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ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULOS 10 Y 11

lunes, mayo 13th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEGUNDA PARTE – Capítulo 10

Una vida nueva empezó, desde entonces, para Alexis Alexandrovich y su mujer.

No es que pasara nada extraordinario. Anna frecuentaba, como siempre, el gran mundo, visitando mucho a la princesa Betsy y encontrándose con Vronsky en todas partes.

Alexis Alexandrovich reparaba en ello, pero no podía hacer nada. A todos sus intentos de provocar una explicación entre los dos, Anna oponía, como un muro impenetrable, una alegre extrañeza.

Exteriormente todo seguía igual, pero las relaciones íntimas entre los esposos experimentaron un cambio radical. Alexis Alexandrovich, tan enérgico en los asuntos del Estado, se sentía impotente en este caso.

Como un buey, que abate sumiso la cabeza, esperaba el golpe del hacha que adivinaba suspendida sobre él.

Cada vez que pensaba en ello se decía que cabía probar, una vez más, que restaba la esperanza de salvar a Anna con bondad, persuasión y dulzura, haciéndole comprender la realidad, y cada día se preparaba para hablar con ella, pero al ir a empezar sentía que aquel espíritu de falsedad y de mal que poseía a Anna se apoderaba también de él y entonces le hablaba no de lo que quería decirle ni de lo que debía hacerse, sino con su tono habitual, con el que parecía burlarse de su interlocutor. Y en este tono era imposible decirle lo que deseaba.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 11

Aquello que constituía el deseo único de la vida de Vronsky, desde un año a aquella parte, su ilusión dorada, su felicidad, su anhelo considerado imposible y peligroso –y por ello más atrayente–, aquel deseo, acababa de ser satisfecho.

Vronsky, pálido, con la mandíbula inferior temblorosa, permanecía de pie ante Anna y le rogaba que se calmase, sin que él mismo pudiera decir cómo ni por qué medio, –¡Anna, Anna, por Dios! –decía con voz trémula.

Pero cuanto más alzaba él la voz, más reclinaba ella la cabeza, antes tan orgullosa y alegre y ahora avergonzada y resbalaba del diván donde estaba sentada, deslizándose hasta el suelo, a los pies de Vronsky y habría caído en la alfombra si él no la hubiese sostenido.

–¡Perdóname, perdóname! –decía Anna, sollozando y oprimiendo la mano de él contra su pecho.

Sentíase tan culpable y criminal que no le quedaba ya más que humillarse ante él y pedirle perdón y sollozar.

Ya no tenía en la vida a nadie sino a él y, por eso, era a él a quien se dirigía para que la perdonase. Al mirarle sentía su humillación de un modo físico y no encontraba fuerzas para decir nada más.

Vronsky, contemplándola, experimentaba lo que puede experimentar un asesino al contemplar el cuerpo exánime de su víctima. Aquel cuerpo, al que había quitado la vida, era su amor, el amor de la primera época en que se conocieran.

Había algo de terrible y repugnante en recordar el precio de vergüenza que habían pagado por aquellos momentos. La vergüenza de su desnudez moral oprimía a Anna y se contagiaba a Vronsky. Mas en todo caso, por mucho que sea el horror del asesino ante el cadáver de su víctima, lo que más urge es despedazarlo, ocultarlo y aprovecharse del beneficio que pueda reportar el crimen.

De la misma manera que el asesino se lanza sobre su víctima, la arrastra, la destroza con ferocidad, se diría casi con pasión, así también Vronsky cubría de besos el rostro y los hombros de Anna. Ella apretaba la mano de él entre las suyas y no se movía. Aquellos besos eran el pago de la vergüenza. Y aquella mano, que siempre sería suya, era la mano de su cómplice…

Anna levantó aquella mano y la besó. Él, arrodillándose, trató de mirarla a la cara, pero ella la ocultaba y permanecía silenciosa. Al fin, haciendo un esfuerzo, luchando consigo misma, se levantó y le apartó suavemente. Su rostro era tan bello como siempre y, por ello, inspiraba aún más compasión…

–Todo ha terminado para mí –dijo ella–. Nada me queda sino tú. Recuérdalo.

–No puedo dejar de recordar lo que es mi vida. Por un instante de esta felicidad…

–¿De qué felicidad hablas? –repuso ella, con tal repugnancia y horror que hasta él sintió que se le comunicaba–. Ni una palabra más, por Dios, ni una palabra…

Se levantó rápidamente y se apartó.

–¡Ni una palabra más! –volvió a decir.

Y con una expresión fría y desesperada, que hacía su semblante incomprensible para Vronsky, se despidió de él.

Anna tenía la impresión de que en aquel momento no podía expresar con palabras sus sentimientos de vergüenza, de alegría y de horror ante la nueva vida que comenzaba. Y no quería, por lo tanto, hablar de ello, no quería rebajar aquel sentimiento empleando palabras vagas. Pero después, ya transcurridos dos o tres días, no sólo no halló palabras con que expresar lo complejo de sus sentimientos, sino que ni siquiera encontraba pensamientos con que poder reflexionar sobre lo que pasaba en su alma.

Se decía:

«No, ahora no puedo pensar en esto. Lo dejaré para más adelante, cuando me encuentre más tranquila».

Pero aquel momento de tranquilidad que había de permitirle reflexionar no llegaba nunca.
Cada vez que pensaba en lo que había hecho, en lo que sería de ella y en lo que debía hacer, el horror se apoderaba de Anna y procuraba alejar aquellas ideas.

«Después, después», se repetía. «Cuando me encuentre más tranquila.»

Pero en sueños, cuando ya no era dueña de sus ideas, su situación aparecía ante ella en toda su horrible desnudez. Soñaba casi todas las noches que los dos eran esposos suyos y que los dos le prodigaban sus caricias. Alexis Alexandrovich lloraba, besaba sus manos y decía:

–¡Qué felices somos ahora!

Alexis Vronsky estaba asimismo presente y era también marido suyo. Y ella se asombraba de que fuese un hecho lo que antes parecía imposible y comentaba, riendo, que aquello era muy fácil y que así todos se sentían contentos y felices.

Pero este sueño la oprimía como una pesadilla y despertaba siempre horrorizada.

ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULOS 8 Y 9

domingo, mayo 12th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEGUNDA PARTE – Capítulo 8

Alexis Alexandrovich no encontró nada de extraño ni de inconveniente en que su mujer estuviese sentada con Vronsky ante una mesita apartada, manteniendo una animada conversación. Pero observó que a los otros invitados sí les había parecido extraño tal hecho y hasta incorrecto y por ello, se lo pareció también a él. En consecuencia, Alexis Alexandrovich resolvió hablar de ello a su mujer.

De vuelta a casa, Alexis Alexandrovich pasó a su despacho, como de costumbre, se sentó en su butaca, tomó un libro sobre el Papado, que dejara antes allí, y empuñó la plegadera.
Estuvo leyendo hasta la una de la noche, como acostumbraba, más de vez en cuando se pasaba la mano por su amplia frente y sacudía la cabeza como para apartar un pensamiento.

Anna no había vuelto aún. Él, con el libro bajo el brazo, subió a las habitaciones del piso superior.

Aquella noche no le embargaban pensamientos y preocupaciones del servicio, sino que sus ideas giraban en tomo a su mujer y al incidente desagradable que le había sucedido. En vez de acostarse como acostumbraba, comenzó a pasear por las habitaciones con las manos a la espalda, pues le resultaba imposible ir al lecho antes de pensar detenidamente en aquella nueva circunstancia.

En el primer momento, Alexis Alexandrovich encontró fácil y natural hacer aquella observación a su mujer pero ahora, reflexionando en ello, le pareció que aquel incidente era de una naturaleza harto enojosa.

Alexis Alexandrovich no era celoso. Opinaba que los celos ofenden a la esposa y que es deber del esposo tener confianza en ella. El porqué de que debiera tener confianza, el motivo de que pudiera creer que su joven esposa le había de amar siempre, no se lo preguntaba, pero el caso era que no sentía desconfianza. Al contrario: confiaba y se decía que así tenía que ser.

Mas ahora, aunque sus opiniones de que los celos son un sentimiento despreciable y que es necesario confiar no se hubieran quebrantado, sentía, con todo, que se hallaba ante algo contrario a la lógica, absurdo, ante lo que no sabía cómo reaccionar. Se veía cara a cara con la vida, afrontaba la posibilidad de que su mujer pudiese amar a otro y el hecho le parecía absurdo a incomprensible, porque era la vida misma. Había pasado su existencia moviéndose en el ambiente de su trabajo oficial: es decir, que sólo había tenido que ocuparse de los reflejos de la vida. Pero cada vez que se hallaba con ésta tal como es, Alexis Alexandrovich se apartaba de ella.

Ahora experimentaba la sensación del hombre que, pasando con toda tranquilidad por un puente sobre un precipicio, observara de pronto que el puente estaba a punto de hundirse y el abismo se abría bajo sus pies.

El abismo era la misma vida y el puente, la existencia artificial que él llevaba.

Pensaba, pues, por primera vez en la posibilidad de que su mujer amase a otro y este pensamiento le horrorizó.

Seguía sin desnudarse, paseando de un lado a otro con su paso igual, ora a lo largo del crujiente entablado del comedor alumbrado con una sola lámpara, ora sobre la alfombra del oscuro salón, en el que la luz se reflejaba únicamente sobre un retrato suyo muy reciente que se hallaba colgado sobre el diván.

Paseaba también por el gabinete de Anna, donde había dos velas encendidas iluminando los retratos de la familia y de algunas amigas de su mujer y las elegantes chucherías de la mesa-escritorio de Anna que le eran tan conocidas.

A través del gabinete de su mujer, se acercaba a veces hasta la puerta del dormitorio y después volvía sobre sus pasos para continuar el paseo.

En ocasiones se detenía –casi siempre en el claro entablado del comedor– y se decía:

«Sí; es preciso resolver esto y acabar. Debo explicarle mi modo de entender las cosas y mi decisión».

«Pero, ¿cuál es mi decisión? ¿Qué voy a decirle?», se preguntaba reanudando otra vez su paseo, al llegar al salón, y no hallaba respuesta.

«A fin de cuentas», volvía a repetirse antes de regresar a su despacho, «a fin de cuentas, ¿qué ha sucedido? Nada. Ella habló con él largo rato. ¿Pero qué tiene eso de particular, qué? No hay nada de extraordinario en que una mujer hable con todos… Por otra parte, tener celos significa rebajarla y rebajarme», concluía al llegar al gabinete de Anna.

Más semejante reflexión, generalmente de tanto peso para él, al presente carecía de valor, no significaba nada.

Y desde la puerta de la alcoba volvía a la sala, y apenas entraba en su oscuro recinto una voz interna le decía que aquello no era así, y que si los otros habían observado algo era señal de que algo existía.

Y, ya en el comedor, se decía de nuevo:

«Sí, hay que decidirse y terminar esto; debo decirle lo que pienso de ello». Mas en el salón, antes de dar la vuelta, se preguntaba: «Decidirse sí, pero ¿en qué sentido?». Y al interrogarse: «Al fin y al cabo, ¿qué ha sucedido?», se contestaba: «Nada», recordando una vez más que los celos son un sentimiento ofensivo para la esposa.

Pero al llegar al salón volvía a tener la certeza de que algo había sucedido y sus pasos y sus pensamientos cambiaban de dirección sin por ello encontrar nada nuevo. Alexis Alexandrovich lo advirtió, se frotó la frente y se sentó en el gabinete de Anna.

Allí, mientras miraba la mesa, con la carpeta de malaquita en la que había una nota a medio escribir, sus pensandentos se modificaron de repente. Comenzó a pensar en Anna, en lo que podría sentir y pensar.

Por primera vez imaginó la vida personal de su mujer, lo que pensaba, lo que sentía… La idea de que ella debía tener una vida propia le pareció tan terrible que se apresuró a apartarla de sí. Temía contemplar aquel abismo. Trasladarse en espíritu y sentimiento a la intimidad de otro ser era una operación psicológica completamente ajena a Alexis Alexandrovich, que consideraba como una peligrosa fantasía tal acto mental.

«Y lo terrible es que precisamente ahora, cuando toca a su realización mi asunto», pensaba, refiriéndose al proyecto que estaba llevando a cabo, «es decir, cuando necesitaría toda la serenidad de espíritu y todas mis energías morales, precisamente ahora me cae encima esta preocupación. Pero ¿qué puedo hacer? Yo no soy de los que sufren contrariedades y disgustos sin osar mirarlos cara a cara».

«Debo pensarlo bien, resolver algo y librarme absolutamente de esta preocupación», pronunció en voz alta.

«Sus sentimientos y lo que pasa o pueda pasar en su alma no me incumben. Eso es cuestión de su conciencia y materia de la religión más que mía», se dijo, aliviado con la idea de que había encontrado una ley que aplicar a las circunstancias que acababan de producirse.

«De modo», siguió diciéndose, «que las cuestiones de sus sentimientos corresponden a su conciencia y no tienen por qué interesarme. Mi obligación se presenta clara: como jefe de familia tengo el deber de orientarla y soy, pues, en cierto modo, responsable de cuanto pueda suceder. Por tanto, debo advertir a Anna el peligro que veo, amonestarla y, en caso necesario, imponer mi autoridad. Sí, debo explicarle todo esto».

Y en el cerebro de Karenin se formó un plan muy claro de lo que debía decir a su mujer. Al pensar en ello consideró, sin embargo, que era muy lamentable tener que emplear su tiempo y sus energías espirituales en asuntos domésticos y de un modo que no había de granjearle renombre alguno. Mas, fuere como fuere, en su cerebro se presentaba clara como en un memorial la forma y sucesión de lo que había de decir:

«Debo hablarle así: primero le explicaré la importancia que tienen la opinión ajena y las conveniencias sociales; en segundo lugar le hablaré de la significación religiosa del matrimonio; en tercer término, si es necesario, le mencionaré la desgracia que puede atraer sobre su hijo; y en cuarto lugar le indicaré la posibilidad de su propia desgracia».

Alexis Alexandrovich, intercalando los dedos de una mano con los de la otra y dando un tirón, hizo crujir las articulaciones. Este ademán, aquella mala costumbre de unir las manos y hacer crujir los dedos, le calmaba, le devolvía el dominio de sí mismo que tan necesario le era en momentos como los presentes.

Próximo al portal, se sintió el ruido de un coche. Alexis Alexandrovich se detuvo en medio del salón.

Se oyeron pasos femeninos subiendo la escalera. Ya preparado para su discurso, Alexis Alexandrovich se apretaba los dedos, probando para ver si crujían en algún punto, hasta que, en efecto, le crujió una articulación.

Al percibir el ruido ya cercano de los ligeros pasos de Anna, Alexis Alexandrovich, aunque muy satisfecho del discurso que meditara, experimentó terror pensando en la explicación que le iba a dar a ella.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 9

Anna entró con la cabeza inclinada y jugueteando con las borlas de su baslik. Su rostro resplandecía, pero no de felicidad; la luz que le iluminaba recordaba más bien el siniestro resplandor de un incendio en una noche oscura. Al ver a su marido, levantó la cabeza y sonrió, como despertando de un sueño.

–¿No estás acostado aún? ¡Qué milagro!

Se quitó la capucha y, sin volver la cabeza, se encaminó al tocador.

–Es hora de acostarse, Alexis Alexandrovich; es tarde ya –dijo desde la puerta.

–Tengo que hablarte, Anna.

–¿Hablarme? ––dijo ella extrañada.

Y saliendo del tocador, le miró.

–¿De qué se trata? –preguntó, sentándose–. Hablemos, si es preciso. Pero deberíamos irnos ya a dormir.

Anna decía lo primero que le venía a los labios y ella misma se extrañaba, al escucharse, de oírse mentir con tanta familiaridad, de comprobar lo sencillas y naturales que parecían sus palabras y de la espontaneidad que aparentemente existía en el deseo que expresara de dormir. Se sentía revestida de una impenetrable coraza de falsedad y le parecía que una fuerza invisible la sostenía y ayudaba.

–Debo advertirte, Anna…

–¿Advertirme qué?

Le miraba con tanta naturalidad, con una expresión tan jovial, que quien no la hubiera conocido como su esposo no habría podido observar fingimiento alguno, ni en el sonido ni en la expresión de sus palabras.

Pero él la conocía, sabía que cuando se iba a dormir cinco minutos más tarde que de costumbre, Anna reparaba en ello y le preguntaba la causa. No ignoraba tampoco que su esposa le contaba siempre sus penas y sus alegrías. Por eso, el hecho de que esta noche no quisiera reparar en su estado de ánimo, ni contarle, era para él altamente significativo. Comprendía que la profundidad de aquella alma, antes abierta siempre para él, se había cerrado de repente.

Observaba, por otra parte, que ella no se sentía molesta ni cohibida ante aquel hecho, antes lo manifestaba abiertamente, como si su alma debiera estar cerrada y fuese conveniente que ello ocurriera y debiera seguir ocurriendo en lo sucesivo. Y él experimentaba la impresión de un hombre que, regresando a su casa, se encontrase con la puerta cerrada.

«Quizá encontremos todavía la llave», pensaba Alexis Alexandrovich.

–Quiero advertirte, Anna –le dijo en voz baja– que con tu imprudencia y ligereza puedes dar motivo a que la gente murmure de ti. Tu conversación de hoy con el príncipe Vronsky (pronunció este nombre lentamente y con firmeza) fue tan indiscreta que llamó la atención general.

Y mientras hablaba miraba a Anna, a los ojos y los ojos de su esposa le parecían ahora terribles por lo impenetrables y comprendía la inutilidad de sus palabras.

–Siempre serás el mismo –respondió ella, fingiendo no comprender sino las últimas palabras de su marido–. Unas veces te agrada que esté alegre, otras te molesta que lo esté… Hoy no estaba aburrida. ¿Acaso te ofende eso?

Alexis Alexandrovich se estremeció y se apretó las manos intentando hacer crujir las articulaciones.

–¡Por favor, no hagas eso con los dedos! Ya sabes que me desagrada.

–Anna, ¿eres tú? –le preguntó Alexis Alexandrovich en voz baja; esforzándose suavemente en dominarse y contener el movimiento de sus manos.

–Pero, en fin, ¿qué significa todo eso? –dijo ella con sorpresa a la vez cómica y sincera–. Habla, ¿qué quieres?

Alexis Alexandrovich calló. Se pasó la mano por la frente y los ojos. En lugar de por el motivo por el que se proponía advertir a su mujer de su falta a los ojos del mundo, se sentía inquieto precisamente por lo que se refería a la conciencia de ella y le parecía como si se estrellara contra un muro erigido por él.

–Lo que quiero decirte es esto –continuó, imperturbable y frío– y ahora te ruego que me escuches. Como sabes, opino que los celos son un sentimiento ofensivo y humillante y jamás me permitiré dejarme llevar por ese sentimiento. Pero existen ciertas leyes, ciertas conveniencias, que no se pueden rebasar impunemente. Hoy, y a juzgar por la impresión que has producido –no fui yo solo el advertirlo, fue todo el mundo–, no te comportaste como debías.

–No comprendo absolutamente nada –contestó Anna encogiéndose de hombros.

«A él le tiene sin cuidado», se decía. «Pero lo que le inquieta es que la gente lo haya notado.»

Y añadió en voz alta:

–Me parece que no estás bien, Alexis Alexandrovich.

Y se levantó como para salir de la habitación, mas él se adelantó, proponiéndose, al parecer, detenerla. El rostro de Alexis Alejandrovich era severo y de una fealdad como Anna no recordaba haberle visto nunca.

Ella se detuvo y, echando la cabeza hacia atrás, comenzó a quitarse, con mano ligera, las horquillas.

–Muy bien, ya dirás lo que quieres –dijo tranquilamente, en tono irónico–. Incluso te escucho con interés, porque deseo saber de qué se trata.

Al hablar, ella misma se sorprendía del tono tranquilo y natural con que brotaban de sus labios las palabras.

–No tengo derecho, y considero incluso inútil y perjudicial el entrar en pormenores sobre tus sentimientos –comenzó Alexis Alexandrovich–. A veces, removiendo en el fondo del alma sacamos a flote lo que pudiera muy bien haber continuado allí. Tus sentimientos son cosa de tu conciencia; pero ante ti, ante mí y ante Dios tengo la obligación de indicarte tus deberes. Nuestras vidas están unidas no por los hombres, sino por Dios. Y este vínculo sólo puede ser roto mediante un crimen y un crimen de esa índole lleva siempre aparejado el castigo.

–¡No comprendo nada! ¡Y con el sueño que tengo hoy, Dios mío! –dijo ella, hablando muy deprisa, mientras buscaba con la mano las horquillas que aún quedaban entre sus cabellos.

–Por Dios, Anna, no hables así ––dijo él, con suavidad–. Tal vez me equivoque, pero créeme que lo que digo ahora lo digo tanto por mi bien como por el tuyo: soy tu marido y te quiero.

Anna bajó la cabeza por un instante y el destello irónico de su mirada se extinguió. Pero las palabras «te quiero» volvieron a irritarla. –«¿Me ama?», pensó. «¿Acaso es capaz de amar? Si no hubiera oído decir que existe el amor, jamás habría empleado tal palabra, porque ni siquiera sabe qué es amor.»

–Alexis Alexandrovich, la verdad es que no te comprendo. –le dijo ella en voz alta–¿Quieres decirme claramente lo que encuentras de…?

–Perdón; déjame terminar. Te quiero, sí; pero no se trata de mí. Los personajes principales en este asunto son ahora nuestro hijo y tú misma… Quizá, lo repito, te parecerán inútiles mis palabras o inoportunas; quizá se deban a una equivocación mía. En ese caso, te ruego que me perdones. Pero si tú reconoces que tienen algún fundamento, te suplico que pienses en ello y me digas lo que te dicte el corazón…

Sin darse cuenta, hablaba a su mujer en un sentido completamente distinto del que se había propuesto.

–No tengo nada que decirte. Y además –dijo Anna, muy deprisa, reprimiendo a duras penas una sonrisa–, creo que es hora ya de irse a acostar.

Alexis Alexandrovich suspiró y sin hablar más se dirigió hacia su dormitorio.

Cuando Anna entró a su vez, su marido estaba ya acostado. Tenía muy apretados los labios y sus ojos no la miraban. Ella se acostó esperando a cada instante que él le dijera todavía algo. Lo temía y lo deseaba a la vez. Pero su marido callaba. Anna permaneció inmóvil largo rato y después se olvidó de él. Ahora veía otro hombre ante sí y, al pensar en él, su corazón se henchía de emoción y de culpable alegría.

De pronto sintió un suave ronquido nasal, rítmico y tranquilo. Al principio pareció como si el mismo Alexis Alexandrovich se asustase de su ronquido y se detuvo. Los dos contuvieron la respiración. Él respiró dos veces casi sin ruido, para dejar oír nuevamente el ronquido rítmico y reposado de antes.

«Claro», pensó ella con una sonrisa. «Es muy tarde ya…»

Permaneció largo rato inmóvil, con los ojos muy abiertos, cuyo resplandor le parecía ver en la oscuridad.

ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULOS 6 Y 7

sábado, mayo 11th, 2013

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SEGUNDA PARTE – Capítulo 6

La princesa Betsy salió del teatro sin esperar el fin del último acto.

Apenas hubo entrado en su tocador y empolvado su ovalado y pálido rostro, revisado su vestido y, después de haber ordenado que sirvieran el té en el salón principal, comenzaron a llegar coches a su amplia casa de la calle Bolchaya Morskaya.

Los invitados afluían al ancho portalón y el corpulento portero, que por la mañana leía los periódicos tras la inmensa puerta vidriera para la instrucción de los transeúntes, abría la misma puerta, con el menor ruido posible, para dejar paso franco a los que llegaban.

Casi a la vez, entraron por una puerta la dueña de la casa, con el rostro ya arreglado y el peinado compuesto y por otra sus invitados, en el gran salón de oscuras paredes, con sus espejos y mullidas alfombras y su mesa inundada de luz de bujías, resplandeciente con el blanco mantel, la plata del samovar y la transparente porcelana del servicio de té.

La dueña se instaló ante el samovar y se quitó los guantes. Los invitados, tomando sus sillas con ayuda de los discretos lacayos, se dispusieron en dos grupos: uno al lado de la dueña, junto al samovar; otro en un lugar distinto del salón, junto a la bella esposa de un embajador, vestida de terciopelo negro, con negras cejas muy señaladas.

Como siempre, en los primeros momentos la conversación de ambos grupos era poco animada y frecuentemente interrumpida por los encuentros, saludos y ofrecimientos de té, cual si se buscara el tema en que debía generalizarse la charla.

–Es una magnífica actriz. Se ve que ha seguido bien la escuela de Kaulbach –decía el diplomático a los que estaban en el grupo de su mujer––. ¿Han visto ustedes con qué arte se desplomó?

–¡Por favor, no hablemos de la Nilson! ¡Ya no hay nada nuevo que decir de ella! –exclamó una señora gruesa, colorada, sin cejas ni pestañas, vestida con un traje de seda muy usado.

Era la princesa Miágkaya, muy conocida por su trato brusco y natural y a la que llamaban l’enfant terrible.

La Miágkaya se sentaba entre los dos grupos, escuchando y tomando parte en las conversaciones de ambos.

–Hoy me han repetido tres veces la misma frase referente a Kaulbach, como puestos de acuerdo. No sé por qué les gusta tanto esa frase.

Este comentario interrumpió aquella conversación y hubo de buscarse un nuevo tema.

–Cuéntanos algo gracioso… pero no inmoral –dijo la mujer del embajador, muy experta en esa especie de conversación frívola que los ingleses llaman small–talk, dirigiéndose al diplomático, que tampoco sabía de qué hablar.

–Eso es muy difícil, porque, según dicen, sólo lo inmoral resulta divertido –empezó él, con una sonrisa–.

Pero probaré… Denme un tema. El toque está en el tema. Si se encuentra tema, es fácil glosarlo. Pienso a menudo que los célebres conversadores del siglo pasado se verían avergonzados, ahora, para poder hablar con agudeza. Todo lo agudo resulta en nuestros días aburrido.

–Eso ya se ha dicho hace tiempo –interrumpió la mujer del embajador con una sonrisa.

La conversación empezó con mucha corrección, pero precisamente por exceso de corrección se volvió a encallar.

Hubo, pues, que recurrir al remedio seguro, a lo que nunca falla: la maledicencia.

–¿No encuentran ustedes que Tuchkevich tiene cierto «estilo Luis XV»? –preguntó el embajador, mostrando con los ojos a un guapo joven rubio que estaba próximo a la mesa.

–¡Oh, sí! Es del mismo estilo que este salón. Por eso viene tan a menudo.

Esta conversación se sostuvo, pues, porque no consistía sino en alusiones sobre un tema que no podía tratarse alternativamente: las relaciones entre Tuchkevich y la dueña de la casa.

Entre tanto, en torno al samovar, la conversación, que al principio languidecía y sufría interrupciones mientras se trató de temas de actualidad política, teatral y otros semejantes, ahora se había reanimado también al entrar de lleno en el terreno de la murmuración.

–¿No han oído ustedes decir que la Maltischeva –no la hija, sino la madre– se hace un traje diable rose?

–¿Es posible …? ¡Sería muy divertido!

–Me extraña que con su inteligencia –porque no tiene nada de tonta– no se dé cuenta del ridículo que hace.

Todos tenían algo que decir y criticar de la pobre Maltischeva y la conversación chisporroteaba alegremente como una hoguera encendida.

Al enterarse de que su mujer tenía invitados, el marido de la princesa Betsy, hombre grueso y bondadoso, gran coleccionista de grabados, entró en el salón antes de irse al círculo.

Avanzando sin ruido sobre la espesa alfombra, se acercó a la princesa Miágkaya.

–¿Qué? ¿Le gustó la Nilson? –le preguntó.

–¡Qué modo de acercarse a la gente! ¡Vaya un susto que me ha dado! ––contestó ella–. No me hable de la ópera, por favor: no entiende usted nada de música. Será mejor que descienda… yo hasta usted y le hablé de mayólicas y grabados. ¿Qué tesoros ha comprado recientemente en el encante?

–¿Quiere que se los enseñe? ¡Pero usted no entiende nada de esas cosas!

–Enséñemelas, sí. He aprendido con esos… ¿cómo les llaman?… esos banqueros que tienen tan hermosos grabados. Me han enseñado a apreciarlos –¿Ha estado usted en casa de los Chuzburg? –preguntó Betsy, desde su sitio junto al samovar.

–Estuve, ma chère. Nos invitaron a comer a mi marido y a mí. Según me han contado, sólo la salsa de esa comida les costó mil rublos –comentó en alta voz la Miágkaya–. Y por cierto que la salsa –un líquido verduzco– no valía nada. Yo tuve que invitarles a mi vez, hice una salsa que me costó ochenta y cinco copecks y todos tan contentos. ¡Yo no puedo aderezar salsas de mil rublos!

–¡Es única en su estilo! –exclamó la dueña, refiriéndose a la Miágkaya.

–Incomparable –convino alguien.

El enorme efecto que producían infaliblemente las palabras de la Miágkaya consistía en que lo que decía, aunque no siempre muy oportuno, como ahora, eran siempre cosas sencillas y llenas de buen sentido.

En el círculo en que se movía, sus palabras producían el efecto del chiste más ingenioso. La princesa Miágkaya no podía comprender la causa de ello, pero conocía el efecto y lo aprovechaba.

Para escucharla, cesó la conversación en el grupo de la mujer del embajador. La dueña de la casa quiso aprovechar la ocasión para unir los dos grupos en uno y se dirigió a la embajadora.

–¿No toma usted el té, por fin? Porque en este caso podría sentarse con nosotros.

–No. Estamos muy bien aquí –repuso, sonriendo, la esposa del diplomático.

Y continuó la conversación iniciada. Se trataba de una charla muy agradable. Criticaban a los Karenin, mujer y marido.

–Anna ha cambiado mucho desde su viaje a Moscú. Hay algo raro en ella –decía su amiga.

–El cambio esencial consiste en que ha traído a sus talones, como una sombra, a Alexis Vronsky –dijo la esposa del embajador-No hay nada de malo en eso. Según una narración de Grimm, cuando un hombre carece de sombra es que se la han quitado en castigo de alguna culpa. Nunca he podido comprender en qué consiste ese castigo. Pero para una mujer debe de ser muy agradable vivir sin sombra.

–Las mujeres con sombra terminan mal generalmente –contestó una amiga de Anna.

–Calle usted la boca –dijo la princesa Miágkaya de repente al oír hablar de Anna–. La Karenina es una excelente mujer y una buena amiga. Su marido no me gusta, pero a ella la quiero mucho.

–¿Y por qué a su marido no? Es un hombre notable –dijo la embajadora– Según mi esposo, en Europa hay pocos estadistas de tanta capacidad como él.

–Lo mismo dice el mío, pero yo no lo creo –repuso la princesa Miágkaya–. De no haber hablado nuestros maridos, nosotros habríamos visto a Alexei Alexandrovich tal como es. Y en mi opinión no es más que un tonto. Lo digo en voz baja, sí; pero, ¿no es verdad que, considerándole de ese modo, ya nos parece todo claro? Antes, cuando me forzaban a considerarle como un hombre inteligente, por más que hacía, no lo encontrab, y, no viendo por ninguna parte su inteligencia, terminaba por aceptar que la tonta debía de ser yo. Pero en cuanto me dije: es un tonto –y lo dijo en voz baja–, todo se hizo claro para mí. ¿No es así?

–¡Qué cruel está usted hoy!

–Nada de eso. Pero no hay otro remedio. Uno de los dos, o él o yo, somos tontos. Y ya es sabido que eso no puede una decírselo a sí misma.

–Nadie está contento con lo que tiene y, no obstante, todos están satisfechos de su inteligencia –dijo el diplomático recordando un verso francés.

–Sí, sí, eso es –dijo la princesa Miágkaya, con precipitación–. Pero lo que importa es que no les entrego a Anna para que la despellejen. ¡Es tan simpática, tan agradable! ¿Qué va a hacer si todos se enamoran de ella y la siguen como sombras?

–Yo no me proponía atacarla –se defendió la amiga de Anna.

–Si usted no tiene sombras que la sigan, eso no le da derecho a criticar a los demás.

Y tras esta lección a la amiga de Anna, la princesa Miágkaya se levantó y se dirigió al grupo próximo a la mesa donde estaba la embajadora.

La conversación allí giraba en aquel momento en torno al rey de Prusia.

–¿A quién estaban criticando? –preguntó Betsy.

–A los Karenin. La Princesa ha hecho una definición de Alexei Alejandrovich muy característica –dijo la embajadora sonriendo.

Y se sentó a la mesa.

–Siento no haberles oído –repuso la dueña de la casa, mirando a la puerta–. ¡Vaya: al fin ha venido usted!- dijo dirigiéndose a Vronsky, que llegaba en aquel momento.

Vronsky no sólo conocía a todos los presentes, sino que incluso los veía a diario. Por eso, entró con toda naturalidad, como cuando se penetra en un sitio donde hay personas de las cuales se ha despedido uno un momento antes.

–¿Qué de dónde vengo? –contestó a la pregunta de la embajadora–––. ¡Qué hacer! No hay más remedio que confesar que llego de la ópera bufa. Cien veces he estado allí y siempre vuelvo con placer. Es una maravilla. Sé que es una vergüenza pero en la ópera me duermo y en la ópera bufa estoy hasta el último momento muy a gusto… Hoy…

Mencionó a la artista francesa e iba a contar algo referente a ella, pero la mujer del embajador le interrumpió con cómico espanto.

–¡Por Dios, no nos cuente horrores!

–Bien; me callo, tanto más cuanto que todos los conocen.

–Y todos hubieran ido allí si fuese una cosa tan admitida como ir a la ópera –afirmó la princesa Miágkaya.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 7

Se oyeron pasos cerca de la puerta de entrada. Betsy, reconociendo a la Karenina, miró a Vronsky.

El dirigió la vista a la puerta y en su rostro se dibujó una expresión extraña, nueva. Miró fijamente, con alegría y timidez, a la que entraba. Luego se levantó con lentitud.

Anna entró en el salón muy erguida, como siempre y, sin mirar a los lados, con el paso rápido, firme y ligero que la distinguía de las otras damas del gran mundo, recorrió la distancia que la separaba de la dueña de la casa.

Estrechó la mano a Betsy, sonrió y al sonreír volvió la cabeza hacia Vronsky, quien la saludó en voz muy baja y le ofreció una silla.

Ella contestó con una simple inclinación de cabeza, ruborizándose y arrugando el entrecejo. Luego, estrechando las manos que se le tendían y saludando con la cabeza a los conocidos, se dirigió a la dueña.

–Estuve en casa de la condesa Lidia. Me proponía venir más temprano pero me quedé allí más tiempo del que quería. Estaba sir John. Es un hombre muy interesante…

–¡Ah, el misionero!

–Contaba cosas interesantísimas sobre la vida de los pieles rojas.

La conversación, interrumpida por la llegada de Anna, renacía otra vez como la llama al soplo del viento.

–¡Sir John! Sí, sir John. Le he visto. Habla muy bien. La Vlasieva está enamorada de él.

–¿Es cierto que la Vlasieva joven se casa con Topar?

–Sí. Dicen que es cosa decidida.

–Me parece extraño por parte de sus padres, pues según las gentes es un matrimonio por amor.

–¿Por amor? ¡Tiene usted ideas antediluvianas! ¿Quién se casa hoy por amor? –dijo la embajadora.

–¿Qué vamos a hacerle? Esta antigua costumbre, por estúpida que sea, sigue aún de moda –repuso Vronsky.

–Peor para los que la siguen… Los únicos matrimonios felices que yo conozco son los de conveniencia.

–Sí; pero la felicidad de los matrimonios de conveniencia queda muchas veces desvanecida como el polvo, precisamente porque aparece esta pasión en la cual no creían –replicó Vronsky.

–Nosotros llamamos matrimonios de conveniencia a aquellos que se celebran cuando el marido y la mujer están ya cansados de la vida. Es como la escarlatina, que todos deben pasar por ella.

–Entonces, hay que aprender a hacerse una inoculación artificial de amor, una especie de vacuna…

–Yo, de joven, estuve enamorada del sacristán –dijo la Miágkaya–. No sé si eso me sería útil.

–Bromas aparte, creo que, para conocer bien el amor, hay que equivocarse primero y corregir después la equivocación ––dijo la princesa Betsy.

–¿Incluso después del matrimonio? –preguntó la esposa del embajador con un ligero tono de burla.

–Nunca es tarde para arrepentirse –alegó el diplomático recordando el proverbio inglés.

–Precisamente –afirmó Betsy– es así como hay que equivocarse para corregir la equivocación. ¿Qué opina usted de eso? –preguntó a Anna, que con leve pero serena sonrisa escuchaba la conversación.

–Yo pienso –dijo Anna, jugueteando con uno de sus guantes que se había quitado–, yo pienso que hay tantos cerebros como cabezas y tantas clases de amor como corazones.

Vronsky miraba a Anna, esperando sus palabras con el pecho oprimido. Cuando ella hubo hablado, respiró, como si hubiese pasado un gran peligro.

Anna, de improviso, se dirigió a él:

–He recibido carta de Moscú. Me dicen que Kitty Scherbazkv está seriamente enferma.

–¿Es posible? –murmuró Vronsky frunciendo las cejas.

Anna le miró con gravedad.

–¿No le interesa la noticia?

–Al contrario, me interesa mucho. ¿Puedo saber concretamente lo que le dicen? –preguntó él.

Anna, levantándose, se acercó a Betsy.

–Déme una taza de té –dijo, parándose tras su silla.

Mientras Betsy vertía el té, Vronsky se acercó a Anna.

–¿Qué le dicen? –repitió.

–Yo creo que los hombres no saben lo que es nobleza, aunque siempre están hablando de ello –comentó Anna sin contestarle–. Hace tiempo que quería decirle esto –añadió.

Y, dando unos pasos, se sentó ante una mesa llena de álbumes que había en un rincón.

–No comprendo bien lo que quieren decir sus palabras –dijo Vronsky, ofreciéndole la taza.

Ella miró el diván que había a su lado y Vronsky se sentó en él inmediatamente.

–Quería decirle –continuó ella sin mirarle– que ha obrado usted mal, muy mal.

–¿Y cree usted que no sé que he obrado mal? Pero ¿cuál ha sido la causa de que haya obrado de esta manera?

–¿Por qué me dice eso? –repuso Anna mirándole con severidad.

–Usted sabe por qué –contestó él, atrevido y alegre, encontrando la mirada de Anna y sin apartar la suya.

No fue él sino ella la confundida.

–Eso demuestra que usted no tiene corazón –dijo Anna.

Pero la expresión de sus ojos daba a entender que sabía bien que él tenía corazón y que precisamente por ello le temía.

–Eso a que usted aludía hace un momento era una equivocación, no era amor.

–Recuerde que le he prohibido pronunciar esta palabra, esta repugnante palabra –dijo Anna, estremeciéndose imperceptiblemente. Pero comprendió en seguida que con la palabra «prohibido» daba a entender que se reconocía con ciertos derechos sobre él y que, por lo mismo, le animaba a hablarle de amor.

Anna continuó mirándole fijamente a los ojos, con el rostro encendido por la animación:

–Hoy he venido aquí expresamente, sabiendo que le encontraría, para decirle que esto debe terminar. Jamás he tenido que ruborizarme ante nadie y ahora usted me hace sentirme culpable, no sé de qué…

Él la miraba, sorprendido ante la nueva y espiritual belleza de su rostro.

–¿Qué desea usted que haga? –preguntó, con sencillez y gravedad.

–Que se vaya a Moscú y pida perdón a Kitty –dijo Anna.

–No desea usted eso.

Vronsky comprendía que Anna le estaba diciendo lo que consideraba su deber y no lo que ella deseaba que hiciera.

Si me ama usted como dice –murmuró ella–, hágalo para mi tranquilidad.

El rostro de Vronsky resplandeció de alegría.

–Ya sabe que usted significa para mí la vida; pero no puedo darle la tranquilidad, porque yo mismo no la tengo. Me entrego a usted entero, le doy todo mi amor, eso sí… No puedo pensar por separado en usted y en mí; a mis ojos los dos somos uno. De aquí en adelante, no veo tranquilidad posible para usted ni para mí. Sólo posibilidades de desesperación y desgracia… o de felicidad. ¡Y de qué felicidad! ¿No es posible esa felicidad? –preguntó él con un simple movimiento de los labios.

Pero ella le entendió. Reunió todas las fuerzas de su espíritu para contestarle como debía, pero en lugar de ello posó sobre él, en silencio, una mirada de amor.

«¡Oh! –pensaba él, delirante–. En el momento en que yo desesperaba, en que creía no llegar nunca al fin… se produce lo que tanto anhelaba. Ella me ama, me lo confiesa…»

–Bien, hágalo por mí. No me hable más de ese modo y sigamos siendo buenos amigos –murmuró Anna.

Pero su mirada decía lo contrario.

–No podemos ser sólo amigos, esto lo sabe y muy bien. En su mano está que seamos los más dichosos o los más desgraciados del mundo.

Ella iba a contestar, mas Vronsky la interrumpió:

–Una sola cosa le pido: que me dé el derecho de esperar y sufrir como hasta ahora. Si ni aún eso es posible, ordéneme desaparecer y desapareceré. Si mi presencia la hace sufrir, no me verá usted más.

–No deseo que se vaya usted.

–Entonces no cambie las cosas en nada. Déjelo todo como está –dijo él, con voz trémula–. ¡Ah, allí viene su marido!

Efectivamente, Alexei Alexandrovich entraba en aquel momento en el salón con su paso torpe y calmoso.

Después de dirigir una mirada a su mujer y a Vronsky, se acercó a la dueña de la casa y, una vez ante su taza de té, comenzó a hablar con su voz lenta y clara, en su tono irónico habitual, con el que parecía burlarse de alguien:

–Vuestro Rambouillet está completo –dijo mirando a los concurrentes–. Se hallan presentes las Gracias y las Musas.

La condesa Betsy no podía soportar aquel tono tan sneering, como ella decía; y, como corresponde a una prudente dueña de casa, le hizo entrar en seguida en una conversación seria referente al servicio militar obligatorio.

Alexei Alexandrovich se interesó en la conversación inmediatamente y comenzó, en serio, a defender la nueva ley que la princesa Betsy criticaba.

Anna y Vronsky seguían sentados junto a la mesita del rincón.

–Esto empieza ya a pasar de lo conveniente –dijo una señora, mostrando con los ojos a la Karenina, su marido y Vronsky.

–¿Qué decía yo? –repuso la amiga de Anna.

No sólo aquellas señoras, sino casi todos los que estaban en el salón, incluso la princesa Miágkaya y la misma Betsy, miraban a la pareja, separada del círculo de los demás, como si la sociedad de ellos les estorbase.

El único que no miró ni una vez en aquella dirección fue Alexei Alexandrovich, atento a la interesante conversación, de la que no se distrajo un momento.

Observando la desagradable impresión que aquello producía a todos, Betsy se las ingenió para que otra persona la sustituyese en el puesto de oyente de Alexei Alexandrovich y se acercó a Anna.

–Cada vez me asombran más la claridad y precisión de las palabras de su marido –dijo Betsy–. Las ideas más abstractas se hacen claras para mí cuando él las expone.

–¡Oh, sí! –dijo Anna con una sonrisa de felicidad, sin entender nada de lo que Betsy le decía. Y, acercándose a la mesa, participó en la conversación general.

Alexei Alexandrovich, tras media hora de estar allí, se acercó a su mujer y le propuso volver juntos a casa.

Ella, sin mirarle, contestó que se quedaba a cenar. Alexei Alexandrovich saludó y se fue.

El cochero de la Karenina, un tártaro grueso y entrado en años, vestido con un brillante abrigo de cuero, sujetaba con dificultad a uno de los caballos, de color gris, que iba enganchado al lado izquierdo y se encabritaba por el frío y la larga espera ante las puertas de Betsy.

El lacayo abrió la portezuela del coche. El portero esperaba, con la puerta principal abierta.

Anna Arkadievna, con su ágil manecita, desengachaba los encajes de su manga de los corchetes del abrigo y escuchaba animadamente, con la cabeza inclinada, las palabras de Vronsky, que salía acompañándola.

–Supongamos que usted no me ha dicho nada –decía él–. Yo, por otra parte, tampoco pido nada, pero usted sabe que no es amistad lo que necesito. La única felicidad posible para mí, en la vida, está en esta palabra que no quiere usted oír: en el amor.

–El amor –repitió ella lentamente, con voz profunda.

Y al desenganchar los encajes de la manga, añadió:

–Si rechazo esa palabra es precisamente porque significa para mí mucho más de cuanto usted puede imaginar –y, mirándole a la cara, concluyó–: ¡Hasta la vista!

Le dio la mano y, andando con su paso rápido y elástico, pasó ante el portero y desapareció en el coche.

Su mirada y el contacto de su mano arrebataron a Vronsky. Besó la palma de su propia mano en el sitio que Anna había tocado y marchó a su casa feliz comprendiendo que aquella noche se había acercado más a su objetivo que en el curso de los dos meses anteriores.

ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULOS 3, 4 Y 5

viernes, mayo 10th, 2013

anna tapa libro
SEGUNDA PARTE – Capítulo 3

Al entrar en el saloncito de Kitty, una habitación reducida, exquisita, con muñecas vieux saxe, tan juvenil, rosada y alegre como la propia Kitty sólo dos meses antes, Dolly recordó con cuánto cariño y alegría habían arreglado las dos el año anterior aquel saloncito.

Vio a Kitty sentada en la silla baja más próxima a la puerta, con la mirada inmóvil, fija en un punto del tapiz y el corazón se le oprimió. Kitty miró a su hermana sin que se alterase la fría y casi severa expresión de su rostro.

–Ahora me voy a casa y no saldré de ella en muchos días; tampoco tú podrás venir a verme –dijo Daria Alexandrovna, sentándose a su lado–. Así que quisiera hablarte.

–¿De qué? –preguntó Kitty inmediatamente, algo alarmada y levantando la cabeza.

–¿De qué quieres que sea, sino del disgusto que pasas?

–No paso ningún disgusto.

–Basta Kitty. ¿Crees acaso que no lo sé? Lo sé todo. Y créeme que es poca cosa. Todas hemos pasado por eso.

Kitty callaba, conservando la severa expresión de su rostro.

–¡No se merece lo que sufres por él! –continuó Daria Alexandrovna, yendo derecho al asunto.

–¡Me ha despreciado! –dijo Kitty con voz apagada–. No me hables de eso, te ruego que no me hables…

–¿Quién te lo ha dicho? No habrá nadie que lo diga. Estoy segura de que te quería y hasta de que te quiere ahora, pero…

–¡Lo que más me fastidia son estas compasiones! –exclamó Kitty de repente. Se agitó en la silla, se ruborizó y movió irritada los dedos, oprimiendo la hebilla del cinturón que tenía entre las manos.

Dolly conocía aquella costumbre de su hermana de coger la hebilla, ora con una, ora con otra mano, cuando estaba irritada. Sabía que en aquellos momentos Kitty era muy capaz de perder la cabeza y decir cosas superfluas y hasta desagradables y habría querido calmarla, pero ya era tarde.

–¿Qué es, dime, qué es, lo que quieres hacerme comprender? –dijo Kitty rápidamente– ¿Que estuve enamorada de un hombre a quien yo le tenía sin cuidado y que ahora me muero de amor por él? ¡Y eso me lo dice mi hermana pensando probarme de este modo su simpatía y su piedad! ¡Para nada necesito esa piedad ni esa simpatía!

–No eres justa, Kitty.

–¿Por qué me atormentas?

–Al contrario: veo que estás afligida y…

Pero Kitty, en su irritación, ya no la escuchaba.

–No tengo por qué afligirme ni consolarme. Soy lo bastante orgullosa para no permitirme jamás amar a un hombre que no me quiere.

–Pero si no te digo nada de eso. –repuso Dolly con suavidad- Dime sólo una cosa: –añadió tomándole la mano– ¿te habló Levin?

El nombre de Levin pareció hacer perder a Kitty la poca serenidad que le quedaba. Saltó de la silla y, arrojando al suelo el cinturón que tenía en las manos, habló, haciendo rápidos gestos:

–¿Qué tiene que ver Levin con todo esto? No comprendo qué necesidad tienes de martirizarme. He dicho, y lo repito, que soy demasiado orgullosa y que nunca, nunca haré lo que tú haces de volver con el hombre que te ha traicionado, que ama a otra mujer. ¡Eso yo no lo comprendo! ¡Tú puedes hacerlo, pero yo no!

Y, al decir estas palabras, Kitty miró a su hermana y, viendo que bajaba la cabeza tristemente, en vez de salir de la habitación, como se proponía, se sentó junto a la puerta y, tapándose el rostro con el pañuelo, inclinó la cabeza.

El silencio se prolongó algunos instantes. Dolly pensaba en sí misma. Su humillación constante se reflejó en su corazón con más fuerza ante las palabras de su hermana. No esperaba de Kitty tanta crueldad y ahora se sentía ofendida.

Pero, de pronto, percibió el roce de un vestido, el rumor de un sollozo reprimido… Unos brazos enlazaron su cuello.

–¡Soy tan desventurada, Dolliñka! –exclamó Kitty, como confesando su culpa.

Y aquel querido rostro, cubierto de lágrimas, se ocultó entre los pliegues del vestido de Daria Alexandrovna.

Como si aquellas lágrimas hubiesen sido el aceite sin el cual no pudiese marchar la máquina de la recíproca comprensión entre las dos hermanas, éstas, después de haber llorado, hablaron no sólo de lo que las preocupaba, sino también de otras cosas y se comprendieron. Kitty veía que las palabras dichas a su hermana en aquel momento de acaloramiento, sobre las infidelidades de su marido y la humillación que implicaban, la habían herido en lo más profundo, no obstante lo cual la perdonaba.

Y, a su vez, Dolly comprendió cuanto quería saber: comprendió que sus presunciones estaban justificadas, que la amargura, la incurable amargura de Kitty, consistía en que había rehusado la proposición de Levin para luego ser engañada por Vronsky; y comprendió también que Kitty ahora estaba a punto de odiar a Vronsky y amar a Levin.

Sin embargo, Kitty no había dicho nada de todo ello, sino que se había limitado a referirse a su estado de ánimo.

–No tengo pena alguna ––dijo la joven cuando se calmó–. Pero ¿comprendes que todo se ha vuelto monótono y desagradable para mí, que siento repugnancia de todo y que la siento hasta de mí misma? No puedes figurarte las ideas tan horribles que me inspira todo.

–¿Qué ideas horribles pueden ser esas? –preguntó Dolly con una sonrisa.

–Las peores y más repugnantes. No sé cómo explicártelo. Ya no es aburrimiento ni nostalgia, sino algo peor. Parece que cuanto había en mí de bueno se ha eclipsado y que sólo queda lo malo. ¿Cómo hacértelo comprender? –continuó, al ver dibujarse la perplejidad en los ojos de su hermana– Si papá habla, me parece que quiere darme a entender que lo que debo hacer es casarme. Si mamá me lleva a un baile, se me figura que lo hace pensando en casarme cuanto antes para deshacerse de mí. Y aunque sé que no es así, no puedo apartar de mi mente tales pensamientos… No puedo ni ver a eso que se llama «un pretendiente». Me parece que me examinan para medirme. Antes me era agradable ir a cualquier sitio en traje de noche, me admiraba a mí misma… Pero ahora me siento cohibida y avergonzada. ¿Qué quieres? Con todo me sucede igual… El médico, ¿sabes…?

Y Kitty calló, turbada. Quería seguir hablando y decir que desde que había empezado a experimentar aquel cambio, Esteban Arkadievich le era particularmente desagradable y no podía verle sin que le asaltasen los más bajos pensamientos.

–Todo se me presenta bajo su aspecto más vil y más grosero –continuó– y ésa es mi enfermedad. Quizá se me pase luego…

–¡No pienses esas cosas!

–No puedo evitarlo. Sólo me siento a gusto entre los niños. Por eso sólo me encuentro bien en tu casa.

–Lamento que no puedas ir a ella por ahora.

–Sí iré. Ya he padecido la escarlatina. Pediré permiso a mamá.

Kitty insistió hasta que logró que su madre la dejara ir a vivir a casa de su hermana. Mientras duró la escarlatina, que efectivamente padecieron los niños, estuvo cuidándoles. Las dos hermanas lograron salvar a los seis niños, pero la salud de Kitty no mejoraba y, por la Cuaresma, los Scherbazky marcharon al extranjero.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 2

La gran sociedad de San Petersburgo es, en rigor, un círculo en el que todos se conocen y se visitan mutuamente. Mas ese amplio círculo posee sus subdivisiones.

Así, Anna Arkadievna tenía relaciones en tres diferentes sectores: uno en el ambiente oficial de su marido, con sus colaboradores y subordinados, unidos y separados de la manera más extraña en el marco de las circunstancias sociales. En la actualidad, Anna difícilmente recordaba aquella especie de religioso respeto que sintiera al principio hacia aquellas personas. Conocía ya a todos como se conoce a la gente en una pequeña ciudad provinciana. Sabía las costumbres y debilidades de cada uno, dónde les apretaba el zapato, cuáles eran sus relaciones mutuas y con respecto al centro principal; no ignoraba dónde encontraban apoyo, ni cómo ni por qué lo encontraban, ni en qué puntos coincidían o divergían entre ellos.

Pero aquel círculo de intereses políticos y varoniles no la había interesado nunca y, a pesar de los consejos de la condesa Lidia Ivanovna, procuraba frecuentarlo lo menos posible.

Otro círculo vecino a Anna era aquel a través del cual hiciera su carrera Alexis Alexandrovich. La condesa Lidia Ivanovna era el centro de aquel círculo. Se trataba de una sociedad de mujeres feas, viejas y muy religiosas y de hombres inteligentes, sabios y ambiciosos.

Cierto hombre de talento que pertenecía a aquel círculo lo denominaba «la conciencia de la sociedad de San Petersburgo». Alexis Alexandrovich estimaba mucho aquel ambiente y Anna, que sabía granjearse las simpatías de todos, encontró en tal medio muchos amigos en los primeros tiempos de su vida en la capital.

Pero, a su regreso de Moscú, aquella sociedad se le hizo insoportable. Le parecía que allí todos fingían, como ella, y se sentía tan aburrida y a disgusto en aquel mundillo que procuró visitar lo menos posible a la condesa Lidia Ivanovna.

El tercer círculo en que Anna tenía relaciones era el gran mundo propiamente dicho, el de los bailes, el de los vestidos elegantes, el de los banquetes, mundo que se apoyaba con una mano en la Corte para no rebajarse hasta ese semimundo que los miembros de aquél pensaban despreciar, pero con el que tenían no ya semejanza, sino identidad de gustos.

Anna mantenía relaciones con este círculo mediante la princesa Betsy Tverskaya, esposa de su primo hermano, mujer con ciento veinte mil rublos de renta y que, desde la primera aparición de Anna en su ambiente, la quiso, la halagó y la arrastró con ella, burlándose del círculo de la condesa Lidia Ivanovna.

–Cuando sea vieja, yo seré como ellas –decia Betsy–, pero usted, que es joven y bonita, no debe ingresar en ese asilo de ancianos.

Al principio, Anna había evitado el ambiente de la Tverskaya, por exigir más gastos de los que podía permitirse y también porque en el fondo daba preferencia al primero de aquellos círculos. Pero desde su viaje a Moscú ocurría lo contrario: huía de sus amigos intelectuales y frecuentaba el gran mundo.

Solía hallar en él a Vronsky y tales encuentros le producían una emocionada alegría. Con frecuencia le veía en casa de Betsy, Vronskaya de nacimiento y prima de Vronsky.

El joven acudía a todos los sitios donde podía encontrar a Anna y le hablaba de su amor siempre que se presentaba ocasión para ello.

Anna no le daba esperanzas, pero en cuanto le veía se encendía en su alma aquel sentimiento vivificador que experimentara en el vagón el día en que le viera por primera vez. Tenía la sensación precisa de que, al verle, la alegría iluminaba su rostro y le dilataba los labios en una sonrisa y que le era imposible dominar la expresión de aquella alegría.

Al principio, Anna se creía, de buena fe, molesta por la obstinación de Vronsky en perseguirla. Mas, a poco de volver de Moscú y después de haber asistido a una velada en la que, contando encontrarle, no lo encontró, hubo de reconocer, por la tristeza que experimentaba, que se engañaba a sí misma y que las asiduidades de Vronsky no sólo no le desagradaban sino que constituían todo el interés de su vida.

Una célebre artista cantaba por segunda vez y toda la alta sociedad se hallaba reunida en el teatro. Vronsky, viendo a su prima desde su butaca de primera fila, pasó a su palco sin esperar el entreacto.

–¿Cómo no vino usted a comer? –preguntó Betsy. Y añadió con una sonrisa, de modo que sólo él la pudiera entender: –Me admira la clarividencia de los enamorados. Ella no estaba. Pero venga cuando acabe la ópera.

Vronsky la miró, inquisitivo. Ella bajó la cabeza. Agradeciendo su sonrisa, él se sentó junto a Betsy.

–¡Cómo me acuerdo de sus burlas! –continuó la Princesa, que encontraba particular placer en seguir el desarrollo de aquella pasión–––. ¿Qué queda de lo que usted decía antes? ¡Le han atrapado, querido!

–No deseo otra cosa que eso –repuso Vronsky, con su sonrisa tranquila y benévola–. Sólo me quejo, a decir verdad, de no estar más atrapado… Empiezo a perder la esperanza.

–¿Qué esperanza puede usted tener? –dijo Betsy, como enojada de aquella ofensa a la virtud de su amiga–. Entendons–nous…

Pero en sus ojos brillaba una luz indicadora de que sabía tan bien como Vronsky la esperanza a que éste se refería.

–Ninguna –repuso él, mostrando, al sonreír, sus magníficos dientes–. Perdón –añadió, tomando los gemelos de su prima y contemplando por encima de sus hombros desnudos la hilera de los palcos de enfrente–.Temo parecer un poco ridículo…

Sabía bien que a los ojos de Betsy y las demás personas del gran mundo no corría el riesgo de parecer ridículo. Le constaba que ante ellos puede ser ridículo el papel de enamorado sin esperanzas de una joven o de una mujer libre. Pero el papel de cortejar a una mujer casada, persiguiendo como fin llevarla al adulterio, aparecía ante todos, y Vronsky no lo ignoraba, como algo magnífico, grandioso, nunca ridículo.

Así, dibujando bajo su bigote una sonrisa orgullosa y alegre, bajó los gemelos y miró a su prima:

–¿Por qué no vino a comer? –preguntó Betsy, mirándole a su vez.

–Me explicaré… Estuve ocupado… ¿Sabe en qué? Le doy cien o mil oportunidades de adivinarlo y estoy seguro de que no acierta. Estaba poniendo paz entre un esposo y su ofensor. Sí, en serio…

–¿Y lo ha conseguido?

–Casi.

–Tiene que contármelo –dijo ella, levantándose–. Venga al otro entreacto.

–Imposible. Me marcho al teatro Francés.

–¿No se queda a oír a la Nilson? ––exclamó Betsy, horrorizada, al considerarle incapaz de distinguir a la Nilson de una corista cualquiera.

–¿Y qué voy a hacer, pobre de mí? Tengo una cita allí relacionada con esa pacificación.

–Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán salvados ––dijo Betsy, recordando algo parecido dicho por alguien–. Entonces, siéntese y cuénteme ahora. ¿De qué se trata?

Y Betsy, a su vez, se sentó de nuevo.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 5

–Aunque es un poco indiscreto, tiene tanta gracia que ardo en deseos de relatarlo –dijo Vronsky, mirándola con ojos sonrientes–. Pero no daré nombres.

–Yo los adivinaré y será aún mejor.

–Escuche, pues: en un coche iban dos jóvenes caballeros muy alegres.

–Naturalmente, oficiales de su regimiento.

–No hablo de dos oficiales, sino de dos jóvenes que han comido bien.

–Traduzcamos que han bebido bien.

–Quizá. Van a casa de un amigo con el ánimo más optimista. Y ven que una mujer muy bonita les adelanta en un coche de alquiler, vuelve la cabeza y –o así parece, al menos– les sonríe y saluda. Como es de suponer, la siguen. Los caballos van a todo correr. Con gran sorpresa suya la joven se apea ante la misma puerta de la casa adonde ellos van. La bella sube corriendo al piso alto. Sólo han visto de ella sus rojos labios bajo el velillo y los piececitos admirables.

–Me lo cuenta usted con tanto entusiasmo que no parece sino que era usted uno de los dos jóvenes.

–¿Olvida usted lo que me ha prometido? Los jóvenes entran en casa de su amigo y asisten a una comida de despedida de soltero. Entonces es seguro que beben y, probablemente, demasiado, como siempre sucede en comidas semejantes. En la mesa preguntan por las personas que viven en la misma casa. Pero nadie lo sabe y únicamente el criado del anfitrión, interrogado sobre si habitan arriba mademoiselles, contesta que en la casa hay muchas. Después de comer, los dos jóvenes se dirigen al despacho del anfitrión y escriben allí una carta a la desconocida. Es una carta pasional, una declaración amorosa. Una vez escrita, ellos mismos la llevan arriba a fin de explicar en persona lo que pudiera quedar confuso en el escrito.

–¿Cómo se atreve usted a contarme tales horrores? ¿Y qué pasó?

–Llaman. Sale una muchacha, le entregan la carta y le afirman que están tan enamorados que van a morir allí mismo, ante la puerta. Mientras la chica, que no comprende nada, parlamenta con ellos, sale un señor con patillas en forma de salchichones y rojo como un cangrejo, quien les declara que en la casa no vive nadie más que su mujer y les echa de allí.

–¿Cómo sabe usted que tiene las patillas en forma de salchichones?

–Escúcheme y lo sabrá. Hoy he ido para reconciliarles.

–¿Y qué ha pasado?

–Aquí viene lo más interesante. Resulta que se trata de dos excelentes esposos: un consejero titular y la señora consejera titular. El consejero presenta una denuncia y yo me convierto en conciliador. ¡Y qué conciliador! Le aseguro que el propio Talleyrand quedaba pequeñito a mi lado.

–¿Surgieron dificultades?

–Escuche, escuche… Se pide perdón en toda regla: «Estamos desesperados; le rogamos que perdone la enojosa equivocación…». El consejero titular empieza a ablandarse, trata de expresar sus sentimientos y, apenas comienza a hacerlo, se irrita y empieza a decir groserías. Tengo, pues, que volver a poner en juego mi talento diplomático. «Reconozco que la conducta de esos dos señores no fue correcta, pero le ruego que tenga en cuenta su error, su juventud. No olvide, además, que ambos salían de una opípara comida y… Ya me comprende usted. Ellos se arrepienten con toda su alma y yo le ruego que les perdone.» El consejero vuelve a ablandarse: «Conforme; estoy dispuesto a perdonarles, pero comprenda que mi mujer, una mujer honrada, ha soportado las persecuciones, groserías y audacias de dos estúpidos mozalbetes… ¿Comprende usted? Aquellos mozalbetes estaban allí mismo y yo tenía que reconciliarles. Otra vez empleo mi diplomacia y otra vez, al ir a terminar el asunto, mi consejero titular se irrita, se pone rojo, se le erizan las patillas… y una vez más me veo obligado a recurrir a las sutilezas diplomáticas…» .

–¡Tengo que contarle esto! –dice Betsy a una señora que entró en aquel instante en su palco–. Me ha hecho reír mucho. Bonne chance! –le dijo a Vronsky, tendiéndole el único dedo que le dejaba libre el abanico y bajándose el corsé, que se le había subido al sentarse, con un movimiento de hombros, a fin de que éstos quedasen completamente desnudos al acercarse a la barandilla del palco, bajo la luz del gas, a la vista de todos.

Vronsky se fue al teatro Francés, donde estaba citado, en efecto, con el coronel de su regimiento, que jamás dejaba de asistir a las funciones de aquel teatro y al que debía informar del estado de la reconciliación, que le ocupaba y divertía desde hacía tres días.

En aquel asunto andaban mezclados Petrizky, por quien sentía gran afecto y otro, un nuevo oficial, buen mozo y buen camarada, el joven príncipe Kedrov; pero, sobre todo, andaba con él comprometido el buen nombre del regimiento. Los dos muchachos pertenecían al escuadrón de Vronsky. Un funcionario llamado Venden, consejero titular, acudió al comandante quejándose de dos oficiales que ofendieron a su mujer.

Venden contó que llevaba medio año casado. Su joven esposa se hallaba en la iglesia con su madre y, sintiéndose mal a causa de su estado, no pudo permanecer en pie por más tiempo y se fue a casa en el primer coche de alquiler de lujo que encontró.

Al verla en el coche, dos oficiales jóvenes comenzaron a seguirla. Ella se asustó y, sintiéndose peor aún, subió corriendo la escalera. El mismo Venden, que volvía de su oficina, sintió el timbre y voces; salió y halló a los dos oficiales con una carta en la mano.

Él los echó de su casa y ahora pedía al coronel que les impusiera un castigo ejemplar.

–Diga usted lo que quiera, este Petrizky se está poniendo imposible –había manifestado el coronel a Vronsky–. No pasa una semana sin armarla. Y este empleado no va a dejar las cosas así. Quiere llevar el asunto hasta el fin.

Vronsky comprendía la gravedad del asunto, reconocía que en aquel caso no había lugar a duelo y se daba cuenta de que era preciso poner todo lo posible de su parte para calmar al consejero y liquidar el asunto.

El coronel había llamado a Vronsky, precisamente por considerarle hombre inteligente y caballeroso y constarle que estimaba en mucho el honor del regimiento. Después de haber discutido sobre lo que se podía hacer, ambos habían resuelto que Petrizky y Kedrov, acompañados por Vronsky, fueran a presentar sus excusas al consejero titular.

Tanto Vronsky como el coronel habían pensado en que el nombre de Vronsky y su categoría de edecán, habían de influir mucho en apaciguar al funcionario ofendido. Y, en efecto, aquellos títulos tuvieron su eficacia, pero el resultado de la conciliación había quedado dudoso.

Ya en el teatro Francés, Vronsky salió con el coronel al fumadero y le dio cuenta del resultado de su gestión.

El coronel, después de haber reflexionado, resolvió dejar el asunto sin consecuencias. Luego, para divertirse, comenzó a interrogar a Vronsky sobre los detalles de su entrevista.

Durante largo rato, el coronel no pudo contener la risa; pero lo que le hizo reír más fue oír cómo el consejero titular, tras parecer calmado, volvía a irritarse de nuevo al recordar los detalles del incidente y cómo Vronsky, aprovechando la última palabra de semirreconciliación, emprendió la retirada empujando a Petrizky delante de él.

–Es una historia muy desagradable, pero muy divertida. Kedrov no puede batirse con ese señor. ¿De modo que se enfurecía mucho? –preguntó una vez más.

Y agregó, refiriéndose a la nueva bailarina francesa:

–¿Qué me dice usted de Claire? ¡Es una maravilla! Cada vez que se la ve parece distinta. Sólo los franceses son capaces de eso.

ANNA KARENINA – SEGUNDA PARTE – CAPÍTULOS 1 Y 2

jueves, mayo 9th, 2013

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ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
SEGUNDA PARTE – Capítulo 1

A finales del invierno, los Scherbazky tuvieron en su casa consulta de médicos, ya que la salud de Kitty inspiraba temores. Se sentía débil y, con la proximidad de la primavera, su salud no hizo más que empeorar.

El médico de la familia le recetó aceite de hígado de bacalao, más adelante hierro y, al fin, nitrato de plata. Pero como ninguno de aquellos remedios dio buen resultado, el médico terminó aconsejando un viaje al extranjero.

En vista de ello, la familia resolvió llamar a un médico muy reputado. Éste, hombre joven aún y de buena presencia, exigió el examen detallado de la enferma. Insistió con una complacencia especial en que el pudor de las doncellas era una reminiscencia bárbara y que no había nada más natural que el que un hombre, aunque fuera joven, auscultara a una muchacha a medio vestir. Él estaba acostumbrado a hacerlo cada día y como no experimentaba, por tanto, emoción alguna, consideraba el pudor femenino no sólo como un resto de barbarie, sino también como una ofensa personal.

Fue preciso someterse, porque, aunque todos los médicos hubiesen seguido igual número de cursos, estudiado los mismos libros y hubiesen, por consiguiente, practicado la misma ciencia, no se sabe por qué razones y, a pesar de que algunos calificaron a aquel doctor de persona no muy recomendable, se resolvió que sólo él podía salvar a Kitty.

Después de un atento examen de la enferma, confusa y aturdida, el célebre médico se lavó escrupulosamente las manos y salió al salón, donde le esperaba el Príncipe, quien le escuchó tosiendo y con aire grave. El Príncipe, como hombre ya de edad, que no era necio y no había estado nunca enfermo, no creía en la medicina y se sentía irritado ante aquella comedia, ya que era quizá el único que adivinaba la causa de la enfermedad de Kitty.

«Este admirable charlatán sería capaz hasta de espantar la caza», pensaba expresando, con aquellos términos de viejo cazador, su opinión sobre el diagnóstico del médico.

Por su parte, el doctor disimulaba con dificultad su desdén hacia el viejo aristócrata. Siendo la Princesa la verdadera dueña de la casa, apenas se dignaba dirigirle a él la palabra y sólo ante ella se proponía derramar las perlas de sus conocimientos.

La Princesa compareció en breve, seguida por el médico de la familia y el Príncipe se alejó para no exteriorizar lo que pensaba de toda aquella farsa. La Princesa, desconcertada, sintiéndose ahora culpable con respecto a Kitty, no sabía qué hacer.

–Bueno, doctor, decida nuestra suerte: díganoslo todo.

Iba a añadir «¿Hay esperanzas?», pero sus labios temblaron y no llegó a formular la pregunta. Limitóse a decir:

–¿Así, doctor, que…?

–Primero, Princesa, voy a hablar con mi colega y luego tendré el honor de manifestarle mi opinión.

–¿Debo entonces dejarles solos?

–Como usted guste…

La Princesa salió, exhalando un suspiro.

Al quedar solos los dos profesionales, el médico de familia comenzó tímidamente a exponer su criterio de que se trataba de un proceso de tuberculosis incipiente, pero que…

El médico célebre le escuchaba y en medio de su peroración consultó su voluminoso reloj de oro.

–Bien –dijo–. Pero…

El médico de familia calló respetuosamente en la mitad de su discurso.

–Como usted sabe –dijo la eminencia–, no podemos precisar cuándo comienza un proceso tuberculoso. Hasta que no existen cavernas no sabemos nada en concreto. Sólo caben suposiciones. Aquí existen síntomas: mala nutrición, nerviosismo, etc. La cuestión es ésta: admitido el proceso tuberculoso, ¿qué hacer para ayudar a la nutrición?

–Pero usted no ignora que en esto se suelen mezclar siempre causas de orden moral –se permitió observar el otro médico, con una sutil sonrisa.

–Ya, ya –contestó la celebridad médica, mirando otra vez su reloj–. Perdone: ¿sabe usted si el puente de Yausa está ya terminado o si hay que dar la vuelta todavía? ¿Está concluido ya? Entonces podré llegar en veinte minutos… Pues, como hemos dicho, se trata de mejorar la alimentación y calmar los nervios… Una cosa va ligada con la otra y es preciso obrar en las dos direcciones de este círculo.

–¿Y un viaje al extranjero? –preguntó el médico de la casa.

–Soy enemigo de los viajes al extranjero. Si el proceso tuberculoso existe, lo que no podemos saber, el viaje nada remediaría. Hemos de emplear un remedio que aumente la nutrición sin perjudicar al organismo.

Y el médico afamado expuso un plan curativo a base de las aguas de Soden, plan cuyo mérito principal, a sus ojos, era evidentemente que las tales aguas no podían en modo alguno hacer ningún daño a la enferma.

–Yo alegaría en pro del viaje al extranjero el cambio de ambiente, el alejamiento de las condiciones que despiertan recuerdos… Además, su madre lo desea…

–En ese caso pueden ir. Esos charlatanes alemanes no le harán más que daño. Sería mejor que no les escuchara. Pero ya que lo quieren así, que vayan.

Volvió a mirar el reloj.

–Tengo que irme ya –dijo, dirigiéndose a la puerta.

El médico famoso, en atención a las conveniencias profesionales, dijo a la Princesa que había de examinar a Kitty una vez más.

–¡Examinarla otra vez! –exclamó la madre, consternada.

–Sólo unos detalles, Princesa.

–Bien; haga el favor de pasar…

Y la madre, acompañada por el médico, entró en el saloncito de Kitty.

Kitty, muy delgada, con las mejillas encendidas y un brillo peculiar en los ojos a causa de la vergüenza que había pasado momentos antes, estaba de pie en medio de la habitación.

Al entrar el médico se ruborizó todavía más y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su enfermedad y la curación se le figuraban una cosa estúpida y hasta ridícula. La cura le parecía tan absurda como querer reconstruir un jarro roto reuniendo los trozos quebrados. Su corazón estaba desgarrado. ¿Cómo componerlo con píldoras y drogas?

Pero no se atrevía a contrariar a su madre, que se sentía, por otra parte, culpable con respecto a ella.

–Haga el favor de sentarse, Princesa –dijo el médico famoso.

Se sentó ante Kitty, sonriendo y, de nuevo, mientras le tomaba el pulso, comenzó a preguntarle las cosas más enojosas.

Kitty, al principio, le contestaba, pero, impaciente al fin, se levantó y le contestó irritada:

–Perdone, doctor, mas todo esto no conduce a nada. Ésta es la tercera vez que me pregunta usted la misma cosa.

El médico célebre no se ofendió.

–Excitación nerviosa ––dijo a la madre de Kitty cuando ésta hubo salido–. De todos modos, ya había terminado.

Y el médico comenzó a explicar a la Princesa, como si se tratase de una mujer de inteligencia excepcional, el estado de su hija desde el punto de vista científico y terminó insistiendo en que hiciese aquella cura de aguas, que, a su juicio, de nada había de servir.

Al preguntarle la Princesa si procedía ir al extranjero, el médico se sumió en profundas reflexiones, como meditando sobre un problema muy difícil y después de pensarlo mucho, terminó aconsejando que se hiciera el viaje. Puso, no obstante, por condición que no se hiciese caso de los charlatanes de allí y que se le consultara a él para todo.

Cuando el médico se hubo ido se sintieron todos aliviados, como si hubiese sucedido allí algún feliz acontecimiento. La madre volvió a la habitación de Kitty radiante de alegría y Kitty fingió estar contenta también. Ahora se veía con frecuencia obligada a disimular sus verdaderos sentimientos.

–Es verdad, mamá, estoy muy bien. Pero si usted cree conveniente que vayamos al extranjero, podemos ir –le dijo y, para demostrar el interés que despertaba en ella aquel viaje, comenzó a hablar de los preparativos.

SEGUNDA PARTE – Capítulo 2

Después de marcharse el médico, llegó Dolly. Sabía que se celebraba aquel día consulta de médicos y, a pesar de que hacía poco que se había levantado de la cama, después de su último parto (a finales de invierno había dado a luz a una niña), dejando a la recién nacida y a otra de sus hijas que se hallaba enferma, acudió a interesarse por la salud de Kitty.

–Os veo muy alegres a todos ––dijo al entrar en el salón, sin quitarse el sombrero–. ¿Es que está mejor?

Trataron de referirle lo que dijera el médico pero resultó que, aunque éste había hablado muy bien durante largo rato, eran incapaces de explicar con claridad lo que había dicho. Lo único interesante era que se había resuelto ir al extranjero.

Dolly no pudo reprimir un suspiro. Su mejor amiga, su hermana, se marchaba. Y su propia vida no era nada alegre. Después de la reconciliación, sus relaciones con su marido se habían convertido en humillantes para ella. La soldadura hecha por Anna resultó de escasa consistencia y la felicidad conyugal volvió a romperse por el mismo sitio.

No había nada en concreto pero Esteban Arkadievich no estaba casi nunca en casa, faltaba siempre el dinero para las atenciones del hogar y las sospechas de las infidelidades de su marido atormentaban a Dolly continuamente, aunque procuraba eludirlas para no caer otra vez en el sufrimiento de los celos. La primera explosión de celos no podía volverse a producir y ni siquiera el descubrimiento de la infidelidad de su marido habría ya de despertar en ella el dolor de la primera vez.

Semejante descubrimiento sólo le habría impedido atender sus obligaciones familiares; pero prefería dejarse engañar, despreciándole y despreciándose a sí misma por su debilidad. Además, las preocupaciones propias de una casa habitada por una numerosa familia ocupaban todo su tiempo: ya se trataba de que la pequeña no podía lactar bien, ya que de que la niñera se iba, ya, como en la presente ocasión, de que caía enfermo uno de los niños.

–¿Cómo estáis en tu casa? –preguntó la Princesa a Dolly.

–También nosotros tenemos muchas penas, mamá… Ahora está enferma Lilí y temo que sea la escarlatina. Sólo he salido para preguntar por Kitty. Por eso he venido en seguida, porque si es escarlatina – ¡Dios nos libre!–, quién sabe cuándo podré venir.

Después de marcharse el médico, el Príncipe había salido de su despacho y, tras ofrecer la mejilla a Dolly para que se la besase, se dirigió a su mujer:

–¿Qué habéis decidido? ¿Ir al extranjero? ¿Y qué pensáis hacer conmigo?

–Creo que debes quedarte, Alejandro –respondió su esposa.

–Como queráis.

–Mamá, ¿y por qué no ha de venir papá con nosotras? –preguntó Kitty–. Estaríamos todos mejor.

El Príncipe se levantó y acarició los cabellos de Kitty. Ella alzó el rostro y le miró esforzándose en aparecer sonriente.

Le parecía a Kitty que nadie de la familia la comprendía tan bien como su padre, a pesar de lo poco que hablaba con ella. Por ser la menor de sus hijas, era ella la predilecta del Príncipe y Kitty pensaba que su mismo amor le hacía penetrar más en sus sentimientos.

Cuando su mirada encontró los ojos azules y bondadosos del Príncipe, que la consideraba atentamente, le pareció que aquella mirada la penetraba, descubriendo toda la tristeza que había en su interior.

Kitty se irguió, ruborizándose y se adelantó hacia su padre esperando que la besara. Pero él se limitó a acariciar sus cabellos diciendo:

–¡Esos estúpidos postizos! Uno no puede ni acariciar a su propia hija. Hay que contentarse con pasar la mano por los cabellos de alguna señora difunta… ¿Qué hace tu «triunfador», Dolliñka? –preguntó a su hija mayor.

–Nada, papa –contestó ella, comprendiendo que se refería a su marido. Y agregó, con sonrisa irónica–: Está siempre fuera de casa. Apenas lo veo.

–¿Todavía no ha ido a la finca a vender la madera?

–No… Siempre está preparándose para ir…

–Ya. ¡Preparándose para ir! ¡Habré yo también de hacer lo mismo! ¡Muy bien! –dijo dirigiéndose a su mujer, mientras se sentaba–. ¿Sabes lo que tienes que hacer, Kitty? –agregó, hablando a su hija menor– Pues cualquier día en que luzca un buen sol te levantas diciendo: «Me siento completamente sana y alegre y voy a salir de paseo con papá, tempranito de mañana y a respirar el aire fresco». ¿Qué te parece?

Lo que había dicho su padre parecía muy sencillo, pero Kitty, al oírle, se turbó como un criminal cogido in fraganti.

«Sí: él lo sabe todo, lo comprende todo, y con esas palabras quiere decirme que, aunque lo pasado sea vergonzoso, hay que sobrevivir a la vergüenza.»

Pero no tuvo fuerzas para contestar. Iba a decir algo y, de pronto, estalló en sollozos y salió corriendo de la habitación.

–¿Ves el resultado de tus bromas? –dijo la Princesa, enfadada–. Siempre serás el mismo… –añadió, y le espetó un discurso lleno de reproches.

El Príncipe escuchó durante largo rato las acusaciones de su esposa y calló, pero su rostro adquirió una expresión cada vez más sombría.

–¡Se siente tan desgraciada la pobre, tan desgraciada! Y tú no comprendes que cualquier alusión a la causa de su sufrimiento la hace padecer. Parece imposible que pueda una equivocarse tanto con los hombres.

Por el cambio de tono de la Princesa, Dolly y el Príncipe adivinaron que se refería a Vronsky.

–No comprendo que no haya leyes que castiguen a las personas que obran de una manera tan innoble, tan bajamente.

–No quisiera ni oírte –dijo el Príncipe con seriedad, levantándose y como si fuera a marcharse, pero deteniéndose en el umbral–. Hay leyes, sí; las hay, mujer. Y si quieres saber quién es el culpable, te lo diré: tú y nadie más que tú. Siempre ha habido leyes contra tales personajes y las hay aún. ¡Sí, señora! Si no hubieran ido las cosas como no debían, si no hubieseis sido vosotras las primeras en introducirle en nuestra casa, yo, un viejo, habría sabido llevar a donde hiciera falta a ese lechuguino. Pero como las cosas fueron como fueron, ahora hay que pensar en curar a Kitty y en enseñarla a todos esos charlatanes.

El Príncipe parecía tener aún muchas cosas más por decir, pero apenas la Princesa lo oyó hablar en aquel tono, ella, como hacía siempre tratándose de asuntos serios, se arrepintió y se humilló.

–Alejandro, Alejandro… –murmuró, acercándose a él, sollozante.

En cuanto ella comenzó a llorar, el Príncipe se calmó a su vez. Se aproximó también a su esposa.

–Basta, basta… Ya sé que sufres como yo. Pero ¿qué podemos hacer? No se trata en resumidas cuentas de un grave mal. Dios es misericordioso… démosle gracias… –continuó sin saber ya lo que decía y contestando al húmedo beso de la Princesa que acababa de sentir en su mano. Luego salió de la habitación.

Cuando Kitty se fue llorando, Dolly comprendió que arreglar aquel asunto era propio de una mujer y se dispuso a entrar en funciones. Se quitó el sombrero y, arremangándose moralmente, si vale la frase, se aprestó a obrar. Mientras su madre había estado increpando a su padre, Dolly trató de contenerla tanto como el respeto se lo permitía. Durante el arrebato del Príncipe, se conmovió después, con su padre, viendo la bondad demostrada por él, en seguida, al ver llorar a la Princesa.

Cuando su padre hubo salido, resolvió hacer lo que más urgía: ver a Kitty y tratar de calmarla.

–Mamá: hace tiempo que quería decirle que Levin, cuando estuvo aquí la última vez, se proponía declararse a Kitty. Se lo dijo a Stiva.

–¿Y qué? No comprendo…

–Puede ser que Kitty lo rechazara. ¿No te dijo nada ella?

–No, no me dijo nada de uno ni de otro. Es demasiado orgullosa, aunque me consta que todo es por culpa de aquél.

–Pero imagina que haya rechazado a Levin… Yo creo que no lo habría hecho de no haber pasado lo que yo sé. ¡Y luego el otro la engañó tan terriblemente!

La Princesa, asustada al recordar cuán culpable era ella con respecto a Kitty, se irritó.

–No comprendo nada. Hoy día todas quieren vivir según sus propias ideas. No dicen nada a sus madres, y luego…

–Voy a verla, mamá.

–Ve. ¿Acaso te lo prohíbo? –repuso su madre.

ANNA KARENINA – PRIMERA PARTE – RESUMEN Y ANÁLISIS

jueves, mayo 9th, 2013

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Buenas noches, las dachas. Hoy nos toca RESUMEN y ANÁLISIS de la PRIMERA PARTE de ANNA KARENINA, para ayudar a los rezagados que leyeron sólo los primeros capítulos y para adelantarles un poco, a todos, de qué va la cosa. Están invitados a verter sus opiniones aquí, así que anímense a hacerlo. Mañana comenzaremos con la Segunda Parte. Cuando estén listos, preparen sus teteras y a compartir.

PRIMERA PARTE

RESUMEN:
El príncipe Esteban Oblonsky, conocido como Stiva, pasa de un sueño agradable a un recuerdo lamentable: ha dormido en el sofá de su estudio, ya que él y su esposa Dolly tuvieron una seria pelea. Tres días atrás, Dolly descubrió que él tenía un romance con la institutriz francesa de sus hijos. Desde su descubrimiento, se ha negado a verlo o dejar sus aposentos y, en consecuencia, la casa se ha vuelto un caos. Aunque él sólo lamenta haber sido descubierto, detesta la conmoción que ha causado en su casa y, siguiendo el consejo de la niñera, suplica perdón. Dolly, que percibe su falta de sinceridad, reafirma su amenaza de irse a casa de su madre con los niños. A pesar de estar molesto porque sus intentos de suavizar las cosas con Dolly han fracasado, Oblonsky se va a cumplir con sus deberes como jefe de una Junta de Gobierno en Moscú. Él es optimista, porque su hermana, Anna Karenina, vendrá de visita al día siguiente e intuye que su presencia tendrá un efecto calmante sobre Dolly. El marido de Anna es un distinguido ministro del gobierno en San Petersburgo y la propia Anna es conocida como una mujer hermosa y encantadora; ellos se mueven en los círculos más altos de la sociedad.

Durante el almuerzo, Oblonsky se encuentra con su amigo Constantino Levin, quien acaba de llegar de su casa de campo y aparece directamente a su oficina. Levin tiene un asunto urgente para contarle pero como es un hombre tímido, no quiere hablar delante de los amigos de negocios de Oblonsky. Oblonsky, cuyo tacto y camaradería con los hombres es bien conocido, se da cuenta, rápidamente, de que Levin se encuentra en la ciudad para ver a su cuñada, Kitty Shcherbatskaya, una jovencita de dieciocho años de quien está enamorado. Oblonsky sugiere una reunión con Levin más tarde esa misma tarde, en la pista de hielo donde Kitty patina. Levin ha sido un pretendiente particularmente reticente, a pesar de que ha estado enamorado de toda la familia Shcherbatskaya durante muchos años, en los que fue considerando casarse con las tres hermanas. Después de su encuentro con Oblonsky, Levin va a casa de su medio hermano, Sergio Ivanovich Koznishev, un conocido escritor e intelectual, con quien Levin tiene problemas para llevarse bien. Koznishev tiene de visita a un profesor y los tres –Levin, su hermano y el profesor- tienen una discusión filosófica. Cuando el profesor se retira, Levin y Sergei Ivanovich hablan de su otro hermano, Nicolás, el paria arruinado y empobrecido de la familia.

Levin va al parque. Patina con Kitty y coquetea con ella valientemente, pero ella le manda señales contradictorias. Su madre también parece más bien tibia sobre las intenciones evidentes de Levin. Llega Oblonsky a la pista e invita a Levin a cenar. Comen en un restaurante llamado el Angleterre -Tolstoy describe el ritual de la comida con gran detalle-. Durante la cena, Oblonsky hace chistes acerca de Levin y Kitty y discuten el asunto de su proposición de matrimonio. Aunque le da ánimo a Levin, Oblonsky también le cuenta sobre su rival: el Conde Alexis Kirilovich Vronsky, un joven, rico y apuesto oficial, edecán Imperial. Oblonsky admite que siente poco dolor ante la idea del adulterio.

Mientras tanto, en casa de los Shcherbatsky, la vieja Princesa Shcherbatskaya piensa acerca de las oportunidades de matrimonio de Kitty. Aunque ella prefiere a Vronsky, por considerar a Levin raro y torpe en público, ella teme que Vronsky no esté interesado en casarse con Kitty. Llega Levin e inmediatamente le propone matrimonio a Kitty; ella lo rechaza con la esperanza de que Vronsky haga su propuesta pronto. Luego llegan otros invitados y uno de ellos, la condesa Nordston, se burla de Levin por sus modales campesinos. Levin le devuelve las burlas, hasta que llega Vronsky y él se queda, con la intención de aprender más sobre su rival. Vronsky es encantador; Levin se retira desanimado. Después de que todos los invitados se marchan, los padres de Kitty discuten sobre su futuro. Su madre todavía prefiere a Vronsky, mientras que su padre prefiere a Levin.

A la mañana siguiente, cuando Oblonsky va a la estación del ferrocarril para recibir a Anna, se encuentra con Vronsky, que está esperando que su madre baje del mismo tren. Resulta que Anna y la madre de Vronsky compartieron asiento en el mismo camarote y la señora quedó encantada con Anna. Lo mismo le pasa a Vronsky, inmediatamente, encantado por el espíritu y la vitalidad de Anna. Mientras los cuatro charlan superficialmente, un guardia de ferrocarril es atropellado y muerto por un tren que retrocede. Al ver que Anna se desespera por tal desgracia, Vronsky deja 200 rublos para la viuda del guardia.

El optimismo de Oblonsky es acertado: Anna convence hábilmente a Dolly de no abandonarlo. Kitty también queda encantada con su presencia. Sin embargo, en un baile de la noche siguiente, Kitty se da cuenta de que Vronsky no le presta atención. La fuente de su falta de atención se hace evidente cuando ve a Vronsky bailar con Anna. Los dos están completamente encendidos y el corazón de Kitty se hace añicos al darse cuenta de que sus esperanzas son vanas y de que Vronsky nunca quiso casarse con ella.

Levin va a ver a su hermano mayor, Nicolás, que está enfermo y vive en condiciones paupérrimas y se da cuenta de cuánto lo quiere y de cuánto necesita su hermano de él. Disgustado con todo el viaje, Levin deja Moscú por su finca. En su hogar se siente reconfortado por sus siervos, su casa y sus tierras y se jura que va a ser feliz sin matrimonio y que ayudará a su hermano. Anna sale el mismo día que Levin, en el tren de San Petersburgo. Está estresada por su nueva amistad. Durante una breve parada en el medio de una tormenta de nieve, Vronsky aparece en la plataforma y le dice que está enamorado de ella y que la seguirá. La sigue a San Petersburgo y se presenta inmediatamente a Karenin, el marido de Anna, al llegar a la estación, invocando el privilegio de visitarlos. A Karenin no le gusta nada. Anna, ansiosa por reanudar su vida, se lanza en la rutina, pero descubre que está permanentemente molesta con Karenin, su círculo social y su amado hijo Serezha por razones que no puede comprender.

Vronsky tiene un gran apartamento en San Petersburgo, que le ha prestado a un apuesto amigo de muy mala reputación, el teniente Petrizky. Él va a recuperar este apartamento y cena con Petrizky y su amante, la baronesa Shilton. Mientras tanto, planea su entrada en los círculos donde encontrará a Anna.

ANÁLISIS:
Anna Karenina es una novela acerca de muchas cosas: el amor, la idea del romance, el matrimonio, la nación, el estado cambiante de Rusia, la Sociedad, la moral y la justicia. Todas estas cosas se presentan en la primera parte de la novela, que también nos presenta a todos los personajes principales y los elementos más importantes de su personalidad.

Antes de que comience la novela, sin embargo, es importante tener en cuenta el epígrafe, tomado del libro de Romanos: «Mía es la venganza; yo daré el pago merecido -dice el Señor». Este es uno de los epígrafes más famosos de la literatura occidental, ya que el objeto de la ira del Señor en este libro podría ser muchas cosas diferentes y muchas personas diferentes. El blanco más obvio es Anna, pero también es Vronsky, porque es su actitud egoísta la causante de la decadencia de ella. Otro tema potencial es la Sociedad Rusa en sí misma, por su hipocresía y sus reglas inflexibles y cerradas. En sus diarios, Tolstoy decía que la intención del epígrafe fue la de encapsular uno de sus grandes temas: LA IMPORTANCIA DE DEJARLE EL JUICIO DE OTRAS PERSONAS A DIOS.

Dicho esto, la novela se abre con una escena de caos causada por una infidelidad. Los problemas de los Oblonsky y el dolor de Dolly son una manera conveniente para comenzar Anna Karenina; estas escenas iniciales harán eco a un nivel mucho más alto en el propio matrimonio de Anna. Sin embargo, existen diferencias importantes entre la situación de los Oblonsky y la de Anna. En primer lugar, la infidelidad es cometida por un hombre y, por lo tanto, Oblonsky es tratado con indulgencia por la sociedad. Dolly, agobiada con muchos niños (y otro por venir; está embarazada en este momento del libro), está dispuesta a vivir con contradicciones en su vida para salvar a la familia. A lo largo del libro, su matrimonio intacto aunque infeliz, formará un deliberado contraste con la actitud de “todo o nada” de Anna. Tolstoy pinta esta comparación con una ironía deliberada: la razón de la llegada de Anna en el libro es la de salvar el matrimonio de su hermano, lo cual hace a costa de su propio matrimonio.

Antes de que nos encontremos con Anna, nos encontramos con Levin, cuya historia se desarrollará en paralelo a la de Anna a lo largo del libro. Él es el doble de Anna y, de hecho, comparten muchos rasgos de personalidad: la generosidad y la compasión, la irracionalidad ocasional y una actitud de todo o nada cuando se trata de «vivir la vida». Al igual que Anna, Levin no puede soportar la idea de vivir con contradicciones entre sus acciones y sus creencias. Las diferencias son que Levin es capaz de encontrar salidas socialmente aceptables para sus necesidades y deseos y que no está restringido por el mismo mundo que restringe a Anna. Levin vive en el campo, donde no se aplican las reglas estrechas del orden social. El contraste entre la ciudad y el campo también formará un tema importante en este libro.

Tal como el matrimonio de Stiva y Dolly se muestra en contraste con el caos romántico de Anna, el noviazgo y matrimonio de Levin y Kitty son otro modelo de amor y de relaciones maritales. El hecho de que Vronsky estuviera asociado originalmente a Kitty, hace girar sobre el libro un tentador “Qué pasaría si…” que se repite a medida que el romance de Anna se sumerge más y más en el caos.

La escena en la que se nos presenta a Anna (Capítulo 18) es una de las más importantes de la novela. Crea un “composite”, un patrón de diseño de toda la novela, un esbozo, si se quiere; toda la acción es presagiada desde este lugar. Anna se nos presenta por primera vez, cuando baja de un tren. El tren es un símbolo importante para Anna y también para la sociedad rusa en general: al igual que los trenes que, en la década de 1870, representaban algo nuevo, terrible y perturbador, también la sociedad rusa burguesa está en medio de grandes cambios, aunque no lo reconozca. Se nos muestra la esencia de la vitalidad de Anna, que tanto la sostiene como la destruye: “Se diría que toda ella rebosaba de algo contenido, que se traslucía, a su pesar, ora en el brillo de su mirada, ora en su sonrisa.”. También llegamos a reconocer las limitaciones de Vronsky, limitaciones que condenarán su relación amorosa con Anna. Carece de la profundidad emocional y la riqueza de Anna y, por lo tanto, no puede sostenerla a ella o a sí mismo cuando es separado del mundo social que ama. Esto se muestra de formas sutiles. Por ejemplo, cuando el guardia de ferrocarril muere, Anna demuestra, inmediatamente, compasión y preocupación por su viuda, pero «Vronsky callaba. Su hermoso rostro, aunque grave, permanecía impasible.» La muerte del guardia, por supuesto, prefigura la propia muerte de Anna, al final del libro.

Como en “La guerra y la paz”, Anna Karenina se trata tanto de un mundo particular como de una época histórica determinada y de las muchas personas que se desplazan a través de sus páginas. Tolstoy da cuerpo a la novela con un extraordinariamente rico retrato de la Rusia burguesa: cenas, bailes, adecuación social, costumbres, la importancia de un comportamiento esperado y el papel de la economía. Algunos críticos sostienen que la trama de Anna Karenina es melodramática, incluso ridícula y que es el retrato de Rusia lo que hace de este libro un clásico. Esto no es cierto: Tolstoy también crea una increíble representación del amor en todas sus diferentes apariencias. Lo cierto es que una de las razones por las que Anna Karenina vive hoy día, se debe a que Tolstoy pintó la historia de una sociedad que se desmorona tanto como la de un matrimonio que se desmorona.

ANNA KARENINA – PRIMERA PARTE – CAPÍTULOS 33 Y 34

martes, mayo 7th, 2013

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PRIMERA PARTE – Capítulo 33

Alexis Alexandrovich llegó a su casa a las cuatro pero, como le ocurría a menudo, no tuvo tiempo de ver a su esposa y hubo de pasar al despacho para recibir las visitas y firmar los documentos que le llevó su secretario.

Como de costumbre, había varios invitados a comer: una anciana prima de Karenin, uno de los los directores de su ministerio, con su mujer y un joven que le habían recomendado.

Anna bajó al salón para recibirles. Apenas el gran reloj de bronce de estilo Pedro I dio las cinco, Alexis Alexandrovich apareció vestido de etiqueta, con corbata blanca y dos condecoraciones en la solapa, pues tenía que salir después de comer. Alexis Alexandrovich tenía los momentos contados y había de observar con estricta puntualidad sus diarias obligaciones.

«Ni descansar, ni precipitarse», era su lema.

Entró en la sala, saludó a todos y dijo a su mujer, sonriendo:

–¡Al fin ha terminado mi soledad! No sabes lo «incómodo» –y subrayó la palabra– que es comer a solas.

Durante la comida, Karenin pidió a su mujer noticias de Moscú, sonriendo burlonamente al mencionar a Esteban Arkadievich, pero la conversación, en todo momento de un carácter general, versó sobre el trabajo en el ministerio y la política.

Concluida la comida, Karenin estuvo media hora con sus invitados y después, tras un nuevo apretón de manos y una sonrisa a su mujer, se fue para asistir a un consejo.

Anna no quiso ir al teatro, donde tenía palco reservado aquella noche, ni a casa de la condesa Betsy Iverskaya que, al saber su llegada, le había enviado recado de que la esperaba. Antes de ir a Moscú, Anna dio a su modista tres vestidos para que se los arreglase, porque la Karenina sabía vestir bien gastando poco.

Y, al marcharse los invitados, Anna comprobó con irritación que de los tres vestidos que le prometiera la modista tener arreglados para su regreso, dos no estaban terminados aún y el tercero no había quedado a su gusto.

La modista, llamada inmediatamente, pensaba que el vestido le estaba mejor de aquella manera. Anna se enfureció de tal modo contra ella, que en seguida se sintió avergonzada de sí misma. Para calmarse, entró en la alcoba de Sergio, le acostó, le arregló las sábanas, le persignó con una amplia señal de la cruz y dejó la habitación.

Ahora, se alegraba de no haber salido y sentía una gran calma ínfima. Evocó la escena de la estación y reconoció que aquel incidente, al que diera tanta importancia, no era sino un detalle trivial de la vida mundana del que no tenía por qué ruborizarse.

Se acercó al lado de la chimenea para esperar el regreso de su esposo leyendo su novela inglesa. A las nueve y media en punto, sonó en la puerta la autoritaria llamada de Alexis Alexandrovich y éste entró en la habitación un momento después.

–Vaya, ya has vuelto –dijo ella, tendiéndole la mano, que él besó antes de sentarse a su lado.

–¿De modo que todo ha ido bien en tu viaje? –inquirió Karenin.

–Muy bien.

Anna le contó todos los detalles: la agradable compañía de la condesa Vronsky, la llegada, el accidente en la estación, la compasión que sintiera primero hacia su hermano y luego hacia Dolly.

–Aunque Esteban sea hermano tuyo, su falta es imperdonable –dijo enfáticamente Alexis Alexandrovich.

Anna sonrió. Su esposo trataba de hacer ver que los lazos de parentesco no influían para nada en sus juicios. Anna reconocía muy bien aquel rasgo del carácter de su marido y se lo sabía apreciar.

–Me alegro –continuaba él– de que todo acabara bien y de que hayas regresado. ¿Qué se dice por allá del nuevo proyecto de ley que he hecho ratificar últimamente por el Gobierno?

Anna se sintió turbada al recordar que nadie le había dicho cosa alguna sobre una cuestión que su esposo consideraba tan importante.

–Pues aquí, al contrario, interesa mucho –dijo Karenin con sonrisa de satisfacción.

Anna adivinó que su marido deseaba extenderse en pormenores que debían de ser satisfactorios para su amor propio y, mediante algunas preguntas hábiles, hizo que él le explicara, con una sonrisa de contento, que la aceptación de aquel proyecto había sido acompañada de una verdadera ovación en su honor.

–Me alegré mucho, porque eso demuestra que empiezan a ver las cosas desde un punto de vista razonable.

Después de tomar dos tazas de té con crema, Alexis Alexandrovich se dispuso a ir a su despacho.

–¿No has ido a ningún sitio durante este tiempo? Has debido de aburrirte mucho –indicó.

–¡Oh, no! –repuso ella, levantándose–. Y, ¿qué lees ahora?

–La poésie des enfers, del duque de Lille. Es un libro muy interesante.

Anna sonrió como se sonríe ante las debilidades de los seres amados y, pasando su brazo bajo el de su esposo, le acompañó hasta el despacho. Sabía que la costumbre de leer por la noche era una verdadera necesidad para su marido. Pese a las obligaciones que monopolizaban su tiempo, le parecía un deber suyo estar al corriente de lo que aparecía en el campo intelectual y Anna lo sabía. Sabía, también, que su marido, muy competente en materia de política, filosofía y religión, no entendía nada de letras ni bellas artes, lo cual no le impedía interesarse por ellas. Y, así como en política, filosofía y religión tenía dudas que procuraba disipar tratando con otros de ellas, en literatura, poesía y, sobre todo, música, de todo lo cual no entendía nada, sustentaba opiniones sobre las que no toleraba oposición ni discusión. Le agradaba hablar de Shakespeare, de Rafael y de Beethoven y poner límites a las modernas escuelas de música y poesía, clasificándolas en un orden lógico y riguroso.

–Te dejo. Voy a escribir a Moscú –dijo Anna en la puerta del despacho, en el cual, junto a la butaca de su marido, había preparadas una botella con agua y una pantalla para la bujía.

Él, una vez más, le estrechó la mano y la besó.

«Es un hombre bueno, leal, honrado y, en su especie, un hombre excepcional», pensaba Anna, volviendo a su cuarto. Pero, mientras pensaba así, ¿no se oía en su alma una voz secreta que le decía que era imposible amar a aquel hombre? Y seguía pensando: «Pero no me explico cómo se le ven tanto las orejas. Debe de haberse cortado el cabello…».

A las doce en punto, mientras Anna, sentada ante su pupitre, escribía a Dolly, sonaron los pasos apagados de una persona andando en zapatillas y Alexis Alexandrovich, lavado y peinado y con su ropa de noche, apareció en el umbral.

–Ya es hora de dormir –le dijo, con maliciosa sonrisa, antes de desaparecer en la alcoba.

«¿Con qué derecho la había mirado «él» de aquel modo?», se preguntó Anna, recordando la mirada que Vronsky dirigiera a su marido en la estación.

Y siguió a su esposo. Pero ¿qué había sido de aquella llama que en Moscú animaba su rostro haciendo brillar sus ojos y prestando luminosidad a su sonrisa? Ahora aquella llama parecía haberse apagado o, al menos, estaba escondida.

PRIMERA PARTE – Capítulo 34

Al irse de San Petersburgo, Vronsky había dejado a su amigo Petrizky su magnífico piso de la calle Morskaya.

Petrizky, un joven de familia modesta, no poseía otra fortuna que sus deudas. Se emborrachaba todas las noches y sus aventuras, escandalosas o ridículas, le costaban frecuentes arrestos. Pese a todo ello, todos los jefes y los compañeros lo querían.

Al llegar a su casa hacia las once, Vronsky vio a la puerta un coche que no le era desconocido del todo.

Llamó a la puerta y oyó en la escalera risas masculinas, un gracioso acento de mujer y la voz de Petrizky exclamando:

–¡Si es uno de esos miserables, no le dejéis entrar!

Vronsky entró sin anunciarse, procurando no hacer ruido y se acercó al salón. La baronesa Chilton, amiga de Petrizky, una rubia de carita sonrosada y acento parisiense, vestida a la sazón con un traje de satén lila, preparaba el café sobre una mesita. Petrizky, de paisano, y el capitán Kamerovsky, de uniforme, estaban a su lado.

–¡Caramba, Vronsky, tú aquí! –exclamó Petrizky, saltando de su silla–. El señor dueño cae de improviso en su casa… Baronesa: prepárale el café en la cafetera nueva. ¡Qué agradable sorpresa! Y, ¿qué me dices de este nuevo adorno de tu salón? Confío en que te gustará ––dijo, señalando a la Baronesa–. Supongo que os conoceréis…

–¡Vaya si nos conocemos! –dijo, sonriente, Vronsky, estrechando la mano de la mujer–. Somos antiguos amigos.

–Me voy –dijo ella–. Vuelve usted de viaje y… Si le molesto, me marcho.

–Está usted en su casa, amiga mía, en su casa… Hola, Kamerovsky –añadió Vronsky, estrechando con cierta frialdad la mano del capitán.

–¿Ve usted qué amable? –dijo la Baronesa a Petrizky–. Usted no sería capaz de hablar con tanta gentileza.

–Ya lo creo. Después de comer, sí.

–Después de comer no tiene gracia. Ea, voy a preparar el café mientras usted se arregla –dijo la Baronesa, sentándose y manipulando cuidadosamente la cafetera nueva.

–Pedro: dame el café; voy a poner más –dijo a Petrizky.

Le llamaba por su nombre propio, sin preocuparse de ocultar las relaciones que le unían con él.

–Le mimas demasiado. ¡Mira que ponerle más café!

–No, no le mimo… ¿Y su mujer? –dijo de pronto la Baronesa, interrumpiendo la conversación de Vronsky con sus camaradas–. ¿No sabe que mientras estaba fuera le hemos casado? ¿No ha traído consigo a su esposa?

–No, Baronesa. He nacido y moriré siendo un bohemio.

–Hace bien. ¡Déme esa mano!

Y la Baronesa, sin dejar de mirar a Vronsky, comenzó a explicarle, bromeando, su último plan de vida y le pidió consejos.

–¿Qué haré si él no quiere consentir en el divorcio? («él» era su marido). Me propongo llevar el asunto a los Tribunales. ¿Qué opina usted? Kamerovsky, eche una mirada al café; ¿ve?, ya se ha vertido… ¿No ve que estoy hablando de cosas serias? Necesito recobrar mis bienes, porque ese señor –dijo con acento despectivo–, con el pretexto de que le soy infiel, se ha quedado con mi fortuna.

Vronsky se divertía mucho oyéndola, le daba la razón, la aconsejaba, medio en serio y medio en broma, como solía hacer con aquella clase de mujeres.

La gente del ambiente en que Vronsky se movía suele dividir a las personas en dos clases: la primera está compuesta por necios, imbéciles y ridículos, que imaginan que los esposos deben ser fieles a sus esposas, las jóvenes puras, las casadas honorables, los hombres decididos, firmes y dueños de sí. Estos estúpidos opinan que hay que educar a los hijos, ganarse la vida, pagar las deudas y cometer otras tonterías por el estilo.

La segunda clase, a la que los tipos del mundo de Vronsky se envanecen de pertenecer, sólo da valor a la elegancia, la generosidad, la audacia y el buen humor, entregándose sin recato a sus pasiones y burlándose de todo lo demás.

Sin embargo, influido ahora por el ambiente de Moscú, tan distinto, Vronsky, de momento, estaba en aquel ambiente, fuera de su centro y lo encontraba demasiado frívolo y superficialmente alegre. Pero, pronto, entró en su vida habitual, tan fácilmente como si metiese los pies en sus zapatillas usadas.

El café no llegó nunca a beberse. Se salió de la cafetera, se vertió en la alfombra, ensució el vestido de la Baronesa y salpicó a todos, pero realizó su fin: provocar el regocijo y la risa general.

–¡Bueno, bueno, adiós! Me voy, porque si no tendré sobre mi conciencia la culpa de que usted cometa el más abominable delito que puede cometer un hombre correcto: no lavarse. ¿Así que me aconseja que coja a ese hombre por el cuello y…?

–Exacto; pero procurando que sus manitas se encuentren cerca de sus labios. Así, él las besará y las cosas concluirán a gusto de todos –contestó Vronsky.

–Bien, hasta la noche. En el teatro Francés, ¿verdad?

Kamerovsky se levantó también. Y Vronsky, sin esperar a que saliese, le dio la mano y se fue al cuarto de aseo.

Mientras se arreglaba, Petrizky comenzó a explicarle su situación. No tenía dinero, su padre se negaba a darle más y no quería pagar sus deudas; el sastre se negaba a hacerle ropa y otro sastre había adoptado igual actitud. Para colmo, el Coronel estaba dispuesto a expulsarle del regimiento si continuaba dando aquellos escándalos y la Baronesa se ponía pesada como el plomo con sus ofrecimientos de dinero… Tenía en perspectiva la conquista de otra belleza, un tipo completamente oriental…

–Una especie de Rebeca, querido. Ya te la enseñaré…

Luego, había una querella con Berkchev, que se proponía mandarle los padrinos, aunque podía asegurarse que no haría nada. En resumen, todo iba muy bien y era divertidísimo.

Antes de que su amigo pudiera reflexionar en aquellas cosas, Petrizky pasó a contarle las noticias del día.

Al escucharle, al sentirse en aquel ambiente tan familiar, en su propio piso, donde residía hacía tres años, Vronsky notó que se sumergía de nuevo en la vida despreocupada y alegre de San Petersburgo y lo notó con satisfacción.

–¿Es posible? –preguntó, aflojando el grifo del lavabo, que dejó caer un chorro de agua sobre su cuello vigoroso y rojizo–. ¿Es posible –repitió con acento de incredulidad- que Laura haya dejado a Fertingov por Mileev? Y él, ¿qué hace? ¿Sigue tan idiota y tan satisfecho de sí mismo como siempre? Oye, a propósito, ¿qué hay de Buzulkov?

–¿Buzulkov? ¡Si supieras lo que le pasa! Ya conoces su afición al baile. No pierde uno de los de la Corte. ¿Sabes que ahora se llevan unos cascos más ligeros…? ¡Mucho más! Pues bien: él estaba allí con su uniforme de gala… ¿Me oyes?

–Te oigo, te oigo –afirmó Vronsky, secándose con la toalla de felpa.

–Una gran duquesa pasaba del brazo de un diplomático extranjero y la conversación recayó, por desgracia, en los cascos nuevos. La gran duquesa quiso enseñar uno al diplomático y viendo a un buen mozo con el casco en la cabeza –y Petrizky procuró remedar la actitud y los ademanes de Buzulkov– le pidió que le hiciese el favor de dejárselo. Y él, sin moverse. ¿Qué significaba aquella actitud? Empiezan a hacerle signos, indicaciones, le guiñan el ojo… ¡Y él continúa inmóvil como un muerto! ¿Comprendes la situación? Entonces uno… –no sé cómo se llama, no me acuerdo nunca– va a quitarle el casco. Buzulkov se defiende. Y, al fin, otro se lo arranca a viva fuerza y lo ofrece a la gran duquesa. «Éste es el último modelo de cascos» , dice, volviéndolo. Y de pronto ven que del casco sale… ¿Sabes qué? ¡Una pera, chico, una pera! ¡Y bombones, dos libras de bombones! ¡El grandísimo animal iba bien aprovisionado!

Vronsky reía hasta saltarle las lágrimas. Durante largo rato, cada vez que recordaba la historia del casco, rompía en francas risas juveniles, mostrando al hacerlo sus hermosos dientes.

Una vez informado de las noticias del momento, Vronsky se puso el uniforme con ayuda de su criado y fue a presentarse en la Comandancia militar. Luego se proponía ver a su hermano, pasar por casa de Betsy y hacer otra serie de visitas que le reincorporasen a la vida de sociedad y le diesen la posibilidad de encontrar a Anna Karenina. Salió, pues, pensando volver muy entrada la tarde, como es costumbre en San Petersburgo.

FIN DE LA PRIMERA PARTE.

KAIFENG IMPERIAL o «La tribu que adoptó el té».

lunes, mayo 6th, 2013

PeonyNovel

En una conversación acerca de DaCha, Carlos Braverman* me dijo: “- Eres patéticamente de diáspora” y tengo que reconocer que el término diáspora me encanta, así como me encanta el término secular.
Supongo que los que se acercan a esta Dacha del sur, a leer una nota mía, o son amigos o son amantes del té o son amantes de la cultura y la historia pero no me caben dudas de que todos, absolutamente todos, tienen las mentes y los corazones abiertos para abrazar la diversidad. Y es por eso que les voy a contar esta historia.

¿Ustedes saben desde cuándo hay judíos en China?

Los judíos llegaron a China procedentes del noroeste de la India (天竺, Tiānzhú, «India celestial», como se le llama en tres tallados en piedra encontrados en Kaifeng), donde vivieron durante siglos, tras el Exilio de Babilonia (s. VI a.C.)
Ya antes de 108 a.C. estos judíos habían emigrado hacia la región de Ningxia (en la actual provincia de Gansu) y fueron avistados por el general chino Li Guang, que había sido enviado a invadir la «región occidental» para ampliar las fronteras de la China de la Dinastía Han.
Desde ese momento y, hasta las postrimerías de la Dinastía Tang (900 d.C.), los judíos se dispersaron por China, se casaron con esposas chinas y engendraron hijos «medio chinos, medio bárbaros». Durante la Gran Persecución anti-budista (845-846), el budismo y otras religiones extranjeras, entre ellas, el judaísmo, fueron relegados a las regiones exteriores de China, bajo la supervisión de los kitán (mongoles) y todos los templos fueron quemados para construir, en su lugar, templos confucianos y taoístas.

Los judíos no volvieron a China hasta que el emperador Taizong, de la Dinastía Song (s. X d.C.), un hombre con grandes ansias de conocimiento, envió mensajeros a todas las partes de China para reclutar y aprender de eruditos extranjeros. Según las primeras traducciones de los tallados en piedra, la palabra china Guī (歸), en el discurso del emperador a los judíos, fue traducida como «venir», induciendo a la mayor parte de los historiadores chinos y occidentales a creer que los judíos llegaron a China durante la dinastía Song. Tiberiu Weisz, un profesor de historia hebrea y religión china, la traduce, sin embargo, como «volver», lo que significaría que el emperador era consciente de su estatus de antiguos ciudadanos chinos y que les daba la bienvenida de vuelta a China. El emperador les ofreció la ciudad de Kaifeng, por entonces la ciudad capital, como ciudadanos chinos con todos los derechos y obligaciones, bajo la protección del imperio Song y les permitió continuar con la práctica de la religión de sus ancestros, hecho que se detalla en el segundo y tercer tallados.

Kaifeng alcanzó su máximo esplendor en el siglo XI al convertirse en un importante centro comercial e industrial, localizado en la intersección de cuatro canales destacados. Tuvo un rápido desarrollo comercial, cultural y artesanal. Durante este período, la ciudad estuvo rodeada por tres murallas y su población era de unos 600.000 o 700.000 habitantes lo que, probablemente, la convertía en la ciudad más poblada del mundo.

El esplendor de Kaifeng acabó en el año 1127 cuando la ciudad fue atacada por los Jurchen, que deportaron a la familia real y a la mayoría de los nobles a Manchuria, y que terminaron estableciendo la Dinastía Jin del norte.

Al estar situada en la orilla sur del río Yangtse (Amarillo), Kaifeng sufrió inundaciones desastrosas, que provocaron grandes pérdidas y obligaron a abandonar la ciudad. Fue reconstruida en el año 1662 por el emperador Kangxi de la dinastía Qing y los “judíos de Kaifeng” reconstruyeron su sinagoga y sus casas. Sin embargo, una nueva inundación asoló la ciudad en el año 1841. En 1843 se reconstruyó de nuevo, dando origen al Kaifeng que conocemos hoy día.

Los judíos de Kaifeng se fueron asimilando cada vez más a la cultura china, hasta perder, casi por completo sus costumbres y prácticas religiosas. Peony, una novela histórica de Pearl Buck, ambientada en 1850, da testimonio de esto. La novela sigue a Peony, la sierva China de una prominente familia judía y muestra, a través de sus ojos, cómo la comunidad judía era vista en Kaifeng, en un momento en que la mayoría de los judíos había llegado a pensar en sí mismos como chinos. La novela contiene un amor interracial escondido y muestra la importancia del deber, junto con los desafíos de la vida. Una nota introductoria, antes de la primera página, le adelanta al lector: «Hoy día, incluso el recuerdo de su origen se ha ido. Ellos son chinos.»

EL TÉ EN KAIFENG
Los pueblos de las regiones al sur del Río Amarillo, convidaban a sus invitados con su mejor té y comida, para bendecirlos y como muestra de respeto, desde las dinastías Song y Yuan.

La gente de Hunan ofrecía té con porotos de soja fritos, sésamo y rodajitas de jengibre.

La gente de Hubei solía tomar sólo agua pero agasajaba a sus invitados con té con arroz inflado y malta y, durante el Festival de Primavera, les ofrecía Té Yuanbao, con el objeto de desearles suerte, salud y felicidad para el año entrante; este té se hacía de quinotos (olivas chinas), cortados a lo largo, lo cual les otorgaba la forma de “yuanbao” (lingotes de oro).

Durante la dinastía Song, el pueblo de la ciudad capital de Kaifeng era muy hospitalario y amable. Cuando un residente se mudaba a una casa nueva o llegaba a la ciudad, los vecinos le regalaban té y frutas frescas o lo invitaban a sus casas a “tomar té” en muestra de amistad. Este té se llamaba “zhicha”, que significa “comer el té” porque al finalizar se comían las hebras. El té verde de la región, el Mao Jian, es uno de los más preciados y tradicionales de China, de sabor suave, color claro y aroma ligero (en inglés se lo conoce directamente como tippy green) y sus hebras son tan tiernas y delicadas como cabellos de ángel, por lo que no es de extrañar que les gustara comérselo.

La costumbre de mostrar amistad y respeto a un invitado, ofreciéndole té, se ha preservado hasta nuestros días.

Tantas veces, mi madre me ha dicho que debemos tener algo de chinos, algo de mongoles, que nuestros rasgos no son ni completamente semitas ni completamente caucásicos, que, a veces, parecemos orientales. Tantas veces, yo le respondí: ¿Cómo puede ser que tengamos raíces en China si los bisabuelos y tu papá emigraron hacia Argentina desde Inglaterra, Ucrania, Rusia? Bueno, la parte en que los judíos cruzaron la Manchuria hacia el norte es otro russkii sekret, que será develado oportunamente. A diferencia del HISTORIAS DE HUMO, no podía llamar a este blend «Cuentos chinos», porque esta historia ocurrió de verdad, mucho tiempo atrás, en la Ciudad Imperial de Kaifeng.

Gabriela Carina Chromoy

*Carlos Braverman (Israel): Politólogo y Psicólogo, miembro de la Asociación de Derechos Civiles de Israel. Activista por una coexistencia judéo-árabe mutuamente justa y el altermundialismo. Miembro del Partido Meretz (Partido Socialista de Israel – Tel Aviv). Presidente del Instituto Campos Abiertos (Investigaciones en Ciencias Políticas).

Probá nuestro KAIFENG IMPERIAL. Blend de tés verdes Bi Lo Chung y Mao Jian, Quinotos, Lemon Zest, pétalos de azahares y daditos de jengibre confitado. Exquisito tanto caliente como helado, es la combinación perfecta del té verde suave y dulce con la energía picante del jengibre. Nuestras recomendaciones de maridaje: Carrot cake, Cheesecake, Crumble de manzanas, pastelería con crema pastelera, tarteletas de salmón o atún, sandwiches con pollo, Sushi.
03 Kaifeng Imperial C

ANNA KARENINA – PRIMERA PARTE – CAPÍTULOS 31 Y 32

lunes, mayo 6th, 2013

anna tapa libro
ANNA KARENINA – LEV TOLSTOY
PRIMERA PARTE – Capítulo 31

Vronsky no trató siquiera de dormir. Permaneció sentado en su butaca con los ojos abiertos. Ora mirando fijamente ante él, ora contemplando a los que entraban y salían; y si antes impresionaba a los desconocidos con su inalterable tranquilidad, ahora parecía aún más seguro de sí mismo y más lleno de orgullo. Los seres no tenían para él, en aquel momento, mayor importancia que las cosas. Tal actitud le atrajo la enemistad de su vecino de asiento, un joven muy nervioso, empleado en el Ministerio de Justicia, que había hecho todo lo posible para que Vronsky reparara en que él pertenecía al mundo de los vivos. En vano le había pedido fuego, en vano le hablaba o le daba golpecitos en el codo. Vronsky no manifestó más interés por él que por el farolillo del vagón. Ofendido por su impasibilidad, su compañero de viaje reprimía su enojo a duras penas.

Aquella olímpica indiferencia no significaba que Vronsky se sintiera feliz creyendo haber impresionado el corazón de Anna. Aun no se atrevía ni a imaginarlo, pero el solo hecho de pensar en ello le inundaba de orgullo y de alegría. No sabía ni quería pensar en lo que podría resultar de todo aquello.

Sólo presentía que sus fuerzas, desperdiciadas hasta entonces, iban a unirse para empujarle hacia un único y espléndido destino.

Verla, oírla, estar a su lado, éste era ahora el único objeto de su vida. Estaba tan poseído por aquel pensamiento que, apenas vio a Anna en la estación de Blagoe, donde él bajara a tomarse un vaso de soda, no pudo menos de manifestárselo.

Estaba satisfecho de habérselo dicho, satisfecho porque ahora ella sabía ya que la amaba y no podría dejar de pensar en él.

Ya en el vagón, Vronsky principió a recordar los más nimios detalles de las veces que se habían encontrado: los gestos, las palabras de Anna. Y su corazón palpitó ante las visiones que su imaginación le presentaba para lo porvenir.

Se apeó en San Petersburgo, tan fresco y descansado como si saliera de un baño frío, aunque había pasado la noche sin dormir. Se paró junto a un vagón para ver pasar a Anna.

«La volveré a ver», se decía, sonriendo sin darse cuenta. «Acaso me dirija una palabra, un gesto, algo…»

Pero al primero que vio fue a Karenin, a quien el jefe de estación acompañaba con grandes muestras de respeto.

«¡Ah, el marido!», dijo para sí.

Y, al verle erguido ante él, con sus piernas rectas enfundadas en los pantalones negros, al verle tomar el brazo de Anna con la naturalidad de quien ejecuta un acto al que tiene derecho, Vronsky hubo de recordar que aquel ser, cuya existencia apenas considerara hasta entonces, existía, era de carne y hueso y estaba unido estrechamente a la mujer que él amaba.

Aquel frío rostro de petersburgués, aquel aire indiferente y seguro, aquel sombrero redondo, aquella espalda ligeramente encorvada, aquel conjunto era una realidad y Vronsky había de reconocerlo, pero lo reconocía como un hombre que, muriendo de sed, al encontrarse con una fuente de agua pura descubriera que estaba ensuciada por un perro, un cerdo o una vaca que habían bebido en ella.

Lo que sobre todo le desesperaba de Alexis Alexandrovich era su manera de andar, moviendo sus piernas de un modo rápido y balanceando algo el cuerpo. A Vronsky le parecía que sólo él tenía derecho a amar a aquella mujer.

Afortunadamente, ella seguía siendo la misma y al verla, su corazón se sintió conmovido.

El criado de Anna, un alemán que había hecho el viaje en segunda clase, fue a recibir órdenes. El marido le había entregado los equipajes antes de dirigirse resueltamente hacia Anna. Vronsky asistió al encuentro de los esposos y su sensibilidad de enamorado le permitió percibir el leve ademán de contrariedad que hiciera Anna al encontrar a Alexis Alexandrovich.

«No lo ama, no puede amarlo…», pensó Vronsky.

Se sintió feliz al notar que Anna, aunque de espaldas, adivinaba su proximidad. En efecto, ella se volvió, le miró y siguió hablando con su marido.

–¿Ha pasado usted la noche bien, señora? –preguntó Vronsky, saludando a la vez a los dos y dando, así, ocasión al esposo de que le reconociese si le placía.

–Muy bien; gracias –repuso ella.

En su fatigado rostro no se dibujaba la animación de otras veces, pero a Vronsky le bastó para sentirse feliz apreciar que los ojos de Anna, al verle, se iluminaban de alegría.

Ella alzó la vista hacia su marido, tratando de descubrir si éste recordaba al Conde. Karenin contemplaba al joven con aire de disgusto y como si apenas le reconociera.

Vronsky se sintió incomodado. Su calma y su seguridad de siempre chocaban ahora contra aquella actitud glacial.

–El conde Vronsky –dijo Anna.

–¡Ah, ya; me parece que nos conocemos! –se dignó decir Karenin, dando la mano al joven–. Por lo que veo, al ir has viajado con la madre y al volver con el hijo –añadió arrastrando lentamente las palabras, como si cada una le costara un rublo–. ¿Qué? ¿Vuelve usted de su temporada de permiso? –y, sin aguardar la respuesta de Vronsky, dijo con ironía, dirigiéndose a su mujer–: ¿Han llorado mucho los de Moscú al separarse de ti?

Creía terminar así la charla con el Conde. Y para completar su propósito, se llevó la mano al sombrero.

Pero Vronsky interrogó a Anna:

–Confío en que podré tener el honor de visitarles.

–Con mucho gusto. Recibimos los lunes –dijo Alexis Alexandrovich con frialdad.

Y, sin hacerle más caso, prosiguió hablando a su mujer con el mismo tono irónico de antes:

–¡Estoy encantado de disponer de media hora de libertad para testimoniarte mis sentimientos!

–Parece como si me hablaras de ellos para realzar más su valor –repuso Anna, escuchando, involuntariamente, los pasos de Vronsky que caminaba tras ellos.

«En realidad no me preocupan nada», pensó para sí. Y luego preguntó a su esposo cómo había pasado Sergio aquellos días.

–Muy bien. Mariette me dijo que estaba de muy buen humor. Lamento decirte que no te echó nada de menos. No le sucedía lo mismo a tu amante esposo. Te agradezco que hayas vuelto un día antes de lo que esperaba. Nuestro querido samovar se alegrará mucho también.

Karenin aplicaba el apelativo de «samovar» a la condesa Lidia Ivanovna, por su constante estado de vehemencia y agitación. Siguió diciendo:

–Me preguntaba diariamente por ti. Te aconsejo que la visites hoy mismo. Ya sabes que su corazón sufre siempre por todo y por todos y, ahora, está particularmente inquieta con el asunto de la reconciliación de los Oblonsky.

Lidia era una antigua amiga de su marido y el centro de aquel círculo social que, por las relaciones de su esposo, Anna se veía obligada a frecuentar.

–Ya le he escrito.

–Pero quiere saber todos los detalles. Ve, amiga mía, ve a verla, si no estás muy cansada. Ea, te dejo. Tengo que asistir a una sesión. Kondreti conducirá tu coche. ¡Gracias a Dios que al fin voy a comer contigo! –y añadió con seriedad–: ¡no puedes figurarte lo que me cuesta acostumbrarme a hacerlo solo!

Y estrechándole largamente la mano y sonriendo tan afectuosamente como pudo, Karenin la condujo a su coche.

PRIMERA PARTE – Capítulo 32

El primer rostro que vio Anna al entrar en su casa fue el de su hijo, quien, sin atender a su institutriz, corrió escaleras abajo, gritando con alegría:

–¡Mamá, mamá, mamá!

Y se colgó de su cuello.

–¡Ya decía yo que era mamá! ––dijo luego a la institutriz.

Pero, como el padre, el hijo causó a Anna una desilusión. En la ausencia le imaginaba más apuesto de lo que era en realidad; y sin embargo era un niño encantador: un hermoso niño de bucles rubios, ojos azules y piernas muy derechas, con los calcetines bien estirados.

Anna sintió un placer casi físico en tenerle a su lado y recibir sus caricias y experimentó un consuelo moral escuchando sus inocentes preguntas y mirando sus ojos cándidos, confiados y dulces.

Le ofreció los regalos que le enviaban los niños de Dolly y le contó que en Moscú, en casa de los tíos, había una niña llamada Tania que ya sabía escribir y enseñaba a los otros niños.

–Entonces, ¿es que valgo menos que ella? –preguntó Sergio.

–Para mí, vida mía, vales más que nadie.

–Ya lo sabía –dijo Sergio, sonriendo.

Antes de que Anna acabara de tomar el café, le anunciaron la visita de la condesa Lidia Ivanovna. Era una mujer alta y gruesa, de amarillento y enfermizo color y grandes y magníficos ojos negros, algo pensativos.

Anna la quería mucho y, sin embargo, pareció apreciar sus defectos por primera vez.

–¿Conque llevó a los Oblonsky el ramo de oliva, querida? –preguntó Lidia Ivanovna.

–Todo está arreglado –repuso Anna–. Las cosas no andaban tan mal como nos figurábamos. Ma belle soeur toma sus decisiones con demasiada precipitación y…

Pero la Condesa, que tenía la costumbre de interesarse por cuanto no le importaba y solía, en cambio, no poner atención alguna en lo que debía interesarle más, interrumpió a su amiga:

–Estoy abatida. ¡Cuánta maldad y cuánto dolor hay en el mundo!

–¿Pues qué sucede? –interrogó Anna, dejando de sonreír.

–Empiezo a cansarme de luchar en vano por la verdad, y a veces me siento completamente abatida. Ya ve usted: la obra de los hermanitos (se trataba de una institución benéfico–patriótico–religiosa) iba por buen camino. ¡Pero no se puede hacer nada con esos señores! –declaró la Condesa, en tono de sarcástica resignación– Aceptaron la idea para desvirtuarla y, ahora, la juzgan de un modo bajo a indigno. Sólo dos o tres personas, entre ellas su marido, comprendieron el verdadero alcance de esta empresa. Los demás no hacen más que desacreditarla… Ayer recibí carta de Pravdin (se refería al célebre paneslavista Pravlin, que vivía en el extranjero)- La Condesa contó lo que decía en su carta y luego habló de los obstáculos que se oponían a la unión de las iglesias cristianas.

Explicado aquello, la Condesa se fue precipitadamente, porque tenía que asistir a dos reuniones, una de ellas, la sesión de un Comité eslavista.

«Todo esto no es nuevo para mí. ¿Por qué será que lo veo ahora de otro modo?», pensó Anna. «Hoy Lidia me ha parecido más nerviosa que otras veces. En el fondo, todo eso es un absurdo: dice ser cristiana y no hace más que enfadarse y censurar; todos son enemigos suyos, aunque estos enemigos se digan también cristianos y persigan los mismos fines que ella.»

Después de la Condesa llegó la esposa de un alto funcionario, que refirió a Anna todas las novedades del momento y se fue a las tres, prometiendo volver otro día a comer con ella.

Alexis Alexandrovich estaba en el Ministerio. Anna asistió a la comida de su hijo (que siempre comía solo) y luego arregló sus cosas y despachó su correspondencia atrasada.

Nada quedaba en ella de la vergüenza e inquietud que sintiera durante el viaje. Ya en su ambiente acostumbrado, se sintió ajena a todo temor y por encima de todo reproche, sin comprender su estado de ánimo del día anterior.

«¿Qué sucedió, a fin de cuentas?», pensaba. «Vronsky me dijo una tontería y yo le contesté como debía. Es inútil hablar de ello a Alexis. Parecería que diera demasiada importancia al asunto.»

Recordó una vez que un subordinado de su marido le hiciera una declaración amorosa. Creyó oportuno contárselo a Karenin y éste le dijo que toda mujer de mundo debía estar preparada a tales eventualidades y que él confiaba en su tacto, sin dejarse arrastrar por celos que habrían sido humillantes para los dos.

«De modo que vale más callar», decidió ahora Anna como remate de sus reflexiones. «Además, gracias a Dios, nada tengo que decirle.»

TÉ NEGRO O PU ERH

lunes, mayo 6th, 2013

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En Oriente, el té negro dista mucho de lo que nosotros llamamos «té negro» en occidente. Lo que llamamos «té negro» es, en realidad, el Té Rojo. En el sistema chino, el té negro es el PU ERH -un té que se comprime en tortas o ladrillos (a menudo, decorados con arte/caligrafía que denota algo de la historia del té o del lugar de producción) y se deja fermentar (algo así como la acción que se lleva a cabo en el compostaje)-. La preparación del licor del Pu Erh resulta en una bebida espesa, casi aceitosa, de profundo color oscuro, muchas veces de sabor abrumador y con un aroma que podría ser considerado desagradable para la mayoría de los bebedores occidentales. Sería justo decir que el Pu Erh es consumido más como una bebida medicinal que como una bebida de placer. La leyenda sostiene y la ciencia moderna acepta -escépticamente- como posible, que el pu erh aumenta la tasa de metabolismo, elevando el consumo de calorías y, por lo tanto, coadyuvando en la pérdida de peso.
ripe pu erh tea
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