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ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 3 Y 4

jueves, julio 4th, 2013

17-Libros. Te. Tarde.
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 3

Kitty se alegró de quedar sola con su marido, porque en el rostro de él, que reflejaba tan vivamente todos sus sentimientos, vio una sombra de tristeza en el momento en que, entrando en la terraza, le preguntó de qué habían hablado y ella no contestó.
Cuando, marchándose ante todos, a pie, perdieron de vista la casa y salieron al camino polvoriento, llano, cubierto de espigas y granos de centeno, ella se apoyó más en el brazo de su esposo y lo apretó contra sí.
Levin olvidó la reciente impresión desagradable y, a solas con Kitty y el recuerdo de cuyo estado no lo abandonaba jamás, experimentó una vez más el sentimiento, alegre y puro, de hallarse próximo a la mujer querida.
No tenía de qué hablarle, pero deseaba oír el sonido de su voz, que había cambiado durante su embarazo.
En su voz y en sus ojos había ahora la dulzura y la gravedad de las personas concentradas en una ocupación que les es grata.
–¿No te cansarás? Apóyate más en mi brazo –dijo Levin.
–No me canso. Me alegro de estar a solas contigo. Aunque me siento a gusto con los demás, añoro nuestras veladas invernales en que quedábamos los dos solos…
–Entonces estábamos bien y ahora mejor. Las dos cosas son excelentes –repuso Levin apretándole el brazo.
–¿Sabes de lo que hablábamos cuando llegaste?
–¿De la confitura?
–De eso y de cómo suelen declararse los hombres.
–Ya –dijo Levin.
Escuchaba más el sonido de la voz de Kitty que las palabras que le decía, pensando siempre en el camino que iba al bosque y evitando los sitios en que Kitty pudiera dar un mal paso.
–Hablábamos de Sergio Ivanovich y de Vareñka. ¿Te has dado cuenta de que… Yo deseo vivamente… – continuó ella– ¿Qué te parece?
Y Kitty le miró a la cara.
–No sé qué pensar. Sergio, en ese sentido, me resulta muy raro. Ya lo he referido…
–Sí, que estuvo enamorado de una muchacha que murió.
–Cierto. Eso sucedió siendo yo niño. Y lo sé porque me lo contaron. Me acuerdo bien de cómo era en aquella época: un hombre apuesto y atrayente. Desde entonces lo veo cómo procede con las mujeres. Se muestra amable con ellas, incluso le gustan algunas… pero las considera personas, no mujeres, concretamente. Ya me entiendes…
–Ahora, con Vareñka, parece, sin embargo, que es diferente…
–Quizá. Pero es preciso conocerlo. Es un hombre muy extraño. Sólo vive una vida espiritual. Tiene un alma demasiado pura y elevada.
–¿En qué puede rebajarlo ese sentimiento?
–No lo rebajaría. Pero él está habituado a llevar una existencia puramente espiritual; no sabría reconciliarse con la realidad y Vareñka, al fin y al cabo, es una realidad…
Levin se había acostumbrado ahora a expresar directamente sus pensamientos sin tomarse el trabajo de revestirlos de palabras precisas. Sabía que su mujer, en momentos como éste, lo entendía con medias palabras.
Y Kitty, en efecto, lo comprendió.
–Oh, no, Vareñka pertenece más a la vida espiritual que a la real. No es como yo. Comprendo que una mujer como yo no puede gustarle a tu hermano.
–No, él te quiere mucho y a mí me es muy grato que los míos te quieran.
–Sí, es muy bueno conmigo, pero…
–Pero no como el difunto Nikoleñka. Llegasteis a quereros mucho –concluyó Levin. Y añadió–: ¿Por qué no confesarlo? A veces me reprocho al pensar que acabaré olvidándolo. ¡Qué hombre tan admirable y tan terrible era mi hermano Nicolás! Sí… Y ¿de qué hablábamos? –preguntó tras un silencio.
–Entonces, ¿crees que él no puede enamorarse? –insistió Kitty, traduciendo a su idioma las palabras de Levin.
–No es que no pueda enamorarse. –repuso él sonriendo– Pero no es lo bastante débil para… Siempre lo he envidiado; hasta ahora, que soy feliz, lo envidio.
–¿Le envidias que no sea capaz de enamorarse?
–Lo envidio porque vale más que yo. –contestó Levin, sonriendo– No vive más que para sí. Toda su vida obedece al deber. Y por eso puede estar siempre tranquilo y contento
–¿Y tú no? –dijo Kitty con sonrisa irónica y afectuosa. No habría podido decir qué camino seguían sus pensamientos para llevarla a sonreír, pero consideraba que su marido, al elogiar de aquel modo a su hermano y rebajarse tanto él, no era sincero. Sabía que esta falta de sinceridad procedía del cariño a su hermano, de una especie de vergüenza de ser demasiado feliz y, sobre todo, de su deseo constante de ser mejor.–¿Así que tú estás descontento? –insistió, con la misma sonrisa, feliz de descubrir en él aquellos sentimientos.
La incredulidad de ella respecto a su satisfacción alegraba a Levin, porque involuntariamente lo obligaba a exponer las causas de su descontento.
–Soy feliz, pero no estoy contento de mí mismo.
–¿Cómo puedes estar descontento si eres feliz?
–No sé cómo explicarlo. Ahora no siento en mi alma otro interés sino el que tú, por ejemplo, no des un paso en falso. ¡No saltes así! ––exclamó, interrumpiendo el diálogo, para reprocharle al verla que realizaba un movimiento demasiado vivo para pasar sobre una gruesa rama seca caída en el camino– Pero cuando pienso en mí y me comparo con otros, sobre todo con mi hermano, siento que no valgo nada…
–¿Por qué? ––exclamó Kitty con la misma sonrisa– ¿No haces lo mismo que los demás? ¿Y tu granja y tu propiedad y tu libro?
–No… Ahora lo noto sobre todo por culpa tuya. ––dijo él, apretándole el brazo– Sí, es por culpa tuya… Todo lo hago de cualquier manera. Si pudiese apasionarme por esas cosas como por ti… Pero, últimamente, lo hago todo como una lección que me obligaran a aprender de memoria…
–Entonces, ¿qué dirás de papá? –preguntó Kitty– No debe de valer nada tampoco, puesto que no ha hecho nada en beneficio de la Humanidad.
–¿Él? ¿Pero acaso tengo yo la bondad, la sencillez, la claridad de ideas de tu padre? Yo, al no hacer nada, me atormento. ¡Y todo eso te lo debo a ti! Cuando tú no estabas, cuando no existía esto, –dijo Levin, indicando con una mirada el vientre de Kitty, lo que ella comprendió en seguida– todas mis fuerzas se empleaban en mi actividad, pero ahora no puedo hacerlo y me avergüenzo de ello. Lo hago todo como quien recita una lección, finjo…
–Entonces, ¿querrías cambiarte por Sergio Ivanovich? –preguntó Kitty– ¿Habrías querido ocuparte del bien colectivo y dedicarte a esta tarea señalada y nada más?
–Claro que no. –repuso Levin– En cualquier caso, soy tan feliz, que no sé nada de nada… ¿Crees que se declarará hoy mi hermano? –interrogó, después de un silencio.
–Sí y no. Pero me agradaría mucho que sucediese. Espera…
Kitty se inclinó para coger una margarita silvestre que crecía al borde del camino.
–Mira a ver si se declarará o no –dijo, dándole la flor.
–Sí, no… –empezó Levin, deshojando los blancos y recios pétalos de la flor.
–¡Alto! –exclamó Kitty, que seguía con afán el movimiento de sus dedos, cogiéndole la mano– ¡Has arrancado dos de una vez!
–Entonces este pequeño no se cuenta. –dijo él, arrancando un pequeño pétalo apenas crecido– Mira, la tartana: ¡nos ha alcanzado!
–¿Estás cansada, Kitty? –gritó su madre.
–En modo alguno.
–Si lo estás, siéntate aquí. Los caballos son mansos y andan despacio.
Pero no valía la pena subir; estaban ya cerca del lugar y continuaron el camino, todos a pie.

SEXTA PARTE – Capítulo 4

Vareñka estaba muy atractiva, con su pañuelo blanco sobre la negra cabellera, rodeada de niños, ocupándose alegremente de ellos y visiblemente conmovida por la posibilidad de que el hombre que le gustaba se le declarase.
Sergio Ivanovich, a su lado, la miraba sin cesar, recordando las agradables conversaciones que había mantenido con ella y comprendiendo, cada vez más claramente, que experimentaba por la joven un sentimiento especial, que ya sintiera otra vez, mucho tiempo atrás, en su primera juventud. Sí, sólo una vez…
La impresión de alegría que le causaba su proximidad fue creciendo sin cesar hasta el momento en que, al darle una seta, una enorme seta de tallo delgado, con los bordes vueltos hacia afuera, la miró a los ojos y observó el rubor que su emoción tímida y alborozada hacía subir a su rostro. Él mismo se turbó y le sonrió con una de aquellas sonrisas que dicen tantas cosas.
«De ser así», se dijo, «debo pensarlo antes de resolverme, sin dejarme llevar, como un chiquillo, de la influencia del momento».
–Voy a separarme de todos para buscar setas por mi cuenta, –pronunció en voz alta Sergio Ivanovich– porque, si no, mis hallazgos van a pasar inadvertidos.
Y se alejó del lindero del bosque por cuya suave alfombra pasaban, entre los viejos álamos poco frondosos, hacia el interior, donde a los troncos blancos de los álamos se unían los grises de los olmos y los oscuros de los avellanos.
Habiéndose apartado unos cuarenta pasos, Sergio Ivanovich se encontró detrás de un avellano en pleno florecimiento, cuyas ramas con sus racimos de un rojo rosado lo ocultaban a los ojos de sus acompañantes y se detuvo.
Todo estaba en calma en tomo suyo. Sólo en torno de los álamos a cuya sombra se encontraba, zumbadoras moscas volaban como un enjambre de abejas y, a lo lejos, se oían, de vez en cuando, las voces de los niños.
De pronto, muy cerca, en el lindero del bosque, sonó la voz de contralto de Vareñka llamando a Gricha.
Una sonrisa alegre iluminó el rostro de Sergio Ivanovich y, al tener conciencia de su sonrisa, movió la cabeza en señal de desaprobación y, sacando un cigarro del bolsillo, se dispuso a fumar.
Estuvo mucho rato sin conseguir inflamar el fósforo que frotaba en el tronco de un abedul. La suave pelusa de la blanca corteza se pegaba al fósforo y apagaba la llama.
Al fin, consiguió encender uno y el aromático humo del cigarro se elevó ante él como un ondulante velo hacia las ramas colgantes del abedul.
Siguiendo con la vista las volutas del humo, Sergio Ivanovich continuó su camino pensando en su situación.
«¿Por qué no?», se decía. «Si esto fuera una explosión de sentimientos, una pasión, si hubiera sentido esta inclinación, que ya puedo llamar recíproca y notara, a la vez, que ello iba contra mi modo de vivir; si, entregándome a esta inclinación observara que traiciono mi vocación y mi deber… Pero no hay nada de eso… Sólo puedo alegar en contra que, al perder a María, prometí ser fiel a su memoria. Sólo esto puedo oponer a mi sentimiento y, desde luego, comprendo que es importante.»
Pero mientras se hacía estas reflexiones, advertía, a la vez, que para él no podían tener ninguna importancia, salvo, tal vez, la de que estropearía a los ojos de los demás su papel de fiel enamorado.
«Aparte de esto, por mucho que busque, no encontraré nada contra mi sentimiento. Si hubiera escogido sólo ateniéndome a la razón, no habría hallado nada mejor.»
Pensando en cuantas mujeres conocía, no lograba recordar ninguna que reuniese aquellas cualidades que él, reflexionando fríamente, había siempre deseado para su esposa.
Vareñka tenía el encanto y lozanía de la juventud pero no era una niña y si lo amaba, era conscientemente, como debe amar una mujer.
Pero había algo todavía mejor y era que ella no sólo estaba apartada de las opiniones del gran mundo, sino que, evidentemente, el gran mundo le repugnaba, sin perjuicio de conocerlo y de saberse mover en él dignamente, sin lo cual Sergio Ivanovich no podía concebir a la compañera de su vida.
Además, Vareñka era religiosa, pero no como una niña, al modo de Kitty, religiosa y buena por instinto, sino con conocimiento de causa, ordenando su vida según los principios religiosos.
Incluso en otros detalles, Sergio Ivanovich hallaba en ella cuanto pudiera desear en su esposa: Vareñka era pobre y vivía sola en el mundo y no traería con ella una caterva de parientes y su influencia en casa del marido, como sucedía con Kitty, y estaría obligada en todo a su marido, cosa que había deseado también siempre para su futura vida conyugal.
Y la joven que reunía todas aquellas condiciones lo amaba, lo que él, aunque modesto, no podía dejar de observar. Y Sergio Ivanovich la amaba también.
Había un obstáculo: su edad. Pero en su familia eran todos fuertes y vivían muchos años. No representaba apenas cuarenta y recordaba que sólo en Rusia se considera viejos a los hombres cincuentones.
En Francia un cincuentón está dans la force de l’âge y un cuarentón es un jeune homme. ¿Qué significaba la edad si él se sentía tan joven de espíritu como veinte años atrás? ¿Acaso no era juvenil el sentimiento que experimentaba ahora cuando, al salir desde el centro del bosque a su límite, veía bajo los oblicuos rayos del sol, inundada en su luz, la graciosa figura de Vareñka, con su vestidito amarillo?
Ella, con el cesto al brazo, pasó con rápido andar ante el tronco de un abedul. La impresión que le causara Vareñka se unió en él a una perspectiva que le sorprendió por su belleza: el campo de avena que empezaba a amarillear, anegado en los rayos oblicuos del sol y, más allá, el añoso bosque, también salpicado de manchas amarillas, que desaparecía en la lejanía azul…
Su corazón se estremeció de alegría, su alma se llenó de ternura y Sergio Ivanovich se decidió.
En aquel momento, Vareñka, que se había inclinado para coger una seta, se erguía con gentil ademán.
Sergio Ivanovich tiró el cigarro con un rápido movimiento y se dirigió hacia ella.

TÉ NEGRO O PU ERH (7ma parte)

jueves, julio 4th, 2013

Fábrica de Pu Erh
AÑEJAMIENTO Y ALMACENAMIENTO
Los Pu-erh de todas las variedades, formas y tipo de cultivo pueden ser añejarse para mejorar su sabor, pero las propiedades físicas del té afectarán a la velocidad de envejecimiento, así como a su calidad. Estas propiedades incluyen:

CALIDAD DE LA HOJA:
El factor más importante, sin duda, es la calidad de la hoja. Un MáoChá que se ha procesado incorrectamente no evolucionará al mismo nivel de delicadeza que uno correctamente procesado. El grado y la forma de cultivo de la hoja también afectan la calidad en gran medida y, por lo tanto, su envejecimiento.

COMPRESIÓN:
Cuanto más apretado se comprima un té, más lentamente añejará. En este sentido, aquéllos prensados de forma más suelta, a mano o piedra envejecerán más rápidamente que aquéllos más densos, comprimidos con la prensa hidráulica.

FORMA Y TAMAÑO:
A mayor superficie de contacto con el aire, más rápidamente envejecerá el té. Bǐngchá y Zhuanchá envejecen más rápidamente que el Melón de oro, Tuóchá o Jǐnchá. Los discos más grandes envejecen más lentamente que los más pequeños.

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Almacenamiento de ladrillos

Tan importantes como las propiedades del té son las condiciones ambientales de almacenamiento, que también influyen en la velocidad y el éxito del añejamiento. Éstas incluyen:

EL FLUJO DE AIRE:
Regula el contenido de oxígeno que rodea al té y elimina los olores del té que se añeja. El aire viciado, frío y húmedo, volverá al té rancio y con olor a humedad. Envolver al té en plástico detendrá el proceso de envejecimiento.

OLORES:
El té absorbe todos los olores y aromas con los que entra en contacto. Entonces, expuesto a la presencia de olores fuertes, adquirirá los mismos de por vida. Airear el pu-erh puede reducir estos olores, aunque, a menudo, no del todo.

HUMEDAD:
A mayor humedad, más rápida será el añejamiento. El agua que se acumule sobre el té puede acelerar el proceso de envejecimiento pero también puede causar el crecimiento de moho o arruinar el sabor del té. Se recomienda de 60 a 85% de humedad.

LUZ DE SOL:
El té que se expone a la luz del sol se seca antes de tiempo y, generalmente, se vuelve amargo.

TEMPERATURA:
Los tés no deben ser sometidos a altas temperaturas ya que desarrollaran sabores indeseables. Sin embargo, a bajas temperaturas, el envejecimiento del té Pu Erh se ralentizará drásticamente.

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Almacenamiento de tortas o discos

ENVASADO:
Cuando el té se conserva dentro de caña de bambú, el material de la envoltura del Tong, ya sea que esté hecho de hojas de bambú, brotes de bambú o papel grueso, también puede afectar a la calidad del proceso de envejecimiento.
Los métodos de envasado cambian los factores ambientales y pueden, incluso, contribuir al sabor del té.

Más allá de todo lo mencionado, hay que destacar que un buen Pu Erh añejo no se evalúa sólo por su edad. Llegará un momento en que una torta de Pu Erh alcance su pico de calidad antes de comenzar a decaer. Debido a las muchas recetas y distintos métodos de procesamiento utilizados en la producción de diferentes lotes de Pu Erh, el añejado óptimo para cada año variará. Algunos pueden tardar 10 años, mientras que otros 20 o 30 o más años. Es importante chequear el estado de envejecimiento de las tortas de té para saber cuando han alcanzado su máximo y así detener el proceso de añejamiento a tiempo.

Envoltorio de torta de Pu Erh

Packaging de torta de Pu Erh

Fuentes y fotos: Esgreen, Puerhshop, The tea urchin.

ANNA KARENINA – SEXTA PARTE – CAPÍTULOS 1 Y 2

miércoles, julio 3rd, 2013

Олег Сизоненко Чай с вареньем. 2006
Dos capítulos divinos, llenos de imágenes para traer desde nuestras memorias hasta nuestras retinas, recuerdos de infancia. Quién no disfrutó de ver a sus abuelas hacer dulces? Prepárense un riquísimo blend y tráiganse el frasco de jalea o mermelada a la cama, con una cuchara (como hace mi mamá). Listos? Bien! Vamos con los Capítulos 1 y 2 de la Sexta Parte de Anna Karenina.
La obra de hoy: Олег Сизоненко Чай с вареньем. 2006.

ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEXTA PARTE – Capítulo 1
Daria Alejandrovna pasaba el verano con sus hijos en Pokrovskoie, en casa de su hermana Kitty Levina.
Como la casa de los Oblonsky estaba completamente en ruinas, Kitty y Levin convencieron a Dolly de que se instalara allí con ellos, decisión que fue aprobada de buen grado por Esteban Arkadievich. Afirmaba éste que sentía mucho que el trabajo no le permitiera pasar el verano con su familia, lo que habría sido para él la máxima felicidad.
Quedó, pues, en Moscú y, de vez en cuando, iba al campo y pasaba allí un par de días.
Además de los Oblonsky, sus niños y la institutriz, también estaba allí, por aquellos días, la anciana princesa madre de Kitty, que consideraba deber suyo velar por la hija inexperta que se hallaba «en aquel estado».
Estaba también con ellos Vareñka, la amiguita de Kitty en el extranjero, la cual, cumpliendo su promesa de visitarla cuando se casase, había ido a pasar una temporada con ella. Todos eran parientes y amigos de la mujer de Levin. Y, aunque éste los quería a todos, lamentaba que se turbase su ambiente y orden habituales con aquel «elemento Scherbazky», como solía decir para sí.
De allegados propios sólo estaba en su casa, aquel verano, Sergio Ivanovich pero aun éste no tenía, en realidad, en su modo de ser, nada de los Levin, sino de los Kosnichev, de modo que el ambiente de los suyos desaparecía por completo.
En aquella casa, durante tanto tiempo desierta, había tanta gente, ahora, que casi todas las habitaciones estaban ocupadas y, a diario, la anciana princesa, al sentarse a la mesa, tenía que contar a todos y poner a comer en una mesita aparte a alguno de sus decimosegundo o decimotercero nietos.
Kitty, que se ocupaba activamente de la casa, tenía no poco trabajo en encontrar gallinas, pavos y patos, que se consumían en enormes cantidades, dado el apetito que mostraban los invitados y, en particular, los niños, aquel verano.
Durante la comida de aquel día, toda la familia estaba reunida a la mesa. Los hijos de Dolly, la institutriz y Vareñka trazaban planes sobre los sitios donde habían de ir a buscar setas. Sergio Ivanovich, a quien todos tenían, por su sabiduría e inteligencia, un respeto rayano en adoración, sorprendió a todos interviniendo en la charla sobre las setas.
–Permítanme que les acompañe. Me gusta mucho buscar setas. –dijo, mirando a Vareñka –Me parece una agradable ocupación.
–¿Por qué no? Con mucho gusto –repuso ella ruborizándose.
Kitty cambió con Dolly una significativa mirada. Aquella proposición de Sergio Ivanovich confirmaba ciertas sospechas que Kitty albergaba hacía algún tiempo.
Temiendo que advirtiesen su gesto, se puso a hablar en seguida con su madre.
Después de comer, Sergio Ivanovich se sentó ante su taza de café junto a la ventana del salón, continuando la charla iniciada con su hermano y mirando de vez en cuando hacia la puerta por la que habían de pasar los niños al salir de excursión. Levin se había instalado en el alféizar de la ventana, junto a él.
Kitty, de pie, cerca de su marido, esperaba el momento de que cesase aquella conversación, que le interesaba poco, para decirle unas palabras.
–Has mejorado mucho desde que te casaste –empezó Sergio Ivanovich, mirando a Kitty con una sonrisa y evidentemente poco interesado en el coloquio con su hermano, aunque siguiera fiel a su pasión de discutir las cosas más paradójicas.
–No te conviene para la salud estar de pie, Katia –le dijo su marido, acercándole una silla y mirándola significativamente.
–Es verdad. Mas yo debo dejaros –dijo Sergio Ivanovich, viendo que los niños salían corriendo, con gran algazara.
Tania, con sus medias muy estiradas, agitando el cesto y el sombrero de Sergio Ivanovich, se precipitó rápidamente hacia éste.
Una vez junto a él, con atrevimiento, brillándole los ojos, tan parecidos a los hermosos ojos de su padre, la niña alargó el sombrero a Sergio Ivanovich y fue a ponérselo ella misma, suavizando su audacia con una sonrisa tímida y dulce.
–Vareñka espera –dijo, poniéndole cuidadosamente el sombrero, al leer en la mirada de Sergio Ivanovich que se lo permitía.
Vareñka se hallaba en la puerta vistiendo un trajecito de algodón amarillo, con un pañuelo blanco en la cabeza.
–Ya voy, Bárbara Andrievna –––dijo Sergio, terminando la taza de café y echándose al bolsillo el pañuelo y la pitillera.
–¡Cuán encantadora es mi Vareñka! ––dijo Kitty a su marido, apenas se levantó Sergio Ivanovich y de modo que éste lo pudiese oír.
–¡Qué hermosa es, qué notablemente bella! ¡Vareñka! –llamó Kitty– ¿Estaréis en el bosque del molino? Iremos allí luego…
–Olvidas tu estado por completo, Kitty. –dijo la anciana princesa cruzando la puerta con precipitación –¡No grites tanto!
Vareñka, al oír la voz de Kitty y la reprensión de la madre, se acercó rápidamente a aquélla. La ligereza de sus movimientos, los colores que cubrían su animado rostro, todo denotaba en ella un estado de espíritu excepcional.
Kitty, que sabía bien la causa de ello y lo observaba con interés, no la había llamado ahora sino para bendecirla mentalmente por el importante hecho que, a su juicio, debía suceder hoy, después de comer, en el bosque.
Le dijo, pues, en voz baja:
–Vareñka, sería muy feliz si sucediera una cosa.
–¿Vendrá usted con nosotros? –dijo Vareñka a Levin, conmovida y fingiendo no haber oído a Kitty.
–Iré hasta la era y me quedaré allí.
–¿Para qué necesitas ir a la era? –preguntó su mujer.
–Para ver los furgones nuevos y revisarlos –dijo Levin–. Y tú, Kitty, ¿dónde estarás?
–En la terraza.

SEXTA PARTE – Capítulo 2
Toda la sociedad femenina estaba reunida en la terraza.
En general, les gustaba sentarse allí, pero hoy tenían, por otra parte, una tarea concreta. Además de la costura de las camisitas, faldones y mantillas en que estaban ocupadas todas, tenían que hervir la confitura por un método ignorado por Agafia Mijailovna, es decir, sin añadir agua.
Agafia Mijailovna, encargada hasta entonces de aquel menester, convencida de que lo que se hacía en casa de Levin no podía hacerse mejor, había, a escondidas, aguado las fresas y fresones, segura de que no podía prepararse de otro modo.
La habían sorprendido en esta operación y ahora se hacía la preparación en presencia de todos, a fin de que la vieja criada se convenciera de que también la confitura sin agua resultaba excelente.
Agafia Mijailovna, con el rostro encarnado y afligido, los cabellos revueltos y los delgados brazos descubiertos hasta el codo, hacía girar lentamente la cacerola sobre el hornillo y miraba tristemente las fresas, deseando con toda su alma que quedaran duras y no se pudiesen comer.
La anciana princesa, comprendiendo que en ella, autora principal de aquella innovación, se centraba el enojo de Agafia Mijailovna, fingía estar ocupada en otras cosas y no interesarse por las fresas y hablaba de asuntos sin importancia con sus hijos pero no apartaba la vista del fogón.
–Siempre compro yo misma los vestidos para las muchachas cuando hay saldos en las tiendas –decía la Princesa, continuando la conversación iniciada.
Y añadió, dirigiéndose a Agafia:
–¿No cree usted que conviene espumarlo ahora, querida? No lo hagas tú, Kitty; hace demasiado calor junto al hornillo.
–Yo lo haré –dijo Dolly.
Y, levantándose, comenzó a pasar la cuchara sobre la espuma del azúcar, dando de vez en cuando golpecitos con la cuchara y desprendiendo lo que se había pegado en ella en un plato, ya cubierto por una espuma de tono amarillo rosado, bajo la que corría la melaza color de sangre.
«¡Con cuánto gusto tomarán esto mis niños, después, a la hora del té!», pensaba Dolly, recordando que a ella, de niña, le extrañaba que a las personas mayores no les gustara lo mejor: lo que se espumaba al hacer las confituras.
–Stiva dice que lo mejor es regalarles dinero –manifestó en voz alta, siguiendo la interesante conversación acerca de lo que era mejor regalar a los criados.
–¿Es posible? ¡Dinero! ––exclamaron a la vez la Princesa y Kitty– Lo que ellos aprecian más es un regalo…
–Yo, por ejemplo, compré el año pasado a nuestra Matrena Semenovna un vestido que no era de poplín, pero sí muy parecido –añadió la Princesa.
–Ya me acuerdo. Lo llevaba el día del santo de usted.
–Un modelo encantador, con un dibujo sencillo y fino… De no llevarlo ella, me habría encargado uno igual para mí. Es bonito y no cuesta caro; es del estilo del de Vareñka.
–Creo que ya está –dijo Dolly, dejando deslizar el jarabe de la cuchara.
–Cuando empieza a caer en grumos, ya está a punto… Habrá que hervirlo un poco más, Agafia Mijailovna.
–¡Qué moscas tan pesadas! –exclamó Agafia–. Sí, sí, parece que resulta lo mismo…
–¡Qué bonito es; no lo espantéis! –exclamó de pronto Kitty, mirando un gorrión que se había posado en la balaustrada y que, alcanzando un fresón, había empezado a picarlo.
–No te acerques tanto al hornillo –insistió su madre.
À propos de Vareñka, –dijo Kitty, hablando en francés, como hacían siempre cuando querían que Agafia Mijailovna no las entendiese– no sé por qué me parece, mamá, que hoy va a decidirse algo. Ya sabe usted a lo que me refiero. ¡Cuánto me alegraría!
–¡Vaya casamentera. –dijo Dolly– ¡Y con cuánta habilidad y prudencia arregla sus entrevistas!
–Dígame lo que opina, mamá.
–¿Qué voy a opinar? Él –por «él» sobreentendían siempre a Sergio Ivanovich– puede aspirar al mejor partido de Rusia. Aunque ya no es muy joven, todavía muchas lo aceptarían con gusto. Vareñka es muy buena, pero él podría…
–Creo que es imposible imaginar una mejor que ella. Primero, porque es encantadora… –empezó Kitty, doblando un dedo.
–Desde luego a él le gusta mucho. Eso es verdad –confirmó Dolly.
–Además él goza en el gran mundo de una situación que le permite casarse con quien quiera, dejando de lado consideraciones de fortuna y de posición. Sólo necesita una cosa: una esposa buena, simpática, tranquila…
–Desde luego, con ella puede uno vivir muy tranquilo –afirmó Dolly.
–En tercer lugar, ella lo amará. No hay que olvidar esto. Así que todo irá bien. Espero que cuando vuelvan del bosque esté todo arreglado. Lo veré en seguida en sus ojos. ¡Cuánto me alegraré! ¿Qué piensas tú, Dolly?
–No te excites tanto; no te conviene –dijo su madre.
–No me excito, mamá. Me parece que él se declarará hoy.
–¡Es tan extraño el momento que suelen elegir los hombres para declararse! Siempre se atienen a un límite, que luego rompen de pronto ––dijo Dolly, pensativa, sonriendo al recordar sus relaciones con Esteban Arkadievich.
–¿Cómo se te declaró a ti papá? –preguntó, de repente, Kitty a su madre.
–No hubo nada de extraordinario. Fue la cosa más natural del mundo ––contestó la Princesa. Pero su rostro se iluminaba al recordarlo.
–Bien, pero ¿cómo? ¿Lo quería usted antes de que la dejaran hablar con él?
Kitty experimentaba un placer especial pudiendo hablar con su madre, de igual a igual, de estas cosas esenciales en la vida de una mujer.
–Claro que él me quería. Iba a vernos al pueblo donde teníamos la propiedad…
–Pero, ¿cómo se decidió la cosa, mamá?
–¿Creéis haber inventado vosotras algo nuevo? Siempre ha sido igual. La cosa se decide con miradas, con sonrisas.
–¡Qué bien se explica usted, mamá!
–Precisamente con miradas y sonrisas ––confirmó Dolly.
–¿Qué le decía él?
–¿Y qué te decía a ti Kostia?
–Me lo escribía con tiza. ¡Es maravilloso! ¡Oh, cuánto tiempo parece haber transcurrido ya, desde entonces!
Y las tres mujeres quedaron silenciosas pensando en lo mismo.
Kitty fue la primera en romper el silencio. Recordó el invierno anterior a su boda y su pasión por Vronsky.
–¡Aquel primer amor de Vareñka! –dijo, recordándolo por natural asociación de ideas– Quisiera hablar con Sergio Ivanovich, prepararle… Todos los hombres tienen tantos celos de nuestro pasado, que…
–No todos. –repuso Dolly– Tú lo crees así por tu marido. Estoy segura de que está todavía atormentado por el recuerdo de Vronsky.
–Cierto –contestó Kitty, con pensativa mirada, sonriendo.
–¡No sé en qué puede inquietarle tu pasado! –––exclamo la Princesa, pronta a la susceptibilidad, apenas su vigilancia maternal parecía ser puesta en duda– ¿Que Vronsky te hacía la corte? Eso les pasa a todas las jóvenes.
–No es eso a lo que nos referíamos –repuso Kitty, ruborizándose.
–Espera. –continuó su madre– Tú misma no quisiste dejarme hablar con Vronsky. ¿Te acuerdas?
–¡Oh, mamá! –––dijo Kitty con apenada expresión.
–¿Quién puede deteneros en estos tiempos?… Vuestras relaciones no podían pasar de ciertos límites. En caso contrario, yo misma lo habría detenido. Por otra parte, no debes excitarte… Haz el favor de recordar con calma y tranquilidad cómo pasaron las cosas…
–Estoy del todo tranquila, mamá.
Dolly sugirió:
–¡Qué conveniente fue para Kitty que Anna llegara entonces! ¡Y qué lamentable para Anna! Precisamente, pasó lo contrario de lo que parecía –añadió, sorprendida de su pensamiento– ¡Qué feliz se consideraba Anna entonces y qué desgraciada Kitty! Y todo ha resultado al revés… Yo pienso mucho en Anna.
–No se lo merece. Es una mujer perversa, odiosa, sin corazón –dijo la madre, incapaz de olvidar que Kitty, por culpa de ella, se había casado con Levin y no con Vronsky.
–¿A qué hablar de todo eso? –repuso Kitty, enojada––– Yo no pienso en ello, ni quiero pensar. No, no quiero pensar –repitió.
Y prestó oído a los pasos, tan conocidos, de su esposo, que subía la escalera.
–¿De qué hablaban y a qué viene ese «no quiero pensar»? –preguntó Levin, entrando en la terraza.
Pero nadie contestó y él no insistió en la pregunta.
–Siento haber perturbado este reino femenino –dijo Levin, mirándolas a todas, involuntariamente y comprendiendo que hablaban de algo de lo que no habrían hablado en su presencia.
Por un momento, pareció compartir los sentimientos de Agafia Mijailovna, su descontento porque no hiciesen la confitura con agua y, de un modo general, por la influencia de los Scherbazky.
No obstante, sonrió y se acercó a su mujer.
–¿Qué tal? –preguntó, mirándola con la misma expresión con que actualmente la miraban todos.
–Estoy muy bien –––contestó Kitty, sonriendo– ¿Y tú?
–Los furgones que han llegado cargan tres veces más que los carros. ¿Vamos a buscar a los niños? He ordenado que enganchen.
–¿Cómo quieres que Kitty vaya en la tartana? –dijo la madre con reproche.
–Iremos al paso, Princesa.
Levin nunca trataba a su suegra de mamá, como todos los yernos, lo que desagradaba a la Princesa. Pero él, aunque la quería y respetaba como ninguno, no podía decidirse a hacerlo, porque con ello le habría parecido profanar el recuerdo de su madre difunta.
–Venga con nosotros, mamá –dijo Kitty.
–No quiero ser testigo de esas imprudencias.
–Pues iré a pie. Me sentará bien –y Kitty, levantándose, se acercó a su esposo y tomó su brazo.
–Te sentará bien, pero todo tiene sus límites.
–¿Ya está hecha la confitura? –preguntó Levin, sonriendo, a Agafia Mijailovna y queriendo ponerla de buen humor– ¿Resulta bien por el nuevo método?
–Parece que sí. Para nosotros, está demasiado hervida.
–Así resulta mejor, Agafia Mijailovna, porque no se pondrá agria. Si no, como no tenemos hielo, no habría donde guardarla –dijo Kitty, comprendiendo en seguida el intento de su marido y procurando también calmar a la vieja– En cambio, sus conservas saladas son tan buenas que mamá dice que no las ha comido iguales en ninguna parte.
Y, sonriendo, arregló la pañoleta de la anciana.
Agafia Mijailovna miró a Kitty con cierto enfado.
–No trate de consolarme, señorita. Me basta verla a usted con él para sentirme contenta.
Aquella brusca expresión: «con él», conmovió a Kitty.
–Venga a buscar setas con nosotros y nos enseñará dónde las hay.
Agafia Mijailovna sonrió y movió la cabeza como diciendo: «Quisiera enfadarme con usted, pero es imposible».
–Haga el favor de hacer lo que voy a aconsejarle. –dijo la Princesa– Encima de cada pote ponga un papel empapado en ron. Así, aunque le falte hielo, nunca se echará a perder la confitura.

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – RESUMEN Y ANÁLISIS

martes, julio 2nd, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – RESUMEN
Torbellinos de preparaciones por la boda de Levin y Kitty. Para cumplir con los requisitos de la Iglesia para el matrimonio, Levin pasa por las situaciones de ayuno y comunión. La insistencia del sacerdote en la existencia de Dios le molesta, al punto de hacer un último intento de disuadir a Kitty de casarse con él pero la boda sigue adelante en toda su gloria. Durante la ceremonia, tanto Levin como Kitty están abrumados de alegría y amor, pero ciertos invitados inyectan una nota de seriedad en la escena, reflexionando acerca de matrimonios fallidos, incluso los propios.

Anna y Vronsky viajan por Italia durante tres meses para luego establecerse en un pequeño pueblo. Allí, Vronsky se encuentra con un viejo amigo, un intelectual ruso llamado Golenischev. Golenischev está escribiendo un libro llamado Dos principios, en el que afirma que la herencia secreta de Rusia es Bizancio. También anima a Vronsky en su nuevo interés por la pintura (éste ha comenzado a pintar un retrato de Anna) y lleva a la pareja a conocer a un famoso pintor llamado Mijailov. A pesar de que Golenischev desestima el trabajo del pintor, Vronsky y Anna están impresionados con él, aunque le dan más importancia a un bucólico estudio de dos niños pescando, en lugar de valorar la obra maestra de Mijailov, Cristo ante Pilatos. Comprometen a Mijailov a pintar un retrato de Anna pero, cuando el retrato de Mijailov resulta ser superior al de Vronsky, Vronsky decide abandonar la pintura. Y empieza a sentir tedio de toda esa vida y también de Anna. Deciden abandonar Italia y volver a Rusia para pasar el verano en la finca de Vronsky. Planean una parada en San Petersburgo para que Vronsky resuelva algunos asuntos de propiedades y para que Anna pueda ver a su hijo.

Después de tres meses de matrimonio, Levin y Kitty todavía luchan para acostumbrarse a compartir un hogar. Levin es feliz, pero está desilusionado de que su matrimonio parezca consistir en las pequeñas disputas de las que alguna vez él mismo se había reído al verlas en otras parejas casadas. Si bien están pendientes de los estados de ánimo del otro y continúan apasionadamente involucrados, no logran comprender las funciones y exigencias de cada uno. Las cosas no mejoran hasta que Levin recibe la noticia de que su hermano, Nicolás, está al borde de la muerte, en Moscú. Angustiado, él decide ir a su encuentro inmediatamente y Kitty insiste en seguirlo. En un principio molesto de que Kitty sea testigo de las privaciones en las que vive su hermano, Levin llega a abrigar un aprecio increíble por Kitty, después de verla reconfortar a Nicolás todos los días en su lecho de muerte. Nicolás sólo responde a Kitty y a nadie más. Verla a Ketty desde este punto de vista, ayuda a Levin a entender cuál será el futuro rol de ella en la vida. Y ese rol se inicia justo después de la muerte de Nicolás: Kitty anuncia que está embarazada.

Karenin, que sufre las humillaciones de la opinión pública y una carrera estancada, cae presa de la seducción de una mujer de sociedad, la condesa Lidia Ivanovna. Lydia cree en una especie de moda del cristianismo emocional y, aunque él percibe la tontería detrás de su postura, encuentra una especie de consuelo en sus palabras y sus atenciones. Lidia destila su venganza odiosa hacia Anna: le dice a Sergei que su padre es un santo y que su madre ha muerto y, cuando Anna envía un mensaje pidiendo permiso para ver a su hijo, convence a Karenin de rechazar el pedido.
A pesar de este mandato, Anna se cuela en la casa para ver a su hijo en la mañana de su cumpleaños. Sergei ha estado sufriendo terriblemente en ausencia de Anna, está haciendo mal sus tareas escolares, entiende inconscientemente la naturaleza forzada de los sentimientos de su padre para con él y extraña cada vez más a su madre. El reencuentro es muy emotivo pero es interrumpido por la llegada de Karenin. A pesar de que él le había negado el derecho de ver al niño, también se siente abrumado por la escena y simplemente inclina la cabeza y le permite pasar sin decir nada. Turbada, Anna deja a su hijo atrás. Regresa a su hotel y a su hija pequeña, a quien no ha sido capaz de amar con la misma pasión que siente por su hijo, ya casi adolescente.

Vronsky hace rondas sociales para tantear si la Sociedad de Petersburgo los van a aceptar a él y a Anna juntos. Recibe una fría acogida y le confirman que Anna es especialmente malvenida. Vronsky todavía puede disfrutar de la compañía de los hombres, como su viejo amigo Yachvin pero Anna está confinada a sus habitaciones y a la compañía de Vronsky. Celosa e irritada por esta falta de libertad, decide cometer suicidio social, asistiendo a la ópera. La escena se muestra a través de los ojos de Vronsky que mira hacia arriba, en donde está el palco de ella: Anna genera una escena y es insultada por los miembros de la sociedad. Aunque Vronsky le había aconsejado que no se presentara en el teatro, Anna lo culpa por su descenso social, lo que lo obliga a él a calmarla mostrándole y asegurándole, constantemente, su amor. Al día siguiente, parten hacia el campo.

ANÁLISIS

La quinta parte está dispuesta, a propósito, de manera tal de demostrar el contraste entre amor lícito y cristiano de Levin y Kitty y la pasión ilícita de Anna y Vronsky. El lento crecimiento de amor entre Levin y Kitty, florece, mientras que el amor de Anna y Vronsky se derrumba poco a poco entre celos y odio. También vemos el importante papel de la sociedad en esto: Levin y Kitty son capaces de crecer en el amor, al menos en parte, debido a que han sido aceptados en su papel de marido y mujer por toda la alta sociedad.
A Anna y Vronsky, en cambio, se los obliga a sostener una relación romántica altamente marginal, se les hace sentir el vacío y se los priva de sus roles en la sociedad y, entonces, comienzan a tambalearse. Este contraste sirve para subrayar la advertencia temática de Tolstoy acerca de la destructividad de la pasión que todo lo consume.
Esta privación de roles y de ocupaciones, se muestra claramente en el ejemplo del interés que desarrolla Vronsky en la pintura mientras que están en Italia, con Anna, de luna de miel. Tolstoy deja muy claro que, mientras Anna se contenta con poseer a Vronsky, Vronsky es inquieto y necesita estímulos o algo que hacer. Incursiona en la pintura pero la presentación del espartano pintor Mijailov muestra la futilidad de sus vagas ambiciones. El arte es un amante severo y Vronsky nunca tendría los recursos emocionales para complacer tanto al arte como a Anna.
La escena en la que Vronsky y Anna se pierden la obra maestra de Mijailov para admirar una breve semblanza de dos chicos jóvenes y guapos, es un claro ejemplo de la brillantez de Tolstoy. A pesar de ser una breve escena, se representa con tanta habilidad que ha habido múltiples lecturas críticas de su significado. Se apartan de una pintura de Pilatos condenando a Jesús a la cruz. Esto puede ser interpretado en el sentido de que ellos, como los que condenaron a Jesús, no son conscientes del impacto moral de sus acciones sobre los inocentes. Por otra parte, también puede interpretarse en el sentido de que Tolstoy sugiere que Anna debe dejar de vivir en un verano imaginario y asumir su propia cruz. Por último, puede ser interpretada en el sentido de que la sociedad debe dejar de juzgar a inocentes como Anna y dejar la decisión final a Dios. La razón de estas múltiples lecturas consiste en la calma sutileza de la escena y la habilidad de Tolstoy para manejarla con una mirada distante.
Toda la cólera del juicio de la sociedad se representa con mano dura en esta sección. La hipocresía de la gente como la princesa Betsy, quien inicialmente alentó la historia de amor entre Anna y Vronsky pero ahora se niega a ver a Anna en público, se muestra en toda su fealdad. Tolstoy arremente contra la hipocresía en general, en toda esta sección del libro; su retrato de la condesa Lidia (que es prácticamente una caricatura) también muestra desprecio por la postura cristiana. Aunque las acciones de Anna no son toleradas para nada, en este libro, es evidente que sus actos, si no honorables, al menos están libres de contradicciones. Ella sigue a sus emociones fuera de un matrimonio sin amor y soporta todo el peso de la sociedad hipócrita. El filósofo marxista Engels utilizó a Anna Karenina como un ejemplo de cómo los «engaños, fracasos y miserias» de los matrimonios burgueses son menos culpa de los individuos que de las formas en que las sociedades organizan la sexualidad. El rechazo de Anna de esta organización resulta en su caída.
Pero si bien es tentador defender el aplomo de Anna, los lectores no pueden perder de vista el efecto devastador de sus acciones. Su breve reunión con Seryozha es un buen ejemplo de esto. Esta escena altamente emotiva muestra cuán traumatizado ha sido Seroyzha por la ruptura de su familia, así como también alude a la pérdida a largo plazo con la que el niño tendrá que luchar el resto de su vida. Es difícil, además, no sentir lástima por Karenin, que pende de un hilo tanto en la sociedad como en su carrera.
La conducta amable y reflexiva de Kitty, hacia el moribundo Nicolás prefigura el cuidado y la atención que le dará a su papel de madre. El relato está dispuesto adrede para colocar a la muerte de Nicolás justo antes que el embarazo de Kitty, tal que Levin pueda notar cómo Kitty funcionará en el otro importante rol que sigue al matrimonio. Armado con este conocimiento, Levin será capaz de entenderla mejor a ella tanto como a su propia visión del matrimonio. Levin se vuelve más realista en esta sección: deja de idealizar al matrimonio como una institución potencialmente perfecta y comienza supeditarla a las reglas naturales de compromiso y el cambio.

TÉ NEGRO O PU ERH (6ta parte)

lunes, julio 1st, 2013

monedas de Pu Erh
CLASIFICACIÓN

Independientemente del año de la cosecha, el té Pu Erh se puede clasificar según su forma, el método de elaboración, la región de la cual proviene, el modo de cultivo, el grado o calidad y la temporada.

SEGÚN SU FORMA
El té Pu Erh puede comprimirse en una variedad de formas que incluyen, pagodas de melones apilados, pilares, calabazas, lingotes, monedas y ladrillos; también se comprime en los centros huecos de tallos de bambú o embutido y atado en una bola dentro de la cáscara de diversos cítricos.

puerh elaboración 9 Bing cha de Pu Erh crudoBingchá, Bing, Torta o Disco
Es una torta plana en forma de disco de hockey. Su tamaño puede ir desde lo más pequeño (100 g) hasta a lo más grande (5 kg o más), siendo 357g, 400g y 500g los tamaños más comunes.
Dependiendo del método de prensado, el borde del disco puede ser redondeado o perpendicular. También es muy común el Qizi bǐngchá (literalmente «siete unidades de tortas de té»), ya que siete de las tortas se empaquetan juntas para la venta o el transporte.

 

tuochaTuóchá, Bowl o Nido
Es un té en forma de cúpula convexa de un tamaño que oscila entre los 3g hasta 3 kg o más, siendo 100g, 250g, 500g los tamaños más comunes.
En la antigüedad, las Tuocha tenían agujeros perforados a través del centro para que pudieran ser atadas con una cuerda para facilitar su transporte a lo largo de la ruta del comercio del río Tuojiang.

 

brickZhuanchá o Ladrillo
Es un grueso bloque de té rectangular, por lo general de 100g, 250g, 500g y 1000g. Los ladrillos eran la forma tradicional que se utilizaba para facilitar el transporte en las caravanas, a lo largo de la Antigua Ruta del Té y los Caballos.

 

square

 

Fangchá o Cuadrado
Es un cuadrado plano de té, por lo general de 100g o 200g. A menudo, contienen palabras en sobrerelieve.

 

mushroom

 

Jǐnchá u Hongo
Literalmente «té apretado», este té se asemeja mucho más al Tuóchá pero con un vástago en lugar del hueco cóncavo, lo cual hace que sea muy similar, en su forma, a un hongo. Este tipo de Pu Erh se produce generalmente para consumo Tibetano y suele pesar 250g o 300g.

 

melonJingua, Melón o Melón de oro
De forma similar al Tuóchá pero de mayor tamaño, con un cuerpo mucho más grueso, decorado con rayas como una calabaza. Esta forma fue creada para el famoso “té de Tributo” elaborado expresamente para los emperadores de la dinastía Qing, a partir de las mejores hojas de té de la montaña de Yiwu. A especímenes más grandes de esta forma se los llama «té Cabeza humana», debido en parte a su tamaño y forma, así como que en el pasado se presentaba, con frecuencia, de esta forma, a las cabezas cortadas de los enemigos o delincuentes en la corte.

loose pu erh

 

San Cha o Hebras sueltas
MáoChá que se añeja sin comprimir y que es vendido en su madurez como Pu Erh crudo añejo de hojas sueltas.

 

 
embutido en mandarina

Ju Pu o Pu Erh embutido en cáscara de mandarina (u otro cítrico)
Este Pu Erh se embute una cáscara de mandarina entera. Las hojas se empaquetan húmedas dentro de la piel de la fruta y se secan bajo la luz del sol. Luego, el té de mandarina se almacena en un lugar fresco y seco, lo que permite que el té fermente y seque dentro de la cáscara de mandarina. Durante el secado el té absorbe el sabor de la mandarina.

tong cha en bambúTong Cha o Pu Erh embutido en tubo de bambú
Hojas de té crudo se embuten por el extremo abierto de una sección de caña de bambú aromático; a continuación, las secciones de bambú se asan en un fuego de leña. Al secarse el bambú en el fuego, los aromas de éste se mezclan con los del Pu Erh.

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 30, 31, 32 Y 33

domingo, junio 30th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 30
Entre tanto, Basilio Lukich que, al principio no había comprendido quién era aquella señora, suponiendo por la conversación que aquella era la esposa que había abandonado a su marido y a la que no conocía, por no estar ya en la casa cuando él llegara allí, dudaba si debía entrar o no y si procedía avisar a Karenin.
Pensando, al fin, que su deber era despertar diariamente a Sergei a una hora fija y que para hacerlo no debía preocuparse de quien estuviese allí, fuera su madre o cualquier otra persona, ya que a él sólo le incumbía cumplir su obligación, Basilio Lukich vistióse, se acercó a la puerta y la abrió.
Pero las caricias de madre a hijo, el tono de su voz y lo que se decían, le forzó a cambiar de decisión.
Movió la cabeza y cerró la puerta, con un suspiro.
«Esperaré diez minutos más», se dijo, tosiendo y secándose las lágrimas.
Entre los criados, mientras tanto, reinaba gran agitación. Todos sabían que había llegado la señora, que Kapitonich la había dejado entrar, que ahora estaba en el cuarto del niño y que el señor entraba a verle todos los días a eso de las nueve…
Todos comprendían que el encuentro de los esposos era una cosa imposible y que debían hacer cuanto estuviese en sus manos para impedirlo.
Korney, el ayuda de cámara, bajó a la portería para saber quién había dejado pasar a Anna y al saber que era Kapitonich, dirigió al viejo una severa reprimenda.
El portero callaba obstinadamente pero cuando Korney dijo que merecía que le despidiesen, Kapitonich se acercó al criado y, agitando las manos ante su rostro, le dijo:
–¿Acaso tú no la habrías dejado entrar? He servido diez años aquí y sólo he visto en ella bondad. ¡Me habría gustado verte a ti decirle que hiciera el favor de marcharse! ¡Claro, que tú sabes nadar en todas las aguas! Más valdría que pensaras en lo que robas al señor y en los abrigos de castor que le quitas…
–¡Soldado! ––exclamó Korney con desprecio y se volvió hacia el aya, que entraba en aquel instante.
–¿Sabe María Efinovna que la ha dejado entrar sin decir nada a nadie? Y Alexis Alexandrovich va a salir ahora mismo e irá al cuarto del chico…
–¡Qué cosas, qué cosas! –exclamaba el aya– Podría usted entretener un rato al señor, Korney Vasilievich, mientras yo subo corriendo para hacerla salir… ¡Qué cosas, Dios mío, qué cosas!
Cuando el aya penetró en el cuarto de Sergei, éste contaba a su madre que él y Nadeñka se habían caído en la montaña rusa y dieron tres volteretas.
Anna escuchaba el sonido de su voz, veía su rostro y el juego de su expresión, sentía su mano, pero no entendía lo que le hablaba.
Tenía que marchar y dejarlo. No pensaba ni comprendía otra cosa. Oía los pasos de Basilio Lukich, que se acercaba a la puerta tosiendo, oía los del aya, que llegaba ya, pero continuaba sentada, como convertida en piedra, sin fuerzas para hablar ni para levantarse.
–¡Oh, mi señora! –––dijo el aya, acercándose, y besando sus manos y hombros– ¡Qué alegría ha dado Dios a nuestro niño el día de su cumpleaños! No ha cambiado usted nada, nada…
–No sabía que usted vivía ahora en casa, aya querida ––dijo Anna, serenándose por un momento.
–No vivo aquí, vivo con mi hija. He venido para felicitar a Sergei, mi querida señora Anna Arkadievna.
De pronto, rompió a llorar y volvió a besar las manos de Anna.
Sergei, con ojos y sonrisa radiantes, asiéndose con una mano a su madre y con la otra al aya, pisoteaba el tapiz con sus piernas llenas y descalzas. El efecto conmovedor con que su querida aya trataba a su madre, lo colmaba de júbilo.
–Mamá: el aya viene mucho a verme y cuando viene… ––empezó a contar el niño. Pero se detuvo al observar que el aya hablaba en voz baja a Anna, en cuyo rostro se dibujó el terror y algo parecido a la vergüenza, lo cual le sentaba muy mal.
Se inclinó hacia su hijo.
–Queridito mío… –murmuro. No dijo «adiós» pero el niño lo leyó en la expresión de su rostro –¡Oh querido, queridísimo Kutik! ––continuó Anna, dando al niño el nombre con que le llamaba de pequeño– ¿No me olvidarás? Tú…
No pudo hablar más.
¡Cuántas palabras pensó después que podía haberle dicho en este momento! Pero ahora no sabía ni podía decirle nada.
Y, sin embargo, Sergei comprendió cuanto ella hubiera querido decirle. Comprendió que era desgraciada y que lo quería y hasta comprendió que el aya decía en voz baja a su madre:
–Siempre viene hacia las nueve…
Y adivinó que hablaban de su padre y que ella y él no debían verse.
Todo esto lo comprendía, mas no comprendía el motivo, ni por qué se dibujaba el terror en el semblante de su madre. Sin duda ella no era culpable de nada, pero temía a su marido y se avergonzaba de algo.
Habría deseado hacer una pregunta que le aclarase aquellas dudas, pero no se atrevía a hacerla porque veía que su madre sufría y sentía piedad de ella. Apretándose contra su cuerpo, murmuró en voz baja.
–No te vayas todavía. Él tardará algo en venir…
La madre lo apartó un poco para ver si el niño se daba cuenta de lo que decía y, en su rostro asustado, leyó que el niño no sólo hablaba de su padre, sino que hasta parecía preguntar qué debía pensar de él.
–Sergei, querido hijito, ama mucho a tu padre. Es mejor y más bueno que yo. Yo me he portado mal con él. Cuando seas mayor lo comprenderás.
–¡No hay nadie más bueno que tú! –gritó el niño, con desesperación, a través de sus lágrimas.
Y cogiéndola por los hombros, la apretó con toda su fuerza con sus brazos temblorosos y tensos.
–¡Mi pequeño, mi querido Sergei! –dijo Anna.
Y se puso a llorar débilmente, como un niño, como lloraba él.
En aquel instante se abrió la puerta y apareció Basilio Lukich.
Próximos a otra puerta sonaron pasos. El aya dijo en voz baja:
–Ya viene.
Y entregó el sombrero a Anna.
Sergei se deslizó en la cama y rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos.
Anna separó aquellas manos, besó una vez más el rostro húmedo de lágrimas y con rápido paso salió de la alcoba.
Alexis Alexandrovich avanzaba en dirección opuesta. Al verla, se detuvo e inclinó la cabeza.
Aunque sólo un momento antes Anna afirmaba que él era mejor y más bueno que ella, en la mirada rápida que le dirigió, al distinguir su figura en todos sus detalles, la invadieron los habituales sentimientos de aversión, de odio y de envidia de que le hubiera quitado a su hijo.
Con rápido ademán se bajó el velo y salió de allí, casi a la carrera.
No había tenido tiempo de desenvolver los paquetes que con tanta ternura y tristeza comprara el día anterior, en la tienda, para su hijo y se los llevó consigo en el mismo estado.

QUINTA PARTE – Capítulo 31
A pesar de su inmenso deseo de ver a su hijo, a pesar del mucho tiempo que hacía que meditaba y preparaba la entrevista, Anna no esperaba que hubiese de impresionarla tan profundamente.
De vuelta a su solitario cuarto del hotel, no pudo comprender durante largo rato por qué estaba allí.
«Todo aquello ha terminado y vuelvo a estar sola», se dijo al fin.
Y, sin quitarse el sombrero, se dejó caer en una butaca próxima a la chimenea.
Fijó la mirada en el reloj de bronce próximo a la ventana y comenzó a reflexionar. La doncella francesa que trajera del extranjero entró para saber si debía vestirla.
Anna la miró sorprendida y dijo:
–Luego.
El criado llevó el café.
–Luego –volvió a decir.
La nodriza italiana, que acababa de vestir a la niña, entró y se la presentó a Anna.
La pequeña, llenita y bien nutrida, al ver a su madre tendió como siempre sus bracitos hacia ella, con las palmas de las manos vueltas hacia abajo y, sonriendo con su boca sin dientes, comenzó a mover las manitas como un pez las aletas, produciendo un ruido seco con los pliegues almidonados de su faldón.
Era imposible no sonreír, no besar a la niña; imposible no dejarle coger el dedo, al que ella se asió chillando y saltando con todo su cuerpo, imposible también no ofrecerle los labios que ella, persiguiendo un beso, tomó con su boquita.
Anna la cogió en brazos, la hizo saltar en ellos, besó su fresca mejilla… Pero, al ver a la pequeña, comprendió con claridad que lo que sentía por ella no era ni siquiera afecto comparado con lo que experimentaba por Sergei.
Todo en aquella niña era gracioso pero, sin saber por qué, no llenaba su corazón. En el primer hijo, aunque fuera de un hombre a quien no amaba, había concentrado todas sus insatisfechas ansias de cariño.
La niña había nacido en circunstancias más penosas y no se había puesto en ella ni la milésima parte de los cuidados que se dedicaran al primero.
Además, la niña no era aún más que una esperanza, mientras que Sergei era ya casi un hombre, un hombre querido, en el cual se agitaban ya pensamientos y sentimientos. Sergei la comprendía, la amaba, la estudiaba, pensaba Anna, recordando las palabras y las miradas de su hijo.
¡Y estaba separada de él para siempre!, no sólo materialmente, sino también en lo moral, y esta situación no tenía remedio.
Anna entregó la niña a la nodriza, dejó marchar a ésta y abrió el medallón que contenía el retrato de Sergei casi con la misma edad que ahora tenía la niña.
Luego se levantó y, quitándose el sombrero, tomó de una mesita el álbum en que había fotografías de él a diferentes edades y, para compararlas, las sacó todas.
Quedaba una, la última y la mejor. Sergei, vestido con camisa blanca, sentado a horcajadas sobre la silla entornaba los ojos y sonreía. Era su expresión más característica y aquella en la que había salido con más naturalidad.
Anna trató de sacar aquella fotografía con sus pequeñas manos blancas, con sus dedos largos y delgados, tirando de las puntas de la cartulina. Pero la fotografía se resistió y no pudo sacarla. Como no tenía plegadera a mano, sacó la fotografía inmediata, que era un retrato de Vronsky con sombrero redondo y cabellos largos, hecho en Roma, para empujar con ella el de Sergei.
«¡Ah, es él!», se dijo al ver la fotografía.
Y de pronto recordó quién era la causa de su actual dolor. En toda la mañana no lo había recordado una sola vez. Pero ahora, viendo aquel rostro noble y varonil, tan conocido y querido, Anna sintió de pronto que la inundaba una ola de ternura hacia Vronsky.
«¿Dónde estará? ¿Por qué me deja sola con mis penas?», pensó de pronto, con un sentimiento de reproche, olvidando que ella misma ocultaba a Vronsky todo lo referente a su hijo.
Envió a buscarlo, rogándole que subiera en seguida, y lo esperó imaginando, con el corazón palpitante, las palabras con que iba a contárselo todo y las expresiones de amor con que él la consolaría.
El criado subió diciendo que el señor tenía una visita, pero que iría en seguida y que deseaba saber si ella podía recibirlo en compañía del príncipe Jachvin, que había llegado a San Petersburgo.
«No vendrá solo… ¡Y no me ha visto desde ayer a la hora de comer!», pensó. «No podré explicárselo todo… Vendrá con Jachvin…»
De pronto le acudió a la mente un terrible pensamiento. ¿Habría dejado Vronsky de amarla?
Recordando los hechos de los últimos días, parecíale ver en cada uno de ellos la confirmación de sus sospechas.
El día anterior, Vronsky no había almorzado en casa; además insistió en que en San Petersburgo se instalaran separadamente; y ahora no venía solo, para evitar verla cara a cara.
« Debería decírmelo, debo saberlo… Si lo supiera, ya acertaría yo lo que me convendría hacer», se decía Anna, sintiéndose sin fuerzas para imaginar la situación en que quedaría cuando se cerciorase de la indiferencia de Vronsky.
Pensando que él había dejado de amarla, sentíase en un extraño estado de excitación, casi desesperada.
Llamó a la doncella y se fue al tocador. Al vestirse, se ocupó de su atavío más que todos aquellos días, como si Vronsky, en caso de que la hubiera dejado de amar, pudiese enamorarse de nuevo viéndola mejor vestida y peinada.
El timbre sonó antes de que hubiera terminado.
Cuando salió al salón, no fue la mirada de Vronsky, sino la de Jachvin, la primera que halló.
Vronsky contemplaba las fotografías de su hijo que ella había dejado sobre la mesa y no se apresuró a mirarla.
–Ya nos conocemos ––dijo Anna, poniendo su manecita en la manaza de Jachvin, que la saludaba confuso, ya que, en contraste con su enorme estatura, era un hombre de una gran timidez. –Nos conocimos en las carreras, el año pasado. ¡Démelas! ––dijo Anna, dirigiéndose ahora a Vronsky y asiendo con un rápido ademán los retratos que él examinaba y mirándole significativamente con sus ojos brillantes. –¿Qué tal este año las carreras? –preguntó luego a Jachvin– Yo he asistido a las del Corso, en Roma. Ya sé que a usted no le gusta la vida extranjera –agregó, sonriendo dulcemente– Lo conozco bien y sé todas sus preferencias, a pesar de las pocas veces que nos hemos visto.
–Lo siento, porque todas mis preferencias son, en general, de muy mal gusto –dijo Jachvin, mordiéndose la guía izquierda del bigote.
Después de charlar un rato y viendo que Vronsky consultaba el reloj, Jachvin preguntó a Anna si estaría mucho tiempo en San Petersburgo e irguiendo su imponente figura, cogió su gorra de uniforme.
–Creo que no mucho –repuso Anna, mirando a Vronsky con inquietud.
–¿De modo que ya no nos veremos? –preguntó a su amigo levantándose– ¿Dónde comes hoy?
–Vengan a comer los dos conmigo. ––dijo Anna, enfadándose consigo misma al notar que se ruborizaba como siempre que mostraba su situación ante una persona más– La comida aquí no es gran cosa, pero así se verán ustedes… Alexis, de sus compañeros de regimiento, es a usted a quien aprecia más.
–Muchas gracias –contestó Jachvin con una sonrisa en la que Vronsky leyó que Anna le había agradado.
Jachvin saludó y salió. Vronsky quedó un poco atrás.
–¿Te vas también? –preguntó Anna.
–Se me hace tarde ––contestó él.
Y gritó a Jachvin:
–¡Ahora te alcanzo!
Anna cogió la mano de Vronsky y, sin apartar la mirada de él, buscando en su mente lo que pudiera decir para retenerle, dijo:
–Espera, quiero decirte una cosa.
Le cogió la mano y la apretó contra su rostro.
– ¿Te disgusta que lo haya invitado a comer? –añadió.
–Has hecho muy bien –repuso Vronsky, con tranquila sonrisa, descubriendo las apretadas hileras de sus dientes y besándole la mano.
–Alexis, ¿sigues siendo el mismo para mí? –preguntó Anna, apretando la mano de él entre las suyas –Sufro mucho aquí, Alexis. ¿Cuándo nos vamos?
–Pronto, pronto… No sabes lo penosa que me resulta también a mí la vida aquí–dijo él retirando su mano.
–Ve, ve –repuso Anna ofendida.
La dejó y salió de la habitación rápidamente.

QUINTA PARTE – Capítulo 32
Cuando Vronsky volvió, Anna no estaba aún en casa.
A poco de irse él, según le dijeron, había llegado una señora y ambas se habían marchado juntas.
Que ella saliera sin decirle a dónde iba, lo que no había sucedido hasta ahora, y que por la mañana hubiese hecho lo mismo, todo ello unido a la extraña expresión del rostro de Anna y al tono hostil con que por la mañana, en presencia de Jachvin, le había arrebatado las fotografías de su hijo, obligó a Vronsky a reflexionar.
Se dijo que debía hablar con ella y la esperó en el salón.
Pero Anna no volvió sola, sino con su tía, la vieja solterona princesa Oblonskaya, que era la señora que había ido allí por la mañana y con la que Anna había salido de compras.
Al parecer, ella no veía la expresión, interrogativa y preocupada, del rostro de Vronsky, mientras le contaba alegremente lo que había comprado por la mañana. Él notó que le pasaba algo extraño. En sus ojos brillantes, cuando por un momento se detuvieron en Vronsky, había una atención forzada y hablaba y se movía con aquella rapidez nerviosa que en los primeros tiempos de sus relaciones con ella le seducía y que ahora le inquietaba y llenaba de disgusto.
La mesa estaba servida para cuatro. Todos se preparaban a pasar al comedorcito, cuando llegó Tuschkevich con un recado de la princesa Betsy para Anna.
Betsy le pedía perdón por no poder ir a saludarla antes de que marchase, ya que estaba indispuesta, y rogaba a su amiga que fuese a visitarla de seis y media a nueve.
Vronsky la miró al advertir que la hora que se le señalaba indicaba que se tomaban medidas para impedir que Anna coincidiese con nadie, pero ella pareció no advertirlo.
–Siento que no me sea posible ir precisamente a esa hora –dijo Anna con sonrisa imperceptible.
–La Princesa lo sentirá mucho.
–También yo.
–¿Irá usted a oír a la Patti? –preguntó Tuschkevich.
–¿La Patti? Me da usted una idea. Iría con gusto si fuese posible encontrar un palco.
–Yo lo puedo buscar –ofreció Tuschkevich.
–Se lo agradecería mucho. ¿Quiere comer con nosotros?
Vronsky se encogió levemente de hombros. Decididamente, no comprendía la actitud de Anna. ¿Por qué había hecho venir a la vieja Princesa, por qué invitaba a comer a Tuschkevich y –lo que era más sorprendente– por qué le pedía el palco? ¿Cómo era posible, en su situación, ir a oír a la Patti en un espectáculo de abono al que asistiría todo el gran mundo conocido? La miró con gravedad y ella le correspondió con una mirada atrevida, cuya significación Vronsky no pudo comprender y no supo si era alegre o desesperada.
Durante la comida, Anna estuvo agresivamente alegre y hasta pareció coquetear con Tuschkevich y con Jachvin.
Cuando se levantaron de la mesa, mientras Tuschkevich iba a buscar el palco y Jachvin salió para fumar, Vronsky bajó con él a sus habitaciones.
Permaneció allí unos minutos y volvió rápidamente arriba.
Anna estaba ya vestida con un traje de terciopelo claro, que se había hecho en París y que dejaba ver parte de su busto. En la cabeza llevaba una rica mantilla blanca que realzaba su rostro y conjuntaba muy bien con su belleza resplandeciente.
–¿Es que está usted realmente decidida a ir al teatro? –preguntó Vronsky, procurando eludir su mirada.
–¿Por qué me lo pregunta con ese temor? –repuso ella, ofendida de nuevo al notar que él no la miraba ¿Es que me está prohibido ir?
Al parecer, ella no comprendía el significado de sus palabras.
–Claro que nada lo prohíbe –contestó Vronsky, frunciendo el entrecejo.
–Lo mismo digo yo –repuso Anna, con intención, sin comprender la ironía de su tono y desplegando, calmosamente, su guante largo y perfumado.
–¡Por Dios, Anna! ¿Qué le pasa? –exclamó Vronsky, como si tratase de despertarla a la realidad en el mismo tono que lo hacía su marido en otros tiempos.
–No comprendo lo que me pregunta.
–Bien sabe que no es posible ir.
–¿Por qué? No voy sola. La princesa Bárbara ha ido a vestirse y me acompañará.
Vronsky se encogió de hombros, perplejo y desesperado.
–¿No sabe…? ––empezó.
–Ni lo quiero saber.–contestó Anna, casi a gritos– No quiero… ¿Acaso me arrepiento de lo hecho? ¡No, no y no! Y si hubiera empezado así desde el principio, habría sido mejor. Para usted y para mí lo único importante es una cosa: si nos amamos o no. ¡Y nada más! ¿Por qué vivimos aquí separados, sin apenas vernos? ¿Por qué no he de ir al teatro? Te quiero y todo lo demás me da igual –añadió en ruso, mirándole con un brillo en los ojos incomprensible para Vronsky–con tal que tú no hayas cambiado. ¿Por qué me miras así?
Él la miraba, en efecto, examinando la belleza de su rostro y su vestido, que le sentaba admirablemente.
Pero ahora su belleza y su elegancia eran, precisamente, lo que despertaba su irritación.
–Usted sabe que mis sentimientos no pueden cambiar pero le pido, le ruego, que no vaya –––dijo otra vez en francés con una suave súplica en su voz pero con fría mirada.
Anna no oía sus palabras; sólo veía el frío de su mirada y contestó con enfado:
–Le ruego que me diga por qué no puedo ir.
–Porque esto puede motivar… algún… algo…
Vronsky titubeó.
–No lo entiendo. Jachvin n’est pas compromettant y la princesa Bárbara no vale menos que otras. ¡Ah, aquí viene!

QUINTA PARTE – Capítulo 33
Vronsky experimentó por primera vez un sentimiento de enojo contra Anna por su voluntaria incomprensión de la situación presente, sentimiento que se hacía más vivo por la imposibilidad de explicarle la causa de su disgusto.
De decir francamente lo que pensaba, habría debido decirle:
«Presentarse con ese vestido en compañía de la Princesa, tan conocida por todos, significa, no sólo reconocer su papel de mujer perdida, sino, además, desafiar a toda la alta sociedad, es decir, renunciar a ella para siempre.»
Y eso no se lo podía decir.
«Pero, ¿cómo es posible que ella no lo comprenda? ¿Qué le sucede?», se preguntaba Vronsky, sintiendo a la vez que su respeto hacia Anna disminuía tanto como aumentaba su admiración por su belleza.
Con el entrecejo arrugado volvió a su habitación y, sentándose junto a Jachvin –quien, con los pies estirados sobre una silla, bebía coñac con agua de Seltz–, ordenó que le llevaran la misma bebida.
–Volviendo a lo de «Moguchy», el caballo de Lankovsky, –dijo Jachvin– es un buen animal y te aconsejo que lo compres.
Y prosiguió, mirando el rostro grave de su amigo:
–Es un poco caído de grupa, pero de cabeza y de patas no deja nada que desear.
–Creo que lo compraré –repuso Vronsky.
Se interesó en la charla sobre caballos, pero continuamente pensaba en Anna, escuchando sin querer los pasos que sonaban en el corredor y mirando el reloj de la chimenea.
–Anna Arkadievna ha ordenado que les diga que sale para el teatro –dijo el criado, entrando.
Jachvin vertió una copa más de coñac en el agua de Seltz, bebió y se levantó, abrochándose el uniforme.
–¿Vamos? –dijo, sonriendo levemente bajo el bigote y mostrando con su sonrisa que comprendía el descontento de Vronsky, aunque no le daba importancia.
–Yo no voy –repuso Vronsky, serio.
–Yo no puedo dejar de ir. Lo he prometido. Hasta luego, pues. Y, si no, ¿por qué no vas a butacas? Quédate con la de Krasinsky –dijo Jachvin, saliendo.
–Tengo que hacer.
«La mujer propia da muchas preocupaciones y la que no lo es, más aún», pensó Jachvin, al salir del hotel.
Vronsky, una vez solo, se levantó de la silla y se puso a pasear por la habitación.
«Hoy es la cuarta de abono. Eso significa que asistirá todo San Petersburgo. Seguramente, estarán allí mi madre y Egor con su mujer. Ahora Anna entra, se quita el abrigo, aparece en plena luz… Y con ella Tuschkevich, Jachvin, la princesa Bárbara…», pensaba Vronsky, imaginando la entrada de Anna en el teatro.
«¿Y yo? O dirán que tengo miedo, o que he librado en Tuschkevich de la obligación de protegerla. Por donde quiera que se mire, es absurdo. ¡Absurdo, absurdo! ¿Por qué se empeñará en ponerme en esta situación?», se preguntó, agitando violentamente las manos.
Este ademán lo hizo tropezar con la mesita en la que estaba la botella de coñac y el agua de Seltz y faltó poco para que la derribase. Al tratar de sostenerla, la hizo caer y, enojado, dio un puntapié a la mesa y llamó al ayuda de cámara.
–Si quieres estar a mi servicio, acuérdate de lo que debes hacer. ¡Que no vuelva a pasar esto! ¡Llévatelo!–dijo al criado que entraba.
El sirviente, sabiendo que la culpa no era suya, trató de justificarse; pero, al mirar a su señor, comprendió por su rostro que valía más callar. Así, pues, inclinándose sobre la alfombra, balbuceó unas excusas y comenzó a separar las botellas y copas rotas de las que habían quedado intactas.
–Eso no es cosa tuya. Manda al lacayo que lo recoja y prepárame el frac.
Vronsky entró en el teatro a las ocho y media.
La función estaba en su apogeo. El anciano acomodador, al quitar a Vronsky el abrigo de piel, lo reconoció, lo llamó «Vuestra excelencia» y le dijo que no era necesario que recogiese el número del abrigo, sino que bastaba con que al salir llamase a Fedor.
En el pasillo, bien iluminado, no había nadie, fuera del acomodador y de dos lacayos que, con sendas pellizas al brazo, escuchaban junto a la puerta.
Tras la puerta entornada, oíanse los acordes de un staccato de la orquesta y una voz femenina que cantaba una frase musical.
La puerta se abrió dando paso al acomodador y la frase, que concluía, hirió el oído de Vronsky. Pero la puerta se cerró en seguida y Vronsky no oyó el final de la frase ni la cadencia y sólo por la explosión de aplausos, que retumbó, comprendió que la romanza estaba terminando.
Al entrar en la sala, iluminada por arañas y lámparas de gas, continuaban aún los aplausos. En el escenario, la cantante, espléndida con sus hombros escotados y sus brillantes, se inclinaba y sonreía. El tenor, que la tenía de la mano, la ayudaba a coger los ramos de flores que volaban sobre la orquesta. Luego ella se acercó a un señor de cabellos peinados a raya y lustrosos de cosmético, que extendía sus largos brazos por encima del borde del escenario brindándole un objeto.
El público de palcos y butacas se agitaba, se echaba hacia delante, gritaba, aplaudía.
El director de orquesta, desde su altura, ayudaba a entregar los objetos y se arreglaba cada vez la blanca corbata.
Vronsky pasó al centro de la platea, se detuvo y miró en derredor. Se fijo con menos interés que de costumbre en el ambiente, tan conocido y habitual, en el escenario, en el bullicio, en el poco atrayente rebaño de los espectadores del teatro, que estaba lleno a rebosar.
Como siempre, se veían las mismas señoras en los mismos palcos y, como siempre, tras ellas se veían oficiales; en butacas, las mismas mujeres multicolores, uniformes, levitas; la misma sucia gentuza en el paraíso; y entre toda aquella gente, en las primeras filas y los palcos, unas cuarenta personas, unos cuarenta hombres y mujeres «de verdad». Fue en este oasis donde Vronsky detuvo al punto su atención, dirigiéndose allí al momento.
El acto terminaba cuando entró, por lo que, sin pasar al palco de su hermano, cruzó ante él y se colocó próximo a la rampa, al lado de Serpujovskoy, quien, doblando la rodilla y golpeando con el tacón en la rampa, lo llamó sonriendo, al verle de lejos.
Vronsky no había visto a Anna, todavía y, a propósito, no miraba hacia ella, pero por la dirección de las miradas sabía dónde se encontraba.
Discretamente empezó a observar, esperando lo peor: buscaba a Alexis Alexandrovich.
Afortunadamente, éste no estaba hoy en el teatro.
–¡Qué poco te ha quedado de militar! Pareces un artista, un diplomático o algo por el estilo –le dijo Serpujovskoy.
–En cuanto he vuelto a Rusia, he adoptado el frac –contestó Vronsky, sonriendo y sacando lentamente los gemelos.
–Confieso que en eso te envidio. Yo, cuando vuelvo del extranjero, me pongo esto ––dijo Serpujovskoy, tocándose las charreteras– y siento en seguida que no soy libre.
Hacía tiempo que Serpujovskoy había desesperado de que su amigo hiciese carrera pero le quería como siempre y ahora se mostraba particularmente amable con él.
Vronsky, escuchándolo a medias, pasaba los binoculares de los palcos de platea a los del primer piso.
Junto a una señora con turbante y un anciano calvo, que pestañeaba malhumorado ante el binóculo de Vronsky, en continua busca, vio de pronto a Anna, orgullosa, bellísima y sonriente, entre sedas y encajes.
Estaba en el quinto palco de platea, a unos veinte pasos de él y sentada en la delantera del palco, ligeramente inclinada, hablaba en aquel momento con Jachvin.
La postura de su cabeza sobre sus amplios y hermosos hombros y la radiación contenidamente emocionada de sus ojos y todo su rostro, le recordaban a Vronsky tal como era cuando la vio por primera vez en Moscú.
Pero, a la sazón, consideraba su belleza de otro modo, con un sentimiento privado de todo misterio y, por ello, su belleza, si bien le atraía más que antes, le disgustaba a la vez.
No miraba hacia él, pero Vronsky sabía que ya lo había visto.
Cuando dirigió de nuevo los binoculares hacia allí, vio que la princesa Bárbara, muy encarnada, reía forzadamente, mirando sin cesar al palco próximo. Pero Anna, plegando el abanico y dando golpecitos con él en el terciopelo encarnado de la barandilla del palco, no veía ni quería ver lo que pasaba en aquel palco.
El rostro de Jachvin presentaba igual expresión que cuando perdía en el juego. Frunciendo las cejas y mordiendo cada vez más la guía izquierda de su bigote, miraba también de reojo al palco inmediato.
En éste, el de la izquierda, estaban los Kartasov. Vronsky los conocía y sabía que Anna los conocía también. La Kartasova, una mujer pequeña y delgada, estaba de pie en el palco, de espaldas a Anna, poniéndose la capa que le sostenía su marido. Mostraba un rostro pálido y enojado y hablaba con agitación.
Kartasov, un hombre grueso y calvo, trataba de calmar a su mujer, mirando sin cesar hacia Anna.
Cuando su esposa salió, Kartasov tardó mucho en seguirla, buscando la mirada de Anna, con evidente deseo de saludarla. Pero, probablemente a propósito, Anna, volviéndose sin mirarle, hablaba a Jachvin, que le escuchaba inclinando la cabeza hacia ella.
Kartasov salió sin saludar y el palco quedó vacío.
Vronsky no podía saber lo que había sucedido entre Anna y ellos, pero sí que era algo terriblemente ofensivo para su amada. No sólo lo adivinó por lo que había visto, sino, principalmente, por el rostro de Anna que, sin duda, había reunido todas sus fuerzas para mantenerse en el papel que se había impuesto: mostrar una completa calma exterior.
Y en ello había triunfado plenamente. Quien no la conociera, quienes no conocieran su mundo, quienes nada supieran de las exclamaciones de indignación y sorpresa de las mujeres que comentaban que osara presentarse en su mundo, tan llamativa con su mantilla de encajes, en toda su belleza –esos habrían admirado la impasibilidad y hermosura de Anna, sin sospechar que se sentía como una persona expuesta a la vergüenza pública.
Vronsky, comprendiendo que había sucedido algo e ignorando a ciencia cierta lo que fuera, experimentaba una torturadora inquietud y, en la esperanza de saberlo, decidió ir al palco de su hermano.
Eligiendo la salida de la platea más alejada del palco de Anna, Vronsky tropezó al pasar con el coronel del regimiento en que servía antes, que estaba hablando con dos conocidos suyos.
Oyó mencionar el nombre de los Karenin y notó que el coronel se apresuraba a pronunciar el suyo propio, mirando intencionadamente a los que hablaban.
–¡Hola Vronsky! ¿Cuándo se va a pasar por el regimiento? No podemos despedirnos de usted sin celebrarlo… Usted es uno de los nuestros –dijo el coronel.
–No tengo tiempo. Lo siento mucho… Hablaremos otra vez –repuso Vronsky.
Y subió corriendo la escalera para dirigirse al palco de su hermano. La anciana condesa, madre de Vronsky, siempre peinando sus ricitos de color de acero, estaba también en aquel palco. En el pasillo del primer piso, Vronsky encontró a Varia con la princesa Sorokina.
Apenas divisó a su cuñado, Varia condujo a su acompañante al lado de su madre y, dando la mano a Vronsky, mostrando una emoción que pocas veces había visto en ella, empezó a hablarle de lo que tanto le interesaba.
–Eso ha sido bajo y vil. Madame Kartasova no tenía derecho a… Porque madame Karenin… ––empezó Varia.
–¿Qué ha pasado? No sé nada.
–Pero, ¿no te lo han dicho?
–Comprende que debo ser, lógicamente, el último en enterarme.
–¿Habrá alguien más malvado que esa Kartasova?
–¿Qué ha hecho?
–Me lo contó mi marido. Ha injuriado a la Karenina. Su esposo empezó a hablar con ésta desde su palco y la Kartasova le armó un escándalo. Cuentan que dijo en voz alta palabras ofensivas para la Karenina y salió.
–Le llama su mamá, Conde –anunció la princesa Sorokina, apareciendo en la puerta del palco.
–Te esperaba. –dijo su madre sonriendo con ironía– No se te ve en ningún sitio…
Su hijo notaba que la anciana no podía reprimir una sonrisa alegre.
–Buenas noches, mamá. Venía a saludarla –dijo él, fríamente.
–¿Por qué no vas à faire la cour à madame Karenina? –añadió su madre cuando la princesa Sorokina se hubo alejado –Elle fait sensation. On oublie la Patti pour elle.
–Ya le he rogado, mamá, que no me hable de eso –respondió Vronsky arrugando el entrecejo.
–Digo lo que dicen todos.
Vronsky, sin responder, tras cambiar unas palabras con la princesa Sorokina, se alejó. En la puerta encontró a su hermano.
–¡Oh, Alexis! –––exclamó éste. Esa mujer es una idiota y nada más. ¡Qué asco! Precisamente ahora iba a ver a Anna. Vayamos juntos.
Vronsky no lo escuchaba. Bajó rápidamente la escalera, comprendiendo que debía hacer algo, aunque no sabía qué. Estaba irritado contra Anna, que se había puesto y lo había puesto en aquella falsa situación y, a la vez, la compadecía.
Bajó a la platea y se acercó al palco de Anna. Stremov, en pie ante el palco, hablaba con ella.
–Ya no hay tenores. Le moule en est brisé.
Vronsky saludó a Anna y a Stremov.
–Me parece que ha llegado usted tarde y se ha perdido la mejor aria –dijo ella, mirándole con ironía, según él pensó.
–Soy poco entendido ––contestó Vronsky, mirándola con gravedad.
–Como el príncipe Jachvin, que opina que la Patti canta demasiado alto –repuso Anna, sonriendo –Gracias –añadió, tomando con su pequeña mano cubierta por el largo guante el programa que él había cogido del suelo.
Pero, de pronto, su hermoso rostro se estremeció; se levantó y se retiró al fondo del palco.
Viendo que en el acto siguiente el palco quedaba vacío, Vronsky, seguido por los «¡chist!» del público que escuchaba en silencio los suaves sones de la cavatina, dejó la platea y se fue a casa.
Anna había llegado ya.
Cuando Vronsky entró en sus habitaciones, ella vestía aún el mismo traje que en el teatro. Sentada en la butaca más cercana a la puerta, junto a la pared, miraba ante sí. Lo vio y al momento adoptó la postura de antes.
–¡Anna! –exclamó Vronsky.
–¡Tú tienes la culpa de todo! –gritó ella, entre lágrimas de ira y desesperación, levantándose.
–Te pedí, te rogué, que no fueras al teatro. Sabía que surgirían disgustos.
–¡Disgustos! –exclamó Anna– Fue algo terrible. No lo olvidaré ni en la hora de mi muerte. Dijo que era deshonroso sentarse a mi lado.
–Palabras de una estúpida. –contestó Vronsky– Pero tú no debiste arriesgarte a provocar…
–Detesto tu calma. No debías haberme conducido a esto. Si me amases…
–¿A qué viene ahora hablar de amor, Anna?
–Si me amases como te amo, si sufrieras como yo sufro… –siguió ella, mirándolo con expresión de temor.
Vronsky sentía piedad y despecho a la vez.
Le aseguró que la amaba, comprendiendo que era lo único que la podía tranquilizar por el momento y, aunque la reprochaba en el fondo, no le dijo nada que pudiera disgustarla.
Y aquellas seguridades de amor que, de puro triviales, lo avergonzaban, Anna las oía con emoción y se calmaba poco a poco escuchándolas.
Al día siguiente, ya completamente reconciliados, se fueron al campo, a la hacienda de los Vronsky.

TÉ NEGRO O PU ERH (5ta parte)

domingo, junio 30th, 2013

puerh elaboración 9 Bing cha de Pu Erh crudo

PRENSADO O COMPRESIÓN
Para producir un disco o torta (bing cha) de Pu Erh prensado a mano, con un hoyuelo en su cara posterior, se necesitan muchos pasos adicionales antes de presionar el té realmente. En primer lugar, se pesa una cantidad específica de MáoChá seco o de hojas de té maduro igual al peso final del bingcha o torta. Luego, el té seco se somete a un vapor ligero, dentro de latas perforadas en su parte inferior, para suavizarlo y hacerlo más pegajoso. Esto permiritá que se mantenga unido y no se desmorone durante la compresión. Se coloca una etiqueta llamada «Nèi fēi» o adornos adicionales, tales como cintas de colores, entre algunas hojas o sobre ellas, y esto se invierte en una bolsa de tela. El té maleable se coloca dentro de la bolsa de tela y la porción de tela que sobresale se ata o enrolla sobre sí misma, formando una bola. Este nudo es lo que produce la invaginación en la cara posterior de la torta de té cuando se presiona.

puerh elaboración 10 Bing cha de Pu Erh crudo donde se ve el hoyuelo

Bing cha de Pu Erh crudo donde se ve el hoyuelo.

Dependiendo de la forma de Pu Erh que se quiera elaborar, puede utilizarse una bolsa de algodón o no. Por ejemplo, los ladrillos o cuadrados, en general no se comprimen utilizando bolsas.

Dependiendo del producto deseado y de la velocidad, desde el más rápido y apretado al más lento y flojo, la compresión puede realizarse mediante:
-Una prensa hidráulica, que comprime al té en un molde de metal, que a veces tiene, como decoración, un motivo en bajo relieve. Debido a su eficiencia, este método se utiliza, comúnmente, para hacer todas las formas de prensado de Pu Erh. El té puede ser comprimido en la prensa, ya sea con o sin bolsa de algodón (si se hace sin bolsa, es necesario un molde metálico y el método se conoce como tié bǐng o pastel de hierro, debido a su densidad y dureza). Se cree que el sabor de los Pu Erh crudos densamente comprimidos puede ser aún más rico con un añejamiento cuidado de hasta varias décadas.
-Una prensa de palanca, que se hace funcionar a mano, para prensados apretados, y que ha sido sustituida, en gran medida , por la prensa hidráulica moderna.
-Una gran piedra pesada, tallada en forma de cilindro corto con un mango, colocada directamente sobre la bolsa de té que está apoyada sobre una tabla de madera. La tensión de la bolsa y el peso de la piedra juntos dan al té su borde redondeado y, a veces, irregular. Debido a la mano de obra involucrada, este método de prensado es llamado «Mano» o “a la Piedra” y es el modo en que elaboran muchas tortas de Pu Erh artesanal.

El Pu Erh comprimido se retira de la bolsa de tela y se coloca en estantes reticulados, en donde se deja secar el aire, lo que, dependiendo de la humedad de las tortas prensadas, puede tomar varias semanas o meses. Las tortas de Pu Erh se envuelven individualmente, a mano, y se empaquetan en unidades más grandes para el comercio.

Las primeras dos imágenes fueron tomadas de Esgreen. La galería fue armada con fotos de Hojo tea.

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 27, 28 Y 29

sábado, junio 29th, 2013

Anna Karenina se encuentra con su hijo - Mikhail Vrubel - 1878
Anna Karenina se encuentra con su hijo – Mikhail Vrubel – 1878
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 27
A esta lección seguía la de su padre. Mientras él venía, Sergei se sentó a la mesa, jugueteando con el cortaplumas y pensando.
En el número de las ocupaciones predilectas de Sergei figuraba la de buscar a su madre en el paseo. No creía en la muerte en general, ni en particular en la de su madre, aunque Lidia Ivanovna se lo dijera y papá se lo hubiera confirmado. Por eso, aun después de decirle que había muerto, cuantas veces salía a pasear, continuaba buscándola.
Toda mujer llena, graciosa, de cabellos oscuros, le parecía su madre. En cuanto veía una mujer así, se elevaba en él un sentimiento tan dulce que se ahogaba y las lágrimas le acudían a los ojos. Esperaba que ella, en aquel momento, se acercase a él y se levantase el velo. Vería todo su rostro sonreírle, la abrazaría, percibiría su perfume y la suavidad de su mano y lloraría de dicha, como una noche en que se tendió a sus pies y ella le hacía cosquillas y él reía mordiéndole su blanca mano llena de sortijas.
Cuando supo, casualmente, por el aya, que su madre no había muerto y que su padre y Lidia Ivanovna se lo habían dicho así porque ella era mala (en lo cual él, como la quería tanto, no creyó en modo alguno), siguió esperándola y buscándola todavía con más ahínco.
Hoy, en el Jardín de Verano, había visto una señora alta, con velo lila, a la que había seguido con la mirada, sintiendo el corazón estremecido, pensando que era ella, mientras la estuvo viendo avanzar a su encuentro por el caminito.
Pero la señora no llegó a su lado; desapareció no se sabía por dónde. Y, hoy, Sergei sentía más cariño que nunca hacia su madre y, mientras esperaba a su padre, sin darse cuenta, rayó con el cortaplumas todo el borde de la mesa, mirando ante sí con ojos brillantes y pensando en ella.
–Ya viene papá –interrumpió Basilio Lukich.
Sergei se levantó de un salto, corrió hacia su padre y, después de besarle la mano, lo miró atentamente, esperando descubrir en su rostro señales de alegría relativas a la condecoración de Alejandro Nevsky.
–¿Te has divertido en el paseo? –preguntó Karenin, sentándose en su butaca, acercando la Biblia y abriéndola.
Aunque Alexis Alexandrovich decía a menudo a Sergei que todo cristiano debe conocer bien la Historia Sagrada, él mismo solía consultar la Biblia a menudo y su hijo no dejaba de observarlo.
–Sí, me divertí mucho, papá. –repuso el niño, sentándose de lado en la silla y balanceándola, lo cual le estaba prohibido– He visto a Nadeñka –se refería a una sobrina de Lidia Ivanovna que vivía en casa de ésta– y me ha dicho que le han dado a usted una nueva condecoración. ¿Está usted satisfecho, papá?
–Ante todo, no te balancees así. –repuso su padre– Y luego, lo que debe agradar es el trabajo y no su recompensa. Desearía que te fijaras mucho en esto. Si trabajas y estudias tus lecciones sólo por el premio, el trabajo te parecerá muy pesado. Pero cuando trabajes por amor al trabajo, hallarás en él la mejor recompensa.
Alexis Alexandrovich hablaba así recordando cómo se había sostenido a sí mismo con la idea del deber durante el aburrido trabajo de aquella mañana, consistente en firmar ciento dieciocho documentos.
El dulce y alegre brillo de los ojos de Sergei se apagó y bajó la vista al encontrar la de su padre. Aquel tono, bien conocido, era el que empleaba siempre con él y Sergei sabía cómo debía acogerlo. Su padre le hablaba como dirigiéndose a un niño imaginario, –o así le parecía a Sergei– a un niño como los que se hallan en los libros y a los que Sergei no se parecía en nada.
Pero el niño procuraba, entonces, fingir que era uno de aquellos niños de los libros.
–Espero que lo comprendas –concluyó su padre.
–Sí, papá –respondió Sergei, fingiendo ser aquel niño imaginario.
La lección consistía en escribir de memoria algunos versículos del Evangelio y en dar un repaso al Antiguo Testamento.
Sergei conocía bastante bien los versículos del Evangelio pero ahora, mientras los recitaba, se fijó en el hueso de la frente de su padre y al observar el ángulo que formaba con la sien, el chiquillo se confundió en los versículos y el final de uno lo colocó en el principio de otro que empezaba con la misma palabra.
Karenin notó que el niño no comprendía lo que estaba diciendo y se irritó.
Arrugó el entrecejo y empezó a decir lo que Sergei oyera ya cien veces y no podía recordar por comprenderlo demasiado bien, al estilo de la frase «de repente», que era un modo adverbial.
Miraba, pues, a su padre con asustados ojos, pensando sólo en una cosa: en si le obligaría a repetir lo que decía ahora, como sucedía a veces.
Pero su padre no le hizo repetir nada y pasó a la lección del Antiguo Testamento, Sergei recitó bien los hechos, pero cuando pasó a explicar la significación profética que tenían algunos, manifestó una total ignorancia, a pesar de que ya había sido otra vez castigado por no saber la misma lección.
Y cuando no pudo ya contestar absolutamente nada y quedó parado, rayando la mesa con el cortaplumas, fue al tratar de los patriarcas antediluvianos. No recordaba a ninguno de ellos, excepto a Enoch, arrebatado vivo a los cielos. Antes recordaba los nombres, pero ahora los había olvidado completamente, sobre todo porque de todas las figuras del Antiguo Testamento la que prefería era la de Enoch y porque junto a la idea del rapto del profeta se mezclaba en su cerebro una larga cadena de pensamientos a los que se entregaba también ahora, mientras miraba con ojos extáticos la cadena del reloj y un botón a medio abrochar del chaleco de su padre.
Sergei se negaba en redondo a creer en la muerte, de la que le hablaban tan a menudo. No creía que pudieran morir las personas a quienes quería y, sobre todo, él mismo. Le parecía imposible e incomprensible.
Pero como le decían que todos terminaban muriendo, lo preguntó a personas en quienes confiaba y todos se lo confirmaron. El aya decía también que sí, aunque de mal grado. Pero Enoch no había muerto, lo que probaba que no todos mueren.
«¿Por qué no puede todo el mundo hacerse agradable a Dios para ser llevado vivo a los cielos?», pensaba Sergei. Los malos, es decir, los que Sergei no quería, sí podían morir, pero los buenos debían ser todos como Enoch.
–A ver: ¿cuáles fueron los patriarcas?
–Enoch, Enoch…
–Ya lo has dicho. Mal, muy mal, Sergei… Si no tratas de saber lo que más importancia tiene para un cristiano, ¿cómo puede interesarte lo demás? –dijo el padre, levantándose– Estoy descontento de ti y también lo está Pedro Ignatievich. –se refería al sabio pedagogo– Tendré que castigarte.
Padre y profesor estaban, en efecto, descontentos de Sergei. Y, a decir verdad, el niño era bastante desaplicado. Pero no podía decirse que fuera un niño de pocas aptitudes. Al contrario: era más despejado que otros a los que el profesor le ponía como ejemplo. A juicio de su padre, Sergei no quería estudiar lo que le mandaban. Pero en realidad no podía estudiar porque en su alma había exigencias más apremiantes que las que le imponían su padre y su profesor. Y como aquellas dos clases de exigencias estaban en oposición, Sergei luchaba contra sus educadores abiertamente.
Tenía nueve años, era un niño, pero conocía su alma, la quería y la cuidaba como el párpado cuida del ojo y, sin la llave del afecto, no permitía a nadie penetrar en ella. Sus educadores se quejaban, pero él no quería estudiar y, sin embargo, su alma rebosaba de ansia de saber. Y aprendía de Kapitonich, del aya, de Nadeñka, de Basilio Lukich, mas no de sus maestros. El agua con que el padre y el pedagogo trataban de mover las ruedas de su molino, ya goteaba y trabajaba por otro lado.
El padre castigó a Sergei prohibiéndole ir a casa de la sobrina de Lidia Ivanovna, pero el castigo, más que entristecerlo, lo alegró. Basilio Lukich estaba de buen humor y le enseñó a hacer molinos de viento.
Pasó, pues, toda la tarde trabajando y meditando en cómo podría hacer un molino en el cual uno pudiese girar asiéndose a las aspas o atándose a ellas.
No pensó en su madre en toda la tarde pero, una vez acostado, la recordó de pronto y rogó a Dios, a su manera, para que dejara de ocultarse y lo visitara al día siguiente, que era el de su cumpleaños.
–Basilio Lukich, ¿sabe por lo que he rezado, además de lo de todos los días?
–Por estudiar mejor.
–No.
–Por recibir juguetes.
–No. No lo adivinará. Es una cosa magnífica… pero es un secreto. Cuando llegue, se lo diré… ¿No lo adivina?
–No, no, no lo adivino. Dígamelo… –repuso Basilio Lukich, sonriendo, lo cual ocurría pocas veces– En fin, duérmase, más valdrá… Voy a apagar la vela.
–Sin la vela veo mejor lo que quiero ver y por lo que he rezado. ¡Por poco le descubro mi secreto! – exclamó Sergei, riendo alegremente.
Cuando se llevaron la vela, Sergei vio y sintió a su madre. Estaba de pie ante él y le acariciaba con su mirada amorosa. Luego había molinos, cortaplumas… En la mente de Sergei todo se fue confundiendo, hasta que se durmió.

QUINTA PARTE – Capítulo 28

Vronsky y Anna, al llegar a San Petersburgo, se hospedaron en uno de los mejores hoteles. Vronsky se instaló en el piso bajo y Anna, con la niña, la nodriza y la doncella, en un departamento de cuatro habitaciones.
El mismo día de su llegada, Vronsky visitó a su hermano y encontró allí a su madre, venida de Moscú para sus asuntos.
Su madre y su cuñada lo recibieron como siempre, le preguntaron por su viaje al extranjero, hablaron de sus conocidos y no dijeron ni una palabra de sus relaciones con Anna.
Pero cuando su hermano lo visitó al siguiente día, le preguntó por ella. Alexis Vronsky le declaró francamente que consideraba sus relaciones con Anna como un matrimonio legal y que esperaba arreglar el divorcio y casarse entonces pero que para él Anna era ya su mujer como cualquier otra y le rogaba que lo dijese así a su madre y a su cuñada.
–Si la buena sociedad no lo aprueba, me da igual. –añadió Vronsky– Pero si mi familia quiere conservar conmigo relaciones de parentesco, debe hacerlas extensivas a mi mujer.
Su hermano mayor, que respetaba siempre las ideas del otro, no sabía qué decir, hasta que el mundo sancionara o no esta decisión. Pero, como él personalmente no tenía nada que oponer, entró con Alexis a ver a Anna.
En presencia de su hermano, como ante los demás, Vronsky la trató de usted, como a una amiga íntima. Pero quedaba sobreentendido que el hermano conocía aquellas relaciones y se habló de que Anna fuera a la finca de los Vronsky.
Pese a su tacto mundano, Vronsky, en virtud de la falsa posición en que se encontraba, incurría en un extraño error. Debía haber comprendido que el mundo estaba cerrado para él y para Anna. Pero actualmente nacía en su cerebro la vaga idea de que, si eso era así antiguamente, ahora, dado el rápido progreso humano (a la sazón era muy partidario de todos los progresos), el punto de vista de la sociedad había cambiado y por tanto la cuestión de si ellos serían recibidos en sociedad o no, no estaba aún decidida.
«Claro que los círculos de la Corte no la recibirán», se decía, «pero los allegados deben y pueden comprendernos».
Se puede muy bien estar sentado con las piernas encogidas y sin cambiar de posición durante varias horas sabiendo que nada impedirá cambiar de postura. Pero si se sabe que obligatoriamente se ha de permanecer sentado con las piernas encogidas, se sufren calambres y los pies tiemblan y necesitan estirarse.
Lo mismo sentía Vronsky respecto al gran mundo. Aunque en el fondo de su alma sabía que estaba cerrado para ellos, quería probar a ver si, con el cambio de las costumbres, los aceptaba.
No tardó en darse cuenta de que el mundo seguía abierto para él personalmente, pero no para Anna. Como en el juego del gato y el ratón, los brazos que se alzaban para darle paso se bajaban al ir a pasar ella.
Una de las primeras mujeres distinguidas a quienes Vronsky vio, fue a su prima Betsy.
–¡Al fin! –exclamó alegremente Betsy– ¿Y Anna? ¡Cuánto me alegro de verlo! ¿Dónde han estado? Deben de encontrar muy feo San Petersburgo después de su espléndido viaje. ¡Ya me imagino su luna de miel en Roma! ¿Y el divorcio? ¿Lo han obtenido?
Vronsky notó que el entusiasmo de Betsy decaía algo cuando le contestó que aún no habían conseguido el divorcio.
–Van a lapidarme –dijo Betsy– pero, no obstante, visitaré a Anna. Sí, iré de todos modos. ¿Permanecerán aquí por mucho tiempo?
El mismo día, en efecto, visitó a Anna. Pero su tono era totalmente distinto del de antes. Se la notaba orgullosa de su atrevimiento y quería que Anna apreciase la fidelidad de sus sentimientos amistosos.
Sólo estuvo unos diez minutos. Habló de las novedades del mundo y al marcharse dijo:
–No me han dicho cuándo obtendrán el divorcio. Aunque yo me he liado la manta a la cabeza habrá algunas orgullosas que la recibirán fríamente mientras no estén casados. Y con lo sencillo que es eso ahora… Ça se fait… ¿Así que se van el viernes? Siento que no nos podamos ver más por ahora…
Por el acento de Betsy, Vronsky podía comprender lo que debía esperar del gran mundo, pero aun hizo una prueba más con la familia.
No ponía mucha esperanza en su madre. Sabía que ésta, tan entusiasmada con Anna cuando la conoció, era ahora inflexible con ella, pensando que había arruinado la carrera de su hijo. Pero Vronsky confiaba mucho en su cuñada Varia. Parecíale que ella, incapaz de tirar la primera piedra, resolvería, con toda naturalidad, ver a Anna y recibirla en su casa.
Al día siguiente de llegar, fue, pues, a visitarla y, hallándola sola, le expuso francamente su deseo.
Varia, después de oírlo, le contestó:
–Ya sabes, Alexis, que te aprecio y estoy dispuesta a hacer por ti todo lo que sea. Pero he callado porque en nada puedo seros útil a Anna Arkadievna y a ti. –pronunció «Arkadievna» con una entonación particular –No pienses, te lo ruego –prosiguió– que la censuro. Eso nunca. Quizá yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. No puedo entrar en detalles –continuó con timidez, mirando el rostro grave de Vronsky– pero las cosas hay que llamarlas por su nombre. Tú quieres que yo vaya a su casa, que la reciba y que con eso la rehabilite ante el mundo. Pero, compréndelo, esto «no puedo hacerlo». Tengo hijos, debo vivir en sociedad por mi marido. Si visito a Anna Arkadievna ella comprenderá que no puedo invitarla a casa o que debo hacerlo de manera que no se encuentre aquí con nadie y eso la ofenderá también No puedo levantarla de…
–No creo que Anna haya caído más bajo que cientos de mujeres que vosotros recibís –interrumpió Vronsky con mayor gravedad.
Y se levantó, adivinando que la decisión de su cuñada era irrevocable.
–Te ruego, Alexis, que no te enfades conmigo. Comprende que no tengo la culpa…
Y Varia lo miraba con tímida sonrisa.
–No me enfado contigo –repuso él, siempre serio– pero esto en ti me es doblemente penoso y lo siento porque rompe nuestra amistad. Ya comprenderás que para mí no puede ser de otro modo.
Y con esto, Vronsky la dejó.
Reconoció, pues, que sus esfuerzos eran vanos y que debía pasar aquellos días en San Petersburgo como en una ciudad desconocida, evitando su relación con el mundo de antes, para no sufrir escenas desagradables y no soportar dolorosas ofensas.
Una de las cosas principalmente ingratas en su situación, era que su nombre y el de Karenin se oían en todas partes. Imposible hablar de nada sin que el nombre de Alexis Alexandrovich surgiera en la conversación, imposible ir a parte alguna sin riesgo de encontrarlo.
Así, al menos, le parecía a Vronsky, de la misma manera que a un enfermo a quien le duele el dedo se le antoja que todos los golpes van a parar a él.
A Vronsky la existencia en San Petersburgo le fue todavía más penosa, porque durante todo aquel tiempo advirtió en Anna una actitud incomprensible para él.
Algo la atormentaba, sin duda, y algo le ocultaba. No mostraba reparar en las afrentas que emponzoñaban la vida de él y que, dada su aguda sensibilidad, debían forzosamente de haberle sido también a ella muy dolorosas.

QUINTA PARTE – Capítulo 29
Uno de los fines principales del viaje a Rusia, era, para Anna, ver a su hijo.
Desde que salió de Italia, la idea de verle no dejó un momento de conmoverla y, cuanto más se acercaba a San Petersburgo, mayor le parecía el encanto y la transcendencia de aquel encuentro con el niño.
Figurábasele sencillo y natural ver a su hijo, hallándose en la misma ciudad que él; pero, una vez en San Petersburgo, se hizo evidente su situación ante la sociedad y comprendió que no sería nada fácil arreglar aquella entrevista.
Llevaba ya dos días en la ciudad y, aunque la idea de verle no la dejaba un momento, no había adelantado ni un solo paso en aquel camino.
Anna reconocía que no tenía derecho a ir abiertamente a casa de Karenin, a riesgo de encontrarlo y que podía muy bien suceder que le prohibieran la entrada, cosa que la habría llenado de vergüenza.
Sólo el pensar en escribir a su marido y cruzar cartas con él, le suponía ya un tormento. Únicamente cuando no se acordaba de su marido, podía estar tranquila. Ver a su hijo en el paseo, enterándose de a dónde y cuándo salía el niño, no le bastaba. ¡Se preparaba tanto para esa entrevista, tenía tantas cosas que decirle, deseaba tan ardientemente besarlo y poderlo estrechar entre sus brazos!
La vieja aya de Sergei podía orientarla y aconsejarla en ello. Pero el aya no estaba en casa de Karenin.
Entre estas dudas y en la búsqueda del aya, pasaron dos días.
Al informarse de las relaciones que unían ahora a Karenin y a Lidia Ivanovna, Anna decidió al tercer día escribir a la Condesa.
Aquella carta, que le costó tanto trabajo y en la que mencionaba intencionadamente la grandeza de alma de su marido, estaba escrita con la esperanza de que la viese él y, continuando en su papel magnánimo, le concediera lo que pedía.
El enviado que llevara la carta trajo una respuesta cruel e inesperada: que no había contestación.
Jamás se sintió tan humillada como en aquel momento en que, llamando al enviado, le oyó detallar cómo le habían hecho esperar y cómo, luego, le dijeron que no había respuesta.
Anna se sintió humillada y ofendida pero reconocía que, desde su punto de vista, la condesa Lidia Ivanovna tenía razón.
Su dolor era tanto más hondo, cuanto que había de soportarlo ella sola. No podía ni quería compartirlo con Vronsky. Sabía que, aunque era él la causa principal de su desventura, la entrevista con su hijo había de parecerle una cosa sin importancia. A su juicio, Vronsky no podría comprender nunca toda la intensidad de su sufrimiento y temía, como nunca había temido, experimentar hacia él un sentimiento hostil al notar el tono frío en que habría, sin duda, de hablarle de aquello.
Anna pasó en casa todo el día, meditando medios para conseguir su propósito, hasta que, al fin, decidió escribir una carta a su marido. Ya la tenía redactada cuando le llevaron la de Lidia Ivanovna.
El silencio de la Condesa la había hecho conformarse pero su carta y lo que pudo leer en ella entre líneas la irritaron tanto, le pareció tan excesiva aquella maldad ante su natural cariño a su hijo, que se indignó contra los demás y dejó de inculparse a sí misma.
«¡Qué frialdad! ¡Qué fingimiento!», se decía. «Quieren ofenderme y hacer sufrir al niño. ¿Y he de obedecerlos? ¡Jamás! Ella es peor que yo, que, al menos, no miento.»
Y decidió, en seguida, que al día siguiente, cumpleaños de Sergei, iría a casa de su marido, sobornaría a los criados, los engañaría; pero vería a su hijo, costara lo que costara, y destruiría el terrible engaño de que rodeaban a la desgraciada criatura.
Fue a un almacén de juguetes, compró un sinfín de cosas y estudió un plan.
Temprano, a eso de las ocho de la mañana, antes de que Alexis Alexandrovich se hubiera levantado, acudiría a la casa. Llevaría en la mano dinero para el portero y el lacayo, a fin de que ellos la dejasen entrar y, sin levantarse el velo, les diría que iba de parte del padrino de Sergei para felicitarle y que le habían encargado que pusiera los juguetes por sí misma junto a la cama del niño.
Lo único que no preparó fue las palabras que diría a su hijo, pues por más que lo había meditado no se le ocurrió lo que le había de decir.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Anna, apeándose de un coche de alquiler, llamó a la puerta principal de la casa que un día fuera suya.
–Vaya a ver quién es. Parece una señora –dijo Kapitonich aún a medio vestir, con abrigo y chanclos, mirando por la ventana a la mujer que había junto a la puerta.
El ayudante del portero era un hombre desconocido para Anna. Apenas abrió la puerta, ella entró, sacó rápidamente del manguito un billete de tres rublos y se lo deslizó en la mano.
–Sergei, Sergei Alexandrovich –dijo Anna.
Y continuó rápida su camino.
El criado, una vez examinado el dinero, la detuvo en la puerta siguiente.
–¿A quién desea ver? ––dijo.
Notando la turbación de la desconocida, salió Kapitonich en persona al encuentro de la desconocida, la hizo pasar y le preguntó qué quería.
–Vengo de parte del príncipe Skeradumov a ver a Sergei Alexandrovich.
–El señorito no está levantado aún –repuso el portero mirándola con atención.
Anna no esperaba que el aspecto invariable de la casa donde había vivido nueve años pudiera causarle tan vivo efecto. Recuerdos alegres y penosos se elevaron uno tras otro en su alma, haciéndole olvidar por un momento el objeto de su visita.
–¿Desea esperar? –preguntó Kapitonich, ayudándole a quitarse el abrigo de pieles.
Al hacerlo, la miró al rostro, la reconoció y, sin decirle nada, la saludó con respeto.
–Haga el favor de entrar, Excelencia –dijo después.
Anna quiso hablarle pero la voz se le ahogó en la garganta. Y, mirando al viejo con aire culpable, subió la escalera con pasos leves y rápidos.
Kapitonich, inclinándose hacia delante y tropezando con los chanclos en los escalones, la seguía corriendo, tratando de alcanzarla.
–Está allí el preceptor. Quizá no se haya vestido. Iré a anunciarla.
Anna seguía subiendo la escalera tan conocida sin entender lo que le decía el anciano.
–Aquí, a la izquierda, haga el favor. Perdone que no esté limpio aún… El señorito duerme ahora en el cuarto del diván –murmuró el portero, esforzándose en recobrar la respiración–. Perdone, Excelencia, pero conviene esperar un poco. Iré a mirar…
Y, adelantándose a Anna, abrió a medias una alta puerta y desapareció tras ella.
Anna esperó.
El portero salió de nuevo.
–El señorito acaba de despertar ––dijo.
En el mismo momento en que el anciano portero pronunciaba estas palabras, Anna oyó un bostezo infantil.
En aquel sonido reconoció a su hijo y le pareció ya verlo ante ella.
–¡Déjeme! ¡Déjeme y váyase! –pronunció Anna, cruzando la alta puerta.
A la derecha de la entrada había una cama y en ella estaba sentado el niño que, vestido sólo con una camisita, terminaba de desperezarse, inclinando el cuerpo.
En el momento en que sus labios se juntaron de nuevo, se dibujó en ellos una sonrisa feliz y con aquella sonrisa el niño se dejó caer otra vez en el lecho, vencido por un suave sueño.
–¡Sergei! –llamó Anna, acercándose con paso cauteloso.
Durante su separación y más aún en aquellos días en que la inundaba tan viva ternura por su hijo, Anna lo imaginaba como un niño de cuatro años, ya que fue a aquella edad cuando más lo había querido. Pero ahora no, estaba tal como lo dejó.
Su aspecto difería mucho del de un niño de cuatro años; había crecido y adelgazado. ¡Oh, qué delgado tenía el rostro, qué cortos los cabellos y qué largos los brazos! ¡Cuán diferente era de cuando ella lo había dejado!
Pero era él, con su misma forma de cabeza, con sus labios, con su suave cuello y sus anchos hombros.
–¡Sergei! –repitió al oído mismo del niño.
Sergei se incorporó sobre un codo, movió la cabeza a ambos lados como buscando algo y abrió los ojos.
Por algunos segundos miró silencioso e interrogativo a su madre, inmóvil ante él.
De pronto, rió lleno de dicha y, cerrando de nuevo sus ojos cargados de sueño, se dejó caer otra vez, pero no hacia atrás, sino en los brazos de su madre.
–¡Sergei, querido niño mío! –exclamó Anna, sofocada, abrazando el amado cuerpecito.
–¡Mamá! –contestó el niño, moviéndose en todas direcciones para que su cuerpo rozara por todas partes los brazos de su madre.
Sonriendo medio dormido, siempre con los ojos cerrados, y apoyándose con sus manos gordezuelas en la cabecera de la cama, se asió a los hombros de su madre y se dejó caer sobre su regazo, exhalando ese agradable olor que sólo tienen los niños en el lecho. En seguida, empezó a frotarse el rostro contra el cuello y los hombros de su madre.
–Ya sabía, ––dijo, abriendo los ojos– que habrías de venir. Hoy es el día de mi cumpleaños… Me he despertado ahora mismo y voy a levantarme…
Y, mientras hablaba, se quedó de nuevo dormido.
Anna lo miraba con afán, viendo cuánto había crecido y cambiado en su ausencia. Reconocía y desconocía a la vez sus piernas desnudas, ahora tan largas, sus mejillas enflaquecidas, los cortos rizos de su nuca, que tantas veces había besado.
Estrechaba todo aquello contra su corazón y no podía hablar, ahogada por las lágrimas.
–¿Por qué lloras, mamá? –preguntó el niño, despertando por completo, ¿Por qué lloras, mamá? –gritó con voz quejumbrosa.
–No lloraré más. Lloro de alegría. ¡Hace tanto que no te veo! No, no lloraré más, no lloraré… –dijo, devorando sus lágrimas y volviendo la cabeza– Ea, ya es hora de vestirte –añadió, recobrando algo de su serenidad, después de un silencio.
Y, sin soltar sus manos, se sentó al lado de la cama en una silla, sobre la que estaba la ropa del pequeño.
–¿Cómo te vistes sin mí? ¿Cómo…? –dijo, tratando de expresarse con voz natural y alegre.
Pero no pudo terminar y volvió una vez más la cara.
–No me lavo ya con agua fría; papá no me deja. ¿Has visto a Basilio Lukich? Vendrá ahora… ¡Ah, te has sentado sobre mi vestido!
Sergei rió a carcajadas. Anna lo miró, sonriendo.
–¡Mamá, querida mamá! –gritó el chiquillo, lanzándose de nuevo a ella y abrazándola.
Parecía que sólo ahora, al ver su sonrisa, comprendió lo que pasaba.
–Esto no te hace falta –siguió el niño quitándole el sombrero.
Y cuando Anna estuvo sin él, Sergei como si en aquel momento la viese por primera vez, se precipitó a ella para besarla.
–¿Qué pensabas de mí? ¿Creías que había muerto?
–No lo creí nunca.
–¿No lo creíste, hijito mío?
–¡Sabía que no, sabía que no! –respondió el niño empleando su frase predilecta.
Y cogiendo la mano de su madre, que acariciaba sus cabellos, la oprimió contra sus labios y la besó.

TÉ NEGRO O PU ERH (4ta parte)

sábado, junio 29th, 2013

esquema de elaboración de pu erh
El té Pu-erh se subdivide en dos categorías completamente diferentes. Una, se denomina «Raw Pu-erh» (Pu Erh crudo) y la otra es denominada «Ripe Pu-erh» (Pu Erh maduro).

El Pu Erh crudo, como vimos, tiene una larga historia, desde su comercialización a través de la Antigua Ruta del té y los caballos. Es, también, el tipo de Pu Erh que muchos coleccionistas de té buscan con entusiasmo.
El Pu Erh maduro se desarrolló hace muy poco (1972). Gracias al innovador método de post-fermentado rápido, no tenemos que esperar 10 a 20 años para obtener té añejo. Menos de 1 año de fermentación nos permite disfrutar de un aroma y sabor similares al de un Pu Erh crudo añejado.

En general, los bebedores de té que recién se inician, prefieren el tipo Maduro, mientras que los expertos y coleccionistas prefieren el Pu-erh Crudo. Sin embargo, hablamos de dos tipos de té completamente diferentes.

ELABORACIÓN DE PU ERH
Todos los tipos de té Pu Erh se crean a partir MáoChá, un té verde no oxidado, obtenido, generalmente, de una variedad de Camellia sinensis de hoja ancha, que se encuentra en las montañas del sur de Yunnan. MáoChá puede someterse a un proceso de maduración durante varios meses antes de ser comprimido para producir Pu Erh maduro (conocido comúnmente como «Pu Erh cocido») o comprimirse directamente para producir Pu Erh añejo crudo.

Aunque el Pu Erh crudo no añejado y sin procesar es, técnicamente, un tipo de té verde, el Pu Erh maduro y añejado muchas veces se categoriza, erróneamente, como una subcategoría de té rojo por el color rojo oscuro de sus hojas y del licor. Sin embargo, ambas formas de Pu Erh han pasado por procesos de oxidación y de fermentación secundaria, causados tanto por los microorganismos que crecen en el té, como por la oxidación de radicales libres, lo que convierte al Pu Erh en un tipo de té único.

En China, donde el té totalmente oxidado se conoce como «té rojo», Pu Erh es clasificado como «té negro» (y definido como fermentado).

MÁOCHÁ Y PU ERH CRUDO
Después de recoger las hojas tiernas apropiadas, el primer paso, en la fabricación de cualquiera de los dos tipos de Pu Erh, es convertir la hoja de té en MáoChá (que significa «te verde claro bruto» o «té bruto»). Las hojas recogidas se manejan con cautela para evitar moretones de marchitado y oxidación indeseada. Si el tiempo lo permite, las hojas se extienden al sol o en un espacio ventilado, para el marchitado y eliminación de parte de su contenido de agua. En días nublados o lluviosos, las hojas se marchitan por calentamiento ligero -una pequeña diferencia en el proceso, que afectará la calidad del MáoChá resultante y, por tanto, del Pu Erh-. El proceso de marchitado puede omitirse por completo, dependiendo esto del productor.

Luego de esta etapa, las hojas se someten al proceso de fijación, sarteneándolas en un wok grande, proceso que, en China, es llamado «matar el verde» (shā Qing), que detiene la actividad enzimática en la hoja y evita que el té se siga oxidando. Luego, las hojas se pueden enrular, restregar y dar forma, a través de varios pasos, hasta lograr hebras. Idealmente, las hojas enruladas se secan al sol y luego se recogen manualmente, con el objeto de eliminar las de mala calidad. Una vez seco, MáoChá se puede enviar directamente a la fábrica para ser comprimido en Pu Erh crudo o continuar su proceso de elaboración para obtener Pu Erh maduro. A veces MáoChá se añeja sin comprimir y se vende en su madurez como Pu Erh crudo añejo en hebras sueltas.

Básicamente el Pu Erh crudo se elabora del mismo modo que el té verde y la recolección de las hojas se lleva a cabo sobre la base de un brote y 3 a 4 hojas, al igual que el té oolong. Esto difiere del té verde. El té verde se hace, generalmente, con un solo brote y 1 a 2 hojas. En el Pu Erh, la tercera o cuarta hoja son muy importantes para proporcionar su sabor característico. En comparación con la primera o segunda hojas, la tercera y cuarta hojas han estado mucho más tiempo en el árbol, por lo que son muy ricas en minerales y fibra. Para lograr un sabor intenso y un retrogusto prolongado, la tercera o cuarta hojas son esenciales.
En el mercado, algunos Pu-erh contienen una gran cantidad de puntas de plata en la torta o ladrillo. La mayoría de ellos se hacen con la adición de té blanco, para fines cosméticos. Pero ojo: NO debemos juzgar la calidad de Pu Erh basados en su apariencia sino en su gusto y sabor.

En cuanto a la fijación, el proceso de sarteneado en wok no inactiva a las enzimas completamente o sea, que algunas enzimas permanecen activas. En el té verde japonés, las enzimas se inactivan en forma completa debido a un tratamiento térmico intensivo con vapor saturado. El té verde chino, primero se sartenea y, a continuación, se seca con aire caliente, paso que inactiva a las enzimas remanentes. En cambio, para elaborar Pu Erh, las hebras no se secan con aire caliente sino bajo el sol.
Como el secado al sol no aumenta la temperatura de la hoja, las enzimas remanentes se mantienen activas. Las hojas se fermentan espontáneamente durante el proceso de secado al sol y esto da por resultado el sabor tan particular de este tipo de té. Por otro lado, como hay enzimas activas disponibles, durante el añejado por almacenamiento se produce una oxidación continua. Ésta es la principal diferencia entre el Pu Erh y el té verde. Debido a la oxidación posterior, el carácter del Pu Erh crudo es bastante similar al del té dorado.
La hoja de Pu Erh crudo recién hecho, es verde. Cuanto más tiempo se mantenga en guarda, más marrón se volverá. Al principio (los primeros cinco años), evoluciona del amarillo al ámbar. Durante los diez años siguientes, se vuelve, poco a poco, de color marrón. El sabor del Pu Erh crudo recién elaborado es similar al sabor del té verde. Con la oxidación moderada, producida durante el almacenamiento, su carácter se volverá similar al del té blanco. Con la oxidación adicional, el carácter del té se acercará al del té oolong, para, finalmente, parecerse al del Pu Erh maduro o cocido. La alegría de beber Pu Erh es disfrutar de un sabor diferente, de acuerdo con el año de almacenamiento y el paso del tiempo. El sabor también difiere dependiendo del método de almacenamiento.

PU ERH MADURO O COCIDO
El Pu Erh maduro tiene una historia mucho más corta que el crudo. En 1972 las fábricas de té Menghai y Kunming desarrollaron un proceso similar al usado para elaborar el antiguo Fuzhuan Cha -un té oscuro (dark tea) que se obtiene por fermentación fúngica-, para imitar el sabor y el color del Pu Erh crudo añejado. La técnica es una adaptación de las técnicas de “almacenamiento húmedo” utilizadas por los comerciantes para falsificar la edad de sus tés y consiste en el apilamiento, humidificación y girado de las hojas de té, de modo similar al que se utiliza en el compostaje. Durante la fermentación, el moho produce ácido orgánico y el pH del té se reduce, constituyendo un medio favorable para el desarrollo apropiado de moho y levaduras. Debido a la fermentación del moho, el té se fermenta completamente en un período mucho más corto. El té adquiere un color marrón oscuro, de sabor suave y gran cuerpo; a menudo se comprime en tortas o ladrillos pero también es común obtenerlo en forma suelta.

El control sobre las múltiples variables en el proceso de maduración, en especial la humedad y el crecimiento de Aspergillus spp., es clave en la producción de Pu Erh maduro de alta calidad. El control deficiente en el proceso de fermentación/oxidación puede dar lugar a Pu Erh de mala calidad, que se caracterizan por presentar hojas muy descompuestas y un olor y textura que recuerdan al compost. El proceso de maduración tarda, normalmente, de seis meses a un año después de haber comenzado. Algunos coleccionistas creen que el Pu Erh maduro no debe ser añejado durante más de una década.

En Yunnan, el costo de Pu Erh maduro es, generalmente, más barato que el de Pu Erh crudo. La mayoría de los Pu Erh maduros se hace de hojas de té de arbustos que se plantan en jardines a bajas altitudes, mientras que para la elaboración de Pu Erh crudo, se utiliza té de alta montaña.

Un Pu Erh maduro, de buena calidad, tiene sabor a dátiles chinos secos, a ciruelas pasas, a madera y tierra húmeda. Vale la pena probarlo y sacar las propias conclusiones.

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PROVEER, QUÉ PALABRA TAN GRANDE!

sábado, junio 29th, 2013

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Buenos días, dachas del campo y la ciudad! Feliz, feliz, feliz con mis proveedores. Llegaron infusores de acero inoxidable para tetera y para taza (no son cientos pero para quien necesite, hay). Nuevas producciones de Tierra de colonos, Invierno en Kiev y Capricho florentino, terminadas. Montones de peonías de distintos tonos de rosas, fucsias y rojos para elaborar la próxima edición limitada de Alma de noruega! Latas para envasar, con su correspondiente recubrimiento interno exigido por ANMAT. La mayoría de los emprendedores siempre agradece a sus clientes, que son quienes permiten, con sus compras, que la rueda siga girando. Yo, hoy, quiero dar un GRACIAS GIGANTE a quienes hacen posible que DaCha Russkiĭ Sekret exista y sea de la calidad que es, que son MIS PROVEEDORES: de hebras, de frutos, de flores, de especias, de instrumental y utensilios, de latas, de etiquetas, de bolsas, de accesorios, de servicios de diseño, de envasado, de fotografía, de imprenta. Feliz esta mañana y con el corazón contento, porque gracias a que ustedes proveen, yo puedo proveer.

Proveer:(Del lat. providēre).
1. tr. Preparar, reunir lo necesario para un fin. U. t. c. prnl.
2. tr. Suministrar o facilitar lo necesario o conveniente para un fin. U. t. c. prnl.
3. tr. Tramitar, resolver, dar salida a un negocio.
4. tr. Dar o conferir una dignidad, un empleo, un cargo, etc.
Hay algunas acepciones más pero con éstas, por hoy, basta.

Tea blends, blends artesanales, blends de té en hebras, té de alta gama, té premium, té ruso, té de samovar, tea shop, té gourmet, latex free tea blends, mezclas de té en hebras libres de látex, té orgánico.

Buenos Aires - Argentina | Tel. 15-6734-2781 - Llámenos gratuitamente | sekret@dachablends.com.ar