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LA FLOR DEL DURAZNO

jueves, noviembre 7th, 2013

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El duraznero, también conocido como melocotón, melocotonero o piesco es un árbol frutal de verano, originario de China.
Pertenece a la familia de las rosáceas que crecen en regiones cálidas en todo el mundo. Su nombre científico es Prunus pérsica y está emparentado con los ciruelos, cerezos y almendros, todos ellos de la familia prunus.
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Sus flores, de color rosa a rojo, miden de 2 a 5 cm de diámetro y nacen a finales del invierno y principios de la primavera.
Se utilizan en forma medicinal, secas y en infusión. Son protectoras de las mucosas gástricas, con propiedades emolientes para tratar las úlceras de duodeno e intestino; propiedades vermífugas (para casos de gusanos y oxiuros intestinales); son ligeramente laxantes, por lo que se aconsejan para prevenir el estreñimiento en niños pequeños y tienen propiedades antiheméticas, especialmente adecuadas para evitar las náuseas y vómitos que se producen en el embarazo al levantarse.
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En DaCha, forman parte del blend VIAJE A ŠIPAN (edición de primavera) y en COUP DE FOUDRE (edición limitada para el Té Literario «Aguas de primavera»).

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 36

miércoles, noviembre 6th, 2013

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Ahora, sí! Jazmines en el pelo con muchos jazmines (se hicieron rogar dos meses). ¿No es muy bello? Vamos con el Capítulo 36 de Aguas de primavera y un pedido IMPORTANTE: No olviden ir comprando sus entradas para el Té Literario, así puedo confirmar el catering que se preparará especialmente para la gente que asista. Tienen tiempo hasta el día 20 de noviembre. Pueden depositar o transferir o pasar personalmente. Me encantará tenerlos a todos allí; no se lo pierdan.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 36

Largo tiempo después de la medianoche, aún ardía la lámpara en el cuarto de Sanin. Sentado detrás de la mesa, estaba escribiendo a su Gemma. Se lo contaba todo: describía a los Pólozov, marido y mujer; por supuesto, pintó sus propios sentimientos, y concluyó recordándole que se verían ¡¡¡dentro de tres días!!! (con tres signos de admiración). A la mañana siguiente llevó muy temprano la carta al correo y se fue a pasear al jardín del Kurhaus, donde estaba ya la orquesta tocando. Aún había poca gente. Se detuvo delante del kiosko de la música, oyó una fantasía de Roberto il Diàvolo(1), tomó café, y luego buscó una alameda solitaria y se puso a meditar sentado en un banco.

El mango de una sombrilla le pegó con viveza y hasta bastante fuerte en un hombro. Se estremeció…

Vestida con un traje ligero, de un color gris tirando a verde, con un sombrero de tul blanco, calzadas las manos con guantes de piel de Suecia, fresca y sonrosada como una aurora de estío, y presentando aún en sus movimientos y miradas los vestigios de un sueño tranquilo y reparador, estaba delante de él la señora Pólozov.

—Buenos días. —le dijo —Mandé hoy en su busca, pero ya había salido usted. Acabo de beber mi segundo vaso… Figúrese: me ordenan tomar las aguas… ¡Sabe Dios por qué! ¿Tengo cara de enferma? Y tengo que pasear durante una hora entera. ¿Quiere usted ser mi acompañante? Tomaremos juntos el café.

—Ya lo he tomado, —dijo Sanin, levantándose —pero sería para mí un encanto dar un paseo con usted.

—Entonces, deme el brazo… No se asuste, aquí no está su novia… No lo verá.

Sanin respondió con una sonrisa forzada. Cada vez que la señora Pólozov hablaba de su futura, sentía una impresión desagradable. Sin embargo, se inclinó rápido y con aire sumiso… El brazo de María Nikoláevna se posó cómoda y lentamente en el suyo, resbalando y adhiriéndose a él.

—Vamos por aquí. —dijo, apoyando en el hombro la sombrilla abierta —Estoy como en mi casa en este parque; voy a enseñarle los sitios bonitos. ¿Y sabe usted una cosa? — empleaba a menudo esta muletilla —Ahora no hablaremos de su asunto; nos ocuparemos de él después del desayuno. Ahora hábleme de usted… a fin de que sepa yo con quién trato. Y luego, si usted quiere, le hablaré de mí. ¿Le parece?

—Pero, María Nikoláevna, ¿qué puede haber en mí de interesante para usted?

—Espere, espere, no ha comprendido bien. No crea que quiero hacerme la coqueta con usted. —dijo la señora Pólozov, encogiéndose de hombros —He aquí un hombre que tiene por novia una verdadera estatua antigua, ¿e iba yo a coquetear con él? No hay más, sino que usted vende y yo compro. Y quiero conocer su mercancía. Pues bien, ¡hágamela usted ver! No sólo quiero saber lo que compro, sino también a quién se la compro. Esa era la regla de conducta de mi padre. Veamos, comience… No nos remontemos a su nacimiento; pero, por ejemplo, ¿hace mucho tiempo que se encuentra usted en el extranjero? ¿Dónde ha estado usted hasta ahora? Pero no ande muy de prisa, que nadie nos corre.

—He venido de Italia, donde he pasado algunos meses.

—Por lo que veo, se desvive usted por todo lo italiano. Es muy raro que no encontrase usted por allá el objeto de sus ansias. ¿Le gustan a usted las artes? ¿Qué prefiere, la pintura o la música?

—Me gusta el arte en general. Amo todo lo bello.

—¿Y la música?

—También la música.

—A mí no me gusta ni pizca. Sólo me gustan las canciones rusas, y para eso, en el campo, y sólo en primavera, cuando se baila, ¿sabe usted…? Los adornos de abalorios, las camisetas rojas, la hierba tiernecita en la pradera, el grato olorcito a heno que sale de las isbas(2)… ¡Eso es delicioso! Pero no se trata de mí. ¡Hable, pues! ¡Cuénteme usted!

Al andar, la señora Pólozov clavaba sus ojos en Sanin. Era bastante alta y su rostro casi llegaba al ras de la cara de él.

Se puso él a narrar, desde luego, bien o mal y casi a pesar suyo; se abandonó después, y acabó por hablar largo y tendido. Lo oía la señora Pólozov con aire muy comprensivo… y luego, tenía tal aspecto de franqueza, que forzaba a ser francos a los demás. Poseía ese “terrible don de la familiaridad” del que habla el cardenal de Retz(3). Habló Sanin de sus viajes, de su vida en Petersburgo, de su juventud… Si María Nikoláevna hubiera sido una mujer de sociedad, de maneras refinadas, nunca él se hubiera explayado así; pero ella misma se había presentado ante él como una niña buena, enemiga de ceremonias. Sin embargo, esa “niña buena” iba junto a él con andar felino, pesando leve sobre su brazo, y estudiando a hurtadillas la expresión de su rostro; marchaba junto a él bajo la figura de una mujer joven que irradiaba esa atracción ardiente y dulce, lánguida y embriagadora, que ciertas naturalezas eslavas poseen, para perdición de nosotros, pobres pecadores; pero sólo ciertas naturalezas, y aun así después de un cruce de razas conveniente.

Se prolongaron aquel paseo y aquella conversación durante más de una hora. No se detuvieron un momento: andaban y andaban sin parar por las interminables alamedas del parque, ya subiendo por la montaña y admirando el paisaje, ya volviendo a descender y ocultándose en la sombra impenetrable del valle, y siempre del brazo. Sanin hasta sentía por eso impulsos de despecho: nunca había paseado tan largo tiempo con Gemma, con su adorada Gemma… ¡Y aquella mujer se había adueñado de él! Bastaba ya.

—¿No está usted fatigada? —le preguntó más de una vez.

—Nunca me fatigo —respondía ella.

Se cruzaron con escasos paseantes; casi todos la saludaban, unos con respeto, otros con obsequiosidad. A uno de ellos, un joven moreno, guapo y elegantemente vestido, le gritó ella desde lejos con el más puro acento parisiense: “Conte, vous savez, il ne faut pas venir me voir —ni aujourd’hui, ni demain”(4) El conde se quitó en silencio el sombrero e hizo una profunda reverencia.

—¿Quién es? —interrogó Sanin, dejándose llevar de esa mala costumbre de curiosidad preguntona, propia de todos los rusos.

—¿Ese? ¡Un franchute…! Hay muchos mariposeando por aquí… También él me corteja. Pero llegó la hora de tomar el café. Volvamos a casa; me parece que ya ha habido tiempo para que le entre a usted apetito. A la hora que es, mi hombre debe haberse quitado ya las lagañas.

“¡Mi hombre! ¡Las lagañas!”, repitió Sanin para sus adentros… “¡Y decir que habla con tanta elegancia el francés…! ¡Qué pícara mujer!”

Tenía razón la señora Pólozov. Cuando ella y Sanin llegaron al hotel, “su hombre”, o dicho de otro modo, “su boliche”, estaba ya sentado ante una mesa servida, con su inmutable fez de color grosella en la cabeza.

—¡Ya no te esperaba! —exclamó gesticulando con cara de pocos amigos —Había resuelto tomar el café sin ti.

—Eso no le hace, no tiene importancia. —dijo ella alegremente —¿Te has enfurruñado? Eso es magnífico para tu salud. Sin eso correrías el peligro de que se te juntasen las mantecas por completo. Ya ves, te traigo un huésped. ¡Llama a toda prisa! ¡Vamos, tomemos café del mejor, en tazas de porcelana de Sajonia, y sobre un mantel blanco como la nieve!

Se quitó el sombrero y los guantes, y golpeó una mano contra la otra. Pólozov la miraba ceñudo.

—¿Qué te pasa, María Nikoláevna, que tanto rebulles hoy? —preguntó a media voz.

—Eso no te importa, Hipólito Sídorovich. ¡Llama! Siéntese, Dmitri Pávlovich, y tome la segunda taza de café. ¡Ah, qué divertido es mandar! ¡No conozco mayor placer en el mundo!

—Cuando te obedecen —rezongó el marido.

—¡Exacto: cuando me obedecen! Eso es, precisamente, lo que me hace gracia. Sobre todo, contigo; ¿no es así, boliche? ¡Ah, aquí está el café!

En la enorme bandeja que traía el criado había un anuncio de teatro. Al momento se apoderó de él la señora Pólozov.

—¡Un drama! —dijo con enfado —¡Un drama alemán! En último término, siempre es menos malo que una comedia alemana. Haz que me saquen un palco, una platea, no… el palco de los extranjeros, la Fremden-Loge —ordenó al criado.

—Pero ¿y si la Fremden-Loge está ya reservada por Su Excelencia, el señor gobernador de la ciudad (Seine Exzellenz der Herr Stadt-Direktor)? —se atrevió a decir el criado.

—Dale diez táleros(5) a Su Excelencia; pero necesito el palco, ¿lo oyes?

El criado bajó la cabeza con aire sumiso.

—Dmitri Pávlovich, vendrá usted conmigo al teatro. Los actores alemanes son detestables, pero vendrá usted… ¿Sí? ¡Sí! ¡Qué amable! Y tú, boliche, ¿no vendrás?

—Como gustes —respondió Pólozov con las narices dentro de la taza que se había aproximado a la boca.

—¿Sabes una cosa? No vengas. No haces más que dormir en el teatro, y luego no entiendes gran cosa el alemán. He aquí, más bien, lo que deberás hacer: escribe a nuestro administrador, ¿sabes?, a propósito de nuestro molino, a propósito de la molienda de los aldeanos. Dile que ¡no quiero, no quiero y no quiero! Ya tienes ocupación para toda la velada…

—Bueno, bueno —respondió Pólozov.

—Vamos, perfectamente; eres un buen chico. Y ahora, señores, puesto que ya hemos hablado del administrador, ocupémonos de nuestro importante negocio. Dmitri Pávlovich, en cuanto el mozo haya retirado el servicio, nos dirá usted lo que concierne a su hacienda, en qué consiste, qué precio pide usted por ella, cuánto quiere usted como garantía; en una palabra, todo, todo. (“Al fin”, pensó Sanin, “¡gracias a Dios!”) Ya me ha dicho usted cuatro palabras, lo recuerdo; me describió admirablemente el jardín, pero “boliche” no estaba con nosotros… Que escuche: siempre dirá alguna cosa. Me es muy grato pensar que puedo facilitar su boda… Le había prometido tratar con usted después del desayuno, y cumplo siempre mis promesas. ¿No es así, Hipólito Sídorovich?

Pólozov se restregó la cara con la palma de la mano y dijo:

—La verdad es que nunca engaña a nadie.

—¡Nunca! Y jamás engañaré a nadie. Vamos, Dmitri Pávlovich, exponga su asunto, como decimos nosotros en el Senado.

Sanin se puso a “exponer su asunto”, es decir, a describir de nuevo su finca; pero entonces ya no habló de la belleza del paisaje, y se limitó a citar “hechos y cifras”, invocando, de tiempo en tiempo, el testimonio de Pólozov para confirmar sus ofertas. Pero Pólozov no respondía sino con gruñidos y cabezadas. ¿Aprobaba o desaprobaba? El mismo demonio no hubiera podido saberlo. Por lo demás, la señora Pólozov se pasaba muy bien sin la ayuda de su marido. ¡Dio pruebas de tales aptitudes comerciales y administrativas, que era un asombro! Conocía al dedillo todos los secretos del gobierno de un predio, se informaba cuidadosamente de todo, entraba en todos sus detalles, cada una de sus palabras iba derecha al grano y ponía los puntos sobre las íes. Sanin no esperaba semejante examen, y no se había preparado para él. Y ese examen duró hora y media. Sanin experimentó todas las emociones de un reo en el banquillo de los acusados, ante un juez severo y perspicaz. “¡Pero esto es un interrogatorio!”, se decía con angustia. Al preguntarle, se reía la señora Pólozov, como para indicar que aquello era una broma; mas no por eso se sentía a gusto Sanin, y le goteaba el sudor de la frente cuando en el curso de aquel “interrogatorio” se veía obligado a dejar ver que comprendía con harta vaguedad los términos técnicos rusos como “hijuela” o “tierra de labor”.

—¡Muy bien! —dijo por fin la señora Pólozov —Ahora conozco su posesión… lo mismo que usted. ¿Cuánto pide usted por alma? (Por aquella época, como se sabe, el valor de una propiedad rústica se fundaba en el número de campesinos siervos que contenía.)

—Pues… me parece… que no se puede pedir menos de… quinientos rublos —dijo Sanin con esfuerzo. (¡Oh, Pantaleone, Pantaleone! ¿Dónde estás? Ahora hubiera sido el verdadero momento oportuno de que exclamases: Barbari!)

María Nikoláevna alzó los ojos como reflexionando, y resolvió por fin:

—A fe mía, no me parece exagerado el precio. Pero me he tomado dos días de plazo, y tendrá que esperar usted hasta mañana. Creo que nos entenderemos, y entonces me dirá cuánto quiere en prenda. Y ahora ¡basta cosi!(6) —dijo con viveza, al ver que Sanin iba a hablar —Basta de ocuparnos del vil metal… à demain les affaire!(7) ¿Sabe usted? Ahora le permito irse hasta… —miró la hora en un relojito esmaltado que llevaba en la cintura —hasta las tres. Hay que darle a usted tiempo de respirar. Váyase a la ruleta.

—No juego a ningún juego de azar —dijo Sanin.

—¡Imposible! Pero indudablemente es usted la perfección en persona. Por supuesto, yo tampoco juego. Encuentro absurdo eso de ir a perder el dinero a ciencia cierta. Pero vaya usted a la sala de juego y mire las caras. Las hay de rechupete. Verá una vieja bigotuda, magnífica. Va también un príncipe, paisano nuestro, que tampoco está mal: tiene un porte majestuoso, la nariz aguileña, y cuando pone en el tapete un tálero, se hace a escondidas la señal de la cruz debajo del chaleco. Lea usted las revistas, paséese, haga lo que quiera, en una palabra… Y a las tres, lo espero… de pied ferme(8). Tendremos que comer más temprano. Entre estos pícaros de alemanes, los teatros se abren a las seis y media —y le tendió la mano, diciéndole: —“Sans rancune, n’est ce pas?”(9)

—¡Oh, María Nikoláevna! ¿Por qué la he de querer mal?

—Porque lo he martirizado. Aguarde, que aún no sabe usted lo que le espera. ¡Hasta la vista! —añadió entornando los ojos; y todos sus hoyuelos aparecieron a la vez en sus mejillas, que se pusieron como la grana.

Se inclinó Sanin y salió. Una alegre carcajada resonó detrás de él, y he aquí la escena que vio reflejarse en un espejo por delante del cual pasaba en ese momento: la señora Pólozov le había metido el fez de color grosella hasta las narices a su marido, quien se resistía dando manotazos al aire, débilmente, con ambas manos.

(1) Roberto il Diàvolo: Ópera compuesta en 1831 por el compositor alemán de
gran dramatismo: Giacomo Meyerbeer (1791-1864).
(2) Isba: Vivienda rural de madera, característica de algunos países del norte de Europa, y especialmente de Rusia.
(3) Paul de Gondi (1613-1679), político y escritor francés.
(4) En francés: Conde, no es necesario que venga a verme —ni hoy, ni mañana.
(5) Tálero: Antigua moneda alemana de plata.
(6) En italiano: Se acabó.
(7) En francés: Para mañana los negocios.
(8) En francés: A pie firme.
(9) En francés: Sin rencor, ¿no es así?

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 35

martes, noviembre 5th, 2013

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Buenas noches! Qué maravilla de narrador, este Turguéniev! Vamos con un té con crema, nosotros también, y el Capítulo 35 de las Aguas de primavera? Davai! Con un Invierno en Kiev y un samovar de Tula!
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 35

La desenvoltura de modales de la señora Pólozov hubiera trastornado probablemente a Sanin desde el primer momento (aun cuando no era enteramente un novicio y había corrido ya un poco de mundo), si no hubiese creído ver en ese desenfado y en esa familiaridad un feliz augurio para el buen éxito de sus proyectos.

«Halaguemos los caprichos de esta millonaria», dijo para sí resueltamente; y con el mismo desenfado con que ella había hecho la pregunta, respondió él:

—Sí, me caso.

—¿Con quién? ¿Con una extranjera?

—Sí, señora.

—¿Hace poco que la conoce usted? ¿Vive en Francfort?

—Exacto.

—¿Y quién es ella? ¿Puede saberse?

—Sin duda. Es la hija de un confitero.

La señora Pólozov enarcó las cejas, abriendo tamaños ojos, y pronunció con lentitud:

—¡Eso es encantador! ¡Es admirable! ¡Yo creía que no se encontraban en la tierra jóvenes como usted! ¡La hija de un confitero!

—Veo que eso la asombra a usted —dijo Sanin con aire digno —Pero, en primer lugar, yo no tengo esos prejuicios…

—Ante todo, —interrumpió la señora Pólozov —eso no me asombra de ninguna manera, y yo no tengo tampoco esos prejuicios… Yo soy hija de un campesino. ¡Ah! ¿Qué dice usted a esto? Lo que me pasma y me fascina es ver a un hombre que no teme amar. Porque usted la ama, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Es muy bonita, sin duda?

Esta última pregunta apuró un poco a Sanin, pero ya no era tiempo de retroceder.

—Señora, ya sabe usted que cada cual prefiere el rostro de la mujer amada a todos los demás; pero mi prometida es verdaderamente muy bella.

—¿De veras? ¿Qué tipo tiene? ¿Italiano? ¿Clásico?

—Sí, sus facciones son de una perfecta regularidad.

—¿No tiene usted su retrato?

—No. (Por aquella época aún no existía la fotografía; apenas comenzaba a difundirse el daguerrotipo.)

—¿Cuál es su nombre de pila?

—Gemma.

—¿Y el de usted?

—Dmitri.

—¿Patronímico?

—Pávlovich.

—¿Sabe usted una cosa? —dijo la señora Pólozov, siempre con la misma lentitud —Me gusta usted mucho, Dmitri Pávlovich. Debe ser usted un hombre galante. Deme la mano. Seamos amigos.

Sus lindos dedos, blancos y robustos, apretaron con vigor los dedos de Sanin. Su mano no era mucho más pequeña que la del joven, pero era más tibia, más suave, y por decirlo así, más viva.

—¿Sabe usted —preguntó ella— qué idea se me ocurre?

—¿Qué?

—¿No se enfadará usted? ¿No? Dice usted que es su futura esposa… Pero…, pero… ¿le es a usted eso absolutamente necesario?

Sanin frunció las cejas.

—Señora, no la comprendo a usted.

María Nikoláevna se puso a reír bajito, y con un movimiento de cabeza echó atrás los cabellos que le caían sobre las mejillas.

—Sin duda es usted un hombre encantador. —dijo con aire meditabundo y distraído a la vez —¡Un verdadero caballero! ¡Después de esto, vaya usted a creer a la gente que sostiene que ya no hay idealistas!

La señora Pólozov hablaba en ruso con una pureza perfecta, el verdadero ruso de Moscú, la lengua del pueblo y no la de los salones.

—Estoy segura de que se ha educado usted en casita, en el seno de una familia piadosa y patriarcal. ¿De qué provincia es usted?

—De Tula.

—¡Ah! En ese caso, somos paisanos. Mi padre… ¿Sabe usted, no es cierto, lo que era mi padre?

—Sí, lo sé.

—Era natural de Tula… Era tuliak. Bueno… —pronunció enteramente al estilo del pueblo, y con intención manifiesta, la palabra rusa que significa «bueno» —¡Y ahora pongamos manos a la obra!

—¡A la obra…! ¿Qué debo entender por esa frase?

La señora Pólozov medio cerró los ojos, exclamando:

—Pero ¿qué ha venido a hacer usted aquí?

Cuando entornaba así los ojos se hacía muy zalamera su expresión, con un si es no es de burlona; al abrirlos, ¡cuán grandes eran!, su brillo luminoso, casi frío, dejaba traslucir un no sé qué perverso y amenazador. Lo que daba a sus ojos particular hermosura eran las cejas, espesas, un poco prominentes y suaves como piel de marta cebellina.

—¿Quiere usted que le compre su hacienda? —prosiguió —Necesita usted dinero para casarse, ¿no es verdad?

—En efecto.

—¿Necesita usted mucho?

—Unos cuantos miles de francos para los gastos primeros. Su marido conoce mi hacienda. Podría usted consultarle… Pediré un precio muy módico.

La señora Pólozov hizo con la cabeza un movimiento negativo.

—En primer lugar, —comenzó a decir, tras una pequeña pausa, dando golpecitos con las yemas de los dedos en la manga de Sanin —no tengo costumbre de consultar a mi marido, como no sea para asuntos de tocador, en lo cual es maestro consumado; en segundo lugar, ¿por qué me dice que me pedirá un precio muy módico? No quiero aprovecharme de que esté usted ahora enamorado y dispuesto a todos los sacrificios… Y yo no quiero aceptar nada de eso. ¡Qué! ¿En vez de alentarlo en… (¿cómo diría yo bien eso?) en sus nobles sentimientos, iba yo a despojarlo como se le quita la corteza a un tilo para hacer lapti(1)? No tengo costumbre de eso. En ocasiones puedo ser cruel con la gente, pero nunca hasta ese extremo.

Sanin no podía adivinar si se burlaba o hablaba en serio, pero decía para sí: “¡Oh, contigo hay que tener cuidado!” Entró un criado, trayendo en una gran bandeja un samovar ruso, un servicio de té, crema, bizcochos, etc.; puso todo aquello encima de la mesa, entre Sanin y la señora Pólozov, y se retiró.

La señora Pólozov sirvió a su huésped una taza de té.

—¿No le importa? —dijo poniéndole el azúcar con los dedos… Y, sin embargo, las tenacitas de la azucarera estaban encima de la mesa.

—¡Cómo! De una mano tan hermosa…

No pudo acabar la frase, y por poco se ahoga con un sorbo de té. Ella lo tenía subyugado con su claro y fijo mirar.

—Si le hablé a usted de baratura, —continuó —es porque como en estos momentos se encuentra usted en el extranjero, no debo suponer que tenga mucho dinero disponible; y además, comprendo que la venta… o la compra de una finca en tales condiciones tiene algo de anormal, y debo tener esto en cuenta.

Se embarullaba Sanin y se atascaba en sus frases, mientras que la señora Pólozov, que se había reclinado cómodamente en el respaldo de la butaca, lo miraba, cruzada de brazos, con el mismo claro y atento mirar. Concluyó él por detenerse.

—Siga, siga usted; —dijo la joven, como acudiendo en su auxilio —lo escucho, tengo sumo placer en oírlo; continúe usted.

Sanin se puso a describir su hacienda, indicó la superficie, la situación topográfica, sus características; calculó qué renta podía sacarse de ella… Hasta habló de la pintoresca posición de la finca, y la señora Pólozov continuaba fijando en él su mirada cada vez más clara y penetrante; sus labios tenían ligeros temblores, en vez de sonrisas, y se los mordía. Sanin terminó por sentirse turbado, y se interrumpió por segunda vez.

—Dmitri Pávlovich —dijo la señora Pólozov; reflexionó un instante, y repitió: —Dmitri Pávlovich, ¿sabe usted una cosa? Estoy convencida de que la compra de sus tierras será para mí un negocio ventajosísimo y de que nos entenderemos. Pero necesito que me otorgue usted… un par de días para pensarlo. Vamos, ¿es capaz de estar dos días separado de su novia? No lo detendré más tiempo si no quiere quedarse; le doy mi palabra. Pero si usted necesita dinero hoy mismo, le prestaría con mucho gusto cinco mil o seis mil francos, y más tarde ajustaríamos las cuentas.

Sanin se levantó, exclamando:

—No sé cómo agradecer, María Nikoláevna, la cordial benevolencia de que me da usted pruebas, a mí que le soy casi desconocido… Sin embargo, si usted se empeña en ello, prefiero aguardar su resolución acerca de mi finca, y me quedaré aquí dos días.

—Sí, lo deseo, Dmitri Pávlovich. ¿Y le costará a usted mucho eso? ¿Mucho? Diga usted.

—Amo a mi prometida, y confieso a usted que la separación será un poco dura para mí.

—¡Ah! Es usted un hombre como no los hay. —suspiró la señora Pólozov —Le prometo no dejarlo languidecer demasiado. ¿Se va usted?

—Ya es tarde —hizo observar Sanin.

—Y le hace falta descansar después del viaje, después de esa partida de naipes con mi marido. Diga usted, ¿tenía usted mucha amistad con Hipólito Sídorovich, mi marido?

—Nos hemos educado en el mismo colegio.

—¿Y era ya “tan así” en el colegio?

—¿Cómo “tan así”?

La señora Pólozov soltó una carcajada tan ruidosa, que todo el rostro se le arreboló; se llevó el pañuelo a los labios, se levantó luego de la butaca, se acercó a Sanin contoneándose un poco con dejadez, como una persona fatigada, y le alargó la mano.

Se despidió Sanin de ella, y se dirigió a la puerta.

—Trate usted mañana de venir temprano, ¿oye? —le gritó en el momento de trasponer el umbral.

Miró él hacia atrás, y la vio medio tendida en la butaca con las manos puestas detrás de la cabeza. Las anchas mangas de la blusa se habían corrido hasta el nacimiento de los hombros; y era imposible no decirse que la postura de esos brazos y todo aquel conjunto eran de una belleza admirable.

(1) Lapti: Durante muchos siglos los lapti (en singular lápot), una especie de zapatos o alpargatas tejidos con corteza de árbol o líber, fue el principal calzado de la población rural, es decir, del 90 % de los rusos. Son probablemente el calzado más conocido en el territorio

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 34

lunes, noviembre 4th, 2013

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Empezamos la semana. Aquí con una alergia brutal y un malhumor directamente proporcional. Vamos a ver si la teofilina de mi verdísimo Young Hyson me ayuda un poco. Para ustedes, el Capítulo 34 de Aguas de primavera. Muy buenas noches, hasta mañana.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 34

—¡Ah! —exclamó con una sonrisa medio cortada, medio burlona, mientras tomaba con rapidez la punta de una de sus trenzas y clavaba en Sanin sus ojazos de un gris luminoso —¡Perdón! No sabía que estaba usted ya aquí.

—Sanin, Dmitri Pávlovich, mi amigo de la infancia —dijo Pólozov sin levantarse y sin mirar tampoco a Sanin, limitándose a señalarlo con la mano.

—Sí… ya sé… ya me habías hablado de este caballero. Mucho gusto en conocerlo… Pero oye, Hipólito Sídorovich, quería rogarte… Está hoy tan torpe mi doncella…

—¿Quieres que te peine yo?

—Sí, sí, te lo suplico… Dispense usted —repitió María Nikoláevna con la misma sonrisa, dirigiendo a Sanin una leve inclinación de cabeza.

Giró rápida sobre sí misma y desapareció, dejando tras de sí la impresión armoniosa y fugitiva de un cuello encantador, unos hombros admirables y un talle delicioso.

Se levantó Pólozov y salió por la misma puerta, con su paso tardo y desmañado.

Sanin no dudó un minuto de que la dama estaba advertida de su presencia en el salón del “príncipe Pólozov”. Ese tejemaneje no había tenido más objeto que lucir su cabellera, que, en efecto, era bellísima. Sanin hasta se regocijó para sus adentros de aquella salida de la señora de Pólozov. “Ha querido fascinarme, deslumbrarme… ¿Quién sabe? Tal vez nos arreglemos acerca del precio de mis tierras”. Su alma estaba tan ocupada por Gemma, que las demás mujeres ya no tenían interés para él; apenas notaba su existencia. Por aquella vez, se limitó a pensar: “No me habían engañado respecto a esa señora: no está nada mal”.

Si no se hubiese hallado en una disposición de ánimo tan excepcional, su observación hubiera tomado sin duda otro cariz. María Nikoláevna de Pólozov (nacida Kólishkina) era realmente una mujer muy digna de atraer la atención. Y no porque fuese de una hermosura perfecta: se traslucían demasiado en ella los inequívocos signos de su origen plebeyo. Tenía la frente baja, la nariz algo carnosa y respingona; no podía presumir por la finura de la piel, ni por la elegancia de brazos y piernas. Pero ¿qué importaba eso? Al encontrarla, todo hombre se hubiera detenido, no ante “la sacra Majestad de la belleza” (para decirlo como Pushkin), sino ante la fuerza y la gracia de un buen rostro de mujer en todo su esplendor, tipo medio ruso, medio bohemio; y no hubiera sido “involuntario” ese homenaje de admiración. Pero la imagen de Gemma protegía a Sanin, como el “triple broncíneo escudo” de Horacio(1).

Al cabo de diez minutos, reapareció María Nikoláevna acompañada por su marido. Se acercó a Sanin con esos andares cuyos encantos habían bastado para hacer perder la chaveta a muchos entes originales de aquel tiempo, ¡ah!, tan lejano del actual. “Cuando esa mujer avanza hacia uno, parece que le trae toda la felicidad de su vida”, pretendía uno de ellos. Se adelantó hacia Sanin alargándole la mano, y le dijo en ruso con voz cariñosa y contenida a la vez:

—Me esperará usted… ¿no es así? Pronto vuelvo.

Sanin se inclinó respetuoso, pero María Nikoláevna desaparecía ya tras el cortinaje de la puerta. Volvió la cabeza por encima de su hombro con rápida sonrisa, y se esfumó dejando en pos de sí la misma impresión de armonía.

Al sonreírse, no eran uno ni dos, sino tres, los hoyuelos que se formaban en cada una de sus mejillas, y sus ojos se sonreían aún más que sus labios, labios bermejos, llenitos y sabrosos, realzados en el ángulo izquierdo por dos lunarcitos.

Pólozov atravesó con pesadez el salón y volvió a dejarse caer en la butaca. Permaneció silencioso como antes; pero, de vez en cuando, una extraña mueca hinchaba sus carrillos descoloridos y surcados por arrugas precoces. Tenía aspecto avejentado, aunque sólo le llevaba tres años a Sanin.

La comida que dio a Sanin y que (dicho sea de paso) hubiera satisfecho al gastrónomo de gusto más exigente, pareció a Sanin de una duración insoportable. Pólozov comía con lentitud, con reflexión y conocimiento de causa, se inclinaba con aire atento sobre su plato, y husmeaba, digámoslo así, cada bocado. Al beber, se enjuagaba la boca con el vino antes de tragarlo y luego chascaba los labios… Después del asado, emprendió, sin más ni más, un largo discurso (¡pero sobre qué asunto!) acerca de los carneros merinos, de los cuales pensaba adquirir un rebaño completo, y habló de eso con infinitos detalles, empleando los más tiernos diminutivos. Sorbió el café, ardiendo, no sin repetir muchas veces al criado, con voz iracunda y lacrimosa, que la víspera le habían servido frío el café, ¡frío como un helado! Luego, con sus dientes amarillos y mal alineados, mordió la punta de un habano y se durmió, como de costumbre, con gran contento de Sanin, que se puso a pasear sobre la blanda alfombra, soñando con el género de vida que llevaría con Gemma y pensando en las noticias que iba a llevarle. Sin embargo, Pólozov se despertó mucho más pronto que de costumbre, según él mismo hizo observar: no había dormido más que una horita y media. Bebió un vaso de agua de Seltz con hielo y engulló siete u ocho grandes cucharadas de dulce, de dulce ruso, que su ayuda de cámara le trajo en un legítimo pomo de Kiev, de vidrio verde oscuro, y sin el cual decía que no hubiera podido vivir; después fijó sus ojuelos hinchados en Sanin y le preguntó si quería jugar con él al duraki. Sanin aceptó con sumo gusto, pues temía que Pólozov empezase otra vez a hablarle de los corderitos y de las ovejitas, y de sus grasientas colitas de treinta libras de peso.

El anfitrión y su huésped volvieron juntos a la sala; un criado les llevó los naipes y empezó la partida, pero no jugaban dinero.

Al regresar la señora Pólozov de casa de la condesa Lasúnskaia, los halló entregados a esa distracción inocente. En cuanto entró, al ver la baraja y abierta la mesita de juego, soltó una estrepitosa carcajada. Sanin se levantó presuroso, pero ella le dijo:

—¡No se mueva y jueguen! No hago más que cambiarme de traje y vuelvo.

Enseguida desapareció, quitándose los guantes y andando con un rumor de seda.

En efecto, casi al momento regresó. Su elegante vestido se había trocado por una amplia blusa de seda color lila, con manga perdida; un grueso cordón de nudos retorcidos le ceñía la cintura. Se sentó junto a su marido y aguardó a que este perdiese la partida, para decirle:

—Vamos, mi gran boliche, basta ya —al oír Sanin esta expresión de “boliche”, la miró con asombro, y ella le devolvió mirada por mirada con alegre sonrisa, que hizo brotar todos sus hoyuelos —Ya basta; —prosiguió —veo que tienes ganas de dormir; bésame la mano y vete. Tenemos que hablar Sanin y yo.

—No tengo ganas de dormir; —dijo Pólozov, levantándose con trabajo de la butaca —pero en cuanto a besarte la mano y marcharme, no digo que no.

Le presentó ella la palma de la mano, sin cesar de sonreír y de mirar a Sanin. También lo miró Pólozov, y salió sin decirle buenas noches.

—Ahora, hable, cuénteme —dijo la señora Pólozov con vivacidad, poniendo a la vez en la mesa ambos codos desnudos y chocando unas con otras las uñas con aire de impaciencia —¿Es cierto eso? ¿Dicen que se casa usted?

Hecha esta pregunta, María Nikoláevna inclinó la cabeza un poco de lado para clavar en los ojos de Sanin una mirada más fija y penetrante.

(1) Quinto Horacio Flaco (65-8 a.C) poeta lírico y satírico romano, autor de obras maestras de la edad de oro de la literatura latina.

IVAN IVANYCH SAMOVAR

domingo, noviembre 3rd, 2013

IVAN IVANYCH VIDEO
“El samovar Ivan Ivanovich” es un poema escrito en 1928 por Daniil Kharms, escritor satírico ruso de la época soviética que se incluye dentro de la corriente del surrealismo y el absurdo. Fue publicado por la revista infantil “Yezh”(Puercoespín), en la que escribía literatura infantil, para sobrevivir, desde 1928 hasta 1932.
Kharms, nacido en Petersburgo en 1905, no fue demasiado valorado durante su vida, ya que fue declarado enemigo del Soviet (a pesar de ser de izquierda) y enviado por ello a la prisión de Kursk en 1931. En 1937, las autoridades confiscaron sus libros infantiles, privándolo de su principal fuente de subsistencia. Él continuó escribiendo historias breves muy grotescas, acerca de la pobreza y la opresión de su gente, que no pudieron ser publicadas hasta el fin del régimen socialista.
En una carta a un amigo, escribió: «Cuando escribo poesía, lo más importante para mí no es la idea, no es el contenido, no es la forma y no es la oscura noción de «calidad», sino algo aún más oscuro e ininteligible para la mente racional, pero comprensible para mí… Esto es la pureza del orden. Esta pureza es la misma en el sol, en la hierba, en el hombre y en la poesía. El verdadero arte se encuentra justo al lado de la idea primigenia, de la primera realidad. Crea el mundo y es su primer reflejo.»
En agosto de 1941, poco antes del sitio de Leningrado, Kharms fue arrestado de nuevo, acusado de distribuir propaganda contra el régimen. Fue enviado a la prisión de Leningrado Nº1, donde murió de inanición en 1942.

Para escuchar el audio del enlace que aquí abajo les pego, recuerden anular la música de la página, haciendo click donde dice AUDIO OFF, en el margen superior izquierdo de la pantalla. Debajo del video, les dejo la traducción que hice del poema -si alguien la quiere mejorar, será bienvenido-. Que empiecen una semana hermosa.

El samovar Iván Ivanych
era un samovar barrigón,
un samovar de tres baldes*.

Sacudía el agua hirviendo,
arrancaba vapor de agua hirviendo,
de furiosa agua hirviendo;
vertida en la taza a través del grifo,
por un agujero justo en el grifo,
directo a la taza a través del grifo.

A la mañana temprano llegó,
hasta el samovar llegó,
el tío Petya llegó.
Tío Petya dijo:
«Dame de beber, dijo,
Beberé el té», dijo.

Al samovar llegó,
Tía Katya llegó,
con un vaso de vidrio llegó.
Tía Katya dijo:
«Yo, por supuesto, dijo,
beberé también», dijo.

El abuelo vino,
muy viejito vino,
en zapatos de abuelo vino.
Bostezó y dijo:
«Tal vez una bebida, dijo,
en realidad té», dijo.

Así que la abuela vino,
muy viejita vino,
con un bastón vino.
Y, pensando, dijo,
«Qué tal una bebida, dijo,
qué tal un té», dijo.

De pronto una nena entró corriendo,
hasta el samovar llegó corriendo-
era la nieta que entró corriendo.
«¡Sírveme!», dijo,
«Una taza de té», dijo,
«Para mí, más dulce», dijo.

Entonces Zhuchka, el perro, entró corriendo,
con Murkoy, el gato, entró corriendo,
hasta el samovar, entró corriendo,
para llenarse con leche,
agua hervida con leche,
con hirviente leche.

De pronto Seriozha llegó,
último de todos llegó,
sin lavarse llegó.
«¡Dame!- dijo,
Una taza de té, dijo,
Para mí, una grande», dijo.

Inclinaron e inclinaron
e inclinaron el samovar,
pero salió del grifo
sólo vapor, vapor, vapor.

Inclinaban el samovar
como un armario, armario, armario,
pero de él no salían
más que gotas, gotas, gotas.

¡El samovar Iván Ivanych!
¡Sobre la mesa Ivan Ivanych!
¡Dorado Ivan Ivanych!
Agua hirviendo no les da,
a los impuntuales no les da,
a los haraganes no les da.

*la capacidad de los samovares se medía en baldes de agua y no en litros.
Traducción al castellano de Gabriela Carina Chromoy

LA QUÍMICA DEL TÉ (de por qué su cafeína se absorbe más lentamente que la del café y otros asuntos).

sábado, noviembre 2nd, 2013

510TeaCoffee
Las hojas de Camellia sinensis contienen un 75-80% de agua. La infusión de las hojas frescas extrae un 60% de producto soluble. El 40% de producto insoluble corresponde a sustancias tales como el almidón, la clorofila, resinas, etc. Los productos solubles son los que nos encontramos en la taza y son los siguientes:

POLIFENOLES:

El té contiene varios tipos de polifenoles, pero los más abundantes son los flavonoides. Los principales flavonoides del té pertenecen a un tipo de sustancias conocidas genéricamente como catequinas. Las cuatro principales catequinas del té son: EC, ECG, EGC y EGCG. También contiene taninos, responsables de la astringencia y del sabor amargo. Parece ser que el contenido en polifenoles está en relación directa con la edad de las hojas, cuanto más joven o tierna sea la hoja mayor es el contenido en polifenoles.

Hay que destacar el papel antioxidante que ejercen las catequinas, base de casi todas las propiedades saludables del té: previene enfermedades cardiovasculares, reduce el riesgo de cáncer, retrasa el envejecimiento, etc.

ALCALOIDES:

Aquí hablamos de la cafeína y otras sustancias parecidas en muy pequeña cantidad, la teofilina y la teobromina.

Todos los tipos de té contienen cafeína, pero en diferentes proporciones. El té verde tiene menos que el Oolong y éste menos que el rojo y el negro. Cabe notar que el cuerpo absorbe rápidamente la cafeína del café, lo que provoca un inmediato incremento de la actividad cardiovascular. En cambio se cree que los polifenoles del té ralentizan el ritmo de absorción. Los efectos de la cafeína se notan más lentamente, pero son más duraderos, por lo que el té es mucho más revitalizante que el café.

A pesar de que todavía necesitamos más estudios e investigación, la explicación podría ser la siguiente: En el té recién preparado, la cafeína se une a los taninos y a la L-teanina -un aminoácido soluble en agua- cuando se elabora. Este enlace requiere más tiempo para metabolizarse que la cafeína libre, por lo que la absorción de la cafeína en el torrente sanguíneo es más lenta y más gradual que la que ocurre con la del café (L-teanina también tiene algunas otras ventajas muy interesantes, como la estimulación de la producción de ondas alfa y la formación de GABA para la inducción del estado de alerta). Mientras tanto, el cuerpo está absorbiendo L-teofilina, una sustancia que aparece naturalmente en el té y que produce efectos similares a los los de la cafeína, pero con una tasa de absorción más lenta. Después de la absorción, los efectos de la cafeína duran alrededor de 4 horas, de L-teofilina, cerca de 8 horas, y de L-teanina, 8 a 10 horas. Esto significa que el regreso al nivel de energía original es calmo y apacible. El café es diferente del té en que su cafeína se absorbe rápidamente, provocando un aumento en los niveles de adrenalina (y de estrés) y resulta en una sensación repulsiva cuando desaparece, descripta, a menudo, como un choque.

SALES MINERALES:

Destaca un alto contenido en flúor y, en nuestro país, hierro (ver nota del 13 de septiembre de 2013).

VITAMINAS:

Vitamina A (se cree que los carotenos pueden tener influencia en el aroma), grupo de vitaminas B muy bien representado, vitamina C (en los no oxidados) y vitamina E (sobre todo en los de la India y Ceilán).

OTROS:

Pequeñas cantidades de aminoácidos, glúcidos y lípidos. Se han descubierto algunos aminoácidos exclusivos del té como la teanina y L-teanina.

El té verde, al no estar oxidado, conserva intactos los componentes existentes en las hojas. El sabor del te verde es suave y delicado, uno siente que realmente está paladeando la esencia de la planta. La L-teanina del té verde es la responsable de su sabor a umami, el quinto sabor descripto por los japoneses como «agradable sabroso sabor» -los otros cuatro son dulce, salado, agrio y amargo-. El aroma del té rojo (negro en occidente) es sumamente complejo, se han contabilizado más de 550 sustancias diferentes. Durante la oxidación, las catequinas reaccionan con el oxígeno, para dar lugar al color y sabor de la infusión, modificado por la cafeína.

El aporte calórico de una taza de té es de tan solo 2 calorías.

………………………………………………………………………………………..

CAFEÍNA (Propiedades químicas)

La cafeína es un alcaloide de la familia metilxantina, cuyos metabolítos incluyen los compuestos teofilina y teobromina, con estructura química similar y similares efectos (aunque de menor intensidad a las mismas dosis). En estado puro es un polvo blanco muy amargo. Fue descubierta en 1819 por Ruge y descrita en 1821 por Pelletier y Robiquet.

Su fórmula química es C8H10N4O2

Una taza de café contiene de 80 (instantáneo) a 125 (filtrado) mg de cafeína. El café descafeinado, debe contener una cantidad de cafeína no superior al 0,3%.

Farmacología
El consumo global de caféina fue estimado en 120.000 toneladas por año convirtiéndola así en la sustancia psicoactiva más popular. La cafeína, es un estimulante metabólico y del sistema nervioso central, y es usada tanto recreacionalmente como médicamente para reducir la fatiga física y restaurar el estado de alerta mental en los casos en que exista una inusual debilidad o aletargamiento. La cafeína y otros derivados de metilxantina son también usados en recién nacidos para tratar la apnea y para corregir latidos irregulares. La cafeína activa el sistema nervioso central a niveles más altos, provocando un incremento en la alerta y en la vigilia, un flujo de pensamiento más rápido y claro, e incrementando la atención y mejora de la coordinación corporal. A dosis altas, también actúa a nivel de la médula espinal. Una vez dentro del cuerpo, posee una química compleja, que actúa a través de diferentes mecanismos de acción como se describen aquí:

Metabolismo y vida media
La cafeína del café y otras infusiones es absorbida por el estómago y el intestino delgado dentro de los 45 minutos que siguen a la ingestión, para luego ser distribuida a través de todos los tejidos del cuerpo. Su eliminación sigue una cinética de primer orden.

La vida media de la cafeína —esto es, el tiempo requerido para que el cuerpo elimine la mitad de la cantidad total inicial de cafeína— varía ampliamente entre individuos, de acuerdo a ciertos factores como la edad, función hepática, embarazo, algunas drogas concurrentes y el nivel de enzimas en el hígado necesarias para su metabolismo. En adultos sanos, la vida media de la cafeína es de unas 4-9 horas. En mujeres bajo administración de anticonceptivos de vía oral, la vida media es de 5-10 horas, y en mujeres embarazadas la vida media es de aproximadamente de 9-11 horas. La cafeína puede acumularse en individuos con enfermedades hepáticas severas, incrementando su vida media incluso hasta 96 horas. En bebés y niños la vida media puede ser más amplia que en adultos; la vida media en un recién nacido puede ser de hasta 30 horas. Otros factores como el tabaquismo pueden acortar el tiempo de vida media de la cafeína. La fluvoxamina (medicamento antidepresivo) reduce la eliminación de cafeína en un 91.3%, y prolonga su vida media una 11.4 veces respecto a la normal (esto es de 4-9 horas a 56 horas).

La cafeína, es metabolizada en el hígado por el sistema enzimático del Citocromo P450 oxidasa (específicamente, la isoenzima 1A2) en tres productos metabólicos de la dimetilxantina donde cada uno posee sus propios efectos en el cuerpo, que son:

* Paraxantina (84%): Incrementa la lipólisis induciendo el incremento de niveles de glicerol y ácidos grasos libres en el plasma sanguíneo.
* Teobromina (12%): Dilata los vasos sanguíneos e incrementa el volumen de orina. La teobromina es también el principal alcaloide en el cacao.
* Teofilina (4%): Relaja el músculo liso de los bronquios y es así usado para el tratamiento del asma. La dosis terapéutica de teofilina es sin embargo de un múltiplo mayor al obtenido por el metabolismo de la cafeína.

Cada uno de estos metabolitos es luego metabolizado y excretado en la orina.

Mecanismo de acción
El principal modo de acción de la cafeína es como un antagonista de los receptores de adenosina que se encuentran en las células del cerebro.

La cafeína cruza fácilmente la barrera hematoencefálica que separa a los vasos sanguíneos del encéfalo. Una vez en el cerebro, el principal modo de acción es como un antagonista no selectivo del receptor de adenosina. La molécula de cafeína es estructuralmente similar a la adenosina y por lo tanto se une a los receptores de adenosina en la superficie de las células, sin activarlos (un mecanismo de acción «antagonista»). Entonces, tenemos que la cafeína actúa como un inhibidor competitivo.

La adenosina se encuentra en casi cualquier parte del cuerpo, debido a que desempeña un papel fundamental en el metabolismo energético relacionado al ATP, pero en el cerebro, la adenosina desempeña funciones especiales. Existe una gran cantidad de evidencia que indica que las concentraciones de adenosina cerebral se ven aumentadas por varios tipos de estrés metabólico entre los cuales citamos: Hipoxia e isquemia. La evidencia indica también que la adenosina cerebral actúa protegiendo el cerebro mediante la supresión de la actividad neuronal y también mediante el incremento del flujo sanguíneo a través de los receptores A2A y A2B ubicados en el músculo liso vascular. En oposición a la adenosina, la cafeína reduce el flujo sanguíneo cerebral en reposo entre 22% y 30%. La cafeína también posee un efecto desinhibitorio general sobre la actividad neuronal. De todas formas, no se ha demostrado cómo esos efectos causan un incremento en la vigilia y la alerta. La adenosina es liberada al cerebro mediante un mecanismo complejo. Hay evidencia que indica que la adenosina funciona como un neurotransmisor liberado en los espacios sinápticos en algunos casos, pero sin embargo, los incrementos de adenosina relacionada con el estrés, parecerían ser producidos principalmente mediante el metabolismo extracelular del ATP.

Ciertamente, la adenosina no es el neurotransmisor primario de ningún grupo de neuronas, pero sin embargo es liberada junto a otros neurotransmisores por algunos tipos de neuronas. A diferencia de muchos neurotransmisores, al parecer, la adenosina no es almacenada en vesículas que son dependientes del voltaje, por lo cual, la posibilidad de que se dé ese mecanismo no ha sido completamente descartada. Varias clases de receptores de adenosina han sido descritos, cada una con ubicaciones anatómicas diferentes. Los receptores A1 están ampliamente distribuidos y actúan inhibiendo la absorción de calcio. Los receptores A2A están densamente concentrados en los ganglios basales, un área que desempeña un papel crítico en el control del comportamiento, pero también pueden ser encontrados en otras partes del cerebro pero en densidades más bajas. Hay evidencia de que los receptores A 2A interactúan con el sistema dopaminérgico, el cual está involucrado en el estado de vigilia y recompensa. Los receptores A2A pueden ser hallados también en las paredes arteriales y en las membranas celulares de las células de la sangre. Más allá de sus efectos de neuroprotección, existen razones para creer que la adenosina puede estar más específicamente involucrada en el control de los ciclos de sueño-vigilia. Robert McCarley y sus colegas opinan que la acumulación de adenosina puede ser una causa primaria de la sensación de sueño que sigue a una prolongada actividad mental, y que los efectos pueden ser mediados tanto por inhibición de las neuronas promotoras de la vigilia mediante los receptores A1, y por la activación de las neuronas promotoras del sueño mediadas por efectos indirectos en los receptores A2A. Estudios recientes han aportado evidencias adicionales sobre la importancia de los receptores A2A, pero no para los A1.

Algunos de los efectos secundarios de la cafeína son probablemente causados por efectos no relacionados con la adenosina. Como otras xantinas metiladas, la cafeína es también un:

1. Inhibidor competitivo y no selectivo de la fosfodiesterasa el cual aumenta el cAMP intracelular, activa la PKA, e inhibe el TNF-alfa y la síntesis del leucotrieno, reduce la inflamación y el sistema inmunitario innato
2. Receptor antagonista no selectivo de adenosina

Los inhibidores de fosfodiesterasa ejercen su inhibición sobre las enzimas cAMP-fosfodiesterasa (cAMP-PDE), que convierten al AMP cíclico en su forma no cíclica dentro de las células, y de esta manera permiten la producción de AMPc dentro de las células. El AMP cíclico participa en la activación de la proteína quinasa A (PKA) que inicia a su vez la fosforilación de enzimas específicas que intervienen en la síntesis de glucosa. Mediante el bloqueo de su degradación, la cafeína intensifica y prolonga los efectos de la epinefrina y las drogas tipo epinefrina como las anfetaminas, metanfetaminas o metilfenidatos. A su vez, las concentraciones altas de AMPc en las células parietales provocan un aumento en la activación de la proteína quinasa A dependiente de AMPc que a su vez incrementa la activación de la bomba de protones, específicamente la H+/K+ ATPasa, teniendo como efecto último, un incremento en la secreción de jugos gástricos ácidos. El AMP cíclico también incrementa la actividad de la [[corriente If]], que a su vez, incrementa directamente la frecuencia cardíaca. La cafeína es también un análogo estructural de la estricnina y como ella (aunque mucho menos potente) es un antagonista competitivo de los receptores ionotrópicos de glicina.

También, los metabolitos de la cafeína contribuyen a sus efectos. La paraxantina es responsable del incremento del proceso de lipolisis, el cual libera glicerol y ácidos grasos al torrente sanguíneo para que sean usados como energía por los músculos. La teobromina es un vasodilatador que aumenta la cantidad de flujo de oxígeno y nutrientes al cerebro y músculos. La teofilina actúa como un relajante del músculo liso que afecta principalmente a los bronquiolos y también actúa como una sustancia cronotrópica e inotrópica incrementando la frecuencia cardíaca y su eficiencia.

Imagen de Robert Mason «Tea vs Coffee»

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 33

viernes, noviembre 1st, 2013

Kinski Torrents of Spring Lobby
Bueno, a ver, bajo las aguas de primavera que nos regaló este viernes. Resulta que en 1840, un joven aristócrata ruso, Dmitri Sanin, regresaba a su casa después de un largo viaje por Europa. En Alemania, se enamora locamente de una hermosa muchacha de una tienda de pastelería, Gemma Rosselli, quien rompe su compromiso para casarse con él. Con el fin de financiar la boda, Dmitri se remonta a Rusia a vender su patrimonio familiar a la princesa María Nikolaevna, esposa de un antiguo compañero de colegio… Estoy pensando en los triangulitos de hojaldre alemán con manzana y brie con que maridaremos el primer blend del Té Literario. Los triángulos siempre son difíciles… Los dejo con el Capítulo 33 y toda la intriga hasta el lunes. Que pasen un hermoso fin de semana!
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 33

En nuestros días, entre Francfort y Wiesbaden no hay una hora por ferrocarril; pero en aquellos tiempos eran tres horas de camino por la posta, y cinco relevos de caballos. Pólozov, medio dormido, se bamboleaba suavemente con un tabaco en los labios; hablaba muy poco, y no miró ni una sola vez por la ventanilla; los parajes pintorescos no tenían para él nada de interesante, y hasta declaró que «¡la naturaleza lo aburría mortalmente!» Sanin tampoco decía nada, y no admiraba el paisaje: tenía otra cosa en la cabeza. Estaba absorto en sus pensamientos y recuerdos. A cada parada, Pólozov ajustaba sus cuentas, comprobaba el tiempo transcurrido y recompensaba a los postillones, poco o mucho, según su celo. A la mitad del camino, sacó dos naranjas del cesto de las provisiones, eligió la mejor y ofreció la otra a Sanin. Este miró fijamente a su compañero de viaje, y de pronto prorrumpió en carcajadas.

—¿De qué te ríes? —preguntó Pólozov, mondando con esmero su naranja, valiéndose de sus uñas blancas y cortas.

—¿De qué? —repitió Sanin —De este viaje que hacemos juntos.

—¡Bueno! ¿Y qué? —insistió Pólozov, metiéndose en la boca una buena porción de la naranja.

—¿No es extraño todo esto? Ayer, lo confieso, lo mismo me acordaba de ti que del emperador de China; hoy marcho contigo a vender mis tierras a tu mujer, a quien no conozco ni poco ni mucho.

—Todo sucede en la vida. —respondió Pólozov —Conforme tengas más años, verás otras muchas cosas. Por ejemplo: ¿me imaginas en una formación? Pues he estado; iba a caballo, y, de pronto, el gran príncipe Mijail Pávlovich ordena: «¡Al trote! ¡Ese alférez gordo, al trote! ¡Alargue usted el trote!»

Sanin se rascaba la oreja.

—Dime, si quieres, Hipólito Sídorovich, ¿qué clase de persona es tu mujer? ¿Cómo piensa? Necesito saberlo.

—A él nada le costaba mandar: «¡Al trote!» —continuo Pólozov con súbito arrebato —Pero a mí… ¡a mí…! Entonces me dije: «¡Quédense con sus grados y charreteras…! ¡Al demonio todo esto!» Sí… ¿me hablabas de mi mujer? Pues bien, mi mujer es una mujer como todas las demás. Ya sabes el proverbio: «No le metas los dedos en la boca». Lo esencial es que hables mucho… para que por lo menos haya algo de qué reírse un poco. Oye, cuéntale tus amores…; pero de un modo ridículo, ¿sabes?

—¿Cómo de un modo ridículo?

—¡Pues claro! ¿No me has dicho que estás enamorado y que te quieres casar? Pues bien, ¡cuéntale eso!

Sanin se sintió ofendido.

—¿Qué encuentras en eso de ridículo?

Pólozov giró un poco los ojos por única respuesta; le chorreaba por la barbilla el zumo de la fruta.

—¿Es tu mujer quien te ha enviado a Francfort para hacer compras? —dijo Sanin después de un rato de silencio.

—En persona.

—¿Qué clase de compras?

—¡Caramba, juguetes!

—¿Juguetes? ¿Tienen hijos?

Pólozov retrocedió pasmado.

—¡Vaya una idea! ¿Tener yo hijos? Chucherías de mujer… Adornos… Objetos de tocador…

—¿De modo que tú entiendes de eso?

—Ciertamente.

—¿Pero no me has dicho que no te mezclas para nada en los asuntos de tu mujer?

—No me meto en sus otros negocios; pero en esto… esto marcha por sí solo. No teniendo nada que hacer, ¿por qué no? Y mi mujer se fía de mi gusto; además, sé regatear como se debe.

Pólozov comenzaba a hablar a trompicones: estaba fatigado ya.

—¿Y es muy rica tu mujer?

—Como rica, lo es; pero sobre todo, para sí misma.

—Sin embargo, me parece que no puedes quejarte.

—¿No soy su marido? ¡Pues no faltaría más sino que no me aprovechase de ello! Y le soy muy útil; conmigo todo va en su provecho. ¡Soy muy complaciente!

Pólozov se secó la cara con un pañuelo de seda y resolló fatigosamente. Parecía decir: «Apiádate de mí; no me obligues a pronunciar una palabra más. ¡Ya ves qué trabajo me cuesta!»
Sanin lo dejó en paz y volvió a sumirse en sus meditaciones.

El hotel, delante del cual paró el coche en Wiesbaden, era un verdadero palacio. En el acto empezaron a tocar en el interior algunas campanillas. Todo fue inquietud y movimiento. Elegantes “caballeros” con frac negro se precipitaron hacia la entrada principal. Un portero suizo, galonado de oro, abrió de par en par la portezuela del carruaje. Pólozov bajó de él como un triunfador, y comenzó la tarea de subir la escalera perfumada y cubierta de alfombras. Un criado, también vestido impecablemente, pero de facciones rusas, su ayuda de cámara, se adelantó hacia él. Le anunció Pólozov que en lo sucesivo debería acompañarlo siempre, pues la víspera, en Francfort, habían descuidado llevarle agua caliente para la noche. El rostro del criado expresó una consternación profunda, y se apresuró a agacharse para descalzarle los chanclos a su amo.

—¿Está en casa María Nikoláevna? —preguntó Pólozov.

—Sí, señor… La señora se está vistiendo… Come en casa de la condesa Lasúnskaia.

—¡Ah, en casa de esa…! Espera… Hay unos paquetes en el coche; sácalos y tráelos tú mismo… Y tú, Dmitri Pávlovich, —añadió Pólozov —vete a elegir dormitorio y vuelve dentro de tres cuartos de hora… Comeremos juntos.

Pólozov continuó majestuosamente su camino. Sanin eligió un dormitorio modesto, y después de arreglar el desorden de su tocado y de descansar un rato, se dirigió a las inmensas habitaciones que ocupaba Su Alteza (Durchlaucht), el príncipe von Pólozov.

Encontró a este “príncipe” arrellanado en la más lujosa de las butacas de terciopelo, en medio de un salón espléndido. El flemático amigo de Sanin había tenido tiempo de tomar un baño y ponerse una suntuosa bata de raso; le cubría la cabeza un fez(1) de color frambuesa. Sanin se aproximó a él y lo estuvo contemplando durante algún tiempo. Pólozov permaneció inmóvil como un ídolo; ni siquiera dirigió la cara hacia su lado, no pestañeó, no emitió ningún sonido: aquello era verdaderamente un espectáculo lleno de solemnidad. Después de haberlo admirado durante unos dos minutos, iba Sanin a hablar, a romper aquel impresionante silencio, cuando de pronto se abrió la puerta de la estancia inmediata y apareció en el umbral una señora joven y hermosa, vestida de seda blanca con encajes negros y diamantes en los brazos y en el cuello: era María Nikoláevna en persona. Sus espesos cabellos rubios le caían a ambos lados de la cabeza, trenzados, pero sin recoger.

(1) Fez: Gorro de fieltro rojo y de forma de cubilete, usado especialmente por los moros, y hasta 1925 por los turcos.

SEGUNDOS AFUERA… SIGUE LLOVIENDO

viernes, noviembre 1st, 2013

9bf2fe5a1548t James Tissot

¿Viste como cuando esperaste el remise más de quince minutos, bajo la lluvia? ¿Viste como cuando seguías buscando un taxi y ya era la hora a la que tenías que estar en la puerta del cumpleañitos, bajo la lluvia? ¿Viste como cuando conseguiste el taxi y el tráfico era un caos y llegaste veinte minutos tarde y te abrieron la puerta, te miraron con cara de «qué desastre que sos, tu hijo es el último que nos falta entregar», bajo la lluvia? ¿Viste como cuando, bajo la mismísima lluvia, te odiás por no saber conducir tu auto para no tener que depender ni de marido, ni remise, taxi o padres de amigos de hijos que te hagan la gauchada de alcanzarte a las criaturas porque justo se te ocurrió trabajar para vivir y a las cuatro menos cuarto de la tarde estás haciendo justamente eso? Bueno. Así. Me tomo cinco minutos…
Afuera, llueve a cántaros. Adentro, chaepítie. DaCha con tostadas junto a la cachorrada.

La obra de hoy es de James Tissot.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 32

jueves, octubre 31st, 2013

gorodec-pryanik-03
Maia y Kolya y unos prianiki para el Capítulo 32 de nuestra novelita. Buenas noches, queridas dachitas.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 32

La encontró en la tienda con su madre. Frau Lenore, inclinada hacia delante, estaba midiendo la distancia entre las ventanas con un metro de carpintero. Al ver a Sanin, se enderezó y lo saludó sonriente, aunque con un poco de cortedad.

—Desde lo que me dijo usted ayer, no hago más que devanarme los sesos pensando en los medios de embellecer nuestra tienda. Creo que convendría poner aquí dos armaritos con espejos. ¿Sabe usted? Eso está ahora de moda. Y además…

—Muy bien, muy bien; —interrumpió Sanin —habrá que pensar en todo eso… Pero, venga usted acá; tengo que decirle una cosa.

Dio el brazo a las dos damas y las condujo a la trastienda. Frau Lenore, intranquila, dejó caer el metro que tenía en la mano. A Gemma le faltaba poco para alarmarse también, pero se tranquilizó al mirar a Sanin con más atención. Su rostro, aunque preocupado, expresaba resolución y una especie de audacia alegre. Rogó a las dos mujeres que se sentaran y él permaneció de pie ante ellas. Con muchos ademanes, desgreñado el pelo, se lo contó todo: su encuentro con Pólozov, su proyectado viaje a Wiesbaden, la posibilidad de vender su hacienda, exclamando por último:

—¡Imagínense mi felicidad! El asunto ha tomado tal giro que acaso no tenga ni aun necesidad de ir a Rusia, y podremos celebrar la boda mucho más pronto de lo que suponía.

—¿Cuándo te marchas? —preguntó Gemma.

—Hoy, dentro de una hora; mi amigo tiene coche y me lleva consigo.

—¿Nos escribirás?

—Enseguidita… En cuanto hable con esa señora, tomaré la pluma.

—¿Dice usted que es rica esa señora? —preguntó Frau Lenore, siempre práctica.

—Inmensamente… Su padre era millonario y se lo dejó todo.

—¿Todo? ¿A ella solita? Vamos, tiene usted buena sombra. Sólo que ¡mucho ojo! no venda usted sus tierras muy baratas; sea razonable y firme. ¡No se deje usted arrebatar! Comprendo sus deseos de casarse con Gemma lo antes posible, pero ante todo, ¡prudencia! No lo olvide: cuanto más cara venda su finca, más dinero habrá para los dos… y para vuestros hijos.

Gemma volvió la cabeza, y Sanin empezó otra vez con sus ademanes.

—Puede usted, Frau Lenore, confiar en mi prudencia. Aparte de que no voy a entrar en regateos. Diré el precio justo; si me lo da, muy bien, y si no, ¡vaya bendita de Dios!

—¿Conoces a esa señora? —preguntó Gemma.

—En mi vida la he visto.

—¿Y cuándo volverás?

—Si no se arregla el negocio, vuelvo pasado mañana; pero si todo va bien, tal vez tenga que estar uno o dos días más. En todo caso, no perderé un minuto. ¡Dejo aquí mi alma, bien lo sabes…! Pero me voy a retrasar hablando con ustedes, y aún tengo que pasar por casa antes de partir. Deme usted la mano, Frau Lenore, para darme buena suerte: es costumbre nuestra en Rusia.

—¿La derecha o la izquierda?

—La izquierda, la mano del corazón. Vuelvo pasado mañana… ¡con el escudo o sobre el escudo! Algo me dice que vendré vencedor. Adiós, mis buenas, mis queridas amigas…

Abrazó a Frau Lenore, y rogó a Gemma que pasase con él a su cuarto un minuto, porque tenía que comunicarle una cosa importantísima… Quería sencillamente despedirse de ella a solas. Frau Lenore lo comprendió, y no tuvo la curiosidad de preguntar qué asunto tan importante era aquel…

Sanin no había entrado nunca en el dormitorio de Gemma. Todo el encanto del amor, todos sus ardores, su entusiasmo, su dulce temor, todo ello brotó y se derramó en su alma nada más trasponer los umbrales de aquel sagrado recinto… Paseó en torno suyo una mirada enternecida, cayó a los pies de la hechicera joven y escondió el rostro entre los pliegues de su falda…

—¿Eres mío? —murmuró la joven —¿Volverás pronto?

—Tuyo soy, volveré… —repitió él, palpitante.

—Te espero, mi bien amado.

Instantes después estaba Sanin en la calle para irse a su fonda. Ni siquiera reparó en que Pantaleone, más desgreñado que nunca, se había precipitado en seguimiento suyo desde el quicio de la confitería, gritándole alguna cosa, y, al parecer, amenazándolo con el brazo levantado.

A la una menos cuarto en punto, entró Sanin en el alojamiento de Pólozov. Su coche, tirado por cuatro caballos, estaba ya a la puerta de la fonda. Al ver a Sanin, se limitó Pólozov a decir:

—¡Ah! ¿Te has decidido?

En seguida se puso el sombrero, el abrigo y los chanclos, se metió algodón en las orejas, aunque era pleno verano, y se dirigió al pórtico. Obedientes a sus órdenes, los mozos de la fonda colocaron sus numerosas compras dentro del carruaje, rodearon de almohadoncitos, de sacos de mano y de paquetes el asiento que iba a ocupar, pusieron a los pies un cesto de víveres y ataron una maleta en el pescante. Pólozov les pagó con largueza; y sostenido respetuosamente por detrás por el oficioso portero, logró entrar en el coche gimoteando, tomó asiento, apretó y amontonó muy cómodamente todo lo que lo rodeaba, eligió un tabaco y lo encendió. Sólo entonces hizo una seña con el dedo a Sanin, como invitándolo.

—¡Vamos, sube tú también!

Sanin se colocó junto a él. Por conducto del portero, Pólozov ordenó al cochero que fuese a buen paso, si quería ganarse una buena propina; resonó el estribo al doblarse, se cerró con estrépito la portezuela, y el coche empezó a rodar.

AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 31

miércoles, octubre 30th, 2013

Чайная посуда
Tarde de Darjeeling Lingia, 1st flush, la base de nuestro «Coup de foudre» y un macaron de chocolate amargo, para adelantarles alguito de lo que será nuestro Té Literario y tentarlos. Les dejo el Capítulo 31 de Aguas de primavera. Buenas noches, dachas compañeras de lectura.
AGUAS DE PRIMAVERA – IVÁN TURGUÉNIEV – CAPÍTULO 31

Al día siguiente, Sanin se despertó muy temprano. Se encontraba en la cúspide de la alegría humana, pero no era esto lo que le impedía dormir; lo que turbaba su reposo era la cuestión vital. ¿Cómo vender sus tierras lo más pronto y lo más caro posible? Cruzaban por su mente los planes más diversos, pero nada se perfilaba con claridad. Salió de la fonda a tomar el aire y a despejarse; no quería presentarse delante de Gemma sino con un proyecto ya maduro.

¿Quién es ese personaje pesadote sobre sus patazas, aunque correctamente vestido, que va delante de Sanin con un movimiento de vaivén? ¿Dónde ha visto él aquella nuca cubierta de rubios pelitos, aquella cabeza encajada entre los hombros, aquellas espaldotas atocinadas, aquellas manos lacias(1) y morcilludas? ¿Es posible que sea Pólozov, su antiguo compañero de colegio, a quien había perdido de vista hace cinco años? Sanin se adelantó bien pronto al personaje, y se volvió… Esa caraza amarilla, esos ojuelos de cerdo, con cejas y pestañas blancuzcas, esa nariz corta y ancha, esos labios abultados como un pegote de lacre, esa barbilla sin bozo, imberbe, y toda la expresión de aquel rostro a la vez agrio, perezoso y desconfiado: sí, es él. Hipólito Pólozov.

Una idea repentina cruzó por la mente de Sanin. «¿No es mi estrella quien lo trae?», pensó. Y dijo:

—Pólozov, Hipólito Sídorovich, ¿eres tú?

Se detuvo el personaje, levantó sus ojuelos, vaciló un instante y, despegando al fin los labios, dijo con voz de falsete:

—¿Dmitri Sanin?

—¡El mismo que viste y calza! —exclamó Sanin, estrechando una de las manos de Pólozov, calzadas con estrechos guantes de color gris claro (colgaban inertes, como siempre, a lo largo de sus robustos muslos) —¿Hace mucho tiempo que estás aquí? ¿De dónde vienes? ¿En dónde paras?

—Ayer llegué de Wiesbaden —respondió Pólozov sin apresurarse —con el fin de hacer unas compritas para mi mujer, y hoy mismo vuelvo a Wiesbaden.

—¡Ah, sí! Es verdad: te has casado, y dicen que con una mujer guapísima.

Pólozov giró los ojos.

—Sí, eso dicen.

Sanin se echó a reír.

—Veo que siempre eres el mismo, tan flemático como en el colegio.

—¿Por qué había de cambiar?

—Y dicen —añadió Sanin recalcando la palabra «dicen» —que tu mujer es muy rica.

—También eso se dice.

—Pero tú, Hipólito Sídorovich, ¿no sabes nada de eso?

—Yo, mi buen amigo Dmitri… ¿Pávlovich…? Sí, Pávlovich, no me mezclo en los asuntos de mi mujer.

—¿No te mezclas en ellos? ¿En ningún negocio?

Pólozov volvió a girar los ojos.

—En ninguno, amigo mío… Ella va por un lado… y yo voy por otro.

—Y ahora, ¿adónde vas?

—Ahora no voy a ninguna parte; estoy en medio de la calle, hablando contigo, y en cuanto hayamos acabado, iré a mi cuarto de la fonda, y almorzaré.

—¿Me quieres de compañero?

—¿Para qué asunto? ¿Para el almuerzo?

—Sí.

—Muy bien, comer dos juntos es mucho más agradable. No eres parlanchín, ¿no es cierto?

—No lo creo.

—Pues entonces, muy bien.

Pólozov siguió adelante, y Sanin se emparejó con él. Pólozov se había vuelto a coser los labios, resollando con fuerza y contoneándose en silencio. Sanin pensaba: «¿qué demonios ha hecho este gaznápiro(2) para pescar una mujer rica y guapa? No es rico, ni instruido, ni inteligente; en el colegio lo teníamos por un mocete flojo y bruto, dormilón y tragaldabas, y le pusimos «baboso» de apodo. ¡Esto es extraordinario! Pero puesto que su mujer es tan rica (se dice que es hija de un arrendatario del impuesto sobre los alcoholes), ¿por qué no habría de comprarme mis tierras? Por más que dice él que no se mete para nada en los negocios de su mujer, ¡eso no es creíble…! En ese caso, pediré un precio razonable, ¡un buen precio…! ¿Por qué no intentarlo? Quizás sea mi buena estrella… Dicho y hecho: probaré».

Pólozov condujo a Sanin a una de las mejores fondas de Francfort, donde no hay que decir que había tomado la mejor habitación. Las mesas y las sillas estaban atestadas de carpetas, cajas, paquetes…

—Todo esto, amigo, son compras para María Nikoláevna.

Este era el nombre de la mujer de Hipólito Sídorovich. Pólozov se dejó caer en una butaca, gimió un «¡qué calor!», se aflojó la corbata, llamó al maître y le encargó, minuciosamente, un almuerzo de los más opíparos.

—¡Que el coche esté dispuesto para la una! ¿Oye usted? ¡Para la una en punto!

El maître saludó obsequioso y desapareció como un esclavo de los cuentos de hadas.

Pólozov se desabrochó el chaleco. Nada más que por el modo de levantar las cejas y fruncir la nariz podía comprenderse que el hablar sería para él cosa penosísima, y que esperaba, no sin alguna ansiedad, a ver si Sanin lo obligaría a darle a la sin hueso, o si el propio Sanin se encargaría de sostener la conversación.

Sanin comprendió el estado de ánimo de su amigo y se libró muy bien de abrumarlo a preguntas; se contentó con los informes más necesarios. Supo que Pólozov había pasado dos años en el servicio militar en un regimiento de lanceros (¡estaría precioso con la chaquetilla corta del uniforme!); llevaba tres años de casado y dos años de viaje por el extranjero con su mujer, que estaba curándose en Wiesbaden sabe Dios de qué y se proponía ir enseguida a París. Sanin, por su parte, le habló poquísimo de su vida pasada y de sus planes para el futuro; se fue derecho al grano, es decir, le participó su propósito de vender sus tierras.

Pólozov lo escuchaba en silencio y miraba de vez en cuando la puerta por donde debía llegar el almuerzo. El almuerzo llegó por fin. El maître, acompañado por dos camareros, entró con muchos platos tapados con campanas de plata.

—¿Es tu hacienda de la provincia de Tula? —preguntó Pólozov, poniéndose a la mesa y metiéndose la punta de la servilleta bajo el cuello de la camisa.

—Sí.

—Cantón de Efremov, ya sé.

—¿Conoces mi Alekséievka? —preguntó Sanin, sentándose también.

—Ciertamente que la conozco —Pólozov se metió en la boca un trozo de tortilla de trufas —María Nikoláevna, mi mujer, tiene allí cerca una finca… ¡Camarero, descorche usted esta botella…! La tierra no es mala, pero los campesinos te han talado el bosque. ¿Por qué la vendes?

—Necesito dinero. No la vendo cara. Si la comprases tú, vendría de perillas.

Pólozov sorbió un vaso de vino, se limpió con la servilleta y se puso otra vez a masticar despacio y con ruido. Por fin dijo:

—Sí, yo no compro tierras, no tengo dinero… Dame la mantequilla… Acaso la compre mi mujer. Háblale de eso. Si no pides caro… Por supuesto, que ella no se para en barras por eso… Pero ¡qué bestias son estos alemanes! ¡Ni siquiera saben cocinar un pescado! Y, sin embargo, ¿hay algo más sencillo? ¡Y tienen la poca vergüenza de hablar de la unificación de su «Vaterland»…!(3) ¡Mozo, llévese usted esta porquería!

—¿De veras se ocupa tu mujer misma de la administración de sus bienes? —preguntó Sanin.

—Sí, ella misma… Por lo menos, ¡buenas chuletas! Te las recomiendo… Ya te he dicho, Dmitri Pávlovich, que no me meto para nada en los negocios de mi mujer, y vuelvo a repetirlo.

Pólozov continuó comiendo con chasquidos de labios.

—¡Hum…! Pero ¿cómo podría yo hablarle, Hipólito Sídorovich?

—Pues… muy sencillo, Dmitri Pávlovich. Vete a Wiesbaden; no está lejos de aquí… ¡Mozo! ¿Hay mostaza inglesa? ¿No? ¡Qué brutos…! Pero no pierdas tiempo; nos vamos pasado mañana… Permite que te sirva un vaso de este vino. No es aguachirle; tiene bouquet(4).

Se enrojeció el rostro de Pólozov y se animó, lo cual sólo le sucedía cuando estaba comiendo… o bebiendo.

—En verdad, —murmuró Sanin —no sé cómo arreglármelas.

—Pero ¿qué te apremia tanto?

—Querido, es que justamente estoy apremiado.

—¿Necesitas una suma cuantiosa?

—Sí, tengo… ¿cómo te lo diré…? Tengo el propósito de casarme.

Pólozov dejó en la mesa el vaso que iba a llevarse a los labios.

—¿Casarte? —dijo con voz ronca de asombro, y cruzó las manazas sobre el vientre —¿Tan pronto?

—Sí, enseguida.

—Supongo que estará en Rusia tu prometida.

—No, no está en Rusia.

—Pues, entonces, ¿dónde?

—Aquí, en Francfort.

—¿Quién es ella?

—Una alemana; es decir, no, una italiana establecida aquí.

—¿Con dote?

—Sin dote.

—Entonces, preciso es que sientas un amor violentísimo.

—¡Qué burlón eres…! Sí, muy violento.

—¿Y para eso necesitas dinero?

—Pues, ¡sí, sí y sí!

Pólozov tragó el vino, se enjugó la boca, se lavó las manos, se las secó a conciencia en la servilleta, sacó un tabaco y lo encendió. Sanin lo miraba en silencio.

—No veo más que un medio —dijo por fin Pólozov, echando atrás la cabeza y expeliendo por entre los labios una tenue bocanada de humo —Vete a ver a mi mujer… Si quiere, con su blanca mano reparará todo el mal.

—Pero, ¿cómo arreglármelas para verla? ¿No dices que se van ustedes pasado mañana?

Pólozov cerró los ojos.

—Escucha: —dijo, dando vueltas al tabaco entre los labios y resoplando —vete a tu casa, vístete lo más de prisa posible y vuelve aquí. Me voy a la una; mi coche es muy espacioso; te llevo conmigo. Eso es lo mejor. Y ahora, voy a echar un sueño. Querido, cuando como, necesito imprescindiblemente dormir un rato. Mi temperamento lo exige, y yo no me opongo a ello. No me lo estorbes, si te place.

Sanin meditó, meditó… y de pronto alzó la cabeza. Se había decidido.

—Bueno, de acuerdo, y te doy las gracias. A las doce y media estaré aquí y nos iremos juntos a Wiesbaden. Espero que no le caeré mal a tu mujer…

Pero Pólozov roncaba ya, murmurando: “¡No me molestes!” Agitó las piernas y se durmió como un recién nacido.

Sanin echó una mirada a aquel mastodonte, a su cabeza, su cuello, su mentón levantado, redondo como una manzana; salió de la fonda y se dirigió a grandes pasos a la confitería Roselli. Necesitaba advertir a Gemma.

(1) Lacias: Marchitas, ajadas, flojas, débiles, sin vigor.
(2) Gaznápiro: Palurdo (dicho por lo común de la gente del campo, tosco, grosero), simplón, torpe, que se queda embobado con cualquier cosa.
(3) En alemán: Patria.
(4) En francés: Aroma, fragancia.

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