneros en Ceilán y contribuyeron, en gran medida, a su prosperidad. Ellos introdujeron semillas de plantas de té de China, que también fueron plantadas en los viveros Peradeniya.

Por tanto, podemos empezar diciendo que el té de Ceylón es un híbrido natural de Tea sinensis y Tea assámica.

James Taylor A pesar del éxito en la adaptación de las plantas, el cultivo del té siguió siendo una actividad menor durante veinte años. La prosperidad de la isla, de hecho, derivaba del café, cuya calidad rivalizaba con la del de Brasil. Esta situación cambió radicalmente en 1869 con el brote de un hongo parásito, Hemileia vastatrix, que destruía sistemáticamente a las plantas de café. El té, entonces, aparecía como un regalo del cielo y toda la economía local viró hacia el nuevo cultivo en cuestión de pocos años. Esta sustitución rápida se debió, en gran medida, a la iniciativa fructífera de un hombre llamado James Taylor.

Ya en 1851, cerca de Mincing Lane (la «Calle del té» de la Londres de esa época), Taylor había firmado contrato, por tres años, como asistente de supervisor en una plantación de café en Ceilán. Este escocés de dieciséis años de edad, hijo de un carretero modesto, nunca volvería a ver su tierra natal. Sin embargo, durante toda su vida, envió cartas a su padre, proporcionando una descripción única de la vida cotidiana de un sembrador de aquella época.
Cinco años después de que tomó posesión de su cargo, sus empleadores, Harrison y Leake, impresionados por la calidad de su trabajo, pusieron a Taylor a cargo del Estado Loolecondera y le dieron instrucciones de experimentar con las plantas de té. El vivero Peradeniya le dio su primera semilla alrededor de 1860.

loolecondera3 Taylor creó, entonces, la primera «fábrica» de té de la isla, una instalación más bien rudimentaria armada en su bungalow. La hoja era enrulada sobre las mesas del porche, a mano: es decir, desde las muñecas hasta el codo, mientras que la cocción se hacía en chulas o cocinas de barro sobre fuegos de carbón, con bandejas de alambre para sujetar la hoja. El resultado fue un delicioso té que hizo famosa a la fábrica en toda la isla. En 1872, Taylor inventó una máquina de enrulado y un año después enviaba 10,5 kilos de té a Mincing Lane (y yo, que sólo tuve que limpiar, procesar y mezclar 10 kilos para la primera producción, casi desfallezco… se imaginan cosecharlo, enrularlo, secarlo???!!!).

colombo harbour Taylor entrenó a unos cuantos asistentes y de ahí en más, el té de Ceilán llegaba regularmente a Londres y Melbourne. Su éxito llevó a la apertura de un mercado de subastas en Colombo (el puerto más grande de Sri Lanka y Asia del Sur) en 1883.
Taylor continuó probando nuevos métodos y técnicas en la finca Loolecondera (de la cual nunca sería dueño) hasta el final de su vida. Fue muy querido tanto por los cultivadores europeos como por los trabajadores nativos y su talento y determinación fueron reconocidos oficialmente por sus pares y por las autoridades de Sri Lanka. Pero el auge de la industria del té cultivado por él, fue también la causa de su caída.

planetwildlife_tea plantation srilanka_0 El rápido crecimiento fue acompañado por una concentración del capital, en manos de grandes corporaciones con sede en Gran Bretaña y una ola de consolidación de la propiedad expulsó a los pequeños cultivadores. Taylor, al igual que otros, fue despedido. Terriblemente decepcionado, decidió quedarse en su finca a pesar de la orden de irse; poco después, en 1892, murió repentinamente de disentería, a los 57 años, sobre su tierra querida, en Loolecondera.

mw27h8Las Exposiciones Internacionales de 1884 y 1886, celebradas en Londres, presentaron los tés producidos en el Imperio Británico tanto a ingleses como a extranjeros. Pero fue en la Feria Mundial de 1893, en Chicago, the-ceylonque el té de Ceilán fue un exitazo: no

menos de un millón de paquetes vendidos (como si habláramos de discos!). Por último, en la Exposición de París de 1900, los visitantes del Pabellón de Ceilán descubrieron réplicas de fábricas de té y el «five o’clock tea», que llegó a estar tan de moda.

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La Asociación de cultivadores apoyó esta campaña de propaganda mediante la organización de diversos eventos de publicidad. En 1891, el Kaiser Guillermo II, el zar Alejandro III, el gran duque Nicolás, la reina de Italia y el emperador Franz-Josef, recibieron sesenta cajas de té acompañadas por un álbum ilustrado acerca de Ceilán.
La política de promoción fue tan eficaz, que a finales del siglo XIX, la palabra «té» ya no estaba asociada a China sino a Ceilán. La prosperidad de la isla desató la codicia de las empresas británicas y corredores de Londres, que quisieron adquirir sus propias plantaciones y eliminar a los intermediarios. Esto marcó un punto de inflexión en la saga del té de los pioneros, dando paso a los comerciantes, cuyo nombre o etiqueta de pronto se convirtió en más importante que el país en el que se cultivaba el té.

Fuente: “The Book of TEA” de Anthony Burgess

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 15 Y 16

martes, julio 9th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 15

Una vez que hubo acompañado a su mujer al piso de arriba, Levin entró en la parte de la casa habitada por Dolly. Ésta estaba también muy disgustada aquel día. Daria Alejandrovna se paseaba por la habitación y decía airada y enérgicamente, hasta con saña, a la niña, que permanecía acurrucada en un rincón y sollozando:
–Y te quedarás aquí, en este mismo sitio, todo el día. Y comerás sola. Y no verás ninguna muñeca. Y no te haré ningún vestido nuevo. ¡Ah! Es una niña muy perversa –explicó a Levin– ¿De dónde sacará estas malas inclinaciones?
Levin se sintió contrariado. Quería consultar a Dolly su asunto y vio que llegaba en mala ocasión.
–Pero, ¿qué es lo que ha hecho? –preguntó con indiferencia.
–Ella, con Grisha, han ido a donde crece la frambuesa y allí… ni te puedo decir lo que estaban haciendo. Mil veces echo de menos a miss Elliot. Esta otra inglesa no vigila nada, es una máquina. Figurez–vous que la petite…
Y Daria Alejandrovna contó lo que ella llamaba el «crimen de Masha».
–Eso no demuestra nada, no demuestra ninguna mala inclinación; es una travesura de niños y nada más – la calmó Levin.
–Pero veo que tú también estás disgustado. –advirtió Dolly– ¿Por qué has venido? –le preguntó– ¿Qué pasa en el salón?
Por el tono de las preguntas comprendió Levin que le sería fácil decir a Dolly lo que quería.
–No estuve allí, en el salón. –explicó– He estado en el jardín, hablando a solas con Kitty… Hemos reñido otra vez, ya la segunda desde que vino Stiva.
Dolly le miró con sus ojos inteligentes y comprensivos.
–Y dime, con la mano puesta en el corazón, –continuó Levin– ¿no había… no en Kitty, no, pero sí en este señor… un tono que puede ser desagradable y hasta ofensivo para el marido?
–¿Cómo te diré…? –dudó Daria Alejandrovna– Quédate en el rincón. –ordenó a Masha, la cual, al observar una sonrisa en el rostro de su madre, se había vuelto– En el ambiente del gran mundo –siguió Dolly diciendo a Levin– es así como se comporta toda la juventud; a una mujer joven y linda hay que hacerle la corte y el marido mundano debe, además, estar contento del éxito de su mujer.
–Sí, sí. –comentó Levin sombrío– Pero, ¿tú lo has observado?
–No sólo yo, sino también Stiva lo observó. En seguida, después del té, me dijo: Je crois que Veselovsky fait un petit brin de cour à Kitty.
–Está bien, ya estoy tranquilo. Voy a echarlo en seguida de casa.
–¿Qué dices? ¿Estás loco? –clamó Dolly, horrorizada– Vamos, Kostia, serénate –le suplicó. Luego, dirigiéndose a la chiquilla, riéndose, le dijo: –Ahora puedes ir con Fanny. –Y añadió a Levin: –No. Si quieres, voy a hablar con Stiva. Él se lo llevará de aquí. Le puedo decir que estás esperando invitados… que no conviene para nuestra casa…
–No, no. Quiero decírselo yo.
–Pero, ¿vas a reñir con él?
–No será nada trágico; al contrario, me divertiré. De verdad. Sí, sí, será muy divertido –aseguró, los ojos brillantes entre alegres y amenazadores.
–Ahora –defendió a la chiquilla– has de perdonar a la pequeña criminal.
La culpable les miró y quedó indecisa, baja la cabeza, mirando de reojo a su madre, buscando su mirada.
Daria Alejandrovna miró, en efecto, a la chiquilla y ésta, llorando, vino a refugiarse en el regazo de su madre. Dolly le puso su mano, delgada y fina, suavemente, cariñosamente, sobre la cabeza y la acarició con dulzura.
Levin salió pensando: «¿Qué tenemos en común con él?». Y se dirigió resuelto, derechamente, a buscar a Veselovsky.
Al llegar al vestíbulo, dio orden de enganchar el landolé para ir a la estación.
–Ayer se rompió el muelle ––contestó el lacayo.
–Entonces, otro coche corriente. Pero, pronto… ¿Dónde está el invitado?
Levin encontró a Vaseñka en el momento en que éste, habiendo sacado de su baúl las cosas, se probaba las polainas de montar.
Ya fuera que en el rostro de Levin hubiera algo especial o bien que el mismo Vaseñka hubiese comprendido que ce petit brin de cour que había emprendido resultaba inoportuno en aquella familia, lo cierto es que la entrada de Levin en la habitación le conturbó, tanto como es posible en un hombre del gran mundo.
–¿Usted monta con polainas? –le preguntó Levin.
–Sí, es mucho más limpio ––contestó Vaseñka, poniendo su gruesa pierna sobre una silla y abrochando el último corchete de la polaina. Y sonreía a la vez, aparentando estar alegre y tranquilo.
Indudablemente Vaseñka era un buen mozo y en aquel momento tenía una mirada de bondad y hasta de timidez.
Levin sintió compasión de él y vergüenza de sí, del paso que iba a dar siendo el dueño de la casa.
Sobre la mesa estaba el bastón que ellos habían roto por la mañana, al querer levantar algunas pesas.
Levin tomó en la mano aquel resto del bastón y, sin decir palabra, se puso a romper más la punta.
Tras un largo silencio, muy embarazoso para los dos, Levin continuó:
–Quería…
Calló otra vez.
De repente, recordó a Kitty y todo lo que había pasado y, mirando fijamente a los ojos a Veselovsky, le dijo:
–He ordenado enganchar los caballos para usted.
–¿Qué quiere decir eso? –preguntó Vaseñka– ¿Adónde debo ir?
–A la estación del ferrocarril –––contestó Levin, sombrío y arrancando pedacitos de madera al bastón.
–¿Se marcha usted? ¿Ha pasado algo?
–Resulta que estoy esperando a unos invitados –pronunció Levin con energía. Y rápidamente, a la vez que arrancaba más pedacitos de madera del bastón con las puntas de sus fuertes dedos, siguió: –No, no espero invitado alguno ni ha pasado nada; pero le pido que se marche de aquí sin tardanza… Usted puede explicarse como quiera mi escasa cortesía.
Vaseñka se irguió, altivo, habiendo comprendido al fin.
–Pero yo le pido a usted una explicación –dijo, con acento firme.
–No puedo explicarle nada. –replicó Levin tranquila y lentamente, reprimiendo el temblor de sus pómulos –Mejor será para usted no preguntarme.
Y como había acabado de desgajar los pedazos de bastón que ya estaban tronchados, Levin agarró los extremos del trozo que quedaba y, aunque resistente, lo rompió también en pedacitos. Por último, cogió al vuelo una astilla que caía al suelo.
Seguramente el aspecto de aquellos fornidos brazos, de los músculos en fuerte tensión, la decisión que denotaban los ojos brillantes, la tranquilidad y seguridad de la voz, pausada y serena, convencieron a Vaseñka más que las palabras. Así, se encogió de hombros, sonrió con desdén y sólo dijo:
–¿Podré ver a Oblonsky?
–Lo mandaré aquí ahora mismo.
–¡Qué idiotas! ––comentó Esteban Arkadievich al contarle su amigo que lo echaban de la casa; y, habiendo encontrado a Levin en el jardín, donde aquél se paseaba en espera de ver la salida de su huésped, le dijo: –Mais c’est ridicule! ¿Qué mosca te ha picado? Mais c’est du dernier ridicule! Qué tiene de particular que un joven…
Pero el punto en el cual la mosca había picado a Levin todavía dolía, sin duda, porque éste palideció de nuevo y replicó rápidamente:
–Por favor, no me digas nada. No puedo hacer otra cosa. Siento mucha vergüenza ante ti y ante él. Pero pienso que para él no será una gran pena marcharse y, en cambio, su presencia nos es desagradable a mi mujer y a mí.
–Pero esto es ofensivo para él. Et puis c’est ridicule.
–Su estancia aquí es para mí, ofensiva y penosa (y no por culpa mía). Yo no sé por qué deba sufrir…
–Pues yo no esperaba esto de tu parte. On peut être jaloux, mais à ce point c’est du dernier ridicule!
Levin dio rápidamente media vuelta y se marchó al fondo del jardín, donde continuó, solo, sus paseos.
No tardó en oír el ruido de la tartana y, entre los árboles, vio cómo Vaseñka, sentado sobre un montón de heno (por desgracia la tartana no tenía el asiento bien arreglado) con su gorra escocesa encasquetada, bamboleándose por el traqueteo del coche al cruzar los baches o salvar piedras, se alejaba por la avenida.
Luego vio que el lacayo salía corriendo de la casa y paraba el carruaje.
–¿Qué sucederá?, pensó Levin.
Se trataba del mecánico alemán, del cual él se había olvidado por completo.
El mecánico, tras muchos saludos, dijo algo a Veselovsky, subió a la tartana y ésta siguió con los dos viajeros.
Esteban Arkadievich y la Princesa estaban indignados por la conducta de Levin. Él mismo se sentía no sólo ridicule en cierta manera, sino hasta culpable y avergonzado. Pero recordando lo que él y su mujer habían sufrido, al preguntarse si habría hecho lo mismo otra vez, Levin se contestaba que en ocasión análoga procedería de la misma manera.
Pero, al final del día y a despecho del incidente, todos, excepto la Princesa, que no perdonaba a su yerno aquella descortesía, estaban extraordinariamente animados y alegres, como suele ocurrir con los niños finalizando su castigo o con los mayores que asisten a una recepción oficial al terminar las ceremonias.
Así que por la noche, en ausencia de la Princesa, hablaban de la salida forzosa de Vaseñka como de una cosa ocurrida hacía mucho tiempo. Y Dolly, que heredara de su padre el don de contar las cosas con gracia, los hacía estallar de risa cuando, por enésima vez y siempre con nuevas invenciones humorísticas, contaba que ella estaba a punto de ponerse lacitos para lucirse ante el huésped y salir así al salón, cuando oyó el ruido del carruaje.
–¿Y quién iba en él? –decía– ¡El propio Vaseñka! Con su gorrita escocesa y las polainas, sentado sobre el heno. ¡Si al menos hubiesen ordenado prepararle el landolé!… Y luego oigo: « Esperen, esperen». Pensé: han tenido compasión de él. Pero veo que sientan a un grueso alemán y a él lo levantan, le hacen que vaya de pie. ¡Y adiós mis lacitos! –terminaba simulando hallarse muy contrariada– Mi fracaso era cierto.

SEXTA PARTE – Capítulo 16

Daria Alejandrovna realizó su propósito de ir a visitar a Anna. Comprendía que los Levin tenían razones bien fundadas para no desear relacionarse para nada con Vronsky y estaba segura de que su viaje afligiría a su hermana y causaría un disgusto a su cuñado; pero, por otra parte, consideraba un deber suyo visitar a Anna y deseaba demostrarle que, a pesar del cambio en su situación, sus sentimientos para con ella no habían variado.
Para no causar a Levin nuevas molestias, Daria Alejandrovna mandó alquilar en el pueblo los caballos necesarios. Pero, su cuñado, al enterarse de ello, se sintió disgustado y se lo censuró vivamente.
–¿Por qué piensas que ha de desagradarme tu viaje? No me has dicho ni una vez que querías ir. Además, si me resultara desagradable, más me resultaría aún si no aprovechas mis caballos. El que los alquiles en el pueblo es un motivo de disgusto para mí. Pero, hay otra cosa peor y es que se comprometerán y no cumplirán su palabra. Tengo, como sabes, caballos suficientes y buenos y coches; si no quieres ofenderme: tómalos para tu viaje.
Daria Alejandrovna hubo de aceptar el ofrecimiento de su cuñado y éste, el día fijado, preparó para el viaje cuatro caballos y con un acompañamiento de trabajadores de la finca que iban a pie y en caballerías, salieron para aquel destino.
Constituía un gran trastorno para Levin, pues necesitaba los caballos para la Princesa y la comadrona, que habían de marcharse entonces también; mas el deber de hospitalidad le impedía permitir que Daria Alejandrovna recurriese a otras gentes. Sabía, además, que los veinte rublos que pedían a su cuñada por los caballos constituían para ella una pesada carga, dada su difícil situación económica.
La comitiva era muy abigarrada y nada brillante, pero Daria llegaría así con seguridad absoluta, fácilmente y dentro del mismo día, a la propiedad de Vronsky.
Por consejo de Levin, Daria Alejandrovna salió antes del amanecer. El camino era bueno y el coche cómodo; los caballos corrían ágiles y en la delantera, junto al cochero, en el lugar del lacayo, iba el encargado que, en vez de aquél, había destacado Levin, para mayor seguridad. Dolly se durmió y no despertó hasta la posada en la que habían de cambiar de tiro.
Daria Alejandrovna tomó el té en la misma casa de Sviajsky donde Levin se detenía durante sus viajes.
Charló con las mujeres, los niños y el viejo sobre el conde Vronsky, de quien el viejo hizo grandes elogios.
A las diez de la mañana continuó su viaje.
Cuando estaba en casa, ocupada constantemente en los quehaceres que le daban los niños, Daria Alejandrovna no tenía tiempo para pensar en ninguna otra cosa; pero ahora, durante las cuatro horas que duró esta parte del viaje, acudieron a su mente todos los recuerdos de su vida y los fue repasando en sus aspectos más diversos. Sus pensamientos –que a ella misma le parecían extraños– volaron también hacia los niños. La Princesa y Kitty (más confiaba en la última) le habían prometido cuidarlos. Sin embargo, estaba preocupada por ellos. «Quizá», temía, «Masha empezaría con sus travesuras. Acaso un caballo pisara a Grisha o Lilly padeciese otra indigestión». Luego, pensó en el futuro. Primero, en el inmediato. «En Moscú, para este invierno, habría que mudarse de piso. Habremos de cambiar los muebles del salón y hacer un abrigo a la hija mayor.» Después, el porvenir de sus hijos: «Las niñas, menos mal, no ofrecen tantas complicaciones; pero, ¡los niños!». Y se dijo: «Está bien que me ocupe de Grisha ahora, porque estoy más libre y no he de tener ningún hijo. Con Stiva, naturalmente, no hay que contar. Siguiendo así y con ayuda de la buena gente, sacaré adelante a mis hijos. Pero si vuelvo a estar embarazada…».Y Dolly reflexionó que era muy injusto considerar los dolores del parto como señal de la maldición que pesa sobre la mujer. «¡Es tan poca cosa en comparación con lo que cuesta el criarlos!», se dijo, recordando la última prueba por la que había pasado en este aspecto y la muerte de su último niño. Y le vino a la memoria la conversación que, a propósito de esto, había tenido con la nuera de la casa donde habían cambiado los caballos. Aquélla, a la pregunta de Dolly de si tenía niños, contestó alegremente:
–Tuve una niña, pero Dios se me la llevó. Esta cuaresma la enterré.
–¿Y lo sientes mucho? –preguntó, también, Daria Alexandrovna.
–¿Por qué lo he de sentir? –contestó la joven– El viejo tiene muchos nietos aun sin ella. Y me daba mucho trabajo. No podía atender a otros quehaceres más importantes… No podía trabajar ni hacer nada más que ocuparme de ella… Era un fastidio.
A Daria Alejandrovna esta contestación le había parecido repugnante en labios de aquella simpática muchacha, cuyo rostro expresaba bondad; pero ahora, al recordar involuntariamente aquellas palabras, se dijo que, a pesar del cinismo que había en ellas, no dejaban de tener un fondo de verdad. Pensaba, entonces, Daria Alejandrovna en sus embarazos: en el mareo, la pesadez de cabeza, la indiferencia hacia todo y, principalmente, en la deformación, en su fealdad. «La misma Kitty, jovencita y tan linda, ha perdido mucho. Yo, cuando estoy embarazada, me vuelvo horrible.» «Luego los partos, los terribles sufrimientos y el momento más terrible aún de dar a luz… Y el dar el pecho, las noches sin dormir, las grietas, los dolores irresistibles si se retira la leche…» Y recordando aquellos dolores por los que ella había pasado en casi todos sus alumbramientos, Daria Alejandrovna se estremeció. «Y por otro lado», siguió, «las enfermedades de los pequeños, las noches en vela, los días enteros sin descanso, con la constante inquietud del miedo a la muerte». «¿Y los mil disgustos de la educación de los hijos? El «crimen» de la pequeña Masha en el jardín, las clases con los niños, el latín difícil, incomprensible para ellos.» «Y si, como final, llega la muerte…» Y Daria Alejandrovna rememoró, con horror y dolor profundo, el fallecimiento y el entierro de su último niño, atacado por la terrible difteria: los gestos horrorosos provocados por la tos y los ahogos; el resuello de la garganta oprimida, llena de purulentas e inflamadas llagas; el último y supremo esfuerzo con la inminente asfixia –desorbitados y sanguinolentos los ojos; congestionadas las facciones, hinchadas, reventando las venas; crispadas las manos; enarcados el torso y las piernecitas–. Luego, el pequeño ataúd, tan fúnebre aun con sus colores claros –rosa y blanco– y sus adornos de pasamanería; el yerto cuerpecito, de frentecilla lívida con ricitos rubios; la boquita, morada, abierta como en gesto de extrañeza. Después el desgarrador adiós final, el lúgubre martilleo sobre los clavos que sujetaban la tapa de la caja, la partida del cortejo; todo entre la indiferencia de la gente. Y mientras, ella, en su dolor de madre, en la angustiosa opresión de su pecho, que le ponía un nudo en la garganta, se sentía morir y lágrimas de fuego corrían por sus mejillas.
«¿Y todo para qué?», seguía la mente de Daria Alejandrovna. «¿Qué resultará de todo ello? Vivir sin un momento de tranquilidad, ora embarazada, ya dando el pecho; siempre de mal humor, riñendo, torturándome yo y torturando a los demás, causando repugnancia a mi marido. Así habré pasado mi vida y saldrán niños infelices, mal educados, acaso niños mendigos. Ya este año, si no hubiéramos pasado el verano en casa de Levin, no sé qué habríamos hecho. Es verdad que Kostia y Kitty son tan delicados que no nos damos cuenta de nada, pero esto no puede durar. También ellos tendrán niños y no podrán ayudarnos; ahora mismo van ya algo mal de recursos. ¿Quién nos ayudará? ¿Papá, que se ha quedado sin nada? De modo que ni educar a los niños podré. Quizá lo llegaría a hacer con la ayuda de otros, pero humillándome…
Y supongamos lo mejor: que los niños no se mueren y puedo educarlos de algún modo. En este caso lo único que conseguiré es que no vayan por mal camino. ¿Y para esto tuve tanto trabajo, pasé tanto sufrimiento? ¡Para esto perdí mi vida!»
De nuevo Dolly recordó las palabras de la joven campesina y otra vez pensó que eran repugnantes; pero no pudo dejar de repetirse que en ellas había una parte de verdad.
–¿Qué? ¿Aún estamos lejos? –preguntó de repente al encargado, para distraerse de aquellos pensamientos.
–Desde este pueblo, según dicen, hay siete verstas.
El landolé, tras atravesar la calle principal del pueblo, llegó a un puentecillo, por el cual, hablando con voces alegres y sonoras, pasaba un grupo de mujeres, con bultos atados sobre las espaldas. Las mujeres se pararon mirando con interés al coche. Todos aquellos rostros le parecieron a Daria Alejandrovna sanos y alegres y que pregonaban la alegría de vivir.
«Todos viven, todos gozan», continuó pensando, en tanto que pasaba ante las mujeres, atravesaba el puentecillo y, llevada con buen trote, entraba en la montaña. Iba cómoda, suavemente, dulcemente mecida, pero seguía con negros pensamientos. «Todos gozan, sí, y yo voy como si hubiera salido de la prisión, como si estuviese abandonando el mundo. Solamente ahora, por un momento, me he dado cuenta de todo… Todos viven… estas mujeres; y la hermana Nataly; y Vareñka y Anna, a la cual voy a ver; sólo yo no vivo. Y criticar a Anna…», pensó después. «¿Y por qué? ¿Soy yo mejor? Por lo menos, tengo un marido al cual amo… No como quisiera yo, pero lo amo… Mientras que Anna no amaba al suyo. ¿Qué culpa tiene ella? Ella quiere vivir. Dios nos ha impreso este deseo en el alma. Es muy posible que yo hubiese hecho lo mismo. Hasta ahora no sé si hice bien o mal escuchándola en aquel trance terrible en que vino a mi casa, en Moscú. Entonces debí dejar a mi marido y empezar de nuevo mi vida. Podía amar y ser amada verdaderamente. ¿Es por ventura más honrado lo que hago ahora? No me inspira ningún respeto. Lo necesito», pensó, refiriéndose a su marido, «y lo soporto. ¿Es esto mejor? En aquel tiempo podía yo agradar aún; me quedaba belleza». Daria Alejandrovna sintió ahora deseos de mirarse en el espejito que llevaba en su saco de viaje y fue a sacarlo. Pero viendo al cochero y al encargado en el pescante, pensó que alguno de ellos podía volver la cabeza y verla en aquella actitud y se sintió avergonzada de su propósito.
Daria Alejandrovna desistió de aquella idea pero, aun sin mirarse en el espejo, pensaba que todavía no era tarde para un nuevo amor; y recordó a Sergio Ivanovich, que estaba particularmente amable con ella; y al amigo de Stiva, el bueno de Turovsin, que cuidó a su lado a los niños cuando éstos tuvieron la escarlatina y que estaba enamorado de ella; y también a un hombre, muy joven aún, el cual decía, como le contó su propio marido, que «ella era la más guapa de todas las hermanas». Y las aventuras más pasionales e irrealizables se presentaron en su imaginación.
«Anna obró bien y no seré yo quien la censure. Es feliz, hace feliz a otro hombre y no estará abatida como yo. Seguramente que, como siempre, estará fresca, espiritual y llena de interés por todo», pensaba Daria Alejandrovna. Y una sonrisa de picardía fruncía sus labios, sobre todo porque, al pensar en el idilio de Anna, imaginaba para sí misma un idilio semejante con el hombre que forjaba su imaginación, locamente enamorado de ella. También ella, como Anna, lo revelaría a su marido. Y las imaginarias sorpresas y consiguiente turbación de Esteban Arkadievich la hicieron sonreír.
En estos pensamientos llegaron a la revuelta en que habían de dejar el camino para entrar en Vosdvijenskoie.

CEYLON – TÉ DE CEILÁN (1ra parte)

martes, julio 9th, 2013

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El té de Ceilán (Ceylon) es un varietal de té rojo, muy preciado, cuyo origen es Sri Lanka, uno de los mayores productores de té del mundo. Tiene un color dorado cobrizo que, en profundidad se vuelve rojo rubí y un sabor rico e intenso, con notas ligeramente especiadas y notas a madera, citrus y miel. Se utiliza solo o en mezclas de té (blends). Los finos varietales de las tierras más altas de la isla pueden llegar a ser muy costosos y son valorados, especialmente, por muchos consumidores, debido a su rico sabor y fuerte aroma.
Hay seis regiones en Ceilán productoras de té: Galle/Ruhuna, Ratnapura, Kandy, Dimbulla, Uva y Nuwara Eliya. El té de Ceilán se identifica por la región en la que creció, ya que el té de cada área tiene un sabor distintivo.

ceylon tea regions mapMapa de las regiones del té de Ceilán.
Imagen tomada de Regal Ceylon Tea

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 11, 12, 13 Y 14

lunes, julio 8th, 2013

Perov Vasily - Hunters in camp
Imagen: Cazadores en el campo – Vasily Perov.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 11

Cuando Levin y Oblonsky entraron en casa del aldeano donde Levin solía parar, ya se hallaba allí Veselovsky.

Sentado en el centro de la habitación y asiéndose con ambas manos al banco en que se sentaba, reía con su risa contagiosa, mientras el hermano de la dueña, un soldado, tiraba de sus botas llenas de cieno tratando de quitárselas.

–He llegado ahora mismo. Ils ont été charmants. Me han dado de beber, de comer… ¡Y qué pan! Délicieux! Tienen un vodka tan bueno como nunca lo he bebido. ¡No quisieron aceptarme dinero! Y no cesaban de decirme que no me ofendiera.

–¿Por qué iban a aceptarle dinero? ¿No le han convidado? ¿Acaso tienen el vodka para venderlo? –dijo el soldado, logrando al fin sacar la bota ennegrecida.

A pesar de la suciedad de la vivienda, manchada por las botas de los cazadores y por los perros enfangados, que se lamían mutuamente; a pesar del olor mixto de ciénaga y pólvora que llenó la casa; a pesar de la falta de cuchillos y tenedores, los amigos tomaron el té y cenaron con el agrado con que sólo se come cuando se está de caza.

Una vez aseados, se dirigieron al pajar, ya bien barrido, donde los cocheros les habían improvisado camas.

Después de fluctuar sobre perros, escopetas y recuerdos e historias de caza, la conversación se centró en un tema interesante para todos.

Vaseñka exteriorizó su entusiasmo sobre aquella noche pasada en un pajar, entre el olor del heno, el encanto del carro roto –que así lo parecía, porque le habían bajado la delantera para convertirlo en lecho–, entre los simpáticos campesinos que le invitaran vodka y los perros que se tendían cada uno al pie de la cama de su amo. Oblonsky contó después la deliciosa cacería en que participara el verano anterior en las tierras de Maltus.

Maltus era una conocida personalidad de las compañías de ferrocarriles que poseía una gran fortuna.

Esteban Arkadievich habló de las marismas que el tal personaje tenía arrendadas en la provincia del Tver, de cómo aguardó a los invitados, de los dogcarts en que les llevó y de la tienda cercana al pantano en que estaba preparado el almuerzo.

–Yo no comprendo –dijo Levin, incorporándose sobre su montón de heno– cómo no te repugna toda esa gente. Reconozco que la comida con vino Laffitte es muy grata pero, ¿no te disgusta ese lujo en tales personas? Toda esa gente gana el dinero como lo ganaban en otro tiempo nuestros arrendatarios de aguardientes y se burlan del desprecio público porque saben que sus riquezas mal adquiridas los salvarán, al fin y al cabo, de este desprecio.

–Tiene usted razón. ¡Mucha razón! –exclamó Veselovsky– Cierto que Oblonsky va a sitios así por bonhomie pero no falta quien diga: Puesto que Oblonsky va…

–No es eso. –y Levin adivinaba en la oscuridad que Oblonsky sonreía al hablar de aquello– No considero ese medio de ganar dinero menos honrado que el de nuestros campesinos, comerciantes o nobles. Unos y otros se han hecho ricos con su trabajo y su inteligencia…

–¿Qué trabajo? ¿El de obtener una concesión y revenderla?

–Trabajo es, ya que, si no existieran personas como Maltus y otros parecidos, no tendríamos aún ferrocarriles.

–Pero no es un trabajo comparable con el de un campesino o el de un sabio.

–Admitámoslo; pero es un trabajo, puesto que su actividad produce frutos: los ferrocarriles. Claro, que tú crees que los ferrocarriles son inútiles.

–Eso es otra cosa. Estoy dispuesto a reconocer su utilidad. Pero toda ganancia desproporcionada al trabajo hecho es deshonrosa.

–¿Quién puede definir en eso las proporciones justas?

–La ganancia por trabajos deshonrosos, lograda con malas artes –repuso Levin, comprendiendo que no podía marcar el límite entre lo honrado y lo no honrado –como, por ejemplo, la de los bancos, es injusta. Es parecida a las enormes fortunas que se hacían cuando existía el sistema de los arrendamientos, sólo que ha variado de forma. Le roi est mort, vive le roi! Apenas desaparecidos los arrendamientos, surgieron los bancos y los ferrocarriles, modos análogos de ganar dinero sin trabajar.

–Quizá sea así pero, en todo caso, es muy ingeniosa… ¡Quieto «Krak»! –gritó Oblonsky a su perro, que se rascaba y se agitaba en el heno. Y continuó serenamente, sin precipitarse, convencido de la verdad de lo que decía: –No hay una línea divisoria entre el trabajo honroso y el deshonroso. ¿Es honrado que gane yo más sueldo que mi jefe de sección, que entiende más que yo del trabajo?

–No lo sé.

–Te lo explicaré mejor. Supongamos que lo que tú recibes de beneficio por trabajar tu propiedad son cinco mil rubios y que el aldeano que nos alberga, dueño de su finca, no saca de ella, a pesar de todo su trabajo, más que cincuenta rubios. Esto es tan poco honrado como que yo gane más que el jefe de sección de mi departamento y como que Maltus gane más que un obrero ferroviario. A mi parecer, la hostilidad que existe en la sociedad contra esa gente no tiene fundamento y creo que procede de celos, de envidia…

–Eso no es verdad. –repuso Veselovsky– Aquí no cabe envidia. Es que se trata de algo poco limpio…

–Perdonen. –interrumpió Levin –Dices que no es honrado que este aldeano gane cincuenta rubios y yo cinco mil. Eso no es justo, lo confieso y…

–Verdaderamente; nosotros pasamos el tiempo comiendo, bebiendo, cazando y sin hacer nada de provecho, mientras los campesinos se matan trabajando –dijo Veselovsky, quien se notaba que pensaba en ello por primera vez en su vida y que por eso hablaba con tanta sinceridad.

–Ya sé que tú piensas y sientes así, pero no por eso les darás tus propiedades. –agregó Oblonsky, con intención deliberada de molestar a Levin. Últimamente había surgido cierta hostilidad entre los dos cuñados. Dijérase que desde que cada uno estaba casado con una hermana, existía cierta rivalidad sobre quién había organizado mejor su vida.

Y ahora esta rivalidad se traslucía en la conversación, que derivaba a aspectos personales.

–No les doy mis tierras porque no me las piden y, de querer hacerlo, no habría podido, no tengo a quien regalarlas –dijo Levin.

–Ofréceselas a este labriego. Verás cómo las acepta.

–¡Cómo? ¿Buscándole y firmando un acta de venta?

–No sé cómo, pero si estás convencido de que no tienes derecho a…

–No estoy convencido. Al contrario: considero que a lo que no tengo derecho es a regalarlas, que me debo a mi propiedad, a mi familia…

–Perdona. Si consideras que tal desigualdad es injusta, ¿por qué no obras en consecuencia?

–Ya lo hago, en el sentido negativo de procurar no hacer mayor la diferencia que existe entre el campesino y yo.

–Dispensa que te diga que eso es un sofisma.

–Realmente, es una explicación algo sofística. –apoyó Veselovsky– ¿Cómo? ¿No duermes todavía? –dijo al campesino, que entraba en el pajar.

–¡Qué voy a dormir! Creía que los señores estaban durmiendo, pero como les oigo charlar… Tengo que sacar el garabato. ¿No me morderán los perros? –preguntó, andando con cautela sobre sus pies descalzos.

–¿Y dónde vas a dormir tú?

–Hoy pernoctamos en el campo.

–¡Qué magnífica noche! –dijo Vaseñka, contemplando por la puerta, abierta ahora, de la casa, el charabán desenganchado y el paisaje iluminado por la luz crepuscular. ¿Oyen esas voces de mujeres que cantan…? ¡Y, en verdad, que no lo hacen nada mal! ¿Quiénes cantan? –preguntó al labriego.

–Las muchachas de la propiedad cercana.

–Vamos a pasear. No podremos dormir… Anda, Oblonsky.

–¡Si pudiéramos ir y descansar a la vez! –suspiró Esteban Arkadievich, estirándose sobre su lecho –¡Pero se reposa tan a gusto aquí!

–Entonces iré solo. –dijo Vesolovsky, levantándose con presteza y poniéndose las botas– Hasta luego, señores. Si me divierto, los llamaré. Me han invitado ustedes a cazar y no los olvidaré ahora…

–Es un muchacho muy simpático –dijo Oblonsky, cuando su amigo se marchó y el campesino cerró la puerta.

–Sí, muy simpático –convino Levin, pensando en su reciente conversación.

Le parecía haber expresado lo más claramente posible sus pensamientos e ideas y sin embargo los otros dos, hombres inteligentes y sinceros, le habían contestado al unísono que se consolaba con sofismas. Esto lo desconcertaba.

–Sí, amigo mío. –siguió Oblonsky– Una de dos: o reconocemos que la sociedad actual está bien organizada y, entonces, hemos de defender nuestros derechos o reconocemos que gozamos de ventajas injustas, como hago yo y las aprovechamos con placer.

–No, si sintieses la injusticia de estos bienes, no podrías aprovecharlos con placer… o al menos no podría yo. Lo esencial para mí es no sentirme culpable.

–Oye: ¿y si nos fuéramos con Vaseñka? –dijo Oblonsky, visiblemente cansado por el esfuerzo mental que exigía la discusión– Me parece que ya no dormiremos. ¡Ea, vamos allá!

Levin no contestó. Le preocupaba la expresión que había empleado de que él obraba con justicia aunque en sentido negativo.

«¿Cabe ser justo sólo negativamente?», se preguntaba.

–¡Qué aroma exhala el heno fresco! –dijo su cuñado levantándose– No podré dormir… Vaseñka debe de hacer de las suyas. ¿No oyes su voz y cómo ríen? ¿Qué, vamos? ¡Anda!

–No, no voy –respondió Levin.

–¿Acaso lo haces también por principios? –dijo Oblonsky, buscando su gorra en la obscuridad.

–No es por principios pero, ¿a qué voy a ir?

–Vas a tener muchas contrariedades en la vida… –dijo Esteban Arkadievich, incorporándose, después de haber encontrado la gorra.

–¿Por qué?

–¿Crees que no he notado los términos en que estás con tu mujer? Me parece haber oído que entre vosotros es importantísima la cuestión de si te vas dos días de caza o no… Eso en la luna de miel está bien pero para toda la vida sería insoportable. El hombre tiene sus propios intereses como tal y debe ser independiente. El hombre ha de ser enérgico –concluyó, abriendo las puertas del pajar.

–¿Quieres decir con eso que debo cortejar a las criadas? –preguntó Levin.

–¿Por qué no, si es divertido? Ça ne tire pas à conséquence… A mi mujer eso no le perjudica y a mí me divierte. Lo importante es que se guarde respeto a la casa, que en ella no suceda nada. Pero no hay que atarse las manos.

–Acaso aciertes… –repuso secamente Levin, volviéndose hacia otro lado– Bueno: mañana hay que levantarse temprano. Yo no despertaré a ninguno. Al amanecer, saldré a cazar.

–Messieurs, venez–vite! –gritó la voz de Vaseñka, que llegaba a buscarles– Charmante! ¡La he descubierto yo! Charmante! Es una verdadera Gretchen… Y ya somos amigos… Les aseguro que es una preciosidad –continuó diciendo, en un tono de voz con el que parecía dar a entender que aquella encantadora criatura había sido creada especialmente para él y se sentía satisfecho de que se la hubieran creado tan a su gusto.

Levin fingió dormir.

Oblonsky, poniéndose las pantuflas y encendiendo un cigarro, salió del pajar y sus voces se fueron perdiendo.

Levin tardó mucho en dormirse. Oía a los caballos masticar el heno y luego sintió al dueño de la casa y a su hijo mayor marcharse al campo. Finalmente, percibió cómo el soldado se arreglaba para dormir al otro lado del pajar, con su sobrino, hijo menor del amo.

Oyó al niño explicar a su tío la impresión que le habían causado los perros, que le parecieron enormes y terribles, y preguntarle que a quién iban a coger aquellos animales. El soldado, con voz ronca y soñolienta, contestó que los cazadores se irían por la mañana al carrizal y harían fuego con sus escopetas y al final, para librarse de las preguntas del chiquillo, le dijo:

–Duerme, Vasika, duerme. Si no, ya verás lo que te pasa…

A poco el soldado empezó a roncar; todo estaba en calma. Sólo se oía el relinchar de los caballos y el graznar de las chochas en las marismas.

Levin se preguntaba: «¿Es posible que yo no sea más que un ser negativo? Y si es así, ¿qué culpa tengo?».

Comenzó a pensar en el día siguiente. «Saldré muy temprano y procuraré serenarme. Hay muchas chochas y también fúlicas. Al volver, encontraré la cartita de Kitty. Quizá Stiva tenga razón. Me muestro poco enérgico con ella. Pero, ¿qué puedo hacer? Otra vez lo negativo…»

Entre sus sueños oyó la risa y el animado charlar de sus amigos. Abrió los ojos por un momento. En la puerta del pajar charlaban los dos, a la luz de la luna, muy alta ya. Esteban Arkadievich comentaba la lozanía de la muchacha, comparándola con una avellanita recién sacada de la cáscara y Veselovsky, con su risa alegre, repetía unas palabras probablemente dichas por el labriego: «Usted procure salirse con la suya…».

Levin repitió, medio dormido:

–Mañana al amanecer, señores…

Y se durmió.

SEXTA PARTE – Capítulo 12

Al despertarse, a la aurora, Levin trató de hacer levantar a sus compañeros.

Vaseñka de bruces, con las medias puestas y las piernas estiradas, dormía tan profundamente que fue imposible obtener de él respuesta alguna.

Oblonsky, entre sueños, se negó a salir tan temprano. Incluso «Laska», que dormía enroscada en el extremo del heno, se levantó, perezosa y desganada, estirando y enderezando a disgusto las patas traseras.

Levin se calzó, cogió el arma, abrió la puerta con cuidado y salió.

Los cocheros dormían junto a los coches; los caballos dormitaban también. Sólo uno de ellos comía, indolentemente, su ración de avena. Aún se sentía mucha humedad.

–¿Por qué te has levantado tan pronto, hijo? –preguntó la vieja casera, con tono amistoso, como a un viejo conocido.

–Voy a cazar tiíta. ¿Por dónde he de ir para salir al carrizal? –preguntó él.

–Llegarás en seguida por detrás de casa, cruzando nuestras eras, buen hombre y luego por los cáñamos, donde hallarás un sendero, que es el que debes seguir.

Pisando con cuidado, con los pies descalzos, la vieja acompañó a Levin, a través de las eras, hasta el camino que había indicado y, una vez en él, habló:

–Siguiendo este sendero, llegarás derechito al carrizal. Nuestros mozos ayer llevaron allí los caballos.

«Laska» corría alegre por el camino. Levin la seguía con paso ligero, rápido, siempre mirando hacia el cielo. Quería llegar a los pantanos antes de la salida del sol. Pero el sol no perdía el tiempo. La media luna, que aún iluminaba el paisaje cuando Levin salió de la casa, ya no brillaba mas que como un trozo de mercurio. Apuntaba la aurora. Las manchas indefinidas sobre el campo vecino aparecían ya claramente como montones de centeno. El rocío, invisible aún en la penumbra matinal y que llenaba los altos cáñamos, mojaba a Levin los pies y el cuerpo hasta más arriba de la cintura. En el silencio diáfano de la campiña dormida se oían los más tenues sonidos. Una abeja pasó, volando, al lado mismo de una de sus orejas. Levin miró con atención y vio otras muchas. Todas salían desde el seto del colmenar, volaban por encima del cáñamo y desaparecían en dirección del carrizal. El camino, como había indicado la vieja, llevó a Levin directamente a los pantanos. Se adivinaban éstos desde lejos por el vapor que despedían y bajo el cual aparecían indefinidos como islas los juncos y las matas de sauce.

Al borde de las marismas y a ambos lados del camino, se veían hombres y chiquillos que habían pernoctado allí. Estaban echados, durmiendo, abrigados con sus caftanes. No lejos de ellos, distinguíanse tres caballos trabados, uno de los cuales hacía resonar las cadenas que lo sujetaban. «Laska» iba al lado de su amo, mirándolo de cuando en cuando, como pidiéndole permiso para alejarse.

Al llegar al primer montículo del carrizal, Levin revisó los pistones de la escopeta y dejó marchar al perro. Uno de los caballos –un robusto potro de tres años– al ver a «Laska» se espantó y, levantando la cola y relinchando, trató de huir. Los otros caballos se asustaron también y, a saltos, con las patas trabadas, salieron del carrizal, produciendo con sus cascos, en el agua y la tierra arenosa, un ruido como de latigazos.

«Laska» se paró, miró a los caballos y luego a Levin como preguntándole qué había de hacer. Éste la acarició y, con un silbido, dio la señal de que podía comenzar la caza. La perra corrió alegremente por la tierra blanda, penetró en los aguazales y no tardó en percibir el olor a ave que, ente los otros mil de hierbas pantanosas, raíces, moho y estiércol de caballos, era el que la excitaba más. Ahora este olor se extendía por todas partes sobre las tierras pantanosas, sin que fuera fácil precisar de dónde salía. «Laska» corría de un lado para otro, venteando, muy abiertas sus narices. El olor se percibió, de pronto, más fuerte.

La perra se paró en seco y miró atentamente, vacilante, como sin poder precisar todavía dónde se hallarían las aves pero seguro que estaban cerca y debían de ser en gran número. «Laska» avanzó cautelosamente, husmeando todas las matas, cuando la distrajo la voz de su dueño:

–¡«Laska» allí! –dijo Levin indicando al otro lado.

La perra miró a Levin como preguntándole si no sería mejor que continuase la búsqueda que estaba llevando a cabo pero el amo repitió la orden con voz severa. «Laska» corrió al orilla de tierra cubierta de agua que le indicaba su dueño. Sabía que allí no podía haber nada pero tenía que obedecer. Lo recorrió todo, segura de no encontrar nada y volvió al lugar que había dejado. Ahora, cuando Levin no la estorbaba, sabía bien lo que tenía que hacer y, sin mirar a sus pies, tropezando con los montoncillos de tierra que encontraba en su camino y hundiéndose en el agua pero levantándose al instante con un fuerte impulso de sus patas elásticas y fuertes, comenzó a describir círculos en torno a un punto determinado.

El olor de los pájaros se percibía cada vez más fuerte y definido. De repente, la perra pareció comprender con claridad que una de las aves estaba allí, a cinco pasos, detrás de una saliente de tierra y quedó inmóvil. Sus cortas patas no le permitían ver nada frente a ella pero el olfato no la engañaba. Inmóvil, la boca y las narices muy abiertas, el oído alerta y la cola tensa, agitada sólo en su extremidad, respiraba penosamente; pero, con cautela, gozábase en la espera y, con más cautela aún, miraba a su dueño, volviéndose más con los ojos que con la cabeza. Levin, con el semblante que el perro conocía, pero con una mirada que le parecía terrible, avanzaba tropezando y con una lentitud extraordinaria, según le parecía al animal.

Al advertir que «Laska» se bajaba al suelo y entreabría la boca, comprendió Levin que las chochas estaban allí y, rogando a Dios que no le fallase la caza, sobre todo en aquel primer pájaro, se dirigió corriendo, aunque con precaución, hacia donde se encontraba el perro. Subió la pequeña loma y, al mirar entre dos montecillos de tierra, descubrió con los ojos lo que «Laska» había olfateado: una chocha bastante grande, que en aquel momento volvió la cabeza hacia ellos, alargó el cuello y permaneció en actitud de escuchar. Luego abrió ligeramente las alas, las volvió a cerrar y, moviendo pesadamente la cola, se alejó, desapareciendo detrás de uno de los montecillos.

–¡Busca, «Laska»! ¡Busca! –gritó Levin, azuzando al perro.

«Pero, si no puedo ir! », pensaba el animal. «¿Adónde iré? Desde aquí las olfateo y si avanzo no sabré dónde están ni qué son.» Pero el dueño la empujó con la rodilla y con voz excitada le volvió a gritar:

–¡Busca, «Laska»! ¡Busca!

«Bueno, lo haré como quieres», pareció pensar aún el animal, «pero no respondo del éxito». Y salió disparada hacia adelante. Ahora ya no olfateaba nada, no seguía rastro alguno; sólo veía y sentía sin comprender.

A diez pasos del lugar donde se encontraba antes se levantó una fúlica. Su agudo chillido y su ruido de alas característico estremeció el aire. Se oyó un disparo y el pájaro se desplomó en la hondonada húmeda.

Otro pájaro se levantó detrás de él, sin que el perro interviniese. Cuando Levin lo vio estaba ya lejos. Pero el disparo lo alcanzó. El pájaro voló unos veinte pasos más, se levantó como una pelota y, luego, dando vueltas, cayó pesadamente en el carrizal.

«Laska» trajo a Levin las dos aves y aquél las metió en el zurrón, pensando: «Vaya, hoy ya es otra cosa».

–Tendremos buena caza, «Laska», ¿verdad?

Levin volvió a cargar su escopeta y se puso de nuevo en camino.

El sol había salido ya por completo. La luna había perdido su brillo, si bien blanqueaba aún sobre el ciclo. No se veía ni una estrella. Los montoncillos de tierra, que antes relucían cubiertos por el rocío plateado, ahora estaban como dorados. El azul nocturno de las hierbas se había convertido en un verdor amarillento. Las avecillas del pantano buscaban las sombras de los arbustos, cerca del arroyo. Un buitre estaba posado sobre un montón de centeno, mirando a un lado y otro del carrizal. Las chochas volaban en todas direcciones. Un chiquillo, descalzo, hacía correr a los caballos, trabados aún, riéndose de sus torpes movimientos. Un viejo, sentado, se rascaba bajo el caftán. Otro chiquillo corrió hacia Levin y le dijo:

–Señor, ayer había aquí muchos patos.

Levin continuó su cacería, seguido de lejos por el pequeño.

De un solo disparo, afortunado, mató tres chochas ante el chiquillo, que expresó su entusiasmo haciendo varias cabriolas.

SEXTA PARTE – Capítulo 13

El proverbio de los cazadores que dice que si se mata la primera pieza, la caza será feliz, resultó cierto.

Levin tuvo una cacería afortunada.

A las diez de la mañana regresó a la casa, fatigado y hambriento pero feliz, después de haber andado unas treinta verstas, con diecinueve piezas y un grueso pato que llevaba atado a la cintura porque no cabía ya en el morral.

Sus compañeros se habían levantado ya y hasta habían comido.

Levin entró gritando alegre y jactanciosamente:

–¡Eh! ¡Mirad! ¡Diecinueve piezas! ¡Traigo diecinueve!

Y se puso a contarlas ante ellos, gozando con la admiración y gozando también con la envidia de Esteban Arkadievich. Las aves no tenían el hermoso aspecto de cuando iban volando o se movían graciosamente sobre el suelo, sino que estaban ya con las plumas lacias y muchas apelmazadas y cubiertas de negruzca sangre; pero representaban, efectivamente, una buena caza.

Levin se sintió todavía más feliz al recibir una carta de su esposa, que le había traído un hombre.

Kitty le decía:

Estoy completamente bien y alegre. No te preocupes por mí; puedes estar más tranquilo que antes, pues tengo otro ángel guardián. Vlasievna (era la comadrona, un nuevo e importante personaje en la vida de Levin) vino a verme y la hemos hecho quedarse aquí hasta que vuelvas. Me encontró completamente bien. Todos los demás están también contentos y sanos. No te apresures por volver y, si la caza es buena, quédate un día más.

Las dos alegrías que había recibido –la buena caza y la carta de Kitty– eran tan grandes, que le pasaron casi inadvertidos dos contratiempos. Uno era que el caballo rojo, que al parecer había trabajado demasiado el día antes, no comía y tenía un aspecto abatido. El cochero decía que estaba reventado.

–Ayer lo fatigaron demasiado, Constantino Dmitrievich. Recuerde usted que lo hicieron correr durante diez verstas sin ningún miramiento.

Otra circunstancia le produjo de momento un disgusto: de las provisiones que Kitty había preparado, con tal abundancia que creían que habían de tener víveres para una semana, no quedaba nada ya. Levin regresaba de la caza, como antes dijimos, con intenso apetito y, recordando con tal precisión las ricas empanadillas que les había cocinado su mujer que, al acercarse a la casa, percibía ya el olor y el gusto en la boca, de igual modo que su perra percibía el olfato de la caza. En cuanto se hubo despojado de sus arreos, gritó, pues, a Filip:

–¡Eh! A ver esas empanadillas, que tengo un hambre canina.

La decepción fue grande cuando le dijeron que no sólo no quedaban empanadillas, sino que tampoco quedaban pollos.

–¡Vaya un apetito! ––comentó Esteban Arkadievich, riéndose e indicando a Vaseñka–Yo no sufro por falta de apetito pero lo que es ése… Parece imposible lo que come.

–¡Qué le vamos a hacer! –exclamó Levin, mirando sombríamente a Veselovsky. Y pidió:

–Filip, tráeme carne, pues.

–La carne se la han comido y los huesos los han echado a los perros –contestó Filip.

–¡Hubieran podido, al menos, dejarme algo! –lamentó, casi llorando, el hambriento Levin– Entonces, prepara un ave –añadió– y pide para mí, aunque sea, sólo un poco de leche.

Cuando se hubo bebido la leche, en buena cantidad, se le pasó el enojo y hasta se sintió avergonzado de haberlo mostrado ante un extraño y rió el trance.

Por la tarde, salieron de nuevo al campo a cazar y hasta Veselovsky mató algunas piezas.

Ya de noche, regresaron a la casa.

Tanto la ida como la vuelta la pasaron divertidísimos. Veselovsky cantaba alegremente; refería su estancia entre los campesinos que le ofrecieron vodka y constantemente le imploraban «que no ofendiese»; el fracaso que tuvo al querer coger avellanas; su plática picaresca con la chica de la propiedad vecina y la sentencia de otro labriego, que le preguntó si era casado y, al contestarle que no, le dijo: «pues más que mirar a las mujeres de otros, deberías procurarte una propia». Todo lo cual le divertía de tal modo que, recordándolo, no cesaba de reír.

–En general, estoy muy contento con nuestro viaje. –decía– ¿Y usted, Levin? –preguntó.

–Yo lo estoy también, mucho –contestó Levin sinceramente, pues ya no sentía animosidad contra Vaseñka, sino que, por el contrario, comenzaba a cobrarle afecto.

SEXTA PARTE – Capítulo 14

Al día siguiente, a las diez de la mañana, habiendo ya recorrido toda su finca, Levin llamó a la habitación donde dormía Vaseñka.

–Entrez! –gritó aquél.

Levin entró y le halló en paños menores.

–Perdóneme, –se disculpó Veselovsky– estaba acabando mis ablutions.

–No se apresure –contestó Levin, sentándose en el alféizar de la ventana. ¿Ha dormido usted bien?

–Como un tronco. No me he despertado ni una sola vez.

–¿Qué toma usted, té o café?

–Ni una cosa ni otra: almuerzo sólido. Créame que estoy avergonzado de esto, pero es mi costumbre. También desearía dar antes un paseíto. Ha de enseñarme usted los caballos.

Habiendo Levin y su huésped paseado por el jardín y hasta hecho gimnasia en el trapecio, volvieron a la casa y entraron en el salón, donde estaban ya las señoras.

–¡Qué magnífica cacería! ¡Cuántas y qué agradables impresiones! –dijo Veselovsky al saludar a Kitty, que se hallaba sentada ante el samovar– ¡Qué lástima que las señoras estén privadas de estos placeres!

Otra vez le pareció a Levin ver algo humillante en la sonrisa, en la expresión de triunfo con que Veselovsky se dirigió a su mujer.

La Princesa, que estaba sentada al extremo opuesto de la mesa, junto a María Vlasievna y Esteban Arkadievich, hablaba de la necesidad de trasladar a Kitty a Moscú para la época del parto y Oblonsky llamó cerca de sí a Levin para hablarle de la cuestión. A Levin, que en los días que precedieron a su casamiento le disgustaban los preparativos que, por su insignificancia, ofendían la grandeza de lo que se iba a realizar, le disgustaban todavía más los que se hacían para el parto que se acercaba, cuya llegada contaban todos con los dedos. Hacía cuanto podía para no oír las conversaciones sobre la manera de envolver al niño, volvía el rostro para no ver las vendas infinitas y misteriosas, los pedazos triangulares de tela, a los que Dolly daba gran importancia y otras cosas semejantes.

El acontecimiento del nacimiento del hijo (pues no le cabía duda de que sería niño), que se le había prometido pero en el cual, a pesar de todo, no podía creer –tan extraordinario le parecía–, se le presentaba por un lado como una inmensa felicidad, tan inmensa, que le parecía imposible; y, por el otro, como un suceso tan misterioso, que aquel supuesto conocimiento de lo que había de venir y, como consecuencia, los preparativos que se hacían, como si se tratara de un acontecimiento ordinario producido por los hombres, despertaba en él un sentimiento de ira y de humillación.

La Princesa no comprendía, sin embargo, estos sentimientos y atribuía a ligereza y a indiferencia los escasos deseos que mostraba su yerno de pensar en las cosas que a ella tanto le interesaban y de hablar de ellas. Así que no lo dejaba tranquilo. Insistía continuamente en sus consultas, en explicarle lo que había hecho, que había encargado a Esteban Arkadievich buscar el piso, cómo pensaba arreglarlo…

Levin rehuía:

–No sé nada de eso, Princesa… Hagan lo que quieran…

–Pues hay que decidir. Si no, ¿cuándo se va a hacer la mudanza?

–No sé… No sé… Sólo sé que nacen millones de niños sin ser llevados a Moscú, hasta sin médicos… Pero hagan como quiera Kitty.

–Con Kitty es imposible hablar de esto. ¿Quieres que la asustemos? Esta primavera, Natalia Galizina murió a consecuencia de un mal parto.

–Bien, bien. Como usted diga, así se hará.

Y mostraba un gesto sombrío.

Pero lo que le tenía así no era la conversación con la Princesa, por mucho que le desagradara, sino la que sostenían Vaseñka y Kitty.

Veselovsky estaba inclinado hacia su mujer, hablándole casi al oído con su sonrisa sarcástica, de dominador y ella le escuchaba ruborizada y con emoción bien visible. Había algo impuro en la actitud de ambos.

«No, esto no es posible», se decía Levin.

Y de nuevo se le oscurecieron los ojos; de nuevo, sin la más leve transición, descendió de la altura de su felicidad, de la calma y la dignidad, y se hundió en el abismo de la desesperación, la humillación y la ira y sintió asco de todo y de todos.

–Obren ustedes como quieran, Princesa –dijo, volviendo a mirar hacia su mujer.

–¡Qué pesada eres, corona de Monomaj (1)! –le dijo Esteban Arkadievich, en tono de broma y aludiendo, no sólo a la conversación con la Princesa, sino a la actitud que tenía Levin y que aquél había advertido bien.

Entró Daria Alejandrovna y todos se levantaron para saludarla.

Vaseñka se levantó sólo un instante y, con la falta de cortesía propia de los jóvenes modernos, se limitó a hacer una leve inclinación de cabeza y volvió junto a Kitty, continuando su conversación con ella sin dejar de reír.

–¡Qué tarde te has levantado hoy, Dolly! –dijo Levin.

–Masha me ha dado muy mala noche. Ha dormido muy mal y hoy está de un pésimo humor –explicó Dolly.

Vaseñka hablaba con Kitty de lo mismo que el día anterior: de Anna. Afirmaba que el amor debe ser puesto por encima de las conveniencias sociales.

Esta conversación era desagradable a Kitty por su fondo y por el tono en que era llevada y, sobre todo, porque sabía que el verla así con Veselovsky molestaba a su marido.

Habría querido cortarla. Pero Kitty era demasiado sencilla e inocente para saber lo que había de hacer a fin de conseguirlo y hasta para ocultar el pequeño e inocente placer que le causaban –mujer al fin– las atenciones de Veselovsky. Pensaba, incluso, que acaso lo que hiciera con tal fin sería mal interpretado.

Efectivamente, cuando preguntó a Dolly «qué tenía Masha» y Vaseñka, al ser cortada su conversación, se puso a mirar a Dolly con indiferencia, a Levin la pregunta le pareció una astucia falta de naturalidad y repugnante.

–¿Qué, pues? ¿Iremos hoy a buscar setas? –preguntó Dolly.

–Vamos… Yo también iré ––dijo Kitty.

Kitty habría preguntado a Vaseñka si él iba también. No hizo la pregunta pero sólo con pensarlo se ruborizó.

En aquel momento Levin pasó a su lado con andar decidido.

–¿Adónde vas, Kostia? –le preguntó, intranquila, a su marido.

La expresión culpable de Kitty confirmó a Levin sus sospechas. Contestó desabridamente, sin mirar siquiera a su esposa.

–En mi ausencia llegó el mecánico alemán y todavía no lo he visto.

Bajó al piso inferior y aún no había salido de su gabinete, cuando oyó los pasos, tan conocidos por él, de Kitty, que iba rápidamente a su encuentro.

–¿Qué quieres? –preguntó Levin– Este señor y yo estamos ocupados.

–Perdone usted, –dijo ella al mecánico– necesito decir algunas palabras a mi marido.

El alemán quiso salir, pero Levin le contuvo:

–No se moleste.

–El tren sale a las tres. –objetó el otro– Temo no poder llegar a tiempo.

Levin no le contestó y salió de la estancia en unión de Kitty.

–¿Qué tienes que decirme? –preguntó a ésta en francés y sin mirarla.

Kitty sentía un temblor irresistible en todo su cuerpo; tenía lívido el semblante; y en general, un aspecto lamentable de abatimiento.

Levin lo presentía y no quería verlo.

–Quiero decir… quiero decirte –balbuceó ella– Quiero decir que así… así es imposible… imposible vivir. Que esto es un martirio…

–No hagas escenas aquí –le atajó Levin con irritación–. Puede venir gente…

Estaban, efectivamente, en una habitación de paso. Kitty quiso entrar en la contigua, pero allí estaba la inglesa dando lección a Tania.

–Salgamos al jardín –propuso, en vista de ello.

En el jardín hallaron al campesino que cuidaba de él y que estaba limpiando el sendero. Sin tener en cuenta ya que el jardinero la veía, que ella lloraba y él estaba conmovido y los dos tenían aspecto de sufrir una gran desgracia, siguieron adelante, rápidos. Sólo pensaban en que necesitaban darse explicaciones, de disuadirse mutuamente y de este modo librarse del martirio que ambos experimentaban.

–Así es imposible vivir. Yo sufro, tú sufres… ¿Y por qué? ––dijo Kitty cuando, al fin, se hubieron sentado en un banco solitario, en un rincón del paseo de los tilos.

–Dime una cosa, –replicó Levin, poniéndose delante de ella en la misma forma que la noche anterior: los puños crispados, apretados contra el pecho, las piernas abiertas, erguidos el torso y la cabeza, la mirada muy fija en los ojos de su mujer– ¿No había en su postura, en su tono, algo inconveniente, impuro, humillante para mí? Dime la verdad.

–Había. –confesó Kitty, con voz temblorosa– Pero Kostia, –se disculpó– ¿qué puedo hacer yo? Esta mañana quise tomar otro tono; pero ese hombre… ¿Para qué habrá venido? –añadió entre sollozos que sacudían todo su cuerpo, que ya iba abultándose por el embarazo– ¡Tan felices que éramos!

El jardinero pudo observar, con sorpresa, cómo primero iban los dos presurosos, aunque nadie los perseguía y cariacontecidos y que, luego, cuando nada particularmente alegre podían haber encontrado en aquel banco, volvían con rostros tranquilos y hasta radiantes.

(1) Corona de Monomaj: o gorro monómaco (en ruso, Шапка Мономахa) es la más antigua de las coronas que se encuentran actualmente en la Armería del Kremlin de Moscú y es uno de los símbolos de la autocracia rusa. Es un gorro de oro compuesto de ocho sectores esmeradamente ornamentados con un revestimiento desplazado de filigrana en oro y bordeados con piel negra. Fue la insignia de coronación de los príncipes de Moscú, zares y emperadores, desde Dmitri Donskói hasta Iván V de Rusia. Durante la simultánea coronación de este último y su hermanastro, el futuro Pedro I de Rusia, Pedro portaba una pequeña corona elaborada específicamente para la ceremonia y que asimismo se conserva en la Armería.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 9 Y 10

domingo, julio 7th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 9

–Dinos qué itinerario vamos a seguir –preguntó Oblonsky. –El plan es éste: ahora nos dirigiremos a las tierras pantanosas donde abundan las fúlicas. Después de Grozdevo empiezan magníficas marismas llenas de chochas y también de fúlicas. Ahora hace calor pero como hay unas veinte verstas, llegaremos cuando oscurezca y a esa hora podremos cazar… Pasaremos la noche allí y mañana seguiremos hacia los grandes pantanos.
–¿No hay nada por el camino?
–Sí; pero tendríamos que detenernos y hace tanto calor… Hay dos lugares excelentes, pero dudo que hallemos algo en ellos.
Levin sentía deseos de pararse en aquellos lugares pero como distaban poco de casa, podía ir a ellos siempre que quisiera. Además eran sitios reducidos y había poco espacio para los tres. Por esta causa les mintió diciéndoles que allí había poca caza. Mas, al pasar ante una de las pequeñas marismas, ante las cuales Levin trataba de pasar de largo, el experto ojo de cazador de Oblonsky distinguió en seguida la hierba del pantano.
–¿Y si nos detuviéramos ahí? –exclamó señalando el lugar.
–¡Vayamos, Levin! ¡Es un lugar magnífico! –gritó Vaseñka. Y Levin tuvo que acceder.
Apenas se detuvieron, los perros, corriendo a porfía, se dirigieron hacia el pantano.
–¡«Krak», «Laska»!
Los perros regresaron.
–Para los tres habrá poco espacio. Me quedaré aquí dijo Levin, confiando en que sus amigos no hallarían más que las cercetas que se habían remontado asustadas por los perros, y volaban, con su vuelo balanceante, graznando lúgubremente sobre las marismas.
–No, Levin, vayamos juntos –insistió Veselovsky.
–Les aseguro que estaremos aprestados. ¡Ven, «Laska»! ¿Necesitan el otro perro?
Levin permaneció junto al charabán, mirando con envidia a los cazadores. Uno y otro recorrieron todo el cazadero pero excepto una fúlica y varias cercetas, una de las cuales mató Vaseñka, no había nada.
–Ya han visto que no trataba de ocultarles el lugar. –dijo Levin– Ya sabía yo que era perder el tiempo.
–De todos modos nos hemos divertido. –repuso Vaseñka, subiendo torpemente al charabán, con el arma y la cerceta en la mano– ¿La he alcanzado bien, verdad? ¿Falta todavía mucho para llegar al pantano?
De pronto los caballos se encabritaron, lanzándose a correr; Levin dio con la cabeza contra el cañón de una de las escopetas y en aquel momento le pareció oír un disparo. Pero, en realidad, el disparo se había producido antes.
Lo sucedido fue que Vaseñka, había olvidado bajar uno de los gatillos, que se disparó. La carga fue, afortunadamente, a dar en tierra sin herir a nadie.
Oblonsky meneó la cabeza y miro con reproche a Veselovsky, aunque riendo, pero Levin no tuvo valor para decirle nada, especialmente porque cualquier reproche habría parecido motivado por el riesgo que había corrido y por el bulto que el choque con el arma le había producido en la frente.
Veselovsky se mostró al principio sinceramente disgustado pero luego rió de la alarma de tan buena gana y tan contagiosamente, que Levin no pudo tampoco contener la risa.
Al llegar a las marismas de más allá, que por ser bastante grandes debían entretenerles cierto tiempo, Levin trató de nuevo de persuadirles de que no pero Veselovsky se empeñó en detenerse también aquí.
El lugar era angosto y Levin, como buen huésped, volvió a quedarse con los coches.
Apenas llegaron, «Krak» corrió hacia unos pequeños montículos de tierra. Veselovsky fue el primero en seguir al perro. Aún no había llegado Oblonsky, cuando salió volando una fúlica.
Oblonsky falló el tiro y el ave se ocultó en un prado no segado. Entonces se la dejó a su compañero.
«Krak» volvió a encontrarla, la hizo levantar y Veselovsky la mató, regresando después a los coches.
–Ahora vaya usted y yo cuidaré de los caballos ––dijo.
Levin empezaba a sentir la envidia natural en un cazador. Entregó las riendas a Veselovsky y se dirigió hacia las marismas.
«Laska» ladraba hacía tiempo, quejándose de su injusta preterición. Ahora corrió rectamente al sitio donde había caza, paraje ya conocido por Levin, entre los montículos, a los que aún no había llegado «Krak».
–¿Por qué no detienes a tu perro? –gritó Oblonsky.
–No espantará la caza –respondió Levin alegremente, mirando a su perra y siguiéndola.
«Laska», a medida que se aproximaba, buscaba con mayor interés. Un pajarillo de las marismas la distrajo por un momento. El perro describió un círculo ante los montículos, luego otro y, de repente, se estremeció y se quedó parado.
–¡Ven Stiva! –llamó Levin, sintiendo que su corazón latía con más fuerza.
Dijérase que en su oído se había descorrido un cerrojo y que todos los sonidos comenzaban a impresionarlo desmesuradamente y en desorden pero de un modo preciso. Oía los pasos de Esteban Arkadievich, confundiéndolos con el lejano pisar de los caballos, sintió un crujido en el montículo de tierra que pisó y lo tomó por el vuelo de un pájaro y, más lejos, percibió un chapoteo que no podía explicarse.
Eligiendo sitio donde apostarse, se acercó al perro.
–¡Listo! ––ordenó a «Laska».
Se levantó una chocha. Levin apuntó, pero en aquel momento el sonido del chapoteo, que había oído antes, se hizo más fuerte, uniéndosele, ahora, la voz de Vaseñka, que gritaba de un modo extraño.
Levin, aunque veía que apuntaba a la chocha un poco bajo, disparó. Una vez convencido de que había fallado el tiro, miró a sus espaldas y vio que los caballos del charabán, que estaban en el camino, se habían internado en el terreno pantanoso, donde se hallaban atascados. Veselovsky, para presenciar la caza, los había hecho entrar allí.
«¡Parece que lo impulsa el mismísimo diablo!», gruñó Levin dirigiéndose al carruaje.
–¿Por qué diablos los ha hecho entrar? –le preguntó secamente. Y llamó al cochero para que lo ayudase a sacar los caballos.
A Levin le disgustaba que le hubieran estorbado el disparo, que le empantanaran los animales y, sobre todo, que ni Veselovsky ni Oblonsky les ayudaran al cochero y a él; aunque, a decir verdad, ni uno ni otro tenían la menor idea de cómo habían de desengancharse.
Sin contestar palabra a las afirmaciones de Vaseñka de que allí todo estaba seco, Levin trabajaba junto al cochero, tratando de sacar los caballos. Pero, luego, enardecido ya por el esfuerzo y viendo que Veselovsky se esforzaba con tanto ardor en tirar del charabán que hasta rompió un guardabarros, Levin se reprochó su actitud, debida en gran parte a su resentimiento del día anterior y procuró suavizar su trato con especial amabilidad.
Cuando todo estuvo arreglado y los coches volvieron a la carretera, Levin ordenó sacar el almuerzo.
–Bon appétit, bonne conscience! Ce poulet va tomber jusqu’aufond de mes bottes! –dijo Vaseñka, ya alegre de nuevo, al concluir el segundo pollo– Nuestras desventuras han terminado y todo marchará por buen camino. Pero, como debo ser castigado por mis culpas, me sentaré en el pescante. ¿Verdad? Aunque no soy Automedonte, verá qué bien los llevo. –insistió, cuando Levin le pidió que dejara las riendas al cochero–No, no. Debo pagar mi culpa. ¡Voy muy bien en el pescante!
Y lanzó los caballos al galope.
Levin temía que Vaseñka fatigase a los caballos, sobre todo al rojizo de la izquierda, al que el joven no sabía guiar pero, involuntariamente, se plegó a su jovialidad, escuchando las canciones que, en el pescante, fue cantando durante todo el camino, oyéndole contar cosas divertidas, escuchando sus explicaciones sobre la manera de guiar, a la inglesa four–in–hand.
Sintiéndose en la mejor disposición de ánimo deseable, llegaron los cuatro a las grandes marismas de Grozdevo.

SEXTA PARTE – Capítulo 10
Vaseñka apresuró tanto a los caballos, que llegaron a las marismas demasiado pronto, con mucho calor aún.
Al acercarse a los grandes pantanos objetivo principal de los cazadores, Levin pensó, inconscientemente, en el modo de deshacerse de Vaseñka y cazar solo, sin estorbos. Oblonsky parecía desear lo mismo. En su rostro, Levin leyó la preocupación propia de todo verdadero cazador antes de empezar la caza, así como cierta expresión de bondad maliciosa peculiar en él.
–¿Cómo nos distribuimos? –preguntó Esteban Arkadievich– El lugar es magnífico y veo que hasta hay buitres en él. –añadió señalando varias grandes aves que volaban en círculo sobre las marismas– Donde hay buitres, hay caza.
–Escuchen. ––dijo Levin con gravedad, arreglándose las altas botas y repasando los gatillos de su escopeta– ¿Ven aquel islote?
Señalaba uno que destacaba por su oscuro verdor sobre el vasto prado húmedo, a medio segar, que se veía a la derecha del río.
–Las marismas empiezan ante nosotros, aquí mismo, ¿ven?, donde se ve ese verdor y se extienden hacia la derecha, allí donde están los caballos. Allí, en aquellos montículos de tierra, hay fúlicas y también en torno al islote, junto a aquellos álamos y hasta en las cercanías del molino, ¿ven?, allí donde forma como una pequeña ensenada… Ese sitio es el mejor. Allí cacé una vez diecisiete fúlicas. Nos encontraremos junto al molino.
–¿Quién sigue la derecha y quién la izquierda? –preguntó Oblonsky– Puesto que el lado derecho es más ancho, id los dos por él y yo seguiré el izquierdo –dijo con tono indiferente en apariencia.
–¡Muy bien! Vayamos por aquí y cazaremos a gusto. ¡Vamos, vamos! –exclamó Vaseñka.
Levin no tuvo más remedio que acceder y ambos se separaron de Oblonsky.
Apenas entraron en las marismas, los dos perros comenzaron a correr y buscar ahí donde los matorrales eran más espesos. Por el modo de husmear de «Laska», lenta e indecisa, Levin comprendió que no tardarían en ver levantarse una bandada de aves.
–Veselovsky: vaya a mi lado ––dijo en voz baja, al compañero que chapoteaba detrás, y cuya dirección del arma, después del disparo involuntario en el pantano de Kolpensoe, era natural que interesara a Levin.
–No tema que dispare sobre usted…
Pero Levin lo pensaba así sin poder evitarlo y recordaba las palabras de Kitty al despedirse:
–No vayáis a mataros uno a otro sin querer…
Los perros se acercában cada vez más, muy apartados entre sí y cada uno en una dirección.
La espera era tan intensa que Levin confundió con el graznar de un ave el chapoteo de su propio tacón al sacarlo del barro y apretó el cañón del arma.
«¡Cua, cua!», sintió encima de su cabeza.
Vaseñka disparó contra un grupo de patos silvestres que revoloteaban sobre las marismas y que se acercaron de repente a los cazadores.
Apenas Levin tuvo tiempo de volver la cabeza cuando se levantó una chocha, luego otra, después una tercera y, en fin, hasta ocho piezas que se elevaron sucesivamente.
Oblonsky mató una al vuelo, cuando el animal iba a describir su zigzag, y el ave cayó como un bulto informe en el barrizal.
Sin precipitarse, Esteban Arkadievich apuntó a otra que volaba bajo hacia el islote. Sonó el tiro y el ave cayó. Se la veía saltar entre la hierba segada, agitando el ala, blanca por debajo, que no había sido alcanzada por el disparo.
Levin no fue tan afortunado. Disparó sobre la primera chocha demasiado cerca y erró el tiro. La encajonó cuando volaba más alta pero en aquel momento otra chocha saltó a sus pies y Levin se distrajo y erró nuevamente el tiro.
Mientras cargaban las escopetas, surgió otra chocha y Veselovsky, que ya había cargado, disparó y la descarga fue a dar en el agua. Oblonsky recogió las aves que había matado y miró a Levin con los ojos brillantes de alegría.
–Separémonos ahora ––dijo Oblonsky.
Silbó a su perro, preparó el arma y, cojeando ligeramente, se alejó en una dirección, mientras sus compañeros seguían la opuesta.
Con Levin pasaba siempre lo mismo: que cuando marraba los primeros tiros, se ponía nervioso, se irritaba y no acertaba ya ni uno en todo el día. Así sucedió también esta vez. Había gran números de chochas, que volaban a cada momento a los pies de los cazadores y a ambos lados del perro. Levin, pues, podía resarcirse pero cuando más disparaba, más avergonzado se sentía ante Veselovsky, que tiraba como Dios le daba a entender, alegremente, sin hacer blanco casi nunca, pero sin desconcertarse por ello ni perder su calma.
Levin, impaciente, se precipitaba, estaba cada vez más nervioso y disparaba con la certeza de no matar ave alguna.
«Laska» parecía comprenderlo también. Buscaba con menos interés y se habría dicho que miraba a los cazadores con reproche y sorpresa. Los disparos se seguían unos a otros. Los cazadores estaban envueltos en humo de pólvora y, sin embargo, en el morral no había más que tres chochas.
Una de ellas había sido cazada por Veselovsky y las otras dos pertenecían a ambos.
Mientras tanto, al otro lado de las marismas sonaban disparos menos frecuentes, pero a juicio de Levin, más eficaces. Casi siempre, tras cada disparo de Oblonsky, se oía su voz, gritando:
–¡«Krak», «Krak»!
Y Levin, oyéndolo, se sentía cada vez más excitado.
Las chochas volaban ahora en bandadas. Constantemente se percibían sus chapoteos en el cieno y en el aire se escuchaban sus graznidos. Se levantaban, giraban y luego volvían a posarse, a la vista de los cazadores. Los buitres no se veían ya por parejas, sino a docenas, que volaban sin cesar sobre las marismas.
Llegados hacia la mitad de los terrenos pantanosos, Levin y Veselovsky se encontraron en el límite de un prado perteneciente a unos campesinos. Largas franjas que arrancaban del lado mismo del carrizal dividían el prado, la mitad del cual estaba ya segado.
Aunque en la parte sin guadañar había menos probabilidades de hallar caza que en la segada, Levin, habiendo convenido con Oblonsky en encontrarse, siguió adelante con su compañero.
–¡Eh! ¡Cazadores! –gritó un campesino que se sentaba junto a un carro desenganchado– ¡Vengan a comer con nosotros, que tenemos buen vino!
Levin volvió la cabeza.
–¡Vengan! ¡Vengan! –gritó alegremente otro labriego barbudo, de colorado rostro, mostrando al sonreír sus blancos dientes y alzando en el aire una verdosa botella que brillaba al sol.
–Qu’est–ce qu’ils disent? –preguntó Veselovsky.
–Nos convidan a beber vodka. Seguramente han hecho hoy el reparto del heno… Yo bebería con gusto – dijo Levin no sin malicia, mirando a su compañero y esperando que éste se sintiera seducido por el vodka y quisiera ir.
–¿Y por qué nos convidan?
–Ya ve: son buena gente… Vaya, vaya. Le divertirá.
–Allons, c’est curieux…
–Vaya; encontrará allí el sendero que lleva al molino exclamó Levin.
Y al volverse vio con placer que Vaseñka, encorvándose y tropezando con sus cansados pies y llevando el fusil a brazo, salía del carrizal para acercarse a los labriegos.
–¡Ven tú también! –llamó el campesino a Levin–. Te daremos empanada.
Levin dudó por un momento. Comenzó a andar hundiendo los pies en el fango, pues se sentía fatigado y apenas los podía levantar. Con gusto se habría comido, sin embargo, un pedazo de pan y se habría bebido detrás un vaso de vodka. Pero en aquel momento su perro se detuvo y Levin sintió que su cansancio desaparecía de repente y a paso ligero se dirigió a su encuentro.
A sus pies se alzó una chocha. Disparó y la mató, pero el perro seguía inmóvil. Apenas tuvo tiempo de azuzarle, cuando de los mismos pies del animal voló otra chocha. Levin hizo fuego. Pero el día era poco afortunado. Erró el tiro y al ir a buscar el ave muerta tampoco la halló.
Recorrió el carrizal de arriba abajo pero sin fruto. «Laska» no creía que su amo hubiese matado al animal y, cuando le mandaba que lo buscase, fingía hacerlo, pero en realidad no buscaba nada.
De modo que tampoco sin Vaseñka, al que Levin achacaba su mala suerte, iba la cosa mejor. Aunque aquí había también muchas becadas, Levin erraba lastimosamente tiro tras tiro.
Los rayos oblicuos del sol poniente eran muy calurosos aún. El traje, chorreante de sudor, se le pegaba al cuerpo. La bota izquierda, llena de agua, le pesaba enormemente. Las gotas de sudor le corrían por el rostro manchado de pólvora; se notaba la boca amarga, sentía el olor de pólvora y de cieno y a sus oídos llegaba el incesante chapoteo de las chochas.
Los cañones de la escopeta estaban tan recalentados que era imposible tocarlos; el corazón de Levin palpitaba en breves y rápidos latidos; sus manos temblaban de emoción, y sus pies cansados tropezaban y se enredaban en hoyos y montículos. Pero seguía andando y disparando.
Por fin, tras un tiro errado vergonzosamente, Levin arrojó al suelo la escopeta y el sombrero.
«Necesito serenarme», se dijo.
Cogió de nuevo el arma y el sombrero, llamó a «Laska» y salió del carrizal.
Ya en un sitio seco, se sentó en una prominencia del terreno, se descalzó, quitó el agua de la bota, se acercó al pantano, bebió de aquel agua que sabía a moho, humedeció los cañones calientes del arma y se lavó las manos y la cara.
Una vez fresco y animado con el firme propósito de no perder su sangre fría, volvió a un lugar donde había visto posarse un ave.
Mas, aunque se esforzaba en estar tranquilo, sucedía lo mismo de antes. Su dedo oprimía el gatillo antes de apuntar bien. Todo iba de peor en peor.
Sólo tenía cinco piezas en el morral cuando salió de las marismas para dirigirse al álamo donde debía encontrar a Esteban Arkadievich.
Antes de divisarlo, Levin vio a su perro, «Krak», que salió corriendo de entre las raíces de un álamo, sucio del barro negro y pestilente de la ciénaga. Con aspecto triunfante, olfateó a «Laska».
Detrás de «Krak», surgió, a la sombra del álamo, la gallarda figura de Oblonsky. Avanzaba rojo, sudoroso, con el cuello desabrochado, cojeando como antes.
–¡Qué! ¿Habéis disparado mucho? –––dijo, sonriendo alegremente.
–¿Y tú? –preguntó Levin.
La pregunta era superflua, porque su amigo llevaba el morral rebosante.
–No me ha ido mal.
Llevaba catorce piezas.
–Es un excelente cazadero. A ti seguramente te ha estorbado Veselovsky. Es muy molesto cazar dos con un solo perro –––dijo Esteban Arkadievich, para atenuar el efecto de su triunfo.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 7 Y 8

sábado, julio 6th, 2013

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Маковский — «В избе лесника»

SEXTA PARTE – Capítulo 7
Levin no volvió hasta que lo llamaron para la cena.
En la escalera, Kitty hablaba con Agafia Mijailovna de los vinos necesarios para cenar.
–¿A qué tantos remilgos? Que sirvan el de siempre.
–No, a Stiva no le gusta ése… ¿Qué te pasa, Kostia? –dijo Kitty, dirigiéndose a él.
Pero Levin, fríamente, sin esperarla, entró en el comedor a grandes pasos y se unió a la conversación que mantenían Oblonsky y Veselovsky.
–¿Vamos de caza mañana? –preguntó Esteban Arkadievich.
–Vayamos, sí –dijo Veselovsky, sentándose de lado en una silla y poniendo una de sus robustas piernas sobre la otra.
–Por mi parte, con mucho gusto. ¿Ha ido usted de caza ya este año? –preguntó Levin a Vaseñka, mirando con atención sus piernas y desplegando una fingida amabilidad que Kitty conocía y que la disgustó.
–No sé si hallaremos chochas; –siguió– pero fúlicas hay muchísimas. Tendremos que salir temprano. ¿No se fatigará usted? Y tú, Stiva, ¿no estás cansado?
–¿Cansado yo? ¡Aún no me he sentido cansado nunca! Si queréis, esta noche, en vez de dormir, salimos a pasear…
–Muy bien… ¡Esta noche no se duerme! –apoyó Veselovsky.
–¡Oh, ya estamos bien seguros de que tú eres muy capaz de no dormir y de no dejar dormir al prójimo! – afirmó Dolly, con la ligera ironía con la que ahora trataba siempre a su marido– Pero a mí me parece que es hora ya de acostarse y me voy. No quiero cenar.
–¡Quédate, Dolleñka! –exclamó su esposo, pasando a su lado, en la mesa– Tengo muchas cosas que contarte.
–Seguramente no serán más que tonterías.
–Mira; Veselovsky ha estado en casa de Anna y va a ir otra vez. Viven sólo a setenta verstas de aquí. También yo me propongo visitarles. Ven, Veselovsky.
Veselovsky, aproximándose a las señoras, se sentó junto a Kitty.
–Puesto que ha pasado usted por su casa, cuéntenos qué tal está –le dijo Dolly.
Levin quedó al otro extremo de la mesa y, mientras hablaba con la Princesa y Vareñka, veía cómo entre Oblonsky, Dolly, Kitty y Veselovsky se mantenía una charla animada y misteriosa. Y notaba, además, en el rostro de su mujer, la expresión de un sentimiento serio, mientras, sin apartar los ojos, miraba el agradable semblante de Veselovsky, quien hablaba animadamente.
–Están muy bien. –decía Veselovsky, refiriéndose a Vronsky y Anna– No soy quién para juzgar, pero en su casa se siente la impresión de vivir como en una verdadera familia.
–¿Y qué piensan hacer?
–Parece que se proponen pasar el invierno en Moscú.
–Me gustaría que nos encontráramos en su casa. ¿Cuándo piensas ir? –preguntó Oblonsky a Vaseñka.
–Pasaré el mes de julio con ellos.
–¿Tú irás? –preguntó Esteban Arkadievich a su mujer.
–Hace tiempo que me lo proponía y no dejaré de hacerlo. –repuso Dolly– Conozco a Anna y la compadezco. Es una mujer excelente. Iré sola, cuando tú te marches, para no estorbar a nadie. Sí, es mejor que vaya cuando tú no estés allí.
–¡Magnífico! –aprobó Esteban– ¿Y tú, Kitty?
–¿Para qué voy a ir yo? –repuso ella, ruborizándose y mirando a su marido.
–¿Conoce usted a Anna Arkadievna? –preguntó Veselovsky– Es una mujer admirable.
–Sí –dijo Kitty, ruborizándose más aún.
Se levantó y se acercó a su marido.
–¿De modo que mañana vas de caza?
Durante aquellos breves instantes en que Kitty había estado con Veselovsky, ruborizándose, los celos de Levin habían ido creciendo con rapidez.
Ahora, al escuchar las palabras que ella le dirigía, las interpretó de un modo especial. Por extraño que luego al recordarlo le pareciese, a la sazón pensaba que, al preguntarle Kitty si iba a cazar, sólo le interesaba saber si esto sería del agrado de Veselovsky, de quien Kitty, a su juicio, estaba ya enamorada.
–Iré –contestó Levin con voz forzada, que hasta a él le sonó desagradablemente.
–Más vale que paséis aquí el día de mañana, porque si no, Dolly no tendrá tiempo de estar ni un momento con su marido. Podéis salir de caza pasado… –propuso Kitty.
Levin traducía así tales palabras: «No me separes de él. No me importa que te vayas tú, pero déjame disfrutar del trato de este muchacho tan agradable».
–Si quieres, esperaremos hasta pasado mañana –contestó Levin con exagerada amabilidad.
Entre tanto y sin sospechar las torturas que producía su presencia, Vaseñka se levantó de la mesa y siguió a Kitty, mirándola, sonriente y afectuoso.
Levin sorprendió su mirada, palideció y por un momento se le cortó la respiración. Su corazón hervía de ira.
«¿Cómo se permite mirar así a mi mujer?» , se decía.
–Entonces, ¿vamos mañana? –preguntó Vaseñka, sentándose junto a Levin y cruzando las piernas, como tenía por costumbre.
Los celos de Levin aumentaron. Ya se veía convertido en un marido engañado, al que la mujer y el amante sólo necesitan para que les procure placeres y vida cómoda.
Y, sin embargo, como buen anfitrión, interrogó amablemente a Veselovsky sobre cuestiones de caza; le habló de su escopeta y sus botas y consintió en ir a cazar al siguiente día.
Afortunadamente para Levin, la Princesa acabó con sus sufrimientos, aconsejando a Kitty que se acostara.
Pero aun esto le proporcionó un nuevo motivo de tormento. Al despedirse de la joven, Vaseñka fue a besarle de nuevo la mano. Mas Kitty, con ingenua brusquedad –que su madre le reprochó luego–– retiró la mano, diciendo:
–En nuestra casa no existe esta costumbre…
A juicio de Levin, la culpa era de ella, por haber consentido en que la tratara de aquel modo y también por la poca destreza con que le demostró, después, que aquel trato no le placía.
–¿Quién puede tener deseos de ir a la cama con este tiempo? –comenzó Oblonsky, que ahora, después de los vasos de vino bebidos en la cena, se hallaba en un estado del alma dulce y poético– Mira, Kitty. –dijo, mostrándole la luna que asomaba entre los tilos– ¡Qué maravilla! Veselovsky, éste es el momento adecuado para una serenata. ¿Sabéis que tiene una voz estupenda? Por el camino hemos cantado mucho los dos… Además, trae unas magníficas romanzas nuevas… Podría cantar con Bárbara Andrievna.
Cuando todos se hubieron acostado, Oblonsky pasó bastante tiempo aún paseando con Veselovsky.
Desde la casa se oían sus voces tratando de cantar a dúo una nueva pieza.
Levin, sentado en el dormitorio conyugal, les oía cantar, frunciendo las cejas y escuchaba, sin contestar, las preguntas que Kitty le dirigía a propósito de su actitud, que la tenía preocupada.
Al fin le preguntó, sonriendo tímidamente:
–¿Quizá te ha molestado alguna cosa de Veselovsky?
Entonces, sin poder contenerse, él se lo dijo todo y como lo que decía le ofendía a él mismo, ello no hacía sino aumentar su irritación.
Permanecía ante Kitty con un terrible brillo en los ojos bajo el arrugado entrecejo y oprimiéndose el pecho con sus manos vigorosas, como para contenerse. La expresión de su rostro hubiera resultado severa y hasta feroz si, a la vez, no hubiera expresado un sufrimiento que conmovió a Kitty. Los pómulos le temblaban, se le entrecortaba la voz.
–Como supondrás, no tengo celos, ni puedo tenerlos. Esa palabra es detestable. No es que crea que… En fin, no puedo decir lo que siento, pero es terrible. No tengo celos pero me siento ofendido, afrentado por el hombre que osa mirarte de ese modo.
–Pero, ¿de qué modo me ha mirado? –preguntaba Kitty, tratando de recordar todas las palabras y ademanes de aquella noche en sus menores detalles.
En el fondo, reconocía que hubo algo inconveniente en el modo con que Veselovsky la había seguido al otro extremo de la mesa, pero no se atrevía a confesárselo y menos aún a decírselo a Levin, por no acrecentar sus sufrimientos.
–¿Qué atractivos puedo tener para…?
–¡Oh! –exclamó Levin, llevándose las manos a la cabeza– ¡Más valdría que callases! ¡De modo que si fueras atractiva…!
–Óyeme, Kostia, no seas así… –dijo Kitty, mirándole con expresión compasiva– ¿Cómo puedes pensar…? ¡Si para mí los hombres no existen, no existen, no existen! ¿O es que quieres que no me trate con nadie?
Al principio le habían ofendido sus celos, disgustada de que hasta la más pequeña e inocente diversión le fuera prohibida, pero ahora habría sacrificado con gusto, no tales pequeñeces, sino todo, por devolverle la tranquilidad y librarlo de la pena que experimentaba.
–¿Comprendes lo cómico y horrible de mi situación? –seguía él en voz baja, desesperado– Está en mi casa, no ha hecho nada malo en realidad, aparte de esa costumbre suya de cruzar las piernas, que él considera como un detalle más de elegancia y tengo que ser amable con él…
–¡Cómo exageras, Kostia! –exclamó Kitty, contenta en el fondo del amor inmenso que Levin le demostraba con sus celos.
–Lo horrible es que ahora, cuando eras más que nunca sagrada para mí, cuando éramos tan felices, tan infinitamente felices, llega ese hombre insignificante y… ¿Y qué puedo decir contra él? ¡No tengo nada que ver con hombre semejante! ¡Pero mi felicidad, tu felicidad…!
–Ya sé por qué ha pasado todo esto –dijo Kitty.
–¿Por qué? Dímelo…
–He notado cómo nos mirabas mientras hablábamos durante la cena.
–¡Ah! –exclamó Levin, inquieto.
Ella le explicó de lo que hablaban. Al contarlo, le sofocaba la emoción.
Levin calló. Luego miró el rostro pálido y disgustado de su esposa y se llevó las manos a la cabeza.
–¡Qué dolor te he causado! Perdóname, Katia. Ha sido una locura. ¡Qué mal me he portado, Katia! ¿Es posible que me haya torturado semejante tontería?
–No sabes cuánto lo siento. ¡Te compadezco con toda mi alma!
–¿A mí, a mí? ¡Si estoy loco! Pero, ¡que hayas sufrido tú! Es horrible pensar que un extraño pueda destruir así nuestra felicidad.
–Claro, esto es lo que ofende…
–Bien, para castigo de mi culpa, le invitaré a pasar con nosotros todo el verano y le colmaré de amabilidades. –dijo Levin, besándole las manos– Ya verás… Mañana… ¡Ah, es verdad que mañana vamos de caza!

SEXTA PARTE – Capítulo 8
Al día siguiente, muy de mañana, antes de que los niños se levantasen, los vehículos en que iban a cazar, el charabán y un carro, estaban ante la entrada.
«Laska», adivinando que había cacería, después de ladrar y saltar a su antojo, estaba ahora en el charabán al lado del cochero, mirando con inquietud y reproche la puerta, por la que tanto tardaban en aparecer los cazadores.
El primero en salir fue Veselovsky, con flamantes botas altas que le llegaban hasta la mitad de sus robustas piernas, con camisa verde de cazador, tocado con una gorra con cintas, ciñendo una canana nueva, que olía a cuero, y empuñando su escopeta inglesa, nueva también, sin cordón ni correa.
«Laska» corrió a su encuentro, festejándole y preguntándole a su modo, con sus saltos, si los demás saldrían en breve pero, no recibiendo contestación, volvió a su puesto de espera y allí aguardó de nuevo, con la cabeza de lado y una oreja aguzada.
Al fin, la puerta se abrió con estrépito y salió, dando saltos y cabriolas, «Krak», el pointer de Oblonsky y tras él el propio Oblonsky, con un cigarro en la boca y la escopeta en la mano.
–¡Calla, «Krak», calla! –ordenó afectuosamente a su perro, que le ponía las patas sobre el vientre y el pecho, aferrándose a su morral.
Esteban Arkadievich llevaba botas viejas, bandas hechas de ropa usada, unos calzones rotos y una zamarra. En la cabeza ostentaba los restos de un sombrero. En cambio, su escopeta de nuevo sistema era un verdadero primor y su morral y canana, aunque gastados, eran de cuero de primera calidad.
Veselovsky, hasta entonces, no había comprendido la verdadera elegancia del cazador, consistente en llevar ropa y zapatos viejos y en cambio efectos de caza inmejorables. Ahora, mirando a Oblonsky, esplendoroso entre aquellos andrajos, con su figura distinguida y jovial de verdadero señor, decidió que para la próxima cacería se vestiría del mismo modo.
–Veo que nuestro anfitrión se retrasa–dijo Vaseñka Veselovsky.
–Hombre, piense en su joven esposa… –repuso Oblonsky, sonriendo.
–Por cierto que es encantadora.
–Ya estaba vestido. Debe de ser que ha ido otra vez a verla.
Esteban Arkadievich acertaba. Levin había vuelto a despedirse de nuevo de su mujer y a preguntarle, otra vez, si le perdonaba la sandez de la noche anterior, así como para rogarle que hiciese el menor ejercicio posible. Sobre todo, debía apartarse de los niños, que podían empujarla y hacerle daño. Además, quería saber una vez más, de labios de Kitty, que no la disgustaba que él se fuera por un par de días; y, finalmente, le hizo prometer que al día siguiente y por un hombre a caballo, le mandaría una nota, aunque fuesen sólo dos líneas, para informarle de cómo seguía.
Kitty, como siempre, sentía separarse por aquellos dos días de su marido pero, al ver su figura corpulenta y vigorosa, con sus botas de cazador y su blusa blanca, irradiando esa animación peculiar de los cazadores que ella no podía comprender, olvidó su tristeza, compensada por la alegría de él y lo despidió con jovialidad.
–Perdonen, señores. –dijo Levin, corriendo al encuentro de sus compañeros– ¿Han puesto ahí el almuerzo? ¿Y cómo es que han enganchado al «Rojo» a la derecha? En fin, es igual. ¡Cállate, «Laska»! Anda, acuéstate. Llévalos al rebaño de becerros –agregó, dirigiéndose al vaquero, que le esperaba al pie de la escalera para preguntarle lo que debía hacer con los ternerillos –Perdonen. ––concluyó– Allí viene otro a fastidiarme.
Saltó del charabán en que ya se había acomodado y saltó al encuentro del maestro carpintero, quien, con una vara de medir en la mano, se acercaba a él.
–Ayer no pasaste por el despacho y hoy vienes a entretenerme… ¿Qué quieres?…
–Permítanos añadir unos peldaños a la escalera. Con tres más habrá bastante. Así lo arreglaremos bien. Será mucho más descansado…
–¡Más valdría que me hubieses obedecido! –contestó Levin con enfado– Te dije que pusieras los soportes y luego colocaras los peldaños. Ahora ya no hay arreglo. Haz lo que te he ordenado y construye una escalera nueva.
Ocurría que el maestro carpintero había estropeado una escalera, que construía para el pabellón, haciendo los soportes por separado sin calcular la pendiente. Los peldaños quedaron demasiado inclinados, y ahora el carpintero quería agregar tres más, dejando el mismo armazón.
–Esto sería mejor ––dijo.
–¿Cómo vas a arreglarte con tus tres escalones?
–No se preocupe; ––contestó el otro, con sonrisa desdeñosa– ya cuidaré yo de que quede bien. La iremos montando desde abajo y llegará arriba –añadió con gesto persuasivo -precisamente donde ha de llegar.
–Pero los tres peldaños la alargarán. ¿Hasta dónde va a llegar?
–La pondremos desde abajo y ya verá cómo queda bien –repitió el carpintero con persuasión y terquedad.
–¡Llegará al techo!
–No llegará. La subiremos de modo que quede justa.
Levin, con la baqueta del arma, empezó a dibujar la escalera en el polvo del camino.
–¿Lo ves? –preguntó al carpintero.
–Como usted quiera. –repuso el hombre, cambiando de expresión repentinamente y mostrando que había comprendido al fin– Ya veo que hay que hacer una escalera nueva.
–Pues hazlo como te mando. –exclamó Levin, sentándose en el charabán– ¡Vamos! –ordenó al cochero –Felipe: sujeta los perros.
Ahora que dejaba tras sí todas las preocupaciones familiares y domésticas, experimentaba tan viva alegría de vivir que no tenía ni deseos de hablar. Sentía la emoción concentrada que experimenta todo cazador acercándose al cazadero.
Lo único que le interesaba era pensar en si hallarían piezas en las marismas de Volpino, si «Laska» se portaría bien o no en comparación con «Krak» y si él mismo tendría buena puntería. ¿Cómo arreglarse para quedar bien ante un invitado nuevo? ¿Se mostraría Oblonsky mejor cazador que él? Tales eran los pensamientos que le ocupaban en aquel momento.
Oblonsky, sintiendo lo mismo, iba taciturno también. Sólo Veselovsky hablaba alegremente sin cesar.
Escuchándole, Levin se avergonzaba de lo injusto que había sido el día antes con él. Vaseñka era un buen muchacho, sencillo, bondadoso y muy jovial. Si Levin le hubiera conocido de soltero, de seguro que los dos habrían sido buenos amigos.
Cierto que a Levin le contrariaba algo su modo despreocupado de considerar la vida y su elegancia un poco desenvuelta. Parecía concederse una especial importancia por el hecho de tener largas uñas y llevar una gorrita escocesa y por lo demás que le distinguía. Pero todo podía perdonársele por su simplicidad y honradez.
Levin admiraba además su buena educación, su excelente pronunciación francesa e inglesa y su elegancia mundana.
Vaseñka, entusiasmado con el caballo del Don que corría al lado izquierdo, lo elogiaba sin cesar.
–¡Qué hermoso sería montar un caballo de la estepa y galopar por ella! ¿Verdad? –decía.
Y, aunque de manera imprecisa, se veía ya cabalgando por la estepa sobre aquel caballo, en una carrera salvaje y poética.
Además de su buen porte, agradable presencia y de la gracia de sus ademanes, resultaba atractiva su ingenuidad. Bien porque su carácter fuera realmente simpático a Levin o porque éste quisiera hoy encontrarlo todo bueno en Vaseñka para redimir su falta de anoche, el caso era que Levin esta mañana se sentía a gusto con él.
Cuando habían recorrido unas tres verstas, Vaseñka reparó en que no tenía sus cigarros ni su billetera; ignoraba si los había dejado sobre la mesa o los había perdido. La billetera contenía trescientos setenta rublos y, dada la importancia de la suma, Vaseñka deseaba asegurarse de que no lo había perdido.
–Oiga, Levin. ¿Podría llegarme a casa en un momento montando en ese caballo de la izquierda? ¡Sería admirable! –dijo, preparándose ya a cabalgar.
–No. ¿Para qué? –repuso Levin, calculando que Vaseñka debía pesar lo menos seis puds– Que vaya el cochero.
El cochero se fue montado a buscar la billetera y los cigarros y Levin tomó en sus manos las riendas.

CEREMONIA DE TÉ

sábado, julio 6th, 2013

Chaĭnaya tseremoniya - Vladimir Fedotko
Dense una vuelta por la obra de Vladimir Fedotko. Vale la pena. Ésta pieza se llama «Ceremonia de té» (Chaĭnaya tseremoniya) y, personalmente, me parece maravillosa la metáfora de la mujer como samovar, fuente de agua y calor.
Nos dice el autor: cada nación tiene su propia cultura del té; Rusia decidió hervir agua en un samovar para conseguir un «hilo de plata» de 85 a 90°C; el samovar era una cosa muy valiosa en la familia y se heredaba, era tratado con mucho cuidado y respeto y hasta adornado y decorado; toda la familia se reunía alrededor de la mesa y se tomaban entre 6 y 8 rondas de té.

AL SAMOVAR (Leonid Utesov – 1920)

sábado, julio 6th, 2013

Leonid Osipovich Utyosov (o Utesov) fue un artista ucraniano, legendario en la cultura soviética. Notablemente polifacético, fue un brillante actor, cantante, conductor, organizador y narrador extraordinario.
El Jazz es un género que está abierto a todas las influencias, ya sea al impacto del folclore, la música académica o las bellas artes. Como las personas que, a menudo, se convierten en descubridores de nuevos caminos en las arte y las ciencias, Utyosov que era un dotado en muchos campos, se las arregló para no sólo crear, sino también preservar para los años por venir el precoz jazz soviético. La adorada banda «Tea-jazz» no podía aparecer sin su líder, quien ya había logrado un gran éxito como actor a la edad de 30 años. Esta banda ostentaba todas las características de una representación teatral; el teatro en sí es una profunda síntesis de literatura, plástica y pintura; la Ópera y opereta añaden música a estas artes; pero la orquesta de Utyosov, donde los músicos se convertían en actores, acrecentando la «penetración mutua» de las artes, era un nuevo tipo de expresión artística, un experimento nunca antes visto.
Durante los años de guerra Utyosov condujo numerosas actuaciones para los soldados en el frente, así como para los heridos en los hospitales. También, como muchos otros artistas, donó dinero para construir aviones para luchar contra los nazis. La mayoría de los clásicos de la época heroica, como «Noche Oscura», «Barón von der Pschick» y «Bombers» se tocaron por primera vez por la orquesta de Utyosov. El gran concierto de la banda, el 9 de mayo de 1945, marcó el final de la guerra.
A principios de los 50 muchos artistas en la Unión Soviética fueron atacados por el Partido Comunista durante la dictadura de Joseph Stalin. Utyosov fue censurado se le prohibió actuar en espectáculos públicos. Su canción «Shalandy» y otras fueron prohibidas hasta 1956, cuando Nikita Jruschov inicio el «deshielo».
Durante los años 50, 60 y 70, Utyosov dio cientos de conciertos a través de la Unión Soviética y en el extranjero. Su banda de jazz se convirtió en una escuela para muchos músicos jóvenes. En 1965, recibió el título de Artista del Pueblo de la URSS.
Murió en 1982.
Les dejo esta pieza bellísima, de 1920, que se llama Al samovar, con una traducción que puede mejorarse (quien pueda ayudar, será bienvenido, como siempre).

Para ver el video y escuchar la música, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla.

Л Утесов У самовара я и моя Маша

AL SAMOVAR (Leonid Utesov – 1920)

Al samovar, mi Masha y yo
y ya oscureció completamente.
Y como en el samovar, nuestra pasión bulle!
Ella sonríe contenta, cada mes, por la ventana.

Masha me sirve té
y sus ojos prometen tanto:
al samovar, mi Masha y yo,
como un poquito de azúcar al té, será la noche.
(mientras «tomamos té» hasta el amanecer).

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 5 Y 6

viernes, julio 5th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 5
«Bárbara Andrievna: cuando yo era muy joven aún, forjé un ideal de mujer a quien amar y a quien hacer mi esposa. Después de largos años de vida, he hallado en usted lo que buscaba. La amo y le ofrezco mi nombre.»
Así se preparaba a hablar Sergio Ivanovich cuando estaba a diez pasos de Vareñka, la cual, arrodillada y defendiendo una seta de los asaltos de Grisha, llamaba a la pequeña Masha.
–Ven, ven, pequeña, ven. ¡Aquí hay muchas! ––decía con su agradable voz.
Viendo acercarse a Sergio Ivanovich no cambió de postura pero él advirtió en todo su aspecto que sentía su proximidad y se alegraba.
–¿Ha encontrado usted muchas? –preguntó –volviendo hacia él su hermoso rostro, que sonreía con dulzura enmarcado en el blanco pañuelo.
–Ninguna. ¿Y usted? –repuso Sergio Ivanovich.
Vareñka, ocupada con los niños que la rodeaban, no contestó.
–¡Otro! –dijo, mostrando a la pequeña Masha un hongo minúsculo sobre un delgado tallo cortado en la mitad de su esponjosa cabeza rosada por una brizna de hierba seca que había crecido bajo el hongo.
Vareñka se incorporó cuando Masha cogió el honguito, rompiéndolo en dos frescos pedazos.
–Esto me recuerda mi infancia –dijo Vareñka, dejando a los niños para aproximarse a Sergio Ivanovich.
Anduvieron unos pasos en silencio.
Vareñka adivinaba que él quería hablar; sabía ya de qué y la alegría y el temor le oprimían el alma.
Se alejaron tanto, que todos los perdieron de vista; pero él seguía callando. Vareñka optó por callar también. Después de un silencio, resultaba más fácil hablar de lo que les interesaba que a raíz de unas palabras sobre las setas.
Pero, como involuntariamente, Vareñka dijo de improviso:
–¿De modo que usted no ha encontrado nada? Claro… En el bosque siempre hay menos setas que en los linderos.
Sergio Ivanovich suspiró sin contestar. Le desagradaba que ella hablara de las setas. Habría querido hacerla volver a sus primeras palabras sobre su infancia; pero, también como a la fuerza, tras una pausa le contestó:
–He oído decir que los hongos blancos crecen en los linderos del bosque pero no sé distinguirlos.
Pasaron otros varios minutos. Se alejaron más de los niños y ahora estaban completamente solos.
El corazón de Vareñka latía de tal modo que ella percibía sus latidos. Se daba cuenta de que se ruborizaba, palidecía y volvía a ruborizarse.
Ser esposa de un hombre como Kosnichev después de la posición en que viviera con la señora Stal, le parecía que era más de lo que podía desear. Estaba, por otra parte, convencida de que lo amaba.
Sentía que ahora iba a decidirse todo y se asustaba de lo que le diría y de lo que le dejaría de decir.
Sergio Ivanovich comprendía, también, que había que explicarse ahora o no lo harían nunca. Todo en la mirada, el rubor y los ojos de Vareñka delataba una fuerte emoción. Kosnichev la compadecía.
Pensaba aun que no decirle nada ahora, sería ofenderla. Se repitió mentalmente todo lo aducido en pro de su decisión; se repitió incluso las palabras con las que quería expresársela.
Pero, por una inesperada asociación de ideas, en vez de decirle lo que pensaba, le preguntó:
–¿Qué diferencia hay entre el hongo blanco y el hongo de álamo?
Los labios de Vareñka temblaron de emoción al contestar:
–La cabeza no difiere casi, pero el tallo sí.
Y, después de pronunciar estas palabras, comprendieron ambos que todo había terminado, que lo que debía decirse no se diría. Y su mutua emoción, que había alcanzado su punto máximo, empezó a calmarse.
–El tallo del hongo de álamo recuerda la barba de un hombre moreno sin afeitar –dijo, ya completamente tranquilo, Sergio Ivanovich.
–Es cierto –repuso Vareñka sonriente.
Y, sin darse cuenta, cambiaron el rumbo de su paseo y se acercaron a los niños.
Vareñka sentía dolor y vergüenza pero a la vez experimentaba cierta sensación de alivio.
De vuelta a casa y repasando todos los motivos que podía tener para casarse, Sergio Ivanovich halló que había pensado equivocadamente. No podía traicionar la memoria de María.
–¡Calma, calma, calma, niños! –gritó Levin, casi irritado, poniéndose ante su mujer para defenderla cuando los chiquillos, entre gritos de alegría, venían corriendo a su encuentro.
Detrás de los niños salieron del bosque Sergio Ivanovich y Vareñka.
Kitty no necesitó preguntar nada. En los rostros serenos y como avergonzados de los dos, la joven comprendió que sus esperanzas no se habían realizado.
–¿Y qué? –preguntó su marido cuando volvían a casa.
–No toma –dijo Kitty, recordando a su padre en el modo de reír y hablar, lo que Levin observaba a menudo en ella con placer.
–¿Qué quiere decir «no toma»?
–Esto; mira lo que hacen. –repuso Kitty, cogiendo la mano de su marido, llevándosela a la boca y tocándola con sus labios cerrados– Le besa la mano como se le besa a un obispo.
–Pero, ¿quién es el que «no toma»? –preguntó Levin riendo.
–Ni el uno ni el otro. Mira, es así como debe hacerse.
Y Kitty besó la mano de su marido.
–Cuidado. Ahí vienen unos aldeanos.
–No, no han visto nada…

SEXTA PARTE – Capítulo 6
Mientras los niños tomaban el té, los mayores, sentados en el balcón, hablaban como si nada hubiera sucedido, a pesar de que todos, en especial Sergio Ivanovich y Vareñka, sabían que se había producido un hecho muy importante, aunque negativo.
Tanto él como ella experimentaban un sentimiento análogo al de un alumno después de un examen desfavorable, cuando queda en la misma clase o lo hacen salir del colegio.
Todos los presentes, comprendiendo, también, que había sucedido algo, hablaban con animación de cosas indiferentes.
Levin y Kitty esta tarde se sentían particularmente felices y enamorados. El que ellos fueran felices con su amor, parecía una desagradable alusión a los que querían serlo y no podían, por lo que experimentaban un sentimiento de pesar.
–Acuérdense de lo que les digo. Alexandre no vendrá hoy –aseguró la Princesa.
Aguardaban para aquella tarde la llegada de Oblonsky y el anciano príncipe había escrito que quizá fuera él también.
–Y sé muy bien por qué; –continuó la anciana señora– según él a los recién casados hay que dejarlos solos durante los primeros tiempos.
–Papá nos tiene abandonados. Hace mucho que no lo vemos. –dijo Kitty– Además, ¿acaso somos recién casados? ¡Si somos veteranos ya!
–Pues si él no viene, yo os dejaré, hijas ––dijo la Princesa suspirando melancólicamente.
–¿Por qué, mamá? ––exclamaron ellas.
–Pensad en lo triste que se sentirá él ahora…
Insólitamente, la voz de la anciana tembló.
Sus hijas callaron y cruzaron una mirada, con la que querían significar:
«Mama siempre encuentra algún motivo de tristeza.»
Ignoraban que, por bien que ella se hallara en casa de Kitty y por útil que se considerara allí, sufría y estaba apenada por sí misma y por su esposo desde que su hija menor, la preferida, se había casado, dejando su hogar tan vacío.
–¿Qué quiere usted? –preguntó Kitty a Agafia Mijailovna, que se acercaba con aire de importancia y de misterio.
–Es que la cena…
–Anda, ve a dar órdenes mientras yo le tomo la lección a Grisha. Hoy no ha estudiado nada –dijo Dolly.
–Esa lección debo darla yo. Ya voy, Dolly –repuso Levin levantándose de un salto.
Grisha había ingresado ya en el instituto y tenía que preparar sus lecciones durante el estío. Dolly, que en Moscú estudiaba hasta latín con su hijo, al llegar al campo se impuso la norma de repetir con él al menos las lecciones más difíciles de aritmética y latín.
Levin se ofreció a hacerlo en su lugar pero ella, viendo una vez cómo Levin tomaba la lección al niño y notando que no lo hacía como el profesor repasador en Moscú, se disgustó y, procurando no ofender a su cuñado, le dijo resueltamente que había que repasar las lecciones tal como estaban en el libro, según hacía el profesor de Moscú y que por ello prefería dar ella misma las lecciones a su hijo.
Levin se sentía enojado contra Esteban Arkadievich, que en su despreocupación descuidaba la vigilancia de los estudios de sus hijos, dejando a la madre aquel cuidado del que ella no entendía nada y lo estaba también contra los profesores que enseñaban tan mal a los niños.
No obstante, prometió a su cuñada dirigir los estudios de su hijo como ella quería y seguía dando clase a Grisha, pero no por su método propio, sino por el del libro, motivo por el cual no lo hacía de buena gana y a menudo, como había sucedido hoy, olvidaba la hora de la clase.
–Iré yo, Dolly quédate aquí. –dijo– Lo repasaremos todo de acuerdo al libro. Únicamente cuando venga Stiva y salgamos de caza dejaremos un poco las lecciones.
Y Levin se dirigió al cuarto de Grisha.
Vareñka, a su vez, se ofreció a cumplir el trabajo de Kitty. También allí, en la casa feliz y bien administrada de los Levin, había sabido hacerse útil.
–Yo cuidaré de la cena. Usted siéntese –dijo.
Y se dirigió a Agafia Mijailovna.
–Seguramente no han encontrado pollos y tendremos que apelar a los nuestros –dijo Kitty.
–Ya lo veremos Agafia Mijailovna y yo.
Y Vareñka desapareció con el ama de llaves.
–¡Qué muchacha tan simpática! –dijo la Princesa.
–No es simpática, mamá, sino, encantadora como pocas.
–¿De modo que viene Esteban Arkadievich? –preguntó Sergio Ivanovich, que al parecer no quería continuar la charla sobre Vareñka– Es difícil hallar dos cuñados menos semejantes. –agregó con fina sonrisa– El uno es animadísimo, vive en sociedad como pez en el agua, y el otro, nuestro Kostia, es entusiasta, sensible pero, en sociedad, o permanece extático o se agita sin ton ni son como un pez fuera de su elemento.
–Sí, es muy poco prudente. –dijo la Princesa, dirigiéndose a él– Precisamente quería decirle que a ella –e indicó a Kitty– le es imposible permanecer aquí y tendrá que trasladarse a Moscú. Él dice que más vale mandar venir al médico.
–Kostia hará todo lo necesario, mamá, está conforme con todo –atajó Kitty, molesta al ver que su madre hacía a Sergio Ivanovich juez en aquel asunto.
Mientras hablaban, en el camino se oyeron relinchos de caballos y ruido de ruedas sobre la arena.
Aún no había tenido tiempo Dolly de levantarse a ir al encuentro de su marido, cuando Levin saltó del piso de abajo, donde Grisha estudiaba y ayudó a bajar al chiquillo.
–¡Es Stiva! –gritó Levin bajo el balcón– No te apures, Dolly; ya hemos terminado.
Y como un niño, echó a correr hacia el coche.
–¡Hola, bola, hola! –gritaba Grisha, dando saltos por el camino.
–Viene otro… ¡Debe de ser papá! –gritó Levin, deteniéndose– Kitty, no bajes la escalera. Es muy empinada. Más vale que des la vuelta.
Pero Levin se equivocó tomando por su suegro al que venía en el landolé (1).
Al llegar al carruaje, vio junto a Oblonsky, no al Príncipe, sino a un joven, guapo, grueso, tocado con una gorra escocesa de la que pendían largas cintas.
Era Vaseñka Veselovsky, primo de los Scherbazky, brillante joven tan petersburgués como moscovita, «muchacho excelente y apasionado cazador», según le presentó Esteban Arkadievich.
Nada turbado por la decepción que produjo al aparecer sustituyendo al anciano príncipe, Veselovsky saludó alegremente a Levin, recordándole que se habían conocido en otra ocasión y cogió a Grisha al vuelo, levantándolo sobre el perdiguero que traía consigo Esteban Arkadievich.
Levin no subió al landolé y lo siguió a pie por el camino.
Se sentía algo disgustado por el hecho de que no hubiese acudido su suegro, a quien apreciaba más cuanto más trataba, y disgustado también por la llegada de aquel Veselovsky, hombre extraño a la familia, que, a su juicio, no hacía otra cosa que estorbar.
Y aún le pareció más ajeno y superfluo cuando, al llegar a la escalinata donde estaban todos, observó que Veselovsky besaba la mano de Kitty con especial afecto y galantería.
–Su esposa y yo somos cousins y, además, viejos amigos –afirmó Vaseñka, apretando de nuevo con fuerza la mano de Levin.
–¿Cómo estamos de caza? –preguntó Esteban Arkadievich a su amigo.
A Oblonsky casi no le quedaba tiempo de decir una palabra amable a cada uno de los presentes.
–Vaseñka y yo –añadió– venimos con intenciones infernales… ¿Sabe, mamá, que él, desde hace no sé cuánto, no estaba en Moscú? Allí tienes una cosa para ti, Tania. Sácala de la zaga del landolé.
Y Esteban Arkadievich se volvía a todos lados.
–Estás mucho mejor, Doleñka –dijo a su mujer, besándole la mano una vez más, reteniéndosela en una de las suyas y acariciándosela con la otra.
Levin, un momento antes de excelente humor, miraba ahora a todos sombríamente, encontrándolo todo mal.
«¿A quién besaría ayer con esos mismos labios?» , se dijo, observando el cariño con que Oblonsky trataba a su mujer. Y, contemplando a Dolly, experimentó la misma sensación de desagrado.
«Puesto que ella no cree en su amor, ¿por qué está tan alegre? ¡Es abominable!», pensó.
Miró a la Princesa, a quien tanta simpatía tuviera unos momentos antes, y se sintió vejado por el modo cómo saludaba a aquel Vaseñka con su gorra de cintas, tratándolo como si estuviera en su propia casa.
Incluso su hermano, que salió a la escalera, le desagradó, al observar la fingida amistad con que saludaba a Oblonsky, ya que Levin sabía que no lo apreciaba ni sentía ningún respeto por él.
También Vareñka le disgustó, viéndola saludar a aquel hombre, con su aspecto de sainte–nitouche, cuando no pensaba en el fondo más que en casarse lo antes posible.
Pero lo que llevó al colmo su despecho fue el ver a Kitty que, dejándose arrastrar por el entusiasmo general, contestaba con una sonrisa, que a él le pareció llena de significación, a la sonrisa feliz de aquel individuo que consideraba su llegada al pueblo como una fiesta para él y para los demás.
Todos entraron en la casa hablando ruidosamente. Pero apenas se hubieron sentado, Levin volvió la espalda y salió.
Kitty comprendió que a su marido le pasaba algo. Trató de hallar un momento para hablarle a solas, pero él la dejó, pretextando tener que trabajar en el despacho. Hacía tiempo que los asuntos de la finca no le parecían tan importantes como hoy.
«Ellos están de fiesta, pero yo debo atender a cosas que no tienen nada de festivas, que no pueden esperar y sin las que es imposible vivir», pensaba.
(1) Landolé: palabra que se usa para versiones reducidas de landaus, con asientos para dos pasajeros mirando hacia delante y cubierto por una capucha plegable; por extensión, también se usa para designar los automóviles que tienen una cubierta convertible sobre el asiento trasero, puediendo ser el asiento delantero o cubierto o abierto.

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