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ACIANO AZUL

jueves, junio 20th, 2013

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El aciano (azulejo, cornflower blue, bleuet, bachelor’s button, amapola azul, clavel azul) es una planta anual, de ricas y encantadoras flores azules. Pertenece a la familia de las Asteraceae, como las margaritas. Se apoda «flor del maíz» y es originaria de Europa Central y meditarránea, en donde crece en forma silvestre en los campos de cereales –de allí su apodo- y desde donde se ha propagado y naturalizado en numerosos países de todos los continentes, excepto África, probablemente introducido, a través de sus semillas mezcladas con los granos de cereales, a lo largo de la historia del comercio. En la antigüedad los agricultores lo eliminaban con sus herramientas, por considerarlo una mala hierba. Hoy día es una especie en peligro debido al uso excesivo de herbicidas.

La historia del nombre del aciano se remonta a los antiguos griegos. La mitología griega se ha referido a él como la flor de propiedades curativas; de hecho, su nombre científico, en latín, es Centaurea Cyanus en honor a un centauro mítico que los antiguos griegos adoraban como el padre de la medicina.
En la cultura anglosajona y celta, la flor fue usada en cuentos populares y leyendas románticas y de allí su apodo de “insignia de caballero”: su aspecto recuerda a un botón de tela que los caballeros usaban en la Edad Media, llevado como una especie de amuleto de la buena suerte.

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La vistosa flor de aciano es hermafrodita y tiene un intenso color azul, formada por un gran anillo de flósculos largos, más claros, que se irradian en torno a un disco redondo de flósculos cortos de color azul-violáceo más profundo. Florece en el verano europeo, de junio a agosto.

Varios países la han tomado como símbolo, sobre todo los países bálticos. En Estonia es la flor nacional y simboliza el pan de cada día y el liberalismo. La provincia sueca de Östergötland lo tiene como su flor oficial. También es la flor nacional de Alemania.
El aciano es el símbolo de la lucha contra la esclerosis lateral amiotrófica y enfermedades de las neuronas motoras.

USOS Y PROPIEDADES BENÉFICAS PARA LA SALUD
Las flores de la planta y los brotes se pueden comer crudos o cocidos. Tienen un sabor dulce y picante, similar al clavo de olor. Se pueden utilizar en ensaladas, como aderezo, en muffins de harina de maíz, como tintura en confitería para colorear el azúcar. Los pétalos se utilizan en la elaboración de blends de té, de los cuales, el más conocido es el Lady Grey (en DaCha, Maia y Kolya).

A partir de los pétalos de la flor se puede obtener una tintura de color azul oscuro que se puede utilizar para teñir ropa y lanas.
En perfumería, los pétalos secos se utilizan en pot-pourri.
En cosmética, el aceite esencial de aciano se utiliza en productos de belleza para el cuidado de la piel, ya que tiene propiedades anti-inflamatorias y calmantes; su efecto es similar al del aceite esencial de manzanilla.

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El aciano contiene antocianos, flavonoides, polisacáridos heterogéneos como mucílagos y pectinas, alcaloides indólicos y sales minerales y un principio amargo de naturaleza desconocida, entre otros compuestos.
Los flavonoides son los pigmentos responsables de la coloración de las flores, los frutos y las hojas y eso les hace tener gran importancia como marcadores quimiotaxonómicos. Son considerados vasoprotectores, es decir, disminuyen la permeabilidad de los capilares y aumentan su resistencia. Poseen actividades demostradas como captadores de radicales libres, inhibidores enzimáticos, antiinflamatorios, antialérgicos, hepatoprotectores, antiespasmódicos, diuréticos, hipocolesterolemiantes, antibacterianos, antivirales y anticancerígenos in vitro e incluso se han descrito como ansiolíticos sin causar los efectos sedativos y miorrelajantes de las benzodiazepinas.
Los antocianósidos aumentan la resistencia de los capilares y disminuyen la permeabilidad capilar. Tienen propiedades vasoprotectoras, antiedematosas, antioxidantes y favorecen la regeneración de la púrpura retiniana.
Los taninos tienen propiedades astringentes, antidiarreicas, hemostáticas, antiinflamatorias y antisépticas. Para aplicación tópica, impermeabilizan las capas externas de la piel y las mucosas y protegen las subyacentes, además de producir un efecto vasoconstrictor. Se utilizan para el tratamiento de afecciones de la piel, heridas, quemaduras y hemorroides. Internamente, protegen ante inflamaciones de las mucosas de la boca y la garganta, insuficiencia venosa y fragilidad capilar. Más recientemente se han descrito interesantes propiedades antivirales, antibacterianas y antitumorales.
El principio amargo actúa como aperitivo y eupéptico, los flavonoides y las sales potásicas tienen propiedades diuréticas.
El agua de aciano, obtenida por la decocción de sus flores, se utiliza por su notable efecto antiinflamatorio, aplicada sobre los ojos. Los lavados oculares con esta agua mejoran eficazmente los picores y la irritación de los ojos. También dan un aspecto fresco y estirado en los párpados cargados.

CONTRAINDICACIONES Y PRECAUCIONES
Es preferible no usarlo durante el embarazo y en caso de alergia a las margaritas o al polen de crisantemos, ambrosías o artemisias.

En DaCha, encontralo en los blends MAIA Y KOLYA y HOME.
12 Maia y Kolya B detalle

Para cerrar, leamos juntos este cuento para niños, del libro «Flower Stories», de la serie «Her Phyllis’ field friends», escrita por Lenore E. Mulets (pseudónimo de Mary Muller 1876-?) en 1904 y, en cuyo prefacio la autora nos dice:
«Cuando las flores del campo y el jardín alzan para ti sus brillantes rostros, ¿puedes llamarlos por su nombre y darles la bienvenida como viejos amigos? O, después de haber pasado a su lado cientos de veces, ¿son desconocidos para ti, aún?
En este pequeño libro de «Historias de flores», sólo se han plantado nuestros amigos más familiares. Sobre ellos se han tejido nuestros poemas, canciones y cuentos favoritos.
Ha sido la intención de la escritora agruparlos y hacer hermosos e interesantes los hechos que ya conocemos o que estamos listos para descubrir si sólo abrimos los ojos y leemos el libro de cuentos de la Madre Naturaleza, que contiene tantas páginas encantadoras.»
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EL ACIANO Y LA AMAPOLA
Hace mucho tiempo había un rey que tenía una hermosa hija. Se le daba todo lo que ella deseaba. Sirvientes y damas de compañía esperaban a cumplir sus órdenes.
Así sucedió que la pequeña princesa se convirtió en una niña malcriada y dominante. Nunca pensaba en los deseos de los demás. Siempre seguía sus propios deseos.
La pequeña princesa era vanidosa y narcisista. Siempre llevaba vestidos de hermosa seda roja. Éstos eran tan suaves y tan coloridos como los pétalos de las hermosas amapolas del jardín.
Todas las mañana, una cuidadosa y gentil doncella peinaba el largo y oscuro cabello de la princesa, con un peine de oro. Al mediodía le llevaba un plato de oro cargado con la fruta madura más fina y le ofrecía una taza de oro de espumosa leche cremosa.
A la hora de dormir, la doncella vestía a la princesa en un camisón de seda y la arropaba en las más suaves sábanas de seda.
Cuando la princesa se dormía, la doncella corría las cortinas de seda de la cama y ella misma dormía en un sofá cercano, para poder despertarse al menor movimiento de la princesa.
La doncella era siempre amable, paciente y obediente; sus ojos eran tan francos y azules como los pétalos de la flor del maíz y su pelo tan dorado como los tallos del trigo maduro en el campo.
Un día, la princesa se sentó en la amplia terraza en el lado sombreado del palacio. La doncella la abanicaba con un abanico de hierbas aromáticas. Lejos en el campo, los segadores estaban trabajando en la cosecha.
«Vamos,» dijo la princesa «trae mi sombrilla de seda roja y vamos a los campos a ver a los segadores.»
La doncella hizo una reverencia tan baja que no se podía ver el azul de sus ojos, sólo el oro de su pelo y el azul de su vestido. Se apresuró a llevar la sombrilla de seda roja y, juntas, se acercaron hasta el campo de cosecha.
Como los segadores amaban a su rey y lo respetaban, también amaban a la pequeña princesa caprichosa. Cuando la princesa y su criada llegaron al campo, los segadores dejaron su trabajo por un momento y se inclinaron respetuosamente ante las dos niñas. La princesa sacudió la cabeza oscura con descaro e hizo girar su sombrilla de seda roja con impaciencia. Les habló con desprecio a los honestos trabajadores y les ordenó que realizaran su trabajo.
La doncella sonrió amablemente a los trabajadores. Así que, a pesar de que era la princesa ante quien los trabajadores se inclinaron, era en los ojos azules de la pequeña muchacha que ellos se veían. Fue el aleteo de su sencillo vestido azul lo que guardaron en su memoria mientras miraban hacia atrás, a través de los campos.
Ahora, la princesa estaba cansada de su largo paseo por el campo y le ordenó a la criada encontrarle un lugar en el que descansar. La doncella encontró un lugar suave a la sombra de una mata de dorado trigo y trajo agua fresca de un arroyo cercano.
Mientras estaba allí sentada, la princesa miró a lo lejos y, en el horizonte, vio un largo, delgado y negro rabo de nube. Se puso de pie y aplaudió y gritó en voz alta a los trabajadores. Desde sus lugares en el campo vinieron corriendo a cumplir sus órdenes.
«Miren, -exclamó la princesa, señalando con su paraguas- una tormenta se está levantando. Constrúyanme una cabaña con sus gavillas. Apúrense, yo soy la princesa, yo soy la hija del rey!»
Los segadores corrieron a cumplir sus deseos. Pero un anciano que había servido a su padre, el rey, se inclinó ante la princesa y le habló así:
«Oh, hermosa princesa, -dijo- me perdone, pero no habrá lluvia. Eso no es una nube de lluvia. Vea cómo brilla el sol!»
La princesa gritó de rabia.
«¿Cómo te atreves? -exclamó-¿Cómo te atreves? ¿No es una orden de la princesa suficiente? ¿Te niegas a obedecer?»
«Su perdón, la princesa, -dijo el anciano, tristemente-No hay un hombre en el campo que no diera con mucho gusto su vida por servir a la princesa. Pero sus órdenes son inútiles y las gavillas son preciosas.»
La princesa se quedó muda y blanca de ira pero apuntó a la nube oscura que poco a poco se diluía.
Rápidamente, los segadores construyeron el refugio para la princesa. Sabían que las buenas gavillas que desperdiciaban podrían haber hecho pan para sus hijos. Por eso, era tristemente que los segadores labraban, sabiendo que el largo invierno sin duda vendría.
Finalmente, una pequeña casa fue construida. Con doradas gavillas de grano maduro se cubrieron los pisos. Con gavillas fueron los muros construidos. Con gavillas se cubrió el techo.
Cuando estuvo terminada, la princesa bajó la sombrilla de seda roja y, todavía con el ceño fruncido, entró. «¡Adelante!” -exclamó bruscamente y la doncella, con lágrimas de pena en sus ojos azules la siguió. Los trabajadores volvieron al grano sin cortar y no dijeron nada.
En ese momento no había ninguna nube que se viera en todos los cielos azules. El aire era claro y fresco. Pero la princesa y su pequeña doncella se sentaron en la cabaña de gavillas.
Entonces, sin previo aviso, algo terrible sucedió! Desde el claro cielo vino un relámpago. Desde el cielo despejado llegó un trueno.
Del campo de cosecha surgieron rojas lenguas de fuego y la cabaña de gavillas comenzó a incendiarse. Las gavillas ardientes cayeron sobre la princesa egoísta y su doncella. Nada pudo salvarlas.
Cuando las llamas se extinguieron, no quedó nada más que un montón de cenizas grises.
Entonces, el anciano que había pedido a la princesa no desperdiciar el tiempo de los trabajadores por un capricho inútil, dio la vuelta. Caminó, con tristeza, a través de los campos de rastrojo y pasó las grandes puertas del palacio. Fue directamente hasta las escaleras del trono donde estaba sentado el rey y la reina. A ellos les contó la suerte de las dos niñas.
Los padres estaban destrozados. Lloraron mucho tiempo por su pequeña hija. A medida que pasaban los días y solos con su soledad, se dieron cuenta de que habían cometido un grave error al permitir que su hija alimentara el propio egoísmo. Al verlo, se postraron y lloraron a los gritos.
El verano siguiente, en época de cosecha, los segadores encontraron dos nuevas flores floreciendo en el lugar en el que habían construido la cabaña de las gavillas.
Una flor era alta y se elevaba orgullosamente en medio del trigo. Sus pétalos eran tan sedosos y escarlata como el vestido de la princesa. Sacudió, con altivez, la cabeza en la briza.
Al lado de la amapola escarlata creció una hermosa flor de aciano azul.
«Tan azul como los ojos de la pequeña doncella», dijeron los trabajadores en un susurro. «Tan delicada y simple como la ondulante bata azul que vestía!»
Luego, volviéndose lentamente, se fueron otra vez a su cosecha, dejando al aciano y a la amapola floreciendo lado a lado entre las mieses.
FIN
Aciano y Amapola

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 3 Y 4

jueves, junio 20th, 2013

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Mucha gente, mujeres sobre todo, rodeaban la iglesia, deslumbrante con todas las luces encendidas para la boda. Los que no habían podido entrar se agrupaban junto a las ventanas, empujándose, discutiendo y mirando a través de las rejas.

Más de veinte coches se habían alineado ya a lo largo de la calle, bajo la vigilancia de los guardias. Un oficial de policía, ufano con su uniforme de gala, desafiaba el frío a la entrada del templo.

Llegaban carruajes sin cesar. Ora entraban señoras adornadas con flores, recogiéndose las colas de los vestidos, ora llegaban caballeros que se quitaban sus sombreros negros o sus gorras de uniforme al entrar en la iglesia.

En el interior, habían sido ya encendidas las arañas y todos los cirios ante los íconos. El dorado brillo de la luz sobre el fondo rojo del iconostasio y de los soportes de los cirios, las baldosas, las alfombrillas, las banderas situadas arriba, junto a ambos coros, las graderías del analoy (1), los antiguos libros ennegrecidos por el tiempo, las sotanas y casullas, todo estaba inundado de luz.

A la derecha de la iglesia caldeada, entre fracs y corbatas blancas, uniformes de gala, sedas, terciopelos, satenes, cabellos, flores, hombros y brazos descubiertos y largos guantes, se elevaba un murmullo contenido y animado que resonaba extrañamente bajo la alta cúpula.

Cada vez que se sentía el chirrido de la puerta al abrirse, disminuía el murmullo y todos volvían la cabeza esperando ver aparecer a los novios.

Pero la puerta se abrió aún más de diez veces y siempre era un invitado o invitada atrasados que se sumaban al círculo de los concurrentes, a la derecha; o bien alguna señora del público que, engañando al oficial de policía o con permiso de él, se unía a los extraños, a la izquierda.

Los allegados y el público en general habían pasado por todas las fases de la espera. Suponían, al principio, que los novios llegarían de un instante a otro y no daban importancia al retraso. Pero luego miraban más frecuentemente hacia las puertas preguntándose si no habría sucedido algo.

Al fin, la tardanza comenzó a parecer ya inconveniente y parientes e invitados procuraron simular que no se preocupaban ya de los novios y que sólo les interesaban las propias conversaciones.

El arcediano tosía con impaciencia, como recordando el valor del tiempo, y su tos hacía vibrar los cristales de las ventanas. En el coro se oía ahora a los cantores que, irritados, probaban la voz o se sonaban.

El sacerdote enviaba constantemente al diácono o al sacristán para informarse de si había llegado ya el novio y, hasta él mismo, con su sotana color lila y su cinturón bordado, se acercaba a menudo hasta las puertas laterales del altar.

Al fin una señora, mirando el reloj, dijo:

-Esto es muy extraño.

Todos los invitados, inquietos, empezaron a expresar en alta voz su descontento y sorpresa. Uno de los testigos salió a enterarse de lo que pasaba.

Entre tanto, Kitty vestida con su traje blanco, su largo velo y su corona de flores de azahar, acompañada de la madrina de boda y de su hermana Lvova, estaba en la sala de casa de los Scherbazky y miraba por la ventana aguardando en vano desde hacía media hora el aviso de su testigo de boda de que el novio había llegado a la iglesia.

Por su parte, Levin, con los pantalones puestos, pero sin chaleco ni frac, paseaba de un lado a otro de su habitación del hotel, asomándose sin cesar a la puerta y mirando el pasillo. Pero en el pasillo no aparecía aquél a quien esperaba y había de volver, desesperado, a la alcoba, agitando los brazos y dirigiéndose a Esteban Arkadievich, que fumaba tranquilamente.

-¿Habrá habido alguna vez hombre en tan necia situación? -decía Levin.

-Sí, es bastante necia. -convenía Oblonsky, sonriendo con suavidad- Pero cálmate; lo traerán ahora mismo.

-¡Oh! -exclamaba Levin, con ira contenida- ¡Y estos absurdos chalecos, tan abiertos! ¡Es imposible! -decía, mirando la pechera arrugada de su camisa- ¿Y qué hacemos si se han llevado ya los equipajes a la estación del ferrocarril? -exclamaba exasperado.

-Entonces te pondrás la mía.

-¡Ya podíamos haberlo hecho hace tiempo!

-No conviene dar motivo de burla. Cálmate, todo se arreglará.

Había sucedido que, cuando Levin llamó a Kusmá para que lo ayudase a vestirse, el viejo criado le llevó el frac, chaleco y lo demás necesario excepto la camisa.

–¿Y la camisa? –preguntó Levin.

–La lleva usted puesta –contestó Kusmá con tranquila sonrisa.

Kusmá no había tenido la previsión de preparar una camisa limpia y, al recibir orden de arreglar las cosas y mandarlas a casa de los Scherbazky, de la que los recién casados saldrían aquella misma noche, lo cumplió a la letra, colocándolo todo en las maletas menos el traje de frac.

La camisa que Levin llevaba desde la mañana, estaba arrugada y era imposible emplearla en la boda, dada la moda reinante de los chalecos abiertos. Pensaba mandar a buscar una en casa de los Scherbazky, pero tuvieron que desistir de ello en vista de lo lejos que vivían.

Mandaron, pues, a comprar una camisa, pero el criado volvió al cabo de un momento diciendo que, por ser domingo, estaban cerradas todas las tiendas.

Fueron a casa de Esteban Arkadievich, pero trajeron una camisa muy ancha y corta, con lo que, al fin, no les quedó otra solución que mandar a casa de los Scherbazky a que abrieran los baúles.

Y, mientras esperaban al novio en la iglesia, él, como una fiera enjaulada, paseaba por la habitación, se asomaba al pasillo y recordaba con horror y desesperación lo que había dicho a Kitty y lo que ella podía pensar ahora.

Al fin, el culpable Kusmá entró en la habitación, casi sin aliento, trayendo la camisa.

–Por poco no la alcanzo. Estaban ya poniendo las cosas en el carro –dijo.

Tres minutos después, sin mirar el reloj para no irritar aún más la herida, Levin se halló corriendo por el pasillo.

–Con correr ya no ganas nada. –decía Esteban Arkadievich, siguiéndolo sin precipitarse y sonriendo– Te aseguro que todo se arreglará, todo…

(1) Analoy: atril, facistol. Atril grande donde se ponen el libro o libros para cantar en la iglesia.

QUINTA PARTE – Capítulo 4

–¡Ya han llegado! –¡Ya están! –¿Quién es? –¿Aquél, el más joven? –Y ella, la pobrecita está más muerta que viva… –Estas exclamaciones brotaban de la multitud, cuando Levin, uniéndose a la novia en la entrada, penetró con ella en la iglesia.

Esteban Arkadievich contó a su mujer la causa del retraso. Los invitados sonreían, haciendo comentarios a media voz. Levin no veía a nadie ni nada. Miraba a su novia sin apartar los ojos de ella.

Todos afirmaban que la joven estaba muy desmejorada desde estos últimos días y que con la corona estaba menos bella que de costumbre, pero Levin no lo creía así.

Miraba el alto peinado de Kitty, con su largo velo blanco, con blancas flores; miraba la alta gorguera que, con singular gracia virginal, cubría los lados de la garganta, dejando al descubierto la parte delantera; miraba su cintura finísima y le parecía su novia más hermosa que nunca, no porque las flores, el velo y el vestido traído de París añadieran nada a su belleza, sino porque, pese al artificial esplendor de su atavío, la expresión de su querido rostro, de su mirada, de sus labios, era la misma ingenua sinceridad de siempre.

–Empezaba ya a creer que te habías escapado –dijo Kitty sonriéndole.

–Me ha pasado una cosa tan necia que me avergüenza referírtela –dijo él.

Y se dirigió a Sergio Ivanovich, que se le acercaba.

–¡Vaya una historia esa de la camisa! –dijo éste a su hermano, moviendo la cabeza y sonriendo.

–Sí, sí –contestó Levin sin comprender lo que le decían.

–Hay que tomar una decisión, Kostia –intervino Esteban Arkadievich, con aire de fingida preocupación– acerca de un asunto muy importante. Me preguntan si encienden cirios nuevos o ya quemados.

Y, plegando los labios en una sonrisa, añadió:

–La diferencia es de diez rublos. Yo he resuelto ya, pero temo que no estés conforme…

Levin, comprendiendo que se trataba de una broma, sonrió.

–Ea, ¿quemados o no? Es cosa muy importante.

–Sí, sí, nuevos…

–¡Oh, encantados! ¡Cosa resuelta! –dijo, sonriendo, Oblonsky– Pero ¡cómo se atonta la gente en estos casos! –comentó, dirigiéndose a Chirikov, mientras Levin le miraba desconcertado y se volvía hacia su novia.

–Pon atención en ser la primera en pisar la alfombra, Kitty –aconsejó la condesa Nordson acercándose– ¡Vaya unas bromas que gasta usted! –afirmó dirigiéndose a Levin.

–¿Estás muy impresionada? –preguntó María Dmitrievna, la anciana tía.

–¿Sientes frío? Estás pálida… Aguarda; inclínate un poco ––dijo Lvova, la hermana de Kitty. Y, con un ademán circular de sus hermosos y redondos brazos, arregló las flores de la cabeza de la novia y la miró sonriendo.

Dolly, se acercó, quiso decir algo, pero no pudo pronunciar ni una palabra y se puso a llorar y, en seguida después, rió, aunque sin naturalidad.

Kitty contemplaba a todos con los mismos ojos abstraídos de Levin.

Entre tanto, los clérigos se revestían con sus hábitos sacerdotales y el sacerdote, acompañado por el diácono, salieron al analoy, levantado en el atrio de la iglesia, mientras aquél se dirigió a Levin y le dijo algo que éste no entendió.

–Dé usted la mano a la novia y condúzcala al altar –le dijo el testigo.

Levin, durante un momento, no pudo entender lo que le indicaban que hiciera. O bien cogía a Kitty con la mano que no debía o le tomaba la izquierda en vez de la derecha.

Sus amigos, que le corregían constantemente, viendo que sus indicaciones resultaban inútiles, estaban ya por dejar que se las arreglara como mejor supiera cuando él comprendió, finalmente, que tenía que coger la de la novia sin cambiar de posición. Entonces el sacerdote dio algunos pasos ante ellos y se detuvo frente al analoy.

Los parientes y conocidos les siguieron, entre cuchicheos y rumor de roces de vestidos.

Alguien, agachándose, arregló la cola del traje de la novia. Luego se hizo en la iglesia tal silencio que se sentía hasta el caer de las gotas de cera de los cirios.

El sacerdote, un anciano, con el solideo, con los mechones de plata de sus cabellos peinados tras ambas orejas, sacando sus menudas manos arrugadas de la pesada casulla recamada de plata con una cruz dorada en la espalda, cambiaba la disposición de algunos objetos en el analoy.

Esteban Arkadievich se acercó al sacerdote, le habló en voz baja y, guiñando un ojo a Levin, retrocedió de nuevo.

El sacerdote, –que era el mismo que había confesado a Levin– encendió dos cirios ornados con flores, manteniéndolos inclinados en la mano izquierda, de modo que la cera fuese cayendo en gotas lentamente, y se volvió hacia los novios. Después de mirarles con ojos tristes y cansados, suspiró y, sacando la mano derecha de la casulla, bendijo al novio y, del mismo modo, pero con cierta blanda dulzura, puso los dedos doblados para la bendición sobre la cabeza de Kitty. En seguida les ofreció los cirios encendidos y, tomando el incensario, se alejó de ellos con pasos mesurados.

«¿Es posible que todo esto sea verdad?», se dijo Levin, mirando a su novia.

La veía de perfil algo desde arriba y, por el apenas perceptible movimiento de sus labios y de sus pestañas, comprendió que ella sentía su mirada. Kitty no volvió la vista pero su gorguera arrugada se levantó un tanto hacia su pequeña oreja sonrosada y Levin, en este movimiento apenas perceptible, creyó adivinar el suspiro ahogado en el pecho de Kitty y vio temblar su manecita cubierta con el largo guante.

Su inquietud por lo sucedido con la camisa, las conversaciones con parientes y amigos, el descontento de su ridícula situación, todo desapareció en un momento, y experimentó, a la vez, temor y alegría.

El arcediano, alto y arrogante, con una dalmática de brocado de plata, bien peinados los rizos que ornaban su cabeza, se adelantó decididamente y, levantando el horario entre los dedos con un ademán familiar, se detuvo ante el sacerdote.

–¡Bendícenos, padre!

Y su voz resonó solemne, lenta, agitando las capas del aire.

–Bendito sea Dios, Nuestro Señor, por los siglos de los siglos –contestó el anciano sacerdote con voz suave y melodiosa sin dejar de arreglar los objetos en el analoy.

Y, llenando toda la iglesia desde los ventanales hasta las bóvedas, el acorde del coro invisible se elevó, armonioso y amplio, creció, se detuvo un momento y luego se apagó suavemente.

Como siempre, se oró por la paz de todos, por la salvación, por el Sínodo, por el Zar y por los siervos de Dios, Constantino y Catalina, que iban a casarse.

Parecía que la iglésia toda retumbara y lanzara hacia el cielo la voz del arcediano:

–Oremos porque Dios les conceda un amor perfecto y tranquilo y no los abandone jamás.

Levin escuchaba con sorpresa aquellas palabras.

«¿Cómo han adivinado que lo que necesito es precisamente la ayuda de Dios?», pensaba recordando sus temores y dudas recientes. «¿Qué sé ni qué puedo hacer, si me falta esa ayuda en esta terrible preocupación? Sí, la ayuda divina es lo que necesito ahora…»

Cuando el arcediano concluyó la oración, el sacerdote se dirigió a los desposados.

«Dios eterno, que uniste a los que estaban separados», leía en su libro, con voz blanda y melodiosa, «que les diste la unión del amor indestructible, que otorgaste tu bendición a Isaac y Rebeca, como lo hemos leído en los libros santos. Bendice a tus siervos Constantino y Catalina y condúcelos por el sendero del bien y derrama sobre ellos los beneficios de tu misericordia y tu bondad. Alabados sean el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos.»

«¡Amén!» llenaron de nuevo el aire las voces del coro.

«Unió a los que estaban separados y les dio la unión del amor indestructible… ¡Qué profunda significación tienen estas palabras y en qué armonía están con mis sentimientos de este momento», pensaba Levin. «¿Sentirá ella lo que siento yo?»

Volviéndose, encontró la mirada de su novia y, por su expresión, le pareció que sí lo sentía. Pero se engañaba. Kitty comprendía apenas las palabras de la oración, casi ni las escuchaba. No podía escucharlas ni entenderlas por el inmenso sentimiento de alegría que llenaba su alma con creciente intensidad, alegría de ver realizarse plenamente lo que hacía mes y medio estaba consumado en su alma; lo que durante aquellas seis semanas había constituido su gozo y su tortura.

Su alma, aquel día en que con su vestido castaño, en la sala de la casa de la calle Arbat, se acercara a Levin ofreciéndosele sin decir nada; su alma, aquel día y en aquel momento, rompió con todo el pasado e inició una vida nueva, desconocida para ella, a pesar de que su vida continuaba, en apariencia, la misma de siempre.

Aquellas seis semanas fueron la época más dichosa y más atormentada de su vida. Y toda ella, sus anhelos y sus esperanzas se concentraban en aquel hombre a quien aún no comprendía, al que le unía un sentimiento menos comprensible aún que el hombre en sí, un sentimiento que ora la repelía ora la atraía y le inspiraba una completa indiferencia hacia su vida anterior: las cosas, las costumbres, las personas que antes la querían como ahora y a quienes ella quería también; indiferencia hacia su madre, entristecida por aquel sentimiento, hacia su querido padre, tan bueno, a quien antes amara más que a nada en el mundo.

Y Kitty pasaba de asustarse de tal indiferencia a alegrarse de la causa que la motivaba. No podía pensar ni desear nada fuera de su vida con aquel hombre.

Pero aquella nueva vida no había llegado aún y ni siquiera se la imaginaba con claridad. Sólo existía la espera, el temor y la alegría de algo nuevo y desconocido.

Ahora, la espera, lo desconocido y el dolor de renunciar a su vida pasada, todo iba a acabar para empezar lo nuevo. Lo nuevo no podía, sin embargo, dejar de despertar en ella un cierto temor, por lo que tenía de ignorado, pero fuese como fuese, ahora en su alma no se verificaba más que la consagración de lo que hacía ya seis semanas se había realizado en ella.

Volviéndose al analoy, el sacerdote tomó con dificultad el pequeño anillo de Kitty y, pidiendo la mano a Levin, le colocó el anillo sobre la primera falange.

–El siervo de Dios Constantino se une con la sierva de Dios Catalina.

Y, poniendo el anillo grande en el dedo de Kitty, un dedo pequeño y sonrosado de una increíble fragilidad, el sacerdote repitió las mismas palabras.

A pesar de sus esfuerzos los contrayentes no conseguían nunca adivinar lo que tenían que hacer. Cada vez se equivocaban y el sacerdote se veía obligado a cada momento a corregirlos.

Al fin, una vez hecho lo necesario y trazadas las cruces con los anillos, el sacerdote entregó a Kitty el anillo grande y a Levin el pequeño. Ellos volvieron a confundirse y por dos veces se entregaron mutuamente los anillos, siempre al contrario de como lo debían hacer.

Dolly, Chirikov y Esteban Arkadievich se adelantaron para corregirlos. Hubo un poco de confusión, la gente cuchicheaba y sonreía, pero la solemnidad y la humilde expresión de los rostros de los novios no se modificaron. Por el contrario, al equivocarse de mano, los dos miraban con mayor gravedad que antes y la sonrisa con la que Oblonsky anunció que cada uno debía ponerse su propio anillo, expiró involuntariamente en sus labios, comprendiendo que cualquier sonrisa podía ser una ofensa para los desposados.
–¡Oh, Dios! que desde el principio creaste al hombre –leía el sacerdote después de cambiar los anillos– y le has dado a la mujer por compañera para la continuación del género humano. Tú, Dios y Señor Nuestro, que enviaste tu verdad a tus siervos, a nuestros padres, elegidos por ti de generación en generación para conservarla y obedecerte. Dígnate mirar a tus siervos Constantino y Catalina y santifica sus desposorios en una misma fe y un mismo pensamiento de concordia y de amor.

Levin tenía cada vez más clara la sensación de que todo lo que había pensado sobre el matrimonio, sus sueños sobre la manera en que organizaría su vida eran cosas pueriles y que esta nueva situación de ahora no la había comprendido jamás y, a la sazón, la comprendía menos que nunca.

Sentía en su pecho una opresión más viva por momentos y las lágrimas afluyeron a sus ojos contra su voluntad.

CEREMONIA EN CELESTE Y BLANCO PARA EL LAZO CON NUESTRA TIERRA

jueves, junio 20th, 2013

MARIANA KALACHEVA 3
FELIZ DÍA, BANDERA ARGENTINA! Feliz día a todos los argentinos, nativos o por opción. Comparto con ustedes, los que están allí, del otro lado del monitor, lo mismo mismo que le dediqué a mi hija Maia, el día de ayer, porque hizo su promesa de lealtad a la bandera. Si están en Baires y quieren disfrutar de un servicio de té de DaCha argentinísimo, no duden en ir al Home Hotel Buenos Aires y pedirse un PAMPA INDIA con alguna torta con mucho dulce de leche.
Les dejo dos poemas de dos mujeres, la una, argentina y la otra, rusa, con una gran reverencia celeste y blanca, de la pintora búlgara Mariana Kalacheva.

ENUMERACIÓN DE LA PATRIA (Silvina Ocampo)

Oh, desmedido territorio nuestro,
violentísimo y párvulo. Te muestro
en un infiel espejo: tus paisanos
esplendores, tus campos y veranos
sonoros de relinchos quebradizos,
tus noches y caminos despoblados
y con rebaños de ojos constelados.
Entre bandadas de árboles mestizos,
entre múltiples sombras y basuras,
te muestro con nostalgias asombradas,
con niñas de trece años y maduras,
en las puestas de sol inmoderadas.

Trémulas nervaduras de una hoja,
los ríos te atraviesan de agua roja
sobre el primer cuaderno de paisajes
pintados por la mano de algún niño.
Tienes plantas y pájaros salvajes,
somnolientas mujeres en corpiño
trenzándose los dedos, quietas balsas
para vadear los ríos, cangrejales
devoradores de hombres y animales,
montones de hijas negras y descalzas
cruzando tus desiertos y estaciones.
Tienes provincias y gobernaciones,
poblaciones vacías y distancias
con nombres melancólicos de estancias,
indomables cansancios y mortales
pavorosos pantanos estivales,
médanos, viento norte y osamentas,
fragancias de altamisas y de mentas,
almacenes en todas las esquinas,
grandes patios con muchas ventolinas.
Tienes plantas perversas y sumisas,
con todos los venenos predilectos
de muertes repentinas y precisas,
como en las grandes cajas con insectos
colecciones de arañas venenosas,
palúdicos mosquitos, mariposas.

¡Patria, he nacido tantas veces muda!
Inmóvil como un árbol he dejado
tu cielo iluminarme de rosado.
He visto la llanura tan desnuda
quedándose sin pastos, y sin riegos
tus plantaciones, tus huertas escasas.
He visto disparar caballos ciegos.
En distintas ventanas de tus casas,
deslumbrada y atenta, he conocido
inclementes tormentas. He oído
el grito del chajá y del teruteru,
el grito de la garza y de la iguana,
y llevando la tropa cotidiana,
alto y nocturno, el grito del resero.
He respirado todos tus olores:
frescura de jazmín en los calores
de febrero, magnolias, malvarrosas,
perfumes de tumbergias pegajosas
y el fervoroso olor de los zorrinos.
En quintas con glorietas, y en las noches
vuelo de pájaros azulmarinos,
tu canto de piedritas y de coches
me ha regalado infancias prolongadas,
dulce de leche y siestas desveladas,
verdes y embalsamados picaflores,
la fuente sostenida por amores,
bombas de carnaval anaranjadas
y hamacas paraguayas olvidadas.

Patria, en una plaza, de memoria
he sabido pasajes de tu historia.
Debajo de la mano indicadora
de San Martín, he sido la impostora
de indios en los límpidos ponientes.
He transformado próceres dolientes
con cuidadoso lápiz colorado,
invasiones inglesas he soñado
en azoteas llenas de improviso
aceite hirviendo y pelo suelto. He visto
a la Santa de Lima desatando
los temporales turbios y adorando,
sobre un papel de encaje, corazones
y tocayas con muchas perfecciones.

Patria vacía y grande, indefinida
como un país lejano, interrumpida
por la llegada lenta de los trenes,
con jubilosa espera en los andenes.
Es en la madrugada incierta, cuando
tus gauchos invisibles van cruzando
potreros alambrados y cañadas,
jagüeles y tranqueras atrofiadas,
que tu alma lenta y de madre se queda
con silencios de urraca en la arboleda.
Tu ancho río tiene mimetismos
secretos con tus dulces, con tus cielos
y tus grajeas lilas de bautismos.
Ecuatorial calor y azules hielos
en tus montañas, derramadas piedras
como bandadas de tortugas, hiedras.
Eres esplendorosa y desvalida:
con un frío y ardor que no descansa
desde el Seno de la Última Esperanza
al Pilcomayo de agua bienvenida,
la indolente violencia de tus tierras
se repite con lunas o entre sierras.

LA TIERRA NATAL (Ana Ajmátova)

No la llevamos en oscuros amuletos
ni escribimos arrebatados suspiros sobre ella.
No perturba nuestro amargo sueño
ni nos parece el paraíso prometido.
En nuestra alma, no la convertimos
en objeto que se compra o que se vende.
Por ella, enfermos, indigentes, errantes,
ni siquiera la recordamos.

Sí, para nosotros es tierra en los zapatos.
Sí, para nosotros es piedra entre los dientes.
Y molemos, arrancamos, aplastamos
esa tierra que con la nada se mezcla.
Pero en ella yacemos y somos ella.
Y por eso, dichosos, la llamamos nuestra.

ANNA KARENINA – QUINTA PARTE – CAPÍTULOS 1 Y 2

miércoles, junio 19th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
QUINTA PARTE – Capítulo 1

La princesa Scherbazkaya consideraba imposible celebrar la boda antes de Cuaresma, para la que sólo faltaban cinco semanas, dado que la mitad del ajuar de la novia no podía estar preparado antes de aquel término. Mas no podía dejar de estar de acuerdo con Levin en que aplazar la boda hasta fines de Cuaresma era esperar demasiado, ya que la anciana tía del príncipe Scherbazky estaba gravemente enferma y podía fallecer de un momento a otro, en cuyo caso el luto aplazaría la boda aún más tiempo.

Por esto, después de decidir que el ajuar se dividiría en dos partes, una mayor que se prepararía con más calma y otra menor que estaría dispuesta en seguida, la Princesa accedió a celebrar las bodas antes de la Cuaresma, aunque no sin molestarse repetidas veces con Levin por no contestar nunca con seriedad a sus preguntas ni decirle si estaba de acuerdo o no con lo que se hacía.

La decisión era tanto más cómoda cuanto que, después de casados, los novios se irían a su propiedad, donde para nada necesitarían la mayoría de las cosas correspondientes a la parte mayor del ajuar.

Levin continuaba en aquel estado de trastorno en el que le parecía que él y su felicidad constituían el único y principal fin de todo lo existente y que no debía pensar ni preocuparse de nada, ya que los demás lo harían todo por él.

No tenía ni siquiera formado un plan para su vida futura, dejando la decisión a los otros, convencido de que todo marcharía a la perfección. Su hermano Sergio Ivanovich, Esteban Arkadievich y la Princesa, le orientaban en cuanto debía hacer. Y él se limitaba a conformarse con lo que decían.

Sergio Ivanovich tomó dinero prestado para él, la Princesa le aconsejó irse de Moscú después de la boda y Esteban Arkadievich le sugirió que fuese al extranjero. Levin se mostró de acuerdo con todo.

«Ordenad lo que más os agrade», se decía. «Soy feliz y mi felicidad no puede ser mayor ni menor por lo que vosotros hagáis o dejéis de hacer.»

Y cuando comunicó a Kitty que Esteban Arkadievich les aconsejaba ir al extranjero, le pareció sorprendente que ella no estuviese de acuerdo y que tuviera para su vida futura sus propósitos determinados.

Kitty sabía que, en el pueblo, Levin se ocupaba en una empresa que le apasionaba. Ella no comprendía aquellas actividades de su esposo ni quería comprenderlas, pero no por esto dejaba de considerarlas importantes; y como sabía que ellas exigirían su presencia en el pueblo, el deseo de Kitty era ir, no al extranjero donde nada tenían que hacer, sino a la casa de su futura residencia.

Tal decisión, expresada muy concretamente, extrañó a Levin. Pero, como le daba igual marchar a un sitio que a otro, pidió inmediatamente a Oblonsky, cual si éste tuviera tal obligación, que fuese al pueblo y lo arreglase todo como mejor le pareciera y con aquel buen gusto que era natural en él.

–Oye, –dijo Esteban Arkadievich a Levin, al volver del pueblo donde lo dejó dispuesto todo para la llegada de los recién casados– ¿tienes el certificado de confesión y comunión?

–No. ¿Por qué?

–Porque sin él no puedes casarte.

–¡Caramba! –exclamó Levin–. Pues hace nueve años que no comulgo. No había pensado en eso.

–¡Bueno estás tú! –––exclamó, riendo Oblonsky– ¡Y me acusas a mí de nihilista! Esto no puede quedar así. Tienes que confesar y comulgar.

–¡Pero si sólo quedan cuatro días!

Esteban Arkadievich le arregló esto también. Levin comenzó a asistir a los oficios de la iglesia.

Para Levin, que no tenía fe, sin dejar por ello de respetar las creencias de los otros, era muy penosa la asistencia a los actos religiosos. Pero ahora, en aquel estado de ánimo, condescendiente y sensible a todo, en el que se encontraba, la obligación de fingir no sólo le resultaba penosa, sino completamente imposible. Parecíale que en la cúspide de su felicidad, de su esplendor íntimo, iba a cometer un sacrilegio.

Sentíase, pues, incapaz de cumplir ninguno de aquellos deberes. Pero a todos sus ruegos de que le procurasen el certificado sin cumplir los actos, Esteban Arkadievich le contestaba que era imposible.

–Por otra parte, ¿qué te cuesta? Al fin y al cabo es cuestión de dos días. El sacerdote es un anciano muy simpático y muy inteligente. ¡Te sacará ese diente sin que te des cuenta!

Al acudir a la primera misa, Levin procuró refrescar sus recuerdos de juventud, renovar en él aquel fuerte sentimiento religioso que experimentara a los dieciséis o diecisiete años. Mas ahora comprobaba que le era imposible. Trató de considerarlo como una simple fórmula secundaria, análoga a la de hacer visitas, pero tampoco esto pudo conseguir.

Respecto a la religión, Levin, como la mayoría de sus contemporáneos, se hallaba en una situación indefinida. No podía creer, pero a la vez no tenía la certeza de que la religión no fuese justa y necesaria.

Y por ello, incapaz de creer en la importancia de lo que hacía, ni de mirarlo con indiferencia como mera formalidad, todo el tiempo que pasaba estos días en la iglesia experimentaba cierto malestar y vergüenza.

La voz de su conciencia le decía que hacer una cosa sin comprenderla era una acción deshonesta, una falsedad.

Durante los oficios religiosos, Levin escuchaba las oraciones procurando darles un significado no distinto de sus propias ideas o, reconociendo que no podía comprenderlas y que debía censurarlas, procuraba no oírlas, abstrayéndose en pensamientos, observaciones y recuerdos que con particular claridad pasaban por su cerebro durante aquella ociosa permanencia en la iglesia.

Asistió a misa y vísperas y, aquella misma tarde, a la lectura de las reglas de confesión; al día siguiente, levantándose más temprano que de costumbre y sin tomar su desayuno, fue a la iglesia a las ocho, a fin de confesarse después de las oraciones matinales.

En la iglesia no había nadie, salvo un soldado, un mendigo, dos ancianas y los clérigos.

Un joven diácono, de ancha y bien formada espalda bajo la leve sotana, se acercó a Levin y, luego, acercándose a la mesita próxima a la pared, comenzó a leerle las reglas.

Oyendo la lectura y, sobre todo, la repetición de las mismas palabras, «Señor, ten misericordia…» , que se unían en un monótono «Señor da… Señor da…», Levin sentía la impresión de tener su pensamiento cerrado y sellado sin poder tocarlo ni moverlo, porque de lo contrario le hubiera parecido que su confusión sería aún mayor. Y por ello, en pie tras el diácono, sin escucharle ni compenetrarse con sus palabras, continuaba entregado a sus reflexiones.

«¡Es extraordinaria la expresión que tienen sus manos!», se decía, recordando el día anterior, en que estuviera sentado con Kitty cerca de la mesa, en un rincón del salón. Como sucedía casi siempre por aquellos días, no tenían nada que decirse y Kitty, poniendo la mano en la mesa, la cerraba y la abría y, reparando ella misma en tal movimiento, se puso a reír.

Levin recordó que le había besado la mano, fijándose en las líneas que se unían sobre la palma, de color suavemente rosado.

«¡Otra vez «Señor da»!», pensó, persignándose y mirando el movimiento de la espalda del diácono, que se inclinaba al santiguarse.

«Luego ella me cogió la mano y dijo, examinando sus líneas: «Tiene unas manos muy bellas»…»

Y Levin contempló su mano, luego de la del diácono de cortos dedos.

–«Sí, ahora va a terminar», se dijo. «¡Ah, no!; empieza otra vez», rectificó, fijándose en las oraciones.

«No, ya termina. Ahora marca una genuflexión y toca el suelo con la frente. Esto señala siempre el fin.»

Una vez recibido discretamente en su mano, que ostentaba puños de terciopelo, un billete de tres rubios, el diácono dijo que se encargaría de inscribirle para la confesión y se alejó hacia el altar, haciendo resonar fuertemente sus zapatos nuevos sobre el pavimento de la iglesia desierta.

Al cabo de un momento, volvió la cabeza y llamó con la mano a Levin. Los pensamientos de éste, encerrados hasta aquel momento, se agitaron de nuevo en su cerebro, pero se apresuró a alejarlos de sí y se adelantó hacia la gradería, mientras pensaba: «Ya se arreglará de un modo u otro».

Al poner los pies en las gradas, volvió la mirada hacia la derecha y vio al sacerdote, un anciano de barba entrecana, de ojos bondadosos y fatigados, que de pie ante el atril hojeaba el misal.

Haciendo un leve saludo a Levin, el sacerdote comenzó a leer las oraciones con voz monótona. Al terminar, hizo un saludo hasta el suelo y, volviéndose hacia él y mostrándole un crucifijo, le dijo:

–«Aquí está Cristo, en presencia invisible, para recibir su confesión. ¿Cree usted en lo que nos enseña nuestra Santa Iglesia Apostólica?» –continuó el sacerdote, apartando los ojos del rostro de Levin y cruzando las manos bajo la estola en ademán de orar.

–Dudaba y dudo de todo –contestó Levin, en voz que le sonó desagradable incluso a él.
Y calló.

El sacerdote esperó unos segundos, para ver si decía todavía algo, y, cerrando los ojos y pronunciando las oes a la manera de la provincia de Vladimir, dijo:

–La duda es propia de la debilidad humana, pero debemos orar para que Dios misericordioso nos ilumine. ¿Cuáles son sus principales pecados? –añadió el sacerdote sin hacer una sola pausa, como no queriendo perder tiempo.

–Mi pecado principal es la duda. Dudo de todo. La duda me persigue casi en todo momento.

–La duda es propia de la debilidad humana. –repitió el cura con iguales palabras– ¿De qué duda usted en especial?

–De todo. A veces dudo de la existencia de Dios –dijo Levin, sin querer. Y se horrorizó de la inconveniencia de lo que decía.

Pero las palabras de Levin no parecieron causar al sacerdote impresión alguna.

–¿Qué duda puede caber de la existencia de Dios? –dijo el sacerdote rápidamente, casi con una imperceptible sonrisa.

Levin callaba.

–¿Qué duda puede caber sobre el Creador cuando se contemplan sus obras? –continuaba el sacerdote con su hablar rápido y monótono– ¿Quién adornó con astros la bóveda celeste? ¿Quién revistió la tierra de sus bellezas? ¿Cómo podrían existir todas estas cosas sin un Creador?

Y miró interrogativamente a Levin.

Éste comprendía que era poco delicado entrar en discusiones filosóficas con el sacerdote y sólo contestó lo que se refería directamente a la cuestión.

–No lo sé –repuso.

–Pues si no lo sabe ¿cómo puede dudar de que Dios lo ha creado todo? –preguntó el sacerdote con alegre sorpresa.

–No comprendo nada –dijo Levin, sonrojándose al advertir la necedad de sus palabras y lo inadecuadas que eran a la situación.

–Rece a Dios e implore su misericordia… Hasta los Santos Padres tenían dudas y pedían a Dios que fortaleciese su fe. El diablo posee un inmenso poder y hemos de defendernos de caer bajo su dominio. Rece a Dios, implore su gracia… ¡Rece! –añadió el sacerdote con precipitación.

Y calló un momento pensativo.

–He oído decir que se propone usted casarse con la hija de mi feligrés e hijo espiritual, el príncipe Scherbazky –añadió sonriendo–. Es una excelente joven.

–Sí –contestó Levin.

Y pensaba, sonrojándose por el sacerdote: «¿Por qué me dice esto durante la confesión?».

Y, como si contestase a su pensamiento, el sacerdote habló:

–Piensa usted contraer matrimonio y acaso Dios le conceda descendencia, ¿no es eso? Pues, ¿qué educación podrá dar a sus hijos si no vence la tentación del diablo que le arrastra a la incredulidad? –dijo con dulce reproche– Si quiere usted a sus hijos, como buen padre deseará para ellos no sólo las riquezas, el lujo y los honores, sino también la salvación, la clarividencia espiritual en la luz de la verdad. ¿No es esto? ¿Y qué contestará a sus inocentes hijos cuando le pregunten: «Papá, ¿quién ha creado todo lo que he hallado en este mundo, la tierra, las aguas, el sol, las flores, las plantas?». ¿Por ventura les dirá usted: «No lo sé»? Usted no puede ignorar lo que el Señor, en su gran bondad, le revela. También pueden preguntarle sus hijos: «¿Qué me espera en la vida futura después de morir?». Y ¿qué contestará usted si lo ignora todo? ¿Qué les dirá? ¿Va a entregarles a la seducción del mundo y del diablo? ¡Eso sería un grave mal!

Y el sacerdote, inclinando la cabeza a un lado, calló, mirando a Levin con sus ojos dulces y bondadosos.

Levin no contestaba nada, no ya por no querer entrar en discusiones con el sacerdote, sino porque nadie le había hecho nunca preguntas así y pensaba que para cuando su hijo se las formulase, ya habría tenido él tiempo de resolver lo que debía contestar.

El sacerdote continuó:

–Entra usted en un momento de su vida en el que hay que escoger un camino y seguirlo. Rece para que Dios lo ayude y lo perdone en su misericordia. –concluyó– Nuestro Señor Jesucristo te perdone en su inmensa misericordia y amor a los hombres, hijo mío…

Y, terminada la oración absolutoria, el sacerdote lo bendijo y lo despidió.

Aquel día, al volver a casa, Levin se sintió alegre viendo que aquella situación forzada había terminado sin necesidad de mentir.

Además le quedó la vaga impresión de que lo que le dijera aquel anciano simpático y bueno no era tan necio como al principio le había parecido y que en sus palabras había algo que necesitaba una aclaración.

«Naturalmente que ahora no», pensaba Levin, «pero después, algún día…».

Sentía más que antes que su alma estaba turbia y no pura del todo y, con respecto a la religión, se hallaba en el mismo estado que él veía en las almas de los demás, en aquel estado que reprochaba a su amigo Sviajsky.

Pasó la velada con su novia en casa de Dolly. Levin, muy alegre, explicando a Oblonsky el estado de excitación en que se hallaba, dijo que estaba alborozado como un perro al que enseñan a saltar por el aro y el cual, al comprender lo que esperan de él, ladra, mueve la cola y salta con entusiasmo sobre las mesas y los alféizares de las ventanas.

QUINTA PARTE – Capítulo 2

El día de la boda, según costumbre (ya que la Princesa y Daria Alejandrovna insistían mucho en que todo se hiciese según la costumbre), Levin no vio a su novia y comió en su cuarto del hotel con tres amigos solteros que fueron a verle: Sergio Ivanovich, Katavasov –ex compañero de Universidad y ahora profesor de Ciencias naturales, a quien Levin halló en la calle y llevó consigo– y Chirikov, su testigo de boda, juez municipal en Moscú y compañero de Levin en la caza del oso.

La comida transcurrió muy alegre. Sergio Ivanovich estaba en excelente estado de ánimo y se divertía con las originalidades de Katavasov. Este, notando que las apreciaban y comprendían, hacía más y más alarde de ellas. Chirikov, benévolo y jovial, se ponía a tono con la conversación.

–De modo –decía Katavasov, alargando las palabras, según costumbre contraída en la cátedra– que podemos decir que nuestro amigo Constantino Dmitrievich era un muchacho muy bien dotado. Hablo de ausentes, porque él no está aquí. Al salir de la Universidad amaba la ciencia y los intereses de la Humanidad, pero ahora la mitad de sus facultades está dedicada a engañarse a sí mismo y la otra mitad a justificar ese engaño.

–No he visto enemigo más acérrimo del matrimonio que usted –repuso Sergio Ivanovich.

–No soy enemigo de él. Soy amigo de la distribución del trabajo. La gente que no puede hacer otra cosa, debe hacer hombres y los demás contribuir a su instrucción y felicidad. Así lo creo. Hay muchos que quieren confundir esas dos actividades, pero yo no me cuento entre ellos.

–¡Cómo me alegraré cuando sepa que usted está enamorado! –––dijo Levin– ¡No deje de invitarme a la boda!

–Ya estoy enamorado.

–Sí, de la jibia –indicó Levin a su hermano–. Miguel Semenich está escribiendo ahora una obra sobre la nutrición y…

–No confundamos las cosas. No porque se trate de mi obra, pero en realidad aprecio la jibia…

–La jibia no le impedirá amar a su mujer.

–La jibia no, pero la mujer sí.

–¿Por qué?

–Ya lo verá por sí mismo. A usted le gustan la caza, los trabajos de la finca… Ya lo verá, ya…

–Hoy ha venido Arjip, y dice que en Prudnoie hay una enormidad de alces y de osos –afirmó Chirikov.

–Pues los cazarán ustedes sin mí.

–Claro: en el futuro dará usted el adiós a la caza del oso. Su mujer no lo dejará ir.

Levin sonrió. La idea de que su mujer no lo dejara ir a cazar le era tan agradable que estaba dispuesto a renunciar a aquella diversión para siempre.

–De todos modos, es una lástima cazar esos osos sin usted. ¿Recuerda la última vez en Yapilovo? ¡Qué caza tan espléndida hicimos! –dijo Chirikov.

Levin, no queriendo decepcionarlo diciéndole que dudaba que hubiese algo bueno allí donde no estuviese Kitty, optó por callar.

–Por algo existe esta costumbre de despedirse de la vida de soltero. –dijo su hermano– Puedes ser muy feliz, pero, de todos modos, siempre es lamentable perder la libertad.

–Confiéselo: ¿no es verdad que siente el deseo del novio de la comedia de Gogol que quiere huir de la boda saltando por la ventana?

–Seguro que sí, pero no quiere confesarlo –afirmó Katavasov.

Y rió a carcajadas.

–¿Por qué no? La ventana está abierta. ¡Vámonos ahora mismo a Tver! La osa está sola y podemos buscarla en su cubil. Ea, marchémonos en el tren de las cinco y que se arreglen aquí como quieran –dijo, riendo, Chirikov.

–Les juro –aseguró Levin sonriente– que, por más que hago, no consigo encontrar en mi alma ese sentimiento de dolor por la pérdida de mi libertad.

–En su alma reina tal caos ahora que es imposible encontrar nada en ella. –dijo Katavasov– Aguarde un poco y cuando la tenga algo más en orden, ya me lo dirá…

–No. Bien podría, aparte de mi sentimiento –no quiso decir «de mi amor» – y de la felicidad que experimento, lamentar perder la libertad. Pero, por el contrario, me siento satisfecho de perderla.

–¡Malo! ¡Es un caso desesperado! –exclamó Katavasov– ¡Bebamos por su curación o porque se realice, siquiera, la centésima parte de sus ilusiones! Con esto ya, tendrá tanta felicidad como es posible hallar en la tierra.

Después de comer, los amigos se marcharon para tener tiempo de vestirse antes de la boda.

Al quedar solo y recordar la conversación de aquellos solterones, Levin se preguntó una vez más si existía en su alma algún sentimiento de dolor por la libertad que perdía y del que ellos hablaban tanto y sonrió al formularse aquella pregunta. «¡Libertad! ¿Para qué quiero la libertad? La dicha consiste en amar y desear y pensar con los sentimientos de ella, es decir, en no tener libertad alguna. ¡Eso es la felicidad!»

«Pero, ¿acaso conoces sus pensamientos y deseos?», murmuró una voz en su interior.

La sonrisa desapareció de su rostro y Levin quedó pensativo. De repente lo invadió una extraña sensación de temor y de duda, una duda que se extendía a todas las cosas. «¿Y si ella no me quiere y se casa sólo por casarse? ¿Y si ella misma no sabe lo que se hace?», se preguntaba. «¿Y si sólo se da cuenta después de casarse conmigo de que no me quiere ni me puede querer?»

Y los peores y más extraños pensamientos acerca de Kitty invadieron su cerebro. Sentía celos de Vronsky, como hacía un año, como si la velada en que la había visto con él hubiera sido el día antes.

Sospechaba que ella no le había dicho todo lo que tenía que decirle.

Se levantó precipitadamente.

«No, es imposible quedar así», se dijo, desesperado. «Voy a verla y le preguntaré por última vez. Le diré:

«Aún somos libres… ¿No valdría más suspenderlo todo? Esto sería mejor que la infelicidad eterna, la deshonra, la infidelidad»…»

Con el corazón dolorido, enojado contra todos, contra sí mismo y contra ella, salió del hotel y se dirigió a casa de su novia.

La encontró en las habitaciones posteriores, sentada sobre un baúl, dando órdenes a una muchacha y revolviendo montones de multicolores vestidos puestos sobre los respaldos de las sillas y tirados por el suelo.

–¡Oh! –exclamó Kitty, radiante de alegría al verle– ¿Cómo? Tú… usted –hasta aquel último día le había hablado indistintamente de «usted» y de «tú» – No te esperaba. Estoy repartiendo mis vestidos de soltera, mirando a quién puedo regalárselos…

–Muy bien –dijo él mirando súbitamente a la muchacha.

–Sal, Duniascha… Ya te llamaré cuando… –ordenó Kitty– Pero, ¿qué te pasa? –preguntó, continuando decididamente su tuteo después de que la criada hubo salido. Ella veía la extraña expresión de su rostro, agitado y sombrío, y tuvo miedo.

–Kitty, sufro mucho y no puedo soportarlo solo… –repuso Levin, con desesperación, deteniéndose ante ella y mirándola suplicante.

Veía bien, por la mirada franca y cariñosa de su novia que no le saldría nada de lo que quería decirle, pero necesitaba que ella misma lo sacase de dudas.

–He venido a decirte que todavía estamos a tiempo, que aún es posible deshacer y arreglar…

–¡No lo comprendo! ¿Qué te pasa?

–Lo que te he dicho mil veces y no puedo dejar de pensar: que no te merezco… No es posible que consientas en casarte conmigo. Piénsalo bien. Te has equivocado, no puedes amarme… Vale más que me lo digas –seguía Levin sin mirarla– Seré desgraciado. Que diga lo que quiera la gente; todo será preferible a la infelicidad. Mejor será que lo hagamos ahora que estamos todavía a tiempo.

–No te comprendo –repuso Kitty asustada– ¿Es posible que quieras renunciar y que no…?

–Sí, si no me amas.

–¿Estás loco? ––exclamó ella enrojeciendo de indignación.

Pero el rostro de Levin inspiraba en aquel momento tanta compasión que Kitty, conteniendo su enojo, quitó los vestidos de la butaca y se sentó a su lado.

–¿Qué piensas? Dímelo todo.

–Pienso que no puedes amarme. ¿Por qué me habrías de amar?

–¡Dios mío! ¿Qué puedo decir? –exclamó Kitty llorando.

–¡Oh! ¿Qué he hecho? –se lamentó Levin. Y arrodillándose ante ella le besó las manos.

Cuando cinco minutos después entró la Princesa en la habitación los halló reconciliados por completo.

No sólo Kitty aseguró a su novio que lo quería, sino que, al preguntarle el motivo de que lo quisiera, se lo explicó. Le dijo que lo quería porque lo comprendía plenamente, porque sabía cuáles eran sus anhelos y porque sabía también que todo lo que él anhelaba era justo.

A Levin la explicación le pareció bastante clara. Cuando la Princesa entró en la estancia, los dos estaban sentados al borde del baúl revisando los trajes y discutiendo a propósito de si la joven debía regalarle a Duniascha el vestido de color castaño que llevaba cuando Levin se le declaró o si, como quería él, no debía regalar a nadie aquel vestido y regalar a la muchacha el azul.

–¿No comprendes que Duniascha es morena y no le sentaría bien el azul? Ya lo he pensado todo.

Al enterarse del motivo de la visita de Levin, la Princesa casi se enfadó y, riendo, lo envió a su casa para que se vistiera y no estorbara el peinado de Kitty, ya que estaba a punto de llegar Charles, el peluquero francés.

–Está ya bastante desmejorada de estos días que no come nada y aún vienes a molestarla con tus tonterías –le dijo la Princesa– ¡Vete, vete, querido!

Levin, avergonzado, pero ya tranquilo, volvió a su hotel. Su hermano, Daria Alejandrovna y Esteban Arkadievich lo estaban esperando para bendecirlo, con el icono. No había tiempo que perder. Daria Alejandrovna tenía que ir a casa para recoger a su hijo, el cual, muy compuesto y pulido, con el pelo rizado, debía llevar la santa imagen acompañando a la novia.

Además, había que buscar un coche para enviarlo al padrino de boda y hacer volver al que se llevaría Sergio Ivanovich… Había, pues, muchas cosas importantes en que pensar. Era preciso no perder tiempo, porque eran ya las seis y media.

La ceremonia de la bendición careció de seriedad. Oblonsky se puso al lado de su mujer en una actitud solemne y cómica a la vez, levantó la imagen y, ordenando a Levin que se arrodillase, lo bendijo con bondadosa e irónica sonrisa y lo besó tres veces. Dolly hizo lo mismo, pero de una manera precipitada y disponiéndose a partir en seguida, preocupada con el enredado asunto de los coches.

–He aquí lo que podemos hacer: –dijo dirigiéndose a su marido–– tú ve con nuestro coche a buscar al niño y Sergio Ivanovich tendrá la amabilidad de ir allá y hacemos enviar el coche después.

–Con mucho gusto.

–Y nosotros iremos en seguida con el chiquillo… ¿Está todo preparado? –preguntó Esteban Arkadievich.

–Sí –contestó Levin.

Y ordenó a Kusmá que lo ayudase a vestirse.

ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – RESUMEN Y ANÁLISIS

martes, junio 18th, 2013

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CUARTA PARTE
RESUMEN
Como vemos al inicio de esta parte del libro, los Karenin viven juntos en estado de tensión. Ellos son «completos extraños» y Anna sigue viendo Vronsky fuera de la casa. Karenin es consciente de esto y no hace nada. Una noche, cuando Anna apenas puede soportar su soledad, le pide a Vronsky que vaya a verla a las siete, mientras Karenin asiste a una reunión del consejo. Vronsky se retrasa y, literalmente, se encuentra con Karenin en la puerta. Karenin, que ya parece una calavera, pasa iracundo por su lado. Algo avergonzado, Vronsky acude a Anna, pero se da cuenta de que sus ataques de celos y el embarazo la hacen menos atractiva para él. Anna se mofa de su marido frente a Vronsky y le cuenta una pesadilla que tuvo, acerca de un viejo campesino sucio que murmuraba acerca de cómo «debemos batir el hierro, triturar, amasar.» Vronsky tenía la misma pesadilla poco antes de ir a ver a Anna y se aterroriza.
Mientras Vronsky está en su casa, Karenin va a la ópera como lo había planeado y se queda los dos primeros actos como la sociedad demanda. Pero no puede calmar su furia y se va a casa. A la mañana siguiente, confronta con Anna otra vez. Ante la implacable resolución de ella, le dice que él tiene la intención de iniciar los trámites de divorcio. Ella le ruega que le deje a Seryosha. Karenin va a ver a un famoso abogado de Petersburgo, especialista en divorcios y se entera de que tendrá que proporcionar evidencia física de la infidelidad de Anna. Decide considerar esto cuidadosamente. Al mismo tiempo, ante la resistencia con sus colegas en el trabajo, se va a las provincias en comisión de servicio.
En su camino hacia las provincias, Karenin para en Moscú por unas reuniones. Por casualidad se encuentra con Oblonsky y Dolly y, de mala gana, acepta una invitación a cenar. Oblonsky gusta de ofrecer cenas y se encarga de los preparativos con alegría, incluyendo las invitaciones a Kitty y Levin. Cuando pasa a recordarle la invitación a Karenin, éste le dice, sin rodeos, que piensa divorciarse de su hermana Anna. Oblonsky intenta disuadir a Karenin de tomar decisiones apresuradas y lo insta a ir a cenar y discutir el asunto con Dolly.
En la cena, los invitados se mezclan amablemente, gracias a las excelentes técnicas de hospitalidad de Oblonsky. Karenin, Sergei Ivanovich, y un hombre llamado Pestsov discuten de política, mientras Levin y Kitty disfrutan de un feliz reencuentro. Levin se maravilla porque Kitty parece completamente diferente, más frágil, y se abstraen de los otros, formando su propio pequeño enclave de conversación. Mientras esto sucede, Dolly intenta convercer a Karenin de no divorciarse de Anna, sin ningún éxito. Mientras tanto, Kitty y Levin juegan un juego de palabras en el que levin descubre que Kitty se casará con él si él se lo pide de nuevo. Durante dos noches no duerme y sus preocupaciones materiales acerca del mundo le parecen frívolas. Luego visita a los Shcherbatsky para pedir -y recibir- la mano de Kitty en matrimonio; pero se tortura porque Kitty no sabe dos cosas de él: que no es virgen y que no cree en Dios. En aras de revelarle todo acerca de sí, le da sus diarios. Aunque ella se horroriza, lo acepta de todos modos.
Después de la fiesta de Oblonsky, Karenin recibe un telegrama de Anna: « Me muero. Pido, suplico venga. Perdonada, moriré más tranquila». Él pesa los pros y los contras y, finalmente, decide volver a San Petersburgo esa noche. Allí, él corre al encuentro de Anna, muy enferma después de dar a luz a la hija de Vronsky. Los médicos afirman que puede morir. Vronsky se encuentra en una habitación exterior, llorando. Ver a Anna en ese estado de agitación impulsa a Karenin al perdón. Llorando abiertamente, él los perdona a ella y a Vronsky y eso le da paz y sociego. Anna pasa tres días entre el estado de coma y los dolores tremendos. Mientras sufre, Karenin avergüenza Vronsky diciéndole que no importa cuánto lo hayan humillado los dos, él no dejará Anna y le pide que se retire. Devastado por la nobleza de Karenin, Vronsky se va a su casa e intenta suicidarse, disparándose con un revólver. La bala no da en su corazón y se recupera con la ayuda de su cuñada.
Anna se recupera de su enfermedad lentamente. Karenin se convierte en el padre de ambos niños, especialmente la hija, también llamada Anna, por la que siente un cariño especial y cierta pena. Anna es acogida por los sentimientos altruistas de su marido, pero sigue sintiéndose sofocada, especialmente al oír la noticia de que a Vronsky se le ha ofrecido un puesto de prestigio militar en Tashkent. Oblonsky, percibiendo lo torturante de la situación, visita a Karenin y le anima a reiniciar el divorcio pero aceptando “hacer de culpable”, para que Anna no pierda autoridad moral. En un momento muy emotivo, Karenin accede. Al conocer esta noticia, Vronsky abandona inmediatamente sus deberes militares y corre a la casa de los Karenin. Pero aunque Anna está encantada de verlo y, a pesar de estar de acuerdo en irse a Italia con él, dice que todo le da igual, que lo único que le importa ahora es qué decisión tomará su esposo respecto de Sergei y que no va a aceptar la oferta de divorcio de Karenin.

CUARTA PARTE
ANÁLISIS
Si la Tercera Parte fue, quizás, lenta y cargada de temas económicos y sociales, Tolstoy compensa este lapsus con la Cuarta Parte. Las cosas empiezan a moverse vertiginosamente ahora. La relación entre Anna y Vronsky alcanza un clímax, Kitty y Levin se reúnen y descubren que tienen un futuro juntos y Karenin surge, en la trama, como un personaje poderoso.
Esta es la sección en la que Anna y Levin divergen. Ya no mantendrán ambos el estado de románticos frustrados; Levin comienza a florecer en una relación feliz y saludable. A lo largo de la novela, estos dos personajes actúan como «dobles» el uno del otro. Sólo Levin cuenta con los recursos de la pasión que Anna hace valer, pero los suyos no son destructivos por unas cuantas razones. Ciertamente, tiene más salidas para su pasión. Una de esas salidas es su tierra, como se muestra en la tercera parte. Pero también tiene una idea más grande de la humildad y el compromiso que se necesitan para que una relación crezca de manera sana y socialmente aceptable. Aunque Levin encuentra eventualmente la paz y la felicidad en la novela y Anna es consumida por su pasión, son dos caras de la misma moneda. Sus historias contienen una gran convergencia simultánea, aunque con resultados diferentes. La historia de Levin no es más que la historia de Anna, con un final moralmente aceptable.
El surgimiento de la dupla es subrayado por la asunción de Anna de la obsesión con la muerte de Levin. Esta es una parte del libro colmada de presagios, sueños e imágenes de muerte. Vronsky se topa con Karenin en la puerta de la casa de éste, como mirando a una calavera: «sin sangre, sin gestos, con los ojos apagados.» El sueño de Anna anuncia su muerte, el «hierro» del que habla el campesino es el hierro de las vías del tren, y el «triturar» del que está hablando es su cuerpo en los rieles. Finalmente, Anna y Vronsky rozan la muerte en esta parte: aunque se recuperan, estos roces con la muerte presagian su ruina más adelante en el libro.
Los críticos entran en conflicto sobre la emotiva escena del perdón de Karenin. Es, al menos, rara: las primeras cuatrocientas páginas del libro, ha demostrado ser un burócrata frío y calculador, lejos del mal pero también lejos del amor. Algunos críticos sostienen que toda la escena no es más que una caída de Tolstoy en el melodrama, mientras que otros creen que demuestra la autenticidad de la humildad de Karenin y su buen corazón. En todo caso, inspira la vergüenza y el temor en Anna (que se pasa los tres días siguientes retorciéndose en la cama, mucho más por su confusión mental que por su sufrimiento físico) y en Vronsky (quien, ante la grandeza de su rival, hace un cobarde intento de suicidio). También resulta ser la perdición de Karenin: en la sociedad se le considerará, de ahora en adelante, el hazmerreír cornudo, mientras que Vronsky recuperará algo de su honor en el intento de suicidio. Después de que Anna se marcha con Vronsky, sin siquiera darle a Karenin el cierre de un divorcio, él cae más bajo en la opinión pública.
Aunque Anna se va con Vronsky para Italia, nos queda la duda de una unión duradera. Vronsky es, claramente, demasiado egoísta para los grandes sacrificios que esta relación necesitará; Anna, como consecuencia de su ruina social, queda completamente a merced de Vronsky. Su contraparte obvia es Kitty y Levin, cuyo amor y compromiso lentos y crecientes son el modelo de una relación que puede llegar lejos. Aunque ambos aún tienen mucho que aprender, especialmente Levin, su humildad es admirable.
Una de las cosas que Levin tiene que cambiar es su visión de Kitty. Él la idolatra como un niño y la personificación de una perfección que no puede alcanzar y, para demostrar esto, le da a leer sus diarios. Como es de esperar, la reacción de horror de ella lo hace sentir aún más básico e indigno de su amor. Cuando Levin trate de aceptar a Dios, más adelante en el libro, su relación con Kitty se volverá mucho más fuerte y él dejará de verla como a una figura celestial.

ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 21, 22 Y 23

lunes, junio 17th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 21

Antes de que Betsy saliera de casa de los Karenin, se halló con Esteban Arkadievich, que acababa de llegar de casa Eliseev, donde aquel día habían recibido ostras frescas.
–¡Qué encuentro tan agradable, Princesa! –exclamó Oblonsky–. Yo vengo aquí de visita…
–Un encuentro de un momento –dijo Betsy, sonriendo y poniéndose los guantes– porque tengo que irme en seguida.
–Espere, Princesa. Antes de ponerse los guantes déjeme besar su linda mano. Nada me agrada más en la vuelta actual a las costumbres antiguas que esta de besar la mano de las damas. –y se la besó– ¿Cuándo nos veremos?
–No se lo merece usted –contestó ella sonriendo.
–Sí me lo merezco, porque me he vuelto un hombre formal; no sólo arreglo mis asuntos personales de familia, sino los ajenos también –dijo él con intencionada expresión en su semblante.
–Me alegro mucho –repuso Betsy, comprendiendo que hablaba de Anna.
Y, volviendo a la sala, se pararon en un rincón.
–La va a matar. –dijo Betsy, en un significativo cuchicheo– Esto es imposible, imposible…
–Me complace que lo crea usted así. –mañifestó Esteban Arkadievich, moviendo la cabeza con aire de dolorosa aquiescencia– Precisamente para eso he venido a San Petersburgo.
–Toda la ciudad lo dice. –añadió Betsy– Es una situación imposible. Ella está consumiéndose. Él no comprende que Anna es una de esas mujeres que no pueden jugar con sus sentimientos. Una de dos: o se la lleva de aquí u obra enérgicamente y se divorcia. Esta situación está acabando con ella.
–Sí, sí, claro. –respondió Oblonsky, suspirando– Ya lo he dicho; he venido por eso. Bueno, no sólo por eso, sino también porque me han nombrado chambelán y tengo que dar las gracias… Pero lo principal es que hay que arreglar este asunto.
–¡Dios lo ayude! –exclamó Betsy.
Esteban Arkadievich acompañó a la Princesa hasta la marquesina, le besó de nuevo la mano más arriba del guante, donde late el pulso y, después de decirle una broma tan indecorosa que ella no supo ya si ofenderse o reír, se dirigió a ver a su hermana, a la que encontró deshecha en llanto.
A pesar de su excelente estado de ánimo, que le hacía derramar alegría por doquiera que pasaba, Oblonsky asumió en seguida el acento de compasión poéticamente exaltado que convenía a los sentimientos de Anna. Le preguntó por su salud y cómo había pasado la mañana.
–Muy mal, muy mal… Mal la mañana y el día… y todos los días pasados y futuros –dijo ella.
–Creo que te entregas demasiado a tu melancolía. Hay que animarse; hay que mirar la vida cara a cara. Es penoso, pero…
–He oído decir que las mujeres aman a los hombres hasta por sus vicios, –empezó de repente– pero yo odio a mi marido por su bondad. ¡No puedo vivir con él! Compréndelo: ¡sólo el verlo me destroza los nervios y me hace perder el dominio de mí misma! ¡No puedo vivir con él! ¿Y qué puedo hacer? He sido tan desgraciada que creía imposible serlo más. Pero nunca pude imaginar el horrible estado en que me encuentro ahora. ¿Quieres creer que, aunque es un hombre tan excelente y bueno que no merezco ni besar el suelo que pisa, lo odio a pesar de todo? Lo odio por su grandeza de alma. No me queda nada, excepto…
Iba a decir «excepto la muerte», pero su hermano no le permitió terminar.
–Estás enferma e irritada y exageras. –dijo– Créeme que las cosas no son tan terribles como imaginas.
Y sonrió. Nadie, no siendo Esteban Arkadievich, se habría permitido sonreír ante tanta desesperación, porque la sonrisa habría parecido completamente extemporánea; pero en su modo de hacerlo había tanta benevolencia y una dulzura tal, casi femenina, que no ofendía, sino que calmaba y proporcionaba un dulce consuelo.
Sus palabras suaves y serenas, sus sonrisas, obraban tan eficazmente, que se las podía comparar con la acción del aceite de almendras sobre las heridas. Anna lo experimentó en seguida.
–No, Stiva, no. ––dijo– Estoy perdida; más que perdida, pues no puedo aún decir que todo haya terminado; al contrario, siento que no ha terminado aún. Soy como una cuerda tensa que ha de acabar rompiéndose. No ha llegado al fin, ¡y el fin será terrible!
–No temas. La cuerda puede aflojarse poco a poco. No hay situación que no tenga salida.
–Lo he pensado bien y sólo hay una…
Esteban Arkadievich, comprendiendo, por la mirada de terror de Anna, que aquella salida era la muerte, no le consintió terminar la frase.
–Nada de eso. –repuso– Permíteme… Tú no puedes juzgar la situación como yo. Déjame exponerte mi opinión sincera. –y repitió su sonrisa de aceite de almendras– Empezaré por el principio. Estás casada con un hombre veinte años mayor que tú. Te casaste sin amor, sin conocer el amor. Supongamos que ésa fue tu equivocación.
–¡Y una terrible equivocación! ––dijo Anna.
–Pero eso, repito, es un hecho consumado. Luego has tenido la desgracia de no querer a tu marido. Es una desgracia, pero un hecho consumado también. Tu marido, reconociéndolo, te ha perdonado…
Esteban Arkadievich se detenía después de cada frase, esperando la réplica, pero Anna no respondía.
–Las cosas están así. –continuó su hermano– La pregunta ahora es ésta: ¿puedes continuar viviendo con tu marido? ¿Lo deseas tú? ¿Lo desea él?
–No sé… no sé nada…
–Me has dicho que no puedes soportarlo.
–No, no lo he dicho… Retiro mis palabras… No sé nada, no entiendo nada…
–Permite que…
–Tú no puedes comprender. Me parece hundirme en un precipicio del que no podré salvarme. No, no podré…
–No importa. Pondremos abajo una alfombra blanda y te recogeremos en ella. Ya comprendo que no puedes decidirte a exponer lo que deseas, lo que sientes…
–No deseo nada, nada… Sólo deseo que esto acabe lo más pronto posible.
–Pero él lo ve y lo sabe. ¿Y crees que sufre menos que tú soportándolo? Tú sufres, él sufre… ¿En qué puede terminar esto? En cambio, el divorcio lo resuelve todo –terminó, no sin un esfuerzo, Esteban Arkadievich y, tras haber expuesto su principal pensamiento, la miró de un modo significativo.
Anna, sin contestar, movió negativamente su cabeza, con sus cabellos cortados. Pero él, por la expresión del rostro de su hermana, súbitamente iluminado con su belleza anterior, comprendió que si ella no hablaba de tal solución era sólo porque le parecía una dicha inaccesible.
–Os compadezco con toda mi alma. Sería muy feliz si pudiese arreglarlo todo. –dijo Esteban Arkadievich sonriendo ya con más seguridad– No, no me digas nada… ¡Si Dios me diera la facilidad de expresar a tu marido lo que siento y convencerlo! ¡Voy a verlo ahora mismo!
Anna lo miró con sus ojos brillantes y pensativos y no contestó.

CUARTA PARTE – Capítulo 22

Con una ligera expresión de solemnidad en el rostro, tal como se sentaba en su puesto de presidente en las sesiones del juzgado, Oblonsky entró en el despacho de Alexis Alexandrovich.
Éste, con las manos a la espalda, paseaba por la habitación pensando en lo mismo de lo que su cuñado había hablado con su mujer.
–¿No te estorbo? –preguntó Esteban Arkadievich, que al ver a Karenin experimentó un sentimiento de turbación insólito en él. Para disimularlo, sacó la petaca de cierre especial que acababa de comprar y, tras oler la piel nueva, extrajo un cigarrillo.
–No. ¿Puedo servirte en algo? –dijo Karenin con desgano.
–Sí. Quisiera… necesito… hablarte –repuso Esteban Arkadievich, sorprendido al notar que sentía una timidez que nunca había sentido.
Aquel sentimiento era tan inesperado y extraño, que Oblonsky no pudo creer que fuera la voz de la conciencia diciéndole que iba a cometer una mala acción. Sobreponiéndose con un esfuerzo, consiguió dominarse.
–Supongo que creerás en el cariño que profeso a mi hermana y en el particular afecto y respeto que siento por ti –dijo sonrojándose.
Alexis Alexandrovich se detuvo, sin contestar, pero la expresión de víctima resignada que se dibujaba en su semblante sorprendió a Esteban Arkadievich.
–Quería… deseaba… hablarte de mi hermana y de vuestras mutuas relaciones –añadió Oblonsky, luchando aún con su confusión.
Alexis Alexandrovich sonrió con leve ironía, miró a su cuñado y, sin contestarle, se acercó a la mesa, cogió una carta empezada que había en ella y la mostró a su interlocutor.
Esteban Arkadievich la tomó, miró con asombro aquellos ojos turbios que se fijaban en él, inmóviles, y comenzó a leer.
«Observo que mi presencia le es penosa. Por triste que me haya sido convencerme de ello, comprendo que es así y que no puede ser de otro modo. No la inculpo. Dios es testigo de que, viéndola enferma, resolví con toda mi alma olvidar cuanto ha pasado entre nosotros y empezar una vida nueva. No me arrepiento ni me arrepentiré nunca de lo hecho. Sólo quería una cosa: el bien de usted, la paz de su alma. Y veo que no lo he conseguido. Dígame usted misma que es lo que puede procurarle la dicha y la paz del espíritu. Me entrego a su voluntad y a sus sentimientos de justicia.»
Esteban Arkadievich devolvió la carta a su cuñado y siguió contemplándolo perplejo, sin saber qué decirle. Aquel silencio era tan penoso para los dos que por los labios de Oblonsky pasó un temblor dolorido. Sin apartar la mirada del rostro de Karenin, continuaba callando.
–Eso es lo único que puedo decir –habló Alexis Alexandrovich volviendo la cabeza.
–Sí, sí. ––dijo Esteban Arkadievich, sin fuerzas para contestar, sintiendo que los sollozos se agolpaban a su garganta– Sí, sí, lo comprendo… –pronunció al fin.
–Deseo saber lo que ella quiere –repuso Karenin.
–Temo que ella misma no comprenda su propia situación. Ahora no puede ser juez… Está consternada… sí, consternada por tu grandeza de alma… Si lee esta carta, no sabrá qué decir, salvo inclinar la cabeza con más humillación aún.
–Sí, mas, ¿qué puedo hacer entonces? ¿Cómo explicar…? ¿Cómo saber lo que quiere?
–Si me permites exponerte mi opinión, creo que depende de ti adoptar las medidas que encuentres necesarias para resolver esta situación.
–¿De modo que crees que hay que acabar con este estado de cosas? –interrumpió Karenin– Pero ¿cómo? –añadió, pasándose la mano ante los ojos, con ademán insólito en él– No veo salida posible.
–Todas las situaciones tienen salida. –afirmó Esteban Arkadievich, levantándose, animado ya– Hubo un momento en que tú quisiste romper… Si estás convencido de que es imposible haceros mutuamente dichosos…
–La felicidad puede comprenderse de diferentes modos… Pero supongamos que estoy conforme con todo y que no quiero nada. ¿Qué salida puede tener nuestra situación?
–¿Quieres saber mi opinión? –repuso Esteban Arkadievich, con la misma sonrisa de aceite de almendras que empleara al hablar con Anna.
Y aquella sonrisa era tan persuasiva y bondadosa que, notando involuntariamente su propia debilidad, Alexis Alexandrovich, sugestionado por ella, se sintió dispuesto a creer cuanto le dijera su cuñado.
–Anna no lo dirá nunca. –continuó Oblonsky– Pero sólo hay una salida posible; sólo hay algo que ella puede desear. Y es la interrupción de vuestras relaciones y de los recuerdos unidos a ellas. Creo que en vuestra situación es preciso aclarar las ulteriores relaciones recíprocas, relaciones que sólo pueden establecerse basándose en la libertad de ambas partes.
–O sea el divorcio ––dijo, con repugnancia, Karenin.
–Sí, a mi juicio sí; el divorcio. –repitió, sonrojándose, Esteban Arkadievich– Es, en todos los sentidos, la mejor salida para un matrimonio que se halla en vuestra situación. ¿Qué puede hacerse cuando los esposos encuentran imposible vivir juntos? Es algo que puede sucederle a todo el mundo…
Alexis Alexandrovich, respirando penosamente, cerró los ojos.
–Aquí sólo puede haber una consideración: ¿desea o no uno de los cónyuges contraer nuevo matrimonio? Si no se desea, la cosa es muy sencilla ––continuó Esteban Arkadievich, sintiéndose cada vez más dueño de sí.
Alexis Alexandrovich, con el rostro contraído por la emoción, murmuró algo para sus adentros; pero no contestó.
Lo que a su cuñado le parecía tan sencillo, él lo había pensado mil veces; y no sólo no le parecía muy sencillo, sino completamente imposible. El divorcio, cuyos detalles de realización conocía ahora, parecíale, a la sazón, inaceptable, porque el sentimiento de su propia dignidad y la religión que profesaba le impedían tomar sobre sí la responsabilidad de un adulterio ficticio. Y menos aún podía tolerar que la mujer amada y a quien había perdonado, fuese inculpada y cubierta de oprobio. Luego, el divorcio aparecía también como imposible por otras causas más trascendentales aún. ¿Qué sería de su hijo si se divorciaban? Dejarle con su madre era imposible. La madre divorciada tendría su propia familia ilegítima y en ella, la situación y educación del hijastro tenían que ser malas forzosamente.
¿Retener a su hijo consigo? Habría sido una venganza por su parte y no lo deseaba.
Y, además, el divorcio parecía aún más imposible a Karenin pensando que, al consentir en él, causaba con ello la perdición de Anna. Habían llegado al fondo de su alma las palabras que le dijera Dolly en Moscú, cuando afirmó que, al optar por el divorcio, Karenin no pensaba más que en sí mismo y causaba la ruina definitiva de su mujer. Y él, uniendo estas palabras a su perdón y a su cariño a los pequeños, las entendía ahora a su manera.
Consentir en el divorcio, dejar libre a Anna, significaba, a su juicio, prescindir de lo último que le hacía amar la vida: los niños, a los que tanto quería. Y para ella representaba quitarle el último apoyo en el camino del bien y empujarla hacia el abismo.
Si Anna se convertía en una mujer divorciada, Karenin sabía que iría a reunirse con Vronsky en unas relaciones ilícitas y antirreligiosas, porque para la mujer, según la religión, no puede haber otro esposo mientras el primero vive.
«Anna se unirá a él y, de aquí a dos o tres años, él la abandonará, o ella tendrá relaciones con otro», pensaba Alexis Alexandrovich. «Y yo, consintiendo en ese ilícito divorcio, habré sido causa de su perdición.»
Sí, lo pensaba muchas veces y se persuadía de que la cuestión del divorcio, no sólo no era muy sencilla, como decía su cuñado, sino completamente imposible.
No creía en ninguna de las palabras de Oblonsky, se le ocurrían mil objeciones a cada una y, con todo, lo escuchaba, sintiendo que en ellas se expresaba aquella fuerza incontrastable y enorme que guiaba ahora su vida y a la que tenía que obedecer.
–La única cuestión es saber en qué condiciones consientes en el divorcio. Ella no desea nada, nada se atreve a pedirte y confía en tu bondad.
«¡Dios mío, Dios mío, qué terrible castigo!», pensaba Karenin recordando los detalles sobre el modo de plantear el divorcio cuando el marido se achacaba la culpa.
Y, con el mismo ademán con que Oblonsky se ocultaba el rostro, escondió él el suyo entre las manos.
–Estás conmovido; lo comprendo… Pero, si lo piensas bien…
«Al que te hiere la mejilla izquierda, preséntale la derecha; al que te quite el caftán, dale la camisa», recordó Alexis Alexandrovich.
–Bien –exclamó con voz aguda– tomaré toda la responsabilidad sobre mí… Hasta les daré mi hijo… Pero ¿no valdría más dejarlo todo como está? En fin, haz lo que quieras…
Y volviéndose de espaldas a su cuñado a fin de que éste no lo pudiese ver, se sentó en una silla cerca de la ventana. Sentía una gran amargura y una profunda vergüenza, pero junto con aquella vergüenza y aquella amargura, se sentía enternecido y gozoso por su propia humildad tan elevada.
–Créeme, Alexis Alexandrovich, Anna apreciará mucho tu bondad. Pero se ve que ésta era la voluntad divina –añadió. Y una vez que hubo dicho tales palabras, se dio cuenta de que eran una tontería, y apenas pudo contener una sonrisa pensando en su propia necedad.
Alexis Alexandrovich quiso contestar, pero las lágrimas se lo impidieron.
–Es una desgracia inevitable y hay que aceptarla. Acéptala como un hecho consumado, procurando ayudar a Anna y ayudarte a ti mismo –dijo Esteban Arkadievich.
Cuando salió de la habitación de su cuñado, estaba profundamente conmovido, pero ello no le impedía sentirse alegre por haber logrado resolver aquel asunto, pues tenía el convencimiento de que Karenin no rectificaría sus palabras.
A su satisfacción se unía el pensamiento de que, cuando el asunto quedara terminado, podría decir a su mujer y a los amigos: «¿En qué nos diferenciamos un mariscal y yo? En que el mariscal dirige la parada de la guardia, sin beneficio de nadie y yo he conseguido un divorcio en beneficio de tres».
O bien: «¿En qué nos parecemos un mariscal y yo? En que …».
« ¡Bah! Ya se me ocurrirá algo mejor», se dijo Oblonsky, sonriendo.

CUARTA PARTE – Capítulo 23
La herida de Vronsky era peligrosa y, aunque la bala no había alcanzado el corazón, el herido estuvo varios días luchando entre la vida y la muerte.
Cuando pudo hablar por primera vez, únicamente Varia, la mujer de su hermano, estaba junto al lecho.
–Varia: –dijo él, mirándola con gravedad– el arma se me disparó por un descuido. Te ruego que no me hables nunca de esto. Y dilo a todos así. Otra cosa sería demasiado estúpida.
Varia, sin contestarle, se inclinó hacia él y le miró a la cara con una sonrisa de contento. Los ojos de Vronsky eran ahora claros, sin fiebre, pero en ellos se dibujaba una expresión severa.
–¡Gracias a Dios! –exclamó Varia– ¿Te duele algo?
Y Vronsky indicaba el pecho.
–Un poco aquí.
–Voy a anudarte mejor la venda.
Vronsky, en silencio, apretando con fuerza las recias mandíbulas, la miraba mientras ella le arreglaba el vendaje. Cuando terminó, Vronsky dijo:
–Oye: no deliro. Y te ruego que procures que, cuando se hable de esto, no se diga que disparé deliberadamente.
–Nadie lo dice. Pero espero que no vuelvas a tener un descuido –repuso ella con interrogativa sonrisa.
–No lo haré, probablemente, pero más habría valido que… Y Vronsky sonrió con tristeza.
Pese a tales palabras y a la sonrisa que tanto asustara a Varia, cuando la inflamación cesó, el herido, reponiéndose, se sintió libre de una parte de sus penas.
Con lo que había hecho, parecíale haber borrado parcialmente la vergüenza y la humillación que experimentara antes. Ahora podía pensar con más serenidad en Alexis Alexandrovich, de quien reconocía toda la grandeza de alma sin sentirse, sin embargo, rebajado por ella. Podía además, mirar a la gente a la cara sin avergonzarse, reanudar su habitual género de existencia, vivir con arreglo a sus costumbres.
Lo único que no podía arrancar de su alma, a pesar de que luchaba constantemente contra este sentimiento que le sumía en la desesperación, era el haber perdido a Anna.
Ahora, expiaba su falta ante Karenin, estaba, es verdad, firmemente resuelto a no interponerse nunca entre la esposa arrepentida y su marido; pero no podía arrancar de su alma la pena de haber perdido su amor; no podía borrar de su memoria los momentos pasados con Anna, que antes apreciara en tan poco, y cuyo recuerdo lo perseguía ahora incesantemente.
Serpujovskoy le había buscado un destino en Tachkent y Vronsky lo había aceptado sin la menor vacilación. Pero, a medida que se acercaba el momento de partir, tanto más penoso le resultaba el sacrificio que ofrecía a lo que consideraba su deber.
La herida quedó curada. Empezó a salir y a realizar sus preparativos de viaje a Tachkent.
«Quiero verla una vez y luego desaparecer, morir…», pensaba Vronsky, mientras hacía sus visitas de despedida.
Expresó aquel pensamiento a Betsy. Ésta lo transmitió a Anna y volvió con una respuesta negativa.
«Tanto mejor», se dijo Vronsky, al saberlo. «Era una debilidad que habría consumido mis últimas fuerzas.»
Al día siguiente, por la mañana, Betsy fue a su casa y le manifestó que había recibido por Oblonsky la afirmación de que Karenin entablaba el divorcio. Y por tanto, Vronsky podía ver a Anna.
Olvidándose incluso de acompañar a Betsy hasta la puerta, olvidándose de todas sus resoluciones, sin preguntar cuándo podía visitarla ni dónde estaba el marido, Vronsky se dirigió inmediatamente a casa de los Karenin.
Subió corriendo la escalera, sin ver nada ni a nadie y con paso rápido, conteniéndose para no seguir corriendo, pasó a la habitación de Anna.
Sin reflexionar, sin mirar si había o no alguien en la habitación, Vronsky la estrechó contra su pecho y cubrió de besos su rostro, manos y garganta.
Anna estaba preparada para recibirle y había pensado en lo que le debía decir, pero no tuvo tiempo para decirle nada de lo que había pensado. La pasión de él la arrebató. Habría querido calmarse, pero era tarde ya. El mismo sentimiento de Vronsky se le había transferido a ella. Sus labios temblaban y durante largo rato no pudo hablar.
–Te has adueñado de mí… Soy tuya… –murmuró al fin, oprimiéndole el pecho con las manos.
–Tenía que ser así. –respondió Vronsky– Mientras vivamos, tiene que ser así. Ahora lo comprendo.
–Es verdad. ––dijo Anna, palideciendo cada vez más y besándole la cabeza– Pero de todos modos, esto, después de lo sucedido, es terrible.
–Todo pasará… ¡Todo pasará y seremos felices! Nuestro amor, después de todo eso, ha crecido, si cabe, por terrible que sea –afirmó Vronsky, alzando la cabeza y mostrando al sonreír, sus fuertes dientes.
Y Anna no pudo contestarle ni con palabras ni con una sonrisa, sino con la expresión amorosa de sus ojos. Luego tomó la mano de Vronsky e hizo que le acariciase sus mejillas frías y sus cabellos cortados.
–Con el cabello corto no pareces la misma… Te encuentro guapa; pareces una niña… Pero ¡qué pálida estás!
–Me siento muy débil –respondió Anna sonriendo. Y sus labios temblaron otra vez.
–Iremos a Italia y allí te repondrás –dijo él.
–¿Es posible que vivamos juntos, como esposos, formando una familia? –repuso Anna, mirándole muy de cerca a los ojos.
–Lo único que me extraña es que antes haya sido posible lo contrario ––contestó Vronsky.
–Stiva dice que «él» consiente en todo, pero no puedo aceptar su magnanimidad. –indicó Anna, mirando a otro lado, melancólicamente– No quiero el divorcio. Todo me da igual. Sólo me preocupa lo que va a decidir respecto a Sergio.
Vronsky no comprendía que, aun en aquella entrevista, Anna pensase en su hijo y en el divorcio… ¿Qué le importaba todo aquello?
–No hables de eso, ni lo pienses ––dijo atrayendo hacia sí la mano de su amada para que se ocupase sólo de él. Pero Anna no lo miraba.
–¿Por qué no habré muerto? Habría sido mejor. –dijo ella– Y lágrimas silenciosas corrieron por sus mejillas. Mas se sobrepuso y procuró sonreír para no entristecerlo.
Según las antiguas ideas de Vronsky, renunciar al puesto de ventaja y peligro que le ofrecían en Tachkent era vergonzoso e imposible. Pero ahora renunció a él sin un titubeo y, notando que en las altas esferas lo desaprobaban, pidió el retiro.
Un mes más tarde, Anna y Vronsky marchaban al extranjero. Karenin quedó solo en su casa con su hijo.
Había renunciado al divorcio para siempre.

TÉ DE LÁGRIMAS – UN CUENTO PARA DESPEDIR, JUNTOS, EL DÍA DEL PADRE

domingo, junio 16th, 2013

En mi casa natal, mi madre me contaba cuentos a la hora del baño y mi padre me los leía para irme a dormir. En mi nueva familia nuclear, la que formé con mi compañero y mis hijos, la tradición se mantiene. Les dejo, a los papás, para cerrar este día, un cuento precioso de la serie de Arnold Lobel «Buho en casa».

TÉ DE LÁGRIMAS

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Búho tomó la tetera de la alacena.
«Esta noche voy a hacer el té de lágrimas», dijo.
Puso la tetera en su regazo.
«Ahora», dijo Búho, «voy a comenzar.»

Búho se sentó muy quieto.
Empezó a pensar en cosas muy tristes.
«Las sillas con las patas rotas», dijo Búho.
Sus ojos empezaron a aguarse.

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«Canciones que no pueden ser cantadas», dijo Búho,
«porque se han olvidado las palabras.»
Búho comenzó a llorar.
Una gran lágrima rodó y cayó en la tetera.

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«Cucharas que cayeron detrás del horno
y nunca volvieron a verse», dijo Búho.

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Más lágrimas cayeron en la tetera.
«Libros que no pueden ser leídos», dijo Búho,
«porque se han arrancado algunas páginas.»

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«Relojes que se han detenido», dijo Búho,
«sin nadie cerca para darles cuerda.»
Búho estaba llorando.
Muchas lágrimas grandes cayeron en la tetera.
«Mañanas que nadie vio
porque todos estaban durmiendo», sollozó Buho.

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«Puré de papas dejado en un plato», lloró,
«porque nadie quería comerlo.
Y lápices que son demasiado cortos para ser usados».

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Búho pensó en muchas otras cosas tristes.
Lloró y lloró.

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Pronto, la tetera se llenó de lágrimas.

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«Listo», dijo Búho.
«¡Ya está!»
Búho dejó de llorar.
Puso la tetera a hervir para el té.
Mientras llenaba su taza, Búho estaba feliz.
«El sabor es un poco salado», dijo,
«pero el té de lágrimas siempre es bueno.»

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FIN

Disfrutemos de lo que tenemos mientras esté allí. La niñez pasa muy rápido; disfrutemos de nuestros niños. Los padres, a veces, también se van muy rápido; disfrutemos de nuestros padres. Y no tengamos miedo de llorar, de vez en cuando, que el llanto libera. Buenas noches, dachas queridas.

ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 17, 18, 19 Y 20

domingo, junio 16th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 17
Recordando sin querer la impresión de las conversaciones que sostuviera durante la comida y después de ella, Alexis Alexandrovich volvió a la solitaria habitación del hotel.
Las palabras de Dolly respecto al perdón no le produjeron sino un sentimiento de pesar. Aplicar o no a su caso las normas cristianas era cosa ardua de la que no podía hablarse superficialmente. Y la cuestión estaba resuelta por él hacía tiempo.
De todo lo que allí se dijera, lo que más impresión le había producido fueron las palabras del ingenuo y bondadoso Turovzin: «Se portó como un hombre: le desafió y le mató». Evidentemente, todos compartían tal opinión, aunque no la expresaban por delicadeza.
«En fin: es cosa resuelta; no hay que pensar más en ello», se dijo.
Y, meditando en su futuro viaje y en el asunto que iba a estudiar, entró en su cuarto y preguntó al conserje por su criado, que lo acompañaba, El conserje contestó que el criado había salido hacía ya algún rato. Alexis Alexandrovich ordenó que le sirviesen té, se sentó a la mesa y tomó la guía de ferrocarriles para estudiar el itinerario de su viaje.
–Hay dos telegramas. –dijo el criado cuando volvió y entró en la habitación– Pido perdón a vuestra excelencia por haberme tomado la libertad de salir un momento.
Alexis Alexandrovich cogió los despachos y los abrió. El primero contenía la noticia de haber sido designado Stremov para un cargo ambicionado por Karenin. Tiró el telegrama, se sonrojó e, incorporándose, comenzó a pasear por la habitación.
«Quos vult perdere Jupiter dementat prius», se dijo incluyendo en el tal quos a las personas que habían favorecido el nombramiento.
No sólo le disgustaba el hecho de que le dejaran de lado, sino que le extrañaba y no comprendía que no viesen todos que cualquier otro habría servido mejor que aquel charlatán de Stremov para semejante cargo. ¿Cómo no comprendían que trabajaban para su propia ruina, que perjudicaban su propio prestigio con aquel nombramiento?
«Será algo por el estilo», se dijo con amargura al coger el segundo telegrama. Era de su mujer. La palabra «Anna» trazada con el lápiz azul de telégrafos fue lo primero que hirió su vista. «Anna», leyó. Y luego: « Me muero. Pido, suplico venga. Perdonada, moriré más tranquila». Karenin sonrió con desdén y tiró el telegrama. Así, al primer momento, no le cabía duda alguna de que se trataba de una argucia, de un engaño. «No se detiene ante ningún embuste. Pero va a dar a luz. Quizá padezca una fiebre puerperal. Y, ¿qué fin persigue? Que yo reconozca al niño, que me comprometa y no plantee el divorcio», pensaba. «Pero ahí dice: «Me muero»…»
Volvió a leer el telegrama y, de pronto, el sentido directo de lo que en él estaba escrito le sorprendió.
«¿Y si fuera cierto?», se preguntó. «¿Y si es verdad que en un momento de dolor, ante la muerte próxima, se arrepiente sinceramente y yo, considerándolo un engaño, me niego a acudir…? No sólo sería cruel y todos me condenarían por ello, sino que resultaría necio por mi parte…»
–Pida el coche, Pedro. Me voy a San Petersburgo –dijo al criado.
Había decidido ir a San Petersburgo y ver a su esposa. Si la enfermedad era un engaño, se marcharía sin decir nada. Si estaba efectivamente enferma y quería verlo antes de morir, la perdonaría, de hallarla viva; y si llegaba tarde, cumpliría los últimos deberes para con ella.
Durante el camino no pensó más en lo que debía hacer.
Al día siguiente, con un sentimiento de fatiga y de desaseo corporal, como consecuencia de la noche pasada en el vagón, Alexis Alexandrovich avanzaba en coche, entre la neblina matinal de San Petersburgo, por la Avenida Nevsky, desierta a aquella hora, mirando ante sí, sin pensar en lo que le esperaba. No podía reflexionar en ello, porque, al calcular lo que podría ocurrir, no lograba alejar de sí la idea de que la muerte de Anna resolvería las dificultades de su situación.
Pasaban ante sus ojos las tiendas cerradas, los panaderos, los cocheros nocturnos, los ayudantes de los porteros que barrían las aceras. Miraba todo aquello procurando apagar en su interior el pensamiento de lo que le esperaba y de lo que no osaba desear y, a pesar de todo, deseaba.
Llegó a la puerta de su casa. Un coche de alquiler y otro particular, con el cochero dormido, estaban junto a la escalera.
Al entrar en el portal, Karenin pareció como si sacara del lugar más recóndito de su cerebro la decisión tomada y consultó con ella. En su decisión estaba escrito que de haber engaño, se marcharía conservando un sereno desdén y, de ser verdad, guardaría las apariencias.
El portero abrió antes de que Alexis Alexandrovich llamara. El portero Petrov, a quien llamaban Kapitonich, tenía hoy un aspecto muy extraño. Vestía una levita vieja, no llevaba corbata a iba en pantuflas.
–¿Cómo está la señora?
–Ayer dio a luz felizmente.
Alexis Alexandrovich se detuvo y palideció. Y sólo ahora comprendió que deseaba con toda su alma que Anna muriese.
–¿Y de salud?
Korvey, con su delantal de mañana, bajaba corriendo la escalera.
–Muy mal. –contestó– Ayer hubo consulta de médicos. El doctor está ahora en casa.
–Suban el equipaje –ordenó Karenin.
Y, sintiendo cierto alivio al saber que existía aún la posibilidad de la muerte, entró en el recibidor. En el perchero había un capote militar. Karenin, viéndolo, preguntó:
–¿Quién está en casa?
–El médico, la comadrona y el príncipe Vronsky.
Alexis Alexandrovich pasó a las habitaciones interiores.
En el salón no había nadie. Al oír el rumor de sus pasos, la comadrona, tocada con una cofia de cintas color lila, salió del cuarto de Anna. Se acercó a Karenin y con la familiaridad que da la inminencia de la muerte, le tomó por el brazo y lo llevó a la alcoba.
–¡Gracias a Dios que ha llegado! No hace más que hablar de usted ––dijo la mujer.
–¡Traed hielo en seguida! –pidió desde la alcoba la voz autoritaria del médico.
Alexis Alexandrovich entró en el gabinete de Anna. Junto a la mesa, sentado de lado en una silla baja, Vronsky, con el rostro oculto entre las manos, lloraba. Al oír la voz del médico, saltó de la silla, apartó las manos de su rostro y vio a Karenin. Al verlo ante sí, quedó tan confundido que se sentó otra vez, hundiendo la cabeza entre los hombros como si quisiera desaparecer. Poco después, sobreponiéndose, se levantó y dijo:
–Se muere. Los médicos dicen que no hay salvación. Estoy a su disposición en todo, pero permítame quedarme aquí… Al fin y al cabo… es su voluntad… y yo…
Karenin, al ver las lágrimas de Vronsky, se sintió invadido por aquel desconcierto espiritual que le producía siempre el aspecto del sufrimiento. Sin terminar de escuchar las palabras de Vronsky, cruzó precipitadamente el umbral de la alcoba.
Desde el cuarto llegaba la voz de Anna y su voz era animada, alegre, con una entonación muy definida.
Alexis Alexandrovich entró y se acercó al lecho. Anna yacía en él con el rostro vuelto hacia su marido. Sus mejillas ardían, sus ojos brillaban, las pequeñas y blancas manos salían de las mangas de la camisola y jugaban con las puntas de las sábanas retorciéndolas.
No sólo parecía gozar de lozanía y buena salud, sino hallarse en excelente estado de ánimo. Hablaba deprisa, en voz alta, con inflexiones muy precisas y llenas de sentimiento.
–Alexis… Me refiero a Alexis Alexandrovich… ¡Qué extraño y terrible sino que los dos se llamen Alexis!, ¿verdad? Pues Alexis no me lo rehusaría. Yo lo habría olvidado todo y él me perdonaría. ¿Por qué no viene? Es bueno, aunque él mismo no sabe que lo es. ¡Dios mío, qué pena! Denme agua… ¡Pronto! Pero esto será malo para ella, para mi niña. Bueno, entonces llévenla a la nodriza. Sí: estoy conforme, valdrá más… Cuando él llegue se disgustará viéndola. Llévensela…
–Ya ha llegado, Anna Arkadievna. Está aquí ––dijo la comadrona, tratando de llamar la atención de Anna sobre su marido.
–¡Qué tonterías! –continuaba ella, sin verle– Denme, denme la niña. ¡No ha llegado aún! Dice usted que no me perdonará, porque no lo conoce… Nadie lo conocía, únicamente yo… Y me daba pena. ¡Oh, sus ojos! Sergio tiene los ojos como él; por eso no quiero mirárselos… ¿Han dado de comer a Sergio? Estoy segura de que van a olvidarlo… Y él no lo habría olvidado. Hay que trasladar a Sergio a la alcoba del rincón y decir a Mariette que duerma allí.
De pronto, Anna se hizo un ovillo y con temor, cual si esperase un golpe, se cubrió con las manos la cara, como para defenderse. Había visto a su marido.
–¡No, no! –exclamó– No la temo, no temo la muerte. Acércate, Alexis. Hice que te apresuraras porque tengo poco tiempo… poco tiempo de vida… En seguida vendrá la fiebre y no comprenderé nada. Pero ahora lo entiendo todo y todo lo veo.., En el rostro arrugado de Alexis Alexandrovich se dibujo una expresión de sufrimiento. Cogió la mano de Anna y trató de decirle algo, pero no pudo pronunciar una sola palabra. Su labio inferior temblaba. Luchaba con su emoción y sólo de vez en cuando miraba a su esposa. Y cada vez que lo hacía, veía los ojos de ella mirándole con tanta suavidad y dulzura como nunca lo había mirado.
–Espera, no sabes… Espera, espera… –y Anna se interrumpió como para concentrar sus ideas– Sí, sí, sí… –empezó– es lo que quería decirte. No te extrañe, soy la misma de siempre… Pero dentro de mí hay otra y le temo. Es esa otra la que amó a aquel hombre y trataba de odiarte, sin poder olvidar la que antes había sido. Pero aquélla no era yo. Ahora soy la verdadera, soy yo misma… toda yo… Me muero, ya lo sé, puedes preguntarlo… Siento un peso en los brazos, las piernas, los dedos… ¡Mira qué dedos tan enormes! Pero todo esto va a acabar pronto. Sólo necesito una cosa: que me perdones, que me perdones sin reservas. Soy muy mala… El aya me decía que una santa mártir… ¿cómo se llamaba? era peor aún… Quiero ir a Roma; allí hay un desierto… No quiero estorbar a nadie. Sólo llevaré conmigo a Sergio y a la niña. ¡No, no puedes perdonarme!… ¡Yo ya sé que esto no se puede perdonar! No… no, vete… eres demasiado bueno…
Con una de sus ardientes manos, Anna retenía la de su marido mientras lo rechazaba con la otra.
La turbación de Karenin aumentaba de instante en instante y llegó a un grado tal que desistió de luchar. Y de pronto sintió que lo que siempre consideraba como un desconcierto espiritual, era, por el contrario, un estado de ánimo tan venturoso que le daba una nueva felicidad antes desconocida. No pensó en que la doctrina cristiana, que él practicaba, le ordenaba perdonar y amar a sus enemigos; pero ahora el sentimiento de amarlos y perdonarlos le colmaba el alma. Permanecía arrodillado, con la cabeza apoyada sobre la articulación de uno de los brazos de su mujer, que le quemaba como fuego a través de la camisola y lloraba como un niño.
Anna abrazó su cabeza, que empezaba a perder el cabello, se acercó a él y con audaz orgullo levantó la mirada.
–¡Así es él!, ¿lo veis? ¡Ya lo sabía yo! Y ahora, ¡adiós todos, adiós! ¿Para qué han venido todos esos? ¡Que se marchen! Pero, ¡sacadme esas mantas!
El médico separó sus manos, la recogió cuidadosamente en las almohadas y tapó sus hombros. Ella, obediente, se inclinó y miró ante sí con los ojos radiantes.
–Recuerda una cosa… que sólo deseaba tu perdón… No pido más… ¿Por qué no viene él? –y miraba a la puerta del cuarto donde estaba Vronsky– Acércate, acércate y dale la mano.
Vronsky se acercó a la cama, contempló a Anna y se cubrió el rostro con las manos.
–¡Descúbrete la cara y míralo: es un santo! ––dijo Anna– ¡Descúbrete la cara! –repitió con irritación– ¡Alexis Alexandrovich, descúbrele la cara! ¡Quiero verle!
Karenin separó las manos de Vronsky de su rostro, que resultaba terrible por la expresión de pena y vergüenza que transparentaba.
–Dale la mano. Perdónalo.
Alexis Alexandrovich dio la mano a Vronsky sin reprimir ya las lágrimas que acudían a sus ojos.
–¡Gracias a Dios, gracias a Dios! Ahora todo está arreglado. Quiero estirar un poco las piernas… Así, así estoy bien… ¡Con qué mal gusto han sido pintadas esas flores! No se parecen en nada a las violetas de verdad ––dijo, señalando los papeles pintados que cubrían las paredes de la habitación–. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Cuándo terminará esto? Denme morfina. Doctor: déme morfina. ¡Ay, Dios mío, Dios mío!
Y se agitaba en el lecho.
El médico de cabecera y los otros doctores decían que aquello era una fiebre puerperal de la cual el noventa y nueve por ciento de los casos terminan en la muerte. Todo el día lo había pasado Anna con fiebre, delirio y frecuentes desvanecimientos. A medianoche la enferma había perdido el conocimiento y estaba casi sin pulso.
Esperaban el fin de un momento a otro.
Vronsky se fue a su casa. Por la mañana acudió para saber cómo seguía la enferma. Karenin, hallándolo en el recibidor, le dijo:
–Quédese; quizá ella pregunte por usted.
Y él mismo lo acompañó al gabinete de su esposa.
Por la mañana, Anna entró de nuevo en un período de exaltada animación, de conversación rápida y agitada que terminó de nuevo en un desvanecimiento.
El tercer día el hecho se repitió y los médicos dijeron que empezaba a haber esperanzas.
Este día Karenin se dirigió al gabinete donde estaba Vronsky, cerró la puerta y se sentó frente a él.
–Alexis Alexandrovich, –dijo Vronsky, comprendiendo que llegaba el momento de las explicaciones– no puedo ni hablar. No sabría hacerme cargo de las cosas. ¡Tenga piedad de mí! Por terrible que sea para usted esta situación, créame, lo es todavía más para mí.
E hizo ademán de levantarse. Pero Karenin lo sujetó por el brazo y le dijo:
–Le ruego que me escuche; es necesario. He de manifestar los sentimientos que me han guiado y me guían para que usted no se llame a engaño respecto a mí. Usted sabe que opté por el divorcio y que incluso había iniciado este asunto. No le ocultaré que antes de entablar la demanda vacilé y sufrí mucho. Confieso que me atormentaba el deseo de vengarme, de hacerles daño a usted y a ella. Cuando recibí el telegrama, llegué con iguales sentimientos. Más diré: he deseado la muerte de Anna. Pero…
Alexis Alexandrovich calló un momento, reflexionando si debía o no abrirle su corazón.
–Pero la vi y la perdoné. Y la felicidad que experimenté perdonándola me indicó mi deber. He perdonado sin reservas, sincera y plenamente. Quiero ofrecer la mejilla izquierda al que me ha abofeteado la derecha. Quiero dar la camisa al que me quita el caftán. Sólo pido a Dios que no me quiten la dicha de perdonar.
Las lágrimas llenaban sus ojos. Su mirada lúcida y serena sorprendió a Vronsky.
–Mi decisión está tomada. Puede usted pisotearme en el barro, hacerme objeto de irrisión ante el mundo; pero no abandonaré a Anna y no le dirigiré jamás a usted una palabra de reproche. –continuó Alexis Alexandrovich– Mi obligación se me aparece ahora con claridad: debo permanecer al lado de mi esposa y permaneceré. Si ella desea verlo, le avisaré, pero ahora me parece mejor que usted se vaya…
Karenin se levantó y los sollozos ahogaron sus últimas palabras.
Vronsky se levantó también y, medio encorvado, miraba con la frente baja a Alexis Alexandrovich. No comprendía los sentimientos de aquel hombre, pero adivinaba que eran muy elevados, incluso inaccesibles para él.

CUARTA PARTE – Capítulo 18
Después de su conversación con Karenin, Vronsky salió a la escalera y se detuvo, sin darse cuenta de dónde estaba ni a dónde debía ir.
Se sentía avergonzado, culpable, humillado y sin posibilidades de lavar aquella humillación. Se veía lanzado fuera del camino que siguiera hasta entonces tan fácilmente y con tanto orgullo. Sus costumbres y reglas de vida, que siempre creyera tan firmes, se convertían de pronto en falsas e inaplicables.
El marido engañado, que hasta aquel momento le pareciera un ser despreciable, un estorbo incidental –y un tanto ridículo– de su dicha, era elevado de pronto por la propia Anna a una altura que inspiraba el máximo respeto, apareciendo repentinamente, no como malo, o falso, o ridículo, sino como bueno, sencillo y lleno de dignidad.
Vronsky no podía dejar de reconocerlo. Sus papeles respectivos, súbitamente, habían cambiado. Vronsky veía la elevación del otro y su propia caída; comprendía que Karenin tenía razón y él no. Tenía que admitir que el marido mostraba grandeza de alma hasta en su propio dolor y que él era bajo y mezquino en su engaño.
Pero esta conciencia de su inferioridad ante el hombre que antes despreciara injustamente, constituía la parte mínima de su pena. Se sentía incomparablemente más desgraciado ahora, porque su pasión por Anna, que últimamente parecíale que empezaba a enfriarse, ahora, al saberla perdida, se hacía más fuerte que nunca.
La vio durante toda su enfermedad tal como era, leyó en su alma y le pareció que nunca hasta entonces la había amado. Y ahora, precisamente ahora, cuando la conocía bien, quedaba humillado ante ella y la perdía, dejándole de él sólo un recuerdo vergonzoso. Lo más terrible de todo fue su posición humillante y ridícula cuando Karenin separó sus manos de su rostro avergonzado.
De pie en la escalera de la casa de los Karenin, Vronsky no sabía qué hacer.
–¿Mando buscar un coche? –le preguntó el portero.
–Sí… un coche.
Una vez en casa, fatigado después de las tres noches que llevaba sin dormir, Vronsky se tendió boca abajo en el diván apoyándose sobre los brazos. Le pesaba la cabeza. Los más extraños recuerdos, pensamientos e imágenes se superponían con extraordinaria rapidez y claridad: ora la poción que daba a la enferma y de la que llenó en exceso la cuchara; ora las manos blancas de la comadrona; ora la extraña actitud de Karenin arrodillado ante el lecho.
«Quiero dormir y olvidar», se dijo con la tranquila convicción de un hombre sano, seguro de que si resuelve dormirse lo conseguirá inmediatamente.
Y, en efecto, en aquel mismo instante todo se confundió en su cerebro y comenzó a hundirse en el precipicio del olvido. Las olas del mar de la vida comenzaban en su inconsciencia a cerrarse sobre su cabeza, cuando de repente pareció como si la descarga de una fuerte corriente eléctrica atravesara su cuerpo.
Se estremeció de tal modo que hasta dio un salto sobre los muelles del diván y, al buscar un punto de apoyo, quedó de rodillas, asustado. Tenía los ojos muy abiertos y parecía que no hubiera llegado a dormirse. La pesadez de cabeza y la flojedad muscular que sintiera un momento antes desaparecieron repentinamente.
«Puede usted pisotearme en el barro…»
Oía las palabras de Alexis Alexandrovich y lo veía ante sí; veía el rostro febril y ardiente de Anna, con sus ojos brillantes, que miraban con amor y dulzura, no a él, sino a Alexis Alexandrovich; veía su propia figura, estúpida y ridícula, como sin duda había aparecido en el momento en que Karenin le apartara las manos del rostro.
Estiró las piernas de nuevo, se acomodó sobre el diván en la misma postura de antes y cerró los ojos. «Quiero dormir, dormir…», se repitió. Pero con los ojos cerrados veía el rostro de Anna más claramente aún, tal como lo tenía en la tarde memorable, para él, de las carreras.
«Esos días no volverán más, nunca mis… Ella quiere borrarlos de su recuerdo. ¡Y yo no puedo vivir sin ellos! ¿Cómo reconciliarnos, cómo?», pronunció Vronsky en voz alta, y repitió varias veces aquellas palabras inconscientemente. Haciéndolo, impedía que se presentasen los nuevos recuerdos e imágenes que le parecía sentir acumularse en su mente. Pero la repetición de aquellas palabras sólo pudo contener por un breve instante el vuelo de su imaginación. De nuevo aparecieron en su mente, uno tras otro, con extrema rapidez, los momentos felices y junto con ellos su reciente humillación.
«Apártale las manos», decía la voz de Anna. Alexis Alexandrovich se las apartaba y sentía la expresión ridícula y humillante de su propio rostro.
Continuaba tendido en el diván, tratando de dormir, aunque estaba convencido de que no lo conseguiría y repetía en voz baja las palabras de cualquier pensamiento casual, intentando evitar así que aparecieran nuevas imágenes. Prestaba atención y oía el murmullo extraño, enloquecedor, de las palabras que iba repitiendo:
«No supiste apreciarla, no has sabido hacerte valer, no supiste apreciarla, no has sabido hacerte valer…»
«¿Qué es esto?», se preguntó. «¿Es que me estoy volviendo loco? Puede ser… ¿Por qué enloquece la gente y por qué se suicida sino por esto?», se contestó.
Abrió los ojos, vio junto a su cabeza el almohadón bordado obra de Varia, la esposa de su hermano. Tocó el borlón de la almohada y se esforzó en recordar a Varia, queriendo precisar cuándo la había visto por última vez. Pero cualquier esfuerzo por pensar le era doloroso. «No; debo dormirme», decidió. Acercó el almohadón de nuevo y apoyó la cabeza en él y procuró cerrar los ojos, cosa que no podía conseguir sino con gran esfuerzo. Se levantó de un salto y se sentó.
«Eso ha terminado para mí», pensó. «Debo reflexionar en lo que me conviene hacer. ¿Qué me queda?» Y su pensamiento imaginó rápidamente todo lo que sería su vida, separado de Anna. «¿La ambición, Serpujovskoy, el gran mundo, la Corte?» No pudo fijar el pensamiento en nada. Todo aquello tenía importancia antes, pero ahora carecía de ella por completo.
Se levantó del diván, se quitó la levita, se aflojó el cinturón y, descubriendo su velludo pecho, para poder respirar con más facilidad, comenzó a pasear por la habitación. «Así se vuelve loca la gente», repitió, «y así se suicidan los hombres… para no avergonzarse…», añadió lentamente.
Se acercó a la puerta y la cerró. Luego, con la mirada fija y los dientes apretados, se acercó a la mesa, cogió el revólver, lo examinó, volvió hacia él el cañón cargado y se sintió invadido por una profunda tristeza. Como cosa de dos minutos, permaneció inmóvil y pensativo, con el revólver en la mano, la cabeza baja y en el rostro la expresión de un inmenso esfuerzo de concentración mental.
«Está claro», se dijo, como si el curso de un pensamiento lógico, nítido y prolongado le hubiese llevado a una conclusión indudable. En realidad, aquel «está claro» sólo fue para él la consecuencia de la repetición de un mismo círculo de recuerdos a imágenes que pasaran por su mente decenas de veces en aquella hora. Eran los mismos recuerdos de su felicidad, perdida para siempre, la misma idea de que todo carecía de objeto en su vida futura, la misma conciencia de su humillación. Era siempre una sucesión idéntica de las mismas imágenes y sentimientos. «Está claro», repitió cuando su cerebro hubo recorrido por tercera vez el círculo mágico de recuerdos y pensamientos.
Y aplicando el revólver a la parte izquierda de su pecho, con un fuerte tirón de todo el brazo, apretando el puño de repente, Vronsky oprimió el gatillo.
No sintió el ruido del disparo, pero un violento golpe en el pecho lo hizo tambalearse. Trató de apoyarse en el borde de la mesa, soltó el revólver, vaciló y se sentó en el suelo, mirando con sorpresa en torno suyo. Visto todo desde abajo, las patas curvadas de la mesa, el cesto de los papeles y la piel de tigre, no reconocía su habitación.
Oyó los pasos rápidos y crujientes de su criado cruzando el salón y se recobró. Hizo un esfuerzo mental, comprendió que estaba en el suelo y, al ver la sangre en la piel de tigre y en su brazo, recordó que había disparado sobre sí mismo.
«¡Qué estupidez! No apunté bien», murmuró, buscando el arma con la mano. El revólver estaba a su lado, pero él lo buscaba más lejos. Continuando su búsqueda, se estiró hacia el lado opuesto, no pudo guardar el equilibrio y cayó desangrándose.
El elegante criado con patillas, que más de una vez se había quejado ante sus amigos de la debilidad de sus nervios, se asustó tanto al ver a su señor tendido en el suelo que corrió a buscar ayuda, dejándolo, entre tanto, perder más y más sangre.
Al cabo de una hora llegó Varia, la mujer del hermano de Vronsky, y con ayuda de tres médicos, a los que envió a buscar a distintos sitios y que llegaron todos a la vez, instaló al herido en el lecho y se quedó en su casa para cuidarle.

CUARTA PARTE – Capítulo 19
La equivocación cometida por Alexis Alexandrovich consistía en que, al prepararse a ver a su mujer, no pensó en la posibilidad de que su arrepentimiento pudiera ser sincero, de que él la perdonara y ella no muriese.
Dos meses después de su vuelta de Moscú, aquel error se le presentó en toda su crudeza. La equivocación no había consistido sólo en no prever tal posibilidad, sino también en no haber conocido su propio corazón antes del día en que había visto a su mujer moribunda.
Junto al lecho de la enferma se entregó por primera vez en su vida al sentimiento de humillada compasión que despertaban siempre en él los sufrimientos ajenos y del que se avergonzaba como de una perjudicial debilidad.
La compasión por Anna, el arrepentimiento de haber deseado su muerte y sobre todo la alegría de perdonar, hicieron que repentinamente sintiera no sólo terminado su sufrimiento, sino, además, una tranquilidad de espíritu nunca experimentada antes. Notaba que, de repente, lo que había sido origen de sus dolores se convertía en origen de la alegría de su alma. Lo que le pareciera insoluble cuando condenaba, reprochaba y odiaba, le resultaba sencillo ahora que perdonaba y amaba.
Perdonaba a su mujer, compadeciéndola por sus pesares y por su arrepentimiento. Perdonaba a Vronsky y lo compadecía, sobre todo después de haberse enterado de su acto de desesperación. Compadecía también a su hijo más que antes. Se reprochaba haberse ocupado muy poco de él hasta entonces; incluso hacia la niña recién nacida experimentaba un sentimiento especial, mezcla de piedad y de ternura.
Al principio atendió sólo a la recién nacida, movido por la compasión hacia aquella niña infeliz, que no era hija suya, que había sido olvidada por todos durante la enfermedad de su madre y que seguramente habría muerto si Karenin no se hubiera ocupado de ella.
Luego, poco a poco, sin darse cuenta, empezó a querer a la pequeña. Muchas veces al día entraba en el cuarto de los niños y allí permanecía sentado largo rato. De modo que la niñera y el aya, al principio, cohibidas en su presencia, se acostumbraron a él insensiblemente.
En ocasiones pasaba hasta media hora mirando la carita rojiza como el azafrán, fofa y aún arrugada, de la pequeña, examinando sus manitas gordezuelas, de dedos crispados, con el dorso de los cuales se frotaba los ojos y el arranque de la nariz.
Alexis Alexandrovich se sentía más sereno que nunca en aquellos momentos; estaba en paz consigo mismo; no veía nada de extraordinario en su situación ni creía que tuviera que cambiarla para nada, Pero, a medida que pasaba el tiempo, iba reconociendo con claridad que, por muy natural que a él pudiera parecerle tal estado de cosas, los demás no permitirían que quedasen así. Además de la bondadosa fuerza moral que guiaba su alma, había otra tan fuerte, si no más, que guiaba su vida, y esta segunda fuerza no podía darle la tranquilidad pacífica y humilde que deseaba.
Advertía que todos lo miraban con interrogativa sorpresa sin comprenderlo, como esperando algo de él. Y, particularmente, comprobaba la fragilidad y poca consistencia de sus relaciones con su mujer.
Al desvanecerse aquel momento de enternecimiento producido por la proximidad de la muerte, Alexis Alexandrovich comenzó a comprobar que Anna le temía, se sentía inquieta en su presencia y no osaba arrostrar su mirada. Era como si la atormentase el deseo de decirle algo y no se decidiera a decirlo y también como si esperara alguna cosa de él, como si presintiese que aquellas relaciones no podían perdurar de aquel modo.
A finales de febrero, la recién nacida, a quien también llamaron Anna, enfermó. Karenin fue por la mañana al dormitorio, ordenó que se avisase al médico y marchó al Ministerio. Terminadas sus ocupaciones, volvió a casa hacia las cuatro. Al entrar en el salón, vio que el criado, hombre muy arrogante, vestido de librea con una esclavina de piel de oso, sostenía en las manos una capa blanca de cebellina.
–¿Quién ha venido? –preguntó Karenin.
–La princesa Isabel Fedorovna Tverskaya –contestó el lacayo, sonriendo, según se le figuró a Alexis Alexandrovich.
En aquella dolorosa etapa, Karenin venía observando que sus amistades del gran mundo les trataban ahora, tanto a él como a su mujer, con un interés particular. En todos aquellos amigos descubría una especie de alegría que sólo con dificultad conseguían ocultar, la misma alegría que viera en los ojos del abogado y ahora en los del sirviente. Parecía que todos se hallasen entusiasmados, como preparando la boda de alguien. Cuando encontraban a Alexis Alexandrovich le preguntaban por la salud de Anna, con alegría difícilmente reprimida.
La presencia de la princesa Tverskaya, tanto por los recuerdos que evocaba como por no simpatizar con ella, era desagradable a Karenin.
En la primera de las habitaciones de los niños, Sergio, inclinado sobre la mesa, con los pies sobre una silla, dibujaba, acompañando su propio trabajo de palabras alentadoras. La inglesa que sustituyera a la francesa durante la enfermedad de Anna, estaba sentada junto al niño haciendo labor. Al ver entrar a Karenin se levantó con precipitación, hizo una reverencia y dio un leve empujón a Sergio.
Alexis Alexandrovich acarició la cabeza de su hijo, contestó a las preguntas de la institutriz sobre la salud de su esposa y le preguntó lo que había dicho el médico sobre la pequeña.
–El doctor asegura que no es nada serio y ha recetado baños, señor.
–Pero la niña padece aún –repuso Karenin, oyéndola gemir en la habitación contigua.
–Creo, señor, que esa nodriza no sirve ––dijo osadamente la inglesa.
–¿Por qué lo piensa así? –preguntó él, deteniéndose.
–Lo mismo pasó en casa de la condesa Paul, señor. Se sometió a la criatura a tratamiento y resultó que el niño padecía hambre. La nodriza no tenía bastante leche, señor.
Alexis Alexandrovich quedó pensativo y, tras reflexionar unos momentos, cruzó la puerta.
La niña estaba tendida, volvía la cabecita y se revolvía inquieta entre los brazos de la nodriza, negándose a tomar el enorme pecho que se le ofrecía y a callar, a pesar del doble «¡Chist!» de la nodriza y del aya, inclinadas sobre ella.
–¿No ha mejorado? –preguntó Karenin.
–Está muy inquieta –contestó el aya en voz baja.
–Miss Edward dice que acaso la nodriza no tenga leche suficiente.
–También lo creo yo, Alexis Alexandrovich.
–¿Y por qué no lo decía?
–¿A quién? Anna Arkadievna está enferma aún –dijo el aya con descontento.
El aya servía hacía muchos años en casa de los Karenin. Y hasta en aquellas sencillas palabras creyó Karenin notar una alusión al presente estado de cosas.
La niña gritaba más cada vez, se ahogaba y enronquecía. El aya, moviendo la mano con aire de disgusto, se acercó a la nodriza, cogió en brazos a la criatura y empezó a mecerla, paseando con ella.
–Hay que decir al médico que examine a la nodriza –indicó Karenin.
La nodriza, mujer de saludable aspecto y bien ataviada, sintiéndose temerosa de que la despidiesen, murmuró algo a media voz, mientras ocultaba, con desdeñosa sonrisa, su pecho opulento. Y también en aquella sonrisa vio Alexis Alexandrovich una ironía hacia su situación.
–¡Pobre niña! –dijo el aya, tratando de calmar a la pequeña y continuando su paseo con ella en brazos.
Alexis Alexandrovich se sentó en una silla y con el rostro triste, apenado, miraba al aya pasear por la habitación.
Cuando al fin se calmó la niña y el aya, tras ponerla en la blanda camita y arreglarle la almohada bajo la cabeza, se alejó de ella, Alexis Alexandrovich, penosamente, andando sobre las puntas de los pies, se acercó a la niña. Permaneció en silencio, contemplándola con tristeza. De repente, una sonrisa asomó a su rostro, haciendo moverse sus cabellos y fruncirse la piel de su frente. Luego salió del cuarto sin hacer el menor ruido.
Una vez en el comedor, llamó y ordenó al criado que se había apresurado a acudir, que fuese en seguida a buscar de nuevo al médico.
Sentíase irritado contra su mujer, que se preocupaba tan poco de aquella hermosísima niña. No quería verla en aquel estado de irritación, ni tampoco a la princesa Betsy. Pero como Anna podía extrañarse de que no fuese a su cuarto, hizo un esfuerzo y se dirigió allí.
Al acercarse a la puerta pisando la tupida alfombra, llegaron sin querer a sus oídos las palabras de una conversación que no habría querido escuchar.
–Si él no se marchase, yo comprendería su negativa y la de su marido. Pero Alexis Alexandrovich debe mostrarse por encima de todo esto ––decía Betsy.
–No me niego por mi marido, sino por mí misma –contestó la voz conmovida de Anna.
–No es posible que usted no desee despedirse del hombre que ha querido matarse por usted.
–Por eso mismo no quiero.
Alexis Alexandrovich se detuvo. Su rostro expresaba un temor casi culpable. Trató de alejarse sin ser visto. Pero reflexionando en que aquello sería poco noble, volvió sobre sus pasos, tosió y avanzó hacia la alcoba.
Las voces callaron; él entró. Anna estaba sentada en el sofá, envuelta en una bata gris, con los cabellos negros, recién cortados, formando una espesa maraña sobre su cabeza ovalada.
Como siempre que veía a su marido, su animación desapareció de repente. Bajó la vista y miró a Betsy con inquietud.
Ésta, vestida a la última moda, con un sombrero colocado sobre su cabeza como una pantalla sobre una lámpara, vistiendo un traje azul rojizo de amplias y llamativas líneas en diagonal trazadas de un lado sobre el corpiño y de otro sobre la falda, estaba sentada junto a Anna, manteniendo erguido el liso busto. Inclinó la cabeza y sonriendo burlonamente, saludó a Karenin.
–¡Oh! –exclamó, como sorprendida– ¡Me alegra mucho hallarlo en casa…! No se lo ve nunca en ninguna parte. Yo no lo he encontrado desde la enfermedad de Anna. Ya lo sé todo, sus cuidados… su… ¡Es usted un esposo admirable! –dijo con tono significativo y afectuoso, como si lo condecorara con la medalla de la bondad por su conducta con su mujer.
Alexis Alexandrovich saludó fríamente y besó la mano de su esposa preguntándole cómo se encontraba.
–Parece que me encuentro mejor –contestó Anna rehuyendo su mirada.
–Pero, por el color encendido de su rostro diría que tiene usted fiebre –dijo Karenin, recalcando la palabra «fiebre».
–Hemos hablado en exceso. –repuso Betsy– Comprendo que esto es demasiado egoísmo por mi parte; me marcho ya.
Se levantó, pero Anna, ruborizándose de repente, la cogió el brazo.
–No, quédese, haga el favor… Debo decirle… Y a usted también… –añadió dirigiéndose a su marido, mientras el rubor se extendía a su frente y a su cuello– No puedo ni quiero ocultarle nada…
Alexis Alexandrovich hizo crujir sus dedos y bajó la cabeza.
–Betsy me ha dicho que el príncipe Vronsky quería visitamos antes de marcharse a Tachkent –Anna hablaba sin mirar a su marido y cuanto más penosos eran sus sentimientos más se apresuraba– Le he dicho que no puedo recibirle.
–Me ha dicho usted, querida amiga, que eso dependía de su esposo –corrigió Betsy.
–Pues no, no puedo recibirle, ni sirve de…
Se interrumpió de pronto y contempló, interrogadora, a su marido, que ahora no la miraba.
–En una palabra, no quiero…
Alexis Alexandrovich, acercándose, trató de cogerle la mano.
Anna, dejándose llevar del primer impulso, retiró su mano de la de su esposo –grande, húmeda y con gruesas venas hinchadas–, que buscaba la suya. Después, haciendo un evidente esfuerzo sobre sí misma, la oprimió.
–Le agradezco mucho su confianza, pero… –repuso Karenin, turbado, comprendiendo con enojo que lo que podía explicar y decir a solas no era posible ante Betsy. Esta se le presentaba en aquel momento como la personificación de aquella fuerza incontrastable que había de guiar su vida a los ojos del gran mundo, estorbándole el que se entregara libremente a sus sentimientos de perdón y de amor.
Se interrumpió, pues, y quedó mirando a la princesa Tverskaya.
–Entonces, adiós, querida –––dijo Betsy levantándose.
Besó a Anna y salió. Karenin la acompañó.
–Alexis Alexandrovich: le tengo por un hombre generoso –dijo Betsy, deteniéndose en el saloncito y apretándole la mano una vez más significativamente– Soy una extraña, pero quiero tanto a Anna y siento tanto respeto por usted, que me permito darle un consejo. Acéptelo. Alexis Vronsky es el honor en persona y ahora se va a Tachkent.
–Le agradezco, Princesa, su interés y sus consejos. Pero la cuestión de a quien reciba o no mi mujer ha de resolverla ella misma.
Habló, según acostumbraba, con dignidad, arqueando las cejas, pero pensó en seguida que, dijera lo que dijese, no podía haber dignidad en su situación. Lo comprobó con la sonrisa contenida, irónica, malévola, con que lo miró Betsy después de haber oído sus palabras.

CUARTA PARTE – Capítulo 20
Karenin se despidió de Betsy en la sala y volvió al lado de su mujer. Anna estaba tendida en el diván, pero al sentir los pasos de su marido recobró precipitadamente su posición anterior y lo miró con temor. Alexis Alexandrovich notó que ella había llorado.
–Te agradezco tu confianza en mí –dijo, repitiendo en ruso lo que dijera ante Betsy en francés. Y se sentó a su lado.
Cuando Karenin hablaba en ruso y la trataba de tú, este «tú» producía en Anna un irresistible sentimiento de irritación.
–Agradezco mucho tu decisión. Creo también que, puesto que se marcha, no hay necesidad alguna de que el príncipe Vronsky venga aquí. De todos modos…
–Sí, ya lo he dicho yo. ¿Para qué insistir? –interrumpió de pronto Anna. «¡No hay ninguna necesidad», pensaba, «de que venga un hombre para despedirse de la mujer a quien ama, por la que quiso matarse, por la que ha deshecho su vida! ¡La mujer que no puede vivir sin él! ¡Y dice que no hay ninguna necesidad!». Anna apretó los labios y puso la mirada de sus ojos brillantes en las manos de Alexis Alexandrovich, con sus venas hinchadas, que en aquel momento se frotaba lentamente una contra otra. –No hablemos más de esto –añadió, más sosegada.
–Te he dejado resolver la cuestión por ti misma y me alegro de que… ––empezó Alexis Alexandrovich.
–De que mi deseo coincida con el suyo –concluyó Anna, molesta de que su marido hablara tan despacio cuando ella sabía bien lo que iba a decirle.
–Sí –afirmó él– Y la princesa Tverskaya hace mal en intervenir en los asuntos de una familia ajena, que son siempre delicados… Sobre todo, ella…
–No creo nada de lo que murmuran de Betsy. –interrumpió precipitadamente Anna– Sólo sé que me quiere sinceramente.
Alexis Alexandrovich suspiró y calló. Anna jugueteaba, inquieta, con las borlas de su bata, mirando a su marido con el doloroso sentimiento de repulsión física que tanto se reprochaba pero que no podía dominar. Ahora no deseaba más que una cosa: verse libre de su desagradable presencia.
–He enviado a buscar al médico –dijo Karenin.
–Me encuentro bien. ¿Para qué necesito al médico?
–La pequeña sigue quejándose y aseguran que la nodriza tiene poca leche.
–¿Por qué no me permitiste que la amamantase cuando te lo rogué? Pero da igual: a la niña la matarán.
Alexis Alexandrovich comprendió muy bien lo que significaba aquel «da igual».
Anna llamó y mandó que le trajesen a la niña.
–Pedí –dijo– que se me dejase amamantarla; no se me dejó hacerlo y ahora se me reprocha.
–No te lo reprocho, Anna.
–¡Sí me lo reprocha usted! ¡Dios mío! ¿Por qué no habré muerto? –sollozó Anna– Perdóname; estoy irritada y hablo sin razón. Déjame sola ahora, haz el favor –dijo, recobrando la serenidad.
«Esto no puede continuar así», se dijo resueltamente Alexis Alexandrovich al salir del cuarto de su mujer.
Jamás lo insostenible de su situación ante los ojos del gran mundo, jamás la aversión de su mujer hacia él, jamás todo el poder de aquella fuerza misteriosa que, contrapesando su estado de ánimo, guiaba su vida, obligándole a ejecutar su voluntad y a cambiar sus relaciones con su mujer, jamás todo aquello se le presentó con tan absoluta claridad como en aquel momento.
Comprendía con toda evidencia que el mundo y su mujer exigían de él algo, aunque no pudiera decir concretamente qué. Y sentía elevarse en su alma un impulso de irritación que destruía su tranquilidad y anulaba el mérito de cuanto había hecho.
A su juicio, valía más para Anna romper sus relaciones con Vronsky; pero, si todos se empeñaban en que ello era imposible, estaba dispuesto hasta a permitirlas con tal que no se deshonrase el nombre de los niños, que no los perdiese, que no cambiase su situación. Por malo que ello fuese, peor era romper sus relaciones, poniendo a Anna en una posición sin salida, deshonrosa y perdiendo él cuanto amaba.
Pero se sentía sin fuerzas. Sabía de antemano que todos estaban contra él y que no le permitirían hacer lo que ahora le parecía tan favorable y natural. Adivinaba que iban a forzarlo a hacer lo que, siendo peor, a los demás les parecía necesario.

ANNA KARENINA – CUARTA PARTE – CAPÍTULOS 13, 14, 15 Y 16

sábado, junio 15th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
CUARTA PARTE – Capítulo 13

Al levantarse de la mesa, Levin se proponía seguir a Kitty al salón, pero temía que a ella le molestase que la cortejara tan ostensiblemente.

Se quedó, pues, con el círculo de los hombres, interviniendo en la conversación general y, sin dirigir la vista a Kitty, seguía sus movimientos, sus miradas y el lugar que ocupaba en el salón.

Ahora, sin esfuerzo alguno, cumplía la promesa que le había hecho de no pensar mal de nadie y estimar siempre a todos.

La conversación versó sobre la comunidad rusa, en la que Peszov veía un principio particular que él llamaba el principio del coro. Levin no estaba conforme con él ni con su hermano, quien, según su modo de pensar, admitía y no admitía la comunidad rusa. Mas Levin hablaba con ellos con intención de aproximarlos y de suavizar sus divergencias. No se interesaba ni lo más mínimo en lo que les decía y, menos aún, en lo que decían ellos y sólo deseaba que todos se sintieran a gusto y satisfechos.

A la sazón, únicamente una cosa le parecía importante. Y aquella cosa estaba al principio en el salón y luego empezó a acercarse y se detuvo en la puerta. Levin, de espaldas, sintió una mirada y una sonrisa dirigidas a él y no pudo dejar de volverse. Kitty estaba en el umbral, con Scherbazky, y le miraba.

–Creí que iba usted al piano. –dijo Levin aproximándose– La música es lo que más echo de menos en el pueblo.

–No. Veníamos a buscarlo. –respondió Kitty, dirigiéndole una sonrisa– ¡Qué ganas de discutir! No van a convencerse nunca unos a otros…

–Es verdad. –repuso Levin– La mayoría de las veces se discute únicamente porque no se comprende lo que quiere decir el antagonista de uno.

Levin solía observar que en las discusiones entre hombres inteligentes, después de grandes esfuerzos y de enorme cantidad de sutilezas dialécticas y de palabras, los interlocutores llegaban a la conclusión de que se esforzaban en demostrarse mutuamente lo que sabían ya desde el principio. Veía también que el motivo de las discusiones era siempre que les agradaban diferentes cosas y no querían reconocerlo para no ser vencidos en el debate.

Levin, a veces, cuando discutía, si adivinaba de repente lo que agradaba a su adversario, comenzaba también él a verlo con agrado, se unía a su opinión y todas las demostraciones resultaban innecesarias. Pero en otras ocasiones sucedía lo contrario. Exponía las convicciones en cuya defensa inventaba argumentos y, si acertaba a explicarlas bien y sinceramente, el antagonista se convencía y abandonaba la discusión. Era esto lo que había querido decir a Kitty.

Ella arrugó el entrecejo tratando de comprender. Pero apenas él hubo iniciado la explicación, Kitty vio claro lo que quería decir.

–Ya. Es preciso saber lo que sostiene el contrincante, lo que le agrada y, entonces, es posible…

Había adivinado y expresado el pensamiento tan mal expuesto por Levin, quien rió jovialmente al oírla.

Era sorprendente aquella transición del elocuente debate entre Peszov y su hermano a esta lacónica manera de exponer, casi sin palabras, las ideas más complicadas.

Scherbazky se separó de ellos. Kitty, acercándose a la mesa de juego, que estaba desplegada, se sentó y empezó a dibujar con tiza círculos sobre el nuevo tapete verde.

Volvieron a la conversación iniciada en la comida, sobre la libertad y ocupaciones de la mujer. Levin coincidía con Dolly en que una joven soltera podía encontrar trabajo femenino en la familia. Y esto se lo confirmaba el que ninguna casa puede prescindir de una ayudanta; que toda familia, pobre o rica, necesita tener niñera, ya sea a sueldo, ya sea alguna parienta.

–No. –dijo Kitty, ruborizándose, pero mirando aún más fijamente a Levin con sus ojos sinceros– Una joven puede hallarse en situación de no poder vivir con su familia, de ser despreciada y entonces…

El comprendió lo que se ocultaba bajo aquellas palabras.

–Sí, –dijo– tiene usted razón, sí, sí…

Y le bastó adivinar lo que se ocultaba en sus palabras: el miedo a quedar soltera, la humillación… para comprender en seguida la verdad que había sostenido Peszov durante la comida sobre la libertad de la mujer. Amaba a Kitty y por aquella humillación adivinó al punto lo que pasaba en su corazón y rectificó sin vacilar sus opiniones.

Siguió un silencio. Kitty continuaba dibujando en la mesa. Sus ojos brillaban con dulzura y Levin sentía que la felicidad lo inundaba más cada vez.

–¡Oh! He ensuciado toda la mesa –exclamó Kitty. Y dejando la tiza, hizo ademán de levantarse.

«¿Será posible que me deje solo?», se preguntó Levin, atemorizado. Y, cogiendo la tiza, se sentó a la mesa y dijo:

–Espere. Hace tiempo que quería preguntarle una cosa.

La miraba a los ojos, acariciantes, aunque ligeramente asustados.

–Bien; pregunte –repuso Kitty.

–Mire –repuso él, y comenzó a escribir las letras siguientes: c, u, m, d, n, p, s, s, r, a, e, o, a, s. Estas letras significaban: «Cuando usted me dijo: no puede ser, ¿se refería a entonces o a siempre?».

Parecía imposible que ella pudiese descifrar el significado de aquellas letras; pero él la miró de un modo tal como si su vida dependiese de que Kitty las comprendiera.

La joven lo contempló con gravedad, inclinó la frente, frunciéndola y examinó las letras. De vez en cuando, lo miraba como preguntándole: «¿Es lo que me figuro?».

–Comprendo ––dijo, al fin, ruborizándose.

–¿Sabe qué palabra es ésta? –preguntó él, señalando la s, con la que indicara « siempre», que significaba el fin de sus esperanzas.

–Significa «siempre» –contestó Kitty– pero no es así.

Levin limpió rápidamente lo escrito, ofreció la tiza a la joven y se levantó. Ella trazó estas letras: e, n, p, d, o, c.

Dolly se consoló totalmente del dolor que le causara la conversación con Karenin viendo las figuras de Kitty y Levin: ella con la tiza en la mano, mirándole con una sonrisa, temerosa y feliz y Levin, inclinado sobre la mesa, y mirando con encendidos ojos, ora a la mesa, ora a la muchacha.

De pronto, el rostro de Levin se iluminó: había comprendido. Las letras significaban: «entonces no podía decir otra cosa».

La miró, interrogativo y tímido.

–¿Sólo entonces? –preguntó.

–Sí ––contestó la sonrisa de Kitty.

–¿Y a… ahora?

–Lea. Le diré lo que quisiera, lo que quisiera con toda mi alma…

Y escribió: q, u, o, l, q, p, que significaba « que usted olvidara lo que pasó».

Levin cogió la tiza con sus rígidos y temblorosos dedos y la emoción le hizo romper la barrita de yeso.

Luego escribió las iniciales de la siguiente frase: «No tengo nada que olvidar ni perdonar y no he dejado nunca de amarla».

Kitty lo miró con extática sonrisa.

–He comprendido ––dijo.

Levin se sentó y escribió una larga frase en iniciales. Kitty lo comprendió todo y, sin pedirle confirmación, tomó la tiza y le contestó inmediatamente.

Durante largo rato Levin no pudo adivinar lo que ella quería decide y de vez en cuando la miraba a los ojos. La felicidad que sentía velaba su mente. Le fue imposible encontrar las palabras a que correspondían las iniciales de Kitty, pero en los hermosos y radiantes ojos de la joven leyó cuanto quería saber.

Entonces escribió sólo tres letras. Antes de que terminase de trazarlas, Kitty, cogiendo la mano de Levin, le hizo poner la respuesta: «Sí».

–¿Están ustedes juzgando al secrétaire? –preguntó el anciano príncipe Scherbazky, acercándose a ellos– Vamos, Kitty. Si no, llegaremos tarde al teatro.

Levin se levantó y acompañó a Kitty hasta la puerta. En su conversación había sido dicho todo: que ella lo quería y que diría a sus padres que Levin iría a verlos al día siguiente por la mañana.

CUARTA PARTE – Capítulo 14

Cuando Kitty hubo salido, Levin, solo, sintió en ausencia de la joven tal inquietud y tan vivo deseo de que llegara cuanto antes la mañana siguiente, en que volvería a verla y a unirse con ella para siempre, que las catorce horas que lo separaban de aquel momento lo llenaron de temor. Necesitaba estar con alguien, hablar, no sentirse solo, engañar el tiempo. El más agradable interlocutor para él habría sido Oblonsky, pero éste afirmaba tener que asistir a una reunión, aunque en realidad iba al baile. Levin tuvo tiempo, sin embargo, de decirle que era feliz, que lo apreciaba mucho y que jamás olvidaría lo que había hecho por él.

La mirada y la sonrisa de su amigo le demostraron que éste había comprendido perfectamente el estado de su alma.

–¿Qué? ¿Ya no está próximo el momento de morirse? –preguntó Esteban Arkadievich con amable ironía, estrechando la mano de Levin.

–¡Nooo! –repuso éste.

Al despedirse de él, también Dolly lo felicitó, diciéndole:

–Estoy muy contenta de que se haya vuelto a ver con Kitty. No hay que olvidar a los antiguos amigos…

A Levin casi le molestaron las palabras de Daria Alejandrovna, la cual no podía comprender en cuán alto e inaccesible lugar colocaba él aquel acontecimiento, ya que se atrevía a mencionar en estos momentos el pasado.

Levin se despidió de ellos y, por no quedar solo, se fue con su hermano.

–¿Adónde vas?

–A una reunión.

–¿Puedo acompañarte?

–¿Por qué no? –repuso, sonriendo, Sergio Ivanovich– Pero, ¿qué tienes hoy?

–¿Qué tengo? ¡Soy feliz! ––dijo Levin, mientras bajaba el cristal de la ventanilla del coche en que iban–¿No te importa que abra? Me ahogo… Soy muy feliz… ¿Por qué no te has casado tú?

Sergio Ivanovich sonrió.

–Me alegro; ella parece una muchacha muy simpática… ––empezó.

–¡Calla, calla, calla! –gritó Levin, cogiendo con ambas manos el cuello de la pelliza de su hermano y cerrándola sobre su boca. ¡Eran tan vulgares, tan ordinarias, armonizaban tan mal con sus sentimientos aquellas palabras: «Es una muchacha muy simpática»!

Sergio Ivanovich rió alegremente, lo que rara vez le sucedía.

–En todo caso, celebro mucho…

–Mañana, mañana me lo dirás. ¡Silencio ahora! –insistió Levin, cerrando otra vez la pelliza de su hermano. Y añadió: – ¡Cuánto te quiero! ¿Puedo asistir a la reunión?

–Claro que puedes.

–¿De qué ha de tratarse? –preguntó Levin, sin dejar de sonreír.

Llegaron a la reunión. Levin oyó cómo el secretario tropezaba en las palabras al leer el acta, que al parecer no entendía ni él mismo. Pero Levin creía adivinar a través del rostro del secretario que era un hombre bueno, simpático y agradable, lo que se demostraba, según él, por la manera como se azoraba y se confundía en aquella lectura.

Empezaron los discursos. Se discutía la asignación de unas sumas y la colocación de unas tuberías.

Sergio Ivanovich atacó vivamente a dos miembros de la junta y habló largo rato con aire de triunfo. Uno de los miembros, que había tomado notas en un papel, quedó por un momento como asustado, pero luego contestó a Kosnichev con tanta cortesía como mala intención. Sviajsky, presente también, dijo algunas palabras nobles y elocuentes.

Levin, escuchando, comprendía claramente que allí no había nada, ni sumas asignadas, ni tuberías, pero que no se enfadaban por ello, que eran todos gente muy amable y que todo marchaba perfectamente entre ellos. No molestaban a nadie y se sentían a gusto. Lo más notable era que hoy le parecía verles a través de una bruma y que por minúsculos, casi imperceptibles detalles, creía adivinar el alma de todos y percibir que todos rebosaban bondad.

Ellos, a su vez, sin duda, sentían también hoy una gran simpatía por Levin, ya que al hablar con él, hacíanlo con exquisita amabilidad, incluso aquellos que no lo conocían.

–¿Estás contento? –le preguntó su hermano.

–Mucho. No imaginaba que llevarías esto con tanto interés, con tanto…

Sviajsky se acercó a Levin y lo invitó a tomar el té en su casa. Levin no veía ahora por qué estaba antes descontento con Sviajsky, ni qué era lo que se obstinaba en buscar en él. ¡Era un hombre tan inteligente y bondadoso!

–Con mucho gusto –repuso, y le preguntó por su esposa y su cuñada. Por extraña asociación de ideas, al unir en su mente el pensamiento de la cuñada de su amigo y de su matrimonio, se le figuró que a nadie podía confiar mejor su dicha que a la cuñada y la mujer de Sviajsky, por lo cual la idea de ir a verlas lo colmaba de satisfacción.

Sviajsky le preguntó por los asuntos de su pueblo, suponiendo, como siempre, que no podría habérsele ocurrido nada que no existiese ya en Europa, sin que tal motivo pareciera hoy molestar a Levin. Reconocía, por el contrario, que su amigo tenía razón, que aquello era cosa de poca monta y que eran muy de estimar el extraordinario tacto y suavidad con que Sviajsky procuraba eludir la demostración de la razón que lo asistía.

Las señoras se mostraron amabilísimas. Levin experimentaba la impresión de que sabían todo lo que concernía a su dicha, que se alegraban y que no se lo decían por delicadeza.

Permaneció allí una, dos y hasta tres horas, tratando de diversos temas, pero aludiendo constantemente a lo único que inundaba su alma, sin darse cuenta de que los tenía ya a todos fatigados y de que era hora de irse a acostar.

Sviajsky lo acompañó hasta el recibidor, bostezando y extrañado de la rara disposición de ánimo que su amigo manifestaba aquel día.

Era la una dada. Levin, al encontrarse en el hotel, se asustó con la idea de que había de pasar a solas diez horas aún, consumiéndose de impaciencia. El criado de turno encendió las bujías y se dispuso a salir, pero Levin lo retuvo. Resultó después que aquel criado, Egor, en quien antes él no reparaba nunca, era un muchacho inteligente y simpático y, sobre todo, amabilísimo.

–Y dime, Egor: debe de ser difícil pasar la noche sin dormir, ¿no?

–¿Qué se le va a hacer? Es la obligación. Más tranquilo es trabajar en casas de señores. Pero las cuentas salen mejor trabajando aquí.

Levin supo entonces que Egor tenía familia: tres hijos y una hija, costurera, a la que pensaba casar con el dependiente de una tienda de guarnicionería.

Con este motivo, Levin participó a Egor su opinión de que lo esencial en el matrimonio es el amor y que con amor siempre se es feliz, puesto que la felicidad está en uno mismo.

Egor escuchó con atención, pareciendo comprender muy bien la idea de Levin y, como para confirmarlo, hizo el comentario, inesperado para éste, de que cuando él servía en casa de unos señores, que eran personas excelentes, siempre había estado satisfecho de ellos y que ahora lo estaba también, a pesar de ser francés el dueño.

«¡Es un hombre admirable este Egor!», reflexionaba Levin.

–Cuando te casaste, ¿querías a tu mujer, Egor?

–¿Cómo no iba a quererla?

Y veía que Egor se exaltaba y se disponía a descubrirle todos sus sentimientos recónditos.

–Mi vida ha sido extraordinaria. Desde chiquillo… –empezó Egor, con los ojos brillantes, tan visiblemente contagiado por el entusiasmo de Levin como cuando uno se contagia viendo bostezar a otro.

Pero en aquel momento sonó un timbre. Egor salió y Levin quedó solo. Había comido apenas en casa de Oblonsky, no tomó té ni quiso cenar en la de Sviajsky y ahora no podía ni pensar en la cena. Tampoco había dormido la noche anterior y tampoco podía pensar en el sueño. En la habitación hacía fresco pero se ahogaba de calor. Abrió las dos hojas de la ventana y se sentó a la mesa ante ellas. Sobre el tejado cubierto de nieve se veía una cruz labrada con cadenas y encima de la cruz el triángulo de la constelación del Cochero con Cabra, la brillante estrella amarilla. Levin ora contemplaba la cruz, ora aspiraba el aire helado que entraba suavemente en la habitación y, como en sueños, seguía las imágenes y los recuerdos que le iba sugiriendo su imaginación.
Hacia las cuatro, oyó pasos en el corredor; miró por la puerta y descubrió a Miakin. Era éste un jugador a quien conocía, que en aquel momento regresaba del Círculo. Su aspecto era taciturno y tosía.

«¡Pobre desgraciado!», pensó Levin.

Y el afecto y la compasión que sentía por aquel hombre hicieron afluir las lágrimas a sus ojos.

Se propuso hablarle y consolarlo, pero, recordando que estaba en camisa, cambió de decisión y se sentó de nuevo ante la ventana para bañarse en el aire fresco, para mirar aquella cruz silenciosa, de admirable forma y llena para él de significación, para contemplar aquella brillante estrella amarilla.

A las seis, comenzó a sentirse, en los pasillos, el ruido de los enceradores, sonaron campanas llamando a misa y Levin comenzó a sentir frío.

Cerró la ventana, se lavó y vistió y salió a la calle.

CUARTA PARTE – Capítulo 15

Las calles estaban desiertas aún. Levin se dirigió a casa de los Scherbazky. La puerta principal se hallaba cerrada y todo dormía.

Volvió al hotel, subió a su alcoba y pidió café. El camarero de día, que ya no era Egor, se lo trajo. Levin quiso iniciar una conversación con él, pero llamaron y el camarero hubo de salir.

Levin probó beber el café y se llevó una pasta a la boca, pero sus dientes no sabían qué hacer con la pasta. La escupió, se puso el abrigo y se fue a errar por las calles. Eran algo más de las nueve cuando se halló otra vez ante las puertas de los Scherbazky. En la casa apenas había despertado nadie aún. El cocinero salía en aquel momento a la compra. Era, pues, preciso esperar todavía más de dos horas.

Toda la noche y aquella mañana las había pasado Levin en estado de inconsciencia, sintiéndose fuera de las condiciones de la existencia material. No comió en todo el día, llevaba dos noches sin dormir, había pasado varias horas medio desnudo al aire frío y, sin embargo, no sólo se sentía fresco y fuerte, sino completamente desligado de su cuerpo. Se movía sin esfuerzo muscular y tenía la sensación de que lo podía todo. Estaba seguro de que, de necesitarlo, habría conseguido volar o mover los muros de una casa.

Pasó el tiempo que faltaba paseando por las calles, mirando sin cesar el reloj y volviendo la cabeza a todos lados.

Entonces vio algo muy hermoso que no volvió a ver jamás: unos niños que iban a la escuela –que fue lo que más lo conmovió–, vio unas palomas de color azul oscuro que volaban desde los tejados a la acera y unos panecillos blancos, espolvoreados con harina, expuestos por una mano invisible en una ventana.

Los panecillos, los niños, las palomas, todo cuanto veía tenía algo prodigioso. Uno de los niños corrió a la ventana y miró, sonriendo a Levin: una paloma sacudió las alas con suave rumor y se levantó brillando al sol, entre el luminoso polvo de escarcha que flotaba en el aire y un aroma a pan recién cocido llegó desde la ventana donde estaban expuestos los panecillos.

El cuadro era tan extraordinariamente hermoso que Levin, mirándolo, sintió que le afluían a los ojos lágrimas de alegría.

Describió un gran círculo por las calles de Gazetny y Kislovka, volvió a su habitación y se sentó en espera de las doce. En el cuarto contiguo hablaban de máquinas y de engaños y tosían con una de esas frecuentes toses mañaneras. Aquella gente no comprendía que las manecillas del reloj iban acercándose a las doce.

En la calle, los cocheros de punto sabían sin duda que Levin era dichoso, porque lo rodearon con rostros satisfechos, disputando entre sí y ofreciéndole sus servicios. Él, procurando no molestar a los demás y prometiendo utilizar sus servicios en otra ocasión, eligió a uno de ellos y le ordenó que lo llevase a casa de los Scherbazky. El cochero llevaba muy estirado, bajo su gabán, el blanco cuello postizo de su camisa que cubría su cuello rojo, fuerte e hinchado. Y el trineo era alto, ligero y tan excelente, que Levin no vio nunca más otro trineo como aquél. Hasta el caballo era bueno y se esforzaba en galopar, aunque apenas se movía del mismo sitio.

El cochero conocía la casa de los Scherbazky y mostraba un gran respeto a su cliente. Al llegar, hizo un ademán circular con los brazos y exclamando: «¡Sooo!», detuvo el caballo ante la escalera.

El portero de los Scherbazky debía de saberlo todo, según creyó Levin, a juzgar por la sonrisa de sus ojos y por el modo especial que tuvo de decir:

–Hace tiempo que no venía usted, Constantino Dmitrievich.

No sólo lo sabía todo, sino que por ello estaba radiante de alegría, aunque se esforzaba en disimularla.

Mirando los ojos amables del viejo, Levin experimentó una nueva sensación de felicidad.

–¿Están levantados?

–Pase, pase, haga el favor. Y esto puede usted dejarlo aquí –le dijo, observando que se volvía para coger su gorro de piel. Levin descubrió en este detalle un motivo más de ventura.

–¿A quién lo anuncio? –preguntó el criado.

El joven criado era uno de esos lacayos de nuevo estilo, muy fatuos, pero era asimismo un muchacho excelente y simpático y también lo comprendía todo…

–A la Princesa… al Príncipe… a la Princesa… –dijo Levin.

La primera persona a quien vio fue a la señorita Linon, que avanzaba por la sala con sus ricitos y su rostro radiante. Iba ya a dirigirle la palabra, cuando se sintió un ruido tras una puerta, la señorita Linon desapareció de su vista y Levin se sintió invadido por el ligero sobresalto de la próxima felicidad.

Apenas la señorita Linon, dejándole, salió por la puerta opuesta, unos pasos ligerísimos sonaron en el entarimado y la felicidad de Levin, su vida, lo que era como él mismo, más que él mismo, lo esperado y anhelado tanto tiempo, se acercó deprisa, muy deprisa. No andaba: volaba a su encuentro, impulsado por una fuerza invisible.

Levin vio dos ojos claros, sinceros, llenos también de la misma alegría de amar, que llenaba su corazón; aquellos ojos, brillando cada vez más cerca, lo cegaban con su resplandor.

Kitty se paró a su lado, rozándolo. Sus manos se levantaron y se posaron en los hombros de Levin. Todo esto lo hizo sin decir palabra, corriendo hacia él y ofreciéndosele toda ella, tímida y gozosa. Él la abrazó y juntó sus labios con los de ella, que esperaban su beso.

Kitty no había dormido tampoco en toda la noche. Sus padres habían dado su consentimiento y se sentían felices con su dicha.

Ella, queriendo ser la primera en anunciárselo, había estado esperándolo toda la mañana. Deseaba verlo a solas y esto la complacía y a la vez la avergonzaba y llenaba de timidez, porque no sabía lo que haría cuando él apareciese ante sus ojos.

Sintió los pasos de Levin, oyó su voz y esperó tras la puerta a que se fuese la señorita Linon. En cuanto ésta hubo salido, Kitty, sin pensarlo, sin vacilar, sin preguntarse lo que iba a hacer, se aproximó a él e hizo lo que había hecho.

–Vamos a ver a mamá –dijo cogiéndolo de la mano.

Levin, durante mucho rato, fue incapaz de decir nada, no tanto porque temiese estropear con palabras la elevación de su sentimiento, cuanto porque cada vez que iba a decir alguna cosa, sentía que en lugar de frases le brotaban lágrimas de felicidad.

Tomó la mano de Kitty y la besó.

–¿Es posible que sea verdad? –dijo con voz profunda– No puedo creer que tú me ames…

Al oír aquel «tú» y al ver la timidez con que Levin la miraba, Kitty sonrió.

–Sí –dijo ella en voz baja– ¡Soy tan feliz hoy!

Y, llevándolo de la mano, entró en el salón; la Princesa, al verlos, respiró apresuradamente y rompió a llorar y, en seguida después, rió y con pasos más decididos de lo que Levin esperaba, corrió hacia él y, tomándole la cabeza entre sus manos, lo besó, humedeciéndole las mejillas con sus lágrimas.

–¡Por fin! Está ya todo arreglado. Me siento muy dichosa. Quiérala mucho. Soy feliz, muy feliz, Kitty.

–¡Con qué presteza lo habéis arreglado! –exclamó el Príncipe tratando de fingir indiferencia.

Pero cuando el anciano se dirigió hacia él, Levin advirtió que tenía los ojos humedecidos.

–Siempre ha sido éste mi deseo. –dijo el Príncipe, tomando a su futuro yerno de la mano y atrayéndolo hacia sí– Incluso en la época en que esta locuela inventó…

–¡Papá! –exclamó Kitty tapándole la boca con las manos.

–Bien; me callo. –repuso su padre– Me siento muy dicho… so… ¡Ay, qué tonto… soy!

El anciano abrazó a Kitty, le besó la cara, luego la mano, el rostro de nuevo y, al fin, la persignó.

Y Levin, viendo como Kitty, durante largo rato y con dulzura, besaba la mano carnosa del anciano Príncipe, sintió despertar en él un vivo sentimiento de afecto hacia aquel hombre que hasta entonces había sido para él un extraño.

CUARTA PARTE – Capítulo 16

La Princesa, sentada en la butaca, callaba y sonreía. Kitty, en pie junto a la de su padre, mantenía la mano del anciano entre las suyas.

Todos callaban.

La Princesa fue la primera en hablar y en dirigir los pensamientos y sentimientos generales hacia los planes de la nueva vida. Y a todos, en el primer momento, les pareció aquello igualmente doloroso y extraño.

–¿Y qué, cuándo va a ser la boda? Hay que recibir la bendición, publicar las amonestaciones… ¿Qué te parece, Alejandro?

–En este asunto el personaje principal es él –repuso el Príncipe señalando a Levin.

–¿Que cuándo? –repuso éste, sonrojándose– ¡Mañana! A mí me parece que la bendición puede ser hoy y la boda mañana.

–Basta, mon cher, déjese de tonterías.

–Entonces, dentro de una semana.

–Está loco, no hay duda…

–¿Por qué no puede ser?

–Pero, hombre, espere… –dijo la madre de Kitty, sonriendo jovialmente ante aquella precipitación– Ha de tratarse aún del ajuar.

«¿Es posible que haya que tratarse del ajuar y de todas esas cosas?», se dijo Levin horrorizado. «¿Es posible que el ajuar y la bendición y todo lo demás, vaya a estropear mi felicidad? No: nada es capaz de estropearla.»

Miró a Kitty y vio que la idea del ajuar no parecía molestarla en lo más mínimo.

«Sin duda será necesario», pensó Levin.

–Yo no sé nada. Sólo digo lo que deseo –repuso, disculpándose.

–Ya hablaremos. De momento, se puede preparar la bendición y anunciar la boda, ¿no?

La Princesa se acercó a su marido, lo besó y se dispuso a salir pero él la retuvo y la abrazó y besó suavemente, sonriendo con dulzura, como un joven enamorado.

Parecía que los ancianos se hubieran confundido por un momento y no supiesen bien si los enamorados eran ellos o su hija.

Cuando los padres hubieron salido, Levin se acercó a su novia y le cogió la mano. Dueño ya de sí mismo, capaz de hablar, tenía mucho que decirle. Pero no le dijo, ni con mucho, lo que deseaba.

–¡Cómo lo sabía que esto había de terminar así! Parecía que hubiese perdido toda esperanza pero en el fondo de mi ser nunca dejé de alimentar esta seguridad. –dijo– Creo que era una especie de predestinación.

–Yo también –repuso Kitty -Hasta cuando…

Se interrumpió; luego continuó mirándolo con decisión con sus ojos incapaces de mentir.

–Hasta cuando rechacé la felicidad… Nunca he amado más que a usted. Pero confieso que me sentía deslumbrada… ¿Podrá usted olvidarlo?

–Quizá haya sido mejor así. También usted debe perdonarme mucho… He de decirle…

Lo que quería decirle, lo que tenía decidido manifestarle desde los primeros días, eran dos cosas: que no era tan puro como ella y que no tenía fe en Dios. Ambas cosas resultaban muy penosas, pero se consideraba obligado a conferírselas.

–¡Ahora no!, luego –añadió.

–Bueno, luego… Pero no deje de decírmelo. Ahora no temo nada. Quiero saberlo todo, porque todo está ya resuelto…

Levin concluyó la frase:

–… Resuelto que me tomará tal como soy, ¿verdad? ¿No me rechazará?

–No, no.

Su conversación fue interrumpida por la señorita Linon, la cual, riendo suavemente, con amable risa, entró para felicitar a su discípula predilecta. Antes de que ella saliera, entraron los criados también a felicitarles. Luego llegaron los parientes y con ello se anunció para Levin el comienzo de aquel estado de ánimo insólito y de bienaventuranza del que no salió hasta el segundo día de su boda.

Levin se sentía continuamente turbado y confundido, pero su felicidad se hacía cada vez mayor. Tenía la impresión constante de que exigían de él muchas cosas que no sabía, pero hacía cuanto le pedían y el hacerlo lo colmaba de ventura. Creía que su matrimonio no habría de parecerse en nada a los otros, que el hecho de desarrollarse en las circunstancias tradicionales en las bodas habría de estorbar a su felicidad.

Pero, a pesar de haberse hecho exactamente lo que se hacía en todas las bodas, su felicidad no hizo con ello sino crecer, convirtiéndose en más especial y, sin duda, en nada parecida a la experimentada por los otros novios.

–Ahora deberíamos comer bombones –––decía la señorita Linon.

Y Levin iba a comprar bombones.

–Sí; su boda me satisface mucho. –afirmaba Sviajsky– Le recomiendo que compre las flores en casa de Fomin.

–¿Es necesario? –preguntaba Levin. Y las iba a comprar.

Su hermano le aconsejaba que tomase dinero prestado, porque habría muchos gastos, muchos regalos que hacer…

–¡Ah! ¿Hay que hacer regalos?

Y Levin se dirigió corriendo a la joyería de Fouldré.

En la confitería, en la joyería, en la tienda de flores, Levin notaba que lo esperaban, que estaban contentos de verlo y que compartían su dicha como todos los que trataba en aquellos días.

Era extraordinario que, no sólo todos lo apreciaban, sino que hasta personas antes frías, antipáticas e indiferentes, estaban ahora entusiasmadas con él, lo atendían en todo, trataban con suave delicadeza su sentimiento y participaban de su opinión de que era el hombre más feliz del mundo, porque su novia era un dechado de perfecciones.

Kitty se sentía igual que él. Cuando la condesa Nordston se permitió insinuar que habría deseado para ella algo mejor, la muchacha se exaltó tanto, demostró con tal calor que nada en el mundo podía ser mejor que Levin, que la Nordston se vio obligada a reconocerlo y en presencia de Kitty ya nunca acogía a Levin sin una sonrisa de admiración.

Una de las cosas más penosas de aquellos días era la explicación prometida por Levin. Consultó al Príncipe y, con autorización de éste, entregó a Kitty su Diario, en el que se contenía lo que lo atormentaba.

Hasta aquel Diario parecía escrito pensando en su futura novia. En él se expresaban las dos torturas de Levin: su falta de inocencia y su carencia de fe.

La confesión de su incredulidad pasó inadvertida. Kitty era religiosa, no dudaba de las verdades de la religión, pero la exterior falta de religiosidad de su novio no la afectó en lo más mínimo. Su amor le hacía comprender el alma de Levin, adivinaba lo que quería y el hecho de que a aquel estado de ánimo quisiera llamársele incredulidad en nada la conmovía.

En cambio, la otra confesión le hizo llorar lágrimas amargas.

Levin no le entregó su Diario sin una previa lucha consigo mismo. Pero sabía que entre él y ella no podía haber secretos y este pensamiento lo decidió a obrar como lo había hecho. No se dio cuenta, sin embargo, del efecto que aquella confesión había de causar en su prometida; no supo adivinar sus sentimientos.

Sólo cuando una tarde, al llegar a casa de los Scherbazky para ir al teatro, entró en el gabinete de Kitty y vio su amado rostro deshecho en lágrimas, dolorido por la pena irreparable que él le produjera, comprendió Levin el abismo que mediaba entre su deshonroso pasado y la pureza angelical de su prometida. Y se horrorizó de lo que había hecho.

–Tome, tome esos horribles cuadernos. –dijo la joven, rechazando los que tenía ante sí– ¿Para qué me los ha dado?… Pero no; vale más así –añadió, sintiendo lástima al ver la desesperación que se retrataba en el semblante de su novio– Pero es horrible, horrible…

Levin bajó la cabeza en silencio. ¿Qué podía hacer?

–¿No me perdona usted? –murmuró, al fin.

–Sí. Lo he perdonado ya. ¡Pero es horrible!

No obstante, la felicidad de Levin era tan grande que aquella confesión, en vez de destruirla, le dio un nuevo matiz.

Kitty lo perdonó; pero él desde entonces se consideraba indigno de la joven, se inclinaba más y más ante ella y apreciaba como mayor su inmerecida ventura.

EL LAPSANG SOUCHONG Y LA TINTA CHINA

sábado, junio 15th, 2013

LPSANG SCHONG
He tenido el placer de catar, maridar y disfrutar un excelente Lapsang Souchong, té negro ahumado, producido en el Monte Wuji, de la provincia de Fujian, China.
En mi nota de cata mental, uno de mis descriptores fue la tinta. Sí, señores, la Tinta!!!
El objeto de esta nota es el de, simplemente, transcribir la información que recolecté al volver a casa, sin procesar ni filtrar en demasía y validar, ¿por qué no?, mi memoria visceral.
Porque me gusta tomar té y escribir y, en honor a uno de mis tíos abuelos, que era minervista, aquí va:

Tinta china
La tinta china es una tinta de invención china usada principalmente en caligrafía china y japonesa, así como en la pintura china y japonesa sumi-e.
Se compone de carbón vegetal muy finamente molido, que se apelmaza y compacta con algún tipo de pegamento con base acuosa, como resinas vegetales o algunos extractos animales. Con el carbón molido y el pegamento se forman unas barras pequeñas con forma de lingote que se prensan y se dejan secar hasta alcanzar una consistencia totalmente sólida. Esta tinta en estado sólido puede durar años o siglos sin perder sus propiedades.
La calidad de la tinta depende de muchos factores, como la madera de la que proviene el carbón, el proceso de prensado, el pegamento utilizado, el tiempo que tiene, etc. y existen desde barras muy baratas hasta piezas de coleccionista.
La tinta suele ser negra, aunque también puede mezclarse con colorantes para conseguir tintas de otros colores.
Para preparar tinta líquida a partir de estas barras hay que frotarlas en una piedra rugosa especialmente diseñada para tal efecto llamada en japonés 硯 (すずり, suzuri?) . Estas piedras, de diversas formas y aspectos, tienen todas en común que están compuestas de un material rugoso y tienen una cavidad. Generalmente, las piedras de origen chino tienen forma cóncava con la parte más baja en el centro, y las japonesas suelen ser mayormente planas con uno de los extremos hacia abajo.
Sobre estas piedras se vierte un poco de agua y sobre ellas se frota la barra, de manera que siempre esté húmeda. El continuo frote sobre la piedra con el agua va deshaciendo poco a poco la tinta, que se va quedando disuelta en el agua que se acumula en la cavidad. Este proceso puede continuarse hasta que la tinta adquiera la densidad requerida, pero generalmente suele durar unos minutos.
La tinta líquida ya preparada se seca con facilidad, y es conveniente no dejar que se seque sobre la piedra o sobre el pincel.
Actualmente se pueden conseguir también botes de tinta china ya preparada, muy densa, que puede usarse directamente o disolver con un poco de agua.

Composición y fabricación de tintas
Bajo el nombre de tintas se comprende a aquellas preparaciones líquidas mediante las cuales se puede trazar sobre el papel o pergamino o sobre otras superficies preparadas, caracteres o dibujos de distinto color al elemento que les sirve de fondo, en forma durable y que además tengan la propiedad de secar con cierta rapidez.

Las tintas más antiguas tenían las características de la tinta china. Eran por consiguiente líquidos en que un colorante firme (negro de humo) se encontraba bien disuelto.

COMPOSICION DE LAS TINTAS
Todas las tintas que contienen partes colorantes insolubles y que por consiguiente no son soluciones en el sentido químico de la palabra, tienen la particularidad de que se ha agregado un medio de solución o mejor dicho de suspensión que evita por una parte la precipitación del pigmento colorante y por otra asegura su fijación sobre el papel. Esta es una característica especial de las tintas chinas.

DIFERENTES CLASES DE TINTAS
Aunque en la fabricación de las tintas se usan infinidad de fórmulas y componentes, conviene para orientar a nuestros lectores que establezcamos una división de acuerdo a los elementos básicos que intervienen en su fabricación:

– Tintas chinas
Se basan en el principio anteriormente indicado de la solución del negro de humo en un medio líquido de suspensión que evita que se sedimente el pigmento.

-Tintas de sales de hierro
Estas tintas llamadas también compuestos ferrotánicas, son compuestos de sulfato ferroso, ácido tánico y materias colorantes.

-Preparación de tinta ferrotánica azul y negra
En la parte relativa a la composición de las tintas hemos ya explicado claramente en qué consisten las tintas ferrotánicas y su proceso químico, de manera que ahora nos resta presentar una fórmula tipo de esta clase de tintas.

Agua destilada 1200 Gramos.Ácido tánico 50 «Sulfato ferroso 50 «Goma arábiga 60 «Carmín de índigo (añil) 60 «Ácido carbólico 10 »

En parte del agua indicada disolvemos el sulfato ferroso y por separado el tanino, la goma arábiga, y el añil, mezclamos estas soluciones agregando finalmente el elemento conservador, constituido por el ácido carbólico. Ponemos la tinta resultante en frasco de vidrio y la dejamos estacionar por unos días.

Esta fórmula no es rigurosa, pudiendo variar ligeramente las proporciones, como así también reemplazar el tanino por la nuez de agallas (se usa la nuez de agallas por el porcentaje elevado de tanino que contiene), pero tendremos en cuenta que el tanino contenido en la nuez de agallas es de acción lenta desde que tiene que desintegrarse de la misma.

-Tintas estilográficas
Estas tintas son especialmente preparadas para usar en las lapiceras fuente; se fabrican bajo distintas fórmulas, las cuales conviene experimentar para poder adoptar el tipo más conveniente. A continuación presentamosvarias fórmulas para que nuestros lectores puedan fabricar la que más le convenga.

Agua 500,0 gramosCarmín de índigo 3,5 » Goma arábiga 8,9 «Ácido tánico 21 «Ácido pirogálico 0,6 «Sulfato ferroso 14 » Azúcar 2 »

Otra fórmula:Agua 500 gramosTanino 14 » Ácido pirogálico 3,5 «Carmín de índigo c/sSulfato ferroso 30 «Goma arábiga disuelta 60 «Ácido fénico 4 a 6 gotas

Del agua de esta fórmula tomamos la mitad (250 grs.) y disolvemos en ella 14 gramos de tanino y los 3,5 gr. de ácido pirogálico, añadiendo luego carmín de índigo en cantidad suficiente.

En los otros 250 grs. de agua se disuelven los 30 grs. de sulfato ferroso, se mezclan las dos soluciones y se agitan, se filtra y se añaden 60 centímetros cúbicos de solución de goma arábiga y de 4 a 6 gotas de ácido fénico, se deja en reposo por algunas horas y finalmente se filtra.

-Tinta litográfica
Una tinta litográfica líquida se prepara con los elementos siguientes:

Agua 2000 gramosBórax 60 «Goma laca 60 «Sebo 30 «Cera 40 «Jabón blanco 100 «Negro de anilina 25 «Negro de humo 25 »

El bórax se disuelve en el agua y en caliente se le agrega la goma laca hasta su completa disolución; luego en caliente se agregan los demás elementos revolviendo el preparado hasta obtener una tinta uniforme.

Otra fórmula muy usada de tinta para litografía, se prepara con: cera de abejas 30 gramos, jabón blanco 8 gramos negro de humo de buena calidad, cantidad suficiente. La cera y el jabón se funden y se le añade el negro de humo antes de inflamar la mezcla, agitando con una espátula; se inflama la mezcla y se deja arder durante 30 segundos; se apaga la llama y agitando continuamente se añade goma laca en escamas 8 grs. Se calienta de nuevo la preparación hasta que se inflame espontáneamente; se apaga la llama y se deja enfriar la tinta, y a continuación se vierte en moldes.

Como hemos visto, los distintos tipos de tinta tienen, en su composición o Negro de humo o Taninos o Carbón vegetal o Resinas vegetales. Sabemos que el Lapsang Souchong se ahuma con leña de pino.
Pruébenlo en nuestro HISTORIAS DE HUMO y saquen sus propias conclusiones.

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